PRIMOGÉNITO Solo hasta que pisó suelo firme ante la tumba de aquel que siempre fue niño, abrió los ojos, sintió su carne cayéndose a pedazos entre sus pies, una desgarradura que penetraba sus entrañas, un dolor de garganta insoportable, una mezcla entre odio y putrefacción, una combinación de asco y miedo. Abrió los ojos y se percató de un mundo distinto, distinto al que ya había pisado, uno diferente y más hostil, lleno de rabia e impotencia, sus ojos daban saltos hacia afuera al compás del pulso y no tenía noción del tiempo. Estaba allí y no estaba, no escuchaba más que el sonido de la voz de aquél, que ya no estaba consigo, que había perdido su futuro y su presente, que ya no tendría riesgo de morir. Una y otra vez venían a sí, imágenes bombardeando su conciencia; cuchillos rechinando en los platos, olores pútridos y dientes destemplados, gritos y carcajadas hacían de su vida ahora una existencia absolutamente perturbadora. No podía dormir, su corazón aún no aceptaba ésta nueva forma de vida. Abrió los ojos y todo estaba gris, decidió salir en su camioneta a la que le faltaba la farola izquierda, nevaba. Las plumillas del parabrisas iban tan rápidamente que las escuchaba como gritos ahogados de un gigante abandonado. Retumbaban olores multicolores y canciones de varios sabores confinados en el vehículo, a todo volumen una voz gutural le sugiere peligro, decide salir y corre. Sus venas se hinchan y escucha la voz de aquella que sufría igual, tal cual el bramido de una hembra que no puede más, que clama carnicería. Recorre aquellas calles solitarias que apenas recuerda, las recorre abrumado dando tumbos de lado y lado, todo está gris y vacío; las puertas semejan boca de muerto, de ellas ahora emanan insectos e inmundicia. Decide cruzar la calle y siente como tiembla su mandíbula, tiene deseo incoercible de cruzar la segunda puerta del callejón de la violencia, una mano en su hombro izquierdo con un golpe seco y su piel ya es imantada como siente que tirada con pequeños hilos hacia afuera; voltea! Escucha un llanto de hombre, no, de mujer, ¿humano? no puede definirlo. Sus lágrimas emergen espontáneas, no controla su cuerpo. Cruza entonces la puerta y no se siente sólo. Trastabilla. Se ve una pequeña luz encendida en el fondo del cuarto, la luz de una vela que se observa ya consumida. Decide sentarse en una pequeña mesa en la cual reposan unas revistas antiguas y periódicos actuales. Escucha pasos acercándose. Su corazón se agita. Ve como alguien hace un gesto con la mano apoyada en el vidrio opaco de la ventana para observar; es un hombre alto y rudo, que se comunica con otro con un lenguaje inteligible; tiene un bat de Baseball en la mano y lo golpea ligeramente contra el vidrio, dibuja una sonrisa mientras va abriendo sus ojos a su capacidad máxima y emite una especie de aullido. Sus sentidos se agudizan y escucha en primera instancia su propia existencia, luego un sonido rechinante, brillante, insidioso, “guillonitezco”, como si redundara, calla. El ruido draga y secciona cada plano del lugar. Sofocada la luz; la oscuridad ahora apesta. Un olor trepida su pierna y en su mano algo viscoso se anida y perfora sin desdén su carne. Salta, huye. La puertezuela por la que ha entrado ahora está abierta, sale dando pasos largos y silenciosos pero siente el vaho en su nuca. Se crispan sus manos y la calle se hace estrecha cada paso, pide ayuda a gritos. Lejos, un hombre sentado en una caseta; corre hacia él, clama. Aún no llega, aún sin respuesta. Nunca llega, nunca una respuesta. Se sienta bajo un árbol, la bruma espesa le confiere seguridad, su miedo se disipa. Llora. Por Primera vez ora. Olvida lo que dice. Susurros en su oído le otea lo que sigue. Ve como su mano burbujea y rompe poco a poco, esa carne aún fresca y ya podrida. Le caben dos dedos, le caben tres. No siente dolor y no suda. Escucha una tonadilla susurrada por una suave y fémina voz como en su infancia, ésta vez con un tono progresivamente más grueso, exclamaciones de desesperación entrelazadas con voz gutural; miles de sabores, olores y colores vienen a su mente, le sabe la boca a inmundicia, cosquillea un diente, lo toma entre sus dedos y lo arranca produciendo un chasquido que perdura en el ambiente, puede contar cuatro incisivos, dos caninos en el piso, están cubiertos con sustancia viscosa grisácea que chorrea desde su boca, nítidamente escucha el zumbido de moscas deseando penetrar su cráneo y que taladran diatribas en contra suya. Éstas finalmente perpetúan la existencia en sus fauces y descubren su irrefutable descomposición, su carne transgredida, reblandecida y desvitalizada. Cae sometido, finalmente derrotado. Los gritos y lágrimas de aquella que parió con fuego su heredero extinto, lo sacan del viaje y al abrir los ojos recuerda horrorizado lo acaecido: sus pequeñas manos ya lívidas y su sonrisa estropeada han exilado de su cuerpo la cordura. Proscrito su raciocinio es ahora uno más en el recinto que divaga perene por los pasillos de aquel museo, donde su pequeño yace ahora. Maria Lorenza Giraldo ID: 408900 Estudiante Medicina 2702 Institucional 1. Grupo Miércoles