ALMA Hace nueve años que Alma marchó para no volver. «Nunca más me volverás a ver», me dijo aquella noche. Estábamos en el puerto y su barco a punto de zarpar. Solo recuerdo que bajo el gran sombrero de paja podía verse una leve sonrisa de satisfacción, "tranquila podrás sobrevivir sin mí", me dijo mientras toda su silueta iba desvaneciéndose entre la espesa neblina matinal y el humo de proa. Yo, impertérrita me mantuve, sin atreverme a mirar alrededor ni a irme de aquel lugar deseando que Alma volviese a mi lado como tantas veces había hecho. Habíamos sido amigas desde que tengo consciencia y recuerdos. No hay hito en mi vida en la que no se encontrase ella: siempre serena, siempre tranquila, siempre sonriendo a mi lado, sabiendo que podía contar con ella. «Alma ya está aquí, estás a salvo». Era una especie de amistad oscura, de dependencia constante. Una presencia siempre cercana, siempre aunada a mi ser. Ella es mi mitad y sin ésta me encontraba sola y perdida. Y ahí seguía, diciéndole adiós con las manos, sin derramar alguna lágrima y sabiendo que nada volvería a ser como ayer. Entre la neblina matinal podía contemplarla con el rostro mirando hacia el horizonte, seguramente con aquella sonrisa que siempre mostraban sus labios: de orgullo y con aquellos ojos desafiantes y valerosos... ¿Cómo no podía admirarla si toda ella era antagónica a mi persona, si era todo aquello que yo deseaba ser? Yo, sin embargo, con mi débil constitución, con unos ojos de muerte y labios de gel, una cabellera esponjosa y desordenada y una figura sin forma, me escondía detrás de su persona por pánico a que me vieran y así desmontar todas las bases de mi casi inexistente autoestima. Alma era yo y yo era Alma. Ella que siempre se encontraba a mi lado dándome fuerzas para luchar contra el mundo, para luchar contra la Naturaleza: una mujer salvaje, violenta e injusta que arremetía contra todos y todo. Era una señora mujer, de cuerpo enorme, ojos de cereza, nariz alargada y una boca grande y siempre abierta, que se escondía siempre entre los matorrales del bosque. Cuando Alma y yo paseábamos juntas contemplando las golondrinas volando en perfecta sintonía la conocimos, al verla yo reculé, quería irme corriendo para no volver, pero Alma la encaró, la conversa fue larga y extensa, llena de contenidos agresivos y alusiones a la Muerte, pero yo no quería escuchar. Era tan triste recordar la pérdida de una gran amiga, la Muerte, qué fue de ella, también se fue, como hace nueve años Alma. También me abandonó y entre la oscuridad de la noche, la humedad del lago que reflejaba su figura: convencida y seria dijo «No te preocupes, algún día volverás a verme». Muerte, mujer alta y esbelta, de larga melena negra y ojos del carbón, mujer misteriosa que en todos los lugares de este gran mundo te veía, era una presencia constante, una amiga fiel que todo lo sabía y todo le contaba; que amargo es tu recuerdo. ¿Naturaleza porqué me la recordaste, porqué reviviste su existencia en mi mente? Me puse en cuclillas, tapándome los oídos con las manos detrás de Alma; me encontraba a sus pies y la miraba con lágrimas en los ojos, empapando el suelo y entonces salieron brotes de la tierra. ¿Es que el dolor produce vida? Naturaleza aprovechaba mi tristeza para reconstruir su posada, mis lágrimas son las baldosas que poco a poco brotaban de la fértil tierra. Alma estaba furiosa, como un perro con rabia dispuesta a atrapar a su presa, despellejarla viva. Y mientras, yo tan débil, a sus pies sin saber qué hacer, llorando sin consuelo. Entonces lo oí, Naturaleza me hablaba y me dijo «Humana, levanta». Pero cómo iba a levantarme sin Alma.