Subido por Roberto Constanza Velasco

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«Como leones rugientes»
Colección «EL POZO DE SIQUEM»
249
Carlos G. Vallés
«Como leones rugientes»
La Eucaristía, misión de vida
Editorial SAL TERRAE
Santander – 2009
Imprimatur:
@ Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander
17-02-2009
© 2009 by Carlos González Vallés
[email protected]
www.carlosvalles.com
Para la presente edición:
© 2009 by Editorial Sal Terrae
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria)
Tfno.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201
[email protected] / www.salterrae.es
Diseño de cubierta:
María Pérez-Aguilera
[email protected]
Con las debidas licencias:
Impreso en España. Printed in Spain
ISBN: 978-84-293-1815-9
Depósito Legal:
Impresión y encuadernación:
Grafo, S.A.
Basauri (Vizcaya)
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ÍNDICE
Las cataratas de Iguazú
6
Del siglo XIV
10
Haced esto en memoria mía
17
¿Misa o Eucaristía?
24
Del Concilio al Sínodo
33
La consigna del día
36
Afilar el hacha
41
El evangelio del Hijo Pródigo
44
El trabajo del hombre y de la mujer
48
En el pozo de Siquem
51
Santo, Santo, Santo
53
Jueves y Viernes
58
Así habla el Amén
61
Un pan, un cuerpo
65
La segunda función depende de la primera
69
5
Las cataratas de Iguazú
«Perdóneme, Padre, pero me aburro en Misa».
El correo electrónico tiene ventajas psicológicas y pastorales. Se pueden
manifestar con toda naturalidad intimidades escondidas y debilidades
embarazosas. La pantalla no se ruboriza. Ni al escribirla ni al leerla. Invita a la
espontaneidad y respeta la privacidad. Tu confianza me llega instantáneamente
al alma y me inspira irremediablemente a contestarte con la misma sinceridad.
Me quedo un rato mirando tu frase en pantalla: «Perdóneme, Padre, pero me
aburro en Misa». Respeto mucho el correo, porque respeto a quienes me
escriben. No me apresuro a teclear un cumplido vulgar. Te contesto despacio.
«Gracias por tu confianza, Ángela. Enhorabuena por tu honestidad.
Bienvenida sea tu ayuda. Porque me ayudas a ser sincero también conmigo
mismo y a vocalizar interioridades. ¿Sabes? Yo también me aburro a veces en
el altar. Perdóname, como tú me dices a mí. Somos humanos, ¿no? Y lo que
repetimos mucho puede llegar a valorarse poco. Ya lo ves. Pero andamos
unidos en ello. Yo estaba pensando en escribir un libro sobre la Eucaristía, y tú
me has dado el empujón. Ya te contaré cómo va y lo que voy a poner. Y espero
leas mi libro cuando lo publique. Abrazos». Yahoo.com.
No era la primera vez que otra persona me hacía encontrarme conmigo
mismo en esta sinceridad sacramental. Cuento otra ocasión. Cuando visité las
cataratas de Iguazú, conducía mi grupo un guía que resultó tan agradable en el
trato como buen profesional en su oficio. Era ya una persona mayor, llevaba
más de diez años enseñando las cataratas a turistas, según nos dijo, y lo hacía
con un entusiasmo, una ilusión y un fervor que añadían su encanto personal al
espectáculo sobrecogedor de las cataratas más bellas del planeta. He visto el
Niágara y he visto las Cataratas Victoria, pero nada como la caída masiva,
solemne, vertical de las aguas blancas entre vegetación tropical a lo largo de la
frontera que marca el río Iguazú entre Argentina y Brasil.
El salto «Álvar Núñez Cabeza de Vaca», su descubridor para Occidente, que
las llamó «Saltos de Santa María» como único nombre digno para tanta belleza,
el «Salto de Adán y Eva», «El Salto de Las Dos Hermanas» y, sobre todo, «La
Garganta del Diablo», que acerca el majestuoso caer de las aguas grandes
(Iguazú quiere decir «agua grande») a la mirada atónita, encantada, embrujada
6
del espectador que contempla casi al alcance de su mano la furia de las aguas
en su caída geométrica sobre el abismo sin fondo. El arte de la naturaleza en la
majestad de la selva.
Me hizo reír el nombre de un salto: «Salto Ramírez». No muy poético, nos
comentó el guía, y yo le recordé que en el tiempo que precedió a la Segunda
Guerra Mundial los franceses habían construido una línea de fortificaciones a
lo largo de su frontera con Alemania, que llamaron «Línea Maginot»; los
alemanes contestaron solemnemente con la «Línea Sigfrido», paralela al otro
lado de la frontera..., y los españoles, para no ser menos, pusimos también
algunos cañones en los Pirineos apuntando a Francia por si acaso, y los
llamamos «La Línea Gutiérrez», que era el nombre del ingeniero que la
proyectó. También los apellidos corrientes tienen sus derechos.
Nos hicimos amigos el simpático guía y yo, y al despedirnos me animé a
decirle:
- Le admiro por el entusiasmo con que nos ha enseñado usted las cataratas.
Enhorabuena.
- Digo lo que siento, señor.
- Ya lo veo, pero también me ha dicho usted que lleva más de diez años
enseñando día a día el mismo paisaje.
- Así es.
- ¿Y no le aburre eso un poco? Repetir todos los días lo mismo, por
grandioso que sea el espectáculo, ¿no degenera en rutina y repetición y
desgana?
- Admito que a veces sí, y unos días me sale la gira mejor y otros peor, pero
siempre procuro animar a los visitantes y apreciar yo mismo la suerte que tengo
de contemplar todos los días esta maravilla que ustedes pagan por venir a ver y
a mí me pagan por enseñarla.
- Le felicito.
- Y ahora permítame a mí también una pregunta. Usted me ha dicho que es
sacerdote, ¿no? - Sí, lo soy.
- Y usted dice misa todos los días. - Sí.
- Es decir, que usted también repite más o menos las mismas oraciones cada
día. Así es.
¿Y no le aburre eso?
A veces sí, y no todos los días son lo mismo, pero también yo procuro
animar a mis oyentes y doy gracias por mi suerte en tener este oficio.
- Sí, pero yo le llevo a usted una ventaja: yo cambio de oyentes todos los
días, y usted tiene siempre los mismos. Yo también le aprecio a usted, y
acuérdese de las cataratas.
7
Me acordaré toda la vida.
Cuando reflexioné, caí en la cuenta de que la experiencia del guía ante los
turistas había sido también la mía como profesor ante los alumnos.
Durante treinta años enseñé matemáticas en la universidad y tenía ante
mí, en la clase, a cien muchachos y muchachas que eran la flor y nata de
la juventud estudiantil. Lo pasábamos en grande. Yo preparaba bien mis
clases, afilaba los teoremas, trabajaba las ecuaciones, creaba el suspense,
alargaba la prueba, cuestionaba planteamientos, invitaba sugerencias,
cometía errores a idea para medir la atención de mis alumnos y que me
corrigieran sobre la marcha, simulaba la angustia, gastaba tizas, borraba
pizarras enteras, aceleraba el desenlace, llegaba a la fórmula final al
golpe de la campana de fin de clase. Sonrisas, ojos grandes, respiros de
alivio, a veces hasta aplausos. Aquello era la gloria. Me decían otros
profesores que no les gustaba tener clase después de la mía, porque
dejaba agotados a los alumnos. Algo había de cierto. Nos divertíamos la
mar.
Pero, claro, ya lo adivinas. No todos los días. Matemáticas es la más
encantadora asignatura del mundo, como cualquier estudiante de la materia te
dirá, pero matemáticas mañana y tarde, cinco días a la semana, son muchas
matemáticas. Y la misma clase dada a varias secciones y el mismo programa
repetido en varios años tampoco ayudan. No hay suspense que agarre ni truco
que resulte. El primero en aburrirme a veces era yo mismo. Y cuando yo me
aburría, se aburrían todos. Clases monótonas, ecuaciones borrosas,
equivocaciones engorrosas, pruebas inacabadas, resultados frustrados. Ahí no
aguanta ni Euclides con sus triángulos. Yo me aburría. Y cuando yo me aburría,
se aburrían todos, claro. Borra la pizarra y desaparece cuanto antes. Hoy salió
mal la clase.
Ya has entendido la parábola. Compartimos responsabilidades. Cuando el
sacerdote que celebra la Eucaristía disfruta con ella, disfrutan todos los
asistentes. Cuando él se apaga, se apagan todos. Si el animador no anima, se
desanima el equipo. Todos queremos hacerlo bien. Pero a todos nos asalta a
veces la rutina, y en nuestra debilidad podemos realizar las acciones más
celestiales con la indiferencia más terrena. De entrada, no hay que asustarse.
Lo importante es caer en la cuenta de la situación, y a eso puede ayudar la
sinceridad de un correo electrónico que me despierta. Una vez que caemos en
la cuenta, anotamos, reflexionamos, enmendamos. La observación ayuda, y la
experiencia acompaña. Hay que recoger datos antes de proceder al diagnóstico.
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Se me ocurre una idea traviesa y casi irrespetuosa, pero en el fondo
consoladora, al tratar del delicado tema de nuestra atención en los actos de
culto. Seguro que José y María llevaban a Jesús todos los sábados a la sinagoga
desde muy pequeño, como lo llevaron al Templo de Jerusalén en cuanto llegó a
la edad para ello. Y probablemente los niños judíos se aburrían en la sinagoga
los sábados tanto como los niños cristianos se aburren en la iglesia los
domingos. No suelen disfrutar mucho los niños de la liturgia. Tampoco era
Jesús el único pequeño en la sinagoga, y ya habría gestos y guiños y risas y
carreras por el suelo sagrado entre pequeños asistentes. Y quizá también se
quedaba a veces Jesús dormido en brazos de su Madre mientras el rabino de
turno explicaba escriturísticamente a los profetas. Cuando Jesús mismo se
presentó más tarde en la sinagoga de Nazaret como maestro, cuenta san Lucas
que «le entregaron el rollo del profeta Isaías, lo desenrolló, leyó, lo volvió a
enrollar y se lo devolvió al sacristán» (Lucas 4,17-20). Mucho rollo, que dirían
los jóvenes. Es posible que Jesús, de pequeño, también se aburriera los sábados
en la sinagoga. Habría que preguntárselo a su Madre.
¿Qué dijo el rabino en la sinagoga esta mañana?
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Del siglo XIV
HE asistido a una solemne concelebración. Todo muy digno y muy devoto. Al
salir, le he dicho por lo bajo al compañero de al lado: «¿Te has fijado? El
celebrante ha hablado todo el rato en "La bemol". Hasta el sermón». Sonrió.
Sonrisa de cómplice. Porque él también lo había notado. El sacerdote que
presidía la concelebración, y rezó y recitó y predicó y exhortó, lo hizo todo
muy bien y muy dignamente, pero lo hizo todo el rato en La bemol. No cambió
el tono. Ni una nota para arriba ni una nota para abajo. Ni un semitono. Ni que
llevara diapasón. Añadí: «Además, todo el rato en corcheas». La misma
separación de una sílaba a otra, de una palabra a otra, desde el principio hasta el
final. Ni acelerarse por la emoción ni demorarse por la reflexión. Ni una
semifusa. Ni un calderón. Compás de compasillo. La Canción del Olvido.
Un amigo mío jesuita vino a Madrid desde la India, y lo llevé a ver Toledo.
Visitamos juntos la catedral. Era domingo, y nos quedamos a la Misa. Hubo
sermón sobre el evangelio del día, que eran tres parábolas: el tesoro escondido
en el campo, la perla de gran valor y la red de peces de todas clases que había
que separar. Buena exégesis. Clara doctrina. Aplicaciones prácticas. Todo muy
bien. Al salir, mi amigo, que sabía bastante castellano y había seguido el
sermón, me dijo: «¿Me has dicho que esta catedral se hizo en el siglo XIV?
Pues ese sermón también. Pudo haberse predicado exactamente igual el día de
la consagración de la catedral hace todos esos siglos, porque no había en él ni
una sola referencia a nuestros tiempos, a la actualidad de hoy, a la Iglesia viva.
¡A buen sitio me has traído...!». Le consolé con unos mazapanes de Santo
Tomé. Calle Santo Tomé, 3. Le encantaron.
Otro venerable compañero jesuita se sentó cansino en frente de mí en la
cena un día y me dijo: ¿Sabes cuántas Misas he dicho hoy, Carlos?
-¿Tres?
-Cinco.
-¿Cinco?
-Sí. Una en el convento al que voy todos los días; otra en otro convento que
se había quedado sin capellán y me han llamado las monjas; otra que me
pidió el padre de la misa de 12 que le supliera; otra porque he tenido que
casar a una sobrina mía; y ,¡hora la misa de comunidad, que nos tocaba hoy
todos juntos. En ésta ya me he quedado sentado en el último banco de la
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capilla, porque no podía más.
- Que descanses un poco, Ignacio.
Yo creí entonces que había oído el límite de Misas celebradas por un mismo
sacerdote en un día. Pero a los pocos días recibí un correo electrónico de
alguien que se identificaba como un joven sacerdote mexicano y que me decía:
«Hoy es domingo y me siento un rato a comunicarme con usted. Me va
servir de descanso. Sabrá usted que hoy, domingo, he celebrado once
veces la Eucaristía en once sitios diferentes. Somos pocos sacerdotes en
mi diócesis y procuramos llegar a las más parroquias posibles los
domingos. Pero le confieso que cansa un poco».
No le pregunté si había repetido once veces la misma homilía. Respeto y
delicadeza ante todo, y comprensión y cariño. Pero algo hay aquí que no
encaja. Y no se trata sólo de la crisis en el número de sacerdotes y las
propuestas de ampliar la ordenación sacerdotal a hombres casados o aun a
mujeres, que son cuestiones enteramente distintas que no entran aquí. Aquí
tratamos de la misma Misa celebrada con frecuencia, que puede llevar a la
rutina y que, en su dignidad y profundidad, reclama atención y devoción en
cualquier circunstancia y en todo momento. Es lo que queremos estudiar y
mejorar. Y ya se nos van concretando las ideas. La Eucaristía como acto de
culto ha dominado la práctica cristiana y se antepone justamente a todo lo
demás, apoyada por la dedicación de los sacerdotes y la devoción de los fieles.
Pero ya sospechamos que la Eucaristía es muchísimo más que un acto de culto;
y según vayamos descubriendo su sentido, iremos también enriqueciendo su
práctica.
Sigo con indicios semejantes, esta vez con un toque de humor. Tuve el
privilegio y el consuelo de celebrar con frecuencia la Eucaristía para mi madre
en su vejez, durante años antes de su muerte, cosa que hacía con tanta alegría
como devoción con ella y otros miembros de la familia que asistían en su casa.
De ordinario, teníamos la Eucaristía antes del almuerzo al mediodía, cosa que
nos venía bien a todos, y la celebración doméstica unía la soberanía del
sacramento a la intimidad de la familia. Un día, iba yo a estar ocupado durante
la mañana y le dije temprano: «Madre, ¿te importaría que hoy dijéramos la
Misa un poco antes, por ejemplo a las 10, porque luego yo estaré ocupado el
resto de la mañana?» La santa mujer, que andaba ya por los 100 años, me dijo
alegremente: «No, hijo mío, no hay problema ninguno. Tenemos la misa ahora
enseguida, cuando tú quieras. Mira, mejor así todavía: así ya nos la quitamos de
encima».
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«Nos la quitamos de encima». La buena mujer había asistido a la santa Misa
todos los días de su vida con devoción y fidelidad, madrugando con
clcspertador, caminando con frío o con lluvia hasta la iglesia más próxima,
comulgando con fervor, considerando la Eucaristía justamente como el acto
más importante del día, apreciando su valor y atesorando su memoria. Estaba
acostumbrada a ella, no se encontraba sin ella, le faltaba algo al día si no
empezaba con la Misa, se sentía culpable si por descuido o por pereza o por
indisposición se la perdía algún día. Costumbre inmemorial. Compromiso real.
Obligación. Compulsión. Hay algo muy noble en que la Eucaristía se haga tan
parte de la vida que nos desasosiegue el día que nos quedamos sin ella. Y hay
algo también un poco triste en que la Misa por ese mismo conducto llegue a ser
algo que hay que «quitarse de encima» para poder acceder con tranquilidad al
resto del día. ¿Qué compromisos tendría mi buena madre a los cien años, qué
obligaciones y citas y actividades la esperaban durante el día que tenía que
despejar las horas y liberarse de responsabilidades para estar disponible?
Ninguna. Solo era el hábito, la necesidad, el escrúpulo, el sentido de culpa. Un
amigo mío me decía que rezaba el rosario todos los días, pero de vez en cuando
lo dejaba «para no acostumbrarse». Puede ser un sabio consejo.
Con frecuencia se hacen esfuerzos muy dignos de estima para animar la
ceremonia. Todo lo que se haga con ese fin merece aprecio y apoyo, pues
ayuda a dar vida a lo que todos queremos que tenga la mayor vida posible. Pero
la animación verdadera viene de dentro y no de elementos añadidos de fuera.
Guitarras y acordeones traen melodía a la liturgia, y tambores y panderetas
marcan ritmos para la generación joven de los gestos y los movimientos, pero
los decibelios no son la solución para la Eucaristía. Los cánticos ayudan
muchísimo, pero hace falta cierta dirección y práctica y cooperación conjunta y
decidida de todos los asistentes para que alcancen todo su valor. Voz y melodía
y fuerza y compás. Un tímido murmullo tibiamente sinfónico entre bancos
dispersos no hace liturgia. No hace mucho, un grupo amigo de unas veinte
personas ya entradas en años tuvimos una Eucaristía conjunta, y alguien
atrevidamente entonó el primer compás de un canto religioso bien conocido.
Todos generosamente nos lanzamos al reto, aunque no andábamos muy seguros
de las notas. Había buena voluntad, pero oídos y gargantas no estaban a la
altura de los buenos deseos. Cantamos a voces. Es decir, que, si éramos veinte
personas, eran veinte voces distintas, cada una con su partitura. O falta de ella.
Desafinamos a gusto. Al menos nos reímos con ganas ante el resultado poco
armónico, y eso sí ayudó a animar la celebración. Decidimos que la próxima
vez habría que tener un ensayo de música previo.
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La música sacra ha sido una de las manifestaciones de arte más bellas y
profundas del sentimiento y el talento humanos. Desde el canto gregoriano
hasta la Misa Solemne de Beethoven, la mejor música ha acompañado y
resaltado siempre la emoción más digna y el pensamiento más hondo del ser
humano sobre la tierra. Las Cantatas de Bach son acompañamiento para la
Misa. Ahora han quedado más para programas de conciertos sinfónicos. Pero
también la música, aun la mejor música, puede distraer en vez de ayudar.
Cuando Bach estrenó su Pasión según San Juan en la Nikolaikirche de Leipzig,
el Viernes Santo de 1724, hubo admiración y hubo protestas. Esto escribe
Stephen Rose en las notas a la Pasión según San Juan de Bach para un
concierto en la Semana Religiosa de Cuenca el Martes Santo de 2008:
«A principios del siglo XVIII era muy polémico escribir una música para
la Pasión en estilo operístico. Si bien algunos defendían que el estilo
operístico permitía a los compositores expresar las emociones de la
Pasión, otros luteranos preferían los viejos estilos, tales como el motete,
que transmitían solemnidad y devoción con moderación y recato. Las
opiniones polarizadas que brotaban de obras similares a la Pasión según
San Juan pueden verse claramente en estos dos testimonios de la época.
Gottfried Ephraim Scheibel (1721) decía a su favor que el estilo
operístico era una manera de atraer mucha gente a la iglesia, refiriéndose
a su propia experiencia un Viernes Santo:
"Si hubiera sido sólo por el pastor y por la narración, seguro que no
habría venido a la iglesia tanta gente y tan puntual. No venían por el
pastor, sino por la música. El texto no es más que el relato de los
sufrimientos de Cristo en los evangelios, y sin embargo yo estaba
maravillado al ver la atención con que la gente escuchaba la
conmovedora música. Aunque el oficio duró más de cuatro horas, todos
y cada uno permanecieron en su sitio hasta que finalizó por completo"».
Por el contrario, Christian Gerber (1732) fue un acérrimo adversario de la
música eclesiástica elaborada, y manifestó su oposición a las innovaciones de
los compositores como Bach:
«"Por desgracia, poco a poco se ha ido cambiando el estilo tradicional
del canto en la iglesia, y así la historia de la Pasión, que antiguamente se
cantaba en simple canto llano, humilde y reverente, ha empezado a
cantarse con toda clase de instrumentos de cuerda y de viento y según la
moda más complicada. Cuando esta moderna música de la Pasión fue
ejecutada por primera vez en una de nuestras grandes ciudades con doce
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violines, muchos oboes, fagotes y otros instrumentos, muchos recibieron
un duro golpe y no sabían qué hacer. Varios nobles y damas que estaban
sentados en el banco de una familia ilustre cantaron el primer himno del
libro de la Pasión con gran devoción; pero cuando empezó esta música
teatral, un gran asombro se apoderó de toda esta gente, se miraron los
unos a los otros con extrañeza y desagrado y comenzaron a decir: `Que
Dios nos guarde, es como si uno estuviera en la ópera o en el teatro'.
Todos desaprobaron firmemente la música e interpusieron justificadas
quejas.
Pero, por supuesto, también había algunos espíritus que encontraban
placer en tales aberraciones, especialmente aquellos que poseen un
carácter ligero y son propensos a la voluptuosidad"».
No se sabe muy bien a qué ejecuciones en concreto se referían Gerber y
Scheibel, pero sus anécdotas nos dan una idea de las diferentes maneras en que
la congregación de Bach respondió a la Pasión según San Juan en su tiempo».
La música, la pintura, la arquitectura y la literatura han florecido en torno a
la religión en todos los tiempos, se han nutrido de su inspiración y, a su vez,
han enriquecido la tradición religiosa con su expresión, su sentimiento, su arte.
Pero hay ocasiones en que el arte cuenta más que la devoción. No hace mucho,
vi la Misa de la Coronación de Mozart anunciada en una parroquia de Madrid
para su Misa solemne del siguiente domingo. Asistí y disfruté tanto musical
como espiritualmente. La iglesia estaba llena a rebosar de gente en los bancos y
de pie en las naves. Pero muy pocos comulgaron. Por lo visto, la mayoría había
acudido sólo por Mozart. La entrada era gratis.
El obispo de Ahmedabad, en la India, que me ordenó a mí sacerdote, no
tenía catedral cuando lo consagraron obispo. Un día que celebraba Misa en un
pueblo en la calle entre dos filas de casas, unos monos que querían pasar de un
tejado a otro decidieron usar la cabeza del obispo -llamativa y atractiva con su
solideo colorado- como punto de apoyo en su trayectoria, y fueron aterrizando
uno tras otro por un momento en el cráneo episcopal como trampolín para
saltar de tejado en tejado. El buen obispo no levantó la cabeza, y al final
preguntó quién le había estado tocando por encima durante el canon de la Misa.
Se rió cuando se lo contaron, y refirió la anécdota en su viaje a América para
recaudar fondos, con lo que divirtió a los oyentes y consiguió lo suficiente para
edificar su catedral. Luego decía que le habían edificado la catedral los monos.
No era una catedral gótica, pero al menos protegía de los monos.
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La historia tiene una segunda parte. El día de la solemne inauguración de la
catedral, el señor obispo comenzó la misa solemne haciendo la señal de la cruz:
«En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»; pero le pareció que el
micrófono no funcionaba. De hecho, sí que funcionaba, pero él creyó que no, y
se volvió al sacristán y le dijo: «Algo anda mal con este micrófono». A lo que
la multitud que llenaba la catedral contestó en solemne unísono: «¡Y con tu
espíritu!»
Daba un poco que pensar. Los fieles que llenaban la catedral contestaron lo
que siempre contestaban a lo que el celebrante siempre les decía. Imaginaron
que habían oído «El Señor esté con vosotros» y contestaron como siempre: «Y
con tu espíritu». Reflejo instintivo. Nadie oyó las palabras; es decir, todos las
oyeron, pero nadie las escuchó. Lo que en su origen era un saludo («El Señor
esté (o "está", según la moda) con vosotros») ha dejado de serlo por la
repetición y se convierte en fórmula oída que evoca otra fórmula aprendida. Oír
sin escuchar. Es el peligro cuando se oye la misma cosa muchas veces. Algo
anda mal con tu espíritu.
Por otro lado, tampoco vale un fervor exagerado y artificialmente sostenido.
Un maestro de espíritu en mi juventud nos decía con acento trabajado y
convicción elaborada: «Yo no leo el periódico. Me basta con la noticia más
importante del día. La noticia más importante del día para mí es que yo he
dicho Misa por la mañana. Es la única que cuenta. Todo lo demás no importa.
Por eso nunca leo el periódico. No me hace falta». Muy sentido, querido y
recordado padre Ibiricu, muy edificante, y recuerdo con nostalgia que yo me
enfervorizaba al oírle a usted y me animaba a imitarle y a centrarme en la
Eucaristía y olvidarme de todo lo demás. Pero he vivido muchos años desde
entonces y veo que esas exageraciones no resultan. Más bien son
contraproducentes a la larga. Cada cosa en su sitio. La Euca-ristía es el centro
del día, pero el día se extiende en lugares y situaciones y sucesos y personas. Y
hay que leer los periódicos.
Más me vale la sinceridad con que el padre Manuel Díaz Mateos comienza
su acertado libro El sacramento del pan»
«He podido ver que en el pueblo cristiano coexisten por un lado un hambre
genuina de Dios, de su palabra y de su presencia, y por otro un aburrimiento
radical ante la celebración central de la fe que es la Eucaristía, y una desazón
incómoda por no saber exactamente de qué se trata, degenerando todo eso en
una práctica vivida, la mayoría de las veces, como carga que se arrastra.
Coexisten en nuestro pueblo creyente el hambre de Dios y el peso de una
15
tradición de la práctica religiosa muy marcada por el miedo, el moralismo, la
obligación o la rutina. La fidelidad a los ritos no parece afectar para nada a la
forma de vivir». (p. 11)
«Carga que se arrastra», «desazón incómoda», «aburrimiento radical». Son
palabras fuertes, pero justas. Ya no es sólo mi apreciada corresponsal de
correo electrónico en su e-mail, sino el profesor de (cología en su libro quien
habla del aburrimiento en la Misa. Y con mayor autoridad aún y la misma
claridad habló el mismísimo Sínodo de la Eucaristía del año 2005 de la crisis
en que nos encontramos. Cito de la crónica de las sesiones:
«El arzobispo Patrick Foley, presidente del Consejo Pontificio de
Comunicaciones Sociales, afirmó que "el problema más acuciante es la
crisis en la asistencia a Misa en Occidente, que se sitúa en torno al 5 por
ciento en Francia o en España".
El veterano cardenal Francis Arinze, de Nigeria, fue todavía más
claro al lamentar que "la mayoría de los católicos no viene a Misa;
muchos de los que vienen, no comulgan, y muchos de los que comulgan
no se confiesan; y nadie parece entender nada de lo que sucede en el
altar". Más que de un problema, se trata ya de una crisis de fe»
(14.10.2005).
Crisis de fe. Todos vivimos la situación y todos queremos revitalizar la vida
eucarística de la Iglesia. Tratemos de entender algo de «lo que sucede en el
altar». Entender lo que hacemos nos ayudará a dar vida a lo que ya tenemos.
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Haced esto en memoria mía
Mi profesor en la asignatura De Sacramentis en el Seminario de Pune en la
India, el austriaco padre Hans Staffner, al llegar al tratado de la Eucaristía, nos
preguntaba, no sin cierta malicia pedagógica, qué quería decir la palabra «esto»
en la frase de Jesús el Jueves Santo en el Cenáculo: «Haced esto en memoria
mía». Alguien contestaba que «celebrar la Eucaristía» o «decir Misa», pero al
oírlo quedaba claro que esas expresiones no se usaban todavía en tiempo de
Jesús. Había que pensar algo más. Se hacía el silencio escolar en el aula y, al
fin, nuestro profesor abría la Biblia y nos leía reposadamente el texto del
evangelio:
«Llegó el día de Los Ázimos, en el que se había de inmolar el cordero
de Pascua; y Jesús envió a Pedro y a Juan, diciendo: "Id y preparadnos
la Pascua para que la comamos". Ellos le dijeron: "¿Dónde quieres que
la preparemos?" Les respondió: "Cuando entréis en la ciudad, os saldrá
al paso un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle hasta la casa
en que entre, y diréis al dueño de la casa: `El Maestro te dice: ¿Dónde
está la sala donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?' Él os
enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta; haced allí los
preparativos".
Fueron y lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la
Pascua. Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les
dijo: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de
padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su
cumplimiento en el Reino de Dios". Y tomando una copa, dio gracias y
dijo: "Tomad esto y repartidlo entre vosotros; porque os digo que, a
partir de este momento, no beberé del producto de la vid hasta que
llegue el Reino de Dios".
Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: "Esto es mi
cuerpo, que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo
mío". De igual modo, después de cenar, el cáliz, diciendo: "Este cáliz es
la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros"»
(Lucas 22,7-20)
Jesús envió a Pedro y a Juan «a preparar la Pascua», y allí «comieron la
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Pascua» todos juntos. Lo que Jesús hizo en el Cenáculo el Jueves Santo fue
celebrar la Pascua, y eso es lo que significó al encargarles al final, «haced esto
en memoria mía».
Esto. La Pascua. «Celebrad la Pascua en mi memoria». Los judíos
conmemoraban su salida de Egipto como su fiesta más solemne, su liberación,
su nacimiento como nación, su consagración como pueblo de Dios, su
peregrinación a la Tierra Prometida, su identidad, su historia. La celebraban
todos los años el día 15 del mes de nisán (el primer plenilunio de la primavera).
Todos los años. Una vez al año. La Pascua judía. Y Jesús ahora les está
diciendo a sus discípulos en su último encuentro antes de morir: «De ahora en
adelante, celebraréis la Pascua en memoria mía. Esta celebración de la
liberación de Egipto, señalada por la sangre del cordero en los dinteles de
vuestras puertas, pasará a ser la celebración de la liberación del pecado por mi
sangre derramada en la cruz». La nueva Pascua. La Pascua cristiana. La Nueva
Alianza. La Nueva Ley. Eso era lo que «esto» quería decir: «Celebraréis la
Pascua en memoria mía». En adelante, cuando os reunáis cada año en el día 15
del mes de nisán, lo haréis en memoria mía, os acordaréis de mí, de mi vida y
de mi muerte, y el Pan y el Vino de vuestra Cena en común serán mi Cuerpo y
mi Sangre entregados en ese día por vosotros. «Haced esto en memoria mía».
La Pascua cristiana. La mayor fiesta del calendario. Una vez al año. Para
siempre.
El fervor de los primeros cristianos recibió con entusiasmo la encomienda de
Jesús, y pronto llevó, en su celo y en su fe, la fiesta anual a la práctica
dominical. Tenemos bien temprano testimonio de ello en varios escritos del
Nuevo Testamento:
«El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la fracción
del pan, Pablo, que pensaba marchar al día siguiente, conversaba con
ellos y alargaba la charla hasta la media noche» (Hechos 20,7).
«Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros reserve en su casa
lo que haya podido ahorrar, de modo que no se hagan las colectas
cuando llegue yo ahí" (1 Corintios 16,2)
«Yo, Juan, vuestro hermano y compañero de la tribulación, del reino y
de la paciencia en el sufrimiento en Jesús, me encontraba en la isla
llamada Patmos, a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús.
Caí en éxtasis un día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz como de
trompeta que decía "Escribe en un libro lo que veas y envíalo a las siete
18
Iglesias"» (Apocalipsis 1,9-10).
El primer día de la semana. El día del Señor. El domingo. La Didajé, o
Doctrina de los Doce Apóstoles, de finales del siglo 1, habla también de El Día
del Señor.
«En el Día del Señor reuníos, partid el pan y haced la Eucaristía después
de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea
puro» (Capítulo 14)
El Día del Señor. La gran fiesta cristiana. La reunión semanal de la Iglesia
para su unión, su renovación, su vida. Y en ella, como centro y alma, la
memoria de Jesús en su sacrificio por nosotros. La Eucaristía. Nada ha
contribuido más a la formación del pueblo cristiano y a la vida de la Iglesia a
través de los siglos que la reunión eucarística de los domingos en cada
parroquia, en cada iglesia, en cada país, en todo el mundo, en toda la historia,
en fidelidad continuada a la celebración del Pan y la Palabra para formación y
sustento del pueblo cristiano en su peregrinación por la historia del género
humano. Y no bastan, como estamos aprendiendo por experiencia,
celebraciones litúrgicas laicas, muy dignas y útiles y necesarias en sus lecturas
bíblicas y oraciones comunes y exhortaciones mutuas, pero faltas del núcleo
esencial de la Eucaristía sacramental de manos del sacerdote. No llenan el
espacio.
Siguió la historia, y a su tiempo también, en monasterios y conventos, con la
facilidad de celebrantes y el fervor de los monjes, se dio un paso más y pronto
se pasó de la Misa dominical a la Misa diaria, puntal de la vida religiosa, cita
conventual, amanecer del día monacal, esplendor de la liturgia, escuela de
canto gregoriano, púlpito de predicadores, tesoro de piedad. Y de los
monasterios a la parroquia, y de los monjes a los feligreses. En nuestros días
pasó a definirse al buen católico practicante como «de comunión diaria».
Gracia y privilegio de cercanía inmediata y frecuencia repetida, que han
formado a generaciones de católicos en su fe y sustentado a la Iglesia en su
caminar. No se concibe la vida de la Iglesia sin la Eucaristía siempre presente y
siempre activa en medio de la congregación y en medio del alma cristiana.
Bendición de vida.
Recibimos agradecidos la bendición, pero reconocemos humildemente su
peso sobre nuestros débiles hombros. Una celebración semanal, y más aún
diaria, conlleva una responsabilidad de fondo y una capacidad de respuesta que
no siempre están al alcance de nuestras limitadas facultades. La repetición
19
engendra rutina. La cercanía oscurece la perspectiva. La facilidad rebaja la
ilusión. Se pierde vitalidad. Se pierde profundidad. Se pierde vida. Ésa es la
situación que ahora nos esforzamos por mejorar con fe y con esperanza.
La sagrada comunión es la experiencia más profunda en la práctica cristiana.
No hay nada más íntimo, más emotivo, más consolador que el encuentro
personal con Cristo en fe y alegría, de persona a persona, de corazón a corazón,
casi cara a cara en acatamiento y reverencia, desde la Primera Comunión en la
niñez hasta el Viático en lecho de muerte, prueba de amistad, prenda de amor,
vínculo de vida. Todos hemos vivido la felicidad de esos valiosos momentos en
los que todo palidece ante el contacto directo del alma con Dios, en el misterio
de la mejor amistad humana y el mejor amor divino. Todo católico recuerda
con memoria agradecida tales encuentros celestiales en su vida y los atesora
como cumbres de devoción en su vida de fe.
Pero también, cuando el encuentro tiene lugar a diario, cuando la cita está
anotada en el horario del día, cuando el sacramento se hace costumbre, el
evento pierde su encanto, y la reunión diaria se hace rutina diaria. Se repiten los
actos de fe y se recitan bellas oraciones, pero el sentimiento decrece y el fervor
se enfría. Es ley humana. El ritual de la audiencia diaria con el Rey apaga la
emoción del privilegio sublime.
Aquí nos espera una consideración más profunda. El cristianismo es la única
religión basada en el amor personal a Dios, y ése es, al mismo tiempo, su más
elevado logro y su mayor peligro. Cito de mi libro «El secreto de Oriente», p.
20, ya que no he visto el tema expuesto en ninguna parte:
«La espiritualidad cristiana es la única que se basa en el amor directo y
personal a Dios mismo como centro y eje de toda su teoría y su práctica. El
judaísmo tiene el precepto "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma, y con todas tus fuerzas" (Deuteronomio 6,5), pero los hebreos de
la Biblia temían a Yahvé más que lo amaban. El hinduismo tiene El Camino del
Amor (Bhakti Marga), que es de gran belleza y popularidad, pero que cede en
dignidad ante El Camino del Conocimiento (Gnana Marga), y en universalidad
ante El Camino de la Acción (Karma Marga). El Islam tiene a los sufíes, pero
son eso, sufíes, no son el pueblo, para quien cuenta más la adoración de Dios y
el acatamiento de su voluntad que el amor personal y emocional hacia él. Los
budistas no aman al Buda, ni los jainistas a Mahavir o los parsis a Zoroastro o a
Ahura-Mazda. Como tampoco amaban los griegos a Zeus, los romanos a
Júpiter, los egipcios a Akenathon, los aztecas a Tezkatlipeca, Ketzalkoatl o a
Uitzilópochtli, o los incas al Sol y a la Luna, por más que les erigieran
20
pirámides. El cristianismo, con la encarnación de Jesús, es el que hace del amor
de Dios el centro y la esencia de la teoría y la práctica de la religión para todos
y para siempre. "Éste es el mayor y el primer mandamiento" (Mateo 22,38). Y
así lo ha entendido y practicado siempre la tradición cristiana. Nos enorgullece
repetir que el cristianismo -a diferencia de otras religiones- no es una doctrina,
sino una persona; y esa persona, que es Jesús, es el centro de nuestro amor y de
nuestra vida.
Eso tiene consecuencias importantes, en las que no han reparado mucho los
maestros de espiritualidad ni los investigadores de las religiones comparadas, y
que sin embargo aquí nos interesan muy de cerca, ya que vivimos a fondo
nuestra cultura cristiana en nuestros principios, actitudes y motivación. El amor
es el motor más potente de la humanidad y, una vez establecido como centro de
la religión, da una fuerza incomparable a la fe y a la práctica religiosa, enciende
la devoción, calienta el fervor, da alegría, comunica energía y actúa con todo el
poder del corazón humano en entrega total y fidelidad heroica hasta la muerte.
El amor engendra el entusiasmo, facilita la obediencia, alienta la esperanza,
propicia la expansión y lleva al misticismo, al éxtasis, a la virginidad y al
martirio. No hay fuerza sobre la faz de la tierra como el amor, y el amor de
Dios se declara y llega a ser el amor de los amores. Todo eso lo hemos visto y
hemos vivido humildemente. Ésa es nuestra historia y ésa es nuestra biografía.
Pero el amor como centro de la práctica religiosa también tiene su
contrapartida negativa, y hay que reconocerla, aunque no suela hacerse. El
amor sobre la tierra siempre será amor humano -por divino que sea- y, como
tal, siempre irá acompañado de sentimiento y estará sujeto a las vicisitudes y
las etapas y las fases inevitables del amor humano en toda su grandeza y en
toda su pequeñez. Esas fases son el descubrimiento, el enamoramiento, el
acercamiento, el entusiasmo, el matrimonio, la luna de miel, la meseta afectiva,
el enfriamiento gradual, los roces y, con frecuencia, la crisis. El ciclo puede
repetirse si no ha habido ruptura, y se vuelve al reencuentro emocional y a la
reconciliación personal..., para volver luego otra vez al distanciamiento
ocasional. El primer fervor no permanece para siempre. La misma intensidad
del sentimiento más fuerte del corazón humano hace que no pueda mantenerse
siempre al rojo vivo. Las temperaturas suben y bajan. Y todos lo sabemos. Ésta
es la limitación humana del «primer y mayor mandamiento». «Amarás a Dios
sobre todas las cosas». A pesar de toda nuestra buena voluntad, no siempre lo
sentimos así. Aunque no nos guste confesarlo.
Es verdad que el amor debe estar por encima de las emociones, que no es
sólo sentimiento, que «obras son amores, y no buenas razones», pero también
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es verdad que las buenas razones; las emociones, el sentimiento, y el afecto
forman parte, a su vez, de la experiencia del amor tal como lo conocemos y lo
vivimos, tanto entre humanos como hacia Dios. Y ese nivel afectivo no está
siempre a la misma altura. De hecho, baja con el tiempo y se debilita con la
edad. Siempre ha sido y siempre será así, en santos y en pecadores, y eso no es
ni vicio ni virtud, sino el modo de latir del corazón humano. Los mártires
mueren fervientes en su juventud, mientras que los doctores de la Iglesia se
aburren un poquillo en su vejez. Ése es el punto débil del gran mandamiento.
Aunque eso no lo suelen advertir los catecismos.
Nadie hubiera sospechado que la Madre Teresa se pasó la mayor
parte de su vida sumida en oscura crisis de fe sentida y devoción
sensible, con aridez en la oración y dudas en la fe, lejos de todo soporte
afectivo en su vida de entrega heroica al servicio de los más pobres en
nombre de Cristo. Un controvertido libro con algunas de sus cartas a sus
directores espirituales, publicado después de su muerte, sacudió a los
lectores con la revelación de su agonía espiritual. El libro fue recibido
con reserva, se dejó de lado, se olvidó pronto. Cuando se llega a
mencionar la prueba por la que pasó la Madre Teresa, se le llama "la
noche oscura del alma" en la terminología de San Juan de la Cruz para
los estados místicos de los santos en sus altas pruebas de fe. Bien
pensado, las dos expresiones -"la noche oscura del alma" y "me aburro
en Misa"- quieren decir lo mismo y se refieren al mismo estado del alma,
sólo que una, "la noche oscura del alma", se dice de los santos, y la otra,
"me aburro en Misa", se dice de los "pecadores". La oscuridad del alma
es la misma para ambos.
El amor de Dios es nuestro más alto privilegio, la característica que
nos define, la base de nuestra fe; pero es al mismo tiempo nuestro mayor
desafío, peligro, prueba».
Toda esta consideración sobre el amor de Dios como base de nuestra vida
religiosa se aplica, con mayor urgencia todavía, a la celebración de la Eucaristía
como base de nuestra vida diaria. Cuando un grupo de sacerdotes amigos
celebramos nuestras bodas de oro como sacerdotes, un sacerdote algo más
joven que ocupaba un puesto elevado en el superiorato, nos exhortó en la
concelebración eucarística a que «renovásemos en nuestra vejez ante el altar las
mociones y emociones espirituales que habíamos sentido en nuestras primeras
Misas en nuestra juventud». Le felicitamos por su bello sermón, pero nos
sonreímos un poco entre nosotros. Sólo 50 años de diferencia. Con el número
de Misas celebradas en todos esos años calculadas algebraicamente y expuestas
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públicamente para nuestro consuelo en la ocasión. Alguien dijo que era como
decirle a una pareja felizmente casada en sus bodas de oro que renovase
entonces los sentimientos de su luna de miel hacía 50 años. No del todo lo
mismo, desde luego. Aun en el mejor de los matrimonios.
La Santa Misa es la cumbre de nuestra experiencia cristiana sobre la tierra, y
es al mismo tiempo la prueba más severa de nuestra fe, nuestra devoción,
nuestra capacidad de renovarnos en espíritu e imaginación para bien nuestro y
el de muchos a nuestro alrededor. Ésta es nuestra tarea.
23
¿Misa o Eucaristía?
TODOS hacemos esfuerzos para, de alguna manera, actualizar la celebración
eucarística, establecer contacto, revitalizar el misterio. Mirar a los ojos, saludar
a conocidos, cambiar fórmulas, improvisar oraciones, familiarizar el lenguaje,
introducir lecturas, incorporar noticias, aventurar confidencias... A veces nos
pasamos, y de Roma nos llaman al orden con nuevos documentos de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, y nos
recuerdan que no podemos tocar las reglas ni cambiar las rúbricas ni tomarnos
libertades con los textos sagrados. Son esfuerzos laudables en su intención,
pero a veces contraproducentes en su aplicación.
Me iluminó el artículo de un compañero jesuita que, después de narrar una
experiencia con su abuela muy semejante a la que yo he contado que tuve con
mi madre, refiere también la perplejidad de una monja anciana en la enfermería
del convento ante los esfuerzos litúrgicos de un capellán joven.
«Mi abuela iba a Misa de siete los domingos. Así "se despachaba
pronto" -como ella decía- y, quitado el cuidado, se quedaba tranquila,
lista para empezar el día. Todavía hay quienes, tras la bendición final,
salen de prisa musitando: `Bueno, ya está; una cosa hecha; hemos
cumplido".
Me preguntaba una madre de familia: "¿Qué debo hacer con mis
hijas? Dicen que no les apetece ir a Misa, que llevan muchas oídas y son
un rollo muy aburrido". Le contesté: "Me temo que tus hijas tienen
razón; y, a lo peor, la culpa es nuestra, yo incluido".
Y voló mi imaginación hasta la iglesia de Yamaguchi, en Japón,
donde conocí el caso de una simpática anciana que jamás se perdía la
Misa del domingo. Con kimono de fiesta, subía, pasito a pasito, la
empinada cuesta al hilo del primer repique. Rezumaba 85 años de buen
humor. Sentada en el primer banco, asentía cortésmente tras cada punto
y aparte de la prédica. Pero, concluida la Misa, tras los saludos de rigor
al vecindario, iba a sentarse en un banco del parque, en el entorno de un
templo budista emplazado en la misma colina. "Es que aquí -decía-,
oyendo el canto de los pájaros, se respira mucha paz bajo este arbolado.
En esta calma se encuentra a Dios". Y añadía: "Además, con un rato de
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silencio se le quita a una el cansancio del rosario, la Misa y el sermón".
En la enfermería de un convento de religiosas, el capellán se había
propuesto animar la celebración dominical. Prescindió ese día de la
casulla, se revistió solamente con un alba y la estola en colores de tierras
sureñas que le regalara una ONG. Se sentó en un sencillo taburete a dos
pasos del primer banco y saludó sonriendo: "Buenos días, hermanas; que
el Señor siga estando con nosotros, como lo está continuamente". Y,
dicho esto, comenzó a compartir desde la fe la vida: la de su semana de
ministerios, la del país con sus debates políticos crispados, la del ancho
mundo lleno de problemas que podríamos resolver si quisiéramos
cambiar... Una religiosa anciana en silla de ruedas y con dificultades de
audición se esforzaba en entender, pero se perdía desconcertada. Al fin
preguntó a la acompañante: "¿Qué pasa? ¿Es que hoy no hay Misa?"
Contestó en voz baja la novicia: "No, hermana, lo que hoy tenemos es
una Eucaristía". "¡Ah, bueno...!", repuso la veterana con aire de
resignación.
No es chiste. Sucedió como lo cuento. Da qué pensar» (Juan Masiá,
«¿Despachar la misa o celebrar la eucaristía?: Vida Nueva, 15.10.2005).
El escritor irlandés C.S. Lewis pasó del ateísmo al cristianismo (anglicano) aunque él mismo definió más tarde que el haber sido ateo era más bien que
«estaba molesto con Dios por no existir»- y, al encontrar todo nuevo en la fe,
escribió algunas de las páginas más claras y más simpáticas sobre la postura del
cristiano en la iglesia en sus ceremonias. Sus célebres «Cartas del Diablo a su
Sobrino» (The Screwtape Letters) son, en mi opinión, lo mejor que se ha escrito
sobre discernimiento de espíritus después de san Ignacio de Loyola, y son otras
cartas suyas en las que la carta es tan sólo estilo literario ante un corresponsal
imaginario, las que voy a citar aquí por su contribución original, sincera,
práctica y radicalmente oportuna a la actitud de un cristiano ferviente ante la
liturgia cambiante. Esto es lo que cuenta en la primera de sus «Cartas a
Malcolm - especialmente sobre la oración»:
«Creo que lo que nos toca en la liturgia a nosotros, como laicos, es ante
todo tomar lo que nos dan y aprovecharlo de la mejor manera posible. Y
creo que esto nos resultaría mucho más fácil si lo que nos dan fuera
siempre y en todas partes lo mismo. A juzgar por lo que hacen, son muy
pocos los sacerdotes anglicanos que comparten esta opinión. Más bien,
parece creyeran que pueden atraer a la gente a la iglesia con iluminar,
oscurecer, alargar, acortar, animar, apagar, simplificar, complicar el
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servicio divino. Probablemente es verdad que algún vicario nuevo y
entusiasta logre formar en su parroquia una minoría que esté a favor de
sus innovaciones. La mayoría, estoy convencido, nunca lo estamos. Los
que quedamos - ya que muchos dejan de ir a la iglesia definitivamentesimplemente aguantamos.
¿Quiere esto decir que la mayoría somos "carcas"? Creo que no. Tenemos
una buena razón para ser conservadores. La novedad, por sí misma, sólo tiene
valor como entretenimiento. Y no vamos a la iglesia a entretenernos. Vamos a
tomar parte en el servicio religioso y a beneficiarnos de él. Todo servicio
religioso tiene una estructura de actos y palabras a través de los cuales
recibimos un sacramento, o nos arrepentimos, o rogamos, o adoramos. Y esto
lo hace mejor -si quieres, "funciona" mejor- cuando, gracias a una larga
familiaridad, no tenemos que pensar en ello. Mientras tienes que fijarte en los
pasos y contarlos, no estás bailando, sino solamente aprendiendo a bailar. Un
buen zapato es un zapato que no notas. Una buena lectura se hace posible
cuando no tienes que pensar conscientemente en los ojos, la luz, la letra, o la
ortografía. El servicio perfecto de Iglesia sería uno del que apenas cayéramos
en la cuenta, ya que nuestra atención habría estado totalmente en Dios.
Toda novedad impide eso. Fija nuestra atención en el servicio mismo; y
pensar en adorar es algo distinto de adorar. "Loca idolatría es poner el servicio
antes que a Dios".
Algo peor todavía puede pasar. La novedad puede hacer que nos fijemos, no
ya en la celebración, sino en el celebrante. Ya sabes lo que quiero decir. Por
mucho que uno lo intente, no puede evitar la pregunta: "¿Qué diablos está
tratando de hacer ese hombre ahora?" Eso da al traste con toda devoción. Tiene
excusa aquel que dijo con cierto énfasis: "Desearía se acordaran nuestros
pastores de que el encargo a Pedro fue `Apacienta mis ovejas' y no
`Experimenta con conejos de Indias', y menos todavía `Enséñales nuevos
números de circo a tus perros' ".
Queda claro que mi postura litúrgica viene a reducirse a un ruego en
favor de la continuidad y la uniformidad. Yo puedo arreglarme con casi
cualquier tipo de servicio religioso, con tal de que permanezca constante.
Pero si cada modelo de servicio se retira cuando yo empezaba a sentirme a
gusto en él, no puedo hacer progreso alguno en el arte de adorar. No me dais
la oportunidad de adquirir el hábito -ábito dell'arte.
Y el Tembleque Litúrgico no es fenómeno puramente anglicano. Creo
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haber oído que los católicos están empezando a quejarse de lo mismo...»
(C.S. Lewis, Letters to Malcolm, Chiefly on Prayer, Harcourt Inc., Orlando,
USA 1992, p. 3).
Estas palabras se escribieron hace medio siglo: toda una profecía. Me hizo
sonreír la alusión del final a los católicos. «Creo haber oído que los católicos
están empezando a quejarse de lo mismo...».
«El Tembleque Litúrgico». En inglés lo llama él «The Liturgical Fidget». Algo
nos ha tocado de eso.
Misas sorpresa. Liturgias originales. Celebraciones espectáculo. Protagonismo
del celebrante o del acompañante. El cura rockero. La monja canta-autora.
Oraciones pormenorizadas. Sermones dialogados. «El peligro de que nos
fijemos más en el celebrante que en la celebración». Todo eso oscurece el
misterio. Y el misterio ha de permanecer. Claro que está bien el acercar la
liturgia al pueblo, el haber pasado del latín al castellano, el mirarnos al hablar,
el saludarnos al dar la paz, el cantar, el participar, el recibir la comunión en la
mano. (Aunque el arzobispo secretario de la Congregación para el Culto Divino
y la Disciplina de los Sacramentos, monseñor Malcolm Ranjith, ha dicho
recientemente que al recibir la comunión en la mano «se produce un creciente
debilitamiento de una conducta devota frente al Santísimo, y la Iglesia debería
reconsiderar el permiso para recibirla así»: Vida Nueva, 9 febrero 2008, p. 7).
Bien está todo lo que actualiza, aproxima, anima, comunica, pero no lo que
distrae. Esperamos poder seguir recibiendo la comunión en la mano, pero no
perdamos la reverencia y el misterio.
De los muchos y profundos recuerdos que me han quedado del día de mi
ordenación sacerdotal, hay uno muy especial que he recordado siempre con
emoción y cariño y que he contado y sigo contando a amigos en conversación
privada, y a oyentes en predicación pública. Anécdotas que puntúan la vida. El
protagonista fue un compañero mío jesuita que falleció el año pasado: Ignacio
Zavala Alday. No llegó a celebrar las bodas de oro el 2008 con los cuatro que
quedamos de los siete que nos ordenamos juntos aquel día. Fue la víspera de la
fiesta de la Anunciación, 24 de Marzo de 1958, en la localidad de Anand,
provincia india del Guyarat, de manos del obispo indio Edwino Pinto. Mi
madre había venido de España para acompañarme en el día más esperado de su
vida y más ansiado de la mía. Era también la primera vez que las ordenaciones
sacerdotales se iban a tener en un puesto de misión, pues hasta entonces se
celebraban todas en el mismo teologado donde estudiábamos, dando como
razón que servirían de consuelo a los profesores que tanto trabajaban por
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prepararnos para el sacerdocio y se consolarían viendo subir al altar a quienes
habían adoctrinado en clases y juzgado (y a veces suspendido) en exámenes.
Pero aquel año se pensó que para fomentar las vocaciones sacerdotales
nativas en tierras de misión convendría tener unas ordenaciones en una
parroquia viva, y para nosotros se escogió la de Anand, donde se organizó con
entusiasmo el evento religioso y popular. Hubo que erigir una plataforma en el
campo de fútbol del colegio adjunto a la parroquia, y se construyó atando
firmemente, unas con otras, cientos de grandes latas de leche en polvo
(rectangulares y llenas todavía de leche en polvo) que organizaciones
internacionales enviaban a la India en aquellos tiempos. Algo crujían las latas
mientras los siete candidatos nos desplazábamos litúrgicamente sobre la
improvisada plataforma, pero aguantaron nuestro peso y nuestras emociones.
Que fueron muchas.
Me tocó predicar el sermón, que me fue fácil, pues el evangelio era el de la
fiesta de la Anunciación. Gabriel y María. La embajada divina. La pregunta de
María y la explicación del ángel. La reacción humilde y asombrada de la
Virgen con su pregunta: «¿Cómo puede ser eso?», y la respuesta del ángel: «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la Virtud del Altísimo te cubrirá con su
sombra». El sí de la Virgen. El misterio de la Encarnación, de Dios que se hace
presente, que usa su poder para acercarse más, que hace posible con su gracia
aquello adonde no llega nuestro esfuerzo. El ángel le asegura a María: «Porque
para Dios nada es imposible».
Al acabar la ceremonia, nos retiramos a un lado para desprendernos de los
ornamentos. A mi lado estaba Zavala. Se quitó casulla, estola, alba y amito y
los fue plegando y dejando sobre la mesa. Quedó un momento de pie mirándolo
todo. Entonces volvió sus manos, que quedaron con las palmas hacia arriba y,
mirando alternativamente de una a otra, se preguntó a sí mismo en voz baja y
cargada de asombro y reverencia: «¿Cómo puede ser esto?» Y se quedó
mirándolas.
Fue sólo eso. Se lo dijo a sí mismo, pero yo lo oí. Aquellas manos acababan
de tocar por vez primera la sagrada hostia. El contacto sagrado. La mano recién
consagrada por el óleo del obispo. Manos de sacerdote desde ahora y para
siempre. Para traer a Dios del cielo y perdonar pecados sobre la tierra. Manos
de Cristo. Mis manos. Parecía mentira. Manos para bendecir y para ser besadas.
Manos para tocar a Dios. ¿Cómo puede ser esto?
Todo este sentimiento nacía del hecho de que aquella era la primera vez en la
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vida que tocábamos la sagrada hostia con nuestras manos. Por entonces se
seguía estrictamente la regla de recibir la comunión en la lengua, sin permitir
jamás que los dedos la tocaran. Incluso nos decían que sería pecado. Por eso el
primer roce de la blanca hostia en los dedos recién consagrados tenía ese toque
de misterio, de milagro, de emoción. De puro gozo parecía mentira.
Me imagino que sacerdotes de ahora que han venido recibiendo la comunión
en la mano desde el día de su primera comunión no sienten ningún
estremecimiento especial al tocarla de sacerdotes después de haberla tocado
tantas veces desde niños. Ya están acostumbrados a tocarla. Soy partidario de
recibir la comunión en la mano, pero reconozco que hemos perdido algo de
respeto, reverencia, adoración. Gracias por aquel momento, Ignacio Zavala.
Desde el cielo recordarás lo que yo te contesté entonces a tu lado. Tenía
reciente en mi memoria el evangelio sobre el que yo acababa de predicar. Y
cuando tú te preguntaste a ti mismo: «¿Cómo puede ser esto?», a mí me
resonaron a las palabras de la Virgen al ángel, y te contesté, por lo bajo también
para que las oyeras tú solo, la respuesta del ángel a la Virgen: «El Espíritu
Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra».
Acuérdate que nos miramos. Y nos dimos un abrazo. Los dos teníamos los ojos
húmedos. Yo te besé tus manos, y tú las mías. «Para Dios nada es imposible».
El sabor de aquel íntimo recuerdo en mi alma es tan dulce que me animo a
ofrecer un paralelo con el máximo respeto a la máxima intimidad. En la India
aprendí que la ceremonia central de la boda se llamaba en sánscrito «hastamelap», literalmente, «juntar las manos». Los novios, en la sociedad
tradicional, no se habían tocado nunca. Se conocían y se hablaban, pero no se
habían tocado nunca. Ni siquiera las manos. Su primer contacto se reservaba
para la ceremonia del matrimonio, en la que el «juntar de las manos» constituía
el momento esencial, la «forma» del sacramento, lo que marcaba el matrimonio
ante la ley, que definía que el matrimonio tenía lugar en aquel momento y con
aquel gesto. El novio y la novia se hacían marido y mujer al juntar las manos.
Lo hacían ante el altar del fuego sagrado que ardía en el centro del recinto, en
el momento exacto medido por los astros, calculado cuidadosamente por el
astrólogo, observado atentamente en el reloj en el momento de la ceremonia,
cubiertos ambos por un lienzo bendito mientras el sacerdote brahmán tomaba la
mano derecha de la novia y la colocaba sobre la del novio, las juntaba, las ataba
simbólicamente con una cinta blanca y las mantenía juntas mientras
pronunciaba la bendición. Ése era el momento. El primer contacto. Las manos
juntas. El toque eléctrico. La sacudida anatómica. La intimidad sagrada.
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Me contaban amigos hindúes ya mayores lo que para ellos había significado
en su juventud aquel momento, aquel primer contacto con la mujer de su vida,
aquel gesto sacramental, aquella casta caricia, aquella emoción de sentir su
mano en la suya por vez primera, de tocar sin apretar, de disfrutar sin poseer, de
jurar fidelidad eterna, de dejarse invadir por cariño y entrega, de saberse unidos
de por vida, de ser ya marido y mujer bajo la mirada solemne del sacerdote
oficiante y en la presencia alegre de las dos familias. Aquel sentir sus manos
juntas por primera vez los marcaba a los dos para siempre. Me lo contaron
muchas veces. Y yo les oí con la misma emoción con que ellos me lo contaban.
Hoy se sigue practicando el hasta-melap en la ceremonia de la boda, pero ya
no es el primer contacto. No tiene emoción. No sacude. No marca. No tengo
nada contra una mayor familiaridad en los noviazgos de hoy; al contrario: es
buena y tiene lugar ya también en la India. Solo quiero decir que la emotiva
ceremonia del «juntar las manos» ha perdido su significado. No tiene sentido
juntar las manos cuando ya han estado juntas muchas veces. Aunque se sigue
haciendo ante el fuego sagrado, bajo el paño recatado, y en el momento exacto
marcado por las estrellas en su curso, ha perdido el romance. No es primicia.
También aquí digo que soy partidario de actitudes y prácticas modernas,
como en el caso de la comunión en la mano; pero también recuerdo el valor que
tenían las antiguas. Hay que mantener el equilibrio entre cercanía y distancia,
entre intimidad y reserva, entre familiaridad y respeto. En inglés hay un dicho
bien duro: familiarity breeds contempt. No traduzco.
Cuando yo entré a los 15 años en el noviciado de Loyola, regía todavía en
exclusiva el latín como lengua de la liturgia, pero comenzaban a imprimirse
«misales para fieles» que, en ediciones bilingües latín-castellano, permitían a
todos seguir con mayor o menor sincronicidad en castellano desde los bancos lo
que se iba diciendo en el altar en latín. Aún no eran corrientes, pero a los
novicios nos dieron uno a cada uno y lo atesoramos con ilusión. Pero no puedo
olvidar el comentario que un buen hermano coadjutor, jesuita no sacerdote y ya
anciano, hizo cuando nos vio con nuestros flamantes misales latino-castellanos
en las manos: «¿Cómo van a tener ilusión de decir Misa luego cuando los
ordenen sacerdotes, si ya se la saben toda desde ahora?». Nos hizo reír. Pero
todavía lo recuerdo. Tenía su sabiduría el buen hermano. «Saberse la Misa». A
veces sabemos demasiado.
Cuando, con los años, me ordené de sacerdote, «me sabía la Misa», pero no
me sabía el breviario, y ésa fue una sorpresa litúrgica de primera categoría. El
breviario es La Oración de las Horas que desgrana, desde la salida del sol en
30
Maitines y Laudes, a través de las horas del día (Prima, Tercia, Sexta, Nona),
hasta el ocaso de las Vísperas y el descanso nocturno de las Completas, la
plegaria oficial, tradicional, monacal en labios de sus sacerdotes, felizmente
obligados por regla a recitarla todos los días con fidelidad consagrada.
Recitaciones que, sumadas, vienen a llenar una hora y santifican el día hora a
hora con su inspiración y su mensaje. Descubrir aquel tesoro fue una fiesta para
mí. Aquellos salmos inspirados de David y del Espíritu Santo, aquellas lecturas
de los padres y los sabios y los santos y los doctores de la Iglesia, aquellos
himnos en rítmico latín, aquellos aleluyas y aquellos hosannas... ¡aquello era la
gloria! Cuando me tocó ir a la visita mensual al padre espiritual por aquellos
días, el inglés padre Astbury, de agradecida memoria, exploté nada más
sentarme enfrente de él y le derramé la alegría, el gozo, el entusiasmo, el fervor
artístico y la devoción religiosa del regalo del breviario diario en mi joven
sacerdocio. ¡Aleluya! ¡Hosanna! El buen inglés me oyó con paciencia, resistió
mi embestida con flema británica y me dijo cruelmente al final: «Venga usted
dentro de seis meses y me lo cuenta».
Algo me enfrió también entonces en mis fervores primerizos, junto con
aquella desalentadora experiencia con el padre espiritual, la confidencia de un
compañero norteamericano, el encantador y fiel amigo Carl Dincher, que al
ordenarse sacerdote me dijo en contraste a mis prematuros entusiasmos: «Para
mí el breviario es la mayor penitencia del día. No entiendo nada de lo que digo
en la hora entera que el rezarlo me lleva cada día. Pero tengo que recitarlo
entero». Los norteamericanos no sabían latín, y el breviario entonces era
obligatorio en la lengua oficial. Carga lingüística. Más tarde llegaron las
traducciones, que aliviaron el rezo al principio (a los que sabíamos latín nos lo
empobreció), pero cedieron a la rutina con la misma inexorabilidad que el latín.
No muchos años más tarde, la revista mensual oficial de los jesuitas de la
India para sus miembros, sus amigos, y sus bienhechores, Jivan, publicó un
chiste, con dibujo incluido, en el que un joven sacerdote jesuita le entregaba
alegremente a su padre superior, que en el dibujo llevaba barba, mirada seria y
ceño fruncido, los cuatro tomos de su breviario y le decía: «Tome, padre. Yo no
los uso. Están como nuevos y puede dárselos a quien los necesite». El siguiente
número de la revista publicó varias cartas al editor que censuraban la
publicación del chiste frívolo en una revista de entorno piadoso, aunque nadie
negó su realismo.
El uso desgasta. Aun lo más sagrado cede ante la monotonía de la repetición.
Todos tenemos altos y bajos a lo largo de nuestra práctica religiosa, y nos
arreglamos con ello. Luego, con ocasión de unos ejercicios espirituales, de una
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experiencia insólita, de un libro que nos inspira o de una conversación con un
amigo que nos anima, volvemos a sentir el impulso de la devoción, el fervor de
lo sagrado, el misterio de lo divino. Pero vuelve el ciclo de la rutina, y la mente
se estanca. Es la realidad, y hay que aceptarla con humildad.
Y es más. Esperar que el sacerdote haga algo distinto cada día en el altar,
que sea original, imaginativo, creativo cada vez que dice la Misa, es injusto
tanto para el sacerdote como para la Misa. Ni su formación ni su carácter ni su
carisma capacitan al sacerdote para improvisar algo nuevo cada vez que se
santigua ante sus feligreses. Y la Misa diaria no puede ni debe depender de las
cualidades retóricas o artísticas del sacerdote que la celebra ni del humor en
que se encuentre ese día y a esa hora. Es un sacramento, no un espectáculo. Su
eficacia no depende de los recursos humanos de quien la celebra, sino de la fe
de cuantos se congregan junto al altar. No se trata de que la Misa sea distinta
cada día, sino de que sea la misma. No se trata de innovar, sino de profundizar.
Estoy totalmente de acuerdo con C.S. Lewis. El Tembleque Litúrgico.
Déjame solo con el misterio.
Pero déjame profundizar en el misterio.
32
Del Concilio al Sínodo
Si hablo con claridad del problema, es precisamente porque estoy convencido
de que existe la solución. Más aún, de que ya nos la han dado, solo que no la
hemos puesto en práctica. No la hemos entendido. No la hemos estudiado. Ni
siquiera le hemos prestado atención. El Concilio Vaticano II, en la constitución
Gaudium et Spes, centró su tratado de la Eucaristía en tres palabras: fuente,
cumbre, misión. Las dos primeras son fáciles de entender tanto en la teoría
como en la práctica. Fuente y cumbre. La Eucaristía, siendo presencia real de
Jesús mismo entre nosotros, siendo ofrenda sacrificial de su vida por nuestra
salvación, siendo alimento y bebida de nuestras almas a diario, es,
evidentemente, la fuente de donde mana nuestra fuerza y nuestra energía para
vivir nuestra vida de fe en toda la profundidad de su misterio y en toda la
extensión de nuestra experiencia. Y por la misma razón de la presencia de Jesús
que encarna nuestro más alto ideal como ejemplo de vida, es también la
Eucaristía la cumbre hacia la que se dirigen todos nuestros esfuerzos y nuestra
vida entera sobre la tierra. Fuente y cumbre. Eso lo entendemos fácilmente y,
en la medida de nuestra debilidad, procuramos llevarlo a la práctica fielmente.
El límite de nuestros esfuerzos será siempre nuestra debilidad y nuestra
flaqueza, pero el origen de ese esfuerzo y su propia meta quedan claros y
definidos en fe y en sacramento en la Eucaristía como fuente y cumbre de
nuestra fe y de nuestra conducta.
«Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el
Fin» (Apocalipsis 22,13).
Si Jesús es el principio y el fin en su persona eterna, la Eucaristía es la
fuente y la cumbre de nuestra vida en nuestro acompañamiento terrenal. Eso lo
entendemos, lo agradecemos, lo procuramos hacer realidad en nuestras vidas.
De las tres palabras clave, pues, las dos primeras, fuente y cumbre, quedan
debidamente entendidas. En cambio la tercera, misión, presenta alguna
dificultad. Claro que conocemos la palabra, la apreciamos y la atesoramos
como una de las palabras-icono de nuestra fe en su significado y en su
dignidad. Misión, misionero, misiones populares, misiones entre infieles.
«Missus», en latín, quiere decir «enviado», que en griego es apóstolos, de
donde viene «apóstol». La misión es la esencia del cristianismo.
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«Como el Padre me envió, también yo os envío» (Juan 20,21)
Ésa es la misión. Resumen del evangelio y programa de nuestra vida. Jesús,
el Enviado, nos envía a nosotros, sus discípulos. Allí está todo lo que somos y
queremos ser. La misión, el apostolado, el continuar en nosotros la presencia y
la obra de Jesús sobre la tierra. Misión y evangelio. Lo sabemos y lo
practicamos. Pero ¿qué relación tiene eso con la Eucaristía? ¿Cómo se alinea
misión con fuente y cumbre? ¿Cómo es la Eucaristía misión? Eso no nos lo ha
explicado nadie, ni siquiera el mismo Concilio. El benedictino Godfrey
Diekman, editor de la prestigiosa revista de liturgia Worship, describió así la
situación a raíz del Concilio:
«La constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II ha dado un
gran impulso a la dinámica de la Eucaristía, es decir, al entender la
Eucaristía como misión. Más que ningún otro documento conciliar, nos
ha hecho caer en la cuenta de la urgencia inminente de subrayar esta
dimensión esencial de la Eucaristía como misión. Al ser uno de los
últimos documentos del Concilio, recoge lo mejor de su espíritu y de sus
intervenciones.
Por otra parte, la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la
liturgia, que sufre de haber sido el primer documento del Concilio antes
de los demás que lo siguieron, no toca este punto, y ése es su defecto
principal. Su célebre artículo 10 no nos da la necesaria base teológica
para la misión, que ni siquiera menciona. Afirma que "la Eucaristía es la
cumbre hacia la que toda la actividad de la Iglesia se encamina, al mismo
tiempo que la fuente de donde fluye todo su poder", pero se queda ahí. El
Concilio no desarrolló ni explicó a los fieles la significación de la
Eucaristía como misión, y ése fue su principal fallo litúrgico» (1967
Congress on Theology of Renewal, Vol III, p. 52).
El Sínodo de la Eucaristía, en 2005, rescató en su mismo título la palabra
«misión»: «La Eucaristía, Fuente y Cumbre de la Vida y de la Misión de la
Iglesia». Con eso continúa y profundiza en la línea fundamental del Concilio.
La Eucaristía es la misión. Si no hay misión, no hay Eucaristía. Ése es el
vínculo que hemos de estudiar y la espiritualidad que hemos de desarrollar.
Cómo la Eucaristía nos envía, cómo nos capacita, cómo nos prepara y nos
instruye y nos fortalece cada día para llevar a cabo con fe y entusiasmo las
tareas de las horas y el encargo de la vida. Cómo la Eucaristía es misión.
Sabemos que el nombre tradicional de «Misa» viene de sus últimas palabras
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en rito latino, «Ite, missa est», «Marchad, la Misa ha terminado» o, más
propiamente, «el "envío" está hecho», «la "misión" acaba de tener lugar». La
Misa es la misión. Ahora se trata de extender esa palabra de despedida a todo lo
que ha sucedido antes, que es lo que forma el envío de los cristianos al mundo
cada día. La misión. Oportunamente, el Sínodo de la Eucaristía de 2005, en su
recomendación n. 24 al Papa, sugirió «nuevas fórmulas para el saludo final de
la misa: "Podéis ir en paz" o "Ite, missa est", al que parece faltarle el aspecto de
envío misionero tras la Eucaristía». Eso es lo que queremos entender.
35
La consigna del día
ANTES de la batalla, los soldados reciben de su comandante las instrucciones
detalladas para el combate que va a empezar. Tienen ya su formación
profesional, su entrenamiento repetido, sus ejercicios, sus maniobras, su
experiencia de otros combates y su conocimiento de la guerra actual, pero todo
ello ha de enfocarse sobre la acción inmediata con tácticas concretas y
estrategias personales. Este batallón a esta colina, este destacamento a este
enclave, este misil en esta posición, este carro de combate a esta encrucijada.
Sitio y hora y contacto y despliegue. Años de preparación y días de campaña
concentrados ahora en esta acción concreta sobre el campo de batalla de hoy.
Es el orden del día, la consigna, la arenga. De ahí depende la eficacia del golpe
y la moral de las tropas. El comandante lo sabe y aprovecha ese último contacto
con sus tropas para dirigir su ataque y elevar su moral.
Max Hastings, editor del periódico Evening Standard de Londres, fue antes
uno de los más célebres corresponsales de guerra de nuestro tiempo. Cubrió
(como ellos dicen) once guerras de Vietnam a Biafra, con su último encargo en
Las Malvinas. Allí siguió a las tropas y envió sus crónicas con su efectividad
acostumbrada. De ordinario, el corresponsal de guerra no es admitido a la
reunión para el plan inmediato de ataque justamente antes de entrar en acción,
que se reserva a los oficiales; pero sus méritos y su prestigio le consiguieron
que el coronel Nick Vaus, que después de la guerra ascendió a general, le
permitiera asistir a la orden del día y la consigna antes de la última batalla para
tomar Port Stanley, la capital de Las Malvinas. El coronel le dijo a Max: «Sé
que las tropas están agotadas. Se han arrastrado por fango y hielo todas estas
noches en este invierno austral, están diezmadas por la aviación, y no tenemos
refugio de ninguna clase si hubiéramos de esperar. He de convencerles de que
tenemos la victoria en nuestras manos. Acompáñame».
«El coronel, una figura esbelta y enigmática en su chubasquero de
camuflaje y su boina verde, se irguió ante un mapa con la ruta señalada
en blanco, mientras los oficiales sentados en las rocas se apiñaban
contra el frío que mordía a quien se quedaba quieto aunque sólo fuera
unos momentos, y se frotaban las manos dentro de sus guantes mientras
escuchaban para que no se les helaran. Explicó la estrategia de la batalla
y arengó:
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"Ésta es la batalla decisiva. Hoy tomamos Port Stanley. Y he dicho
"hoy" porque no tendremos una segunda oportunidad. En otras batallas
puede el ejército retirarse y volver al día siguiente. En ésta, no, y bien lo
sabéis todos. Estamos agotados y no tenemos donde pasar la noche. Es la
última batalla. La sorpresa y el silencio son absolutamente vitales. Haced
que cada uno de vuestros hombres salte sobre el suelo varias veces antes
de salir para ver si algo hace ruido en su equipaje. Si alguien tiene una
tos fuerte, que se quede. Si atravesamos un campo de minas, quiere decir
que lo atravesamos. Nada de pararse o volver atrás. Pisad donde ha
pisado el de delante. Nadie ha de detenerse a ayudar a un compañero
caído. Repito: nadie. Todos adelante y hasta el final, o nos costará más
vidas. No os oculto que el enemigo es fuerte y está bien atrincherado.
Pero confío en que, una vez que entremos en combate, todo irá rápido. A
las armas. Buena suerte"» (Going to the Wars, p. 355).
Con eso he desvelado la metáfora. Estamos en campaña. «Milicia es la vida
del hombre sobre la tierra», dijo Job (7,1). «Revestíos de las armas de Dios»,
nos exhorta san Pablo (Efesios 6,11). «El Señor pasa revista a sus tropas de
combate», anuncia Isaías (13,4). A las armas. Buena suerte. Y en nuestra
campaña por el Reino necesitamos también la dirección, el mando, la misión.
Necesitamos la gran estrategia del Alto Mando y el plan diario del oficial de
ataque. La orden del día que nos dirija, la consigna que nos concentre, la arenga
que nos reanime. El coronel que nos levante el ánimo. Y a eso viene la
Eucaristía diaria. La Eucaristía, entendida y vivida como misión, es la que
despierta nuestra fe, encauza nuestras energías, ilumina nuestro camino y
alienta nuestro esfuerzo. Ello da sentido a la Eucaristía diaria y la convierte
realmente en fuente y cumbre de todo lo que somos y hacemos.
Jesús instituyó la Eucaristía al final de su vida, y pronto su práctica se
instituyó y se generalizó en «El Día del Señor» en la Iglesia naciente, como
hemos recordado. Sin embargo, hay que notar que, aunque en realidad la Misa
y la comunión son una misma cosa y no puede concebirse la una sin la otra, la
práctica de la comunión no se extendió tanto como la de la Misa, y se hizo
frecuente la figura del cristiano que asistía a Misa los domingos pero no
comulgaba. La insistencia con que san Pablo había advertido ya en su tiempo
que «cada cual se examine y luego coma del pan y beba del cáliz, pues quien
come y bebe sin discernir el Cuerpo come y bebe su propio castigo» (1
Corintios 11,28), así como la exageración dramatizada desde los púlpitos de la
indignidad personal, la culpa y el pecado, retraían de la comunión frecuente a
muchos por respeto y temor, y los fieles asistían a Misa pero sin comulgar. Ésa
fue la práctica corriente fuera de los monasterios y los conventos durante
37
muchos siglos. Un claro ejemplo es lo que san Ignacio de Loyola dejó escrito
en las Constituciones de la Compañía de Jesús a este respecto:
«Hay que poner mucho interés en que aquellos que vengan a las
universidades de la Compañía para adquirir conocimiento obtengan
también con él piadosas y cristianas costumbres. Mucho ayudará a esto si
todos se confiesan al menos una vez al mes, oyen Misa todos los días y
escuchan el sermón los días de fiesta si se predica. Los profesores deben
encargarse de esto, cada uno con sus alumnos.
Aquellos a quienes se pueda fácilmente doblegar deben ser obligados
a lo que se ha dicho de la confesión, Misa y sermón. A los demás se les
puede persuadir suavemente, pero no forzarlos o expulsarlos del colegio
si no se someten, con tal de que no se observe en ellos inmoralidad o
escándalo» (481,1).
Insiste en la Misa (con bastante fuerza, por cierto), pero no menciona la
comunión. Esa actitud se vio reforzada por el jansenismo, que insistía hasta el
exceso en la indignidad humana ante la majestad de Dios. Los fieles asistían
debidamente a Misa, pero se mantenían distanciados de la recepción de la
Eucaristía por temor y escrúpulo, a veces recibiendo la comunión sólo como
viático al final de su vida. En honor a san Ignacio hay que decir también que,
en una carta de 15 de noviembre de 1545 a su dirigida Sor Teresa Rejadell,
toma una actitud clara y decididamente favorable a la comunión diaria:
«Por lo que hace a la comunión diaria, habemos de recordar que en la
primitiva Iglesia todos recibíanla a diario, y hasta este nuestro tiempo no
ha habido ordenanza escrita de la Santa Madre Iglesia ni objeción de los
teólogos positivos o escolásticos contra quien recibiera la comunión a
diario si a ello le moviera su devoción».
Fue ya algo tardíamente, a comienzos del siglo XX, cuando el papa san Pío
X dio el paso decisivo de integrar la comunión diaria con la Misa diaria en su
célebre instrucción «Sacra Tridentina» sobre la comunión frecuente, que
cambió la vida eucarística de la cristiandad católica. Éstos son algunos de sus
párrafos decisivos, con su mención expresa de «la plaga y el veneno del
jansenismo»:
«El Santo Concilio de Trento declaró: "Este Concilio desea en verdad
que en cada Misa los fieles que asisten comulguen no solo
espiritualmente, sino sacramentalmente con la recepción de la
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Eucaristía". Estas palabras declaran claramente el deseo de la Iglesia de
que todos los cristianos se nutran a diario de este banquete celestial y
deriven de él frutos más abundantes de santidad.
Este deseo del Concilio viene del deseo con que Cristo mismo Señor nuestro
estaba inflamado cuando instituyó este sacramento. Así lo entendieron los
primeros cristianos, que "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles,
a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Hechos 2,42).
Sin embargo esta piedad se enfrió, en especial desde que, bajo la muy
extendida plaga del jansenismo, se levantaron disputas sobre las disposiciones
que debería tener quien pretendiera recibir la comunión con frecuencia o a
diario, y los autores rivalizaron unos con otros en exigir condiciones cada vez
más estrictas para permitir el acceso al sacramento. Como resultado de tales
discusiones, muy pocos se consideraron dignos de recibir la Eucaristía a diario,
y los demás se contentaron con participar sólo de vez en cuando. En casos
extremos se llegó a prohibir la Eucaristía a comerciantes o a personas casadas.
El veneno del jansenismo, que, so pretexto de mostrar el debido honor y
reverencia a la Eucaristía, ha infectado la mente aun de personas buenas, no es
en manera alguna cosa del pasado. La amarga controversia continúa con mayor
calor y no sin amargura, de tal modo que las mentes de los confesores y las
conciencias de los fieles han sido contaminadas, con no poco detrimento de la
piedad y el fervor cristianos.
Por todo ello, Su Santidad el papa Pío X, a ruegos de los pastores de almas y
con su suprema autoridad, ha decretado lo siguiente: la comunión frecuente y
diaria, como práctica intensamente deseada por Cristo nuestro Señor y por la
Iglesia católica, debe abrirse a todos los fieles de cualquier nivel y condición de
vida, de modo que nadie que en estado de gracia se acerque a la Sagrada Mesa
con la debida y piadosa intención pueda ser rechazado» (Roma, 20 diciembre
1905).
De entonces data la unión feliz de Misa y Comunión, hasta el punto de que
llegó a decirse que, en el curso actual de la historia, «no fue la Misa la que
llevó a la Comunión, sino la Comunión la que llevó a la Misa». De hecho, la
Misa sin Comunión queda de alguna manera incompleta. No es exagerado decir
que asistir a Misa sin comulgar es semejante a asistir a un banquete sin comer
ni beber; aceptar la invitación, presentarse en el restaurante a tiempo, saludar a
todos, sentarse en el sitio asignado, desplegar la servilleta, pero no probar un
solo plato ni beber un sorbo de agua, no tendría sentido. La Eucaristía es
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invitación a comer y beber; y acudir, sentarse, arrodillarse, santiguarse, rezar y
responderes todo muy digno, pero pierde su sentido si se desvincula de la
recepción de la Eucaristía. «Dichosos los invitados a la cena del Señor», dice el
celebrante a todos los asistentes. Pero muchos de los invitados no se acercan a
la mesa. Es verdad que siempre queda el oír la palabra de Dios en las lecturas
de la Biblia y la homilía del celebrante, pero también el invitado al banquete
escucha los discursos y los brindis que se hacen y, sin embargo, no quedaría
muy bien si no comiera ni bebiera en la mesa. Nosotros, desgraciadamente, nos
hemos acostumbrado a la figura del que va a Misa y no comulga. «Católico
practicante» es el que va a Misa el domingo, aunque no comulgue. El precepto
dominical alcanza a la asistencia al rito, pero no a la participación eucarística
en él, ya que la recepción de la Eucaristía conlleva el estado de gracia en el
comulgante, y eso podría requerir la confesión, lo cual, a su vez, retraería a
muchos de asistir a Misa. Para asegurar una asistencia más general se limitó el
precepto a la presencia al acto, aun sin participación sacramental. Así nació la
triste separación de Misa y Comunión, que es un evidente contrasentido que no
existía en la Iglesia primitiva.
Una vez unidas Misa y Comunión en la plenitud de la Eucaristía, se extendió
más y más la práctica de Misa y Comunión frecuente y aun diaria, no sólo entre
monjes y religiosos, sino en toda la comunidad de fieles. Esta plenitud en la
práctica de la Eucaristía llevó en el siglo pasado a teólogos y autores de
espiritualidad a profundizar en el misterio, y así fue como la concepción de la
Eucaristía como misión surgió para enfocar y completar la teología tradicional
de la Eucaristía como memorial, sacrificio, presencia real y alimento del alma.
La misión es el constitutivo esencial, diario, dinámico de la vida cristiana, y la
Eucaristía diaria es la dirección, el enfoque, la fuerza y el acompañamiento de
esa misión. Para quien no tiene misión no hay Eucaristía, pero el cristiano que
tiene una misión en la vida no puede pasarse sin la Eucaristía. Cada día es un
encuentro, y cada batalla es historia. Esa concepción de la Eucaristía como
misión, oportunamente renovada por el Concilio y el Sínodo, nos ayuda ahora a
entender mejor e incorporar a nuestra vida cada uno de sus elementos
constitutivos. La Eucaristía cobra su pleno valor al considerarla como misión.
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Afilar el hacha
«En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. Amén.
La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre, y la comunión del
Espíritu Santo estén con todos vosotros. Y con tu espíritu».
La Eucaristía comienza, después de la cordial bienvenida en nombre del
Dios Trinidad, con el rito penitencial.
«Antes de celebrar los sagrados misterios reconozcamos nuestros pecados».
Antes de entrar en la misión del día hemos de purificarnos y agilizarnos
para acceder al trabajo sin el impedimento de cargas innobles. No hay que dejar
que las debilidades que nos acompañan impidan la misión que nos espera.
Vuelvo a la metáfora de las armas. Han de estar limpias y ajustadas para ser
efectivas en la batalla. El guerrero cuida de mantener limpio su uniforme y
reluciente su fusil si quiere ser eficaz en la batalla, y se enorgullece de su porte
marcial. Cito un antiguo manual del Samurai en el Japón:
«Todas las mañanas el Samurai se baña, afeita su frente, arregla su
cabello, se limpia las uñas de manos y pies, y así presta atención sin
falta al aspecto de su persona. Guarda sus armas siempre relucientes, les
quita la herrumbre sin dejar que se oxiden, las frota, les sacude el polvo
y las coloca en su sitio cada día. Aunque esto lleve tiempo y cause
molestia, es el deber del Samurai y lo cumple fielmente» (Yamamoto
Tsunetomo, Hagakure, p. 33)
Las últimas veinticuatro horas nos han tocado con el polvo del camino y los
tropiezos del caminar humano. Seguimos en pie y en plena energía de batalla,
pero algo se han oxidado las armas, se ha destemplado el ánimo, se ha
debilitado el cuerpo, se ha distraído la mente, y queremos limpiar las manchas,
arreglar el vestido, tensar el cuerpo, afinar el alma. Para los fallos más serios de
conciencia recurrimos a su tiempo al sacramento de la reconciliación, cuyo
efecto es perdonar, sanar, fortalecer, devolver al pleno rendimiento nuestras
facultades y nuestro ser. Como la operación quirúrgica a manos del cirujano
que sana el miembro herido y restaura la unidad del cuerpo. Luego vienen las
curas diarias de manos de enfermeras que limpian la herida y cambian los
vendajes día a día. Esta cura diaria es la que ejerce el rito penitencial al
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comienzo de la Eucaristía. Así, la combinación de los dos sacramentos,
confesión y comunión, mantiene el alma limpia y la prepara a diario para la
misión.
La sensibilidad a la gracia conlleva la limpieza de los canales por los que nos
llega. Por eso el encuentro diario con la fuente de toda gracia incorpora el
medio de llevar a cabo esa preparación diaria. La Eucaristía, como no puede ser
menos, tiene en sí misma la virtud de preparamos para la llegada del Huésped
esperado, y por eso purifica las estancias del alma con nuestra penitencia y su
perdón.
«Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros
pecados y nos lleve a la vida eterna. Amén».
Cuentan de un leñador que, en su afán por cortar más leña cada día, salía
precipitadamente por la mañana de su choza para tener el mayor tiempo posible
en el bosque derribando árboles y cortando troncos y ramas. Aun así, no
conseguía tanta leña y madera como otro leñador que salía más tarde y volvía
antes, pero con un mayor cargamento a sus espaldas. ¿Cuál era su secreto? El
segundo leñador se demoraba un rato todos los días antes de ir al bosque para
afilar su hacha. El primer leñador lo sabía, pero pensaba que afilar el hacha era
tiempo perdido, y que lo único que hacía falta era fuerza y músculo al blandir el
hacha. Se equivocaba. Afilar el hacha no es tiempo perdido. Hay que cuidar las
armas.
La oración de la Misa del día sitúa y enfoca el encuentro en la historia y en
la actualidad. La fiesta del santo del día o la referencia al tiempo litúrgico del
momento nos coloca en tiempo y lugar frente a la misión que hoy abordamos.
Es el mapa del territorio y el parte meteorológico de la jornada. Estamos en
Adviento o en Navidad, o en Pascua o en Pentecostés, mientras recordamos la
presencia de la persona santa que para siempre santificó este día con su
memoria. Somos parte de un largo ejército y recorremos las estaciones del año
y los momentos de la vida, siempre atentos a la realidad presente y a la historia
latente en ellos.
«¡Oh Dios, que por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia,
extendida por todas las naciones!, derrama los dones de tu Espíritu sobre
todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy en el corazón de
tus fieles aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la
predicación evangélica» (Misa de Pentecostés).
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«Señor y Dios nuestro: tú has querido que numerosas naciones llegaran
al conocimiento de tu nombre por la predicación de san Francisco Javier;
infúndenos su celo generoso por la propagación de la fe y haz que tu
Iglesia encuentre su gozo en evangelizar a todos los pueblos» (3 de
diciembre, fiesta de san Francisco Javier).
Las peticiones de la colecta se complementan más adelante con las de la
Oración de los Fieles. En su expresión ideal de espontaneidad participada, esas
peticiones recogen nuestro momento, manifiestan nuestras inquietudes,
proyectan nuestros planes, sueñan con nuestros logros. Todo se expone ahí con
el realismo de la necesidad inmediata y la confianza de la ayuda oportuna. A
punto ya de emprender nuestra misión del día, concretamos nuestros objetivos
y pedimos el apoyo que necesitamos para obtenerlos. Y ahora, una vez limpios
del polvo del camino y después de haber presentado nuestras peticiones, nos
sentamos respetuosamente a escuchar lo que Dios quiere decimos hoy. Su
palabra es el alma de nuestra misión. Escuchamos la orden del día del Rey de
Reyes y Señor de los Señores. Vamos a entrar en batalla.
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El evangelio del Hijo Pródigo
LAS lecturas de la Misa son la comunicación diaria de Dios a nosotros. La
arenga y el plan de batalla del General en Jefe. Antiguo Testamento, Nuevo
Testamento, salmo, evangelio. Todo se escribió hace tiempo, es verdad, pero la
palabra de Dios está «viva» (Hebreos 4,12) y, si sabemos escucharla, viene a
comunicarnos hoy sus instrucciones, sus direcciones, sus exhortaciones para el
trabajo del día y la misión de la vida. Si sabemos escucharla, repito. El peligro
es que la hemos escuchado ya muchas veces, que la conocemos, nos la sabemos
de memoria, y es difícil dejarse sacudir por lo que desde un principio damos
por conocido. La lectura actual en voz alta del libro sagrado en la Misa por
seglares o sacerdotes tampoco es siempre una proclamación «en tiempo real»
de la palabra viva, sino con frecuencia una recitación más o menos afortunada
de un texto impreso con acentos lejanos sin referencia a tiempo o lugar. Es
palabra eterna, sí, pero hay que hacerla real y actual si queremos que marque
nuestra conducta y dirija nuestra vida.
Miro las lecturas del día en mi habitación antes de ir a celebrar la Eucaristía
en la capilla en la que los asistentes se han congregado para la celebración, y
esperan que yo diga unas palabras después del evangelio. Paso páginas y lo
busco, pues quiero prepararme. Es el evangelio del Hijo Pródigo. Cierro el
libro. ¡Ya me lo sé! Me lo sé. ¿Quién no «se sabe» el evangelio del Hijo
Pródigo? El hijo menor, la herencia, las juergas, la hambruna, los cerdos, las
algarrobas, el camino de vuelta, el abrazo del padre, el vestido, el anillo, el
ternero cebado. «Me lo sé» de memoria. Puedo hablar sobre él cinco minutos o
media hora sin preparación especial. También «se lo saben» todos mis oyentes.
Podemos jugar al juego educado de decir yo lo que todos saben y escuchar ellos
lo que siempre han escuchado. Cumplir el expediente. Pero si no le permito al
evangelio del Hijo Pródigo que me diga hoy lo que tiene que decirme para el
momento nuevo en que lo leo y el amanecer del día que comienza, no me sirve
de nada. Y el «sabérmelo» de siempre es el mayor obstáculo para «oírlo» hoy.
Además, si yo no lo oigo hoy, tampoco voy a poder proclamarlo hoy con vida y
con fe. Tengo que abrirme, limpiarme, renovarme y prepararme a lo que hoy el
Señor quiere decirme con palabras antiguas y sentido nuevo. «Habla, Señor,
que tu siervo escucha». (1 Samuel 3,9). Tamquam tabula rasa. Presentarme
como tablero limpio, como hoja en blanco para que se imprima en su novedad
el mensaje de hoy. El evangelio del Hijo Pródigo viene hoy cargado de
enseñanzas y señales y directivas personales y mensajes sociales para dirigir y
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animar el día de la persona y del grupo, y a todo ello debemos abrirnos con fe
viva e ilusión renovada. Dios habla en su Libro, y allí nos está esperando para
decirnos lo que espera hoy de nosotros. No hay que rebuscar en la Palabra ni
tratar de encontrar sentidos inmediatos y personalizados en cada frase, pero sí
es fácil, y a menudo muy natural, ver en las palabras que se van leyendo alguna
indicación velada, algún destello, alguna alusión que se refiere a la jornada que
nos espera y muestra el camino, avisa de sus peligros, anima a recorrerlo. Las
tres lecturas diarias, en su variedad y en su riqueza, pueden con facilidad
proporcionarnos ventanas de luz y de gracia sobre el paisaje del día que se abre
ante nosotros.
Y cuando, leída y escuchada toda la Palabra de Dios del día, no encontramos
ninguna referencia directa ni indirecta a nuestra situación y nuestro día, caemos
reverentemente en la cuenta de que también el silencio es una comunicación de
Dios, y que en ese momento y en ese día prefiere mantener su reserva y
conservar su distancia para hacernos apreciar más sus comunicaciones y no
darlas por supuestas con ligereza. La espera es parte de la escucha.
Tampoco se trata de lo que algunos llaman «cortar la Biblia» y que se
practica en ciertos círculos cristianos, consistente en abrir la Biblia por
cualquier página al azar, colocar el dedo o dejar que la mirada se fije sobre un
pasaje, y leerlo con fe como comunicación concreta y práctica dirigida por Dios
a la persona o al grupo en aquel momento. Dios nos habla siempre, y la Biblia
es útil en cualquiera de sus palabras, pero tampoco hay que atribuir un sentido
milagroso a esa práctica ni forzar a Dios a responder como en un telegrama con
respuesta pagada. Un amigo mío que concurría a un grupo de oración donde se
recurría con regularidad a esa práctica, hacia la que él no sentía ninguna
atracción, se forzó un día a sí mismo y dijo en voz alta: «A mí no me cae bien
esta práctica, pero precisamente para vencer la resistencia, ya que estoy entre
vosotros que creéis en ella, voy a intentarla en humildad ahora». Se encomendó
al Espíritu Santo, abrió respetuosamente la Biblia, fijó su mirada en un pasaje y
leyó: «De boca de necio no se acepta el proverbio, pues jamás lo dice a su
hora». Con eso se echó a reír, y con él los demás, y se acabó el sistema. La cita
estaba en el libro del Eclesiástico, 20,20. Aunque alguno arguyó que Dios había
hablado bien claro, con lo que demostraba lo válido del sistema. Mi amigo, al
menos, no volvió a intentarlo.
Lo que sí es importante es caer en la cuenta de que una lectura de la Biblia
en la Misa es algo distinto de la misma lectura hecha en privado, o aun en
grupo, en un contexto de oración, pública o privada, fuera del sacramento. La
Biblia siempre es la Palabra de Dios, y siempre tiene su sentido, su mensaje, su
45
efecto, leída entre muchos o leída por uno solo, al principio del día o al final, en
meditación o en estudio; pero cuando la Palabra está formando parte de la
Eucaristía, que es acción y sacramento, que es presencia y comunicación, que
es cuerpo y sangre en realidad palpitante, esa Palabra cobra vida, se hace
actual, llega de labios divinos a oídos humanos, vibra, sorprende, energiza,
cataliza, y abre horizontes de luz y de gracia para el día que se fragua en la
cercanía.
Un peligro especial para el sacerdote que celebra la Eucaristía es «leerles a
los demás» el evangelio olvidándose de que también se le dirige a él mismo. Él
lo proclama desde su tribuna, pero la primera proclamación es para sí mismo; y
sin recibir el primero él mismo la palabra de Dios como dirigida a él, no podrá
dirigirla a los demás. Todos tenemos que presentarnos ante la Palabra con
hambre real y expectativa personal. Si venimos a la Eucaristía sin preguntas, no
recibiremos respuestas; y si no tenemos propuestas, no se nos darán directivas.
Hay que venir con el alma alerta, con la conciencia inquieta, con los
interrogantes del día, con las ambiciones de la vida. Sólo entonces se convierte
la Misa en mensaje que ilumina y en misión que inspira.
Un momento especial en las lecturas es el salmo que interpela y suscita una
respuesta de los asistentes en pleno diálogo vivo y en directo. El salmo es
plegaria inspirada por el Espíritu y expresada por los hombres en las múltiples
y variadas situaciones de una vida diaria en el Pueblo de Dios, que ilumina el
camino y da fuerzas para recorrerlo día a día. Los salmos, en su variedad,
cubren todas nuestras emociones, desde el fervor más intenso hasta la depresión
más honda; ponen en nuestros labios palabras que nosotros no nos atreveríamos
a usar ante Dios; piden, protestan, se quejan, alaban, dan gracias o reclaman
justicia con una vehemencia, una intensidad, una sinceridad y una valentía que
ayudan a vocalizar nuestros propios sentimientos y a sentirnos en compañía de
siglos en nuestras pequeñas tribulaciones diarias. También nos enseñan a pedir
los grandes favores que facilitan nuestro paso por la historia como pasaron
generaciones antes de nosotros y seguirán pasando hasta el fin de los tiempos.
Plegaria universal del Pueblo de Dios en todas las edades de su historia.
«¡Dios nos tenga piedad y nos bendiga, su rostro haga brillar sobre
nosotros!
Para que se conozcan en la tierra tus caminos, tu salvación entre todas
las naciones.
¡Te den, oh Dios, gracias los pueblos, todos los pueblos te den gracias!
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Alégrense y exulten las gentes, pues juzgas al mundo con justicia, juzgas
con equidad a los pueblos, y a las gentes en la tierra diriges.
¡Te den, oh Dios, gracias los pueblos, todos los pueblos te den gracias!
La tierra ha dado su cosecha: Dios, nuestro Dios, nos bendice.
¡Dios nos bendiga, y teman ante él todos los confines de la tierra!»
(Salmo 66).
Si todos los salmos son salmos de misión, este lo es por excelencia, y por eso
lo cito. Y conste también que el tener lecturas favoritas entre todas las Sagradas
Escrituras no va contra el dejarnos interpelar por ellas si las revivimos cada vez
y las dejamos caer con todo su peso de historia, estudio, memoria y devoción
sobre la actualidad del momento presente. El salmo 66 que acabo de citar con
especial cariño es el salmo de las cosechas, en el que Israel pide una cosecha
abundante para que Dios con esto «haga justicia entre las naciones», es decir,
demuestre que Yahvé es el Dios verdadero, ya que su pueblo tiene las mejores
cosechas, mientras que las naciones vecinas, que adoran a Baal o a Moloch, han
de contentarse con rendimientos inferiores en sus campos, pues sus dioses
también son inferiores. Lógica elemental de la oración de fe. Se recitaba en el
tiempo de la recolección, en el que se celebraba la Fiesta de los Tabernáculos,
fiesta que en la comunidad cristiana pasó a ser la Fiesta de Pentecostés, que
coincidió con ella en la estación del año. Es decir, que la mies material de los
hebreos se convierte en la mies espiritual de los cristianos, y la petición que era
«danos con tus lluvias la mejor mies para que se vea tu poder sobre las tierras»
se traduce humildemente por «haznos con tu gracia las mejores personas para
que se vea tu poder entre los hombres y mujeres». Poder del evangelio entre
creencias múltiples. Salmo del misionero en país de misión... que lo es ya toda
la tierra.
«La tierra ha dado su cosecha: Dios, nuestro Dios, nos bendice».
Así escuchados, respondidos y rezados, los salmos se convierten en diálogo
animado que despierta los sentidos y alerta a las oportunidades del día. Las
lecturas son parte esencial de la Eucaristía como lo son de la misión.
«Palabra de Dios» / «Te alabamos, Señor».
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El trabajo del hombre y de la mujer
EN el ofertorio hacemos lo que su mismo nombre expresa: nos ofrecemos. Las
ofrendas que aportamos sobre el altar nos significan a nosotros y allí están en
respuesta a la llamada. Han pedido voluntarios. Damos un paso al frente y
acudimos a la cita. «Aquí estoy, envíame» (Isaías 6,8).
El corresponsal de guerra que antes cité, Max Hastings, cuenta así cómo
llegó inesperadamente a su última aventura en el frente de batalla:
«Yo tenía ya 36 años, una edad en que uno no está ya para combates, y
había decidido que nunca más volvería a arriesgar el cuello bajo fuego
enemigo, sobre todo después de mi escapada de Saigón por los pelos
horas antes de que las tropas de Vietnam del Norte lo tomaran; estaba
casado, tenía un buen empleo fijo y ganaba bastante dinero escribiendo
libros. La guerra de Las Malvinas me iba a llevar a regiones australes en
el más crudo invierno y en barcos de la marina de guerra, lejos de toda
comodidad y con riesgo evidente ante un peligro desconocido. Pero vi la
oportunidad y me ofrecí, insistí y lo conseguí. No pude remediarlo. Si
mi país está en guerra, yo tengo que estar allí para contarlo» (p. 271).
Nuestro ofrecimiento ya está hecho en nuestro bautismo y en nuestra
vocación de cristianos, pero lo renovamos día a día para que adquiera validez y
novedad según cambian los frentes de guerra y avanzamos en edad y en
experiencia. No sé lo que me espera hoy, pero desde ahora doy un paso al
frente y acepto alegre todo lo que me va a venir. Firmo en blanco, abro la
puerta, emprendo el camino. Todo lo que soy y todo lo que tengo queda
entregado a las tareas del día, a los encuentros, a las noticias, al trabajo y al
descanso, a las alegrías y a los disgustos, al compromiso de la vida y a la
llamada a esforzarnos hoy con fervor renovado por la venida del Reino.
Trabajar por el Reino es servir a la Iglesia, a la sociedad, a los necesitados, a
los pobres. Es el momento de renovar nuestra toma de conciencia ante los
problemas del mundo, que no están en nuestra mano, pero sí en nuestro
corazón, y que, en plegaria y en acción, han de hacer concreto nuestro
compromiso por la paz, la justicia, la igualdad, el bienestar de todos en la
variedad de sus situaciones y en la legitimidad de sus esperanzas. Nos
ofrecemos para que el mundo sea mejor.
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Nuestro ofrecimiento permanente adopta una forma especial y significativa
en la Eucaristía. Le ofrecemos a Dios pan y vino. Es decir, ofrecemos lo que
significa y es nuestra existencia diaria, el fruto de nuestro trabajo y la base de
nuestro sustento, el pan y el vino de nuestros campos y de nuestra mesa..., y el
pan y el vino que van a ser también el Cuerpo y la Sangre de Cristo en su
sacrificio, hecho presente una vez más hoy sobre el altar. El pan y el vino en
este momento representan toda la creación. En fiestas solemnes se traen al altar
en este momento otros frutos de la tierra o del trabajo de manos humanas,
flores y verduras, semillas y espigas, leche y aceite, que juntamente con el pan
y el vino de la Eucaristía representarán después al Cristo cósmico que llena
cielo y tierra con su presencia, y así queda unido en el sacramento todo lo que
nosotros somos con todo lo que es la creación entera en el Cristo en quien
reside «toda la plenitud» (Colosenses l, 19). Ése es el momento del ofertorio.
«Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y
del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te
presentamos: él será para nosotros pan de vida.
Bendito seas por siempre, Señor».
A1 decir «y del trabajo del hombre», yo siempre añado por lo bajo
delicadamente: «y de la mujer». Hay una voz creciente entre nosotros que pide
cada vez más el reconocimiento explícito de la presencia de la mujer en la
Iglesia, y yo opino que, aparte de cargos y oficios que pueden requerir
consideración especial y estudios detallados, mencionar esa presencia femenina
expresamente en oraciones y en la misma liturgia es algo fácil, aceptable,
significativo y merecido, y debería hacerse con toda naturalidad y
espontaneidad sin que le chocara a nadie. Hombres y mujeres. Hermanos y
hermanas. Siervos y siervas. Es verdad que la palabra «hombre» es
gramaticalmente colectivo genérico que abraza por igual a mujeres y hombres,
pero también es verdad que su sonido y su género y su uso es sonoramente
masculino, y hoy se tiende a desdoblar la palabra en «hombres y mujeres»
siempre que resulta buenamente posible sin forzar el lenguaje ni exagerar
gestos. Hacer eso desde ahora en la misma Misa es posible, respetuoso,
oportuno, y debido. Yo lo hago siempre.
«Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y
del trabajo del hombre y de la mujer, que recibimos de tu generosidad y
ahora te presentamos: él será para nosotros bebida de salvación. Bendito
seas por siempre, Señor».
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Éste es el momento ecológico en la Eucaristía. La creación entera sobre el
altar ante Dios. Los ecologistas se quejan de nosotros, los cristianos, porque
Dios en el Génesis dio a Adán y Eva, y a todos nosotros en ellos, «dominio»
sobre toda clase de plantas y animales, y les encargó que «dominasen» la tierra
con todo lo que pudiera producir, lo cual llevó al abuso de tierra y aire con toda
la vida en ellos a lo largo de toda la historia humana que nos ha traído la crisis
ecológica, de la que no sabemos cómo salir. La respuesta es que sí, que hemos
recibido de Dios la creación y hemos abusado de ella mucho y de muchas
maneras a través de los tiempos, por nuestra avaricia, nuestra ignorancia,
nuestro egoísmo, nuestro descuido; pero ahora estamos comenzando a
despertar, reconocemos nuestro error, proponemos enmendarnos, abrazamos de
nuevo a todo lo creado, se lo ofrecemos a Dios, lo santificamos, lo colocamos
sobre el altar en este pan y este vino, y desde ahora lo vamos a considerar
sagrado, lo trataremos con reverencia, lo usaremos con responsabilidad. Toda
la creación está en su Creador, y toda Eucaristía es un vínculo entre Dios y la
tierra y el hombre y la mujer que de ella se cuidan. Todo ello está en ese pan y
ese vino que se están ofreciendo en este momento en el altar. Ése es el corazón
de la ecología cristiana. Todo está en la Misa.
«Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a
Dios, Padre todopoderoso.
El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su
Nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia».
Sigue la Oración sobre las Ofrendas, que santifica los dones ofrecidos y a
nosotros con ellos, y pide a Dios nos acepte junto con nuestras ofrendas:
«Acéptanos, Señor, a quienes nos ofrecemos en espíritu de humildad y
ánimo contrito, para que nuestro sacrificio de hoy te sea agradable,
Señor Dios nuestro».
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En el pozo de Siquem
Estamos en camino hacia nuestra misión de hoy. Y antes del compromiso
formal que va a tener lugar, pausamos un momento para darle gracias al Señor
por habernos llamado y seguirnos llamando al trabajo en su viña. Damos
gracias por las victorias de ayer para preparar la campaña de hoy. Recordamos
con gratitud todas las empresas de nuestra vida entera hasta hoy, a las que
vamos a añadir las de hoy en una historia continuada de vocación y respuesta.
La acción de gracias es parte esencial de nuestra conducta. Como el prefacio es
parte esencial de la Eucaristía.
La expresión de gratitud es muchas oraciones en una. Es reconocimiento de
nuestra pequeñez, de un poder superior que nos ayuda, de nuestra dependencia,
de la Providencia de Dios, de su cuidado por nosotros, de su amor; es confianza
en Dios, siempre dispuesto a escuchar nuestras peticiones; es delicadeza y
buenos modales que el mismo Jesús apreció en el evangelio cuando algunos de
los enfermos curados se lo agradecían, y otros no; es petición, pues quien
agradece un favor se está preparando para el siguiente; es aceptación de la
voluntad de Dios, que es quien endereza nuestras peticiones y nos da lo que
más nos conviene. La gratitud ensancha el alma y limpia el ambiente. Entre
tantas, tantísimas quejas que escuchamos y leemos y aun proferimos todo el día
contra todas las instituciones humanas a todos los niveles y en todos los tonos,
y aun contra personas concretas y contra nosotros mismos en protesta airada y
desabrida, es un alivio y un descanso escuchar y pronunciar palabras de
reconocimiento, de gratitud, de delicadeza y buen gusto en voz alta y enfrente
de todos. Gracias, de verdad, de corazón. Gracias, Dios mío. Gracias.
Una de las características del apostolado de Pablo fue su gratitud por haber
sido llamado a él. Dar gracias por la misión recibida es la mejor manera de
prepararse a cumplirla.
«Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor
nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio» (1
Timoteo 1,12)
«A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de
anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo» (Efesios 3,8)
51
La misión es gracia y privilegio, y somos conscientes de ello y lo decimos
con gratitud y reconocimiento. La Eucaristía entera es, como sabemos, acción
de gracias, y nuestro mejor modo de dar gracias por lo mucho que hemos
recibido es ofrecernos para lo poco que podemos hacer. En mi visita a Tierra
Santa hace años, llegué con dos queridos compañeros sacerdotes con los que
recorrí los Santos Lugares Biblia en mano, al Pozo de Siquem en Samaría,
donde Jesús le pidió de beber a la mujer samaritana. A nosotros nos dio agua
del pozo un sacerdote de la Iglesia griega ortodoxa que custodiaba el lugar, y
cuando le preguntamos al despedirnos cómo se decía «gracias» en su lengua,
para decírselo nosotros a él, nos contestó sencillamente: «Eujaristós». Nos
miramos los tres. Claro. Ya lo sabíamos. Eujaristós. Eucaristía. Eso es lo que
significa. Eu jaris. Buena gracia. Muchas gracias. Ésa es la Eucaristía.
«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte
gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios
todopoderoso y eterno por Cristo, Señor nuestro».
Gracias, Señor, por todo lo que nos has dado.
Gracias de antemano por todo lo que nos quieres dar.
52
Santo, Santo, Santo
La adoración es el corazón de la Misa. Y, por desgracia, ese corazón no late
con fuerza en la práctica ordinaria de hoy. La reverencia, el acatamiento, el
silencio ante el misterio, la adoración rendida de la divina majestad... son parte
esencial del culto divino en toda su profundidad y su dignidad, pero no se
encuentran debidamente resaltados y subrayados en la actitud actual ante el
trato con Dios. La familiaridad con Jesús, bienvenida y bienhechora en todo
momento por el acercamiento, la confianza, el calor humano y la fe encendida
que significa y que fomenta, puede llevar a veces a libertades exageradas en
lenguaje y actitud, a abaratar el tesoro del trato divino y a rebajar con la
cotidianeidad fácil el misterio sublime de la divinidad. Oigo con deleite a los
jóvenes decir: «Jesús, eres genial»; «el cura de los domingos es muy "guay"»;
«hoy el sermón ha sido "cool"»; «a mí "me mola" la comunión»... Muy
hermoso todo ello, y viva la juventud y su lenguaje. Y, para colmo, los teólogos
nos informan que, así como en tiempos pasados se recalcaba la divinidad de
Jesús, ahora se recalca debidamente su humanidad, y eso me recuerda mis
estudios de San León Magno, papa del siglo IV, que decía teológicamente que
«tan detrimento es para la fe disminuir en algo la humanidad de Jesús como
disminuir su divinidad», ya que los dos aspectos han de mantenerse paralelos y
equilibrados para la plenitud de su persona divina y humana. Si no fuera
plenamente Dios, no sería uno con el Padre; y si no fuera plenamente hombre,
no sería uno de nosotros. Por eso damos la bienvenida a todo lo que nos acerca
a su humanidad. Pero notamos el peligro de alejar su divinidad. Hay que
mantener la cercanía, pero hay que recuperar el misterio.
Se han publicado ediciones de la Biblia en «cómic», y del Evangelio en
«manga», y también eso está muy bien para quienes prefieren los dibujos del
«cómic» o las ilustraciones del «manga» al texto escueto de las Escrituras, y el
nuevo medio hace llegar el mensaje cristiano a quienes, de otro modo, lo
ignorarían. Pero también es verdad que el Jesús de los «cómics» y los «manga»
parece más un Superman que el Hijo del Padre, o un Robert Redford que Jesús
de Nazaret. La figura y el color dan realismo a los personajes, pero oscurecen la
majestad. Hay que mantener la distancia. Sin llegar al extremo de otras
religiones que llegan a no pronunciar el nombre de Dios por reverencia a él
(judaísmo), o se niegan a representar sus imágenes por respeto a su
trascendencia (Islam), sí debemos procurar que nuestras expresiones, en
lenguaje y en imagen, mantengan siempre el respeto trascendental a la
53
divinidad en todas sus manifestaciones. A eso viene, al adentrarnos en el
misterio profundo del encuentro con Dios ante el altar, la solemne, inspirada,
eterna, angélica, bíblica, sinfónica repetición del nombre de la santidad de Dios
ante su trono de gloria: ¡Santo, Santo, Santo!
«El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono
alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Por encima de él
había serafines erguidos, con seis alas cada uno: con dos alas se cubrían
el rostro, con dos alas se cubrían el cuerpo, con dos alas se cernían. Y
clamaban alternándose:
"¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su
gloria!".
Y temblaban los umbrales de las puertas al clamor de su voz, y el
templo estaba lleno de humo.
Yo dije: "¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros
que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis
ojos al Rey y Señor de los ejércitos".
Y voló hacia mí uno de los serafines con un ascua en la mano, que
había retirado del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo:
"Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está
perdonado tu pecado".
Entonces escuché la voz del Señor, que decía: "¿A quién mandaré?
¿quién irá de nuestra parte?".
Contesté: "Aquí estoy, mándame".
Él replicó: "Vete y habla a mi pueblo"» (Isaías 6,1-9).
La visión de la santidad de Dios lleva al envío del profeta a su pueblo. Antes
de la misión ha de venir la adoración. Trono alto y excelso. Ángeles. Serafines.
Alas y voces y temblores y humo. El ascua y el fuego. La orla de su manto
llenaba el templo. Todo es majestad, solemnidad, inmensidad, santidad. Santo,
Santo, Santo. La repetición, que amplifica el significado, extiende la gramática,
admite su limitación al tener que repetir sin más la palabra y señala la eternidad
en la balbuciente sugerencia de su grandeza. Santo, Santo, Santo. Y sigue el
54
silencio.
Silencio. En la antigua liturgia, desde este momento hasta el final de la
plegaria eucarística y el padrenuestro, se mantenía un largo silencio de palabra
y acción que llenaba toda la iglesia de solemnidad y reverencia. Se instruía al
sacerdote para que recitase el suave latín en voz muy baja, lejos del alcance de
todos los oídos. Callaba la música, y no había cantos ni respuestas durante el
paréntesis sagrado. Solo se adivinaban las alas de los serafines en la quietud del
santuario expectante. El gran silencio del canon.
César Frank nos dejó dos volúmenes de El Organista con sus obras
maestras para órgano que él mismo ejecutaba en el Cavaillé Coll de Notre
Dame de París, y llegaron a hacerse indispensables en todas las iglesias del
mundo, desde la «Entrada Solemne en Do Mayor» que pateábamos reverentes
los muchachos al entrar en la iglesia los domingos, hasta el jocoso «Finale en
Fa Mayor», que nos hacía salir bailando del templo, pasando por todas sus otras
melodías seductoras y sus trompetazos arrebatadores. Sus obras llenaban la
liturgia, y él era su mejor intérprete al órgano. De él nos ha quedado la
anécdota de que, acabado el «Santo, Santo, Santo» con su acorde final en la
catedral gótica, el maestro se levantaba de su asiento de organista, se postraba
de rodillas en el mismo coro y sumaba el silencio de su órgano al silencio del
sacerdote y de los fieles en el momento central del gran silencio de la Misa. Sus
discípulos lo llamaban «San César».
El silencio es parte esencial del culto, y hoy no hay silencios. Las rúbricas
actuales señalan tímidamente que después de la comunión se puede hacer una
breve pausa, si se desea:
«Si se considera oportuno se pueden guardar unos momentos de silencio
o cantar un salmo o cántico de alabanza» (Misal Romano).
Muchas reservas: «si se considera oportuno», «se puede», «unos
momentos»..., y ni siquiera en silencio, pues también se puede «cantar un
salmo» o un «cántico de alabanza». El silencio es mínimo. Y aun en el caso de
que el celebrante se siente y guarde silencio después de la comunión, como a
veces lo hace, se trata más de la breve espera inquieta a que acabe la Misa que
no del espacio reposado y profundo del silencio en común para venerar el
misterio. No hemos aprendido el arte de callar ante Dios. Recordamos aquí a la
simpática anciana japonesa de Yamaguchi que cité al comienzo, de la que nos
han contado que después de la Misa se sentaba en el prado bajo un árbol
oyendo el canto de los pájaros y decía: «Con un rato de silencio, se le quita a
55
una el cansancio del rosario, la Misa y el sermón». Ahora la entendemos mejor.
Había echado de menos el silencio en la Misa. No sin razón.
El silencio es la plegaria de adoración. Y la adoración es la esencia de lo
sagrado. El silencio en común es el mejor momento de la oración de la
comunidad. Sin palabra, sin pensamiento, sin distracción. La presencia mutua
de unos a otros, y de todos ante Dios. Allí está nuestra historia, allí está nuestra
esperanza, allí está nuestro agradecimiento, allí están nuestros temores, allí está
todo en memoria fiel y en espera confiada. La adoración en común del Dios a
quien todos servimos es el mejor vínculo de nuestra existencia como pueblo
suyo.
«La adoración es el lazo que une el presente con el pasado, un pasado
rico en actos del Señor en Israel y en la Iglesia, y con el futuro, un
futuro rico en promesas del Reino de los Cielos. Les enseña a los fieles
de dónde vienen y adónde les está llevando su historia; les presenta al
mismo tiempo el amor y la justicia de Dios.
La adoración hace presente la Palabra que une al pueblo escogido con
su Dios, dando nueva vida a quienes se han reunido en respuesta a su
llamada. La adoración le abre al pueblo escogido el camino del servicio
fortaleciendo su fe, animando su esperanza y despertando su amor por
Dios. La adoración es el punto de encuentro de los fieles con su Dios
mientras aguardan la venida de su Reino» (J.J. von Alimen, Vocabulary
of the Bible, London 1961, p. 473).
La adoración es parte esencial de nuestra actitud ante Dios, y la Eucaristía
nos da la oportunidad de aprenderla, practicarla, integrarla en nuestra vida,
tanto privada como pública, para dar fondo, fuerza, y eternidad a toda nuestra
vida cristiana. La Misa es escuela de adoración.
San Juan de la Cruz desgrana en versos místicos el misterio del cristianismo
entero, y lo concluye con la Eucaristía, ya que todo se resume «en este vivo pan
por darnos vida». Y nos recuerda tozuda e inspiradamente al pie de cada estrofa
que «siempre es de noche». Siempre es misterio.
«¡Que bien sé yo la fonte, que mana y corre, aunque es de noche.
Aquella eterna fonte está escondida, que bien sé yo do tiene su manida,
aunque es de noche.
56
Su origen no lo sé, pues no le tiene, más sé que todo origen de ella viene,
aunque es de noche.
Sé que no puede ser cosa tan bella y que cielos y tierra beben della,
aunque es de noche.
Bien sé que suelo en ella no se halla y que ninguno puede vadealla,
aunque es de noche.
Su claridad nunca es oscurecida, y sé que toda luz de ella es venida,
aunque es de noche.
Sé ser tan caudalosas sus corrientes, que infiernos, cielos llegan y las
gentes, aunque es de noche.
El corriente que nace de esta fuente, bien sé que es tan capaz y
omnipotente, aunque es de noche.
El corriente que de estas dos procede, sé que ninguna dellas le precede,
aunque es de noche.
Aquesta eterna fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche.
Aquí se está llamando a las criaturas,
y desta agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche.
Aquesta viva fuente que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es
de noche».
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Jueves y Viernes
JESÚS instituyó la Eucaristía proclamando que su cuerpo era entregado y su
sangre derramada. El sacrificio estaba hecho. La palabra estaba dada. Todo
estaba ya en su entrega al Padre, en su consagración definitiva, en su palabra
dada. «Esto es mi cuerpo, que va a ser entregado por vosotros; ésta es mi
sangre, que va a ser derramada» (Lucas 22,19). El cuerpo se entrega y la sangre
se derrama ya en figura del pan y el vino en el Cenáculo, como signo y sello de
lo que ocurrirá mañana en realidad viva en el Calvario.
Pensando en absoluto, Jesús podía haber instituido la Eucaristía el Domingo
de Pascua. Podía habernos dado el sacramento de su cuerpo y su sangre en
medio de la alegría de la resurrección y de su triunfo definitivo entre discípulos
felices. Esto es mi cuerpo que ha sido entregado por vosotros, mi sangre que ha
sido derramada por vosotros según sucedió el Viernes pasado. Podía haber
consagrado para siempre el Domingo con la primera Eucaristía después del
Viernes. Pero entonces todo habría sido diferente. La Pasión misma habría
cambiado de tono en cuanto podemos reverentemente intuir. Ante el
sufrimiento inminente del escarnio y los azotes y las espinas y la cruz, Jesús
podía haber insistido otra vez en su petición del Huerto de los Olivos al Padre «pase de mí este cáliz»- y evitar o suavizar la Pasión. Pero ahora estaba
comprometido. La Eucaristía del Jueves había sellado la Pasión del Viernes.
Jesús había hecho ya su entrega, había dado su palabra, había entregado su
cuerpo y había derramado su sangre en el vino y el pan. No podía volverse
atrás. Es el compromiso, es la consagración, es la misión. El ofrecimiento de
Jesús el Jueves da toda su fuerza y su efecto irreversible a su sacrificio del
Viernes. La Misa al amanecer consagra de antemano todas y cada una de las
acciones del día que va a seguir. La sangre está derramada, y el cuerpo
entregado. He participado en la Misa. He sacrificado mi cuerpo y mi sangre.
Pase lo que pase durante el día, yo estoy comprometido. Me he entregado del
todo. No me vuelvo atrás.
«En realidad, todo había ocurrido ya el Jueves Santo. Jesús había dado
su palabra, y con su palabra había hecho de su cuerpo algo "entregado",
y de su sangre algo "derramado". No podía volverse atrás, no podía
retirar la entrega que había hecho de su vida. En plena conciencia,
responsabilidad y generosidad, había entregado su vida en el pan y el
vino. El Viernes Santo está contenido en el Jueves Santo» (J. Guillet,
58
Eucaristía, p. 32).
Y eso ha de ser la Eucaristía para nosotros en su centro mismo y en su
sentido más profundo. La consagración. La entrega. El sello. Allí, con Jesús,
estamos ya entregados, comprometidos, juramentados. Hemos aceptado la
misión del Padre, y ya no nos volvemos atrás. El paso está dado. El día está
consagrado. La vida está sacramentada. Pase lo que pase y venga lo que venga.
La Misa diaria santifica el vivir diario. El día está contenido en su Eucaristía. Y
la Eucaristía da fuerza para la Pasión. Vamos a nuestro Viernes.
«El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada,
tomó pan; dándote gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo:
"Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será
entregado por vosotros".
Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz, y, dándote gracias de
nuevo, lo pasó a sus discípulos diciendo:
"Tornad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre, Sangre
de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos
los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en memoria
mía"».
Sólo, aquí también, una consideración gramatical. «Derramada por vosotros
y por todos los hombres». El evangelio dice «por muchos» (Mateo 26,28), sin
especificar «hombres». Es la lectura tanto del griego como del latín. Y el plural
«peri pollon»,«pro multis», incluye masculino y femenino. El añadir
«hombres» no está justificado. En cuanto a poner «muchos» o «todos», nos
dicen los biblistas, citando textos y autoridades, que en griego los dos términos
son equivalentes. En inglés lo han solucionado elegantemente diciendo sin más:
«for all», que incluye a hombres y mujeres, a muchos y a todos. Yo, como en el
ofertorio, digo suavemente, «por todos los hombres y las mujeres». Todos
necesitamos la redención.
Es consolador pensar que inmediatamente después de la solemne consagración
viene el pensar en la unidad de los cristianos: «que el Espíritu Santo congregue
en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo». Y sigue la
memoria explícita de aquellos a quienes queremos, en este mundo o ya en el
otro. Es una invitación a traer ante el altar, en cariño y recuerdo, a todos
aquellos que han formado y forman parte de nuestra vida, a parientes y amigos,
59
a profesores y alumnos, a compañeros y colegas. Vivos y difuntos. En rápida
memoria de los círculos de amistad que nos rodean y nos acompañan a lo largo
de toda la vida. No hace falta mencionar ningún nombre ni recordar ningún
rostro ni recitar ninguna lista de intenciones, y más vale pensar en todos sin
excluir a nadie. No se trata de rezar por los muertos para que salgan del
purgatorio, o por los vivos para que pasen un examen o se curen de una
enfermedad.
60
Así habla el Amén
No es éste el momento de intercesiones puntuales por necesidades
concretas. Es algo mucho más íntimo y profundo. Es evocar en rápida visión a
quienes han formado y forman parte de nuestra vida, sentir la inspiración de su
memoria y su presencia, extender las dimensiones de nuestra fe hasta tocar la
suya, apoyamos en la historia y en la familia, en el recuerdo y la circunstancia,
en el afecto y el aprecio, y seguir construyendo nuestro presente con la
memoria de nuestro pasado, unidos en fe y esperanza con «cuantos vivieron en
tu amistad a través de los tiempos». Y en nuestra amistad en nuestra vida. Esta
breve memoria nos da raíces, nos da profundidad, nos da árbol genealógico,
nos da alcurnia y nobleza, compañía y apoyo, inspiración y ayuda. Nos hace
sentir a nuestro lado a todos cuantos hemos conocido y conocemos en este
momento en que estamos tan cerca de Dios y consagramos nuestra vida y
nuestro día.
Y hay un bello detalle en esta oración del recuerdo de vivos y difuntos, y es
que el nombre de María se menciona aquí en la misma plegaria eucarística,
oficialmente y a diario, como presencia esencial en nuestra intimidad con Dios.
«Con María, la Virgen Madre de Dios». Siempre en su compañía.
He recordado que toda la plegaria eucarística, desde el final del Santo hasta
este momento, se hacía antes en riguroso silencio. Ese silencio se rompía
solemnemente ahora, al final, cuando el sacerdote eleva la patena con la hostia
y el cáliz en sus manos y dice:
«Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad
del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos».
Y el pueblo contesta: «Amén».
Claro que, al desaparecer el silencio, ha desaparecido también el contraste y
se ha perdido la fuerza de este ¡Amén!, destinado a subrayar, afirmar, aceptar y
proclamar por boca de todos los asistentes la larga plegaria eucarística que el
sacerdote ha rezado en solitario. San Jerónimo es testigo de que ya en su
tiempo este Amén al final del gran silencio de la plegaria eucarística sonaba
como un trueno en las iglesias, como una catarata que arrasaba el templo y
confirmaba sonoramente la callada oración del celebrante. El Apocalipsis llama
61
a Jesús «el Amén» (3,14: «Así habla el Amén»); y san Pablo «el Sí» (2
Corintios 1,19: «En él no hubo más que Sí»), y eso mismo era y debería ser ese
Amén solemne, unánime, majestuoso de todos los fieles al final de la plegaria
eucarística. Sí. Amén. Así sea. Así es.
Por desgracia, hoy no es así. Hay una circunstancia que ha contribuido a
quitarle fuerza a lo que debería ser un momento cumbre en la celebración de
toda Eucaristía. Según las rúbricas y la indicación clara y en rojo del misal
(«rúbrica» viene de « rubrum» , que significa «rojo» en latín, así es que decir
«rúbrica en rojo» es una tautología), el sacerdote dice él solo toda la fórmula:
«Por Cristo, con él y en él... por los siglos de los siglos»; y el pueblo responde
al final: «Amén». Pero muchos sacerdotes, en su deseo de incorporar a los
asistentes en todo lo posible a los gestos y textos de la Misa, los animan a que
todos reciten juntos el «Por Cristo, con él y en él... por los siglos de los siglos.
Amén». Esto es un error. El Amén es una respuesta, y no tiene sentido
responderse a sí mismo. Lo correcto es que el sacerdote diga hasta «por los
siglos de los siglos» inclusive, y el pueblo responda: «Amén». El misal lo dice
claramente, y la Santa Sede lo ha repetido seriamente en documento tras
documento, pero muchos sacerdotes no se han enterado y, en su buena voluntad
y su perdonable ignorancia, siguen invitando a todos los asistentes a que reciten
esas líneas. Los asistentes dudan. Unos las dicen a media voz; otros las recitan
en voz bien alta junto con el sacerdote, seguros de sí mismos, incluso mirando
disimuladamente alrededor como para ver si los demás se enteran de lo que,
según ellos creen, deberían hacer; otros se callan, quizá por inercia, quizá por
timidez, quizá por distracción, o quizá porque saben que en ese momento deben
callarse. El resultado es una recitación débil, dudosa, incierta, apagada. No hay
trueno. No hay catarata. No hay Amén. Otra pérdida del pasado, esta vez por
ignorancia de quienes deberían haber sabido.
El padrenuestro es la Oración del Reino. Venga a nosotros tu Reino. El
Reino está en que el nombre de Dios sea santificado, su voluntad cumplida, y
nosotros recibamos pan, perdón y liberación del mal. Todos los elementos de la
misión que nos consagra como enviados y nos capacita para acelerar la Venida.
«Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del
Señor hasta que venga» (1 Corintios 11,26) El contexto nos permite traducir:
«hasta conseguir que venga», ya que somos «los que amamos su Venida» (2
Timoteo 4,8), «esperando y acelerando la venida del Día de Dios» (2 Pedro
3,12). Es nuestra misión.
El momento de la paz es importante. Nuestra misión no es individual, sino
comunitaria. Nadie proclama el evangelio por sí solo, sino enviado por la
62
Iglesia, unido a sus compañeros, integrado en su grupo. Por eso nos volvemos
unos a otros, nos sonreímos, nos damos la mano, pronunciamos la paz. Es el
momento también de dar la paz mentalmente a aquellos a quienes nos dirigimos
en nuestra vida y a quienes nos vamos a encontrar a lo largo del día. Un saludo,
una proyección, un deseo. Al darles la paz mentalmente, los traemos junto a
nosotros, los hacemos presentes, preparamos nuestro acercamiento a ellos en
las horas que siguen y propiciamos la acción evangélica en su entorno. La paz
eucarística de este momento llega, en vibración expansivamente concéntrica, a
todos aquellos con quienes nos vamos a encontrar durante el día, aunque ellos
no lo sepan.
«La paz del Señor sea siempre con vosotros».
Ahora viene la alusión repetida y explícita a la Pascua que dio lugar a la
Eucaristía. El sacrificio del cordero en la primera Pascua en tierra de Egipto, la
sangre en el dintel, el momento de la liberación, el éxodo del pueblo de Dios, el
festival de festivales. Y su traslado teológico e histórico al Cordero de Dios,
cuya sangre en la cruz nos libera de las cautividades del alma. Alusión
necesaria y esencial en el centro de la Eucaristía para recordar su significado y
mantener la tradición.
«Así lo habéis de comer: ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros
pies, y el bastón en vuestra mano; y lo comeréis deprisa. Es la Pascua del
Señor. Luego tomaréis la sangre y untaréis las dos jambas y el dintel de
las casas donde lo comáis. La sangre será vuestra señal en las casas
donde moráis. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros, y
no habrá entre vosotros plaga exterminadora cuando yo hiera el país de
Egipto. Éste será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como
fiesta en honor del Señor de generación en generación. Decretaréis que
sea fiesta para siempre» (Éxodo 12,7-14).
«Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros".
«Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros".
«Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz».
«Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los
invitados a esta cena».
La Cena y el Cordero. Ésa es la Pascua. Esa es la Eucaristía. A ella nos
invita el llamamiento divino en nuestro privilegio cristiano. Con toda la
solemnidad, la responsabilidad, la historia, la realidad del sacrificio de Cristo
por nuestra salvación. El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
63
Como anécdota litúrgica de las vicisitudes de cuando la versión latina de la
Misa se hizo vernácula, recuerdo la perplejidad por la que pasó el jesuita padre
Segundo Llorente, célebre misionero de Alaska en el siglo pasado, En el país
de los eternos hielos, como tituló su obra, tan popular como simpática, en lo
que también se llamó «El Siglo de las Misiones». Mientras la Misa se decía en
latín, no hubo problema en el Ártico, ya que nadie entendía nada; pero cuando
llegó el Concilio y se ensayaron las traducciones en la lengua de los
esquimales, surgió una dificultad: el Cordero de Dios. En Alaska no había
corderos. Ni palabra para decirlo ni imagen para evocarlo. Así como los
esquimales tienen una docena de palabras para decir «nieve», y ninguna para
decir «arena» (como los tuareg del Sahara tienen una docena de palabras para
decir «arena», y ninguna para «nieve»), así sucedía también con la fauna y la
flora. No había corderos. Pero había que decir Misa. En esquimal. El buen
misionero se armó de valor, se volvió a su pueblo, tomó la sagrada hostia en
sus manos, la mostró a los fieles, y pronunció con voz clara y decidida en la
lengua de todos la fórmula nueva: «Esta es la foca de Dios». Todos lo
entendieron. La foca era la criatura más conocida en el helado entorno.
Entonces fue un gesto atrevido. Ahora lo llamamos inculturación.
64
Un pan, un cuerpo
EN la comunión se consuma nuestra unidad con Jesús y la de nuestra misión
con la suya. La Biblia está llena de situaciones, alusiones y declaraciones sobre
la unión que la comida en común significa y efectúa entre los que se sientan
juntos a una misma mesa. Ya desde el Antiguo Testamento y el libro mismo del
Génesis. José en Egipto tuvo el problema de hacer que sus hermanos, hebreos
como él, se sentaran a comer con los egipcios, y hubo de mantener las
distancias.
«José dijo: "Servid la comida". Y le sirvieron a él aparte, aparte a ellos,
y aparte a los egipcios que comían con él, porque los egipcios no
soportan comer con los hebreos» (Génesis 43,32).
Los israelitas fueron tentados por las mujeres moabitas, adoradoras del dios
Baal, quienes los invitaron a comer. « Y el pueblo comió» (Números 25,2). Fue
una equivocación. La comida juntos no era sólo alimento; era señal de unidad
en familia, y eso no podía permitirse con idólatras, por lo que Yahvé castigó a
Israel por el banquete inoportuno con una plaga en la que murieron 24.000
(Números 25,9), que, aun admitiendo una exageración algebraica, significa «un
gran número».
San Pablo, por la misma razón de la unidad implícita en la comida
participada, prohíbe a los corintios que coman junto con cristianos de mala
conducta pública:
«Os escribí que no os relacionarais con quien, llamándose hermano, es
impuro, avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón. Con ésos, ¡ni
comer!» (1 Corintios 5,11).
Y al contrario, y por la misma razón, Pablo reprendió pública y
repetidamente a Pedro porque, después de haber manifestado su aceptación y
unión con los «gentiles» convertidos comiendo con ellos, dejó de hacerlo por
miedo a aquellos cristianos provenientes del judaísmo que no querían
mezclarse con los conversos «paganos» e insistían en que se circuncidasen:
«Mas, cuando vino Cefas a Antioquia, me enfrente con él cara a cara,
porque era digno de represión. Pues antes que llegaran algunos del grupo
65
de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que
aquellos llegaron, se le vio recatarse y separarse por temor a los
circuncisos. Y los demás judíos le imitaron en su simulación, hasta el
punto de que el mismo Bernabé se vio arrastrado por la simulación de
ellos. Pero en cuanto vi que no procedían con rectitud, según la verdad
del Evangelio, dije a Cefas en presencia de todos: "Si tú, siendo judío,
vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a
judaizar?"» (Gálatas, 2,11).
Jesús mismo manifestó su unión con los más rechazados por la sociedad
comiendo con ellos.
«¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?»
(Mateo 9,11). Y la última Cena, como comida en común de despedida,
fue declaración de amistad y unidad con sus discípulos y, a través de
ellos, con todos nosotros; y así constituyó el marco perfecto para la
institución de la Eucaristía, sacramento del pan y del vino, comida en
comunidad para unir entre sí y con Cristo a todos los que participamos
en ella. Jesús rezó aquella noche ante la primera Eucaristía:
«Ruego por aquellos que por medio de su palabra creerán en mí. Que
todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean
uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Juan
17,21).
San Pablo tiene un texto sorprendente en el que da por supuesto que nuestra
unidad como cristianos viene de la Eucaristía. Es decir, no es que comamos de
un Pan porque somos un Cuerpo, sino que somos un Cuerpo porque
participamos de un Pan. Éste es el significativo y profundo texto:
«Porque, aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues
todos participamos de un solo pan» (1 Corintios 10,17).
Todos participamos de un solo pan, y eso nos constituye en un solo cuerpo.
El Cuerpo de Cristo, del que tanto le gusta hablar a Pablo:
«Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros,
y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman
más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu
hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y
griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1
66
Corintios 12,12).
«Crezcamos en todo hasta aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo
el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas
que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las
partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el
amor» (Efesios 4,15).
La Didajé, ya citada, recoge desde antiguo la célebre metáfora del pan que
se hace de muchos granos de trigo, y el vino de muchas uvas, significando así
la unión de todos nosotros en el sacramento del Cuerpo y la Sangre:
«Por lo que respecta a la Eucaristía, daréis gracias así: "Como este pan
estaba disperso sobre los montes y, una vez recolectado, se ha hecho
uno, así se reúna tu Iglesia desde los confines de la tierra para formar tu
Reino"» (n. 14).
San Agustín acoge y repite con frecuencia y con gusto la antigua metáfora:
«El mismo pan os habla de la unidad que os une. ¿No se hace el pan con
muchos granos de trigo? Antes de ser pan estaban separados en el
campo. La tierra los nutrió, la lluvia los regó, la espiga se formó, el
hombre los recolectó, los trilló, los aventó, los almacenó, los soleó, los
molió, los amasó, los coció, y al cabo de tantas labores les dio la forma
que llamamos pan. Y la vid dio sus racimos, sus uvas, trituradas en el
lagar, fermentadas en la bodega, atesoradas en el barril como el vino que
bebemos. Entended y alegraos. Un pan, un cuerpo. Unidad, verdad,
piedad, caridad» (ML, XXXVIII, 1.247)
El doctor William Rutherford, misionero Irlandés Presbiteriano y médico de
merecida reputación en la India, me visitó un día en nuestro noviciado del
Monte Abu en el Rayastán, y después de una larga charla pasamos a la capilla
a rezar un rato juntos. Cuando salimos, permaneció un rato en silencio.
Después me dijo:
«Nunca había sentido tanto nuestra división. Me parte el alma. Usted y
yo nos arreglamos muy bien. Pero usted es católico, y yo protestante.
Hoy hemos rezado juntos. Pero no podemos celebrar la Eucaristía juntos.
Mi padre, que también era pastor en Irlanda del Norte, me contó una vez
que en una reunión de pastores protestantes de varias denominaciones
quisieron tener como acto final una Eucaristía, pero, como no podían
67
participar unos en las de otros, se separaron en diversas capillas, y a él le
encargaron celebrar la Eucaristía de los Presbiterianos, mientras otros
celebraban las suyas. Me dijo que al salir del acto y ver a los otros salir
de las otras capillas levantó las manos al cielo y exclamó: "¡No lo
volveré a hacer jamás en mi vida! No podemos desunirnos para la
celebración que más debería unirnos".
Y le voy a contar mi propia situación. A mí me mandan ahora mis
superiores volver a Irlanda después de haber pasado 19 años en la India.
No sé por qué. Pero sospecho que el Señor quiere una cosa. Aquí, en la
India, antes hindúes y musulmanes, nosotros nos sentimos más unidos, y
así protestantes y católicos nos podemos reunir con mayor facilidad, como
hacemos usted y yo, mientras que allá en Irlanda, mi patria, eso sería más
difícil. Quizá Dios quiera que yo vuelva para fomentar allí esta unión de
los cristianos que de alguna manera hemos vivido aquí. La misión que
usted y yo hemos vivido aquí, en la India, ha de llevarnos a la misión
entre nuestros propios hermanos para unirnos como Cristo quiso que
estuviéramos unidos».
Y nos dimos un largo abrazo.
«¡Oh, sacramento de piedad!
¡oh, signo de unidad!
¡oh, vínculo de caridad!» (San Agustín).
68
La segunda función depende de la primera
SANTO Tomás de Aquino tiene una frase, compacta y concisa, en la que
resume con fuerza irresistible y expresión definitiva la misma esencia y poder
de la Eucaristía como sacramento y como misión del sacerdote a través de ella,
y de todos con el sacerdote. Una frase que es todo un tratado. Hay que ponerla
en latín primero:
«Sacerdos habet duos actus: unum, principalem, supra corpus Christi
eucharisticum.; alterum, secundarium, supra corpus Christi mysticum.
Secundus autem actus dependet a primo».
«El sacerdote tiene dos funciones: una, la principal, sobre el cuerpo
eucarístico de Cristo; otra, secundaria, sobre el cuerpo místico de Cristo.
Y esta segunda función depende de la primera» (Super Sent. Lib. 4 d. 24
q. 1 a. 3 qc. 2 ad 1)
Genial. El subrayado es lo importante. La segunda función depende de la
primera. La acción del sacerdote sobre el cuerpo místico de Cristo depende de
su acción sobre su cuerpo eucarístico. El cuerpo místico somos todos nosotros
en la variedad de sus miembros, y el cuerpo eucarístico es el pan y el vino
consagrados sobre el altar. Lo que haga o pueda hacer el sacerdote en la Iglesia
en general (que es el Cuerpo Místico de Cristo) depende de lo que haga en la
Eucaristía en particular (que es el Cuerpo Eucarístico de Cristo). Lo que hace
en su trabajo es su misión, y lo que hace ante el altar es su consagración para la
misión. Cómo actúe en su ministerio dependerá de cómo celebre la Misa. Así,
su misión depende de su consagración, su ministerio depende de su Eucaristía,
su fruto como trabajador en la viña depende de su devoción como ministro del
altar. La segunda función depende de la primera. La acción sobre el cuerpo
místico depende de su acción sobre el cuerpo eucarístico. Y de las dos, la
primera función (sobre el cuerpo eucarístico) es la principal, y la segunda
(sobre el cuerpo místico) es secundaria. Lo que verdaderamente importa es la
Eucaristía. No puede haber doctrina más clara y de mayor consecuencia. Con
toda la autoridad de Santo Tomás.
Y lo mismo para todos los fieles. Nuestra actuación en la vida depende de
nuestra Eucaristía en la iglesia. Todo lo que hagamos durante el día en casa o
en la oficina, en familia o en grupo, en el trabajo o en el descanso..., depende
69
de lo que hayamos hecho ese día en el sacramento y sacrifico del altar. Algo
importan, desde luego, y nunca hay que rebajar nuestras actividades y
compromisos y ministerios y apostolados; pero todo eso es secundario: la
«función secundaria». Lo principal es la Eucaristía: la «función principal».
Todo depende de ella, de nuestra asistencia, participación, entrega, devoción al
misterio eucarístico y a su realización cada día entre nosotros. Así es como ese
acto central y permanente de nuestra vida cristiana se convierte en la misión
que encauza, dirige y vivifica todo lo que luego, a lo largo del día, vamos a ser
y vamos a hacer. La «misión», que no sólo el sacerdote sino todos tenemos, de
creer, practicar, evangelizar, vivir... recibe su fuerza, su sentido, su actualidad
y su entusiasmo de la celebración eucarística juntos ante el altar. El día entero
depende de la Misa diaria. «La segunda función depende de la primera».
Genial texto y doctrina exaltada del Doctor Angélico.
Así entendida, la Eucaristía se convierte decididamente en el alma de toda
nuestra vida cristiana y humana. Y la idea central de este profundo entender es
la «misión» que conecta las «dos funciones», convierte nuestra consagración
sacramental ante al altar en nuestra misión fraternal ante el mundo, nos
«envía», una vez fortalecidos e iluminados por el pan y la palabra, a comunicar
al resto de la cristiandad y de la humanidad lo que hemos recibido y aprendido
y vivido en la Eucaristía. Lo que es fuente y cumbre de nuestra fe pasa a ser
misión y vida en nuestra práctica. Repito que ése fue el título mismo del Sínodo
sobre la Eucaristía: «La Eucaristía, Fuente y Cumbre de la Vida y de la Misión
de la Iglesia». Fuente, cumbre, misión y vida. Ése es el ideal último y el
programa práctico de nuestra vida. Ahí está todo.
«La Eucaristía es el don del amor del Padre que ha enviado a su Hijo
único para que el mundo se salve por medio de Él (Juan 3,17); amor de
Cristo que nos ha amado hasta el extremo (Juan 13,1); amor de Dios
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Romanos 5,5),
que clama en nosotros "¡Abbá, Padre!" (Gálatas 4,6; Romanos 8,15).
Así pues, al celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, anunciamos con
gozo la salvación del mundo, proclamando la muerte victoriosa del
Señor hasta que venga (1 Corintios 11,26); y al comulgar de su Cuerpo,
recibimos las arras de nuestra resurrección (2 Corintios 5,5)» (Mensaje
del Sínodo XI, de 2005, n. 7)
San Juan Crisóstomo nos dejó sermones de oratoria ardiente que le
merecieron en su tiempo su apelativo («Crisóstomo» significa en griego «Pico
de Oro») y lo constituyeron en patrono de la elocuencia sagrada. En dichos
70
sermones les dice a sus fieles que deberían salir de la Eucaristía «como leones
rugientes», no precisamente amenazando con comerse a nadie, pero sí llenos
de fuerza y de vigor y de energía y de poder para comunicárselo a todos desde
el mismo aspecto de alegría y de ilusión por todo lo que acababan de vivir y
sentir en toda su alma. Que se nos note que hemos estado en Misa. Que no
haya que preguntarnos, ¿fuiste a Misa hoy? Y que si preguntan podamos
responder, ¿es que no se me nota? A eso nos exhortaba san Juan Crisóstomo.
Podría volver a exhortarnos. Si nos situamos un domingo a la puerta de la
iglesia a la salida de la Misa de 1, no es así como salen los asistentes. No ruge
nadie. Todos van derechos al coche para salir cuanto antes. Si la homilía ha
sido un poco más larga de lo calculado, hay que darse prisa para poder tomar
el aperitivo con toda tranquilidad. Y vuelta a casa. Hasta el domingo que
viene.
La Eucaristía es misterio, misión, y milagro. El milagro no se percibe por
los sentidos, y hay que hacerlo visible en nuestra conducta. Que se vea la
fuerza del sacramento en la alegría del cristiano. Que ilumine el Señor su
rostro sobre nosotros para que la luz de su rostro se refleje en el nuestro, y de
nuestro rostro irradie a la sociedad y al mundo. Es la bendición de Dios a su
pueblo, y es la bendición con que nos despide la Eucaristía en su liturgia.
Bendición que viene de la antigua bendición del pueblo de Israel:
«Habló el Señor a Moisés y le dijo:
"Habla a Aarón y a sus hijos y diles:
Así habéis de bendecir a los hijos de Israel.
Les diréis:
`El Señor te bendiga y te guarde; ilumine el Señor su rostro
sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te
conceda la paz'.
Que invoquen así mi nombre sobre los hijos de Israel,
y yo los bendeciré"» (Números 6,22-27).
«Podéis ir en paz». «Demos gracias a Dios».
Y no volvamos a aburrirnos en Misa nunca.
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