Ni leyeNda BlaNCa Ni leyeNda NeGRa: lOPe de aGUiRRe eN la

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ATlejandro
Hermosilla
aller de
LetrasSánchez
N° 40: 85-99, 2007
Ni leyenda blanca ni leyenda negraissn
: Lope 0716-0798
de Aguirre…
NI LEYENDA BLANCA NI LEYENDA NEGRA:
LOPE DE AGUIRRE EN LA OBRA DE ABEL POSSE
Neither white legend nor black legend:
Lope de Aguirre in the work of Abel Posse
ALEJANDRO HERMOSILLA SÁNCHEZ
Universidad de Murcia, España
[email protected]
El artículo realiza una revisión de las distintas versiones que durante siglos se han concedido
a la figura de Lope de Aguirre, con el objetivo de poner de manifiesto las peculiaridades y
particularidades del Lope de Aguirre compuesto por Abel Posse en Daimón. Para ello, se
empieza por hacer un resumen de la visión que los cronistas nos han concedido de Lope de
Aguirre para, más tarde, repasar obras esenciales del siglo XX que se han ocupado de esta
figura. De esta manera, han de quedar claros los fundamentos, claves y supuestos desde los
que parte Abel Posse para componer su inmortal Lope de Aguirre.
Palabras clave: conquista, crónicas, locura, rebelión, reino.
The article realizes a review of the different versions that for centuries have been granted of
Lope de Aguirre’s figure by the aim to clarify the peculiarities and particularities of the Lope
de Aguirre composed by Abel Posse in Daimón. For it, it is begun for doing a summary of
the vision that the chroniclers have granted us of Lope de Aguirre and later there are studied
the essential works of the XXth century that have dealt with this figure. Hereby, there have
to remain clear the foundations, keys and suppositions from which Abel Posse divides to
compose his immortal Lope de Aguirre. Keywords: conquest, chronicles, kingdom, madness, revolt.
1.Las crónicas
Como el autor del vasto poema épico La Araucana, Alonso de Ercilla, todas las
crónicas que se erigen como documentos testamentarios sobre los sucesos que
darían fama a Lope de Aguirre unifican su visión, acometen, casi sin diferencias,
el proceso de derribo del “maníaco”, del “hereje”, del “asesino”. Los porqués no son difíciles de encontrar. Los cronistas (antecedentes de los
periodistas de hoy en día) narran para un gobierno (por ejemplo, Toribio de
Fecha de recepción: 10 de diciembre de 2006
Fecha de aceptación: 13 de marzo de 2007
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Ortiguera (historiador) dedica su crónica a Felipe III y trata de “salvajes” a los
indios, de valeroso a Pedro de Ursúa y califica como terrible a Lope de Aguirre)
que los mantiene, que les paga, que les permite escribir y continuar su labor. Al
que no hay que disgustar. Tan solo complacer. Los cronistas testifican sobre un
hecho que ya está penalizado con anterioridad. Y el veredicto es la culpabilidad.
No importa que no hayan sido testigos de los hechos. No importan los porqués.
Solo es valioso el saber que el acto ha sido realizado contra el soberano que los
mantiene. Y esto ha de ser castigado.
Por tanto, las crónicas, sin dudar en manera alguna de su verosimilitud, derivan
en crónicas de ese castigo. Castigo que no sufre quien da la versión correcta (las
crónicas de Pedro de Monguía y Custodio Hernández se cree que fueron escritas
como descargo de culpa). Castigo merecido o no, que se impone al disidente.
Disidente al que se animaliza, se bestializa, uniéndolo por estos senderos, a los
caminos de la locura. Los cronistas aprovechan que “la imaginación clásica
aún no ha expatriado por completo el tema de que la locura se halla ligada a
las fuerzas más oscuras, las más nocturnas del mundo y que figura como una
subida desde esas profundidades de bajo la tierra en que vigilan deseos y pesadillas” (Foucault 468), y encajan a Lope de Aguirre dentro de los grupos más
desfavorecidos, dentro del rincón de lo grotesco y desmesurado, siendo “hereje”,
“loco”, “cojo”, “luterano” o “bestia”.
El arte de la retórica es fundamental en estos textos, pues mediante la multiplicación y sucesión monótona de sustantivos, verbos o adjetivos degradantes, se
intenta desvalorizar la figura del expatriado. Así, la carta escrita por el peregrino
en Valencia se considera “tan mala y desvergonzada como él” y el pensamiento
rebelde es “deseo maldito”, “sin imaginación”. En cada caso, la finalidad de
los textos es inscribir las palabras del rebelde en el ámbito demoníaco, en la
esfera de lo que debe redefinirse, de lo que se considera necesario expulsar de
la sociedad. Y no hay lugar a réplica.
Cada uno de estos textos, en efecto, convierte a Lope de Aguirre en un conglomerado de signos negativos cuyo furor, aliado con Lucifer, contagia a los miembros
de la expedición, haciendo gala y esgrima de un maniqueísmo brutal sobre esta
figura, según ellos, deudora de un “maleficio infernal” que solo termina cuando
la justicia de Dios y del Rey expulsa mediante la muerte al ser impío que puso
todo en gran revolución y alboroto. Todas estas crónicas tienen como base los
estatutos canónicos, los discursos formales imperialistas, tratando de reconciliar
el destino de los personajes y sucesos con el del imperio y tras largas contiendas demostrar cómo todo vuelve al puro principio con la derrota inexcusable
del malvado, quedando los valores del código heroico (lealtad, mesura, valor,
clemencia) a buen recaudo tras su muerte.
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Alejandro Hermosilla Sánchez
Ni leyenda blanca ni leyenda negra: Lope de Aguirre…
La crónica de sucesos se revela entonces como crónica de una dominación:
La crónica de un hombre, el relato de su vida, su historiografía relatada al hilo de su existencia formaban
parte de los rituales de su poderío. Ahora bien, los
procedimientos disciplinarios invierten esa relación,
rebajan el umbral de la individualidad descriptible y
hacen de esta descripción un medio de control y un
medio de dominación. No ya monumento para una
memoria futura, sino documento para una utilización
eventual. (…) Esta consignación por escrito de las
existencias reales no es ya un procedimiento de heroicización; funciona como procedimiento de objetivación
y sometimiento. La vida cuidadosamente cotejada de
los enfermos mentales o de los delincuentes corresponde, como la crónica de los reyes o la epopeya de los
grandes bandidos populares, a cierta función política
de la escritura; pero en otra técnica completamente
distinta del poder. (Foucault 196)
Dominación que se desliza desde todos los ámbitos de la conformación de estos
textos. Como ha destacado Gilberto Triviños, se intenta conscientemente buscar
en un solo individuo, al que se considera endemoniado, el único origen de la
crisis de valores que permiten la rebelión. Según René Girard:
Los poderes de este mundo se dividen visiblemente
en dos poderes asimétricos, a un lado las autoridades
constituidas y al otro la multitud. Por regla general,
las primeras predominan sobre la segunda; en período
de crisis, ocurre al revés. No sólo domina la multitud,
sino que es una especie de crisol donde acaban por
fundirse hasta las autoridades menos quebrantables.
Este proceso de fusión asegura la refundación de
las autoridades a través del chivo expiatorio…
(Triviños 84)
Todos los cronistas revelan estar convencidos de no ser los responsables de
las crisis, sino los otros individuos percibidos como extremadamente nocivos,
descargando su parte de culpa en hombres como Lope de Aguirre, considerado
como el transgresor por excelencia de todas las leyes convencionales humanas
y divinas, como podemos comprobar, en el texto de Ortiguera “todo lo puso en
gran turbación y alboroto este atrevido y desatinado traidor con sus crueldades”
(152).
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Ninguna de estas narraciones duda de la justicia humana y divina que habrá de
condenar a este “deforme” corrompedor de sus leyes. Por ejemplo, Toribio de
Ortiguera proclama de modo egregio la justicia de las ceremonias históricas que
restauran en todo su esplendor la omnipotencia del soberano por un instante
ultrajada: “Quien tal hace que tal pague. Ejecutáronse estas jurídicas y bien
dadas sentencias” (155).
Su escritura toma cuerpo en el explícito propósito de atemorizar a los posibles
rebeldes mediante el “exemplum” escarmentador de las historias de rebeldes
que terminan invariablemente en el despliegue público de la fuerza invencible
del soberano:
podrán tomar buen ejemplo en cabezas ajenas los que
con buenos medios quisieran guardar las suyas, viendo
el rigor, castigo y muertes que tuvieron todos o los
más de los causadores de los alterados y bulliciosos
pensamientos, que en este tratado se dirá quiénes
fueron y las muertes y castigos que se les hicieron.
(Ortiguera 156)
Con esta práctica que se remontaba a la época medieval, se conseguía sembrar
sobre los cuerpos de los vencidos la fuerza omnipotente del soberano. El cadáver
moría penetrado por la luz de los espectadores que debido a la contemplación
de este acto catártico debían redimirse, “Hasta el siglo XVII, el mal, con todo
lo que puede tener de más violento e inhumano, no puede compensarse ni castigarse si no es expuesto a la luz del día. La confesión y el castigo del crimen
deben hacerse a plena luz, pues es la única forma de compensar la noche de la
cual el crimen surgió”. (Foucault 226). De esta manera, se revela el significado
último que subyace tras las ejecuciones públicas de los disidentes, rebeldes,
criminales: “He aquí la locura convertida en espectáculo, por encima del silencio de los asilos, y transformada, para gozo de todos, en escándalo público”.
(Foucault 229).
Otro hecho destacable de las crónicas reside en la comprobación de las capacidades
estratégicas del “loco” de Oñate, su capacidad de engaño y su conocimiento de
las distintas maniobras militares. Por ejemplo, el episodio de desembarco en la
isla Margarita en el que Lope de Aguirre y sus secuaces se muestran a los habitantes de la isla como hombres pacíficos al servicio del rey, es digno de figurar
entre los más inteligentes movimientos militares de la historia de la conquista
americana. Y, asimismo, es curioso que el episodio en el que Lope de Aguirre,
sagaz y astuto como un zorro, quema sus naves, no permitiendo a los marañones traidores la huida, sea similar a uno de los más conocidos gestos militares
realizados por Hernán Cortés para conquistar México, evitando el desaliento de
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Ni leyenda blanca ni leyenda negra: Lope de Aguirre…
sus soldados. Hecho que José Cadalso en sus Cartas Marruecas ilustra de esta
manera: “Deja a la posteridad un ejemplo de valentía nunca imitado después, y
fue quemar y destruir la armada en que había hecho el viaje, para imposibilitar
el regreso y poner a los suyos en la formal precisión de vencer o morir, frase
que muchos han dicho, y cosa que han hecho pocos” (114).
Como vemos, la parcialidad abunda y un hecho que es considerado gran gesto
de honor por el ilustre escritor de Las noches lúgubres es tenido por otro acto
más de salvajismo por los cronistas americanos. No importa lo que se haga,
sino contra quién se haga.
Gestos como estos serán los que darán sentido a la escritura de Daimón, por
parte de Abel Posse. Pues, Abel Posse intentará unificar en el daimón de Lope
de Aguirre el alma de toda una relación compleja y difícil de analizar como la
española y americana. Como la de la misma relación de España con España y de
América con América. El problema del “otro”, que dijera Tzvetan Todorov. Para
Abel Posse no hubo ni vencedores ni vencidos. Si acaso, todos perdieron. Toda
América y toda España. Las crónicas son fruto de un espíritu de contradicción.
Y, para Posse, no hay hombre que refleje mejor esa contradicción que Lope de
Aguirre. Aquellos que quisieron enterrarlo, lo inmortalizaron. Quienes intentan
enaltecerlo, lo condenan. La contradicción, el peligroso terreno del equilibrio
es el lugar exacto, el confín imposible desde el que se puede hablar de Lope de
Aguirre. Y Abel Posse, para no caer en errores, en parciales reivindicaciones historicistas, narrará su propia historia de Lope de Aguirre, y con él, la de América,
desde el terreno de lo imposible. El confín de la inmortalidad. Y dará una vuelta
de tuerca más. Lope de Aguirre no será ni admirable valedor de la revolución,
ni terrible demonio que blasfemó contra la corona española. Sino que será un
pobre hombre, del que sentiremos más pena que admiración. Admiración que
solo le estará reservada cuando transmutado en símbolo de la desesperanza y
esperanza americana ría e ironice sobre su propio destino, destino de América,
destino del hombre.
En este sentido, conectará con Raymond Marcus, y la visión que este otorga sobre
la historia de los marañones, considerada como una antiepopeya, que demuestra
la contradicción que supone el estilo imperialístico de las crónicas,
¿Por qué “antiepopeya”? Según las descripciones
clásicas, la epopeya es una serie de acciones heroicas
maravillosas que tienen por objeto aventuras que pasan
de las fuerzas habituales de la naturaleza humana y
se complacen en la ficción. La aventura de Lope de
Aguirre es todo lo contrario. Aguirre y sus compañeros
son individuos nada favorecidos por la suerte, vencidos
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todos por las fuerzas naturales o humanas. El jefe es
el peor de todos física y moralmente venido a menos,
un individuo cuya desgracia no es conmovedora para
nadie, en fin, en todo, “uno de esos héroes de la antiepopeya”. (Triviños 79)
Antiepopeya por la que también se desliza la sabia mano del Inca Garcilaso de
la Vega, al narrarnos las vicisitudes que debió pasar Lope de Aguirre para matar
al licenciado Esquivel. Aquel que lo castigase a una sarta de latigazos injustamente. De esta manera, esta búsqueda toma dimensiones épicas y románticas
gracias al prodigio de claridad de la pluma del Inca. Lope de Aguirre juega al
gato y al ratón con su perseguido durante más de tres años, y se nos aparece,
trasparentado por la inconfundible máscara del mito, como un guerrero heredero
de los míticos caballeros nórdicos, como un eterno peregrino u holandés errante
que conoce como nadie la verdad de la venganza; esa espada aguda y cortante
que no descansa de afilar.
Por tanto, será con el Inca Garcilaso de la Vega y no con los cronistas americanos
(de los que sólo toma la documentación necesaria) de quien aprenda Abel Posse.
Es el espíritu de la prosa del Inca el que fluye por los poros de la literatura del
argentino. Una escritura que, según Enrique Pulpo Walker, se caracteriza como
“una suerte de collage (…) yuxtaposición conflictiva de significados que a la vez
se afirman y cancelan” y que invoca “la autoridad de textos precursores, pero
a un mismo tiempo esos textos son asumidos para recalcar que en América la
realidad histórica era de otra índole” (69), que se coaliga con la de Abel Posse.
Lazos indisolubles que unen a estos dos escritores americanos, gracias a que
Abel realizará una lectura de los textos históricos enfrentándolos a sí mismos,
deconstruyéndolos, otorgándonos una visión pretendidamente alejada de la
“verdad” escrita, pero, por esto mismo, más cerca de la verdad en sí, más cerca
del mito, de la leyenda que conforma la historia y la intrahistoria del mito, que
tiene su primer precedente en el Inca.
2. Siglos XIX y XX
Avanzando el tiempo, la visión que nos otorgarán otros escritores sobre Lope
de Aguirre no será muy diferente de la de los cronistas. De esta manera, Walter
Scott lo compara con Napoleón en su biografía de Bonaparte y el crítico francés
Sainte-Beuve lo trae a colación como ejemplo de horror. Sin embargo, en el
siglo del malditismo, el siglo XIX, se comienza a realizar un rescate positivo
de la figura de Aguirre. De esta manera, Simón Bolívar lo toma como modelo
y ejemplo para conseguir la celebérrima independencia del Perú.
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Entrando ya en el siglo XX, es, desde luego, destacable la visión que Miguel
de Unamuno avanzó dentro de su libro De esto y aquello, en su corto ensayo
“Lope de Aguirre, el traidor” en el que compara a Lope de Aguirre con Paulo, el
protagonista de El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, sugiriendo
que “no era la carne bruta, era el espíritu torturado el que le llevaba a sus atroces
crímenes, era la desesperación” y que “el alma torturada y tenebrosa de Lope
de Aguirre, el Peregrino, el domador de potros, merece un estudio detenido”
(194-6) . Un estudio que era necesario, una vez lejano en el tiempo su vida y los
sucesos que le dieron fama, para comprender mejor no su figura, sino al propio
pueblo vasco, al propio pueblo hispano.
Así, Shanti Andía, el personaje protagonista de Las inquietudes de Shanti Andía,
de Pío Baroja, emprende una búsqueda por la memoria de archivos de su pueblo,
de su familia, para conocerse a sí mismo, y puesto frente a la figura del “loco”
de Oñate, profiere que “a pesar de sus crímenes y de sus atrocidades, Aguirre
el loco me era casi simpático” (71).
En esta línea de autoconocimiento y reconocimiento de la cosmogonía del pueblo
español con su pasado, el pueblo vasco, como hemos podido observar, había
comenzado a hacer suyo a Lope de Aguirre: un Lope de Aguirre que permitía
perfectamente a través de su figura simbolizar los sueños de independencia de
todo un pueblo, su relación con un poder dominante y atenazante, a través de la
historia. Así por ejemplo William A. Douglas y de J. Bliko en Los vascos en el
Nuevo Mundo sostenían que desde el comienzo de la expedición era obvio que
Aguirre, en conciliación con los vizcaínos, estaba conspirando contra su jefe,
aunque la traición del vasco Munguía a Lope de Aguirre ponía de manifiesto que
“lazos étnicos comunes no fueron siempre una garantía de solidaridad vasca”
(118). Y, a su vez, relacionaban la conseja difundida de que en la expedición,
desde el principio, se estaba decidido acabar con los vascos, con su firme opinión
de que “la desdicha de Lope de Aguirre y sus hombres únicamente podrá servir
para reforzar el recelo existente en muchos círculos en cuanto a que los vascos
aspiraban a subvertir la empresa colonial” (118).
Lope de Aguirre seguía siendo un enigma y solo un estudio crítico severo, juicioso
y razonable podía otorgar un punto de vista valioso a la escasamente conocida
historia de su vida. Era necesario afrontar el estudio, el rescate de un personaje
al que los siglos habían sepultado la voz por considerarlo “maligno”, “infausto
guerrero”, “demonio vil”, y había que hacerlo bien. Sin maldad ni benevolencia,
equilibrando las balanzas. Había que estudiarlo por él en sí mismo. No como
símbolo utilitario.
Por esto, resultan tan fascinantes las páginas que le dedicara Julio Caro Baroja
en El señor inquisidor y otros oficios, ocupado en estudiar aspectos y detalles
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de la persona, que, hasta entonces habían permanecido ocultos, sepultados.
Julio Caro Baroja, por ejemplo, destacaba la condición de no iletrado de Lope
de Aguirre, y su condición en cuanto a ser social de “hombre dominado por
conceptos medievales respecto a las leyes fundamentales de la vida” (82),
destacando, entre otros, el concepto de “más valer” (elemento fundamental en
la teoría del honor a finales de la Edad Media, concepto básico del sistema de
bandos y linajes que dominaba en el norte de España y contra el que lucharon
los Reyes Católicos), concepto que Diego Hernández declaró haber escuchado,
mientras Lope de Aguirre dictaba su carta a Felipe II: “–Adonde decía no avia
rey sino el que mas podía mas valía” (84), o el concepto de “desnaturación”
(término jurídico e institucional medieval por el que el vasallo culpa al señor
de algún mal gesto cometido para con él y se desvincula de su yugo, abrazando
la libertad).
Palabras que intentaban introducirnos en visión más amplia y profunda del
personaje, alejada de los discursos oficiales de los cronistas o de los tremendos
ataques que recibiera esta figura por parte de Emiliano Jos. Un Emiliano Jos,
que unido a los partidarios de la “leyenda negra” de Aguirre y afiliado con la
psiquiatría, en la colección de ensayos que recoge bajo el nombre de Ciencia y
osadía sobre Lope de Aguirre, emitiría un diagnóstico inexpugnable: “Era un
redomado traidor, un hombre de veracidad traspapelada, un hombre cuya alma
tenía más vueltas y revueltas que camino entre montañas” (4). Jos protestaba
contra la aplicación del caso particular de Aguirre, contra la generalización de sus
crueldades y crímenes, intentando demostrar que Lope de Aguirre, un verdadero
delirante, fue un punto negro ya borrado dentro de lo que es el mito heroico de
la Conquista. Asunto este ante el que Julio Caro Baroja señalaría:
decir que Lope de Aguirre padeció “el delirio de reivindicación” individualmente, como lo puede padecer
un enfermo de hospital es “aburguesar” su situación
histórica, porque no fue él solo, sino un fuerte núcleo
de soldados el que tomó en un momento la decisión de
rebelarse porque se sentían mal pagados por servicios
y sacrificios. (70)
El debate, por tanto, continuaba encarnizado. Pero si en otro siglo las palabras
de Jos, seguramente, hubieran quedado sin respuesta, el paso del tiempo, de
manera inusual hasta entonces, generó multitud de respuestas, de textos que
intentaron responder a las acusaciones de Emiliano Jos. Si Torrente Ballester
expresaba “hube alguna vez de manejar la hoy olvidada pero excelente tesis de
Emiliano Jos acerca del personaje” (18), por ejemplo, para Gilberto Triviños
los trabajos recogidos por Emiliano Jos evidenciaban “el carácter ilusorio de la
neutralidad o imparcialidad de su saber de especialistas. Sus retratos clínicos
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del rebelde se inscriben de uno u otro modo en ese monótono orden psiquiátrico
en el cual la rebelión, la revolución y la locura pueden convertirse en términos
perfectamente intercambiables” (20). Y para Castel:
Los psiquiatras del siglo XX que declaraban “psicópata
anafectivo” a Lope de Aguirre se inscriben así en una
tradición de especialistas que desplazan un problema
de poder, que se plantea en otra parte y de otra forma,
a una problemática totalmente médica, a una “pura”
cuestión técnica de la significación sociopolítica de lo
patologizado”, “la descalificación sistemática de dichas
narraciones como errores profundos, perversiones del
sentido moral o sentencias dictadas por depravados
instintos es necesariamente uno de los efectos más
espectaculares del funcionamiento de un saber y de
un poder según los cuales la mejor terapéutica para
contrarrestar el contagio del pensamiento de los
“monomaníacos homicidas” es quitar a los relatos
de sus crímenes todo sabor político, formular de otra
manera lo que en ellos se declara como la “verdadera historia” de los motivos de la violencia narrada.
(Triviños 24-6)
Respecto a esta cuestión, Blas Matamoro se referirá de la siguiente manera:
“Tomarlo por loco es, de alguna manera, sacarlo de la historia para meterlo en
el manicomio y estudiarlo como una excepción, como una anomalía, sin advertir
que era representativo de su civilización como cualquier otro personaje de su
rango” (14). Y años después, Acosta Montoro intentaba zanjar esta inacabable
cuestión, colocando en la boca de Lope de Aguirre, estas palabras: “¿En qué
cláusula del testamento de Adán se lega al rey de España el reino del Perú? (…)
Ninguno que llegó a ser rey tuvo jamás el nombre de traidor. Los gobiernos que
crea la fuerza, el tiempo los hizo legítimos” (118).
Asimismo, Ramón J. Sénder desarrollaba en La aventura equinoccial de Lope
de Aguirre un monólogo protagonizado por Lope de Aguirre a través del cual
dialogaba inteligentemente con los textos que lo tachaban de maniático:
¿El loco Aguirre? (…) ¿El criminal Aguirre? ¿Es
que alguien me llama así? Yo no he matado con mi
espada sino a otro hombre que llevaba también espada
al costado y preparaba mi muerte. (…) Los demás
no los he matado yo, sino el buen azar de Dios, que
por todos vela y que permite sólo aquello que debe
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Taller de Letras N° 40: 85-99, 2007
ser permitido.(…) Nosotros. Somos nosotros los que
hemos venido a la jornada de Indias. (…) Somos
honrados, pero ¿para qué nos sirve a los que no tenemos tierra donde fundar ni rentas con las que vivir?
Toda mi honradez la pongo debajo de la bota, de esta
bota que se afirma malamente en el suelo a causa del
aldabonazo que me dieron en la pierna. Un lujo, la
honradez, pero no el mejor, para mí. (…) Para nadie.
Poco haría con su honradez Felipe II si no matara
gente. Que ha matado más cristianos en secreto que
diez veces la gente que llevo yo en el real. Yo soy yo.
Yo soy vosotros. Yo soy todos los demás y yo soy el
único entero y joven o viejo, rico o pobre, lisiado o
sano, a quien vais a escuchar, a quien vais a obedecer
y a soñar. (235-6)
Inadvertidamente, las críticas y las obras habían dado un giro radical, y de la
demonización se pasaba a la glorificación. De rebelde a mesías, Lope de Aguirre
prácticamente llegó casi a ser canonizado por sus irredentos defensores de “La
Academia Errante”. No es extraño, por tanto, que Caro Baroja acometiera contra
el intento de glorificación de los miembros de la “academia errante”, advirtiendo
que sus deseos de salvación para con su figura seguramente no hubieran gustado
nada a Lope de Aguirre.
Sí, el debate continuaba. Había continuado. Pero de otra forma, de otra manera.
En el siglo que más guerras había protagonizado en su seno. Que más muertos
había producido. El siglo de la bomba atómica de Hiroshima, de la guerra civil
española, ya no podía juzgar con desdén al perdedor, al diablo, al monstruo aliado
con el diablo, pues, en cierta manera, este siglo había demostrado que todos
teníamos un diablo dentro, un loco a punto de estallar en cualquier momento.
Más allá de las lecturas económicas, en el siglo XX todos habían (habíamos)
perdido. Y después de Auschwitz, ¿quién era capaz de juzgar a alguien? Menos
aún por los crímenes que cometió hace quinientos años. Ahora se sabía que la
historia la escriben los vencedores. Y si para algo se debía acercar un hombre
a los sucesos de la vida de Lope de Aguirre era para comprender algo más de
sí mismo. Todos éramos o habíamos sido Lope de Aguirre. Por tanto, era el
momento idóneo para desenterrar su nombre del olvido y narrar su leyenda.
Leyenda blanca, por supuesto.
Una leyenda que va a ir creciendo a su manera, lejos ya del influjo imperialista
español, en Hispanoamérica. Estableciendo un debate interno y contradictorio
en su seno, entre los que se empeñaban en proclamarlo como ejemplo simbólico,
huella imborrable para la construcción de la primera rebelión americana (Otero
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Ni leyenda blanca ni leyenda negra: Lope de Aguirre…
Silva, Uslar Pietri), hasta los que lo consideraban como un “demonio” altanero
y ruin, que no respetaba ni a unos (españoles) ni a otros (indios), pues solo se
respetaba a sí (Ricardo Palma).
3. El Lope de Aguirre de Abel Posse
Es de todas las contradicciones –que hemos visto hasta ahora– de las que se
alimenta la historia, las que van a interesar a Abel Posse a la hora de enfrentarse
con el personaje. Un personaje despersonalizado por la historia, del que intentará
exprimir hasta la última gota de jugo, para explicándolo a él, explicarse a sí
mismo, esa tierra americana llena de múltiples contrastes, vivencias disímiles,
territorios angostos e intrincados, parajes hermosos, montañas como nubes o
frutas como selvas.
Abel Posse sabe que a la hora de introducirse en el personaje, de girar su visión
hacia su figura lejana, la figura que trazará será la del mapa americano a lo
largo de la historia. Por tanto, no teme ser golpeado por Aguirre. Él pide ser
golpeado, para golpear. Como golpea para ser golpeado. De las contradicciones, de los distintos argumentos intentará encontrar la verdad. La suya propia.
Porque para Abel Posse, Aguirre es fuerza y coraje, debilidad y cobardía,
escritor de un poema furibundo que fue su propia vida, intérprete de una obra
de teatro en la que se vio atrapado sin poder escapar, optando por amenazar
de muerte a quien creía su autor. Para Abel Posse, Lope de Aguirre lo es todo
y es nada. Es figura a través de la cual gira América, y símbolo referencial
para comprender mejor esa América que su figura no cesa de enjuiciar. En
definitiva, Lope de Aguirre no es nada más que un hombre. Y, como ya sabemos, por la lección borgeana, un hombre puede ser todos los hombres. O
acaso sus infinitas posibilidades.
Si, según Arturo Uslar Pietri, no “ha habido entre todos los excepcionales hombres
que recorrieron y sojuzgaron las inmensas tierras del Nuevo Mundo figura más
compleja y vigorosa y trágica que la de aquel personaje que con tanto sentido
de lo dramático, de lo histórico y de lo mítico, firmó su carta desesperada para
el rey con este nombre turbador: Lope de Aguirre el Peregrino” (55), lejos de
los discursos que van a centrar el debate sobre esta figura en el siglo XX, Abel
Posse intentará trasplantarse a un plano atemporal desde el que poder extraer
las máximas posibilidades que ofrecía el personaje. Va a intentar comprenderlo
e intentar comprenderse mejor a sí mismo gracias a este estudio. Y va a clamar
por su honra y por su vileza. Pero, sin tomar partido, como pocos han hecho en
el transcurso de este siglo.
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De la lectura que realiza Abel Posse de Lope de Aguirre, podemos deducir las
fuentes que le han sido válidas y las que no, las visiones que han enriquecido
su construcción y las que han sido obviadas.
Al igual que Caro Baroja, quien sostenía que Lope de Aguirre no podía ser
comprendido ni por sus defensores ni por sus detractores, “el que quiera conocerle tiene que volver a unos años antes de su muerte y estudiar lo que pasaba
entonces no sólo en el País Vasco sino en media Europa”, “probablemente
Pedro de Ursúa había matado tanta gente como él, con la diferencia de que eran
negros” (69), para Abel Posse ni siquiera en el caso de Lope de Aguirre existe la
leyenda blanca o la leyenda negra. Por tanto, hará omisión tanto de los estudios
que se han realizado sobre el personaje desde el punto de vista tradicional, caso
de Ricardo Palma, que considera a Aguirre como “uno de esos monstruos que
aparecen sobre la tierra como una protesta contra el origen divino de la raza
humana” (76), de Valle Inclán, que en el clímax final de Tirano Banderas (1926)
lo equiparará con el dictador del que se ocupa la novela, como de los que intentan
enaltecerlo como símbolo guerrero de utópica libertad, dígase Ignacio Amestoy,
para quien Lope de Aguirre es un representante simbólico de la actitud de una
gran parte del pueblo vasco (una vez que se separa su figura de los referentes
históricos entre los que se desenvolvió), como de aquellos que le otorgan una
visión complaciente; los, a veces, ridículos intentos de “La Academia Errante”
por intentar redimir la figura de Lope de Aguirre de toda culpa.
Más bien, el terreno de Abel Posse es la duda. Ni afirmaciones ni negaciones
agresivas. Todo debe ser puesto en cuestión. Empezando por nosotros mismos.
Hábil rastreador de los escritos de sus contemporáneos tomará de ellos aquellas
ideas que le interesen. Las que le fascinen. E intentará que, en su discurso, se
vean renovadas por la fuerza de su caudalosa prosa. En este sentido, su Daimón
recoge el testigo que dejase el final de la novela de Miguel Otero Silva, Lope
de Aguirre, príncipe de la libertad, y llevará las posibilidades que apuntaba su
final al extremo. Intentado agotar las múltiples posibilidades que el personaje
otorga. Un final, el de la novela de Otero Silva, en el que contemplamos cómo
la metamorfosis del monstruo condenado a gemir en el río de sangre y fuego al
que las tradicionales visiones humanas esclavizaron, es ahora un rebelde trágico que permanece en la imaginación de los pueblos que no le permiten morir,
regresando a la tierra en la forma de un alma errante que no encontrará dicha ni
reposo en el mundo, en busca siempre del único pecado del que se arrepentirá
haber cometido, la muerte de su hija. Monstruo herido que proclama su resurrección, su decisivo deseo de no abandonar el país de los vivos. Su muerte es
más viva que la vida de los muertos en vida que siembran la tierra: “los espíritus
de los hombres muertos nunca podrán ser vencidos por los cuerpos de los vivos
cobardes” (182).
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Alejandro Hermosilla Sánchez
Ni leyenda blanca ni leyenda negra: Lope de Aguirre…
Sus conexiones con esta obra no acaban aquí, pues Otero Silva nos dibujará
un Lope de Aguirre consciente de que “la historia del Nuevo Mundo ha sido
amasada con barro de traiciones”, poseedor de un “daimón” que le advierte
que en el eterno acto de lo que siempre se repite, él siempre será un desposeído
del paraíso, un marginado de la benignidad palaciega y será defenestrado, sin
reposo alguno toda su vida. Un “daimón” que en la novela de Otero Silva se
encarna bajo la forma de un diablo llamado Mandrágora, con el que Lope de
Aguirre realiza un auténtico pacto fáustico: “En este tiempo comenzó a correr
de boca en boca la extraña novedad; yo, Lope de Aguirre, llevo conmigo dentro
de mi cuerpo un familiar, un demonio mínimo que me obedece como siervo y
me da noticia de las cosas secretas que suceden en el real y de las marañas que
se unen contra mi persona. El familiar se llama Mandrágora, se cuela en los
bohíos a medianoche, está en todas partes, pues (según el testimonio de los libros
sagrados) los demonios están en todas partes al igual que Dios, Mandrágora
y yo hemos firmado (con sangre de mi dedo meñique izquierdo) un pacto por
cuya fuerza y virtud él me advertía de los peligros que corro y de las traiciones
que en el campo, se fragüen, y yo le entregaré mi alma en cambio a la hora de
mi muerte. He hecho un lindo negocio, ya que he vendido un alma cuyo fatal
signo no era otro que el infierno” (255).
Posse huye de posturas sentenciosas, de lecturas clínicas o patológicas de la
figura de la que se ocupa. Su escritura se alimentará del engaño de las obras de
ficción, de los ensayos de reflexión, de las biografías autorizadas, y pervertirá
y transmutará todas ellas en beneficio de su estética de la convulsión. Todo es
puesto en duda. Todo puede ser o haber sido de diferentes maneras. Su escritura
es una contralectura de las lecturas del personaje. No hay una única verdad. Sino
que cada hombre tiene la suya. Y a Posse le interesan determinadas verdades.
Su lectura, en este sentido, se encontraría cercana a la que realizara Ramón J.
Sénder en La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, que según Gilberto
Triviños, es
esencialmente dialógica, contrasta la versión de los
vencedores con la de los vencidos, los hace interrogarse
y relativizarse mutuamente, intentando mostrar que la
verdad convencional, en la que todos aún inconscientemente creemos, es una verdad que tiene su origen
en una violencia fundadora, que en nada distingue las
opiniones de los antagonistas clásicos hasta que una
violencia decisiva advierte de la definitiva “verdad”
de una de ellas. (40)
Para Abel Posse la historia se escribe con palabras de diálogo, por tanto. Diálogo
enredado, enriquecedor, trabado o fecundo, no importa. Lo importante es dialo97 ■
Taller de Letras N° 40: 85-99, 2007
gar y encontrar un punto de vista. Una visión desde la que, sutilmente, manejar
los símbolos, los signos, a nuestro antojo. Olvidar los discursos totalizadores,
los discursos de un solo enfoque, espejo que nos devuelve la nada escrita en
sus líneas y trabajar en un proceso incisivo, intrigante, asimilable al de los
hechiceros que fabricaron las primeras palabras, de los brujos que llegaron por
primera vez a América, de los indios que saltaban sobre el tapiz del fuego en sus
innombrables noches, que nos permita no contemplar la historia sino vivirla, no
observarla sino actuar sobre ella. Somos nosotros los que hacemos la historia y
no la historia la que nos hace a nosotros. Por tanto, es el momento de dejar de
pensar y reflexionar, de dejar de estar en el mundo de una u otra manera. Hay
que comenzar a ser. A ser ya y desde ahora. Aquí mismo. En el tiempo de la no
historia. Del no tiempo. Del no espacio. En el espacio de la nada, donde el ser
abunda. Cuando el ser es todo porque comprende que no es nada. En el camino
de la ascesis espiritual de la no escritura de Abel Posse. Cuando ya ni tan siquiera
hay lenguaje. En el espacio de Daimón, o de cuando Lope de Aguirre nunca
existió porque vivía en nosotros mismos. Cuando cruzamos nuestra mirada en un
espejo y, comprendemos, que podemos ser no solo uno sino todos los hombres.
Lejos de las leyendas blancas y las leyendas negras.
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