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Pensar la incertidumbre

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De la incertidumbre a la inquietud:
Variaciones sobre el daímon del intermedio
Me propongo llevar a cabo un diálogo entre literatura y pensamiento
despejando un panorama filosófico acerca de la cuestión de la
incertidumbre y su relevancia metafísica y moral. Lo haré en tres tiempos o
movimientos, que se replican y complican entre sí, a modo de Variaciones
sobre el tema del daímon del inter-medio. Por plantearlo al modo de un
enigma como el de Edipo y la esfinge, me pregunto: ¿la incertidumbre,
“canto de frontera” o frontera de trascendimiento?. En un apunte de su
apócrifo Juan de Mairena, dice Antonio Machado, --un poeta por el que
siento desde mi adolescencia una especial devoción—“la inseguridad, la
incertidumbre, la desconfianza, son acaso nuestras únicas verdades (…) La
inseguridad es nuestra madre; nuestra musa es la desconfianza. Si damos en
poetas es porque, convencidos de esto, pensamos que hay algo en nosotros
digno de cantarse. O si os place, mejor, porque sabemos qué males
queremos espantar con nuestros cantos” (J.M.,I,xliv).1 Me pregunto si
también ha sido la incertidumbre la musa que ha inspirado a los filósofos
en sus meditaciones, pero ya de entrada aprecio una diferencia: el filósofo
ha pretendido conjurar la incertidumbre, exorcizarla, sacársela del alma,
como una pesadilla, mientras que el poeta, a lo sumo, la espanta con sus
canciones, pero sabe que siempre vuelve y, por eso, acaba por avenirse y
convivir con ella. Que “la incertidumbre es acaso nuestra única verdad” es
un modo paradójico y burlón de hablar de la incertidumbre, acaso verdad,
acaso no; acaso cierta o caso incierta incertidumbre, practicando así la duda
poética, que Machado oponía a la arrogante duda metódica de los
filósofos. No es lo mismo el gesto olímpico, radical, de Descartes de
ponerse a dudar de todo, puesto que algunas veces me engaño o me
engañan, y él no quiere dejarse engañar, --“tenía siempre –dice—un deseo
extremo de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en
mis acciones y marchar con seguridad (assurance) en esta vida”,2 y el
humilde gesto poético machadiano de dudar de la propia duda. Si dudo que
dudo, pienso y soy en tanto que pienso- dice el filósofo; si dudo que dudo,
debilito mi duda, me burlo y desconfío de ella: “Aprende a dudar, hijo, --
1
Juan de Mairena, en Obra esencial, ed. de P. Cerezo Galán, Madrid. Ed. Fundación Castro,2018, p.
688.
2
Discours de la méthode, en Oeuves et Lettres, Paris, Gallimard,1953, p. 131.
1
dice Machado por boca de Mairena--y acabarás dudando de tu propia duda.
De este modo premia Dios al escéptico y confunde al creyente” (J.M,II,i).3
1. Modelos de incertidumbre:
En la filosofía ha habido básicamente tres modelos de incertidumbre:
al primero llamo la incertidumbre deceptiva o por defecto, según la
entiende el racionalismo: vivimos en incertidumbre
-- piensa el
racionalista-- por debilidad. Si me engaño es porque me dejo tomar por la
imaginación falaz, los deseos impacientes, las pasiones tiranas, los tenaces
prejuicios, que me impiden pensar de veras. Una ascética disciplina
intelectual me lleva a neutralizar estas fuentes de creencia, que la realidad
refuta sin tregua, de modo que, si me abstengo de ellas, libero y purifico la
mente para acoger la verdad. Librarse de lo incierto e inseguro es alcanzar
la libertad. Dejo de ser aquel esclavo imaginario, de que habla Descartes al
término de su 1ª Meditacion: en sueños se creía libre, pero era amargo su
despertar4. Es preciso, pues, despertar del ensueño consolador, y disponerse
a afrontar la realidad. Ponerse a dudar es el acto supremo de libertad,
querer salir del engaño, y entonces, en tanto que ejerzo lo que soy como
pensante, es decir, en tanto que pienso, existo de veras: conquisto la
certeza en que fundo la autonomía de todo mi ser. Pero ¿no es esto un
actitud más de voluntad que de pensamiento?¿no será acaso voluntarista
Descartes y con él todo el racionalismo?. Quiero decir que me pongo a
dudar en virtud de una implícita voluntad de sentido, estimulada por los
fracasos y errores padecidos en la vida. Más dramáticamente se expresa
Spinoza
en aquella amarga confesión al comienzo de su tratado De
intellectus emendatione” :”después que la experiencia me había enseñado
que todas las cosas que suceden con frecuencia en la vida ordinaria, son
vanas y fútiles (…) me decidí finalmente a investigar si existía algo que
fuera un bien verdadero, y capaz de comunicarse (…) y que una vez
hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una alegría continua y
suprema”.5 En suma, logra pensar de veras quien ha sufrido una radical
decepción, e intentando salir de ella, busca un bien cierto, entre tantos
bienes inciertos, refugiándose en la reflexión. En el fondo, pensar es una
tarea de salvación, la búsqueda de una naturaleza que no engañe nunca, el
orden necesario de las cosas, que pueda curarnos de nuestra humana
debilidad. Los males de la vida se remedian con el conocimiento.
El segundo modelo es la incertidumbre consuntiva (o corrosiva) del
escéptico que se enroca en su duda. Él ha intentado pensar de veras, pero
3
Juan de Mairerna, en Obra esencial, cit.,p. 738.
Oeuvres et Lettres, cit., 272-3.
5
Tratado de la reforma del entendimiento, trad. de A. Domínguez, Madrid, AlianzaEditorial, 1988, p.
75.
4
2
también en el corazón de la pretendida verdad ha encontrado el gusano de
la incertidumbre. Ha coleccionado pacientemente todos los tropos o
maneras de engañarse, incluso pensando: las trampas del lenguaje, el
desacuerdo de las opiniones, más aún, la antinomia de nuestras creencias,
el sí y el no, luchando enconadamente en su alma…. Y al cabo de esta
experiencia ha decidido, para ser libre, abstenerse de todo juicio, callar. Y
si lo fuerzan a hablar, está dispuesto a disparar un no corrosivo que se traga
el mundo. Creo que el intento de refutar al escéptico es un tanto ingenuo
por demasiado contundente: se le suele reprochar que se contradice a sí
mismo, pues al negar toda verdad mantiene su negación como única
verdad. Con eso nos damos por satisfechos. Pero el auténtico escéptico no
suele discutir porque está de vueltas de vanas discusiones; se consuela en
su desengañado silencio. Aparte de que, a la vuelta de tanto estrago, le ha
quedado una desgana insuperable, la pérdida de interés por todo, y sobre
todo, del interés por comunicarse con el otro. Encerrado en su madriguera
de silencio, el escéptico se consume en solipsimo. Hay un momento en que
su postura se convierte en una enfermedad vital. Claro está que hablo del
auténtico escéptico. Hay también el otro escepticismo lúdico, narcisista, de
la ironía romántica, que Hegel criticó con tanta violencia, del que juega
con todo, en un brinco de trascendimiento continuo, que no se dirige a
ninguna parte. Cualquier compromiso le parece insuficiente y parcial,
cualquier postura una impostura, por eso, una vez experimentada en su
determinidad concreta, es mejor dejarla antes de que te atrape en su
finitud. La ironía es una forma de vuelo ingrávido sobre el mundo. En el
fondo es una alma bella, que se consume en su pureza y narcisismo interior.
En términos generales, puede decirse que la crítica filosófica a la
incertidumbre es de carácter epistémico, solo atiende a criterios formales
o trascendentales para asegurar el crédito del conocimiento, y no es raro
que esta primacía de lo epistemológico le lleve a la tentación permanente
de recaer en dogmatismo o en escepticismo, esto es, en afirmar demasiado
o en abstenerse de toda afirmación. Para el racionalista, todo problema es
resoluble en términos de conocimiento y arroja una verdad objetiva; para el
escéptico, todo es susceptible de duda, de modo que nada es de suyo
cognoscible (“quod nihil scitur”). Es indudable que muchos problemas se
resuelven y de ahí que estamos obligados a apurarlos cognoscitivamente y
liberar así nuestro fardo de incertidumbre. Pero sospechamos que en el
orden existencial hay enigmas que desafían a la razón objetiva. El mismo
Kant lo vino a reconocer en el gesto de humildad con que abre su Crítica.
Conviene recordarlo en este tiempo de incertidumbre: “La razón humana
tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento, de
hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas
por la misma naturaleza de la razón, pero a las que tampoco puede
responder por sobrepasar todas sus facultades”(KrV,A-vii). Un racionalista
3
estricto, al que llamo esencialista, no admitiría este límite, ni antes de Kant
Spinoza, ni después de Kant Hegel. En cambio, en la incertidumbre del
poeta se advierte una raíz profunda de carácter existencial. Al menos, -decía Machado --“sabemos- qué males espantar con nuestros cantos”. ¿A
qué males se refiere el poeta , de cuya espina se alimenta el cántico?. En
otro momento, nos sugiere la respuesta en la forma débil de la
interrogación y siempre hablando oblicua y veladamente por la voz de su
apócrifo--: “Porque, ¿ cantaría el poeta sin la angustia del tiempo? (…) En
cuanto nuestra vida coincide con nuestra conciencia, es el tiempo la
realidad última, rebelde al conjuro de la lógica, irreductible, inexorable,
fatal. Vivir es devorar tiempo: esperar; y por muy trascendente que quiera
ser nuestra espera, siempre será espera de seguir esperando”(J.M.,I,viiº)6.
El poeta/filósofo apunta a la condición existencial del hombre como ser de
tiempo, de paciente espera o de abrupta desesperación. Los males del
tiempo, que queremos exorcizar con nuestros cantos, son la vida
fragmentada y dispersa, el pasado que se pierde irremediablemente en el
olvido, el futuro envuelto en la niebla de lo ignoto, el presente en vilo sin
poder retenerlo en la hemorragia de su fugacidad. Nada nos es más ajeno
que la certeza de algo definitivo, salvo la muerte. El poeta canta traspasado
por la aguda espina de la pasión. “Se canta lo que se pierde”. Quisiera
triunfar del tiempo, salvar el pasado en la memoria viva, retener su sentido
en el presente de la palabra, y conjurar con ella el aguardo impaciente de un
futuro de caducidad. En suma, clavar la rueda del tiempo en un instante de
re-creación, todo alma, --“eternidad instante” por la que clamaba también
Miguel de Unamuno. De ahí que nos incite Antonio Machado:
“Brinda poeta un canto de frontera
a la muerte, al silencio y al olvido”
(Al gran cero”)(clxvii).7
El poeta parece anticipar el análisis de la ec-sistencia humana,
atravesada por la angustia, que hará más tarde Heidegger, por eso al leerlo
lo encontró afín a su lírica de Soledades. He dicho que en medio de la
incertidumbre, la única certeza es la de que tengo que morir. Así piensa
Heidegger. Mi tiempo desemboca en la muerte, la niebla de incertidumbre
que arrastra todo este río de caducidad se levanta de la doble sima de un
pasado yecto y de un futuro que se precipita en la muerte. Es el “sein zum
Tode” heideggeriano, un ser estructuralmernte referido o disparado a la
muerte, de modo que si me pregunto quién soy yo, la única respuesta
certera sería ”yo soy mortal”. Todas las demás definiciones se quedan
cortas. Solo esta me clava en un destino inexorable e intrascendible. Y, sin
embargo, donde el filósofo Heidegger detiene su inquisición, el poeta
6
7
Juan de Mairena, I, en Obra esencial, cit.,542
En Obra esencial cit.,288.
4
andaluz de la incertidumbre, después de adivinar el “enigma grave”, se
asombra de ello en una nueva y definitiva pregunta, que le brota del fondo
del alma:
¿Los yunques y crisoles de tu alma
trabajan para el polvo y para el viento?...
(lxxviii).8
No suena a prueba demostrativa, sino a lamento, una queja/protesta
por la condición humana. Creo que en estos dos versos se reconoce todo
hombre, como si resonaran en su propia alma. ¿Es que tanta inquietud, el
sostener en vilo la palabra, el aspirar a eternizar su sentido, la tensión
intencional a perfeccionarse, la búsqueda de la verdad y el combate por el
bien han de emprenderse en vano?. ¿Toda este ansia de vida, de
incrementar la vida y trascender el tiempo mortal condenado a la muerte
han de parar en nada?... Quien no se hace alguna vez esta pregunta no sabe
lo que es dudar.
Esta pregunta nos remite a un mito venerable que contó un día la
vieja adivina Deótima de Mantinea a un curioso impenitente Sócrates,
acerca de eros, --el amor impaciente--, un daímon o demonio del
intermedio, como lo define certeramente Platón, nacido de una doble
herencia cruzada entre mortal e in-mortal, y por eso nace y perece cada
día, para renacer en una continua aspiración. Este daímon se encuentra
siempre fuera de casa, pues nada le retiene en ella, y siempre de camino,
pasando fatigas y durmiendo a la intemperie, y no cesa de preguntar, de
buscar y explorar como si algo se le hubiera perdido y no se resignara a
ello. ¿Qué busca este intrépido caminante?. Respuesta de Diótima: el bien
que le falta. ¿A qué aspira?: a descubrirlo y apropiárselo. Pero ¿cómo si lo
desconoce y en todo caso, no podría alcanzarlo en su plenitud?
-- ¿con qué acción especial?.¿Puedes decirla?- pregunta Diótima a Sócrates
--Si pudiera –dije yo-- no estría admirándote, Diótima, por tu sabiduría ni
hubiera venido una y otra vez a ti para aprender precisamente estas cosas.
--Pues yo te lo diré –dijo ella.- Esta acción especial es, efectivamente, una
procreación en la belleza, tanto según el cuerpo como según el alma” (Banquete,
206b3-8).
A este tercer modelo de incertidumbre lo llamo inceptivo o creativo.
Su pathos es la admiración (thaumazein) pues siente que el ser le excede en
su riqueza, pero le incita con ello a una búsqueda incesante. El impulso del
dinamismo impaciente de eros, no está solo en su origen híbrido, como
cuenta el mito, sino en la exigencia incondicional con que lo reclama el
Bien. El secreto filosófico de esta historia es que el bien es supraobjetivo,
“más allá de la esencia” (hepéheina tes ousias), engendrador de formas y
de vida; está en todo, pero a todo lo trasciende en “su dignidad y poder”
8
Ibid.,74.
5
(Rep.,509b8-10).El bien no es nada determinado ni el todo de lo
determinado, mucho menos lo in-determinado, sino aquella sobredeterminación o plenitud de sentido, cuya llamada o vocación tiene al
daímon fuera de sí, esto es, en negatividad de todo lo que se hace pasar
como algo determinado y sólido. Genera in-certidumbre acerca de lo
determinado en virtud de la exigencia irrenunciable a ir más allá. Este
exceso ontológico tiene a eros tras-pasado de deseo, (no en vano en el
Fedro se entiende a la filosofía como una forma de delirio), y, a la vez,
hacia sí mismo como aquello que puede consumar su deseo de saber. Siente
a la vez con la penuria de todo lo que le falta, el aguijón de la plenitud a la
que aspira. Pregunta sin cesar porque se siente interpelado. Es la paradoja
en que se mueve el saber, según el Menón (80d5-9): pregunta quien no
sabe aquello por lo que pregunta, pero a la vez lo sabe de algún modo,
puesto que pregunta. Sabe que no sabe y este no-saber se convierte en la
negatividad productiva de su búsqueda. Por doquier encuentra dificultades
que no puede marginar, sino que precisa atravesar (diaporein) para abrirse
camino.9 Se admira de todo, porque a todo lo encuentra extraño a sí. Las
cosas que halla en su camino acrecientan su inquietud interrogativa. No es
esto, no es esto –se dice para sí. Ni puede mirarlas con complacencia ni
mirar al Bien cara a cara sin llagar sus pupilas. Y es que el Bien no puede
ser poseído en patrimonio, pues es difusivo y expansivo, como la luz. Más
aún, porque el bien es la absoluta gratuidad o don, como enseña E.
Levinas, retomando el “hepékeina” o más allá de la esencia, de Platón.10 La
actitud o el ethos del caminante no puede ser otra que la autotrascedencia
incesante, pues en ningún sitio de lo que encuentra de camino, puede
establecer su morada. De ahí que su lógos sea el diálogo socrático, de los
que comparten el camino buscando en común, y la dialéctica platónica, que
supone el requerimiento de lo incondicionado. Procreando de esta manera,
“la naturaleza mortal busca, en la medida de lo posible (katà tò dynatón)
existir siempre y ser inmortal”(Symp., 207d1-2). Claro está que para poder
crear en la belleza, el daímon del intermedio precisa estar en contacto con
lo noble y digno de ser amado. Sócrates quedó convencido por el discurso
de Diótima. “Por eso –dice- honro y practico las cosas del amor, y siempre
elogio el poder (dynamis) y la valentía (andreia) de Eros, en la medida en
que soy capaz” (Sympos.,212b6-9). Sócrates acaba de identificarse con el
daímon del intermedio en su oficio de filósofo.
2. De la incertidumbre a la inquietud
Aristóteles, Metafísica,982b13-14.
De otro modo que ser o más allá de la esencia, trad. esp. de A. Pintor Ramos, Salamanca, Sígueme,
1999, p. 55.
9
10
6
Pero las cosas del amor cambiaron radicalmente, a comienzos de
nuestra era. Con la aparición del cristianismo, se transformó radicalmente
el orden axiológico clásico. El “Lógos de la vida”, como lo anuncia el
evangelio de Juan, se hizo “luz de los hombres” y en ella se otorga un
nuevo nacimiento, no de la carne, sino de la progenie misma de Dios (ex
Deo) (Juan,1,13). Amar no será ya solo aspirar, sino, fundamentalmente,
saber sacrificarse, como corresponde a la misma kenosis de la divinidad en
la figura del siervo. Con ello se transforma también la bipolaridad en que
ec-siste el daímon del intermedio, como plantea san Agustín al comienzo
de sus Confesiones: ahora “revestido de su mortalidad pecadora”, --el
índice del no-ser en la criatura-- se siente llamado a la dignidad del hijo y
partícipe de su plenitud. El viejo retórico converso acertó a expresarlo en
una sentencia grabada a fuego de lágrimas en su corazón
y luego
trasplantada a la conciencia creyente: “Porque nos has hecho para Ti y
nuestro corazón está inquieto (irrequietum) hasta que descanse en Ti”
(Conf.,I,1). Esta vocación de absoluto desplacenta al hombre del mundo y
le hace aquerenciar lo eterno. La incertidumbre de eros, que busca, se ha
transformado en la inquietud del corazón en vilo, entre la nada de que ha
sido hecho y la infinitud de su vocación. Estos términos, “nada” e
“infinito”, tan estremecedores en su perturbadora novedad, transforman
radicalmente el modelo platónico de la incertidumbre inceptiva por otra de
carácter existencial. La inquietud es la in- incertidumbre acerca del propio
destino del hombre en esta porfía entre la nada y lo eterno.
Paradójicamente, el yo del hombre adquiere la autoconciencia de su
libertad y responsabilidad, pero, no obstante, no sabe qué será de él ante
tamaño desafío. Sabe quien es, un yo práctico o activo que tiene que
constituir su identidad personal o moral en el mundo con su propio
esfuerzo, pero que no puede garantizar el sentido y permanencia de su obra
ante el embate de la muerte. Puede decir con Unamuno, “y si no muero,
qué será de mí, y si muero del todo ya nada tiene sentido”. 11 Quien no
sabe nada de lo infinito tampoco puede sentir el abismo de la nada. Pero
quien sabe de lo infinito no puede saciar su inquietud ni ocultar su
nadeidad. El inquieto no sabe dónde dejar reposar su corazón. En el umbral
de la edad moderna, Montaigne confiesa la inconstancia (inconstance) del
hombre, en sus propósitos, acciones y contradicciones, “tan veleidosa –
dice—que algunos suponen que tenemos dos almas y otros que dos
potencias, una hacia el bien y otra hacia el mal, no pudiendo ajustar bien
una variedad tan brusca en un objeto simple”.12 Esta tensión acarrea a
veces un desgarramiento interior, pues convierte la vida o en una constante
11
Del sentimiento trágico en Obras Completas, Madrid, Escelicer, 1966, VII,129.
Oeuvres Completes, Ensayos, II, 1, Gallimard, Paris, 1962, p. 318: trad.esp. de J. Bayord, Los
Ensayos, Barcelona, Acantilado,,2007, p. 484.
12
7
in-decisión o en una ardua tarea de decisión, por lo uno contra lo otro. La
vida adopta una seriedad extraordinaria, que en algún sentido, puede llegar
a ser insoportable, y de ahí la necesidad de divertirse (divertissement),o
de enajenarse, errando de acá para allá sin encontrar reposo. La cuestión es
ya otra para el hombre moderno tal como la formuló el príncipe Hamlet con
una calavera entre sus manos: “ Ser o no ser: he aquí el problema ¿Qué es
más levantado para el espíritu: sufrir los golpes y dardos de la insultante
Fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades, y
haciéndoles frente, acabar ya con ellas?”.13 La cuestión de Hamlet es el
suicidio. Pero en la antigüedad pagana esto no era una cuestión, sino una
salida libre y hasta honrosamente aceptable. El suicidio se torna un
problema cuando se sabe que está en juego la eternidad. Shakespeare lo
confiesa sin rebozo. “¿Quién querría llevar tan duras cargas si no fuera por
el temor de un algo, después de la muerte, esa ignota región cuyos confines
no llega a traspasar viajero alguno, temor que confunde nuestra voluntad y
nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes que lanzarnos
a otros que desconocemos?”.14 ¿Cuáles son estas tareas y duras cargas de
la vida?...Pocos años más tarde, encontramos otro testimonio literario del
problema en El Criticón de Baltasar Gracián, pero de signo inverso al
hamletiano, pues la cuestión aquí es cómo afrontar valerosamente la vida.
La obra se inicia con el naufragio del hombre “fluctuando entre uno y otro
elemento, equívoco entre la muerte y la vida, hecho victima de su fortuna”,
pero braceando vigorosamente para mantenerse a flote. Mientras bracea se
lamenta con amargura.. —“Oh vida, no habías de comenzar, pero ya que
comienzas, no habías de acabar”15. Es el lamento del hombre moderno a
quien le viene corta la vida para tanto afán, y por eso le abruma la muerte.
La misma tensión entre el ser y el no-ser. Pero Critilo acepta el envite y
emprende en compañía de Andrenio, la otra alma del hombre, un largo
camino de crisis existenciales y pruebas de su valor, que lo conduce, casi
al término de su viaje, a esquivar caer en la cueva de la nada. Al ver entrar
allí “toda la gran corriente del siglo”, pregunta Andrenio asombrado a
Critilo
--¿Qué se hacen?--Lo que hicieron.
--¿En qué paran?
--En lo que obraron; fueron nada, obraron nada y vinieron a parar en nada”16.
Allí tenían que acreditar definitivamente si habían adquirido valía
para atravesarla y abrirse a otro elemento, una nueva y ya definitiva
navegación hacia la isla de la inmortalidad. Tentación de suicidio y
Obras Completas. Traducción española de L. Astrana, Aguilar, Madrid,1988, II, 248.
Ibid., II, 249.
15
El Criticón, ed. de Santos Alonso, Cátedra, Madrid,2000, p.66
16
Ibid.,714,
13
14
8
aspiración a más vida son dos testimonios literarios del dilema existencial
barroco entre la nada y el todo.
Pero fue Descartes quien fija el nuevo modelo ontológico del
hombre, que suele llamarse dualístico, cuando es, en verdad, un ser a
medias en tensión permanente,: “yo soy –dice- un medio (milieu) entre
Dios y la nada, es decir, situado de tal suerte entre el soberano ser y el no
ser (…) de modo que es partícipe de lo uno y de lo otro”.17 Estos términos
se excluyen radicalmente entre sí, la nada y Dios. Una ha dejado su huella
en nuestra naturaleza necesitada y sufriente y el otro ha acuñado su idea
tan en el fondo del alma, que “en cierto modo tengo en mí antes la idea de
lo infinito que la de lo finito, es decir, de Dios que de mí mismo”.18 Ahora
bien la incompatibilidad radical de este doble destino en tan extrema
bipolarización, mantiene al hombre en una profunda tensión. De un lado,
“expuesto a una infinidad de deficiencias (manquements), de modo que no
debo extrañarme si me engaño”; pero del otro, abierto a una plenitud que
me demanda. Pero Descartes es demasiado racionalista en su tratamiento
del problema, como para hacernos sentir esta tensión existencial y deja
cierta ambigüedad en el tema, pues, a la postre, no sabemos si la idea de
Dios no es más que el télos del proyecto racional humano, con lo que se
inicia la divinización moderna la razón, o bien, “hace estallar el
pensamiento –como sostiene I. Levinas—, que sigue siendo siempre
sinopsis o síntesis”. 19 Ha sido Pascal, pensador más existencial y agudo,
quien ha descubierto esta agonía interior del hombre “entre estos dos
abismos del infinito y de la nada”, que despiertan su curiosidad y
admiración:
“¿Qué es, en suma, el hombre en la naturaleza? Una nada con respecto al
infinito, un todo con respeto a la nada, un medio entre la nada y el todo.
Infinitamente alejado de comprender los extremos, el fin de las cosas y su
principios están para él invenciblemente ocultos en un secreto impenetrable,
igualmente incapaz de ver la nada de que ha sido sacado, y el infinito donde es
engullido”.20
Se me podría replicar que Pascal se refiere aquí expresamente a la
naturaleza, donde se dan estos dos abismos, pero en el trasfondo está
sentando una tesis ontológica acerca de la condición humana.
“Conozcamos, pues, --dice- nuestro alcance (portée): somos algo y no somos
todo; esto que tenemos de ser nos hurta el conocimiento de los primeros
principios (de las cosas), que nacen de la nada, y lo poco que tenemos de ser nos
oculta la vista del infinito”21
17
Meditación 4ª, Oeuvres et Lettres, cit., 302.
Meditación 3ª, Oeuvres, p. 294.
Dios, la muerte y el tiempo, Madrid, Cátedra, 1994, p, 254.
20
Pensées, 348, Oeuvres complètes, ed. De J. Chevalier,, Paris, Gallimard,1954, pp. 1106-1107.
21
Ibid., 1108
18
19
9
Desde el punto de vista del conocimiento, está posición del
intermedio nos aboca a la incertidumbre, como si Pascal reganara de nuevo
en clave ontológica pero profundizándola la inconstancia y labilidad del
hombre de que hablaba Montaigne:
“He aquí nuestro estado verdadero; es lo que nos hace incapaces de saber
ciertamente y de ignorar absolutamente. Bogamos sobre un medio vasto,
siempre inciertos y flotantes, lanzados de un extremo (bout) a otro (…) Nada se
detiene para nosotros. Este es el estado que nos parece natural y, sin embargo, el
más contrario a nuestra inclinación,; ardemos en el deseo de encontrar un
asiento firme, una última base sólida para edificar sobre ella una torre que se
eleve al infinito, pero todo nuestro fundamento se resquebraja y la tierra se abre
hasta los abismos. No busquemos, pues, en absoluto seguridad y certeza. Nuestra
razón está constantemente decepcionada -por la inconstancia de las apariencias;
nada puede fijar al ser finito entre los dos infinitos que lo encierran y se le
escapan”.22
La Ilustración deshizo el equívoco de esta doble querencia,
intentando de nuevo reimplantar al hombre en la naturaleza y reduciendo
lo infinito a una mera abstracción exangüe. Pero esta mundanización
resultó ser una positivación de la naturaleza humana, que destruyó el deseo
de una vida absoluta, por la que clamará de nuevo el romanticismo. “Hay
en nosotros algo, -- dice Hölderlin por boca de Hiperión--, la ambición
irresistible a ser todo que, como el Titán del Etna, brota enojada desde las
profundidades de nuestro ser”. 23 Todavía en Kant encontramos resonancias
de la admiración pascaliana por los dos infinitos, que hace del hombre un
ciudadano de dos mundos, pero ya redefinidos en su legalidad inmanente, - el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mi corazón--24, aun cuando
Dios queda ya lejano y solo, reducido a una mera idea trascendental, cifra
(Inbegriff) o compendio de la razón humana. ¡En esto ha quedado aquel
cuño cartesiano de la idea de Dios en el cogito!. Fue el mismo Kant, quien
suscita una visión trágica del mundo, en la tercera antinomia de la razón
pura, al presentar el conflicto entre el orden necesario de la cadena de las
causas eficientes y el orden finalístico de la libertad, como dos tesis
incompatibles. Es cierto que luego trata de aliviarlo mediante el recurso a la
distinción entre el fenómeno y el noúmeno, como dos órdenes distintos,(A538-9 y B566-567), de modo que la actividad del hombre ha quedado
inscrita en dos registros o como quien dice en una doble contabilidad, pero
el caso es que el hombre vive realmente en ambos mundos, el físico y el
moral, descoyuntado entre ellos y tratando de conjugarlos en cada acción
suya, en medio de una naturaleza, que se ha vuelto sorda y ciega a su
requerimiento. La turbación de Kant se nota en un momento donde su
pluma parece temblar. “Produce inquietud (etwas bekünmerndes) y
22
Ibid., 1109.
Hiperión o el eremita en Grecia, trad. esp. de J. Munáriz, Hiperión, Madrid, 2000, p. 36.
24
KpV, Beschluss, 289-290.
23
10
desaliento (Niederschlagendes) –dice—el que haya una antitética de la
razón pura y el que esta, que representa el tribunal de todos los conflictos,
los tenga consigo misma”; pero de inmediato se repone como si contara el
bálsamo de fierabrás, “pero ya vimos que descansaba en un
malentendido”(auf einem Missverstanden) (A-740 y B-768). Y si se
pretende plantear el conflicto racional sobre si hay o no un ser supremo o si
el alma es o no inmortal, esto corresponde a la teología y la psicología pura
respectivamente, que caen fuera de los límites en que puede pronunciarse
críticamente la razón humana. Que Kant no quedó satisfecho con esta
resolución, o más bien, disolución de la antinomia, se muestra en el nuevo
planteamiento que se inicia en la Crítica de la razón práctica, acudiendo a
los postulados de la razón, o en la Crítica del juicio, con el concepto de
organismo y abriendo la posibilidad de un juicio teleológico reflexivo. Pero
la tragedia ya estaba incoada, o por ser más exactos, Pascal ya lo había
advertido. Luego vendrá el terrible revuelo de la muerte de Dios”, sentencia
que aparece en los labios de Hegel, al denunciar que ya no hay sitio para la
teología natural ni para a otra teología sentimental del pensamiento
reflexivo (Jacobi, Schleirmacher), y apelará nada menos que a la autoridad
de Pascal en este punto, el auténtico pensador trágico, para quien “ la
naturaleza es tal que señala en todas partes un Dios perdido” tanto en el
interior como fuera del hombre”. Un dolor infinito el de la muerte de Dios,
que solo podía compensar en Hegel el júbilo por el nacimiento del espíritu.
Pero poco duró la fiesta del saber especulativo, pues tras de la posición de
Hegel, se desató el pensamiento más crítico y radical, empeñado en reducir
la ontoteologia hegeliana a antropologismo y estatalismo.
Cuando tras el fiasco histórico hegeliano, renace de nuevo la
inquietud del alma, esta será morbosa y turbia: es la maladie du siècle,
cuyos síntomas son el desencanto, el spleen, el desasosiego… “El desastre
–dice Fernando Pessoa—de todo cuanto se había soñado, la vergüenza de
todo cuanto se había conseguido, la miseria de vivir sin una vida digna que
los demás pudiesen llevar con nosotros (…) Esto cayó en las almas y las
envenenó”.25 Los dos abismos se van a convertir en un solo abismo, el de
un corazón defraudado. La inquietud del corazón en vilo se anestesia con
positivismo o se encubre con revoluciones seculares pendientes, aun
cuando estalla en algunos hombres ( Kierkegaard, Sénancour, Amiel,
Tolstoy, Pessoa) o en Miguel de Unamuno en un grito desesperado:
“Ni, pues, el anhelo vital de la inmortalidad humana halla confirmación
racional, ni tampoco la razón nos da aliciente y consuelo de vida y verdadera
finalidad a ésta: Mas he aquí que en fondo del abismo se encuentran la
desesperación sentimental y volitiva y el escepticimo racional frente a frente, y
se abrazan como hermanos. Y va a ser de este abrazo, de un abrazo trágico, es
decir, entrañadamente amoroso, de donde va a brotar manantial de vida, de una
25
Libro del desasosiego, Barcelona, Seix Barral, 1985, p. 325.
11
vida seria y terrible. El escepticismo o la incertidumbre última, posición a que
llega la razón ejerciendo su análisis sobre sí misma, sobre su propia validez, es
el fundamento sobre que la desesperación del sentimiento ha de fundar su
esperanza”26
¿Es pura pose retórica?.Unamuno argumenta con gran consistencia
en este dilema: ni se puede convertir la verdad racional y lógica en
consuelo ni se puede hacer del consuelo verdad racional; es decir, ni
utopismos secularistas ni apologética consoladora. “La vida, que vive y
quiere vivir siempre, no acepta fórmulas. Su única fórmula es : o todo o
nada”(VII,172). Vuelve, pues, el dilema radical en que se encuentra el
daímon del intermedio, entre el todo y la nada, pero radicalizado hasta el
extremo de que la inquietud lo hace delirar, el delirio del superhombre. En
este contexto, Unamuno aporta una larga cita de Lamennais, donde vuelve
todo el lenguaje de la inquietud existencial que hemos visto en Montaigne
y Pascal : “La certeza absoluta y la duda absoluta nos están igualmente
vedadas. Flotamos en un medio vago entre estos dos extremos, como entre
el ser y la nada, porque el escepticismo completo sería la extinción de la
inteligencia y la muerte del hombre” (Idem). A lo que agrega Unamuno un
razonamiento paradójico: la certeza absoluta destruye no menos que la
duda absoluta: Si es la certeza absoluta del anonadamiento final, es decir, la
visión apocalítica en la nada del sentido o el sin-sentido, -- esta conciencia
nos desarma en la lucha por el sentido y por el valor de lo que se hace. Por
el contrario, la visión apocatástica, según san Pablo, del triunfo del sentido
y la victoria final sobre la muerte, nos aduerme en la confianza de un final
feliz –“Ambas certezas -concluye Unamuno- nos harían igualmente
imposible la vida”(VIII,179). Esta es la versión unamuniana del eros
platónico convertido, en el fin de la modernidad, es un amor des-esperado,
y, por lo mismo, com-pasivo con todo lo que sufre en su vulnerabilidad y
combativo por remediar su suerte. “El sentimiento de la vanidad del
mundo pasajero nos mete el amor, único que rellena y eterniza la vida”
(VII, 132). Lo que queda como producto de este abrazo trágico como
“condición de nuestra vida espiritual”, es la incertidumbre creadora y
consoladora, que nos hace luchar o comprometernos por el sentido, es
decir, la praxis heroica o creación desesperada, quijotesca, como él dice,
de poner el ser contra la nada. De ahí su salida en una forma de
pragmatismo
a lo trascendente. “¿Que no
tiene fin alguno el
universo?.Pues démosele y no será tal donación, si la obtenemos, más que
el descubrimiento de su finalidad velada”(VII,367-8). Conviene advertir,
para evitar equívocos, que Unamuno desconecta el problema ético tanto del
orden objetivo del conocimiento como de la fe religiosa. Volveré más
tarde sobre esta extraña propuesta.
26
Del sentimiento trágico de la vida, cit., VII, 172.
12
3. La doble pregunta radical
Estos dos radicales ontológicos del daímon del intermedio, ser y noser, han inspirado las grandes y decisivas preguntas del pensamiento en la
modernidad. El griego no pregunta así: el ser es, el no-ser no es—dice
Parménides. Su síntesis es el movimiento manifestativo de la physis. La
cuestión está entre la ignorancia y la sabiduría, pero no entre la muerte y la
inmortalidad27. Recuérdese, en cambio, la clásica formulación leibniziana:
“¿Por qué el ser y no más bien la nada?. Esta es la pregunta por
antonomasia de la metafísica, “la más extensa, profunda y originaria” –
comenta Heidegger, porque abre al fundamento o al abismo28. La pregunta
rebota sobre quien pregunta, --dice-- como un acontecimiento decisivo de
su existencia, y obra en él un salto (Sprung), cumple un cambio súbito
(Ab-sprung) hacia su fundamento u origen (Ursprung), que lo transforma
29
. Pero atendamos al sesgo de la pregunta de Leibniz: se admira de que
algo sea, porque “la nada –añade-- es un concepto más simple que el de
ser”. La nada no es, esto es, no plantea preguntas ni suscita inquietud
alguna. En ella no es posible entrar ni salir. La hipótesis de no haber habido
nada no es para la inteligencia un enigma ni un problema, ni mucho menos
un sin-sentido, sino simplemente un vacuum imaginativo. El problema está
en que algo es, pero sin poder retenerse en el ser ni guardarse del no ser.
¿Es, pues, un ser contingente algo irracional o contradictorio?. Pero la
existencia de lo irracional, sí plantea el pavoroso problema de que la
inteligencia sea falaz o arbitraria en un mundo de puro azar, carente de
necesidad. Puesto que hay ser o estamos en un orden de lo que hay, --un
ser precario o contingente traspasado de no-ser--,-- piensa Leibniz- nos es
forzoso preguntar por su “razón de ser”, por aquello que puede fungir
como su fundamento; es decir, no por el orden existencial fáctico de una
cadena de causas eficientes, que toda ella se hunde en la contingencia o en
la nada, sino por el orden ideal de sus condiciones de posibilidad. Lo que es
ha debido ser posible, como condición de su existencia fuera de la nada, y
esto remite a su esencia o contenido ideal, y a la quantitas essentiae como
un nisus ad existendum. Pero este teorema metafísico de que la
posibilidad lógica o la esencia es para la inteligencia la única ratio para
existir, nos dispara hacia el puro idealismo esencialista. La quiditas
essentiae o grado de entidad sustantiva precede lógicamente, esto es, en el
orden del concepto, al factum de la existencia. El sistema de lo real está
Esto no excluye, sin embargo, de que además de las religiones apolíneas y políticas se deslizara en
Grecia, proveniente de Asía, la religión mistérica de Dionisos, con sus extraños cultos sobre la
regeneración de la vida.
28
Einführung in die Metaphysik, Tübingen, Niemeyer, 1953, p. 2-3; Introducción a la metafísica, trad.
esp.de E. Estiu, Buenos Aires, Nova, 1956, pp. 38-39
29
Ibid., 5; ed. esp., 42.
27
13
ordenado en la com-posibilidad de la mayor cantidad de riqueza en el orden
dinámico y progresivo de un mundo, y fundado ante y por una inteligencia
infinita, capaz de hacer el cálculo lógico absoluto de lo composible y
quererlo así por estar dotado de mayor perfección. Pero, a su vez, ante la
cuestión de si existe esta Inteligencia creadora u ordenadora, no hay otra
respuesta que es metafísicamente necesario para que el mundo sea, pero
esta respuesta es deficiente para un racionalista estricto. Dios también debe
tener su razón de ser, o mejor ser en cuanto pura razón originaria. Dios
realiza el teorema del esencialismo. El esencialismo tiene alcance
metafísico desde el argumento ontológico de que el concepto de esencia
absoluta, si no es contradictorio, es de suyo existente. Es curioso que el
argumento ontológico haya estado vigente en toda la modernidad, desde
Descartes a Hegel. Si hiciéramos una lectura psicoanalítica de la filosofía
moderna, como sugiere Unamuno en un momento acerca de Spinoza30, se
diría que su texto incluye en su revés el contratexto del nihilismo acechante
en la sin- razón o el sin-sentido tal como lo vive agónicamente el daímon
del intermedio, según hemos indicado. El racionalismo es un fármakon o
remedium animae frente a la otra inquietud, que se propaga en la edad
moderna a partir de la entrada en crisis, en el Renacimiento, de la creencia
en la inmortalidad del alma. La razón misma, antes de volverse escéptica,
es consoladora y aquietadora, ya sea en la forma del necesitarismo
naturalista de Spinoza ,--“nec ridere nec lugere neque detestari, sed
intelligere”--, o en el necesitarismo moral o de la libertad en Leibniz, o,
bien, en la unidad dialéctica de ambos órdenes el de la naturaleza y el de la
libertad en el espíritu absoluto.
Toda la filosofía moderna se consuma en esencialismo, lo que
conlleva un ejercicio de reducción de la inquietud existencial. La cosa es
evidente en Hegel. En él se pone al descubierto el secreto de la lectura
psicoanalítica de la filosofía moderna. Para escapar a la inquietud
constitutiva de la que llama “autoconciencia desgraciada” en el
Cristianismo, desgarrada entre el aquende y el allende, esto es, entre la
facticidad y la esencia absoluta como polos inmanentes, se hacía preciso
para él que la razón moderna omnicomprensiva que se autocomprende a sí
misma en lo otro de sí, absorbiera a la esencia absoluta en su propia
empresa secular de mundanización del espíritu. La inquietud (Unruhe) del
corazón en vilo fuera de sí, se ha convertido ahora en una interna
“inquietud absoluta, la pura actividad del negar”31 del pensamiento,
empeñada en destruir todo lo simple y quieto, todo lo que pasa por cierto,
El filósofo que reconoce el conatus con que cada cosa se esfuerza en perseverar en lo que es, “sin
embargo, no pudo llegar a creer nunca en su propia inmortalidad personal, y toda su filosofía no fue sino
una consolación que fraguó para esa su falta de fe. Como a otros les duele una mano, o un pie, o el
corazón o la cabeza, a Spinoza le dolía Dios” (Del sentimiento trágico ce la vida, OC, Madrid, Escelicer,
1966, VII,113).
31
Enzyklopädie, pr. 378, Zusatz, en Werke in zwanzig Bänden, Frankfurt, Suhrkamp,1970, X,12
30
14
seguro e incluso incondicionado, y reengredrarlo de nuevo en el concepto
en su libre y necesaria autodeterminación. Todo ello ha acontecido en la
transformación del daímon del intermedio, que Hegel ha convertido en un
mediador entre la nada y la esencia absoluta. Es obvio que entre ellas no
cabe mediación posible por contradictorias. La nada absoluta no puede
salir de sí; el ser absoluto no puede dejar nada fuera de sí. Nada y ser son
absolutamente incompatibles. Para poder mediarlas, como intenta Hegel,
tiene que aproximarlas y hacerlas entrar en contacto, --en la unidad
inmediata y abstracta de ser y pensar--, donde estalla, en un punto de
ignición, la negatividad del pensamiento. El no-ser no es la nada vacía,
sino pura dynamis o posibilidad de un todo de sentido, -la nada anhelante
de la inquietud, destructiva de lo simple e inmediato, por mor de la esencia
absoluta de una totalidad de sentido, que solo puede ser resultado histórico
de su propia pre-suposición. La unidad dialéctica de no-ser y ser es el
traspaso al devenir. Pero Hegel se cuida de que este devenir no se precipite
en la nada del sin-sentido, como ocurre en el nihilismo, puesto que ya de
antemano le ha prescrito su pleroma o plenitud de sentido como totalidad
de la razón en un mundo devenido transparente para el espíritu. Lo absoluto
cabe nosotros (bei uns),al fin se trueca en un absoluto con nosotros en su
parousía en la historia de la razón.
La lección que podemos sacar de este fragmento de la historia
filosófica de Occidente, es la incertidumbre intrínseca del pensamiento
metafísico ante el ser, ya se lo tome como un acto intensivo de perfección
como el Bien platónico o el Ipsum esse de Tomás de Aquino, -- un Infinito
positivo--, lo lleno en sí, que se derrama y se da a participar; o ya se lo
entienda como la nada de lo inmediato, de la posibilidad pura del
pensamiento, --un infinito de-fectivo-- que tiene que autodeterminarse y
realizarse en toda la determinidad de lo finito, para poder retornar a sí
mismo y saber absolutamente de sí. Es el absoluto de la razón humana,
haciéndose mundo. En el primer caso, el ser es un “más allá de la esencia”,
que convierte la metafísica en una tarea constitutivamente problemática,
como ya vió Aristóteles; en el segundo, se salva su intrínseca aporetecidad,
reduciendo lo absoluto a la realización de la razón en la historia. La fallida
ontoteología aristotélica se consuma así en la parousía hegeliana del
espíritu, de modo que el pantragismo de la historia, --¡oh felix culpa!-- se
lo traga el panlogismo de la razón. La característica de todo esencialismo
es que el orden necesario de la esencia es también una Ética (Spinoza,
Hegel), la forma suprema de vida.
Pero la historia sigue manando por la herida de su inquietud. El
problema no es meramente lógico sino existencial. El problema es que en el
daímon del intermedio es efectivo el no-ser, no ya en la nada de la
posibilidad pensante, sino en la otra nada real de la muerte, del error, del
extravío y del crimen; la nada de las muchas muertes insensatas, gratuitas,
15
víctimas de la violencia, la injusticia y el egoísmo; y el ser del que
participa, ha de ser también efectivo: tiene que poder cargar con ellas,
sufrirlas como su propia muerte, y responsabilizarse ante el sufrimiento
gratuito en el pasado, así como empeñarse en un futuro integral, en que se
pueda hacerles justicia, salvarlas , en suma, de esa nada infligida. Si el ser
es el Bien infinito su prueba ha de ser la regeneración de todo lo perdido.
Cualquier otra justificación será siempre ideológica y adormecedora. No
puede hacer pasar por racional un presente de sin-sentido. La objeción más
radical contra el logicismo la ha planteado, no Feuerchah ni Marx, ni
Nietzsche, sino Maurice Merlau-Ponty, “La conciencia metafísica y moral
muere en contacto con lo absoluto”32. La razón es obvia, pues adormecida a
su sombra deja de sufrir, de interrogar y buscar. De ahí su propuesta de
pasar de la metafísica como saber absoluto a “lo metafísico” en el hombre
como dimensión de búsqueda y autotrascendencia:
“La metafísica no es una construcción de conceptos por los que ensayaríamos
hacer menos sensibles nuestras paradojas; es la experiencia que hacemos de
ellas en todas las situaciones de la historia personal y colectiva, y las acciones,
que, al asumirlas, las transforman en razón. Es una interrogación tal que no se
concibe respuesta que la anule, sino solamente acciones resueltas que la llevan
más lejos. No es un conocimiento que vendría a acabar el edificio del
conocimiento; es el saber lúcido de lo que lo amenaza y la conciencia aguda de
su precio”.33
Este ir más lejos en nuestras razones nos remite de nuevo a la
autotrascendencia del daímon del inter-medio en un destino de búsqueda
por lo siempre más allá de la esencia, hepékeina tes usías. “La ruptura de
la esencia es ética” –proclama Levinas34. Una espiritual española, María
Zambrano, ha escrito que el “hombre padece su propia trascendencia”, es
decir, sufre por lo que aún no es pero está llamado a ser, por lo que debe y
por lo que puede llegar a ser, incluso por lo que nunca logrará alcanzar. En
este trance sufriente de la pretensión o vocación de ser que no cura ningún
esencialismo, lo asombroso es que voltea o se invierte la pregunta de la
metafísica “¿por qué el ser y no más bien nada?” en esta otra “¿por qué la
nada y no más bien el ser?; ¿por qué todo ha de acabar en la nada, en “la
muerte, el silencio y el olvido”, como decía el poeta en su canto de
frontera, y no más bien en la plenitud de la vida?. Claro está que esta nueva
pregunta tiene su inevitable reverso escéptico ¿Por qué no la nada en lugar
del ser, de esta incesante búsqueda en inquietud permanente?. Pasamos así
32
Sens et non-sens, Paris, Nagel, 1966, p. 167.
Ibíden, 167-168.
34
De otro modo que ser, o más allá de la esencia, cit.,p. 59. Como especifica en otro momento, “para la
tradición filosófica de Occidente toda espiritualidad pertenece a la conciencia, a la exposición del ser en
el saber”(Ibid., 164).Por el contrario, “esta inconmensurabilidad (del Bien) respecto a la conciencia, que
se convierte en huella de no sé dónde, no es la inofensiva relación del saber en la que todo se iguala ni
tampoco la indiferencia de la contigüidad espacial; es una asignación más de parte del otro, una
responsabilidad frente a los hombres que ni siquiera conocemos” (p. 165).
33
16
de la Metafísica, “siempre problemática”, según Aristóteles, a la Ética.
Ahora la pregunta no solo rebota sobre quien pregunta, sino que lo
cuestiona radicalmente en cuanto daímon del intermedio. De nuevo aquí se
nos adelanta también el poeta/filósofo andaluz: “¿Se vive de hecho o de
derecho? – pregunta A. Machado.
He aquí nuestra cuestión,
Comprenderéis que este es el problema ético por excelencia viejo como el
mundo, pero que nosotros nos hemos de plantear agudamente”
(J.M.I,xxxix)35. Es el problema del suicidio, al que nos introducía la figura
meditabunda del príncipe Hamlet con su calavera en la mano: ser o no ser.
¿La vida merece la pena ser vivida?. La doble pregunta invertida de la
ética representa dos pulsiones que laten en toda vida: la pulsión tanática al
descanso de tanta briega y la pulsión erótica a incrementar la vida. Y
corresponden a dos actitudes simétricamente inversas: la creencia en la
vida o la creencia en la muerte. Según la primera, el ser es un acto
originario, que traspasa la nada, porque la excede en su perfección. ¡Hay
ser! -- es una exclamación jubilosa y deslumbrada por el exceso del don de
la existencia. Conforme a la segunda, el ser no es más que existencia
fáctica, y produce náusea, como el espectáculo de unas raíces al aire
retorciéndose en el sin-sentido, según la experiencia sartriana del
absurdo….Volviéndonos desde esta doble fe ontológica,--”el ser más allá
de la esencia”, o el “ser más acá de ella” en la mera facticidad--,
preguntamos de nuevo: ¿Vivimos de hecho o de derecho?, esto es,
¿vivimos por inercia y costumbre, por el mero hecho de estar vivos, o
vivimos animados por la pasión de sobrevivirnos en la convicción del bien
intrínseco de la vida?. ¿”La especie humana, en su totalidad, --pregunta
Machado-- debe o no debe ser conservada?”(idem). “Entretanto –dice con
fina ironía- buena es la filantropía, por un lado, y por otro, la Guardia
Civil”, es decir, el mero sentimiento moral o la institución jurídica del
orden público, pero son remedios para ir tirando, mientras no tengamos el
coraje de afrontar la gran pregunta por el sentido y el valor de la vida. ¿Hay
una justificación de la vida, una autoexigencia que brota de ella
radicalmente, o bien es una experiencia de sin-sentido generalizado, de
errancia y extravío en el absurdo, “no más que una sombra que pasa, -- dice
Shakesperae por boca de Macbeth--, un pobre cómico que se pavonea y
agita una hora sobre la escena, y después, no se le oye más… un cuento
narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa!...”.36 La
espina de la inquietud pulsa ahora en el seno del alma. Sí, es cierto que
podemos alegar razones concretas para vivir, pero ¿es genuina nuestra fe
cotidiana en la vida, sabiéndola abocada a una muerte final irremediable?,
¿ y de nuestra aventura en la historia?.¿Aporta la vida su propia
justificación?...
35
36
Obra esencial cit.,666.
Macbeth, en Obras Completas, cit, II, 549.
17
Vista con la mirada de mercader, o, lo que viene a ser lo mismo, del
hedonista--, “la vida es un negocio que no cubre gastos”, según
Schopenhauer. Las escasas y pasajeras satisfacciones, que nos procura, piensa el pesimista-- no pueden compensar los dolores y renuncias que ella
implica. Pero, mirada con el sano sentido común, el gozo de la vida
consiste en sentirse vivo, según Aristóteles; reside en la realización de las
potencias del viviente, gozo tanto más intenso y duradero cuanto mayor
haya sido el esfuerzo y disciplina en conseguirlo. El gozo es consecutivo al
acto vital de cada potencia en su rendimiento específico. Y sobre todo, al
acto mismo de incrementar la vida. El ser es la condición última de todas
las posibilidades, a las que hace ser, extrayéndolas de su propio poder
sostener-se frente a la nada. Y el ser viviente, o la vida consiste, según
Simmel, en “ser más que vida”, como recuerda Ortega; “en ella, lo
inmanente es un trascender más allá de sí misma” (…) “La vida –concluía
Ortega—es el hecho cósmico del altruísmo, y existe sólo como perpetua
emigración del Yo vital hacia lo Otro”.37 La naturaleza se nos ofrece como
el paradigma38 de toda fecundidad y generosidad, de cuyo seno nutricio
florecen perpetuamente la multiplicidad y variedad de las formas vivientes
en la unidad de su intercambio. Pero, sobre la vida, en general, la
inteligencia construye su disposición propia, en la que el altruísmo vital se
convierte en constitución de objetividad y creatividad permanente de valor.
Ya no basta la teleología natural, sino que surge un nuevo dinamismo
intelectual de realización de potencias intencionales, cuyo término es
sencillamente infinito: la verdad, la justicia, la libertad. Ya el viejo
Aristóteles había trazado esta línea de expansión ontológica del esse, vivere
et intelligere. “Porque la vida es buena por naturaleza y el darse cuenta de
ello, porque vivir es percibir que sentimos y pensamos, percibir que
somos, y esto es algo agradable por sí mismo” (Et., Nic., 1170b 1-3). Y de
ahí que busquemos compartirla con los amigos. Claro está que añade la
condición de que esto ocurre para el hombre bueno, pues el malo echa a
perder la vida propia y la de los demás; la envenena con su egoísmo y
rencor. ¿Pero quién es bueno de por sí, sino el Bien mismo?. La vida es
buena en el supuesto de que aceptamos vivir para la vida o conforme a la
exigencia interna que plantea la vida de incrementarse y crecerse a sí
misma hacia la autoconciencia y la libertad, de compartirse como un bien
común universal. Me resulta, por eso, extremadamente sugestiva y
consoladora la imagen, bastante habitual entre nosotros, del abuelo que
lleva de la mano a su nieta al colegio cada día. Él parece transmitirle a la
niña algo de la seriedad de la vida, con el esfuerzo y el ejemplo de la suya;
“El tema de nuestro tiempo”, en Obras Completas, Madrid, Rev. Occidente/Taurus,2005, pp. 581 y
601 respectivamente.
38
Véase al respecto Hans Jonas, El principio de responsabilidad, Ensayo de una ética para la civilización
tecnológica, Barcelona, Herder,1995, pp 83ss
37
18
ella, el pulso renaciente con la ilusión de la vida que brota. Los dos se
sienten felices en esta bella costumbre. Entre ambos, circula la corriente de
la vida, que se renueva y progresa constantemente en su misma
prodigalidad. La cura de la melancolía de vivir, como bien saben los que
se cuidan de la mente, solo la procura un mayor y más alto empeño por la
vida. Pero no me refiero a un panvitalismo romántico, sino a la
trascendencia de la responsabilidad, asumida en el amor, por el futuro de la
vida y la conciencia. “¡Sed de ser, sed de ser más! – clamaba Unamuno-¡Hambre de Dios! ¡Sed de Amor eternizante y eterno!” 39 . Ya no es el
mero conatus de afirmarse en el propio ser, sino el deseo de lo Infinito,
como apertura insaciable a lo otro; o mejor, en un plano ético, como herida
o traspaso por el Otro. “No como un deseo –dice Levinas-, que se apacigua
en la posesión de lo Deseable, sino como el deseo de lo Infimito que lo
Deseable suscita, en lugar de satisfacer”.40 Eros ha quedado sobrepasado.
Por eso, su deseo del bien “no puede ser de posesión, sino de ser
desposeído de sí” por mor de la misma infinitud que lo reclama. De ahí que
no solo pregunta, busca y dialoga, mientras se encuentra de camino, sino
que sabe sacrificarse ante la exigencia del Otro, que le ha siso asignada.
Pero de poco vale la argumentación teórica cuando se trata de ética.
Los problemas de la ética solo se resuelven en la praxis vital misma; más
aún, los propios problemas de la teoría, en este caso de la aporética
metafísica, a la que acabo de referirme, se acaban resolviendo en la praxis
ética, al igual que la incertidumbre se despeja en el compromiso ético
asumido. De nuevo resuena al fondo la sentencia de Unamuno, a la que me
he referido antes: “-“¿Qué no tiene fin alguno el universo?.Pues démosele
y no será tal donación, si la obtenemos, más que el descubrimiento de su
finalidad velada”(VII,367-8) Pascal, buen matemático, hablaba en estos
trances de una apuesta por el ser y lo eterno, pero se trata, en realidad, de
una toma de de-cisión o de un efectivo compromiso con el esencial
altruísmo de la vida. “Sé fiel a la vida”—podría ser otra faz del imperativo
categórico. Vive para incrementar e inmortalizar la vida, la vida racional,
porque ella no sabe de la muerte; mejor aún, porque ella ha interiorizado la
muerte como medio de su propia expansión creativa. La incertidumbre,
creativa de suyo, cuando es genuína, se ha transfigurado en donación
creadora. “La puerta de la felicidad no se abre hacia dentro, sino hacia
fuera”-decía Kierkegaard--. Siglos antes, ya nos lo había advertido nuestro
sagaz Luis Vives, “el amor de concupiscencia mira hacia dentro de sí; el
amor de amistad mira hacia fuera, hacia aquel a quien ama. El amante poco
a poco muere en sí mismo, al paso que en él vive el amado”. 41 Todo lo
demás no cuenta en los lances auténticos del amor. ¿Y si acaso todo esto
Del sentimiento trágico de la vida”, cit., VII, 132.
Totalidad e infinito, cit. 74.
41
Tratado del alma, lbro III, en Obras Completas, ed. de L. Riber, Madrid, Aguilar, 1948, II, p. 1261 b.
39
40
19
no fuera más que un sueño del adanita?—vuelve a sonar la voz sombría del
escepticismo vital. Pues bien, la única forma de traspasar el sueño de la
vida, con su inevitable carga de incertidumbre, es precisamente el impulso
a autotrascenderse en creatividad. El amante vive su amor con una pasión
absoluta de trascendencia. Acordémonos de la escena final del drama La
vida es sueño de Calderón, cuando Segismundo reconoce como única
verdad de su vida su amor por Rosaura: “Que fue verdad creo yo/ en que
todo se acabó/ y esto solo no se acaba”(vs 1145-1160). “El placer pide
eternidad”—decía Nietzsche. La pide, sí, pero no la produce. De sobra se
sabe por experiencia que es un fuego que se acaba ahogando en sus
propias cenizas. La única eternidad a que puede aspirar el hombre es la de
“engendrar en la belleza”, como decía la vieja adivina, maestra de Sócrates,
en el Symposion platónico. A lo que solo había que añadir con Keats ,que
“la belleza es la verdad”, o que todo lo noble y digno es, a la vez, hermoso
y verdadero. Esta fé ético/poética estimula en la vida y, a la vez,
paradójicamente, sosiega la inquietud existencial del
daímon del
intermedio. Y si se ama de veras, la inquietud no es ya por sí sino por el
Otro y solo se mitiga y hace fecunda en la entrega del amor mismo. No me
resisto a citar en este punto, porque la quiebra del discurso debe dejar paso,
como nos enseñó Platón, a la poesía o al silencio, un breve fragmento
poético del maestro Rumi, pensador y poeta sufí del siglo XIII:
“Bien con la muerte, todo el afán del vivir acaba,
mas la vida tiembla ante el morir;
así tiembla ante el amor el corazón del hombre
como si la muerte un peligro fuese.
Pues donde vela el amor,
muere el yo, déspota oscuro.
Déjalo que en la noche muera
y respire libre en el nuevo día”42.
Granada, 10 de abril de 2021.
Pedro Cerezo Galán
Citado por Hegel en su Enciclopedia, pr.573, trad. esp. de Ramón Valls, Madrid, Alianza Editorial,
1997, p. 599.
42
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