Cierto día el gobernante de la selva cuyo cargo ocupaba una hiena que había ganado las elecciones con la promesa de acabar con los micos que infundían terror en la selva, fue llamado un cocodrilo militar para encargarse de la seguridad y fijar metas en la captura de los maleantes. Para cumplir con tal propósito buscaban a los forajidos por todas partes, situación complicada por la gran cantidad de árboles donde se podían ocultar con facilidad. Al dificultarse la captura, el cocodrilo general junto con otros funcionarios de alto rango, idearon un plan macabro para lograr resultados positivos. Propusieron recompensas, ascensos, bonificaciones, vacaciones etc., para quienes dieran de baja a los forajidos, situación que motivó a todo el contingente de cocodrilos acorazados para ir en su búsqueda. Iban a las zonas más profundas de la selva y a cuanto animal veían solo lo mataban, indicando en sus informes que se trataba de maleantes. Se trataba de una cacería inmisericorde de criaturas inocentes que caían bajo las garras criminales de los cocodrilos militares. Con esas acciones demenciales lograron un éxito abrumador en cuanto a las estadísticas de malhechores eliminados. El cocodrilo general fue condecorado por la hiena y recibió múltiples beneficios. Pero como no hay nada oculto en la vida, en una ocasión se despastó la olla podrida sobre lo que estaba sucediendo en la jungla. En un principio las denuncias realizadas por los pobladores advirtiendo que se trataba de asesinato de inocentes, fueron desestimadas y sus voces acalladas, hasta que un día la indignación se hizo pública al conocerse que habían eliminado a varios animales conocidos por su reputación y honestidad. En vista de la presión ejercida por los medios de comunicación, la fiscalía de la selva se vio obligada a enviar una comisión para verificar lo sucedido, descubriendo que los señalamientos de los pobladores estaban bien fundamentados. Así comienza este cuento que no es cuento y por eso lo cuento.