Los proyectos de reforma de la administración provincial en España: antecedentes, propuestas y perspectivas de futuro Jesús Burgueño Geógrafo Universitat de Lleida 1.- Provincia vs. Comunidad autónoma. Raíces históricas 2.- La provincia en la España constitucional. Una patente del Gobierno central 3.- El debate territorial en la Cataluña autónoma. Apresurada síntesis de un proceso inacabado 4.- La diputación salta a la palestra. De la crítica de un sistema electoral predemocrático al conato de debate sobre la continuidad de las diputaciones 5.- Un futuro inmediato sin perspectivas claras 6.- ¿Cabe una solución a la italiana? 7.- La provincia, parte de un debate territorial y constitucional más amplio 1.- Provincia vs. Comunidad autónoma. Raíces históricas El mapa provincial español es un caso excepcional de continuidad histórica en el contexto europeo. En los últimos 200 años nuestro país ha sufrido diversas guerras civiles, ha tenido dictaduras militares y democracia, monarquía y república, etapas de centralismo y de descentralización; y pese a todo, la división territorial en provincias se mantiene tal como se estableció en 1833 (salvo la partición de Canarias en dos, en 1927). La última pirueta histórica de la contumaz provincia española consistió en resistir y sobreponerse a la formación del mapa autonómico (1979-83). Pese a las previsiones de desarrollo autonómico que incluía nuestra envejecida Constitución de 1978, lo cierto es que en aquel momento sólo había un firme asidero territorial: las 50 provincias. Las autonomías estaban en construcción: “los constituyentes trataron de construir un nuevo edificio sin resolver el problema de la forma de derribar el antiguo que ocupa el mismo solar y sin decidir el destino que debía de darse a los materiales de desecho” (Parada Vázquez, en: Carballeria, 1993). Esto, y el escaso sentido federalista de la mayoría de fuerzas políticas, permitió que la provincia saliera, al fin y al cabo, reforzada de la prueba de fuerza a la que se vio sometida en la Transición política. Reforzada porque: a) 7 de las 17 comunidades autónomas están formadas por una sola provincia. b) La propia iniciativa autonómica recayó en instancias y representaciones políticas de ámbito provincial. c) El sistema electoral de las Cortes quedó profundamente provincializado, siendo casi irrelevante la estructura autonómica (sólo en el Senado hay una minoría de senadores designados por los parlamentos autonómicos). Cada provincia cuenta con cuatro senadores y un mínimo de dos diputados. Esta circunscripción ha sido clave para la instauración de un sistema político bipartidista, ya que terceros partidos sólo caben en provincias con más de 10 diputados o allí donde existen fuerzas nacionalistas. d) Las comunidades autónomas peninsulares pluriprovinciales cuentan con un ente de gobierno local totalmente indisponible por el legislador autonómico: la diputación (“la provincia es una entidad local con personalidad jurídica propia, determinada por la agrupación de municipios” y su “gobierno y administración autónoma… estarán encomendados a Diputaciones u otras Corporaciones de carácter representativo”, art. 141 CE). Las comunidades autónomas no pueden incidir en modo alguno (así lo ha ratificado la sentencia del Tribunal Constitucional en relación al Estatuto de Cataluña) en la regulación del gobierno local de la provincia; lo máximo que pueden pretender es cambiar su nombre por otro supuestamente más entrañable (en el caso catalán se recuperaría la denominación medieval vegueria). e) La provincia se define también en la CE como “división territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado”, de modo que la actuación periférica del Gobierno debe estar presente en todas las provincias, como lo está desde 1833, bajo la representación gubernamental del gobernador civil (hoy delegado y subdelegado del Gobierno). f) La Constitución reservó a las Cortes la potestad de aprobar el más nimio asunto relacionado con los límites provinciales. Una comunidad pluriprovincial no puede cambiar ni un solo municipio de provincia (de las que forman su territorio) sin la intervención de las Cortes. En cambio, paradójicamente, el número de 50 provincias no cuenta con aval constitucional, por lo que es teóricamente factible alterar su número. Si la provincia de 1833 ha resistido incólume, frente a viento y marea, debemos preguntarnos si esta estructura territorial encierra una lógica histórica y geográfica que le otorga una extraordinaria solidez. En diversos trabajos hemos apuntado en esta dirección y hemos puesto de relieve el arraigo histórico y la coherencia territorial de la mayor parte del mapa provincial. El mapa provincial es impugnable en sus detalles, pero sensato en su conjunto. En algunas comunidades autónomas pluriprovinciales las provincias tienen una incardinación histórica superior incluso a la propia región o nacionalidad. Euskadi sustenta su singularidad en la persistente foralidad de sus tres territorios históricos o provincias (por ejemplo, la Hacienda vasca descansa en la gestión de las diputaciones, aunque el cupo lo negocia el Gobierno del Estado con la Comunidad). En ambas Castillas (lo que hoy se conoce como Castilla y León, y Castilla-La Mancha) la provincia tiene un indiscutible arraigo social e histórico, superior al de esas comunidades autónomas; cada provincia se originó en torno a las ciudades que tenían representación en las antiguas Cortes de Castilla. En Andalucía, cuatro de sus ocho provincias fueron reinos. También algunas provincias de otras comunidades periféricas cuentan con claros antecedentes o responden a una innegable lógica geográfica. La idoneidad del mapa provincial, en su conjunto, ha sido objeto de discusión en diversos momentos históricos, aunque sin que el debate alcanzara gran magnitud. A menudo la petición de reducción del número de provincias, o directamente de supresión, partía desde Cataluña (Duran i Bas, en 1866 y nuevamente en 1880) como forma de reivindicar la propia unidad histórica y política. Este planteamiento reformista a menudo desconocía el arraigo de la provincia de otras partes del país. En 1851 el federalista Joan B. Guardiola propugnaba dividir España en “tantas demarcaciones territoriales cuantas tengan elementos de personalidad nacional, volviendo a la antigua división en catorce provincias… pueden y deben ser consideradas como pueblos, como nacionalidades diversas.” Pero difícilmente se podía volver a una organización territorial que en realidad nunca existió. Si algunas de las 49 provincias de 1833 eran una invención de laboratorio (Teruel, Castellón, Tarragona, Pontevedra, Albacete…), también era una falacia la existencia anterior de algunas de esas 14 grandes provincias o regiones. El proyecto de Constitución federal de 1873 dibujaba una Castilla la Vieja y una Castilla la Nueva que hasta entonces no habían sido una realidad política, sino mero recurso didáctico y cartográfico, más bien erudito. Y por cierto, la lista de estados federales ignoraba en el antiguo reino de León, pese a tener la misma categoría que Castilla la Vieja en las obras de divulgación geográfica. También Andalucía carecía de precedentes históricos cercanos como ente político, hasta el punto que el mencionado proyecto identificaba dos estados federales: la Alta y la Baja Andalucía (Andalucía occidental y oriental, Granada y Sevilla). Sin embargo, el propio ministro que promulgó la división provincial, el granadino Javier de Burgos, introdujo en su decreto el nombre de Andalucía para abrazar las 8 provincias, indudablemente unidas por una fuerte identidad cultural. En la Restauración, el ideal regionalizador siempre estuvo presente en la discusión política y administrativa. A principios del s. XX la demanda de regionalización consiguió un primer reconocimiento en la fórmula política de la mancomunidad de provincias, aprobada en 1913 tras años de encendido debate parlamentario. Cataluña adoptó esta forma de coordinación provincial en 1914, siendo suprimida en 1925, bajo la dictadura militar de Primo de Rivera. Con la Mancomunitat catalana las cuatro diputaciones unieron medios y recursos para ensayar una fórmula de autogobierno regional que ciertamente resultó muy fructífera: nunca con tan poco se hizo tanto. En el debate constituyente de la II República se volvió a suscitar la cuestión federal y la generalización de la autonomía. El ponente Ossorio y Gallardo justificaba la renuncia a una regionalización impuesta en los términos siguientes: “Las provincias han adquirido, en el curso de un siglo, personalidad y relieve que nadie puede desconocer; y en la mayor parte del territorio nacional nadie protesta contra esta organización ni reclama otra. Hubiera sido, pues, arbitrario, trazar sobre el papel una República federal”. La proclamación de la República en 1931 comportó la recuperación inmediata del autogobierno en Cataluña. Nuevamente las 4 diputaciones catalanas quedaron subsumidas en la administración regional de la ahora llamada Generalitat. El País Vasco y Galicia iniciaron también la senda del autogobierno en esa etapa política, aunque el golpe encabezado por Franco no dejó tiempo suficiente para que los gobiernos autónomos resolvieran el encaje (o la supresión) de sus respectivas diputaciones provinciales. En cambio, en el caso de Cataluña la provincia entró en vías de disolución; una comisión de geógrafos elaboró una propuesta de organización territorial en 9 veguerías y 38 comarcas que el Parlament no tuvo ocasión de discutir y sólo llegó a aprobarse por decreto, ya iniciada la guerra civil. En un primer momento del franquismo, a algún falangista gubernamental se le pasó por la cabeza la supresión de las provincias, tantas veces denostadas por cierta literatura regeneracionista, pero la dictadura no era amiga de rupturas, de manera que su estructura de gobierno se asentó firmemente en la estructura territorial provincial. 2.- La provincia en la España constitucional. Una patente del Gobierno central Tanto la Constitución (1978) como la concreción del mapa autonómico (culminado en 1983), fueron el resultado de la ineludible existencia de un mapa previo: las 50 provincias. Uno de los padres del texto constitucional, Jordi Solé Tura, imputaba al partido del presidente Adolfo Suárez la consolidación del hecho provincial, ya que esta formación tenía un miedo atávico a “la ruptura de las viejas provincias –que eran su terreno específico– e hizo lo imposible para impedir eso de las autonomías en el sentido federal.” Siguiendo con su narración de los hechos: en los últimos días –o casi diría que en los últimos minutos– UCD presentó un texto que decía que sí que habría autonomías, pero que la estructura del poder sería la misma: un gobierno central y las provincias, que eran las que ya existían. AP se puso a favor de este texto y la cúpula socialista tuvo sus más y sus menos, pero en el grupo comunista estábamos cabreados con todo el mundo; especialmente yo, que pensaba que se había venido abajo el grandísimo momento para conseguir un país de tipo federal, con diversas autonomías que participasen en la gobernabilidad general del país, como en el caso alemán, con su propio Senado. ¿Ya lo teníamos hecho! ¿Estaba escrito así! Y se fue abajo. (Somoano, 2003) En el proceso de construcción autonómica, algunas de las provincias creadas ex novo en 1833 (y que, por tanto, carecían de especial singularidad histórica), alcanzaron la categoría de comunidades autónomas, con la consiguiente inflación del número total hasta 17. Andrés de Blas Guerrero señaló en su día que “el surgimiento de comunidades autónomas uniprovinciales habría de acarrear serios problemas para el funcionamiento futuro del Estado” y acusaba a la “nueva clase política que se estaba fraguando” de ser la responsable “del pie forzado que hoy resultan determinadas pequeñas comunidades cuya existencia, a diferencia de lo que acostumbra a suceder en otros países federales con problemas similares a los nuestros, no viene justificada ni por la historia ni por una inicial demanda popular” (Cotarelo, 1992). Al cabo de los años, por ejemplo Galicia y La Rioja cuentan con un marco competencial prácticamente idéntico. La estrategia del café para todos –hoy reconocida como un error por amplias zonas del espectro político– tuvo su precursor remoto en el filósofo Ortega y Gasset, quien en el debate constituyente de 1931 afirmaba: si la Constitución crea desde luego una organización de España en regiones, ya no será la España una quien se encuentre frente a frente de dos o tres regiones indóciles, sino que serán las regiones entre sí quienes se enfrenten, pudiendo de esta suerte cernirse majestuoso sobre sus diferencias el poder nacional, integral, estatal y único soberano. Como hemos avanzado, para la Constitución lo único imprescindible es la provincia, ratificada como ente local intermedio, sin prever qué debía suceder con esta institución local en la compleja casuística de comunidades autónomas que se avecinaba: pluriprovinciales (una de ellas foral), uniprovinciales y biprovincial insular. Cada caso requirió una posterior solución ad hoc. Tras el despliegue autonómico, 12 provincias carecen de diputación ordinaria o de régimen común, bien porque el gobierno autonómico ocupa su lugar (en las 7 comunidades uniprovinciales), bien porque se trata de diputaciones forales (3) y por tanto indisponibles por el gobierno autónomo (vasco), o bien porque la existencia de los cabildos insulares (en Canarias) ha dado lugar ha una disimulada (pero sensata) supresión de hecho de las diputaciones. Si jurídicamente se ha configurado una realidad plural y flexible en lo referente a la existencia de diputaciones, lo que no tiene mucho sentido es considerar que esa realidad debe ser inalterable e indisponible por parte de la comunidad autónoma pluriprovincial, cuando esta es peninsular y de régimen común. Flexibilidad en unos casos, rigidez en otros. Un exceso de imprevisión redundó en el blindaje total de la provincia y en su intrínseca inadaptación para convivir fácilmente con la nueva realidad territorial emergente. Además, la Diputación mantenía un inequívoco tufo franquista; dicho de una forma más académica por Teresa Carballeira: “el paso de un régimen fuertemente centralista a una organización democrática y autonómica no se tradujo en un cambio sustancial de la organización local.” El sistema de elección indirecto o de segundo grado (a partir de las elecciones municipales) es la expresión más clara de esta herencia; nos volveremos a referir a ello. La interpretación que afirma que las comunidades autónomas pluriprovinciales no pueden legislar en absoluto sobre las características básicas de sus diputaciones (pese a que la Constitución admite la existencia alternativa de otras Corporaciones de carácter representativo) presenta como corolario que el gobierno autónomo no pueda ni tan siquiera cambiar su circunscripción electoral (los caducos partidos judiciales vigentes en 1970), por ejemplo por las comarcas administrativas allí donde existen (Aragón y Cataluña). Por supuesto resulta inviable pretender cambiar el sistema de elección. Resulta paradójico que el Estado se reserve la potestad de legislar hasta el último aspecto del régimen de las diputaciones cuando esta legislación únicamente es aplicable en 8 de las 17 comunidades autónomas: a menos de la mitad. Esta intromisión resulta inexplicable en un ámbito tan propio de la autonomía como es el régimen local. 3.- El debate provincial en la Cataluña autónoma. Apresurada síntesis de un proceso inacabado La posibilidad de una modificación del mapa provincial no se ha planteado con claridad durante los años de vigencia de la actual Constitución, salvo en Cataluña. Y aún en este caso el debate ha tenido escaso eco social, y a menudo ha suscitando incomprensión, posiblemente porque no se ha planteado con suficiente claridad. Aún así, las aportaciones al debate territorial han sido muy numerosas (el lector interesado encontrará una muestra y amplia bibliografía en los trabajos del número 67-68 de la revista Treballs de la Societat Catalana de Geografia). Hagamos un repaso rápido a los principales hitos de una historia que de momento tiene un final frustrante. El restablecimiento provisional de la Generalitat en la figura de Josep Tarradellas podría haber conducido a la fusión de las cuatro diputaciones, tal y como justificaba la realidad histórica a la que se daba continuidad: la Generalitat de la época republicana. Pero no fue así, y quizás por eso el catalanismo ha actuado en esta cuestión, durante tres décadas, como con el paso cambiado, despistado y dando palos de ciego. Aprobado el Estatut (1979) el primer gobierno de Jordi Pujol quiso, con el beneplácito de la oposición de izquierdas, conseguir la asimilación y supresión de las diputaciones mediante una Ley de transferencia urgente y plena de las diputaciones a la Generalitat (17-12-1980), la cual fue invalidada por el Tribunal Constitucional (28-7-1981) por considerar que se vulneraba una institución cuya autonomía consagra la Constitución. En definitiva, en la etapa inicial de asentamiento de la autonomía se frustró el intento de vaciar de contenido las diputaciones y por ende las provincias. El gobierno Pujol elaboró un nuevo modelo de organización territorial, que se concretó en cuatro leyes (LOT) referidas a municipios, comarcas, provincias y área metropolitana de Barcelona, aprobadas por el Parlament en abril de 1987. Con el fin de obtener por otros medios el mismo objetivo que se había defendido en 1980 (el traspaso de recursos y competencias de las diputaciones a la Generalitat), la Ley del régimen provisional de las competencias de las diputaciones provinciales planteaba la fusión de las cuatro provincias en una sola denominada Catalunya (disposición adicional segunda). Se confiaba que, tal y como había sucedido en las comunidades autónomas uniprovinciales, la hipotética Diputación única resultaría finalmente absorbida por el gobierno autónomo. Con todo, los gobiernos de J. Pujol se olvidaron de esta iniciativa legislativa de unificación provincial. Semejante incumplimiento pudo deberse, en parte, a que la definición geográfica de los nuevos ámbitos y capitales era un tema espinoso; en parte también a que la provincia única podía tener consecuencias indeseadas de tipo electoral (pérdida de diputados y senadores) y de reducción de la presencia de la administración periférica estatal en las capitales de provincia (salvo Barcelona); pero posiblemente la razón principal fuese el convencimiento que semejante iniciativa sería nuevamente declarada inconstitucional, por los mismos motivos que lo había sido la anterior tentativa. El año 2000, constatada la inaplicación de la retórica vía de la provincia única como medio de absorber las diputaciones, se creó una comisión de expertos presidida por Miquel Roca, con objeto de elaborar una propuesta de revisión del modelo de organización territorial de Cataluña. Ese informe abogaba, lisa y llanamente, por que el Parlament propusiera a las Cortes la creación de dos provincias más en Cataluña, adoptando la histórica denominación de veguerías. Jordi Pujol hizo caso omiso de la propuesta; paradójicamente fue el gobierno tripartito de su oponente, Pasqual Maragall, el que se identificó con la idea central defendida en el Informe Roca y propugnó su plasmación en el nuevo Estatut d’Autonomia. En definitiva, finalmente se asume la idea de transformar las diputaciones en lugar de suprimirlas. El Estatut de 2006 incorporaba estos principios básicos, aunque con una excesiva indefinición, tanto respecto a su encaje en el marco provincial constitucional como en relación al mapa concreto de veguerías. La veguería se define con el clásico carácter bifronte: “ámbito territorial específico para el ejercicio del gobierno intermunicipal de cooperación local” y “división territorial adoptada por la Generalitat para la organización territorial de sus servicios” (art. 90.1). Las veguerías tendrán un Consell de Vegueria que substituirá directamente la Diputación provincial (art. 91.3). En cuanto a la financiación, el Estatut (art. 219.2) permitía la redistribución de los fondos de las 4 diputaciones entre los nuevos consejos de veguería, lo que sin duda debía dar lugar (como sucedió en tiempos de la Mancomunitat) a un trasvase de fondos de la Diputación más rica, Barcelona, hacia las demás. La hipótesis que manejaba el segundo gobierno tripartito, presidido por José Montilla, no contemplaba la creación forzosa de más provincias, sino la separación y diferenciación de la función de ente local respecto de las demás funciones propias de la provincia, sobre las que no se pretendía introducir cambio alguno, aceptando que esas otras finalidades sí eran competencia exclusiva del Estado. De este modo se creía legalmente posible que una misma provincia pudiera contener dos o más veguerías o consejos de veguería en sustitución de la diputación. Pero, como decimos, el Estatut tampoco se decantaba expresamente por esta hipótesis, con lo que el TC se encontró con un escenario tan abierto que lo más fácil y previsible era que optara –como hizo en la sentencia que finalmente emitió en julio de 2010, a raíz del recurso presentado por el PP– por una interpretación que, si bien no invalida la constitucionalidad de estos apartados, sí les confiere un sentido muy determinado y restringido, del que realmente carecían. En resumen dice el TC que la veguería puede ser equivalente a la provincia, siempre y cuando todo se reduzca a un simple cambio nominal, y coincidan exactamente provincia y veguería, diputación y consell de vegueria. En definitiva, el TC convirtió en absurda, por inútil y decorativa, la pretensión de organización territorial propia efectuada desde Cataluña. Implícitamente el TC sólo dejó una vía abierta para la implementación de las veguerías: que las Cortes aprobasen la creación de más provincias en Cataluña. El letrado Antoni Bayona llega a la conclusión que “fue una operación de alto riesgo configurar la veguería con su doble función institucional… si no se tenía la garantía de disponer de los instrumentos necesarios para resolver esta cuestión con plena autonomía y capacidad de decisión desde Cataluña.” Esta reflexión refleja bien la frustración de quienes creímos que mediante el nuevo Estatut era posible avanzar en el cambio de las estructuras de gobierno local de Cataluña; pero no únicamente nos sentimos defraudados por el TC, sino también por los partidos y juristas que nos aseguraban que la transacción era viable, jurídica y políticamente. Pese a la demoledora sentencia del TC, en una cierta huida hacia adelante, el Parlament aprobó el mismo mes de julio de 2010 la Llei de vegueries, la cual esbozaba un mapa de 7 veguerías al tiempo que reforzaba el tratamiento singular del valle de Aran. Al mismo tiempo se aprobaba la ley que restablecía el Área metropolitana de Barcelona, suprimida por Jordi Pujol en 1987. El AMB comprende 36 municipios con una población de 3,2 millones de habitantes y una superficie de 636 km2 (poco más que el municipio de Madrid). Últimamente, el gobierno de Artur Mas (CiU) ha dejado en suspenso el desarrollo de la Ley de veguerías, una decisión tanto más lógica dada la actual deriva soberanista de la agenda política catalana. El debate territorial catalán refleja bien las limitaciones y anquilosamientos del Estado Autonómico, el resultado de una interpretación constitucional restrictiva, lesiva para del carácter compuesto de la estructura territorial del poder. Una vía que era pragmática y posibilista, que contenía un interesante potencial para resolver algunos contenciosos seculares de la división provincial, quedaba de este modo arrumbada sin mayor discusión. Nada impedía considerar que la función de la provincia como entidad local (allí donde esta existe) pudiera ser asumida por otras corporaciones de carácter representativo con un ámbito territorial no necesariamente coincidente con la demarcación provincial; es decir, que una provincia pudiera contener dos o tres entes que ejercieran las funciones de cooperación local del mismo modo que, por ejemplo, en la provincia de Las Palmas las ejercen los cabildos insulares de Fuerteventura, Gran Canaria y Lanzarote. Definitivamente –se nos dice– en cada provincia de las 38 de régimen común debe existir una sola diputación; sólo es posible, si a alguien le apetece jugar a los despropósitos, darle a la diputación el nombre de consell de vegueria o aquel que más plazca. Así las cosas, a Cataluña, en este terreno, sólo le queda ya por jugar la carta: promover la creación de nuevas provincias, pero en estos momentos de crisis económica semejante petición sería, con razón, considerada una caprichosa e irresponsable ocurrencia. Ciertamente el debate político no va por aquí. En todo caso, el resultado de la sentencia del TC ha significado el cerrojazo constitucional al tema. Las comunidades autónomas quedan desposeídas de un instrumento relativamente simple que permitía armonizar el desarrollo de su propia capacidad de autoorganización con la necesaria estabilidad de las reglas del juego en el conjunto del Estado. Es justamente lo contrario de lo que siempre ha propugnado una voz tan autorizada como la de Miguel Herrero de Miñón, uno de los redactores de la Constitución: “Sólo como un instrumento de resolución de conflictos el derecho se justifica… una interpretación de la Constitución que procura dicha finalidad es útil y la que no la facilita resulta estéril.” 4.- La Diputación salta a la palestra. De la crítica de un sistema electoral predemocrático al conato de debate sobre la continuidad de las diputaciones Al margen del caso catalán, hasta bien avanzada la actual crisis económica prácticamente no se cuestionó el funcionamiento y la existencia de las diputaciones provinciales en España, pese a su inspiración en el ordenamiento local franquista: Aunque el tema de la reforma de la planta local en España ha sido una cuestión siempre abierta, sobre todo en el plano doctrinal, lo cierto es que el impulso decidido del debate se plantea cuando el sector público español comienza a encontrar serias dificultades para contener el déficit público, y se promueven una serie de respuestas que pretenden reformular el sistema institucional local hasta entonces existente. (Jiménez Asensio, 2012) El artículo 3.2 de la Carta Europea de Autonomía Local afirma que la autonomía local “se ejerce por Asambleas o consejos integrados por miembros elegidos por sufragio libre, secreto, igual, directo y universal”. El Reino de España, al ratificar dicha Carta en 1988, declaró que no se consideraba vinculado por dicho apartado “en la medida en que el sistema de elección directa en ella previsto haya de ser puesto en práctica en la totalidad de las colectividades locales”. Es decir, no se aceptaba que las diputaciones de régimen común fueran de elección directa y no mediante un sistema de segundo grado, derivado de los resultados en las elecciones municipales. Sólo voces aisladas habían señalado el déficit democrático que supone esta salvaguarda. De alguna manera la Carta, al propugnar un principio tan obviamente democrático, dejaba al aire las vergüenzas del sistema de gobierno local español, extraordinariamente reticente al sistema de elección directa, que sólo se aplica en unos pocos entes intermedios: las diputaciones forales, las diversas islas y, en Cataluña, el valle de Aran. Los motivos de esta aversión a las urnas son de diversa índole. En primer lugar se trata, sin duda, de una postura inercial que emana de la concepción franquista de la provincia. En segundo lugar, dado que la provincia se halla en falso en el sistema de gobierno autonómico (su financiación y legislación procede del Estado central), se la ha querido relegar a un plano inferior, menos representativo, procurando evitar que las diputaciones compitieran o pudieran ejercer de contrapoder en el seno de la Comunidad Autónoma. Se reserva así el carácter electo, y por tanto la plena legitimidad democrática, a los parlamentos autonómicos. De este modo, si bien la diputación no se subordina a la administración autonómica, tampoco debería provocar gran incomodo al Gobierno autónomo. Ciertamente la finalidad “pacificadora” (no poner más de un gallo en el gallinero) de esta estrategia ha tenido su virtud. Ha sido posible la convivencia (o más bien cohabitación) de provincias y autonomías. Quizás conviene señalar una excepción: la provincia de régimen común más poblada es la de Barcelona (5,5 millones de hab.) y, por consiguiente, su presupuesto es el más elevado. Esto le confiere una situación reforzada, precisamente allí donde más viva puede ser la contradicción entre el partido que ostenta el gobierno de la Generalitat y el que gobierna la Diputación. Así sucedió especialmente en los 23 años de gobierno de Jordi Pujol (CiU), en los que la Diputación de Barcelona ejerció de bastión defensivo de los partidos de izquierda. Sin duda esta situación dio lugar a una cierta pugna entre ambas instituciones, generando alguna duplicidad innecesaria. En la última década los resultados electorales han tendido a hacer confluir el color político de ambas instituciones, lo que ha contribuido a rebajar la tensión en este terreno. De hecho, el presidente Artur Mas (CiU) cuenta ahora con la colaboración de las cuatro diputaciones (presididas por su mismo partido) para desarrollar una administración tributaria propia para Cataluña. Pero relegar la diputación a un ente de elección indirecta implica una serie de inconvenientes, que hoy resultan más evidentes al existir una demanda social de regeneración democrática (movimiento 15-M). La población desconoce qué hace y quién forma las diputaciones. Por la misma razón, no es preciso en ellas ni un programa de gobierno ni rendir cuentas ante los electores. Es, por tanto, una institución que resulta demasiado opaca para el ciudadano y por eso mismo proclive a la arbitrariedad. Catedráticos nada sospechosos de ser antisistema afirman sin empacho que el hecho de que los partidos sitúen en las diputaciones “parte de sus élites y clientelas locales domina claramente sobre su función de apoyo a los ayuntamientos” (M. Arenilla, en R. Jiménez, 2012). Sin querer elevar la anécdota a categoría, no deja de ser significativo que algunos de los fiascos de inversión en infraestructuras realizados en España en los últimos años hayan contado con el impulso de las diputaciones provinciales. En este sentido resulta paradigmática la implicación del presidente (1995-2011) de la Diputación de Castellón (Com. Valenciana), Carlos Fabra, en la construcción de un aeropuerto que ha costado 150 millones de euros (mantenimiento a parte) pero que, año y medio después de inaugurarse, aún no ha tenido uso de ningún tipo. En 2011, la Fundación Democracia y Gobierno Local, que preside el presidente de la Diputación de Barcelona, elaboró un Libro Verde sobre los gobiernos locales intermedios en España, dirigido por Rafael Jiménez Asensio. En él se incide en la anomalía del sistema electoral de las diputaciones, proponiendo la elección directa. También se reivindicaba la necesidad de las diputaciones en razón al grado de fragmentación del mapa municipal, así como la conveniencia de clarificar su ámbito competencial y mejorar su financiación. Las experiencias de comarcalización (básicamente desarrolladas en Cataluña y Aragón) se consideran superfluas por redundantes: El minifundismo municipal actualmente existente en España requiere necesariamente un nivel de gobierno local intermedio que garantice la autonomía municipal para que esta sea realmente efectiva. La provincia es el escalón de gobierno intermedio más apropiado tanto por tradición, capacidad de gestión y experiencia en el ejercicio de tales funciones, como por solidez institucional contrastada frente a otras fórmulas institucionales emergentes que no han terminado de cristalizar. Si tenemos en cuenta que el informe se elaboró tras el fracaso del nuevo Estatut de Cataluña, resulta un tanto sorprendente la filosofía que anima la propuesta. Frente a la voluntad estatutaria catalana de redefinir e integrar la realidad provincial en el marco autonómico, el informe de la FDyGL parte de la premisa –que se ha demostrado realista– de la existencia de un vínculo insuperable de las diputaciones con la legislación general del Estado. Si en Cataluña la elección directa de las veguerías no ha sido abiertamente asumida por ningún partido (aunque el Informe Roca apuntó esta posibilidad), el informe de la FDyGL apunta en esta dirección justo en el momento político en que parece menos oportuno cambiar el estatus de las diputaciones para reforzarlas, al menos en Cataluña. Quizás por ello el entonces presidente de la Diputación de Barcelona (el socialista Antoni Fogué) presentaba el estudio con escaso énfasis, como una aportación “abierta, imaginativa y sujeta a franca discusión de todas las partes implicadas”. La radical apuesta a favor del fortalecimiento de las diputaciones resultaba políticamente incómoda en ese momento. Quizás por esto pocos llegaron a hacerse eco de este planteamiento, que pasó bastante desapercibido. Poco tiempo después, el candidato socialista a la presidencia del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba, deslizaba en su programa electoral una postura radicalmente opuesta respecto de las diputaciones provinciales: suprimirlas. El expresidente Felipe González avalaba la propuesta de su exministro. De la noche a la mañana, aquello que desde el primer momento (1981) había desautorizado el TC para Cataluña, ahora resultaba ser una receta válida y de aplicación general para todas las comunidades pluriprovinciales. Evidentemente la propuesta –tal cual– exigía una reforma de la Constitución, y por eso el PSOE barajaba alguna fórmula light de permanencia de algún tipo de mancomunidad municipal que permitiera salvar la garantía constitucional a la autonomía provincial. El programa electoral no hablaba abiertamente de supresión, sino de una inconcreta modernización, al tiempo que se afanaba a tranquilizar a los funcionarios provinciales: La transformación de las Diputaciones Provinciales en Consejos de Alcaldes permitirá la delimitación de sus competencias, la simplificación de su estructura y la reducción significativa de la representación política, garantizando los puestos de trabajo de los funcionarios y el personal de las actuales Diputaciones. Evidentemente la idea suscitó recelos en diversas provincias, al margen del color político dominante, pero tampoco fue necesario movilizar una protesta provincialista, ya que la victoria del PP suponía que la propuesta del PSOE quedara automáticamente descartada. El Partido Popular siempre se ha identificado plenamente con el sistema provincial (también lo defiende enfáticamente en Cataluña). El mismo presidente de Gobierno, Mariano Rajoy, entre 1986 y 1991 presidió la Diputación de Pontevedra (Galicia). 5.- Un futuro inmediato sin perspectivas claras Si el líder de la oposición socialista propugnaba la supresión de las diputaciones (sin cuestionar en absoluto el mapa municipal), en el inicio de la presente legislatura el PP adoptó una posición diametralmente opuesta: los pequeños municipios debían trasladar competencias a las diputaciones, las cuales resultarían así reforzadas, aunque sin alterar su forma de elección indirecta. En realidad, el planteamiento del PP sobre la reforma de la estructura de gobierno local ya ha pasado por tres fases durante el año escaso en que ha gobernado: a) énfasis en la reforma de la planta municipal, b) énfasis en el traslado de competencias municipales a las diputaciones, c) aparcamiento de la cuestión. En un primer momento (abril de 2012), el nuevo Gobierno elaboró un “Programa nacional de reformas”, entre las cuales se contaba la “eliminación de duplicidades y clarificación de competencias de las administraciones públicas”. En este apartado, la medida 20 se refiere a la “Racionalización en el número de entidades locales y sus competencias”, afirmando la necesidad de una agrupación de municipios: “Las competencias se estratificarán por tramos de población, lo que facilitará la agrupación de municipios, de modo que sólo tengan esta consideración los que alcancen un umbral determinado de población.” El origen de esta propuesta, al menos en parte, se halla precisamente en Galicia,1 una comunidad históricamente sensible a adoptar una concepción concejil más próxima a la portuguesa, atendiendo a la estructura de poblamiento en parroquias y a la relativa debilidad de la red urbana. El segundo momento del debate interno del Gobierno (mayo de 2012) se expresa en la “Propuesta de modificación del articulado de la Ley 7/1985, reguladora de las bases del régimen local (LRBRL) en relación con las competencias de las entidades locales”, elaborada desde el Instituto Nacional de Administración Pública. El resumen de la propuesta se concreta en la reforma del art. 26 de la mencionada ley: En los municipios con población inferior a 20.000 habitantes, las comunidades autónomas encomendarán a las diputaciones provinciales, o a los Cabildos o Consejos insulares en su caso, la prestación común y obligatoria, a nivel provincial o infraprovincial, de todos o algunos de los servicios previstos en este precepto, cuando no sea eficiente, de acuerdo con los estándares a que se refiere el apartado anterior, la prestación en el ámbito municipal, ya sea, entre otros, en razón de la naturaleza del servicio, la población, o la sostenibilidad financiera. Los municipios concernidos y la diputación provincial acordarán el traspaso de instalaciones y personal; a falta de acuerdo, la comunidad autónoma ordenará lo procedente.” Cabe observar que referirse a los municipios con menos de 20.000 habitantes es hacerlo de la práctica totalidad (95%) de los 8.116 existentes. Los redactores afirman que: “La principal ventaja de esta propuesta estribaría en operar una reordenación territorial que evitaría la supresión o fusión de municipios claramente incapaces de 1 Resulta significativa la obra dirigida por el geógrafo y diputado autonómico gallego, Román Rodríguez González (2009): Reformar la administración territorial. Municipios eficientes y viables. gestionar los servicios obligatorios y permitiría la supresión o sustitución de muchas de las actúales mancomunidades constituidas precisamente para gestionar ciertos servicios supramunicipales.” Se abandona, por tanto, la idea de una reforma municipal que se presume traumática, y en cambio se aboga por un vaciado competencial en beneficio de las diputaciones. La postura gubernamental es defendida en la contribución del director del INAP, Manuel Arenilla Sáez, en el documento técnico Elementos para un debate sobre la Reforma Institucional de la Planta Local en el Estado Autonómico, publicado en junio de 2012 por la FDyGL; el título del artículo resume el dilema: “El pequeño municipio: núcleo democrático vs. prestación de servicios”. La conclusión del catedrático de Ciencia Política es que “Resulta más viable plantear la cuestión de la eficiencia desde la agrupación de determinados servicios en el nivel provincial/insular que desde la supresión de municipios.” Pese a renunciar a la imposición de una reforma municipal, el traslado de competencias municipales a las diputaciones (consejos insulares en los archipiélagos y gobiernos autónomos en comunidades uniprovinciales) suscitó una respuesta hostil desde el mundo local, también por parte de cargos electos del PP. A primeros de agosto –por tanto de forma discreta, poco visible en los medios de comunicación– el asunto desapareció del orden del día de la reunión del Consejo Nacional de Administración Local, posponiéndose sine die. Según el diario El País “El aplazamiento refleja la toma de conciencia del Gobierno de Mariano Rajoy de que su plan para los Ayuntamientos puede provocar una auténtica rebelión, según le han transmitido discretamente numerosos alcaldes del PP.” Desde entonces no hay nuevas noticias. La estructura local española se resiste a cualquier cambio. Y entre tanto, es la estructura autonómica y constitucional la que se tambalea, con el desafío del nacionalismo catalán a la unidad del Estado. Otros problemas han sustituido las prioridades gubernamentales a partir de septiembre. No hay, por tanto, en este momento, una perspectiva clara de futuro para la diputación. 6.- ¿Cabe una solución a la italiana? En el momento en que el Consejo de Ministros italiano decreta (D.L. 31/10/2012) la reducción del número de provincias en las regiones con estatuto ordinario, de 86 a 51 (la propuesta de reducción en las regiones con estatuto especial se anunciará posteriormente), es obligado preguntarse si cabe imaginar en España una solución semejante. La comparación debe partir del reconocimiento previo que las cifras de partida son diametralmente opuestas: 110 province en Italia y 50 en España. Las provincias españolas son, con mucho, las de mayor dimensión de nuestro entorno inmediato e incluso de toda Europa si excluimos Escandinavia. La extensión media de las provincias españolas es 1,8 veces la francesa, duplica la portuguesa y es 3,8 veces la italiana. Además, España es el único Estado europeo donde no se ha creado ni una sola nueva provincia –salvo en el archipiélago canario– desde 1833. Se trata de un caso único en Europa, una anomalía. Contrariamente, el mapa provincial italiano es muy fragmentado, con una media de 2.740 km2 (sólo las provincias vascas encajan en el patrón italiano). La provincia italiana más extensa, Bolzano, cuenta con 7.400 km2, cifra inferior a la media de España (10.120 km2). 11 provincias no alcanzan los 1.000 km2 (la mitad de Guipúzcoa, nuestra provincia más pequeña) y algunas presentan dimensiones habituales en muchos de nuestros municipios (el término más extenso de España, Cáceres, tiene 1.750 km2). Prato contiene sólo 7 municipios, 365 km2 y 248.000 habitantes. La provincia menos poblada de Italia, Ogliastra (Cerdeña) cuenta con solo 58.000 habitantes (su homóloga española, Soria, reúne 95.000 hab.). Una diferencia igualmente notable del caso italiano respecto del español es el dinamismo histórico de su división provincial: el mapa actual es resultado de una evolución muy compleja, de modo que, en perspectiva histórica, el ciudadano italiano puede asumir más fácilmente que el español que las provincias no son estructuras permanentes sino mutables y contingentes (en el último medio siglo, se crearon nuevas provincias en 1968-74, 1992, 2001 y 2004). Con esto queremos señalar que no existe en España un problema de escasa dimensión de las provincias; más bien al contrario. Aunque en España se haya planteado últimamente la posible supresión de las diputaciones, esto no afectaría forzosamente la planta provincial, es decir, la función de la provincia como circunscripción electoral de las Cortes ni como demarcación general del Estado. Por tanto, aunque el lenguaje jurídico tiende a asociar provincia (marco geográfico) con su institución de gobierno local (diputación), es perfectamente posible suprimir o reducir el número de diputaciones sin alterar el mapa provincial. En realidad esto ya se hizo en el caso de Canarias, al suprimir (o reducir hasta lo irreconocible) sus dos diputaciones sin alterar para nada la biprovincialidad, que es un elemento de equilibrio político imprescindible en el archipiélago atlántico. Igualmente conviene observar que existen 7 provincias convertidas en comunidades autónomas, en donde las diputaciones fueron sensatamente subsumidas en la administración autonómica (como sucede en Aosta). Y todavía debe tenerse en cuenta el caso de Euskadi, que cuenta con tres diputaciones forales con un amplio ámbito competencial (por ejemplo detentan las competencias básicas en relación a la administración local) además de ser las depositarias genuinas de los derechos forales, y por tanto ejercen como administración de Hacienda en el régimen de concierto económico. De este modo, 12 de las 50 provincias españolas no cuentan con una diputación ordinaria. En las 38 provincias restantes, con diputación de régimen común, sólo se ha planteado abiertamente la supresión de las provincias en Cataluña, como ya se ha comentado. No obstante, en otras comunidades con un sentimiento nacional más atenuado (como Galicia) también en alguna ocasión se ha considerado la hipótesis de supresión de las diputaciones. El problema de la provincia en España no se centra en su número sino en su problemática convivencia o solapamiento con los gobiernos autónomos. En un contexto de racionalización de la administración local y de reducción del gasto público, la cuestión provincial debe abordarse bajo una nueva perspectiva, centrándose en la compatibilidad de provincias y CC.AA. Cabe preguntarse si resulta necesario y eficiente mantener un escalón de gobierno provincial, o si éste podría ser substituido por una administración más ligera de ámbito comarcal, metropolitano... En particular, comunidades españolas que cuentan sólo con 2 o 3 provincias se encuentran en una situación homóloga a las regiones italianas de Basilicata, Molise y Umbria, donde el Gobierno plantea la supresión del escalón provincial. En conclusión, y como respuesta al interrogante planteado, situados como estamos en una coyuntura en la que todo es (y merece ser) cuestionado, sí cabe imaginar una reforma en profundidad de la estructura de gobierno provincial (supresión de un buen número de diputaciones), y tampoco puede descartarse una moderada reducción del número de provincias, que se iniciara en Cataluña. En cambio, la hipótesis contraria, en la que precisamente se había trabajado desde Cataluña –un incremento del número de provincias– queda definitivamente arrumbada como consecuencia de la crisis. Además, si el mapa provincial italiano –tan fragmentado y dinámico– era aducido como modelo en territorios muy pequeños como Cartagena (Murcia) o el Penedès (Catalunya), la emergencia de un nuevo esquema de administración territorial, más simplificado, en la propia Italia, deja estos contenciosos territoriales sin referentes próximos de viabilidad. 7.- La provincia, parte de un debate territorial y constitucional más amplio Una hipotética reforma constitucional –que ahora se empieza a vislumbrar como la única posibilidad democrática de mantener Cataluña unida a España, aunque muchos no lo quieran ver– permitiría tal vez repensar a un tiempo –esta vez sí– el mapa provincial y el autonómico. En este hipotético escenario constituyente sí cabe imaginar una importante desprovincialización del Estado, que podría pasar por: a) La supresión de la provincia como circunscripción electoral general, por ejemplo mediante la adopción del mapa autonómico. b) La relegación de la provincia como demarcación periférica básica a un carácter relativo y opcional; por ejemplo, desde la Justicia existen propuestas de suprimir las audiencias provinciales, a las que la actual CE tampoco obliga (Barona, 2010). c) La supresión total de las provincias en aquellas comunidades que así lo estimen conveniente. d) La supresión de diputaciones (que no de las provincias) en algunas comunidades. Pero si existe hoy día en España un debate territorial abierto, es en relación a la pervivencia de la planta autonómica. Este debate ha sido alimentado especialmente desde los medios de comunicación conservadores, que repiten hasta la saciedad que la existencia de 17 comunidades autónomas es un dispendio insostenible, y que además genera una excesiva complejidad legislativa. En este ámbito ideológico merece especial atención el informe de la FAES Por un Estado Autonómico racional y viable (2010). Últimamente se acumulan evidencias de cansancio y desapego hacia la estructura autonómica, incluso por parte de sus protagonistas: la presidenta de Madrid declara aceptar una hipotética supresión de su autonomía; otras comunidades proponen o aceptan devolver competencias (costosas) al Estado; la presidenta de Castilla-La Mancha plantea reducir el parlamento autonómico a una cámara con el número de diputados propio de una pequeña diputación (25) y además sin sueldo; el expresidente de la misma comunidad, José Bono, reconoce que los manchegos se encontraron autónomos de la noche a la mañana sin pretenderlo en modo alguno... Si se quiere afrontar de forma valiente e inteligente un debate que permita la elaboración de nuevos consensos y equilibrios, debe pensarse seriamente en la acentuación de la asimetría entre gobiernos autónomos. No se trata de aplicar una fórmula federal simétrica, rancia y gastada, que nunca ha arraigado en España y en la que nadie cree realmente (ahí está la vergüenza política del Senado, incapaz de adquirir su pretendido carácter de cámara territorial), porque la solución no se encuentra en aumentar la pureza del café para todos, sino en diversificar las bebidas de los clientes del bar. En nuestra opinión, debe reformarse la Constitución en un doble sentido. En primer lugar, de tal manera que la actual disposición adicional primera (“La Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales”) también sea de aplicación a Cataluña. Cataluña precisa situarse en el ámbito excepcional actualmente reconocido únicamente a Navarra y el País Vasco. Pensando en Euskalerria, Miguel Herrero afirma que es “importante que la indefugible identidad se refleje en un sistema de autogobierno que, no sólo por sus competencias, recursos y estructura, sino por sus fundamentos, sea singular y no general al Estado de las Autonomías.” Eso mismo debería ser de aplicación a Cataluña (de hecho así lo defiende este autor) y esto incluye un modelo de financiación particular que limite el drenaje de recursos al Estado (un pacto fiscal solidario, no un sistema de cupo como el vasco). Creemos que la oportunidad histórica invita a efectuar un ejercicio político de devolution de la foralidad (les Constitucions) que perdió Cataluña hace 300 años (final de la guerra de Sucesión, 1714), como castigo a la contumaz fidelidad catalana a la casa de Austria y su resistencia a unos Borbones que por entonces ya habían suprimido las libertades forales en los otros reinos de la Corona de Aragón. No debe olvidarse que en 1977, en el inicio de la Transición, ya se realizó un ejercicio de reintregración foral de este tipo, en relación a Bizkaia y Gipuzkoa (provincias castigadas por Franco en 1937, por su lealtad a la República). Se les devolvió un rango foral que Álava y Navarra habían conservado precisamente como premio a su adhesión al Alzamiento (golpe militar). En ese escenario de reforalización, nos parece evidente que las cuatro actuales provincias catalanas no tendrían ya cabida. Pero si Cataluña debe ascender al nivel de territorio foral (insistimos, sólo así podrá defenderse su permanencia en España), otras comunidades deberían reducir su papel al de mancomunidades de provincias, devolviendo competencias al Estado. Esto debe hacerse, desde luego no porque Cataluña lo precise en absoluto para afirmar su diferencia, sino para abordar las disfunciones y deseconomías que se han observado en la estructura de gobierno territorial autonómico. La sostenibilidad de los elementos básicos del sistema político territorial requiere una poda sensata. La estructura del Estado se ha formado por acumulación de instancias, sin que la Administración central se haya adelgazado de acuerdo con la transferencia de competencias a las comunidades autónomas. La recuperación de parte de estas competencias por parte de Madrid, al menos daría algún sentido a la burocracia ministerial. Si Madrid es el polo urbano que organiza el espacio territorial de la gran Castilla (y la concepción radial de las grandes infraestructuras de comunicación refuerzan esta situación), es lógico que ese vasto territorio tenga unos instrumentos de gobierno diferentes de la periferia. Las comunidades pluriprovinciales de la parte central de la Península deberían ceder sus competencias hacia arriba (ministerios) y hacia abajo (diputaciones). Por otra parte, la existencia de pequeñas comunidades uniprovinciales no tiene sentido en una estructura de poder descentralizada, e impide la asunción de una dimensión mínima que permita gestionar servicios de gran complejidad que requieren economías de escala (especialmente la atención sanitaria). Estas comunidades deberían recuperar el rol de diputación provincial (eso sí, de elección directa, y con competencias propias tales como el urbanismo), devolviendo al Estado la capacidad legislativa y la gestión de servicios que resulta antieconómico gestionar en un ámbito geográfico tan reducido. Se dibujaría así una España plural, en la que –al igual que en Italia existen dos niveles de autonomía– pudieran establecerse tres regímenes: foral, autónomo (esencialmente el actual) y provincial (reformado). a) Foral; en Catalunya, Euskadi y Navarra2. b) Autónomo; en Andalucía, Canarias, C. Valenciana, Illes Balears y Galicia (comunidades con lengua propia, insulares o que en su momento accedieron a la autonomía mediante referéndum). c) Provincial (reformado), que sería de aplicación en: - Las 5 actuales comunidades uniprovinciales de Asturias, Cantabria, La Rioja, Madrid y Murcia. 2 Manteniéndose la actual previsión constitucional (disp. ad. 4ª) de incorporación voluntaria de esta Comunidad Foral al régimen autonómico vasco. - Las 14 provincias de las actuales comunidades autónomas de Castilla-La Mancha, y Castilla y León, las cuales formarían dos mancomunidades de provincias. - Extremadura, comunidad donde parece aconsejable la unificación de las dos diputaciones en una sola (sin que ello implique la unificación de las dos provincias)3. - Aragón, comunidad donde puede prescindirse de las tres diputaciones a favor de las comarcas, evitando así el solapamiento de funciones. Igualmente la unificación del órgano de gobierno no implica la extinción forzosa de las tres provincias (salvo como entes locales). La Diputación de Aragón conservaría alguna competencia especial, como en relación al derecho civil aragonés. Estas 9 actuales CC.AA. conservarían las competencias referidas a régimen local municipal. Bajo este esquema, la reducción de administraciones locales y autonómicas se concretaría del modo siguiente: a) El número de CC.AA. se reduciría de las 17 actuales a sólo 8. b) Otras dos comunidades autónomas pervivirían bajo la forma de mancomunidades de provincias, formadas por los presidentes de las respectivas diputaciones, sin existir en ellas parlamento ni capacidad legislativa. Estas mancomunidades gestionarían las competencias residuales (régimen local) que no hubieran sido devueltas al Gobierno central ni sean trasladables a las diputaciones provinciales (urbanismo). c) El número de diputaciones provinciales de régimen común se reduciría de las actuales 38 a sólo 21 (preferiblemente 22, con El Bierzo)4. Se trataría de diputaciones reformadas, plenamente democráticas (formadas por sufragio universal) y con un marco competencial más amplio que el actual. d) En Andalucía, Cataluña, C. Valenciana y Galicia se suprimirían las actuales diputaciones provinciales (como queda dicho, al igual que en Aragón y Extremadura). e) Sin embargo, el número de provincias (50) no se alteraría en principio, sin perjuicio que las comunidades autónomas o las propias Cortes pudieran proponer su modificación futura. f) Un único cambio parece necesario en la organización territorial insular. El solapamiento de funciones del Govern Balear y el Consell de Mallorca aconseja la supresión de este último, de forma que el Govern Balear detentaría competencias más amplias en relación a esta isla (donde vive el 78,5% de la población balear) que respecto de las otras tres. g) Cada comunidad autónoma tendría libertad para organizar la administración local en su territorio, decidiendo si precisa o no de entes intermedios, siendo financiados de sus propios presupuestos. Es previsible que algunas comunidades dotarían las provincias de entes locales que darían continuidad a las actuales diputaciones 3 La situación geográfica de Mérida, a medio camino de Badajoz y Cáceres, facilitaría esta opción. El Estatuto de Autonomía de Castilla y León reconoce el carácter diferencial de El Bierzo y ampara su Consejo Comarcal, lo cual aconseja organizar la provincia de León en dos diputaciones independientes. 4 (Andalucía), otras podrían optar por comarcas o similares (veguerías en Cataluña) y quizás alguna prescindiera totalmente de entes locales intermedios. En síntesis, se dibuja un Estado autonómico asimétrico, no federal, en el que el Senado es prescindible. Nos parece obvio que esta reforma implicaría una sustanciosa reducción del gasto público burocrático. Y no obstante, presenta la virtud de preservar la imagen autonómica vigente: las 17 comunidades conservan, de un modo u otro, su identidad diferenciada. El mapa mantiene sus grandes rasgos; cambian los contenidos. Ningún ciudadano deja de elegir sus representantes políticos en un ente de gobierno territorial, dotado de mayor o menor autonomía. Pueden conservarse las 17 banderas. Aún más, salvo en las dos Castillas (donde el énfasis ahora se sitúa en la provincia), el resto de comunidades pluriprovinciales incrementarían su cohesión y fuerza política al suprimirse las actuales diputaciones. Se objetará, con razón, que esta reforma tiene una ambición constituyente. Con todo, esta fórmula nos parece mucho más viable políticamente, provechosa en lo económico y adaptada a la plural realidad de sentimientos territoriales existentes en España, que las vagas propuestas de federalización generalizada del Estado Autonómico. En particular nos parece mucho más realista que la reciente propuesta de la Fundación Ciudadanía y Valores (Tajadura et al., 2012), que propugna la organización de España en 10 estados federales, pero sin concretar de qué modo se recompondría el puzzle actual. La reflexión precedente aparentemente se aleja un tanto del objeto de estudio de este trabajo, la provincia, porque entendemos que mal puede abordase su reforma en España sin atender al nivel autonómico. En todo caso, permítanme contribuir así, de algún modo, en un debate territorial más que candente, desesperado. Es urgente aportar vías de renovación y reflexión. No cabe encastillarse en una Constitución que es interpretada en un sentido altamente restrictivo. Un poco entre todos (unos más que otros, ciertamente) se ha dado al traste con la filosofía inicial integradora de la CE y ahora creemos que sólo cabe recomenzar. Lo que está por ver es si nuestros dirigentes (comenzando por la Corona) tomarán conciencia de lo extraordinario de la situación, y lo harán a tiempo de articular una solución satisfactoria. A grandes males grandes remedios. Bibliografía AA.VV (2009). Treballs de la Societat Catalana de Geografia, núm. 67-68, monográfico sobre organización territorial, Barcelona. 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