CAPÍTULO VII LA MISIÓN Y LAS CULTURAS Dra. Andrea Puentes Rodríguez A partir del Concilio Vaticano ll, la Iglesia ha tomado conciencia en gran medida de la relación entre fe cristiana y cultura. Por primera vez a lo largo de su historia, la Iglesia es ahora capaz de hacer valer, en modo realmente universal, la potencia liberadora del Evangelio. En pocos años, la evangelización de las culturas se convirtió en el centro de las preocupaciones misioneras de la Iglesia. De la Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (1975) de Pablo VI, hasta los numerosos discursos de Juan Pablo ll que tratan explícitamente de los problemas de la cultura, la Iglesia entera está invitada a desarrollar una nueva sensibilidad a propósito de la propia situación cultural al interior de un mundo que está en continua evolución. La Buena Noticia de Jesús aún puede llegar al de las vidas, de hombres y mujeres que la escuchan que aquí se llamará inculturación del Evangelio, no es otra cosa que el misterio del encuentro íntimo del Evangelio con los pueblos y los grupos humanos que lo acogen De frente a este misterio, que puede realizarse gracias al empeño misionero de la Iglesia, nosotros debemos adoptar una actitud de escucha, de búsqueda, de presencia activa y de discernimiento. ¿Somos capaces de acoger dentro de la gran comunión católica del pueblo de Dios, las nuevas experiencias eclesiales que resultan de este encuentro íntimo? ¿Estamos dispuestos a dejarnos iluminar y enriquecer de la respuesta de fe de hombre y mujeres, que viven en ambientes culturales muy distintos a los nuestros? Las Iglesias que lograron un éxito evangelizador comprendieron que la evangelización implicaba algo más que la mera transmisión de "verdades." Compartir la fe cristiana es predominantemente una experiencia de Dios que necesita ser arraigada en la experiencia local de trascendencia. Dios se revela a sí mismo dando a cada cultura las pistas que necesita para interpretar la Revelación. Los cristianos primitivos encontraron estas pistas presentes en sus propias tradiciones culturales, fortaleciendo su identidad a través de su nueva fe, sintiendo que su herencia cultural se convertía en un sitio para la Revelación de Dios. 1. LA CULTURA COMO LUGAR TEOLÓGICO «Toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y en particular del hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios». La creación y la historia han comenzado con una acción divina que han dado origen a todos los seres por medio de su Palabra (Sab. 9,1; cfr. Gn. 1, 1 ss). Los valores culturales y religiosos que van surgiendo en los diversos pueblos y periodos históricos, llevan la impronta de una acción divina providencial, que orienta todo hacia la revelación definitiva de Cristo: «queriendo a demás abrir el camino de la revelación sobrenatural, se reveló desde el principio a nuestros primeros padres... fue preparando a través de los siglos el camino del Evangelio» (DV 3). Si la manifestación de Dios en Cristo «lleva a la plenitud toda la revelación» (DV 4), y se comunica a sí mismo tal como es (Dios Amor) con sus planes de salvación plena, los valores culturales y religiosos de todos los pueblos serán, de algún modo, una «preparación evangélica», como portadores de unas semillas del Verbo. En toda cultura, y por consiguiente en toda expresión cultural, se puede encontrar una acción divina providencial, por medio de su Espíritu, que llega «no únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos a las culturas y a las religiones» (RMi 28). Para que esta acción pueda llegar a «su madurez en Cristo», el cristianismo tendrá necesidad de presentarse tal como es (como revelación y no como una expresión cultural de un pueblo concreto) y, al mismo tiempo, capaz de insertarse en cualquier cultura (también en su expresión religiosa), sin condicionar la Palabra de Dios a ningún valor cultural y trascendiendo todos los valores. Ahora bien, el término cultura es una categoría que incluye estas varias dimensiones en cuanto se refiere a la variedad de las cosas susceptibles de ser cultivadas y supone por lo tanto el elemento religioso y social. De hecho el término "cultura" y "culto" tienen la misma etimología: la palabra latina có/ere que se refiere tanto a la agricultura (cultura del campo: agri cultura o cultus) y a la cultura del espíritu (animi cultura o cu/tus) como a la cultura de la religión (dei cultura o cu/tus). En el contexto de la etnología y de la antropología cultural contemporánea, también mantiene estos diversos componentes cuando se define como «el conjunto de formas adquiridas de comportamiento en las sociedades humanas». El hombre, pues, «cultiva» todo su ser, profundamente relacionado con la tierra y el cosmos, con los demás miembros de la sociedad, con el sentido de la vida en su origen, su presente y su futuro. Precisamente por esta actitud relaciona/ y por esta preocupación sobre su existencia, el hombre es profundamente religioso, como sintiendo en lo más profundo de su ser la llamada de «alguien»: «Nos has hecho Señor para ti»... (San Agustín). Tomamos aquí la «cultura» en su sentido integral y trascendente: un conjunto de criterios, valores y actitudes de una persona o de un pueblo, en circunstancias sociológicas e históricas. Se trata de modos de pensar sentir querer y obrar en relación con el cosmos, con los demás seres humanos y con la trascendencia (y el absoluto). El Concilio Vaticano ll ha buscado integrar los varios elementos en la Gaudium et Spes n.53, donde el término cultura se refiere tanto al patrimonio común a todos los hombres partiendo de su natural identidad como del diversificado modo de usar «las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar la religión, de formar las costumbres, de hacer las leyes y crear los institutos jurídicos, de desarrollar las ciencias y las artes y de cultivar lo bello». La posibilidad de comprender la cultura de manera universal es fundamental para el cristianismo para el cual el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios. En realidad, toda «cultura», con sus valores auténticos, es una expresión siempre limitada de una actitud humanaprofunda que se dirige a una plenitud futura en Dios. De ahí, por una parte, el valor positivo de las diversas culturas y, por otra, su intercomunión y su relatividad de conceptos y expresiones. Todas las culturas buscan un «proyecto sobre el hombre» y sobre la sociedad; pero los enfoques dependerán de sus principios básicos respecto a la verdad y el bien: lo inmediato y eficaz o lo trascendente lo útil y lo placentero o lo verdadero y bueno, los bienes materiales o los bienes morales... el problema consistirá en acertar sobre la dignidad y la libertad del hombre, creado para vivir en la verdad del amor. Porque el ser humano «no puede encontrar su propia plenitud sino es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (GS 24). La realidad cultural, también en su aspecto religioso es pluralista, según la psicología, herencia y etapas históricas, sectores geográficos, evolución del pensamiento y de las actitudes, cambios continuos, cruce de culturas, con sus tensiones y rupturas... Pero en toda esa variedad de culturas, se puede constatar siempre una unidad fundamental de la familia humana. En la variedad y el pluralismo, se intuye una comunión maravillosa que hinca sus raíces en la conciencia humana a cerca de la verdad, del bien y del más allá. La fe cristiana, es decir, la aceptación de este inesperado don de Dios en su Hijo hecho nuestro hermano, no puede reducirse a una cultura en el sentido étnico; precisamente por ello, se puede encontrar con todas las culturas sin herirlas. La fe cristiana puede, pues, «dinamizar» las culturas, en el mismo sentido en que «la gracia respeta la naturaleza, la cura de las heridas del pecado, la fortalece y la eleva». Esta trascendencia de la realidad de Jesucristo hace que la fe cristiana, siendo un don inesperado de Dios, no resulte una imposición a ninguna cultura, sino que se pueda insertar en todas ellas trascendiéndolas. «Cristo y la Iglesia, que da testimonio de Él por la predicación evangélica, trascienden toda particularidad de raza y de nación, y por tanto nadie y en ninguna parte puede ser tenido como extraño» (AG 8). El encuentro del Evangelio con las culturas tiene lugar en unas realidades comunes a todo el género humano creado y redimido por Dios: la verdad, el bien, la justicia, la libertad, la dignidad del hombre, la familia, la comunidad... Pero la fe cristiana aporta lo inesperado: la «vida nueva» en Cristo, enviado por el Padre con la fuerza salvífica de su Espíritu de amor (Rm 6,4; 8,11). La cultura humana se abre al infinito. No faltan en la cultura actual, tendencias de absolutismo del poder (económico, político, ideológico), de relativismo doctrinal y ético, de consecución de éxito a toda costa con el riesgo de atropellar la dignidad de la vida y persona humana, la independencia de la familia y la misma convivencia pacífica entre los pueblos. Pero las preguntas que se formulan sobre el sentido de la vida, siendo un desafío cultural, son también un signo de esperanza. «La Iglesia, enviada a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones, ni raza ni nación alguna antigua o reciente, fiel a su propia tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y a las diferentes culturas... Cumpliendo su misión propia, Contribuye, por lo mismo, a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad... educa al hombre en la libertad interior» (Gs 58; Cfr, Puebla 393). 2. RELACIÓN MISIÓN Y CULTURA La Misión de la Iglesia es evangelizar. Dios ha amado tanto a nuestro mundo que nos ha dado a su Hijo. Él anuncia la Buena Noticia del Reino a los pobres y a los pecadores. Por esto nosotros como discípulos de Jesús y misioneros, queremos y debemos proclamar el Evangelio, que es Cristo mismo. Anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino (Documento de Aparecida n. 30) La misión encierra un significado trinitario y teologal. Nace de la caridad del Padre (Rm.5), actualiza en cada momento de la historia la misión de Jesús, y se hace posible por el Espíritu Santo. La misión es, además de don, una tarea histórica, contextualizada como diakonía de la caridad y diálogo interreligioso e intercultural. Las mediaciones de la misión son el anuncio, unido al compromiso transformador y al testimonio martiria1 . La misión es, primero y fundamentalmente, la de Dios en el mundo a través de la Palabra y el Espíritu. Esta misión, que es el despliegue del plan de Dios, comprende a toda la humanidad y a la totalidad de la historia. Dios está presente y activo en todas partes, antes incluso de que nosotros lleguemos a cualquier lugar. Es sin embargo necesario advertir que la presencia de Dios en una cultura necesita además de ser reconocida, de un cuidadoso discernimiento. La misión de Jesús y la misión de la Iglesia deben comprenderse en este contexto. Jesús con su vida, muerte y resurrección, proclama el Reino de Dios —y da testimonio de él con hechos y palabras—. Envía la Iglesia al mundo, no solo para proclamar las hazañas de Dios, especialmente las realizadas en Jesús, sino también para que dé testimonio de esta Buena Noticia en su propia vida e intente promover el Reino de Dios en el mundo. El Concilio Vaticano ll describió su papel en el documento sobre la Iglesia: la ve como el sacramento o el símbolo del Reino de Dios y su servidora en el mundo (Lumen Gentium, 1). Este servicio puede ser considerado también como profecía. En efecto, el profeta llama a los hombres a la conversión. Pero la llamada se refiere tanto a la acción de Dios en medio de su pueblo en el pasado como a su promesa de estar con él en el presente y de llevarlo a su plenitud en el futuro. En recuerdo del pasado y con vistas al futuro, el profeta desafía al presente e invita a un cambio que conduce a una novedad. El mismo Jesús perteneció a la tradición profética, y la Iglesia, tras El, tiene el mismo carisma y la misma misión La proclamación del Evangelio se da siempre en un tiempo y un espacio específicos y por lo tanto se refiere a hombres y mujeres concretos. La historia y cultura reciben una nueva orientación allí donde el Evangelio es anunciado. Por lo tanto no se puede comprender la misión que no se relacione con el tiempo y el espacio. La teología de la misión — se podría decir que toda la teología — se produce y se desarrolla en el diálogo con la religión, la cultura y los contextos sociales. Estas instancias (religión, cultura y sociedad), íntimamente conexas entre ellas, constituyen el marco dentro del cual se debe pensar la relación entre Evangelio y cultura Por lo anterior podemos decir que la Misión de la Iglesia es evangelizar y esto significa para ella llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar la misma humanidad [...] El Reino toma en cuenta las culturas, tanto para las condiciones de su anuncio como para su edificación; «el Reino de Dios pretende alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras, y los modelos de vida de la humanidad que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de la Salvación» (ENI 9). Las palabras del Apóstol San Pablo: «Porque, si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como una necesidad. iAy de mí, si no evangelizara» (1 Cor. 9, 16), expresan la identidad más profunda de la Iglesia, en cualquier tiempo y lugar: ella existe para evangelizar (ENI 4). Este es el núcleo que está a la base de todos los procesos evangelizadores y que es norma y criterio fundante de todo proceso de inculturación de la acción evangelizadora. Evangelizar significa en primer lugar una vocación, un mandato del mismo Jesucristo que se hizo definitivo, luego de la Pascua. Evangelizar significa continuar la misión que Jesucristo recibió de Dios Padre, haciéndose presente en el corazón del mundo, para servir al Reinado de Dios allí presente. Este servicio que abarca la totalidad de la actividad eclesial, tiene, como lo ha comprendido más claramente la Iglesia, en los últimos años, un solo programa: Que Cristo sea encontrado, conocido, amado y «Que seguido, para vivir en El relaciones de comunión y, desde El, transformar la historia hasta la venida de la Jerusalén Celestial. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz» (NMI 29) Las Iglesias particulares al elaborar planes de evangelización disciernen el rostro concreto que debe asumir la tarea evangelizadora en su contexto, para garantizar que «el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.» (NMI 29)246 El encuentro entre el Evangelio y los pueblos, es una de las características más fascinante del camino espiritual de la humanidad. Anunciar a Jesucristo es la misión misma de la Iglesia. La Iglesia tomó este desafío universal que Cristo Jesús resucitado lanzo a los once discípulos reunidos en la montaña de Galilea (Mt. 28, 16-20). Con ocasión del Concilio Vaticano ll se hizo evidente como la Iglesia se establecía con arraigadas raíces entre los Pueblos. La Iglesia Católica tomaba plena conciencia del propio carácter internacional. No se trataba ya, sólo de los once discípulos, sino de casi tres mil obispos venidos de todos los continentes. Ellos representaban miles y miles de personas que habían escuchado y acogido el Evangelio. Sin embargo después del Concilio, esta pretensión de "internacionalización" es puesta fuertemente en entredicho. La Iglesia fue acusada de permanecer profundamente occidental en su catequesis y en su teología, en sus ministerios y en sus estructuras. Se habla continuamente de la confusión entre el mensaje evangélico y su embalaje cultural occidental. La cuestión de la relación entre el Evangelio y la cultura se instaló rápidamente en el centro de los debates teológicos. Algunos hablan de una necesidad de deculturación occidental de la Iglesia universal, permitiendo favorecer el desarrollo de la Iglesia Local extendida a través del mundo. Otros han inventado una nueva noción, la inculturación, para explicar mejor el encuentro misterioso entre el Evangelio y los pueblos. El término "inculturación" es un neologismo específicamente teológico que hace parte del discurso oficial de la Iglesia, pero que pareciera no tener aun definitivamente un sentido fijo. En fin la noción de evangelización ha asumido un significado mucho más amplio. Ya no significa solamente el primer anuncio de la Buena Noticia de Cristo a los pueblos y a las personas que no la conocen aún, sino también como la proclamación continua del Evangelio allá donde la Iglesia se encuentra sólidamente implantada. Se necesita evangelizar las personas en su singularidad, pero también el ambiente concreto de la persona, es decir su cultura. Una cultura nace de la inquietud de los hombres, quienes para humanizar su vida, están en la búsqueda de sentido en toda clase de situaciones. Dotados de razón se preguntan ¿por qué están en este mundo? ¿Cómo han llegado a la existencia? Las mismas preguntas surgen, pero aún más vigorosas, cuando se presentan situaciones difíciles como son el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. La pregunta sobre el "por qué" se hace más insistente. Basándose en la experiencia del nacimiento y la muerte, toman consciencia de su dependencia respecto a un poder trascendente y expresan su relación con ese poder por medio de los relatos de creación. Los relatos bíblicos de la creación constituyen un buen ejemplo. Dios es el origen del mundo tal y como lo conocemos. Este reconocimiento determina también la manera como los hombres deberían relacionarse con El, con los de más y con el mundo. Este intento por encontrar sentido a su vida y a su experiencia es el comienzo de la reflexión teológica y se inscribe en un proceso dialogal. Conocer la cultura debe responder no solo al deseo de saciar la propia curiosidad, o a estar a la vanguardia de las últimas directrices de la jerarquía. Tampoco es un instrumento de manipulación con miras a beneficiarse de ella. Se busca conocer la cultura de una comunidad, un grupo social, un pueblo, etc., porque es el único medio adecuado de acercamiento a las personas que la comparten y a través de la cual expresan, como en un abanico multicolor, la riqueza de su alma. Para un portador de la Buena Noticia "conocer el alma" es indispensable, para saber donde depositar la semilla, sin violentar el terreno: solo Jesús "no tenía necesidad de que se le informara acerca del hombre, pues él conocía lo que hay en el hombre" (Jn. 2, 25). Para conocer la realidad del ser humano, su cultura en toda su rica diversidad, es indispensable en primer lugar, acercarse a él con respeto, y en actitud de discípulo, a la escucha atenta de lo que él tiene que decirnos de su mundo — interior y exterior — condicionado, a su vez, por el medio ambiente en el que se mueve, el modo como se ve y se relaciona con los demás, cómo lee el significado de la vida y percibe el sentido de su existencia. Se necesita, además, recurrir al análisis cultural, que nos ofrezca las pautas de análisis de la estructura y la dinámica, de los ámbitos que configuran la cultura concreta249 A lo largo de los años esta relación entre misión evangelizadora y encuentro con las culturas nos ha llevado a desarrollar una terminología que puede representar un tipo de estrategia misionera desarrollada más allá de las fronteras, en un determinado tiempo y lugar. Monseñor Luis Augusto Castro Quiroga en su Manual de Misionología (El Gusto por la Misión 1994) nos presenta con gran amplitud dichos términos que aquí veremos en modo sintético pero no menos importante. Se ha hablado de aculturación, adaptación, encarnación, contextualización, liberación, explicitación, diálogo a la par e inculturación. Aculturación: se entiende el complejo fenómeno que tiene lugar como consecuencia del contacto prolongado entre grupos pertenecientes a culturas diversas y que generan cambios en los métodos culturales de uno de los dos grupos o en ambos. Puede acontecer que los dos grupos jueguen un rol muy atractivo en el proceso de intercambio cultural. También puede darse el caso de que un grupo cultural busque una asimilación muy activa seleccionando lo que le conviene y rechazando lo que no le conviene. Pero también puede suceder que no haya reciprocidad, ni asimilación activa sino imposición de una cultura sobre la otra. En el contexto de la época colonial, que sustancialmente coincide con la epopeya misionera moderna, la autocomprensión del hombre occidental, y en particular su conciencia de una superioridad cultural, lo llevan prácticamente a eliminar de la noción de aculturación, bien sea el elemento de reciprocidad o el de asimilación creativa y a concebir todo el proceso en términos de una relación de fuerza. Dado que se trataba de la ley del más fuerte donde la cultura dominante europea se imponía sobre el pueblo colonizado, se debería más bien hablar de monoaculturación y no de simple aculturación. Por eso se entendía que a los ojos de los misioneros, la adopción del modo de vivir europeo por parte de los paganos era uno de los frutos de la conversión al cristianismo. El Evangelio, como agua viva que se ofrecía en el vaso de la cultura europea, no se podía beber sola, sino que debía acompañarse con el ingerir y digerir el vaso en el que se ofrecía. Hoy se pueden descubrir modelos de aculturación donde el modelo europeo, al recibirse por los destinatarios, fue modificado por los mismos así que su recepción no fue simplemente pasiva. Tal es el caso de algunos pueblos de América Latina que supieron revestir símbolos costumbres y hasta creencias de la cultura propia con el manto del cristianismo, así que fue más transformado el cristianismo europeo que la cultura loca1 Adaptación: ante la inculturación se muestra una gran insatisfacción, a causa de la desilusión por los escasos resultados del esfuerzo misionero y apostólico. El célebre franciscano belga P. Tempels, misionero en la provincia katanguese del Congo Belga entre el 1933 y el 1962, fue uno de los primeros que manifestaron su incomodidad. "He recorrido durante tantos años las sabanas, —dice— he predicado, enseñado, he tratado de organizar mi Iglesia. Traté de que comprendieran y de convencerlos siguiendo todos los métodos conocidos en Europa. Después de tanta fatiga, me llené de desaliento porque me parecía que había fracasado y que no quedaba nada". Anota él que no es el único que ha sentido desánimo frente a la apatía de los catecúmenos africanos y al número cada vez mayor de cristianos que abandonaban la Iglesia. El punto central de este método es el siguiente: El cristianismo no será capaz de obtener éxitos durables en el mundo no occidental sino en la medida en que tome muy en cuenta la cultura extranjera hacia la que se dirige. De allí que se impone una adaptación. Esta adaptación es posible porque hay que distinguir entre el mensaje esencial del cristianismo y el vestido con el que viene presentado. Son dos realidades que se deben separar así que el cristianismo en Africa, Asia o América Latina se revista de las formas culturales de estos pueblos. La actuación de este método supone recorrer un triple camino: Al comienzo está la propuesta formulada por los misioneros occidentales que usualmente tiene lugar en los términos de su propia cultura. Sucesivamente, se busca liberar el mensaje de todos aquellos elementos que no son esenciales y que pertenecen a la cultura de los misioneros. En fin, se trata de revestir esta esencia cristiana despojada de elementos europeos con formas culturales típicamente africanas, asiáticas u otras según el caso. De esta manera se termina con una humillante alienación cultural como es la que han debido soportar los pueblos del Tercer Mundo y se termina también con un cristianismo mal asimilado y sin raíces profundas muy parecido al barniz que se unta en la superficie. Encarnación: Según este nuevo método hay que poner entre paréntesis los diversos itinerarios histórico-culturales que el mensaje cristiano ha recorrido antes de llegar a un continente y dejar que se coloquen frente a frente la cultura local y el Evangelio, de tal manera que el punto de referencia no sea ni la cultura oriental ni la occidental sino Jesucristo, la única regla de la fe. Si la adaptación quiere cubrir un edificio construido. en Otros contextos con los adornos de la cultura local, la encarnación busca construir el edificio con los ladrillos de esa misma cultura local. Los cimientos serán iguales pues no son otra cosa que las verdades esenciales del Evangelio, pero todo lo demás será genuino, auténtico no trasplantado. Contextualización: algunos han criticado con fuerza las dos estrategias anteriores porque una y otra parecen sugerir una respuesta al Evangelio inspirada en una concepción muy estática de la cultura y articulada exclusivamente con términos tomados de la tradición. Por lo tanto estos itinerarios corren el riesgo de estar unilateralmente orientados al pasado, cuando es evidente que la dinámica social atraviesa y toca al universo cultural. La cultura, como organismo vivo, no vive solamente de la herencia del pasado sino de los desafíos del futuro. Este segundo aspecto, poco considerado tanto por la estrategia de la adaptación como por la de la encarnación, quiso ser puesto de relieve por la contextualización. Criticando su propia cultura, abriendo espacios a la novedad, construyendo un futuro diverso, las culturas manifiestan su carácter específicamente human0252 Liberación: el método de la contextualización no acepta dejarse encerrar en los valores de la tradición y prefiere optar por un marco de referencia mucho más amplio. Se trata del empobrecimiento y la miseria en que se encuentra sumida la gran mayoría de los habitantes del tercer mundo. La nueva manera de superar la pobreza y la injusticia se puede llamar "liberación" entendiéndola ante todo como la liberación de las cadenas de la dependencia. La liberación es el resultado de un doble proceso de concientización: sociopolítica y teológica. Esta última es la teología de la liberación que nació en América Latina y muy pronto se extendió a los demás países del tercer mundo. En América Latina surgió una multiplicidad de teologías de la liberación de las cuales unas analizaban la realidad en términos sociales y otras en términos culturales. Quienes tomaban el punto de partida social, argumentaban que era necesario partir de las angustias y aspiraciones de los pobres; de la necesidad de convertir las estructuras sociales y superar la lucha de clases mediante las relaciones menos conflictuales entre trabajo y capital. Quienes tomaban el punto de partida cultural insistían en que la cultura comprende o incluye todos los niveles de la realidad de un pueblo hasta su núcleo de valores. Es un punto de partida más justo pues mira la pluralidad de relaciones de la persona. Frente a estos dos grupos de tendencias, se coloca la praxis y la teología de la misión como una corriente que no puede darse el lujo de olvidarse de la sociedad y mucho menos de olvidarse de la cultura. El hecho es que, por la fuerza de las situaciones de injusticia y marginalidad, en el panorama mundial y especialmente del tercer mundo, emergió con una fuerza increíble la problemática de la liberación y superó el nivel sociológico para penetrar el teológico y aun el filosófico. Explicitación: De manera especial, se formuló una crítica a todas las estrategias hasta ahora presentadas cuyo defecto común es el de ser demasiado eclesiocéntricas o de sufrir de un etnocentrismo eclesial. Todas esas estrategias asignan a la Iglesia un papel definitivo esencial y crucial. Las anteriores estrategias toman como punto de partida lo que podría llamarse "el polo cristiano externo o importado" ya se entienda con ello la teología occidental o el Evangelio que sirve de criterio, de norma y de punto de referencia en la confrontación con el sistema religioso o cultural local. El nuevo tipo de camino, en cambio, en la medida en que es un proceso de explicitación, parte de cuanto se podría llamar "el polo cristiano interno o local". En otras palabras, entre un método y otro hay un paso de un Cristo propuesto e impuesto desde fuera a un Cristo descubierto desde dentro y que de allí mismo brota. El método de la explicitación consiste en liberar, en el sacar a flote en forma más clara el significado crístico o el significado eclesial de algunos rasgos constitutivos de un determinado sistema cultural. Son esos rasgos que determinan la fisonomía africana, asiática o latinoamericana de Cristo y de la Iglesia Diálogo a la par: El verdadero encuentro no se da entre una religión como es el cristianismo y una cultura local simplemente. Para que haya verdadero diálogo el encuentro debe tener lugar entre el cristianismo y el alma de esa cultura que es su religión. Pero entonces, para que el diálogo sea verdadero debe ser hecho a la par. Si el cristianismo se considera la única religión revelada, la privilegiada y la última, verá a las demás como religiones de segunda clase, con un valor inferior. Si el método a la explicitación consideraba la presencia de cristo, cualquiera que fuese la forma de esta presencia, el método del diálogo a la par le está pidiendo al cristianismo que deje de lado ese cristocentrismo para aceptar una ulterior revolución que se llama teocentrismo. Esto no significa desconocer que Dios ha hablado realmente en Cristo Jesús, se ha manifestado en Él y en Él obra la salvación. Al lado de Él, hay otras figuras religiosas en las que Dios se ha revelado y que son mediadoras de salvación. El diálogo religioso en pie de igualdad es entonces posible. Es un diálogo entre culturas y culturas, entre religiones y religiones no a la manera del gato y del ratón sino en la igualdad que respeta la dignidad de cada interlocutor y donde cada uno de los dialogantes aprende del otro porque no está encerrado en exclusividades objetivas Inculturación: Aunque cada una de las anteriores estrategias quería ser considerada como una auténtica estrategia de inculturación, no se puede decir que así haya acontecido. Juan Pablo ll cuando escribió su carta conmemorativa de los grandes misioneros Cirilo y Metodio habló de la inculturación para decir de ella que era el nuevo nombre de la misión. Y él entendía con este término la misión ad gentes. 2.1 Inculturar el Evangelio para Evangelizar las culturas Los valores culturales no son obstáculos al Evangelio sino preparación providencial. Se debe tener en cuenta que el salto a la fe es como un salto al infinito, un don de Dios que no se puede imponer, sino solo preparar. El proceso de inculturación tiene que respetar los valores evangélicos y los valores culturales En esta relación lo que sucede no es que el Evangelio se encuentre con una cultura, sino que Dios sale al encuentro de una persona - que - vive — en — una — comunidad. Ahora bien, la Palabra de Dios puede alcanzar a los hombres a través de diversas mediaciones, cósmicas o humanas. Y los hombres que viven en una comunidad responden a Dios dentro de su vida, no solo a través de su cultura y de sus relaciones sino también a través de las estructuras económicas y sociopolíticas. Así, pues, puede resultar esclarecedor situar nuestra discusión acerca del encuentro entre el Evangelio y la cultura en el contexto de la vida de una comunidad. La índole transcultural del mensaje salvador de Cristo, el hecho de no ser producto de ninguna cultura, hace posible al Evangelio encontrarse en todas las culturas, para las cuales se destina. Se trata de la revelación de Dios en la persona del Señor Jesús, que entra en la historia de los hombres. La proclamación de Jesús de la Buena Noticia del Reino adopta múltiples formas. En su enseñanza, explica las implicaciones y las exigencias del Reino que resumen Mateo (5-7) y Lucas (6, 20-49) pero que se encuentra igualmente en otros pasajes de los evangelios. La Buena Noticia del Reino no es otra cosa que el amor incondicional de Dios por nosotros. Dios es el creador y liberador de su pueblo, en especial de los oprimidos. Jesús no solo proclamó el Reino, sino que también llamó a constituir una comunidad de discípulos que continuara en el mundo proclamando el Reino siendo símbolos y servidores de este Reino. El término inculturación cuenta con una definición de gran valor didáctico ofrecida por el Jesuita Pedro Arrupe: "inculturación significa encarnación de la vida y del mensaje cristiano en una concreta área cultural, de forma tal que esta experiencia no solo logre expresarse con los problemas propios de dicha cultura, sino que llegue a ser el principio inspirador, normativo y unificante, que transforma y recrea esta cultura, dando origen a sí a una nueva creación". En este concepto se pueden identificar tres etapas: una primera etapa es una cultura que recibe la semilla del Evangelio y una Iglesia local que trae tal semilla. Esta Iglesia tiene su cultura pues si no la tuviera no podría comunicarse con la nueva cultura. El esfuerzo de la Iglesia adveniente no es sembrar su cultura sino solamente el Evangelio. Es el esfuerzo por comunicar el Evangelio en un lenguaje comprensible a la otra cultura. Una segunda etapa es el Evangelio que recibe la cultura. Esto quiere decir que el Evangelio asimila, como medio de expresión los elementos culturales del pueblo. La gente que recibe el Evangelio, empieza a vivirlo y a comunicarlo en los términos de su propia cultura. El proceso no puede parar aquí, tiene necesariamente que seguir a una tercera. La tercera etapa, es la nueva Iglesia local, revestida con sus elementos culturales, vuelve sobre la cultura en forma muy activa, para suscitar en ella una transformación. Esta nueva Iglesia local, desafía a la cultura a la que pertenece para que pase por el crisol purificador de la cruz y llegue a sí a ser una cultura nueva según el Evangelio. La evangelización se realiza en un contexto cultural e histórico concreto, del que no es posible prescindir y que tampoco se puede infravalorar. Si el evangelio no entrara en el corazón de la cultura, la evangelización quedaría sólo en la superficie, con el riesgo de ser mal interpretada o de tener una existencia efímera. La fe hay que «encarnarla» en la conciencia (criterios, valores, motivaciones, decisiones) y en la vida social. La cultura es la forma de entender, valorar y explicar la vida que comparte un pueblo, una comunidad humana. Hay muchas culturas, tantas como pueblos. Por ser una manera de entender y explicar la vida, el Evangelio no puede comunicarse al margen de ella; por ser una forma de valorar, la persona que se vea forzada a abandonar su cultura, deja de captar valores, se desvaloriza; fuera de su cultura, uno no se entiende ni sabe quién es, pierde su identidad, porque la cultura no es un añadido, sino un constitutivo de los pueblos. La dignidad de la persona es la base de toda cultura. La cultura, así entendida, es "lectura del mundo" y "proyecto de vida"; es una herencia social que nos califica como personas. Por lo tanto, la inculturación debe intentar asumir las expresiones culturales de otro grupo social, a fin de comunicar el proyecto evangélico. La aproximación cultural no consiste en identificarse con el otro en su cultura, sino en descolonizar las propias prácticas pastorales para que el proyecto evangélico aparezca en su pureza. La inculturación es un proceso que incumbe a toda comunidad que quiere vivir la fe en su universo cultural, que se enfrenta al reto de vivir los valores evangélicos en el mundo. Es un proceso que afecta tanto a los valores evangélicos —fraternidad, obediencia, celibato, servicio, pobreza-, como a los medios de expresión y a la institución -jerarquía, sacerdocio, parroquia, comunidades de base De acuerdo con la exhortación Ecclesia in Africa, la inculturación es "un proceso que comprende toda la vida cristiana —teología, liturgia, costumbres, estructuras-" (EAf 78), y que "1...] trata de preparar al hombre para acoger a Jesucristo en la integridad de su propio ser personal, cultural, económico y político" (EAf 62). Inculturar la fe es una tarea ardua que exige la asistencia del Espíritu del Señor, que conduce a la Iglesia a la verdad plena (Cf. EAf 78). "La evangelización debe abarcar al hombre y a la sociedad en todos los niveles de su existencia" (EAf 57). La inculturación no se realiza de una vez para siempre, es un Proceso permanente; la cultura es una realidad viva, no es algo estático. La Iglesia siempre puede descubrir aspectos del misterio de la fe que antes ignoraba. Es un proceso que se enmarca en la línea de la respuesta al mensaje evangélico y es tarea de la Iglesia local. Antes es preciso que haya una proclamación del mensaje de una manera inteligible y relevante para los miembros de la comunidad humana, con signos que anuncien el Reino y hagan creíble el anuncio. La inculturación debe ser integradora, liberadora, promotora de la persona y de la sociedad. La evangelización es el anuncio del Evangelio en y desde el interior de las culturas. Se necesita, pues, conocer la cultura concreta a la cual se dirige y, al mismo tiempo, conocer la cultura en la cual ya se ha insertado el Evangelio. Toda cultura busca expresar la realidad humana en la búsqueda de la verdad y del bien, también en un sentido trascendente. La conciencia o corazón del hombre tiene siempre, salvo atrofia o atropello, esta apertura a los valores comunes de toda la humanidad. Esta unidad fundamental confiere valor a las diferencias como complementaciones que necesitan ser intercomunicadas continuamente, sin perder su peculiaridad. La cultura que se cierra en sí misma, se empobrece y tiende a desaparecer. Según Puebla, la tarea de la evangelización de la cultura en América Latina "debe ser enfocada sobre el telón de fondo de una arraigada tradición cultural, desafiada por el proceso de cambio" que se vive en nuestro continente y que actualmente llega a su punto crítico (DR 394). Consecuentemente una adecuada evangelización de la aveniente cultura exige de la Iglesia una acción adecuada, tanto en la relación con la cultura tradicional de nuestros pueblos, como en relación con la nueva cultura que nos desafía. En un mundo de pluralismo cultural y religioso ya no deberíamos funcionar con la idea de cristianizar la cultura sino más bien de anunciar el Evangelio invitando a cada cultura a transformarse. Incluso en el interior de una Iglesia local, la relación entre Evangelio y la cultura no puede sino estar en movimiento y diálogo, a la vez porque las comunidades locales tienden a ser cada vez más multiculturales y porque hoy las culturas están implicadas en un proceso de cambio e interacción rápidos. El Papa Francisco nos señala tres verbos fundamentales para acercarnos con sentido evangelizador a las culturas de tradición católica, diciendo: «En los países de tradición católica se tratará de acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que ya existe», y hace referencia también a la actitud que debemos tener con respecto a los países de otras tradiciones religiosas o profundamente secularizados, proponiendo que «se tratará de procurar nuevos procesos de evangelización de la cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo». Evangelizar la cultura es impregnarla del Evangelio de Cristo. Por ello Toda evangelización debe inculturación del evangelio (DSD 13). ser 3. LA INCULTURACIÓN DESDE LA DINÁMICA DE LA ENCARNACIÓN, LA PASCUA Y PENTECOSTÉS A este respecto el documento de Santo Domingo presenta como base teológica de la inculturación estos tres grandes misterios de la salvación: la Navidad, que muestra el camino de la Encarnación; la Pascua, que a través del sufrimiento conduce a la purificación de los pecados; y Pentecostés, que manifiesta la fuerza del Espíritu, dando a todos la capacidad de entender en su propia lengua las maravillas de Dios (cfr. SD no 230). La inculturación del Evangelio tiene como tarea la purificación de las culturas (cfr. SD no 13; 22; 230), elevando lo que tienen de positivo (cfr. SD n o 243; 251), que les viene de las «semillas del Verbo» presentes en el mundo (cfr. SD no 2; 17; 138; 243; 245). La inculturación pide una actitud de diálogo, que a su vez exige una conciencia de identidad clara, para interpelar a las culturas, sin claudicar en el núcleo invariable del Evangelio (cfr. SD no 24; 138). La responsabilidad de la evangelización inculturada es propia de la Iglesia particular, bajo la dirección de los pastores, pero con la participación de todo el pueblo de Dios (cfr. SD no 230)268 La Encarnación, como condición: La inculturación (del Evangelio) proviene de la inculturación del Verbo. El Evangelio quiere ser una palabra concreta en y para cada cultura que lo escucha. No quiere permanecer «como un barniz superficial» sino entrar en profundidad hasta las raíces de cada cultura (EN 20)269 El misterio de la Encarnación del Verbo hace descubrir los valores existentes en la creación, los purifica de los eventuales errores y debilidades y los orienta definitivamente hacia una plenitud que ya comienza en la historia presente. La Pascua, proceso inculturador: Se trata del acontecimiento objetivo de Dios que salva a la humanidad a través de la muerte y resurrección del Señor. Con respecto a la inculturación, su fuente es la vivencia eclesial de la liberación en Cristo a un grupo o a un contexto determinado. En medio de cada pueblo, Jesucristo toma la iniciativa y siempre ofrece su gracia y su Espíritu. Así lo planteó con lucidez el Vaticano ll: "el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en el modo sólo por Dios conocido, se asocien a su misterio pascual" (GS22, y cfr. LGI 6). Un proceso de inculturación es un itinerario de fe, en el que la obra humana no es una autojustificación sino que es un responder a la iniciativa salvífica de Dios. En conclusión la salvación pascual orienta la inculturación hacia una transformación de toda realidad. Esto implica que la inculturación no es "culturalista" sino que apunta a una liberación integral. Este proceso involucra tanto a cristianos como a los que no lo son. Pentecostés: protagonista Se trata de un dinamismo espiritual que no debe ser reducido a asuntos eclesiales y a la santificación personal. La obra del Espíritu constituye una tercera y decisiva fuente de inculturación. Podemos decir que a los creyentes el Espíritu de Pentecostés les da una fuerza para ser "protagonistas" de la inculturación. Porque el poder del Espíritu nos da abundante esperanza (cfr. Rm 15:13), es un poder para ser testigos "hasta los confines de la tierra" (hch 1:8). La teología contemporánea comienza a ver al Espíritu en términos de las culturas, las religiones, la liberación. Pentecostés es hoy palpable y eficaz a través de muchos idiomas, culturas, colores, sabores, melodías, movimientos. Esta base pentecostal de la inculturación la hace dinámica y pluriforme. En este proceso entonces puede decirse que en la configuración de las fuentes de la inculturación se puede entender la Encarnación como "condición", de la misma, la Pascua como trasfondo del "proceso" inculturador, y Pentecostés como el "protagonismo". En términos generales, el misterio de la muerte y resurrección del Hijo de Dios es significativo cuando cada comunidad lo inculturiza aquí y ahora. También es significativo el diálogo con quienes tienen otros referentes trascendentes. Por lo tanto las fuentes tienen un sentido salvífico universal — en el plano de la fe - y un sentido humanizador - en el plano antropológico y político No son, pues, paradigmas impuestos por "nosotros" a los "otros" sino más bien algo asequible a cada persona humana. Cambio epocal: culturas tradicionales y emergentes Con mirada profética sobre la realidad contemporánea, el Concilio Vaticano ll reconoce, ya no sólo ésta como una época de cambios, sino ante todo, como un cambio de época. En términos del Concilio, esto significa que «la humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis» (GS 5). La realidad global y compleja se caracteriza por la crisis de sentido, el pluralismo en todos los campos, el alto aprecio por el valor de la diversidad, por la importancia y por el auge de la ciencia y de la tecnología, por el valor de la democracia y de la laicidad, por el crecimiento de la secularización y de la sociedad de consumo. Así mismo, por los amplios y profundos cambios en lo religioso, tanto que se habla de metamorfosis de lo sagrado, de nuevas formas de despertar religioso, de crecimiento de la indiferencia y del sostener formas tradicionales de religiosidad. Todo ello acompañado por la crisis de transmisión de la fe. Es fundamental ver cómo las transiciones globales están afectando la vida de las personas, sus creencias, valores Y prácticas, cambiando las condiciones en las cuales se vivía la vida cristiana y se anunciaba fe; transición Compleja, cuyo nivel más profundo es el cultural (Cfr. DA 44), el cual sólo puede ser asumido "recomenzando desde Cristo" (DA 12) y desde una verdadera conversión pastoral decididamente misionera. Nuestra época se puede definir como «la del resurgir de las culturas. Con la decadencia y la desaparición de ideologías y utopías el ser humano busca identificarse de nuevo, como sujeto y actor. El capítulo IV del documento de Participación a la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano realizada en Aparecida (Brasil), al inicio del Tercer Milenio, inicia constatando que el continente Latinoamericano está desafiado por cambios religiosos, éticos, y en general, culturales, que marcan dolores de parto de una nueva época. Y más adelante se precisa que el paso al tercer milenio es el símbolo del cambio de época cuya transición aún no perdura. De hecho la relación del ser humano consigo mismo, con la familia, con Dios, además con la naturaleza, la verdad, la información y la técnica, está cambiando profundamente, más allá de la evolución orgánica que conlleva el decurso de la historia. La Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano ll esboza algunos rasgos más importantes del mundo actual; afirma que la humanidad se encuentra en un nuevo período de su historia en el que profundos y rápidos cambios se extienden progresivamente a todo el univers0276. Esta situación permite hablar de una auténtica transformación social y cultural, que repercute también en la vida religiosa. El nacimiento de nuevas culturas — observa Hervé Carrier es un fenómeno que se ha repetido a lo largo de la historia, marcando todos los grandes cambios históricos. Y es evidentemente lo que se está produciendo ante nuestros ojos, dice el autor. Una nueva cultura es como un espíritu en movimiento, difícil de interpretar ya que es un fenómeno en curso. La complejidad del problema no debe, sin embargo, desalentar los intentos que se hacen por discernir los hechos, ya que está en juego nada más y nada menos que el porvenir que hay que construir. Se puede decir que, urge la necesidad en nuestra época de una apertura del pensamiento cristiano a las ricas y variadas fuentes de nuestra época, es indispensable un discernimiento crítico, ya que sin él se producen solo síntesis aparentes, ruinosas, que tanto dañan hoy mismo la conciencia de los fieles. En el tiempo de la nueva evangelización la Iglesia debe «estar en grado de decidir nuevamente su futuro en el encuentro con la persona y el mensaje de Jesucristo», como bien lo decía el Papa Juan Pablo II. La nueva evangelización a la cual hoy invita la Iglesia es una actitud, es un estilo audaz. Es la capacidad de parte del cristianismo de saber leer y descifrar los nuevos escenarios que en los últimos decenios se han venido creando dentro de la historia de los hombres, para habitarlos y transformarlos en lugares de testimonio y de anuncio del Evangelio. Estos escenarios han sido individuados analíticamente o descritos muchas veces, como lo dirá la Redemptoris Missio, n. 37; se trata de escenarios sociales, culturales, económicos, políticos, religiosos281. Y sin duda el basto mundo de las ciudades constituye uno de los grandes nuevos desafíos para la evangelización. El cuadro urbano se puede ampliar indefinidamente; tal es la complejidad de la ciudad moderna. La nueva configuración del espacio y tiempo en la ciudad moderna impone una revisión profunda del pensar y hacer teológico-pastoral urbano. El mundo moderno fragmenta el espacio, dislocando su importancia geofísica hacia el interés, hacia la diversidad cultural y hacia la calidad extremadamente móvil, flexible y plural de cada parcela espacial. La ciudad moderna es policéntrica. La plaza de la comunicación se multiplica en millares de posibilidades diferenciadas, plurales. La comunicación ya no necesita del lugar para ser transmitida y obtenida, gracias a la telemática, a los recursos de la informática. La comunicación es omnipresente. El interés decide sobre ella. El símbolo mayor de ese cambio es el internet. Al participar de ella, el horizonte urbano se amplía, en cierta manera, más allá del espacio y del tiempo. La ciudad moderna destruye rápidamente los espacios antiguos, cultural y religiosamente significativos. Esta destrucción ha afectado directamente la pastoral y el imaginario religioso. Nuestro inconsciente esta hecho de sonidos y olores, de toques y gustos, visiones y sentimientos, percibidos y almacenados. El inconsciente religioso se forma, en el campo y en las pequeñas ciudades, con el incienso de las iglesias, el tocar de las campanas, la figura de la iglesia parroquial, el murmullo de las oraciones, la marcha de las procesiones, el sonido estridente de las bandas, el sonido de los órganos y armonios, la voz decidida y perceptiva del párroco. La gran ciudad tiene la virtud de acallar todos esos estímulos. Los creyentes viven en medio de una cultura esencialmente marcada por la tecnología, en particular, aquella comunicacional que ha desarrollado cambios acelerados que influyen en las personas y en las comunidades, en los mecanismos de diálogo, en las relaciones, en la configuración de las familias, en las formas de aprendizaje y educación, en los conceptos tradicionales de entender tiempo y espacio. La Iglesia está llamada a hacer en este contexto lectura real de esta nueva comprensión del espacio y el tiempo, identificando nuevas formas, nuevos espacios y nuevos lenguajes apropiados en su misión de anunciar el evangelio de Cristo, suscitar la fe y hacer que esta madure a fin de que como verdaderos creyentes se provoque la respuesta «que debemos hacer». El lenguaje no es sólo una cuestión de vocabulario, es Cuestión de expresión y metodología. Los estudios del lenguaje sostienen que el lenguaje no es sólo un conjunto de signos convencionales para hacer comprender algo sino también un conjunto de valores íntimamente unidos con el «mundo» cultural, ético, social, psicológico, religioso que ellos presentan. Por tanto en el curso histórico de la humanidad, ella siempre ha producido lenguajes diversos de acuerdo a momentos y contextos determinados. En la vida de la Iglesia, el contenido de la fe que ella anuncia está escrito en la Sagrada Escritura, cada generación ha sido llamada a leerla e interpretarla, a vivirla y narrarla al interno de las propias condiciones culturales, lo que ha implicado la necesidad de adoptar diversidad de lenguajes para su comprensión y comunicación. El lenguaje es un valioso instrumento para crear, conservar y transformar la cultura, y por lo mismo, para evangelizar la cultura. Podemos centralizar dos grandes elementos a conclusión de esta temática que relaciona a la misión y a las culturas. El primero de ellos es afirmar que la misión es siempre transcultural, lo dijo Jesús con la fuerza de la resurrección: "vayan por todo el mundo y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Esto significa llevar el Evangelio al corazón de las culturas de esos pueblos. (cfr. Evangelii Gaudium n.20)286 La misión es contracultural, lo cual no significa una lucha contra la cultura, sino más bien una lucha contra lo que contamina la cultura, que la hace cultura de muerte y no de vida, con la convicción de que el Evangelio es el gran fermento que lleva a la masa de la cultura a ser cultura de vida y humanización (cfr. Evangelii Gaudium n.75). 4. LA RELIGIOSIDAD POPULAR COMO REEXPRESIÓN CULTURAL DE LA FE La complejidad del encuentro entre el Evangelio y la cultura en ninguna otra parte se ve mejor que en la religión popular. Una señal para conocer el grado de «inculturación» en los valores del pueblo es precisamente la expresión de los valores cristianos a través de los signos populares. En todos los pueblos y culturas se han dado múltiples expresiones religiosas con las características que se suelen denominar religiosidad popular. La religiosidad popular es, una forma de vivir y expresar la experiencia religiosa con ciertas características morfológicas y fenomenológicas peculiares. La religiosidad popular es entendida como el conjunto de hondas creencias selladas por Dios, de las actitudes básicas que de esas convicciones derivan y las expresiones que las manifiestan. Se trata de la forma cultural que la religión adopta en un pueblo determinado. Es una religiosidad en la que predomina lo imaginativo, emocional y corporal. Se trata de una religiosidad práctica, sacralizante y devocional, de una fuerte tendencia individualizante (a pesar de sus manifestaciones colectivas) y de connotaciones pragmáticas utilitaristas Esta religiosidad expresa simbólicamente la Conciencia y el alma de un pueblo Se puede concretar una definición diciendo que la religiosidad popular son las creencias subjetivas populares, símbolos y ritos junto a comportamientos o prácticas objetivas con sentido, producto de historia centenaria. Es un campo religioso propio, con autonomía relativa, que tiene por sujeto al pueblo, aunque inciden sobre él: sacerdotes, chamanes y profetas La Constitución Gaudium et Spes después de haber empleado diferentes verbos para indicar las variadas funciones de la acción cultural del hombre, sus grandes objetivos, emplea el verbo «expresar» para significar específicamente el acto de exteriorizar, plasmar de forma objetiva y de comunicar las experiencias vitales de la conciencia, y que la historia conserva. La cultura, afirma la Constitución pastoral del Vaticano II, «expresa, comunica y conserva en grandes obras las grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos e incluso, a todo el género humano». La cultura, que es producto del ser humano sensible y sensitivo, se construye también por aquello que plasma o manifiesta y hace sensible u objetiva a los valores. Estos elementos expresivos de la cultura son muy significativos y variados, a saber: las costumbres, el arte, el lenguaje, los mitos recogidos e interpretados en la historia de cada grupo, y con los cuales el pueblo expresa sus pensamientos, sus concepciones de la vida, sus valores o preferencias, su ética y su religión. Razón de todo ello es que el hombre, más que ser racional, o conjunto de espíritu y materia, o tejido de reacciones etc., se concibe hoy como ser cultural o sea, históricamente relacionado con la naturaleza, con los demás y con Dios y que exterioriza, comunica a otros y objetiva dichas relaciones El hombre, es, se manifiesta, se comunica, se identifica, trabaja y progresa, celebra y vive inserto en una determinada cultura. Y todo creyente, y por tanto todo creyente cristiano no puede hacer menos de aceptar, expresar y vivir su fe en y desde una cultura concreta. Esto significa que la fe tiene también una marca y una identidad cultural, y que la fe y la cultura son dos aspectos que pertenecen a la misma estructura del hombre creyente. La dimensión religiosa complementa la conciencia de existencia de las personas, crea una base explicativa acerca de los acontecimientos cotidianos de la vida desde el misticismo propio de cada profesión de fe, se debe subrayar que la cultura se compone por diversas esferas, estas se refieren a la religión, la política, la economía, los rituales, la mítica, la ética, la estética, etc. La religiosidad popular puede ser considerada como un verdadero signo de los tiempos, como fuerte realidad de la experiencia del sacro que remanda al trascendente e interroga a la Iglesia. El adjetivo popular exprime la fuerte dimensión de la experiencia en cuanto involucra las grandes masas. El acercamiento a la religiosidad Popular es una invitación a respetar rigurosamente la alteridad y su maravillosa simbología a la cual no puede renunciar. El Papa Benedicto XVI en su discurso inaugural en Aparecida destacó la riqueza y profundidad que conserva la religiosidad popular en la cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos. Esta manera de expresar la fe, dice el Papa está presente en diversas formas en todos los sectores sociales, en una multitud que merece respeto y cariño por su piedad. El Santo Padre presento igualmente a la religiosidad popular como "el precioso tesoro de la Iglesia Católica en América Latina". (Documento de Aparecida 258). La religiosidad popular es vista como un hecho cultural, como una riqueza que ha mantenido la fe del pueblo y que se ha manifestado a través de actitudes, objetos, signos, peregrinaciones, santuarios, fiestas patronales y devociones. Se puede describir el fenómeno de la religiosidad popular, con los siguientes rasgos que la caracterizan: lo mágico, lo simbólico, lo imaginístico, lo místico, lo festivo, lo teatral, lo comunalpolítico, lo religioso, lo corporal, lo emotivo. Las manifestaciones tradicionales tienen una gran Las importancia en la religiosidad popular actual. Los signos son quizá una de las características más claras centrales de la religiosidad popular, es el significado simbólico y el uso de toda clase de signos. Sin duda que esto guarda mucha relación con el estrato social, y las formas culturales y aun la formación religiosa que aún permanece en ellos. Los santos tienen un lugar muy central, pero no como personas a imitar por sus virtudes, sino como personas poderosas que pueden depararles sus favores. Es muy grande la profusión de imágenes, medallas, cuadros, etc., así mismo el simbolismo que tiene el cirio, el agua bendita, el incienso. Entre los signos por excelencia está la cruz. Finalmente un recuerdo especial a la importancia de lo sagrado, manifestada en la necesidad y aprecio de la bendición. Se aprecia la bendición del sacerdote sobre las personas y sobre las cosas. Se pide la bendición de las casas, los vehículos, los negocios, los implementos deportivos, de forma no esporádica sino mayoritaria. Por último se hace referencia a los espíritus. La religiosidad popular está en una fuerte relación con la «otra vida» donde los espíritus viven. Todo esto está cubierto de formas culturales, de tradiciones, de cultos esotéricos, etc., pero tiene una especial significación en el culto de los difuntos. La religiosidad popular tiene enorme respeto por los difuntos. Su recuerdo, el Ofrecimiento permanente de oraciones y misas, para los difuntos es algo que está muy dentro de su cultura. La piedad popular, contiene y expresa un intenso sentido de la trascendencia, una capacidad espontánea de apoyarse en Dios y una verdadera experiencia de amor teologal. La piedad popular es una manera legítima de vivir la fe y un modo de sentirse parte de la Iglesia. Su Santidad Benedicto XVI, en su carta apostólica Porta Fidei dice que desde el inicio de su pontificado ha [...] recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo» sobre todo porque «los cristianos actuales se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso». La religiosidad popular en América Latina también ha recibido en la época moderna nuevas influencias que tienen una nueva significación en el desarrollo de la concepción y relación con la fe, las formas religiosas, y aún los espíritus. La práctica de la religión tradicional no impide que en ocasiones se acepte y se unan otros elementos bien religiosos, bien animistas, que se reciben sobre todo por influencias de personas que llegan de otros lugares y también por la masiva presentación, que de una u otra forma hacen los medios de comunicación. «Pero cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción. Teniendo en cuenta esos aspectos, la llamamos gustosamente "piedad popular", es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad». La Religiosidad Popular, trasmite modos de vida en donde se encuentra en hibridación, lo cristiano con el resto de la vida cotidiana, incluidas propuestas no cristianas. De modo que la trasmisión de la fe puede apoyarse de la Religiosidad Popular para acciones evangelizadoras más eficaces y, la Religiosidad Popular, al verse iluminada con los contenidos de la fe, se descubre como Piedad Popular.