Soria Carlos Maza Gómez © Carlos Maza Gómez, 2010 Todos los derechos reservados 2 Índice Soria 1. La llegada ................................. 6 2. Ermita del Mirón ...................... 12 3. Catedral de San Pedro .............. 20 4. Claustro de San Pedro .............. 30 5. Ruinas de San Nicolás .............. 35 6. Calles Real y Zapatería ............. 40 7. La torre de doña Urraca ............ 45 8. Los Doce Linajes y la Audiencia 52 9. Santa María la Mayor ............... 58 10. Nuestra Señora del Espino ........ 62 11. Condes de Gómara .................... 68 12. San Juan de Rabanera ................ 72 13. El instituto .................................. 81 14. Santo Domingo ........................... 91 15. Convento de la Merced .............. 99 16. Callejeo ....................................... 104 17. Museo Numantino .......................109 18. Alameda de Cervantes .................117 19. San Juan de Duero .......................125 20. El Duero .......................................131 21. San Polo .......................................137 22. San Saturio ...................................140 23. Sobre el Duero ............................ 146 24. Cerro del Castillo .........................150 3 Introducción Siéntate ahí, ponte cómodo. Coge estas páginas y lee. Quizá no haga falta que lo hagas siquiera. Eso significará que tienes buena memoria aún, que la cabeza no te falla, que puedes recordar aquellos tres días recorriendo Soria y el pueblo de Almazán. Pero seguramente los detalles se te escapen, a cualquiera le pasaría. Leyendo estas páginas tal vez llegue el momento de cerrar los ojos y dejar que aquellos días vuelvan hasta ti, que recorras el paseo del Mirón una vez más, que te sientes en la plaza Mayor por la tarde y pidas, por variar, una cerveza sin alcohol. Después, la larga caminata, el calor y el cansancio parece que se evaporan al contacto con la bebida fría. Entonces todo vuelve, la gente que se sentaba alrededor, la muchacha que te vendió a regañadientes un bocadillo la primera tarde, los actores que irrumpieron en la plaza disfrazados de personajes extraños, verdes, uno de ellos montado sobre otro que hacía de camello. Los niños arremolinados, contentos, expectantes. Los que se intentaban colar entre las obras de la Audiencia volviendo para ver qué era eso, los monigotes dando vueltas por la plaza haciendo sonar una caracola. Volverán las familias a recorrer el Collado saludando a los amigos y los viejos que se sentaban en el paseo y las ancianas que tiraban bolos junto a la ermita de la Soledad. Regresarán aquellos días luminosos, sencillos, y dejarán de ser distantes. Tú también te convertirás en el que eras entonces, un hombre de mediana edad, aún fuerte, capaz de largas caminatas, incansable en la búsqueda de nuevas calles, de historias distintas, una buena fotografía. Sí, mira las fotografías también que vienen aquí. Quizá baste con eso para que aquel mundo vuelva y sientas los espíritus de Machado y Leonor en tu paseo por la orilla del Duero 4 hasta San Saturio, los árboles junto a la ermita plagados de letras que son nombres y de números que son fechas. Ese acodarte en la pasarela y sentir el rumor del río, el viento soplando sobre los álamos de la orilla. Como si el propio don Antonio, con sus treinta y pico de años, recién casado, aún fuera a aparecer a tu lado, Leonor de su mano, para conversar del tiempo, de los recuerdos, de qué supone ser viejo o estar enamorado o recordar la niñez pasada. 5 1. La llegada Al principio fue el deseo de hacer una nueva escapada a tierra castellana, después de los viajes a Segovia, Toledo o Ávila. Pero ya no quedaban sitios cercanos, de esos que puedes recorrer en un solo día. Así que miré más allá, alguno donde pudiera estar uno, dos, quizá tres días. Se ofrecían Burgos, tan atractiva, Salamanca, cuya plaza quiero algún día recorrer. Tal vez la más humilde fuera Soria. Pero me gustan los sitios así, nada grandes, abarcables, con una medida humana que no exceda mucho del recorrido de un día entero. Además, estaba Machado. Uno de los párrafos de su vida, el de su exilio, lo había recreado literariamente unos meses antes lo que me indujo a preguntarme cómo debieron ser sus días felices, aquellos en que llegó a una ciudad que le recibió con alguna desconfianza, donde, superada la treintena, fue a fijarse en una muchacha tan joven, la hija mayor de la patrona que regentaba su pensión. El terreno que media entre la salida de Madrid y la desviación de la autovía que conduce a Zaragoza y Barcelona no tiene un paisaje que apetezca mirar dos veces. Se pasa Guadalajara, al menos vi la indicación en tal sentido, pero a los lados de la carretera se levantan naves industriales, fábricas, sedes de empresas. A su alrededor campiñas que ahora eran de secano, amarillas, impersonales. Luego el autocar se desvía a la derecha, sube por un puente y atravesamos la autovía que acabamos de dejar. Tras unos kilómetros el ambiente cambia con cierta radicalidad. Ves el cartel que anuncia desviaciones a pueblos que me gustaría visitar: Medinaceli, Almazán. Este último pueblo sobresale al fondo, la torre enhiesta de una iglesia (quizá San Miguel, piensas, esperando el momento de visitarla, sin saber aún que será uno de los momentos más interesantes de tu viaje). Se ve algún arroyo que bordea la carretera, casi seco debido 6 a la sequía, árboles que empiezan a menudear. El autocar ronronea cuando sube cuestas que nos alejan del llano anterior. Los pinares discurren a ambos lados de la carretera. De repente, casi a la entrada de un pueblo pequeño, ocho casas mal distribuidas, me quedo estupefacto: Una pequeña y perfecta iglesia románica parece hacerme un guiño. Lamento no llevar a mano la cámara para sacar su imagen, tan lejos de ese pueblecito como para ir andando, que dicho pueblecito ni siquiera llegue a saber cuál es. Allí queda sola la pequeña ermita, un ejemplo más de ese románico que buscaba en la soledad de los campos el recogimiento interior, lejos del gótico que pretendía transportar el alma ciudadana hasta la altura divina. Cuando al fin llega el autocar hasta la estación de Soria mi primera sorpresa es el servicio de taxi. Me dice un vendedor que mire fuera de la estación, a la izquierda, a ver si hay alguno. Es una parada de taxis aunque nada lo indique, salvo un teléfono casi desvencijado donde se reciben las peticiones. En ese momento sale el último taxi. Me quedo mirándolo y el conductor me mira también. “¿Necesita usted taxi?”. Afirmo. “Dentro de cinco minutos estoy aquí otra vez, espéreme a la vuelta, que será más rápido”. Así lo hago. Cuando pretendo coger otro taxi que descarga, el conductor me pregunta si he pedido vehículo. Digo que uno tenía que venir pero no lo ha hecho. Es renuente a pisarle el terreno a un compañero. Luego me enteraré que el servicio público de taxis en Soria se pide por teléfono y no se pasea uno sin rumbo a la espera de que pase alguno, porque probablemente sólo conseguirá cansarse sin remedio e inútilmente. Cada taxista me dará su tarjeta personal para que, en caso de que los dos teléfonos correspondientes a las paradas no tengan compañeros, puedas recurrir directamente a él. 7 Avanzamos por la ciudad intercambiando algunas frases y empiezo a sorprenderme. Me lleva por barrios de casas prácticamente nuevas, modernas. ¿Dónde está la Soria de la que me han hablado? ¿La que se recorría en una tarde? ¿Dónde se encuentran los monumentos, las casas viejas de las que has leído que pueblan el centro de la ciudad, las iglesias y conventos? Aquello parece una urbe de regular tamaño. El taxista se muestra algo despectivo: “Aquí los jóvenes emigran pronto. No hay trabajo, se van”. Pienso que es extraña esta afirmación y me parece contradictoria con la presencia de casas tan nuevas. Si se construyen es que hay demanda de ellas, digo yo. Pero la ciudad he leído que tiene algo menos de cuarenta mil habitantes. El taxista incluso da una cifra más baja. Y yo aquello lo veo grande para ese número, lo seguiré viendo grande cuando pasen los días. He estado en poblaciones de sesenta mil habitantes que parecen considerablemente más pequeñas que Soria. No tendré tiempo de ir más allá. Sólo recorreré concienzudamente el centro, el que guarda la historia medieval de la ciudad, sin poder apenas más que entrever en taxi esa parte más moderna por donde circula el tráfico, se ve poca gente paseando y hay, en general, pocos comercios. Al fin el taxi se introduce por un estrecho camino. A la derecha empieza a verse un erial y, más abajo, la ciudad vieja. A la izquierda hay una muralla y césped y unos bancos donde ahora no se sienta nadie, pero que se llenarán de viejos por la tarde. Después, una mole sorprendente. “¿Qué es esto?”, le pregunto al taxista. “La ermita del Mirón”, responde escuetamente. Y me gusta porque detiene el coche apenas unos metros más allá y me señala el hotel donde tengo contratadas tres noches. Ahora sé que tengo la ermita justo enfrente, que cuando salga por la puerta del hotel veré cada día la mole considerable de la ermita levantándose detrás de un campo verde. Entre ambos, ermita 8 y hotel, un camino. El que lleva al mirador, me digo, por donde se domina la hoz del Duero, la mirada perdida de una jovencita vencida por la tuberculosis, en silla de ruedas, mientras Antonio se sienta a su lado y juntos ven el atardecer, tal vez la mano de ella entre las de él, los dos hablando de tiempos pasados, mirando lo que yo veré en breve, esa misma noche, los restos de la muralla, el brillo del río por entre los arcos del puente. Tal vez escuchasen lo que yo oí una noche, mientras cenaba como todas en aquel mirador un bocadillo de queso y jamón. Era la noche levemente ventosa, había poca gente a mi lado porque empezaba a refrescar. No tuve la prudencia de llevarme una rebeca y sentía algo de fresco pero no deseaba irme aún. La pareja que había bajado por la cuesta unos metros y se había sentado en una roca, las manos unidas, dejando vagar la mirada por el paisaje, el río, las murallas, el monte de las Ánimas enfrente, ya se había ido. Casi estaba solo cuando escuché, nítidas, unas notas que venían de algún lado ahí abajo. Quise pensar que era una 9 dulzaina pero tal vez fuera simplemente una flauta. Alguien que parecía tocar para sí mismo, repitiendo notas, parando de vez en cuando. Yo seguía su pequeño e interrumpido concierto. 10 El viento soplaba sobre los árboles de la orilla dejando un rumor persistente. Lo sentía en la piel mientras comía mi bocadillo pero no quería irme a la habitación todavía. Era un rato especial el que reservaba cada noche allí, en el mirador donde acaba el paseo del Mirón. Dejando que las nubes se fueran oscureciendo, que a mi espalda adquirieran en ocasiones unos tonos rojizos y crepusculares. Sentado en el banco escuchaba las notas de aquel músico improvisado y quedaba en paz, como si fuera yo mismo el que tomara las manos de Leonor, las manos de las que huía la vida, para recitar unos versos... ¡Colinas plateadas, grises alcores, cárdenas roquedas por donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria, oscuros encinares, ariscos pedregales, calvas sierras, caminos blancos y álamos del río, tardes de Soria, mística y guerrera, hoy siento por vosotros, en el fondo del corazón, tristeza, tristeza que es amor!. ¡Campos de Soria donde parece que las rocas sueñan, conmigo vais! ¡Colinas plateadas, grises alcores, cárdenas roquedas!... Dejar que la música suene en la tarde que declina, que el rumor de las conversaciones a tu lado vaya acabando y el último paseante marche. Quedar solo en la plazoleta de los Cuatro Vientos y entonces sentir que es tuyo aquel mismo paisaje, que las rocas sueñan para ti y que el sueño es de paz, de amor sereno y de nostalgia. 11 2. Ermita del Mirón No me hace falta ver de nuevo las fotos realizadas. Me basta cerrar los ojos para recordar la ermita, lugar siempre de llegada y de partida en mis exploraciones de cada día. Al salir del hotel era lo primero que veía, imponente, frente a mí. Pasaba andando a su lado y no podía por menos de mirarla como lo hice la primera tarde, llenándome del encanto de su forma y la disposición de sus elementos. Frente a la puerta principal hay una gran extensión de verde cerrada por una valla de piedra a lo largo de la cual hay un poyete. En medio, una estatua sobre una columna. Si no hubiera estado tan ocupado yendo y viniendo por Soria no me hubiera importado pasar un buen rato sentado allí. Cuando llegaba la tarde iban llegando al paseo de Mirón grupos y grupos de ancianos que se sentaban en las mesas de madera y charlaban o jugaban a las cartas. Pasaba a su lado y nos mirábamos, por mi parte curioso, probablemente también por la suya. Pero frente a la ermita, sobre el césped, el anochecer era de grupos de jóvenes que permanecían recostados y hablaban también, eternas conversaciones de las que se nutre la sociedad. Una tarde estaba sentada en el poyete, junto a ellos, una señora mayor, bastante bien vestida, leyendo un libro. Por un momento imaginé que era de poesía, ¿qué mejor sitio para ello?, y me gustó su tranquilidad, el sosiego de la lectura vespertina junto a los jóvenes que charlaban a pocos metros de ella. Hay algo que me gusta siempre de aquellas escenas donde conviven las edades. En mi juventud la separación era muy radical, los jóvenes decíamos detestar el modelo paterno aunque en muchos casos volviera finalmente a repetirse, matizado, con el tiempo. Por eso me gusta que no sea así, que distintos como somos según la edad en gustos y valores, haya sin embargo la posibilidad de convivir en un 12 mismo espacio. Eran tardes hermosas aquellas en que pasaba presuroso junto a la ermita cargado con mi cámara, la gorra en la cabeza, y miraba el césped, los viejecitos sentados en sus bancos, mirando a quien pasaba, charlando de sus cosas. Luego volvía por la noche, deseando coger mi bocadillo, la lata de refresco y sentarme en el miradero de los Cuatro Vientos. Inevitablemente, volvía a mirar la ermita y, en no pocas ocasiones, le hacía una nueva foto con el mismo encuadre, idéntico ángulo. Era que el cielo aparecía distinto, el aire se espesaba más que otros días o el grupo de personas había cambiado y todo parecía un poco distinto. En el siglo XIII el rey castellano Alfonso X el Sabio mandó hacer una relación de las treinta y seis parroquias que tenía Soria por entonces. De aquellas sólo han pervivido cuatro hoy en día, además de las ruinas de San Nicolás, que levantan sus raigones cerca de la calle Real. Una de ellas, probablemente la más antigua, es la ermita de Nuestra Señora del Mirón, antigua parroquia que fue viendo decrecer su número de vecinos hasta perder dicha condición 13 quedando en ermita. Una de las cosas que me han llamado la atención, cuando me he sumergido en el pasado de Soria, es la escasa o inexistente prueba documental con la que establecer hechos, fundaciones o monumentos. Nada se registraba y sobre todo ello se iba construyendo una leyenda a base de creencias del pueblo llano o de intereses espúreos de los poderosos. Esta ermita puede ser un ejemplo. Aparece registrada en dicha relación de Alfonso X. Todo lo demás es historia, cuento, narración, leyenda. Pero en toda leyenda hay, probablemente, una pizca de verdad en la que conviene indagar. Según ella, la ermita es de origen visigodo y fue respetada, cosa creíble, por los musulmanes cuando ocuparon este lugar. Por entonces Soria era una simple aldea que no debió revestir un interés especial ni ciudadano ni estratégico. La santera del lugar, que luego me enseñaría su interior, me contó el origen de la misma que después he contrastado con otras informaciones (coincidentes con la 14 suya, por otra parte) y con mi natural escepticismo en materia de creencias. Cuando el rey visigodo Leovigildo toma el poder en el 573, esta parte del Alto Duero estaba dominada por los reyes suevos que se extendían desde Galicia hasta aquí, en concreto por Teodomiro al que le sucedería Miro. Leovigildo empezó una serie de conquistas, como la ocupación de Cantabria en el 574 y, al año siguiente, realizó una serie de avances sobre terreno suevo que obligaron a este rey Miro a retroceder y, finalmente, a declararse vasallo de Leovigildo. Éste es aproximadamente el contexto histórico en que pudo desarrollarse la construcción de la ermita, según mi interpretación. Por una parte, se sostiene que el nombre de Mirón provendría del rey Miro, cosa desde luego no probada. Por otra parte, entiendo que la leyenda de la aparición milagrosa de esta virgen podría entenderse muy bien dentro de la tensión entre suevos y visigodos, que en aquel tiempo es lo mismo que decir entre el catolicismo de los primeros y el arrianismo de los segundos. Hasta que su hijo Recaredo abrace la religión católica los visigodos fueron arrianos, herejía consistente en negar la naturaleza divina de Jesucristo, fundamentalmente. En esa tensión religiosa resulta muy oportuna la aparición de la Virgen para reafirmar el catolicismo de sus partidarios. Así, la leyenda dice que en este lugar estaba arando un labrador cuando encontró que los bueyes se paraban repetidamente en un punto. Este hecho se repitió varias veces sin que el hombre pudiera hacerles avanzar. En un momento determinado escuchó una voz que decía repetidamente: “¡Mira, Mirón!”. Impresionado por el hecho, dio parte de lo sucedido a las autoridades de la aldea que fueron allí y comprobaron el hecho milagroso de que los bueyes no avanzaban. Mandaron excavar en ese punto y de allí desenterraron la talla de una virgen a la que 15 denominaron Nuestra Señora del Mirón. Porque se da el caso de que el labrador, al descubrirse la estatua, cayó al suelo repitiendo una y otra vez: “¡Mira, Mirón!, ¡mira, Mirón!”. De ahí que dichas autoridades mandaran levantar la primitiva ermita. No puedo dejar de pensar que la aparición virginal era muy oportuna para reafirmar la fe católica del rey Mirón y de sus partidarios, sobre todo en un tiempo en que los avances de Leovigildo suponían un avance incontenible de la herejía arriana. Pero todo esto, naturalmente, es pura especulación. La leyenda sigue siendo leyenda sin comprobación y ni siquiera se sabe si tiene relación con el rey Miro ni si éste llegó a dominar estas tierras. La tarde que volví de Almazán, cansado y feliz, observé que la ermita estaba abierta. No lo pensé dos veces y entré en ella. Era mucho más grande de lo que yo imaginaba. Aparecía, para mi gusto, demasiado recargada, con un estilo rococó de columnas llenas de volutas, retablos cargados de adornos y dorados. La planta es de cruz latina con una sola nave y, por encima, una cúpula semiesférica. Desde muy pronto, probablemente por la leyenda de su origen, esta virgen fue protectora de los labradores que le rezaban una novena cada 15 de mayo sacándola en procesión si se deseaba que llegaran las lluvias a aplacar una situación de sequía. Al cabo del tiempo, cuando la veneración hacia el que sería patrono de la ciudad, San Saturio, creció, se llegarían a hermanar las cofradías de ambos santos para formar procesiones conjuntas de rogativas desde 1630. Por eso, cuando se levantó la nueva ermita de San Saturio en 1703 se quiso hacer lo mismo con Nuestra Señora del Mirón. Se echó abajo casi toda la iglesia menos el ábside, que hoy es sacristía, y se edificó una nueva, más suntuosa y dentro del estilo típico del siglo XVIII, 16 acabándose en 1745. Diez años más tarde, para concretar aún más el hermanamiento de ambas ermitas, se construyó sobre una columna la figura de San Saturio. Todo ello se hizo con aportaciones de fieles y de pueblos colindantes. Por eso no es de extrañar que me encontrara en el interior de la iglesia, sentada y silenciosa, a la santera del lugar. Cuando me dirigí a ella, no recuerdo con qué motivo, empezó a explicar que ella enseñaba la iglesia de manera voluntaria por la confianza que depositaba el sacerdote a cargo de ella. Que había estado muy enferma después de la muerte de su pobre marido, trabajador que había sido en Zumárraga para una empresa de electrodomésticos. Tras su fallecimiento a ella la habían tenido que ingresar, entendí que con un problema pulmonar grave, pero que se había recuperado lo suficiente. Pude entender que sentía un especial agradecimiento por su curación a esta virgen del Mirón y por ello se había ofrecido para cuidar y enseñar la iglesia por un pequeño donativo. 17 Me habló de la virgen, que presidía el retablo sobre el altar, de las imágenes de San Saturio y su discípulo San Prudencio, que se mostraban en el altar de la derecha. Y luego, con algún misterio, abrió una puerta y me introdujo en la sacristía, la única parte conservada de la iglesia original. Frente a los adornos recargados de la nave principal aquello era tosco, antiguo y bonito. Estaba el retablo original de la ermita donde ahora habían colocado a una virgen de cierto tamaño, “con pelo natural” me aclaró y la escalera que permitía acceder al actual altar mayor por detrás. La santera hablaba y hablaba sin parar y no sé si me vio algún gesto de escepticismo al contarme por primera vez la leyenda del descubrimiento de la virgen pero se apresuró a enarbolar las fotocopias de documentos que ella misma había extraído de los archivos municipales y en los que venía contada la misma leyenda, el labrador, los bueyes y el ¡Mira, Mirón! Luego me despedí con un buen recuerdo de ella, el donativo estipulado y la satisfacción de haber conocido 18 finalmente todo el interior de la ermita. Porque es lo cierto que, de forma contraria a las iglesias y ermitas andaluzas, siempre cerradas, las de Soria están abiertas continuamente y es fácil penetrar en ellas entre oscuridad y algunas figuras sentadas en los bancos o arrodilladas, para visitarlas, recogerse o hacer alguna fotografía del lugar. 19 3. Catedral de San Pedro Cuando me asomo a la ventana de la habitación la vista es vertiginosa. El extremo oeste de la ciudad, el que constituyó el primer núcleo de población de la ciudad, se extiende de forma alargada hasta la orilla del Duero. Soria es una hondonada protegida y limitada por dos cerros: el del Castillo, frente a mí, en cuya cima se levanta el parador Antonio Machado y el del Mirón, donde me hallo. Abajo, pues, veo una parte de la ciudad, casas y más casas de tejados rojizos. Entre ellas se levanta, a la derecha, una mole de ese color tan castellano de la piedra enrojecida por compuestos de hierro. Es imponente y más me lo parecerá algo más tarde, cuando me vaya acercando hacia ella bajando el cerro. Miro el plano y confirmo lo que sospechaba, es la catedral de San Pedro. Tuerzo el gesto. Los lunes no se puede visitar. Además el taxista me ha dicho que es día de Santiago, fiesta local, de manera que todo estará cerrado, sólo voy a poder pasear pero no me importa. 20 Si se sale del hotel hay dos caminos para llegar a Soria andando. En uno de ellos se debe continuar por el paseo de Mirón hasta su desembocadura en la carretera de Logroño que hace una amplia curva terminando en la plaza de Tirso de Molina, frente al convento de la Merced. Desde allí es fácil acceder al centro de la ciudad. Otro camino es empinado y de tierra. Sale poco después de la ermita del Mirón y baja abruptamente hacia la parte oeste que se podía ver desde mi ventana. Cuando se baja por él todo alrededor es un erial de tierra rojiza y amarillenta. Sin embargo, este paseo de Narros está flanqueado por álamos y, caminando por él, queda lejos todo, la ciudad, la carretera, el propio hotel y la ermita. Casi nadie va por ahí y la vista de la catedral se va desplegando mientras caminas entre el rumor del viento sobre los árboles. Es cierto que el camino de vuelta, hacia arriba, es para pensárselo dos veces por su pendiente, pero el de bajada está lleno de belleza. Cuando lo hice iba viendo esa mole apenas entrevista antes, cómo iba acercándose cada vez más. Es 21 enorme y más lo parece porque toda la parte de atrás de la iglesia y el claustro anejo aparece libre de edificios. Fui recorriendo lentamente su perímetro hacia la fachada principal. Frente a ella la plaza de San Pedro, antigua ágora o mercado de la ciudad, cuando ésta se circunscribía a un estrecho límite cercano al río y presidida por la enorme catedral. 22 Cuando el centro de gravedad de la ciudad fue trasladándose hacia el este a medida que los distintos barrios aislados se iban conectando y la ciudad se prolongaba hacia el único lugar posible de expansión, la ciudad emprendió obras en esta plaza canalizando un importante arroyo que bajaba desde el cerro del Castillo y echando abajo diversas casas para permitir que la plaza adquiriera las proporciones actuales. Hoy es amplia, de poca vida transeúnte, pero vía fundamental en coche para llegar hasta el puente y, desde allí, coger alguna carretera a distintos pueblos o marchar caminando por el bello paseo junto al Duero. 23 A un lado de la plaza, presidiéndola, la catedral, escenario de disputas eclesiásticas seculares. En efecto, desde los tiempos visigodos está atestiguada la ciudad de Osma, hoy Burgo de Osma. Soria adquirirá importancia bastante después, cuando el rey aragonés Alfonso I el Batallador la repueble en el siglo XII. Antes había sido simplemente una vaga referencia, una aldea junto al río. En la alianza medieval de los primeros reinos cristianos con la organización eclesiástica fue Osma sede arzobispal de importancia. Desde el punto de vista religioso, Soria creció a su amparo. Esta catedral en concreto fue levantada en 1152 como colegiata para la orden de San Agustín sobre una pobre ermita anterior. Desde el principio se le dio una gran magnificencia. De aquella construcción entonces iniciada queda la portada de estilo latino-bizantino, donde se puede apreciar al apóstol con las llaves en la mano, bajo un arco. También el claustro es del siglo XII. Todo lo demás hubo de reconstruirse en el siglo XVI en unas circunstancias que, de ser cierta la historia narrada por el insigne historiador de la villa, Nicolás Rabal, no dejan de ser curiosas y extrañas. Desde un principio, la pugna entre la sede arzobispal de Osma y este centro religioso soriano fue constante. Ya inicialmente el deán de Osma impuso como condición que, en cualquiera de sus visitas, sería recibido con los honores oportunos y se le reservaría el lugar principal en el coro. Sin embargo, el deán de San Pedro le concedió las cortesías necesarias pero no quiso cederle la presidencia del coro, con lo cual empezaron las quejas y pugnas que habrían de extenderse durante siglos y llegar continuamente al rey e incluso al Papa. Los sorianos jugaron inicialmente bien sus cartas, favorecidos por un rey castellano muy agradecido a la ciudad, Alfonso VIII, quien en el siglo XIII solicitó del Papa Clemente IV la categoría de ciudad para Soria y el paso de 24 la colegiata a catedral, cosa que fue concedida por bula pontifical. Los de Osma protestaron aduciendo que esta concesión había sido obtenida con engaños y sin consulta a la sede arzobispal. La alegría de los sorianos no fue larga porque, a partir de ese momento, todas las peticiones de que se le concediera a Soria una nueva sede arzobispal o, más drásticamente, que se trasladara la de Osma a Soria, fueron denegadas por los reyes tras consulta con los de Osma al no atreverse a hacer cambios drásticos que provocaran conflictos eclesiásticos. La petición continuó durante siglos cada vez que moría un arzobispo y era denegada una y otra vez hasta que, ya en tiempos recientes, se ha declinado intentarlo de nuevo. Diversos hechos salpican esta enconada disputa, como por ejemplo el incendio intencionado de la casa donde residía el obispo de Osma en una visita a Soria, por dos noches consecutivas. El interior de la catedral, al que accedí al día siguiente, es monumental. Tiene más de cincuenta metros de longitud y casi cuarenta de ancho. Entré en plena oscuridad, cerca de las dos de la tarde, volviendo del paseo por el río. En la puerta tres mujeres charlaban tranquilamente y las saludé sin que me hicieran mayor caso. Pude iluminar brevemente la iglesia a base de echar monedas en un lugar al efecto. Me fijé sobre todo en las columnas, imponentes, que sujetaban un techo lleno de nervaduras de gran vistosidad. Una de las riquezas de esta catedral, al parecer, son los retablos. Obtuve uno nada más, el principal del altar mayor y algo de lejos. 25 26 Según he leído luego aquí se encontraron en exploraciones relativamente recientes (siglo XIX) vestigios de enterramientos nobles. Parece que algunos hermanos de ese rey Alfonso VIII pudieron ser enterrados aquí. Rabal describe también la apertura de uno de los sepulcros, generalmente sin inscripciones en su lápida. Éste en concreto presentaba un esqueleto con jirones bajo su cabeza de una almohada de terciopelo carmesí y a los pies una arquilla vacía de la que se decía que contenía unos pergaminos que se llevaron a Madrid para ser descifrados y allí se perdieron. Nada se sabe del hombre enterrado pero los sorianos hablan de que fuera el infante don Juan, hijo de Pedro el Cruel. Tras la muerte de su padre en Montiel a manos de su hermano Enrique, Juan fue hecho preso y encerrado en el castillo de Soria. La leyenda afirma que allí se enamoró perdidamente de Elvira, la hija del alcalde del castillo. Una versión afirma que murió de amor porque ella estaba enamorada de otro. Otra versión, más elaborada, afirma que la citada Elvira intentaría averiguar quién sería su marido por el método habitual de las doncellas por 27 entonces: Sumergiendo el pie izquierdo a las doce de la noche en un lebrillo de agua bendita durante la noche de San Juan. Ignoro la forma en que las doncellas habrían de descubrir el nombre de su futuro esposo pero lo cierto es que Elvira averiguo así que habría de casarse con Juan y, tras consulta con el rey castellano por entonces, éste obligaría a convivir a los esposos en prisión hasta su muerte, tras la cual fue enterrado en la catedral. La mayor parte del edificio se derrumbó en 1520. Otros restos arruinados de distintos conventos y ermitas se observan en la ciudad, algunos ya desaparecidos. Muy cerca, al lado del río, la iglesia de san Agustín, de la que ya no queda casi nada y que enfocaría con teleobjetivo desde la ventana de mi habitación al día siguiente. Más adelante, hacia el centro, las paredes de san Nicolás, otra de las parroquias históricas de la ciudad, mutiladas, derrumbadas. La piqueta y el tiempo avanzan incansables hacia el deterioro de estos monumentos. Hay una historia que ya he dicho sorprendente sobre el derrumbamiento de la catedral. Dice ésta, comentada como cierta el libro de Raval, que dos canónigos en el siglo XVI, llamaron a un arquitecto encargándole una capilla en el interior de la iglesia, obra que fue realizada sin problemas. Al revisarla finalmente los canónigos le hicieron observar que una de las columnas impedía la vista de la capilla. El arquitecto coincidió con ellos pero afirmó que era una columna importante del templo y que no se podía quitar. Sus interlocutores exigieron el derribo de la columna, sin embargo, y el arquitecto, a regañadientes, así lo hizo. El resultado fue el derrumbe parcial de las naves de san Pedro. Parece una historia inverosímil. Lo que la hace al menos creíble es que unos años antes el cabildo de la catedral había solicitado al rey el traslado hacia el interior de la ciudad de la sede catedralicia, debido a que el centro de Soria se había 28 ido trasladando hacia el este y ahora la catedral, antiguamente central, había perdido su posición de privilegio. El rey se negó aduciendo la belleza del monumento y su categoría de obra artística. Después de comprobar las peleas durante siglos por la sede arzobispal uno puede creer que los propios canónigos quisieran derrumbar su propia catedral para construir otra más importante y que pudiera aspirar con mayores argumentos a ese sede tan deseada. En fin, el caso es que vino de Osma don Pedro Acosta, el obispo, a revisar los muchos daños. Se reunió con la nobleza de la ciudad y el cabildo y allí les ofreció cumplir el deseo inicial de trasladar la catedral al centro de la ciudad, si se allegaban los fondos necesarios. En ese caso, él estaba dispuesto a asumir de su bolsillo los gastos de otras obras complementarias que se negó a definir. Dicen los historiadores que era posible que el obispo pensara construir su propia sede personal allí además de su enterramiento, en una forma encubierta de trasladar la sede arzobispal de Osma a Soria pero ni él podía decirlo claramente ni los sorianos lo entendieron así. Tras tiras y aflojas, éstos se negaron a asumir gastos importantes y el obispo, irritado por lo que describió documentalmente como la pusilanimidad de los sorianos, aflojó la bolsa para la reconstrucción del edificio en el mismo lugar donde se encontraba pero sin gastos adicionales ni obras complementarias. Se acabó la obra en 1573 quedando tal como está en la actualidad. 29 4. Claustro de San Pedro La primera tarde, al rodear el edificio, vi que había una puertecilla abierta por la que entraba un hombre. Me adelanté corriendo cuando ya cerraban el acceso y pregunté a una señora si se podía pasar. Empezó una explicación confusa de que ella no sabía que aquel día era festivo, que había salido de su casa como siempre para abrir pero que, entre unas cosas y otras, nadie le había advertido. Terminó abriéndome la puerta para que pasara. “Es un euro”, dijo. Lo pagué sin siquiera saber qué me esperaba. El papelito que me dio sólo ponía ‘Claustro’. Entré en él para quedarme sorprendido. Junto a mí había una especie de garita donde permanecía el que luego identificaría como el hijo de la señora que me había franqueado la entrada, un joven mal peinado que iniciaría con su madre una áspera discusión de motivos inciertos y en la que no quise indagar. Pero todo lo demás era de una 30 belleza tranquila y espectacular. El claustro de la catedral de San Pedro viene mencionado en mi guía como “fantástico”. No sé cuál sería el apelativo exacto para esta joya del siglo XII, conservada perfectamente desde su construcción inicial. Es amplio. En el centro un extenso espacio de césped, tan grande como no lo había visto en otros claustros que visité. Allí se levanta un ciprés solitario, de gran altura. No he estado en Santo Domingo de Silos pero tal vez la impresión sea semejante. Le pude calcular entre ocho y diez metros de altura. El cielo, aquella tarde, estaba algo nublado, venían nubes negras desde lo que luego sabría que era el Moncayo y se extendían pausadamente por el cielo de Soria. Frente a él un ciprés enhiesto y desafiante que recordaba inmediatamente el famoso poema de aquel poeta que fue profesor, como Machado, en el instituto soriano que más tarde visitaría, Gerardo Diego. 31 Enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongojas el cielo con tu lanza. Chorro que a las estrellas casi alcanza devanado a sí mismo en loco empeño. Mástil de soledad, prodigio isleño, flecha de fe, saeta de esperanza. Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza, peregrina al azar, mi alma sin dueño. Cuando te vi señero, dulce, firme, qué ansiedades sentí de diluirme y ascender como tú, vuelto en cristales, como tú, negra torre de arduos filos, ejemplo de delirios verticales, mudo ciprés en el fervor de Silos. Es indudable que aquél, mucho más conocido, debe ser inspirador pero el poeta tal vez sintiera la misma sensación al visitar este claustro. No conozco términos técnicos del románico para definir la belleza de este claustro. Sólo sé decir que la impresión era honda y se adivinaba la belleza en sus arcos, en sus pilares. Siempre me han gustado los claustros por la paz que destilan. Tal vez colabora a ello saber que por ese mismo lugar paseaban los frailes en silencio leyendo su breviario o en apagada conversación unos y otros. Paseas por allí y la vida se retira, el ruido del tráfico, las obligaciones familiares, la situación profesional, el dinero que no llega a fin de mes, las preocupaciones. Siempre me ha atraído esa vida retirada monacal si bien no para hacerla forma permanente pero sí para refugiarme en ella de vez en cuando, cuando sientes que la presión es grande y no puedes avanzar más sin quebrarte. Retirarte dentro de ti mismo, sentir el valor del recuerdo, la valoración serena del presente, la fragilidad de 32 las preocupaciones que a veces se nos hacen como montañas. Comprendo que no todo puede ser idílico y que en los conventos había sus reglas, incluso rencillas y envidias por el poder atesorado por unos y otros. A fin de cuentas, los seres humanos siguen siéndolo y no hay más que observar lo narrado respecto a la catedral y la sede arzobispal de Osma. Pero entre todo ello queda la forma de vida y probablemente muchas almas que aquí, paseando por éste u otros claustros semejantes, encontraron la paz para su corazón alborotado, el sentido de sus vidas en la oración que no es solo rezo a Dios sino meditación profunda sobre la vida propia y aquello que puede darle un sentido. Fui paseando sin prisas. Una vez el acceso permitido, la puerta de nuevo cerrada para que no accediera nadie más, tuve el claustro entero para mí. Ignorando la discusión permanente entre la madre y el hijo, aproveché su distracción para recorrer cada rincón sin ser observado, buscar ángulos adecuados. Era fuerte la luz y estaba seguro de que no saldrían las mejores fotos porque la alternancia 33 entre luz fuerte y la sombra del claustro era difícil de graduar pero me contenté con retratar detalles, ambientes, ese breve paseo por el interior que no reflejaría nunca el silencio de la tarde, sólo roto por los pájaros que anidaban en el ciprés. No podría transmitir la belleza del lugar, ésa que ni siquiera puedes observar en ese momento porque estás pendiente del mejor encuadre, de captar la esencia del sitio, que no se te olvide fotografiar nada que valga la pena. Es sólo después, cuando ha pasado el tiempo y pretendes escribir sobre ese breve paseo, cuando te das cuenta qué momento tranquilo, qué instantes dulces fueron aquellos en que recorriste aquellos pasos tan hermosos, cuando disfrutaste de ese silencio que es paz y quietud, cuando pasaste la mano por una columna con un historiado capitel y estabas casi sólo allí, como si el tiempo se hubiera detenido, como si fuera a salir por alguna de las puertas un fraile arrastrando sus sandalias, leyendo su breviario y musitando una oración silenciosa. 34 5. Ruinas de San Nicolás Desde la catedral de San Pedro subí hacia el interior de la ciudad buscando el eje que, empezando en las antiguas calles Real y Zapatería, atraviesa la plaza Mayor, calle Collado hasta desembocar en la Alameda de Cervantes, conocida en Soria como la Dehesa de San Andrés o Dehesa simplemente. Podríamos afirmar que es el eje neurálgico de la ciudad, particularmente la calle Collado, lugar de paseo de media ciudad por las tardes. Pero la primera tarde andaba algo desorientado. Venía cansado del viaje y no terminaba de situarme en una ciudad de la que me habían hablado por su pequeñez y que me parecía más grande y compleja de lo que había imaginado. Naturalmente, esto sucede en un primer acercamiento. Luego vas construyendo las direcciones, los puntos de referencia que permiten orientarte entre el conjunto de calles y monumentos. La segunda tarde, tras la revisión de la primera caminata sobre el plano, ya podía situarme bastante bien. Esa primera tarde me interné sin darme cuenta por la calle Postas. Andando por ella sin saber muy bien dónde iba, pese al plano, me di cuenta en un momento determinado de que estaba dejando atrás un punto que quería visitar. Miré hacia un lado y otro hasta que, asomándome al borde de la calle, pude ver un monumento que se levantaba entre casas más modernas: Las ruinas de la iglesia románica de San Nicolás. Bajé unas escalerillas para ponerme al nivel de la calle Real que empezaba por esa zona y pude, finalmente, dar una vuelta a todo el perímetro de las ruinas. Ésta es una de las parroquias mencionadas en la primitiva relación de Alfonso X. Se construyó, por tanto, hacia el siglo XII o comienzos del siglo XIII, como sospecha el historiador soriano del arte Gaya Nuño, por 35 cuanto los arcos de la parte inferior son enteramente románicos mientras que los de la parte superior, más cercanos a lo ojival, revelan la llegada de unos artesanos que trabajaban en el estilo gótico. 36 Lugar importante en su tiempo por ser una iglesia central en la ciudad los siglos han sido inclementes con ella. Su desmoronamiento fue progresivo e imparable. En 1858 se decidió, dado su estado de ruina, desmontar la techumbre de madera que aún sobrevivía, por el peligro de derrumbe. A principios del siglo XX se desmontaron varios de sus elementos para su mejor conservación. Así, un importante retablo flamenco fue a parar a la iglesia de San Pedro mientras que la hermosa puerta frontal constituye ahora la entrada principal de la iglesia de San Juan de Rabanera que vio así enriquecido su ya importante patrimonio. En ella aparece San Nicolás en el centro, con mitra y bendiciendo, mientras sacerdotes a su alrededor le llevan un libro, un incensario, candelabros. Es importante este tímpano con sus figuras porque marca la culminación del románico en Soria, tanto en arquitectura como en escultura. Así se puede apreciar cómo las figuras de San Nicolás están vueltas de medio lado, mirando al santo central, con una flexibilidad que no presentan las hermosas esculturas de la portada de la iglesia de Santo Domingo, como veremos más adelante. 37 En enero de 1933 se procedió finalmente a demoler parte de sus muros y recoger los escombros, lo que dio lugar al descubrimiento bajo el ábside de numerosos cuerpos enterrados de niños y adultos junto a una cripta subterránea que no aparecía referida en ningún estudio previo de esta iglesia. Gaya Nuño afirma que consistía más en un sepulcro abovedado que en una cripta en sentido estricto. Dentro había una momia que se pudo extraer siendo trasladada a Nuestra Señora del Espino. Es posible que fuera la del bachiller Pedro de Rúa, poeta del siglo XVI, que mandó construir a sus expensas la capilla del Santo Cristo dentro de la iglesia. No sé qué tienen las ruinas para que atraigan tanto mi atención. He recorrido pueblos y lugares donde se ven casas abandonadas, despiezadas, mostrando impúdicamente su interior. Al verlas pienso que entre esos azulejos de un cuarto de baño se encerró una muchacha, quizá para llorar o para leer una carta que no debía recibir. Entre esos papeles en las paredes hubo una familia con sus cariños y sus rencillas y cada uno de sus miembros tuvo una historia, una vida que puede ser narrada. Todas las vidas merecen una narración, un contar que las haga interesantes y les permita cobrar un sentido, saber que se vive por algo y para algo o alguien. Las ruinas nos señalan que esas historias están acabadas para siempre, que ya no se puede recuperar la vida que floreció entre lo que ahora aparece destrozado o agrietado. El tiempo es inclemente. Se puede apreciar en las ciudades, cualesquiera que sean. Hay obras permanentes, casas que caen bajo la piqueta para dar lugar a otras. Todo se olvida. Pasa el tiempo para la iglesia de San Nicolás, para la cofradía que se reunía en su pórtico y que ya no existe, también a ella se la llevaron los siglos. Pasa el tiempo para nosotros, que hoy contemplamos esas ruinas intentando 38 recordar unos siglos distantes. Nuestra vida, pasto del olvido, la memoria, frágil aliado en nuestra lucha porque la vida no muera del todo, porque no todo se olvide. Sin querer saber que no hay salvación individual, que sólo la hay colectiva y muchas veces ni eso siquiera. 39 6. Calles Real y Zapatería Las ruinas de San Nicolás se levantan en el borde de la calle Real. La arteria formada por esta calle y la de Zapatería, separadas ambas (o unidas, según se mire) por la plaza de la Fuente Cabrejas, fue central en la Soria medieval, constituyendo el cauce de expansión hacia el oeste de la ciudad que, inicialmente, se había reducido a la plaza de San Pedro y aledaños. En aquel tiempo la muralla era de un amplio contorno pero, en el interior de la misma, había grandes espacios vacíos entre una barriada y otra. Dentro de cada una se había ido levantando una parroquia que se hacía cargo del número reducido de vecinos a que atendía, tanto de la propia ciudad de Soria, como de los pueblos adyacentes. Más de treinta parroquias en tiempos de Alfonso el Sabio, el siglo XIII, para un número de habitantes que apenas superaba el millar. 40 Cuando la ciudad fue creciendo al amparo de su condición de fronteriza entre los reinos de Castilla y Aragón, recibiendo aportaciones de unos y de otros, según los intereses reales de la época y el deseo de estar a bien con la pequeña nobleza del lugar y el clero eclesiástico, su desarrollo se llevó a cabo por esta calle Real. Ésta es una calle estrecha, de una anchura muy similar a la de Zapatería con la que continúa el trazado. Es difícil aventurar simplemente una descripción que encierre las sensaciones que un paseante andaluz puede tener al caminar por ellas. Es todo tan distinto que pareces haber entrado en otro mundo, uno donde las casas son altas y no las de uno o dos pisos como máximo que hay en los pueblos del sur, donde las fachadas no están encaladas ni reflejan el sol cegador de Andalucía sino que, con un alto contenido férrico que se degrada con el tiempo, muestran un tono rojizo muy oscuro, que evoca el tiempo pasado y muestra todos los años que han pasado sobre ellas. El suelo no es de albero sino de empedrado, a veces algo desigual, que con el paso de los años ha adoptado un tono oscuro similar al de las fachadas. De modo que te das cuenta, al pasear por la calle Real, que esas casas han sido testigos privilegiados de gran parte de la historia de la ciudad. Las hay del siglo XVI, más en la calle Zapatería, cuyo deterioro es acusado. Allí encontró acomodo, como lo indica el nombre, el gremio de zapateros, de considerable importancia en aquel tiempo. Muy cerca, transversal a la izquierda, se encuentra la calle Cuchilleros o la de Carbonería, evocando la presencia de otro gremio o los almacenes de tan preciado material para conseguir el calor que una ciudad tan fría demandaba. A la derecha se extiende la calle del Común, donde se reunía el estado más llano de la ciudad, el Común de los ciudadanos, para dirimir posturas de cara a la política ciudadana. 41 La calle Real se abre a su final mostrando un ancho espacio del que irradian varias calles: es la plaza de la Fuente de Cabrejas. En ella aparecía desde antiguo una gran fuente que recogía las aguas del arroyo que provenía del cerro del Castillo. En tiempos modernos se observó su contaminación y terminó por clausurarse. Luego, el paso de los coches hizo conveniente su desaparición. Muy correctamente empedrada, todos sus lados muestran ahora casas relativamente recientes salvo uno donde se levanta una fachada de piedra muy sencilla y austera, pero llena de belleza. Es el convento de las carmelitas descalzas de Nuestra Señora del Carmen. En el mismo lugar se situaba una de esas parroquias originales de la ciudad, la de Nª Sra. de Cinco Villas. Estando próxima a desmoronarse en el siglo XVI, el obispo de Osma se la cedió a una conocida monja de Ávila, fundadora de varios conventos castellanos, para situar su nueva orden de las carmelitas. Santa Teresa llegaría a la ciudad, según reza una placa en la puerta del actual convento, el 2 de junio de 1581, para inaugurarla. Desde el primer momento fue una orden muy bien acogida en la ciudad y el convento original se fue ampliando para albergar otros servicios. Así, al año siguiente de su inauguración, la señora Beatriz Beaumont, viuda de un hombre rico e ilustre de la ciudad (Juan Alonso de Vinuesa), cedió su casa aneja para ampliación del convento y construcción de una iglesia. Intentando observar el monumento desde otro ángulo me interno por una estrecha calle aledaña, la del Carmen. El convento ocupa toda la manzana y, a medida que entro por esta calle, encuentro las puertas de lo que fue un hospicio y un pequeño convento de monjes de la misma orden, en el lado opuesto. Hace tiempo que esta parte fue adquirida por una Sociedad que constituyó allí una escuela de maestros. 42 Luego vuelvo y continúo por la calle Zapatería. Las paredes desconchadas alternan las casas viejas y humildes con entradas de lo que parecen clubes nocturnos algo sórdidos. No llego hasta su final. Una desviación a la izquierda se abre en una especie de calle ancha e irregular. 43 Es la calle del Arco del Cuerno. Antiguamente se denominaba del Peso pero al fondo de su corta longitud se levanta un arco y, detrás de él, uno de los lugares centrales de la ciudad, la plaza mayor. En ella se llevaron a cabo las corridas en otra época y era por allí, bajo dicho arco, que pasaban los toros entrando en la plaza para ser toreados. Ahora sólo hay esa corta calle con un pequeño bar a la izquierda. Paso bajo el arco, cual toro moderno, y desemboco en la plaza, en la amplia y hermosa Plaza Mayor de Soria. 44 7. La torre de doña Urraca Desemboco en la plaza Mayor e inmediatamente me invade la sensación de amplitud y hermosura de lo antiguo. Si me quedo justo debajo del arco del Cuerno por el que he llegado, frente a mí se levanta el actual ayuntamiento, otrora la casa que albergaba las reuniones de los Doce Linajes, cuyo escudo sobresale en la fachada. Mi mirada inmediatamente va hacia la izquierda porque otro edificio similar, algo más bajo, se levanta perpendicular al anterior. Fue antiguamente la Audiencia y Cárcel Real. Pero mi vista gira más a la izquierda y observa, adosado a la antigua Audiencia, una casa grande, vetusta, con sabor a palacio, terminado en una puerta que hace esquina a la plaza y poco después, ya lindando con la calle que baja, la de Sorovega, una torre no muy alta que sitúo enseguida como la de doña Urraca. 45 La mayoría de los edificios, aunque obviamente muy antiguos, están bien restaurados. Pero ese palacio no tanto. Su cuerpo central no muestra signos evidentes de haber pertenecido en otro tiempo a señores principales de Soria ni haber sido refugio por unas horas de un infante real castellano que, como rey, habría de agradecer en gran medida los favores recibidos aquella noche de huida primero en este palacio, luego por los caminos hacia Burgos. Su abuela, doña Urraca, dicen falsamente que estuvo presa en el torreón en que termina el edificio. En el centro una verja de hierro casi desvencijada que da lugar a un espacio amplio y abandonado. Ése fue el patio de armas de aquel palacio. Tenía mucha curiosidad por ver todo lo que la plaza Mayor ofrece pero, en particular, por observar esa torre y ese palacio que ni siquiera es mencionado en todas las guías de Soria. A fin de cuentas, además de lo dicho, frente a él se levanta la importante iglesia de Santa María la Mayor. Luego, por encima del Arco del Cuerno por el que he entrado, la Casa del Común, lugar definitivo de reunión del 46 estado llano de la ciudad y donde se conservan los Fueros que otorgaron en su día carta de ciudadanía con sus derechos a los sorianos. Luego, en la otra esquina de la plaza, comienza la calle Collado con un primer trecho, antigua calle de Latoneros. Todo es importante ahí pero centro mi primera atención en la torre de doña Urraca. Ni entonces sabía que aquella especie de caserón colindante era un palacio que había albergado a Alfonso VIII cuando tenía tres años y huía de su tío, el rey Fernando de León, ni tampoco conocía que doña Urraca no había sido encerrada por su marido en esa torre, como afirma la leyenda, sino en la de Castellar, en Burgos. Doña Urraca nace en 1080 como hija primogénita del rey Alfonso VI de Castilla. Proclamado este último rey de Castilla y de León tras la muerte de su hermano Sancho II frente a Zamora, se inicia un período de éxito para las fuerzas cristianas que culmina con la toma de Toledo en 1085. Los árabes, alarmados ante su avance arrollador, reclaman del norte de África la llegada de otros musulmanes mucho más decididos pero también más estrictos en su ortodoxia religiosa, los almorávides de Yusuf ibn Tasfin. Estos penetran en la Península y, antes de apoderarse de la parte musulmana, derrotan al rey castellano-leonés en la batalla de Zalaca y luego en Uclés, conteniendo su avance. En la primera batalla intervino un lejano pariente de doña Constanza, la madre de doña Urraca. Se trataba de don Raimundo de Borgoña, noble caballero que había llegado a la corte del rey castellano por mediación de su hermana, hasta casar con doña Urraca, a quien daría dos hijos, uno de ellos varón, el futuro Alfonso VII. Sin embargo, a la muerte de Alfonso VI en 1109 su hija llevaba ya dos años viuda y el futuro heredero era un niño muy pequeño. No debía ser viuda recatada y tranquila, amante de los rezos de vísperas y 47 novenas. Por el contrario, resultaban bastante conocidos sus amores con algunos nobles castellanos. Sin embargo, su padre ya se había decantado por unir los destinos de Castilla y de Aragón, casi cuatrocientos años antes de los Reyes Católicos. Hay que tener en cuenta que en el tiempo de que hablamos algunos condados, como Galicia o Portugal, se iban transformando en reinos, mientras que surgía el reino castellano-leonés, fruto de una fusión anterior y reciente, que tanto se unían como lo contrario, según las reglas de la herencia. Estaba el reino aragonés, el navarro y la Marca hispánica de los condados catalanes, próxima a desligarse de los carolingios galos y convertirse en reino. Alfonso I era por entonces rey de Navarra y Aragón. Contaba 35 años cuando casó con doña Urraca y se hizo titular rey conjunto de Castilla y León. Las desavenencias entre ambos fueron inmediatas y el enlace real no duró más allá de cinco años. De hecho se afirmó que don Alfonso mandó encerrar a la reina en Castellar debido a sus infidelidades. Así ha quedado para la historia doña Urraca como una mujer de apetitos sexuales desbordados, actitud reprensible en una reina, no desde luego en un rey que podía acumular fácilmente hijos bastardos. Cosas de aquel tiempo. No parece que la existencia de amantes supusiera para doña Urraca que le temblara el pulso a la hora de exigir sus derechos y tratar de gobernar sus tierras. Alfonso I fue llamado el Batallador y con él puede decirse que empieza la historia de Soria por cuanto, plaza ganada poco antes, fue el rey aragonés el que la mandó repoblar en unas condiciones de las que hablaré más tarde. Soria crece así de ser simplemente una aldea perdida a estar poblada de cristianos y nobles que defenderán su perímetro amurallado frente a los ataques tardíos de Almanzor hasta darle muerte cerca de Medinaceli, donde fue enterrado. 48 El objetivo de don Alfonso era uno: Ampliar las tierras aragonesas a través de Zaragoza hasta llevar el reino a tierras levantinas sobre el Mediterráneo, lugar ideal para embarcar la flota y cumplir su auténtico sueño, la participación en las Cruzadas. Conforme a ello fue guerreando sin pausa y ocupando todo tipo de espacios. Su matrimonio con doña Urraca debió ser un dolor de cabeza permanente y un obstáculo en sus planes de unir a casi todos los cristianos bajo su mando. La rebelión de la reina 49 castellana contra él no puede entenderse plenamente sin comprender la ambición del rey aragonés y la profunda incomodidad de la nobleza de Castilla, que veía que el rey nombraba indefectiblemente aragoneses y navarros en toda tierra conquistada a los musulmanes y en las que participaban lógicamente las tropas castellanas. Durante ese tiempo el hijo de doña Urraca, Alfonso, había crecido en Galicia. Según la herencia de su abuelo Alfonso VI, en caso de casarse de nuevo su madre, como así lo hizo, este niño sería proclamado rey de Galicia. De ello se encargó en 1111 el obispo Gelmírez que pretendió separar el destino de estas tierras, antiguo condado castellano a cargo de la propia doña Urraca, de la suerte del matrimonio castellano-aragonés además de trasladar al niño Alfonso a León para proclamarle rey de Castilla. Tal cosa fue entendida como una traición y la insurrección fue aplastada en ese momento, no sin que las tornas cambiaran pocos años después. Separada de don Alfonso, doña Urraca tuvo que contemplar cómo éste le arrebataba varias ciudades importantes del alto Duero, Soria o Almazán entre ellas. Cuando a la muerte de doña Urraca en 1126, Alfonso sea coronado como nuevo rey de Castilla y León, el séptimo en llegar ese nombre, una de sus primeras acciones será precisamente enfrentarse con un ya envejecido padrastro Alfonso, reclamándole los territorios ocupados en Soria. Éste, inicialmente, reúne tropas para enfrentarse al nuevo rey castellano pero observa la diferencia de las mismas y opta por la retirada. Alfonso VII ocupa finalmente todas estas ciudades, incluidas Soria y Almazán, que nunca ya dejarán de ser castellanas. Y sobre estas piedras de la Plaza Mayor, entre estos palacios, se fue dirimiendo en parte esta historia de amores y ambiciones, de condados y reinos que se unen y separan según los vaivenes de la herencia y los lazos matrimoniales. 50 Todo era así entonces, luchas, poder, influencias, planes de expansión, reinos que se unen y otros que son engullidos por los más grandes. Y la necesidad de garantizar de algún modo el repoblamiento de aquellas tierras conquistadas a los musulmanes. 51 8. Los Doce Linajes y la Audiencia El actual edificio del Ayuntamiento es verdaderamente señorial y destaca por el hecho de mostrarse exento, es decir, aislado de todos los demás edificios del entorno. Sobre su fachada aparece, enorme, un escudo nobiliario redondo dividido en doce partes iguales, cada una de las cuales tiene el escudo de una de las casas nobles que repoblaron Soria en el siglo XII. En efecto, cuando Alfonso I el Batallador ocupó estas tierras encargó al caballero Fortún López su repoblamiento. Ello había de hacerse, como era habitual en aquella época, ofreciendo tierras a casas nobles cuyos hijos segundones, por ejemplo, podían tener aspiraciones de poseer sus propios dominios territoriales. En cuanto al estado llano se debían ofrecer distintos privilegios, entre ellos la libertad a aquellos que debían trabajar para otros por deudas. Según parece, la institución de los Doce Linajes sorianos fue una forma de organización de todos estos 52 pobladores, de manera que se agrupaban bajo el control de una de estas casas. No eran sólo doce casas nobles sino verdaderas agrupaciones de nobles e hidalgos que tenían bajo su responsabilidad el buen gobierno de la ciudad y tierras aledañas, constituyéndose en una auténtica institución de gobierno. El número de doce proviene de las Doce casas de Ricoshombres de Navarra que, a su vez, había copiado el modelo de los Doce Pares de Francia. Habitualmente tomaron el apellido principal del linaje (Barnuevo, Morales, Santa Cruz o Calatañazor) o de la parroquia donde se reunía hasta contar con este edificio (Santisteban, San Llorente), incluso del principal de los cargos que ostentaban en el gobierno ciudadano (Chancilleres). Durante un largo tiempo fueron el órgano decisorio de la ciudad pero perdieron dicho poder a medida que ascendía una burguesía que reclamaba su parte en las decisiones. La culminación de todo ello, la forma de entroncar aquellas viejas instituciones con las nuevas, democráticas, es este edificio que levanta su fachada 53 austera y elegante en la tarde soriana, cuando desemboqué en la plaza. Ya entonces, una hora después, me sentaría en un bar aledaño y pediría, además de un bocadillo para la noche, una cerveza sin alcohol que me supo a gloria. Podría contemplar cómo la plaza, inicialmente casi desierta, se iba llenando de sorianos de paseo, familias enteras, algunos jóvenes y niños que correteaban, muchos deteniéndose en el paseo para saludarse unos a otros. En las mesas restantes grupos familiares siempre discutían e intercambiaban opiniones, algunos que me miraban distraídamente, la cámara fotográfica encima de la mesa, la gorra a su lado, figura inequívoca de turista. La última tarde también estuve allí, como la anterior, y me quedé mirando todo esto que ya se me iba. Hombres y mujeres sentados en la fuente de los leones central, la que fue construida por la ciudad en tiempos de Carlos IV, 1798, para ser trasladada por un tiempo a la cercana Dehesa y volver después al sitio original. Los niños correteaban intentando zafarse de sus padres en aquel espacio sin coches para, en algún caso, colarse entre las rendijas de la obra que se abría entre la casa de los Doce Linajes y la antigua Audiencia. Miré cada tarde este último edificio, con sus soportales medio tapados por las feas vallas de la obra. Antiguo palacio del marqués de Velamazán, se transformó en Audiencia y Cárcel en 1769, fecha en que conoció una profunda remodelación. Sobre ella el reloj colocado mucho después, el mismo que conoció Antonio Machado, paseando de noche por esta plaza... 54 ¡Soria fría, Soria pura, cabeza de Extremadura, con su castillo guerrero arruinado, sobre el Duero; con sus murallas roídas y sus casas denegridas! ¡Muerta ciudad de señores soldados o cazadores; de portales con escudos de cien linajes hidalgos, y de famélicos galgos, de galgos flacos y agudos, que pululan por las sórdidas callejas, y a la medianoche ululan, cuando graznan las cornejas! ¡Soria fría! La campana de la Audiencia da la una. Soria, ciudad castellana ¡tan bella! bajo la luna. 55 Debo reconocer que lo de “Soria pura, cabeza de Extremadura” que aparece también en el escudo de la ciudad me extrañó desde un principio. ¿Qué tiene que ver Soria con Extremadura para ser su cabeza? No fue hasta bastante después que he leído el término ‘extremaduras’ aplicado a estas regiones de ganadería y agricultura. En ese sentido, Soria fue la primera en importancia de las extremaduras del Alto Duero. A voces, los padres fueron llamando al orden a los niños traviesos. Entonces, mientras estos volvían discutiendo entre sí, quedaron en suspenso, callados y atentos. Muy cerca se oyó el sonido profundo de una caracola y, por la calle que media entre los dos edificios, junto a la valla de la obra, aparecieron dos extrañas figuras: Un hombre viejo que tocaba la caracola y daba grandes voces sin sentido y una especie de camello de ojos enrojecidos formado por un hombre colocado sobre otro. Los mimos fueron deteniéndose mientras los niños se arremolinaban emocionados junto a ellos. Uno acariciaba la cabeza del camello que se detenía en la fuente para hacer como que bebía agua, otros daban palmas y miraban, sonrientes, excitados. También los adultos seguíamos primero con la mirada y luego, tras pagar rápidamente, los pasos de tan extraña pareja de la que no supe qué decían representar. Luego, cuando los niños fueron ganando confianza y alguno tocaba al camello, el viejecito de la caracola lanzó al aire unos polvos que, entre explosiones, emanaron un humo verde de olor algo desagradable. 56 Así se fueron al rato de la plaza, Collado adelante. Todos los niños fueron detrás. Sonaron petardos al cabo de un momento y risas y alegría de los niños y sonrisas de los mayores. La caracola se fue perdiendo en la tarde y, al cabo, no quedó nada sino un sonido lejano que al rato desapareció. 57 9. Santa María la Mayor Cuando se sale a la plaza desde el Arco del Cuerno se puede mirar a la izquierda, hacia la calle Sorovega, abreviatura de “Suero de Vega”, ilustre familia donde se cuenta a Juan de Vega, virrey de Nápoles y Sicilia. Volverán a ser mencionados en el siguiente párrafo. Pues bien, en esa dirección se levanta, en una esquina de la plaza, la antigua iglesia de San Gil, una de las parroquias más antiguas de la capital. De estilo románico, probablemente levantada en el siglo XII, parte de sus muros fueron derribados hace un siglo, dado su estado ruinoso. Además ha conocido varias intervenciones a lo largo del tiempo, particularmente en el siglo XVI, cuando el Cabildo catedralicio tuvo que alejarse de una catedral de San Pedro después de su derrumbe. De entonces data su cambio de nombre por el más solemne de Santa María la Mayor y la construcción de una capilla particular con el escudo de los Calderones, para ser 58 enterrados allí, como era tradicional en las familias importantes. Pese a todo lo dicho, la iglesia no es grande ni comparable a San Pedro. No tiene su monumentalidad ni la belleza de Santo Domingo, contemporánea suya. De hecho, la torre parece incompleta dado que apenas sobresale del perfil de la techumbre. Entré, como en casi todas las iglesias sorianas, sin ningún problema. La puerta, con triple arco, es sencilla y hermosa. En el interior estaba lógicamente oscuro. Sólo había algunos hombres y mujeres sentados en silencio, repartidos en todo el espacio de la nave. En esas circunstancias, con unas naves laterales casi inexistentes, sólo me quedaba hacer alguna foto desde atrás, donde no molestara a nadie. A lo lejos se veía el altar mayor. Me imaginaba allí el 30 de julio de 1909, casi hace cien años, a un incómodo joven de treinta y pocos años junto a una novia engalanada que sólo contaba la mitad de su edad. Habían venido por la calle Collado desde la pensión donde vivían los padres de ella, el cortejo, las risas y gritos de alegría que 59 a la noche se transformarían en desagradable cencerrada, todas las miradas pendientes del profesor del instituto, el de francés, que caminaría del brazo de su madre hasta la plaza Mayor y luego, esperando en la puerta de la iglesia a que llegara su amada Leonor, la alegría de su casa y de los pocos años en que al poeta le alcanzó la felicidad. Tus ojos me recuerdan las noches de verano, negras noches sin luna, orilla al mar salado, y el chispear de estrellas del cielo negro y bajo. Tus ojos me recuerdan las noches de verano. Y tu morena carne, los trigos requemados, y el suspirar de fuego de los maduros campos. De tu morena gracia 60 de tu soñar gitano, de tu mirar de sombra quiero llenar mi vaso. Me embriagaré una noche de cielo negro y bajo, para cantar contigo, orilla al mar salado, una canción que deje cenizas en los labios... De tu mirar de sombra quiero llenar mi vaso. 61 10. Nuestra Señora del Espino Subo por la calle Pósito, entre el Ayuntamiento y la Audiencia, eludiendo las obras. El camino se empina notablemente hacia las faldas de la colina del Castillo a la que no llegaré ese primer día. Pero quiero subir por allí para conocer una iglesia antigua en origen, cuando era parroquia de Nuestra Señora de Covaleda, pero que fue derruida sobre el siglo XVI para levantar otra, más grande y firme, en la que intervino económicamente la familia que antes mencioné, la de Suero de Vega. Es la iglesia de Nuestra Señora del Espino. Dice la leyenda que esta virgen fue encontrada por un labrador en la zona de Covaleda, sobre un espino. Metida en un zurrón para ser llevada hasta la ciudad, entonces distante, la virgen desapareció misteriosamente volviendo al espino original. Este hecho, repetido una vez más, mostró que la imagen quería seguir en el mismo lugar. Por ello se 62 construyó allí, en la zona llamada Covaleda, una iglesia que, al ser reformada por completo varios siglos después de su fundación, cambió de nombre. Frente a ella hay un atrio rodeado por un pequeño murete. Unos turistas extranjeros miran una guía y el hombre fotografía el perfil de las torres. Rodeo el perímetro de la iglesia, yo también fotografiándola. El muro de la iglesia continúa a la derecha por un estrecho camino que baja hacia las afueras de la ciudad. Arrimados a esa tapia, sentados en un banco, varios viejos me miran sin mayor interés, envueltos en su mundo de ya escasa curiosidad por lo desconocido. Luego una pequeña puerta. El lugar más antiguo del cementerio es como tantos otros. Tumbas medio abandonadas, otras artísticas y bonitas. Varios carteles indican dónde encontrar la que todos venimos buscando, viniendo de lejos. Es una lápida sencilla rodeada por una verja. Alguien ha depositado una flor amarilla a sus pies. “Doña Leonor Izquierdo de Machado”, viene escrito y la fecha de su muerte: “1 de agosto de 1912". 63 Luego, en letras grandes: “A Leonor Antonio”. Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar. Me quedo un rato mirando la lápida. No hay nadie en el cementerio salvo los pájaros que pían entre las ramas como un juego eterno. ¿Cuánto me ha llevado llegar hasta aquí desde la plaza Mayor? Cinco minutos escasos. Cinco minutos que son como tres años en la vida del poeta, desde su boda hasta la muerte de su mujer. Años de felicidad, de escritura intensa. “Campos de Castilla”, donde vienen tan 64 hermosas páginas dedicadas a Soria, tendrá un éxito inmediato. Pienso en aquel joven que al fin encontraba la completa madurez en el amor, en la escritura, lleno de una extraña seguridad en sí mismo que no había conocido tan intensamente hasta ese momento. Le veo tomando el tren con su mujer para ir a París en 1910, contento, entusiasmado por contar con una beca de la Junta de Ampliación de Estudios concedida por Giner de los Ríos para profundizar en filología francesa. Le observo en la pensión parisina aquella terrible noche en que Leonor cae en cama con un vómito de sangre, el rostro demudado, un hombre que recorre sin éxito las calles de París en busca de un médico. Luego teniendo que pedir dinero a su amigo Rubén Darío para poder volver a Soria. Tantas cosas pasan en cinco minutos, en tres años. También la esperanza. Vuelvo por mis pasos y cruzo frente a la iglesia de nuevo. Frente a ella la mole inmensa de un olmo muerto, lleno de cemento su interior para que se 65 mantenga en pie. Sobre él aquellos extraordinarios versos del poeta: Al olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las lluvias de abril y el sol de mayo algunas hojas verdes le han salido. ¡El olmo centenario en la colina que lame el Duero! Un musgo amarillento le mancha la corteza blanquecina al tronco carcomido y polvoriento. No será, cual los álamos cantores que guardan el camino y la ribera, habitado de pardos ruiseñores. Ejército de hormigas en hilera va trepando por él, y en sus entrañas urden sus telas grises las arañas. Antes que te derribe, olmo del Duero, con su hacha el leñador, y el carpintero te convierta en melena de campana, lanza de carro o yugo de carreta; antes que rojo en el hogar, mañana, ardas en alguna mísera caseta, al borde de un camino; antes que te descuaje un torbellino y tronche el soplo de las sierras blancas; antes que el río hasta la mar te empuje por valles y barrancas, olmo, quiero anotar en mi cartera la gracia de tu rama verdecida. Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera. 66 Versos llenos de luz y de consuelo, rebosantes de la vida que sigue su marcha sobre la muerte y su soledad. Me hace mal verlos clavados sobre ese olmo muerto, aunque la tradición diga que ése sea el árbol al que va dirigido el poema. Este hecho, además de ser cuestionable, es contradictorio ahora porque los versos hablan de primavera y de la luz que resurge de la muerte y el olmo es simplemente ahora un viejo remedo del que fue. Porque la vida sigue sobre aquellos que caen, sobre los pobres y olvidados, sobre los ricos que levantan iglesias y se hacen enterrar en sus capillas, sobre los poetas que asisten desolados a un exilio indeseable. Sobre todos ellos, los que recuerdan y los que son recordados, la vida sigue y nuevos brotes surgen de la muerte y la desolación, y están llenos de alegría y pujanza. Otros poetas vendrán detrás a cantar a Soria y a la muerte que nos apaga y a la vida que nos ilumina. 67 11. Condes de Gómara Entré en el Collado finalmente dejando el extremo de la plaza que está poblado de mesones y bares, en uno de los cuales me había sentado a ver pasar la vida ciudadana. A unos metros tan sólo la calle se abre en lo que parece un ensanchamiento a la derecha de su curso y termina siendo una pequeña plaza: la de San Blas y el Rosel. En medio hay una alta farola rodeada de un círculo dividido en doce partes. Cada una ostenta el escudo en bronce de cada uno de los linajes ciudadanos que, de este modo, tienen un reconocimiento de la capital, independientemente del escudo que ostenta la fachada del Ayuntamiento. La costumbre del pueblo soriano es, por ello, la de denominar a esta plaza de nombre tan complicado como “la de la tarta”, porque su apariencia así lo asemeja. A su derecha, casi perpendicular a Collado, entre un bar en el que una tarde me senté y me clavaron casi tres 68 euros por un refresco y otro edificio en cuyos bajos hay una tienda de fotos, se extiende la calle Estudios, que visitaré otro día. Más a la derecha se encuentra una calle que quería visitar. Voy andando, curioso y expectante. Paso sin darme cuenta inicialmente por una espléndida librería, a la que volveré al día siguiente. Pero lo que busco está casi al final de la calle Condes de Gómara. Allí se levanta, con gran diferencia, el mayor edificio civil soriano, el palacio de estos condes. Francisco López del Río y Salcedo, Alférez Mayor de Castilla con Felipe II, lo mandó levantar desde 1577 a 1592. Eran ya por entonces señores de las tierras de Almenar y llegarían a obtener el condado de Gómara en 1690. Es ésta una tierra amplia al este de la provincia, en la frontera con Aragón. Desde el principio del repoblamiento cristiano perteneció al obispado de Osma pero en 1578, a raíz de la intervención armada del rey Felipe II en Aragón por el polémico juicio sobre Antonio Pérez, refugiado allí, el rey consideró más oportuno que pasara directamente a control real. De nuevo la frontera 69 como valor de importancia de una localidad soriana. El siguiente monarca, Felipe III, prefirió entregársela a un fiel vasallo, don Antonio López del Río, que ya era señor del pueblo colindante de Almenar. Pero la historia de los Río y Salcedo no acaba aquí. Poco después de la concesión por Carlos II, el último de los Austrias, del condado de Gómara, sobrevino su fallecimiento. En los últimos años del siglo XVII dos candidatos al trono disputan sobre tierras españolas sus opciones a la sucesión de la corona española: Felipe V de Borbón y el archiduque de Austria. Cataluña y Valencia, así como Aragón, estaban del lado del segundo y frente a ellos, Andalucía, Extremadura y Castilla favorecían la candidatura francesa. De nuevo Soria fue uno de los escenarios de los enfrentamientos reviviendo tiempos pretéritos de luchas castellano-aragonesas. Allí se armaron caballeros como el conde de Agramonte y, entre otros, Manuel Salazar y Salcedo, reciente conde de Gómara. Dado que la lucha principal se desarrolló en sus propios dominios, este último tuvo un papel cada vez más destacado en rechazar a las fuerzas del archiduque. El palacio es impresionante, incluso tal como lo encontré yo. Quedé desilusionado al ver que habían cubierto por algún extraño motivo las mejores esculturas, los más impresionantes relieves, de una tela tupida que prácticamente los ocultaba. No vi obras cercanas frente a las cuales protegerse, no vi tampoco ninguna en el propio edificio y supongo que no lo tendrán permanentemente así para eludir el ataque de las aves y elementos atmosféricos. No obstante, frente a lo incomprensible, tuve que aguantarme y admirar la espléndida fachada de cien metros de longitud. Aparece dividida en tres partes bastante diferenciadas: la puerta muy labrada y en cuya parte superior aparecen los escudos de los Ríos y Salcedo, el 70 cuerpo principal del edificio, que consta de una doble serie de arcos de medio punto con columnas jónicas, y la torre en un extremo. Paseo por allí y lo admiro todo, aunque algo frustrado de que las fotografías que haga no muestren la belleza que se adivina debajo de esos extraños ropajes. Al final de la calle, donde forma una amplia curva, me asomo y veo la iglesia del Carmen, la inaugurada por Santa Teresa, en su parte posterior, la actual escuela de maestros. Luego retrocedo hacia la plaza de la tarta y observo, al lado mismo del palacio, un arco grande que se abre a otra calle: El arco de los Condes de Gómara es su nombre. Miro la gente que pasa por él y me prometo adentrarme otro día sin saber que llegaré al mismo punto, sin darme cuenta, otro día y por el camino contrario. Detrás de él hay una calle que lleva hasta la plaza de Bernardo Robles, a espaldas del instituto, donde se levanta el mercado. Entré en él la última mañana y vi un bullicio enorme de personas y puestos de fruta y verdura en la calle. Admiré los jugosos melocotones, baratísimos, que ya no habría de comprar dado que me marchaba, la gente que levantaba apenas la vista cuando hacía una fotografía de todo este ambiente, las discusiones, algunas voces de vendedores. 71 12. San Juan de Rabanera La calle Collado es el eje comercial y vital de Soria. Uniendo en sus extremos la plaza Mayor, centro político y administrativo, con la Dehesa, lugar de ocio y paseo por excelencia, toda ella discurre llena de comercios, bares y, a la tarde, de gente que pasea, se encuentra con otros que hacen lo mismo y se saludan, charlan incansablemente, formando ese tejido de convivencia mutua con todo lo que ello trae tan característico de las ciudades de provincia. 72 No he podido traerme una impresión definida del carácter de los sorianos. He intentado hablar sin demasiada insistencia con algunos de ellos pero he encontrado una casi constante incomodidad para franquear el inmediato obstáculo de la cortesía más elemental. Me acuerdo de la chica que me atendía cada tarde, en la plaza Mayor, tomando una cerveza. Era seria pero agradable de trato. Le pedí un bocadillo de jamón y queso. Escuchó la petición sin decir nada apenas y consultó con su padre, que se veía malhumorado y distante, a saber qué extraña cosa le estaba pidiendo yo. Ella transmitió lo dicho finalmente por él sin una explicación. Cada tarde de las que fui me atendió con la misma corrección distante y seria. Tomemos a los que atendían en la recepción del hotel. Intentaban responder a mis preguntas, incluso gastar una broma o hacer un comentario más personal y se les veía incómodos haciendo eso, como si no lo hicieran nunca y no tuvieran facilidad alguna. Verdaderamente, yo no soy de un carácter extrovertido pero me gusta hablar, preguntar en los sitios que no conozco. Aquí se hacía difícil, como si el interlocutor no estuviera muy acostumbrado a contar en el más pleno sentido de la palabra. Tal vez sea ese tópico del cerrado carácter castellano que, en parte, tengo como mío. Sólo algún taxista fue más explícito para contarme que había venido a Soria hacía poco tiempo o, en otras palabras, que no era natural de allí. Ése fue el único que me dio amplias explicaciones sobre la ciudad, las dificultades para ir a Numancia. Sin embargo, cuando ya renunciaba a conocer a los sorianos, me encontré el polo opuesto en Almazán, el pueblo que visité. Así que no sé qué pensar, tal vez el soriano esté más acostumbrado a tratar con gente conocida y el turista venido de lejos, el desconocido, genere cierta desconfianza y prevención. 73 Collado, como decía, es el eje comercial por excelencia, lugar de paseo y encuentro. Cuando vuelvo a la plaza de la tarta para reiniciar mi recorrido por ella observo en primer lugar, a mi izquierda, el casino. Quise fotografiarlo varias veces pero no fue fácil. No pretendo ser descortés ni indiscreto con las fotos y los viejos que allí se sientan te miran con mucha atención cuando lo intentas, no parece gustarles ni un pelo el retrato. Estoy acostumbrado a ver las calles centrales en los pueblos, en pequeñas ciudades, gente paseando y viejecitos sentados en un banco, viéndoles pasar, otros que se sientan en mesas de un bar viendo a los demás y siendo vistos por los que pasan. Ese ‘verse’ es una de las actividades comunales por excelencia en este tipo de ciudades pequeñas. De manera que no me extrañó observar a los viejecitos, sentados en las mesas del casino, mirando a los que pasaban. Pero observé varias cosas peculiares. En primer lugar, no eran ancianos cualesquiera, puesto que vestían bastante bien, eran gente con dinero o lo 74 aparentaban, probablemente, pensé, antiguos ganaderos o agricultores o periodistas o vete a saber qué. En segundo lugar, permanecían en silencio entre ellos de manera que toda su actividad consistía en tener un cigarrillo entre los dientes y mirar atentamente a los que pasaban. En tercer lugar, no era una mirada simplemente curiosa. Aquellos viejos que miran ociosamente a los demás no tienen casi ningún problema en que alguien les mire a su vez, incluso que se les saque una fotografía. Cuando así lo haces te miran como pensando que eres algo peculiar, un bicho raro, ¿a quién se le va a ocurrir sacarnos una foto con lo vejestorios e inútiles que somos?. Los del casino, bien vestidos, con un cigarrillo o una copa, miran de una forma endurecida y lo hacen porque se saben, a su vez, examinados. Tal vez tengan una imagen que proteger, no son simples jubilados que se sientan a charlar de sus cosas y recordar otros tiempos o contarse las medicaciones y padecimientos, como en el paseo del Mirón, sino que tienen algo que aparentar aún, la posibilidad de juzgar a los demás pero también de ser juzgados, probablemente por ser conocidos. Continúo caminando por la calle y encuentro otro ensanchamiento, esta vez a la izquierda. Consulto el nombre de la plaza, San Esteban, miro el mapa y veo que estoy cerca de uno de mis principales objetivos. De todos modos me sorprende la plaza. Está muy arbolada y llena de bancos donde se sientan por la tarde, esta vez sí, innumerables ancianos que te miran con esa curiosidad inocente de tantos jubilados a la que me he referido antes. La primera tarde me pareció abandonada pero no fue así cuando pasé a una hora más tardía. Es obvio a estas alturas que el centro de Soria está lleno de ancianos. Los hay en el Mirón, en la plaza Mayor, en el Collado, ocupan casi la mitad de la Dehesa, los encuentras por todas partes. Por la calle Collado pasean gente entre treinta y cincuenta, familias enteras, niños. Pero 75 los jóvenes en pandillas es raro verlos salvo en alguna de las plazas aledañas como la de Benito Aceña o en la Dehesa. Hice un par de fotos nada más, un deseo de conservar memoria de este lugar, sobre todo por la monumentalidad de sus edificios, particularmente el Banco de España, que cierra la plaza por el lado contrario a Collado, y el que debe ser museo con el nombre de Gaya Nuño, importante historiador del arte soriano. Luego he leído algo más de esta plaza y llegado a lamentar no haber tomado más rincones, particularmente de la pensión ‘Las Isidras’, donde residió dos años Gerardo Diego cuando era profesor del cercano instituto, hoy llamado Antonio Machado, entre 1920 y 1922. Hasta 1804 se levantó en terrenos de la propia plaza la iglesia de San Esteban dando su atrio a la calle Collado misma. Al derribarse se despejó un terreno que dio lugar a la plaza, tal como aparece ahora. En la parte que no fotografié, la otra esquina contraria al museo de Gaya Nuño, estaba la antigua Casa de la Inquisición. Hoy es un edificio señorial pero como tantos otros y no me llamó la atención. Todo se ha derribado para construir nuevos y mejores edificios. Hay bancos donde antes estaba el palacio de Juan Camargo o el de los señores de Osonilla o la casa de los Rodríguez de Villanueva. El dinero nuevo viene a sustituir al antiguo. Luego continúo hacia dentro y llego a otra plaza que me resulta espectacular. Es alargada y contiene dos edificios que dejan sin aliento. Uno, por uno de sus lados más largos, es la Audiencia actual que se continúa en la Delegación de Hacienda; el otro, por uno de sus lados cortos, es la iglesia de San Juan de Rabanera. 76 En cuanto a los edificios religiosos de la capital yo diría que son tres los recuerdos que tengo de mi viaje como más impresionantes: Uno es el claustro de San Pedro, del que ya he hablado; otro será el pórtico de la iglesia de Santo Domingo cuando le llega la luz del atardecer; el tercero es el exterior general de esta iglesia de San Juan. Si la Audiencia es un edificio impresionante en cuanto a solidez y por disponer de una fachada artística, la atención queda eclipsada, sin embargo, por el encanto de la iglesia. Tal vez sean sus medidas proporciones, el color de sus piedras, el imponente pórtico de San Nicolás, que se trajo aquí a principios del siglo XX. No es ajeno a ese encanto el hecho de que la iglesia está exenta, sin edificio alguno adosado a ella, por lo que se puede pasear por todos sus lados. 77 Fue levantada algo más tarde que las antiguas porque no aparece en el registro de las parroquias de Alfonso X. Por su estilo, la compacidad románica de sus muros pero también sus ventanas ojivales, por la cruz latina que no es usual en esta zona donde predomina la nave central con dos 78 laterales, puede situarse a finales del siglo XIII. Ha conocido además, como otras muchas, diversas reconstrucciones. De la parte más antigua sobresale el ábside que maravilla al espectador que lo contempla por fuera. En vez de tener una ventana central en él, como es lo habitual, esta iglesia de San Juan muestra dos simétricas. Entré en ella con facilidad. Un guía iba explicando a un grupo de visitantes la naturaleza de los retablos, del Cristo del siglo XVII que colgaba precisamente en el centro del ábside, obra de Manuel Pereira. Al decir de Gaya Nuño, “el ábside, que es el de más bella disposición de la Península, sobre una plataforma semicircular, que salva el desnivel del terreno, se alzan de un rebanco tres pilastras con oficio de contrafuertes”. El guía me preguntó de dónde era “a efectos estadísticos”, aunque ni siquiera apuntó mi respuesta, y me sugirió la posibilidad de iluminar la iglesia con cincuenta céntimos, como así hice. Luego, sin 79 preguntarle, acostumbrado como estoy a introducirme por todos los huecos, subí hasta el coro e hice algunas fotos más desde allí, no muy buenas, dada la oscuridad reinante. Es curioso observar que casi todas las iglesias sorianas permanecen abiertas y esto es así por la disposición de una santera o de un guía a abrir el recinto y vigilarlo, cosa que no sucede en Andalucía. Luego vuelvo al Collado para seguir mi ruta pero antes miro de nuevo esa iglesia encantadora y la fotografío una y otra vez, como queriendo atrapar inútilmente la sensación que tengo, la alegría de haberla visto al fin, rodeándola siguiendo sus formas, ese color peculiar de la piedra soriana y castellana en general, el color que habla de años que son siglos, de esfuerzo, creencias y, finalmente, de la belleza que unos hombres ayudaron a crear. 80 13. El instituto Volviendo de nuevo a la calle Collado, frente a la plaza de San Esteban que se abre a la izquierda, a la derecha discurren dos calles paralelas que muy pronto convergen: La primera se llama Instituto y la segunda, Aduana Vieja. La calle Instituto no tiene más historia que haber servido de lugar de paso a miles de colegiales a lo largo del tiempo, dado que toma su nombre del antiguo colegio de jesuitas que se levantó en uno de sus extremos, luego transformado en el instituto de enseñanza media más conocido de Soria, el “Antonio Machado”. Resulta mucho más interesante y variada la calle paralela de la Aduana Vieja. Cuando Soria fue creciendo tras el repoblamiento del siglo XII una de las parroquias más importantes fue la de Santo Tomé, en la parte superior de esta calle. A partir de ella se fue construyendo a lo largo de la muralla un barrio de gente hidalga y noble que protegía la parte oeste de la ciudad, hoy desaparecida. De esta manera, toda esta calle de la Aduana Vieja iba desde la residencia de los condes de Lérida, pasando por el palacio de los Salcedo para, atravesando el Collado, internarse por San Esteban que, como hemos visto, veía levantarse varios palacios nobles también. Por su nombre es fácil deducir que esta calle, tan cercana a la puerta del Rosario que se levantaba en esta parte de la muralla y que servía de acceso a la ciudad, albergaba la aduana o edificio donde se tenían que pagar las cargas y gravámenes reales sobre la mercancía que entraba hasta Collado y se conducía a la Plaza Mayor, antiguamente nombrada Plaza del Trigo. Entro por la calle desde el Collado sin saber que hago el recorrido inverso al que hacían las carretas que entraban en dirección al mercado de entonces. Aduana Vieja se divide en tres cortos tramos, a medida que va abriéndose 81 en otras tantas plazas, a cual más interesante. La primera, la de San Clemente, está llena de acacias y mesas donde la gente se arremolinaba a la hora de comer en uno de los días que pasé por allí. Es un lugar tranquilo, de bullicio ciudadano en todo caso pero nada estridente. Estas pequeñas plazas, como alguna otra cercana, es un lugar de descanso y charla amigable en torno a una bebida o unas raciones. A un lado se levanta el edificio de Telefónica, sobre el terreno que antiguamente albergó a la iglesia de San Clemente que da el nombre a la plaza. Inmediatamente, casi haciendo esquina con la plaza, hay un palacio de espléndido aspecto: el de Ríos y Salcedo, familia que luego alcanzarían el condado de Gómara y harían levantar otro palacio, el que ya hemos visto, de mucha mayor amplitud. Pero éste es grande también y bonito, una vivienda del siglo XVI que hoy alberga el Archivo Histórico Provincial. Quizá el detalle más curioso y original es el de una ventana que hace esquina abriéndose tanto a la plaza como a la calle. Por encima de ella, así como en la parte superior de la entrada principal a la plaza, está el 82 escudo de la familia realzando una magnífica esquina. La sorpresa me la llevo después, cuando sigo sus límites por la Aduana Vieja y allí, tras el muro de piedra ciego que la recorre, hay otra puerta noble con su escudo y demás dando paso a un salón de juegos. Me resulta chocante verdaderamente este uso moderno y lúdico a un edificio de tan noble aspecto. 83 Pero sigo por la calle hasta que se abre a una segunda plaza, la del Vergel. Se forma con la confluencia de calles del Instituto y Aduana Vieja, que aquí llegan a unirse. En la dirección en que marchaba, a la derecha, se levanta un gran edificio cuya fachada principal da a la plaza pero donde su entrada, más pequeña, se abre a la Aduana Vieja. Don Fernando de Padilla, canónigo prior de los jesuitas sorianos, fundó aquí un colegio de su orden al objeto de enseñar Latín y Retórica, agregando luego una cátedra de Teología Moral. Se levantó con el impulso decisivo en lo económico de alguna de las nobles familias que vivían en el entorno de este colegio. Era una obra grandiosa pero en 1740 resultó completamente arrasada por un incendio. Los jesuitas iniciaron entonces una lenta y decidida reconstrucción que pudo completarse en la parte del colegio quedando la iglesia adjunta sólo apuntada antes del decreto de expulsión de la compañía en 1767. 84 Pasando después por distintas manos, como las de la Asociación de Amigos del País, ha devenido en instituto de enseñanza media. A él se incorporó un día un joven poeta y profesor de francés de treinta y dos años, tímido pero lleno de ilusión, llamado Antonio Machado. Fue el 4 de mayo de 1907 cuando llegó por primera vez a un destino que había elegido, probablemente, por la curiosa razón de haber albergado distintas leyendas del poeta sevillano que él admiraba: Gustavo Adolfo Bécquer. Entonces Soria contaba apenas con siete mil habitantes y giraba, como hoy, en torno a la calle del Collado, sus casinos, cafés provinciales y confiterías. En ella, el actual número 54 donde ahora hay un banco y entonces una pensión, se alojó provisionalmente para regresar tras el verano, en octubre, tomando posesión de su cátedra de francés cuando había publicado en Madrid su primer libro, “Soledades, galerías y otros poemas”. Era un hombre que entraba en la madurez y que se acomodó rápidamente, no tanto al ambiente social, aunque amigos liberales hizo, como a los paisajes y lugares llenos de quietud y tranquilidad de esta ciudad. 85 La más significativa de sus amistades fue con José María Palacio, director del periódico ‘Tierra Soriana’, liberal como él, que le invitó repetidamente a participar en el periódico con poemas y textos donde fue expresando una preocupación política cada vez mayor que culminó en 1910, desde el punto de vista local, con el discurso de apertura de curso que leyó en el propio instituto. Allí dijo, refiriéndose a un filósofo soriano homenajeado, en la línea de Unamuno: “En una nación pobre e ignorante, mi patriotismo me impide adular a mis compatriotas donde la mayoría de los 86 hombres no tienen otra actividad que la necesaria para ganar el pan, o alguna más para conspirar contra el pan del prójimo; en una nación casi analfabeta, donde la ciencia, la filosofía y el arte se desdeñan por superfluos, cuando no se persiguen por corruptores; en un pueblo sin ansias de renovarse ni respeto a la tradición de sus mayores; en esta España, tan querida y tan desdichada, que frunce el hosco ceño o vuelve la espalda desdeñosa a los frutos de la cultura, decidme: el hombre que eleva su mente y su corazón a un ideal cualquiera, ¿no es un hércules de alientos gigantescos cuyos hombros de atlante podrían sustentar montañas?”. He recorrido finalmente el interior del instituto. Lo hice la última mañana, casi sin darme cuenta de que aquella puerta de la Aduana Vieja, siempre cerrada cuando pasaba por la tarde, estaba ahora abierta. He caminado en torno al patio de juegos, amplio, considerable. Luego he visto una puerta entreabierta que ponía: “Aula Antonio Machado” y he entrado. Su mesa, ahora con un libro encima para que lo firmen aquellos visitantes que lo deseen. Su silla, encajonada intencionadamente entre armarios para impedir que nadie se siente en ella. Las mesas de los colegiales, recibiendo la luz intensa de la mañana por la ventana. A todo lo largo de la pequeña aula, adosada a la pared, una especie de poyete para que los alumnos se sentaran en dos filas. Apenas hay sitio para buscar una buena foto, tan lleno de mesas está eso, creo haber contado un total de 26 plazas. Pero me siento tras una y no puedo evitar el sentirme emocionado, contemplando un lugar que para él estuvo 87 lleno de vida y aún más, si cabe, para sus alumnos que se aquietarían en su presencia, conocido era su genio ante la indisciplina como la que tuvo que soportar después, en Baeza sobre todo, y en Segovia. 88 Ese tiempo de felicidad donde la madurez se abre para recoger sus primeros frutos y estos son firmes y están llenos de promesas. Sin saber que la felicidad, como la vida, es un hilo que la propia vida y su desgracia pueden llegar a romper. Luego queda sobrevivir, querer recuperar la ilusión que un día nos animó, seguir voluntariosamente en la tarea para que una tarde cualquiera, un día en que no pasaba nada, nos asalte la nostalgia y recordemos aquel otro tiempo vivido, aquel en que fuimos felices sin saberlo. Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Palacio, buen amigo, ¿está la primavera vistiendo ya las ramas de los chopos del río y los caminos? En la estepa del alto Duero, Primavera tarda, ¡pero es tan bella y dulce cuando llega!... ¿Tienen los viejos olmos algunas hojas nuevas? Aún las acacias estarán desnudas y nevados los montes de las sierras. ¡Oh, mole del Moncayo blanca y rosa, allá, en el cielo de Aragón, tan bella! ¿Hay zarzas florecidas entre las grises peñas, y blancas margaritas entre la fina hierba? Por esos campanarios ya habrán ido llegando las cigüeñas. Habrá trigales verdes, y mulas pardas en las sementeras, y labriegos que siembran los tardíos con las lluvias de abril. Ya las abejas 89 libarán del tomillo y el romero. ¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas? Furtivos cazadores, los reclamos de la perdiz bajo las capas luengas, no faltarán. Palacio, buen amigo, ¿tienen ya ruiseñores las riberas? Con los primeros lirios y las primeras rosas de las huertas, en una tarde azul, sube al Espino, al alto Espino donde está su tierra... 90 14. Santo Domingo Fui paseando por la Aduana Vieja, llena de tantas historias, y vi en el reflejo de un cristal otro de los lugares que deseaba conocer. Mirando guías sobre esta ciudad me atrapó la atención una fachada románica imponente, una iglesia llena de belleza y logros artísticos evidentes: La iglesia de Santo Tomé, conocida popularmente como de Santo Domingo por el convento anejo que, en principio, se construyó para los dominicos antes de que lo ocuparan las clarisas. Órdenes que van y vienen pero la iglesia permaneció siempre, desde que fue construida en el siglo XII. De ella proviene el pórtico y la nave principal que luego ha conocido, como tantas otras, sucesivas ampliaciones para hacerla más capaz. 91 Mi primera visión de esa fachada esplendorosa fue el reflejo en el cristal de una tienda. Me detuve e hice la foto antes de verla directamente. Era media tarde y el Sol aún estaba lo suficientemente alto pero ya en la parte del oeste, dando de lleno en la fachada e iluminándola por completo con una luz dura pero que, de lejos, parecía hacer brillar la piedra sillar que la compone. Salvo por unas vallas verdes que la afeaban a mi derecha, era tal cual la había visto en fotos pero mucho mejor. Paseé repetidamente en torno al pórtico porque había leído que era uno de los más preciados del románico español. La fachada toda es una joya de filigranas dividida en dos cuerpos bien diferenciados. En el de arriba está un hermoso rosetón enmarcado por columnillas y dividido por una especie de florón en ocho partes iguales. El rectángulo de abajo, el más cercano a la vista también, encierra una gran variedad de formas. No hablo mucho de la doble arquería ciega ni de las figuras que están 92 esculpidas a ambos lados del pórtico, al parecer las del fundador de la iglesia, el rey Alfonso VIII y su esposa doña Leonor Plantagenet, hermana que fue del famoso Ricardo Corazón de León. Pero sí hay que centrar la atención en el tímpano y las cuatro arquivoltas que lo rodean. Una de las tardes en que pasé por allí camino de la calle Collado vi a un hombre parado frente al pórtico. Estaba solo, mirando atentamente las figuras esculpidas. Quise hacer una foto, siempre la hacía al pasar, pero el hombre no se movía. Bastante fastidiado me encontraba de tener que admitir en el extremo derecha las vallas verdes que afeaban tanto el conjunto pero a este hombre tuve que admitirlo porque, durante el largo rato que esperé, casi no movió un músculo, ahí de pie, la cabeza levantada. En el tímpano está la figura de la Santísima Trinidad rodeada de ángeles y algunos santos. De las arquivoltas que lo rodean, la más interior la forman los veinticuatro ancianos del Apocalipsis tocando varios instrumentos musicales rodeando a un ángel central. La siguiente presenta escenas 93 del degollamiento de los Santos Inocentes y la tercera, momentos de vida en común de la Virgen y el Niño Jesús. La cuarta y más amplia revisa la pasión de Cristo. Todas están dispuestas de forma radial por influencia del románico francés y se encuentran muy desgastadas por el tiempo, los elementos, ya que no hay edificios cercanos que protejan esta fachada del viento, lluvia y nieve, y también por el maltrato que ha sufrido por juegos infantiles. Cuando pasé al interior vi una larga iglesia, muy amplia. La nave central es del tiempo original en que se construyó, el siglo XII, pero luego se prolongó con dos naves laterales de marcado carácter ojival y, hacia el siglo XVI, una cabecera más amplia, donde ahora se encuentra el altar mayor, el retablo principal y algunas capillas. Como siempre, no sólo las iglesias sorianas están casi permanentemente abiertas sino que siempre se puede observar en ellas a personas dispersas que rezan en silencio permaneciendo quietas y ausentes entre las sombras. Me puse a pensar que no es en vano la diferencia con las iglesias andaluzas. Tal vez en las castellanas hay un contacto mas íntimo y sosegado con Dios mientras que en Andalucía esa relación es más social y de grupo, por lo que sólo se abre la iglesia según el horario de misas. La parroquia original fue siempre la de Santo Tomé pero en 1449 el maestre de la catedral de Osma, don Beltrán Coronel, natural de Soria por otro lado, quiso construir a sus expensas un convento de la orden de Santo Domingo de Guzmán, para lo cual solicitó que se trasladara la parroquia de Santo Tomé como tal y su convento contara con esta iglesia. No accedió a esto el obispado y Santo Tomé siguió siendo parroquia pero sirviendo también como iglesia para el convento de los dominicos. Luego, como he dicho, pasó a albergar a la orden de las clarisas, cuyas pastas, como pude comprobar personalmente, son merecidamente celebradas en 94 Soria. La plaza donde se encuentra esta iglesia es la de los Condes de Lérida. En ella tuvieron su vivienda palaciega los señores de Retortillo, un pueblo soriano del sur, cerca de la provincia de Guadalajara, desde donde alcanzaron por concesión real el condado de Lérida. Sin embargo, el mayor interés histórico reside en que justo frente al pórtico de Santo Domingo, donde ahora se levantan unas buenas casas sin mayor relevancia, se encontraba un palacio donde se albergó, en interesantes circunstancias, el rey de León Fernando II en 1160 aproximadamente. El hijo de doña Urraca, el rey Alfonso VII, había muerto el año anterior. Como era usual por entonces, dividió sus reinos entre sus hijos: Para Sancho III sería Castilla y para Fernando II el reino de León. La polémica entre ellos podría haber empezado desde el principio por el legado del padre de una deseable Tierra de Campos, en el límite de ambos reinos, que se había destinado a la infanta doña Sancha, segunda hija de doña Urraca y hermana por tanto 95 del rey fallecido. Era una tierra fértil y codiciada. Sin embargo, se impuso el buen juicio y ambos hermanos llegaron a un acto de no agresión que duró bien poco, dada la muerte de Sancho en 1158, con tan sólo veintitrés años, dejando como heredero a un niño también llamado Alfonso, nacido tres años antes. Su tutela había sido encargada a una de las familias nobles de Castilla en la persona de don Gutiérrez Fernández de Castro. La situación era francamente difícil mientras durase esta minoría de edad. Por un lado estaban los musulmanes presionando sobre Toledo, el rey de Portugal expandiéndose hacia Extremadura y empujando a los leoneses hacia tierras de Castilla y la ciudad de Toledo. Las aspiraciones navarras de recuperar las tierras perdidas frente al padre de ese niño eran bien conocidas y fueron pronto un hecho evidente, lo que intranquilizó a los condes de Barcelona. Los Castro tenían buenas relaciones con Fernando II, rey de León, que se veían con profunda desconfianza por otra de las principales casas nobles castellanas, la de los Lara. 96 El conde don Manrique de Lara, finalmente, tomó por la fuerza la custodia del futuro rey Alfonso VIII, gobernando los intereses de Castilla en su nombre. Visto este hecho, los Castro se dirigieron al rey leonés para reclamarle la custodia del niño al que los Lara habían llevado a la plaza fuerte de Soria, lejos de la frontera leonesa y donde los Lara contaban con nutrido apoyo entre la nobleza local. Al parecer se encontraba en el palacio que corresponde a la torre de doña Urraca, en la Plaza Mayor. Pues bien, el rey de León avanzó con sus tropas de forma incontenible tomando Burgos y dirigiéndose a Soria donde, para guardar las formas, los Lara y la nobleza del lugar le recibieron entre parabienes alojándole en el palacio frente a lo que luego sería la iglesia de Santo Domingo. Fernando II exigió entonces que el niño viniera a rendirle pleitesía como su tío que era y rey de León. El hecho era importante por cuanto ese acto suponía la sumisión del niño como vasallo de su tío y, en consecuencia, podría acarrear la unión de ambos reinos en las manos de don Fernando. Es entonces cuando interviene don Pedro Núñez de Fuentearmegil, noble caballero soriano, deudo de los Lara, que tomó al niño con la excusa de prepararle para ese acto de vasallaje y escapó con él hacia San Esteban de Gormaz, a unos setenta kilómetros. Allí llegó inmediatamente después don Nuño de Lara que tomó a su cargo al niño para conducirlo hasta Atienza, lejos del alcance del rey leonés. La reacción de éste no la conozco pero no debió agradarle mucho el tema ni corretear por Castilla en persecución de un niño que se desvanecía de ese modo, por lo que optó por regresar a su reino que gobernó hasta 1188. Quedó para la historia castellana este hecho sucedido en Soria como el momento en que Castilla conservó la independencia de su rey Alfonso VIII. Éste siempre estuvo agradecido por él a la nobleza de la ciudad. Cuando 97 finalmente fue coronado favoreció de manera decisiva a Soria solicitando el estatuto de ciudad para ella y mandando construir varias iglesias como la de Santo Tomé, ahora de Santo Domingo, varias de las cuales son las que figuran en la relación de parroquias de Alfonso X, sólo tres generaciones después y en pleno siglo XIII. 98 15. Convento de la Merced La calle Aduana Vieja, cuando se transforma en la plaza de los condes de Lérida, es cortada perpendicularmente por una calle amplia, de edificios modernos en uno de sus lados. Por el otro se levanta el muro del convento de las clarisas, aledaño a la iglesia de Santo Domingo, y tras unos pequeños jardines parroquiales, el muro de otro largo y amplio convento le sucede: el que fue denominado de la Merced. Debo decir que esta vía era la de acceso y salida habitual al centro desde el paseo de Mirón, por lo que prácticamente la recorría a diario. Frente a este último convento sube paulatinamente la carretera de Logroño en uno de cuyos chalets, ahora inexistente, se alojó Antonio Machado con una ya agonizante Leonor. Poco a poco se sube al paseo del Mirón que llevaba a mi hotel. Es por eso que la bajada más usual me llevaba siempre frente a este convento de la Merced del que sabía 99 entonces muy poco pero del que me sorprendió la importancia del personaje que vivió entre sus paredes sus últimos años: Tirso de Molina. La historia del convento es interesante y me recuerda inevitablemente algunas historias similares que he encontrado en pueblos andaluces. En efecto, los hermanos mercedarios llegaron a la ciudad aproximadamente en 1387 sin que, excepcionalmente, hubiera ninguna casa noble ni apoyo real que les respaldara. Esta situación no era habitual pero tampoco disparatada. A veces las distintas órdenes, que competían entre sí por conseguir acomodo en ciudades importantes, irrumpían en las mismas refugiándose en algún lugar abandonado. En este caso lo hicieron en el convento del Santo Espíritu, cerca del río, hoy completamente arruinado y casi desaparecido. En 1499 un incendio les obligó a desalojarlo siendo amparados por los canónigos de la colegiata de San Pedro, que les ofrecieron su claustro, el que mostré al principio de este recorrido. Las relaciones no debieron ser nada buenas 100 entre ambas órdenes porque los canónigos optaron algún tiempo después por expulsarlos sin aviso previo. Entonces los mercedarios adoptaron uno de los recursos extremos de que disponían y que, como he comentado, he visto repetido en Andalucía. Organizaron una manifestación piadosa dirigiéndose con ella, no casualmente, a la parte más noble de la ciudad. Una noble señora se enteró de sus apuros y, ni corta ni perezosa, encontró una solución a los expulsados cediéndoles su palacio en la que ahora es la calle de Santo Tomé. Pero la historia no acaba ahí. Junto al palacio se levantaba entonces la pequeña parroquia de San Martín de Canales. Los mercedarios entraron en conversación con el párroco y le ofrecieron quedarse con la iglesia, que a fin de cuentas tenía muy pocos parroquianos, a cambio de una cantidad de dinero y un asiento en el coro de la colegiata (del que fue expulsado por los clérigos al poco tiempo, por cierto). Con ello se amplió considerablemente el convento hasta las dimensiones actuales. 101 Es un edificio de piedra sin demasiados adornos exteriores, bastante sobrio en su larga fachada. Entré una tarde. Con la exclaustración de los monjes en 1850 la Diputación de la provincia instaló allí el asilo para los viejos y los niños expósitos (por lo que la continuación de la calle se llama, en un breve tramo, del Hospicio). Ahora es un centro de enseñanzas técnicas que recorrí fotografiando los patios interiores, también sobrios y bonitos. Una lápida en la fachada lo recuerda: En este convento vivió fray Gabriel Téllez, llamado en el mundo literario Tirso de Molina. Nacido en 1584 se ordenó en los mercedarios en 1601 en el convento de Guadalajara. Su posición en la orden fue siempre oscilante puesto que a la que debía ser una buena capacidad se oponían interiormente las autoridades mercedarias, en su condición de autor de obras profanas de teatro (Don Gil de las calzas verdes, El vergonzoso en palacio, etc.), que le llegaron a acarrear diversos apartamientos e incluso el destierro. En los últimos años de su vida fue destinado a Soria residiendo finalmente en el pueblo cercano de Almazán donde, al parecer, murió en 1648. Por el convento derruido de este pueblo pasé el día que visité aquella localidad y lo mostraré. Nada parece quedar allí del autor de aquellos versos tan influidos por su maestro Lope de Vega: Que el clavel y la rosa, ¿cuál era más hermosa? El clavel, lindo en color, y la rosa todo amor; el jazmín de honesto olor, la azucena religiosa, ¿Cuál es la más hermosa? La violeta enamorada, la retama encaramada, 102 la madreselva mezclada, la flor de lino celosa. ¿Cuál es la más hermosa? Que el clavel y la rosa, ¿cuál era más hermosa? 103 16. Callejeo A partir de aquí inicio un vagabundeo entre distintas calles aledañas. Volviendo por Santo Tomé bajo de nuevo hacia Collado por Puertas de Pro, una calle estrecha y larga. Sigue el curso de lo que fue el antiguo lienzo de la muralla en el cual las casas de la calle se apoyaban. Aunque las hay viejas y camino del derribo, ninguna data de esta época y no se puede apreciar ningún resto de muralla hoy en día. Llegando de nuevo a Collado sigo su camino un muy breve trozo porque enseguida se ensancha a la derecha en una nueva plaza, amplia, abarrotada de gente de lo más variado sentada en muchas mesas que circundan los bares de la zona. Es la plaza de Ramón Benito Aceña, nombre del primer bachiller expedido en Soria, a mediados del siglo XIX, hombre con cuya dedicación se construyó el museo Numantino. Sin embargo, antiguamente era conocida como plaza de Herradores porque aquí tenía su asiento el gremio 104 de este oficio. Incluso al fondo de la plaza, donde ahora unos arcos enmarcan uno de los bares, era el lugar por el que se accedía a la fragua. Sin embargo esta plaza, que a cierta hora de la tarde y por la mañana, bulle de vida y donde se sientan ancianos en los bancos junto a jóvenes en las mesas, me era de interés por un suceso del que tenía muy pocas noticias: La problemática estancia de Gustavo Adolfo Bécquer en Soria. Nacido en 1836 y siempre peleando por el sustento, pese a provenir de una familia de cierta nobleza, Gustavo Adolfo fue a Madrid con veinticuatro años estableciendo interesantes contactos literarios y políticos. Allí conoció a la destinataria de sus rimas, Julia Espín, hija de un músico bien conocido en la Corte y protegido de Narváez. Sin embargo, pasados los meses tuvo que ir a un médico a tratarse enfermedades venéreas que había contraído durante el tiempo de bohemia que llevaba en Madrid. Allí conoció a la hija del médico, Casta Esteban y Navarro, y para sorpresa de 105 sus amigos se casó inmediatamente con ella. Pasaron unos pocos años y, pese a un mejor acomodo económico al haber entrado bajo la protección del ministro González Bravo, que le nombró censor de novelas con un sueldo excelente, así como director de alguna revista literaria, entre sus íntimos Bécquer manifestaba cierta desilusión familiar y profesional. Enfermo de cierto cuidado marchó en 1868 con su querido hermano Valeriano, recientemente separado de su mujer, y su esposa Casta, hasta el monasterio de Veruela para luego recalar en Soria, ocupando unas habitaciones sobre lo que ahora es un banco que hace esquina con la calle Collado. Allí comenzó la amargura de Bécquer al comprobar que su mujer Casta le engañaba. A partir de ese momento él y su hermano optan por volver a Madrid donde asisten al período revolucionario de la Primera República que derriba el gobierno de González Bravo y con él toda la protección con que contaba. Dos años después muere su hermano Valeriano y él, deprimido y enfermo, se agrava notablemente hasta su muerte unos meses después. Son conocidas las últimas palabras que pronunció en su lecho de muerte: “Todo mortal”, con que manifiesta su desencanto hacia tantos sentimientos inspirados y románticos que tuvo en su día. Aquí, en Soria, en la casa de la esquina que estuve contemplando, se inició su cuesta abajo. Lo que no podía adivinar siquiera es que cuarenta años después otro poeta sevillano llegara a recorrer esta misma calle y se alojara a pocos pasos de él, prácticamente al otro lado de la plaza, en el número 54 de la calle Collado, sólo porque fue en Soria donde su querido Gustavo Adolfo había compuesto sus inmortales leyendas del “El rayo de luna” o “El monte de las ánimas”. 106 Subo de nuevo alejándome de Collado por la calle Numancia en un callejeo sistemático, un zig zag que me lleve hasta la alameda de Cervantes, la conocida Dehesa de los sorianos, abarcando toda esta barriada. Pero esta calle Numancia se llama así porque en tiempos fue el arranque del camino que llevaba al pueblo de Garray, donde se encuentran los restos de la ciudad numantina, a unos ocho kilómetros de Soria. 107 Llego así hasta la calle Tejera, continuación de Santo Tomé, un recorrido completamente moderno con edificaciones altas, bien construidas. En nada recuerdan las huertas que por aquí se extendían en otro tiempo, extramuros, cuando sólo se levantaban las casas de los fabricantes de tejas de la ciudad. Al fondo está la plaza de toros, encajonada entre edificios. Luego tuerzo a la izquierda y me interno por la calle Sagunto, similar a las anteriores, hasta bordear un edificio bajo, sobre todo viniendo de donde vengo, que es una zona más alta de la ciudad, pero extenso, moderno y bonito: El museo Numantino. 108 17. Museo Numantino Todo lo encontrado en el museo fue una sorpresa agradable e inesperada. Debo aclarar de entrada que pensaba ir a Numancia la primera mañana de mi estancia en Soria. Sin embargo, dos aspectos me hicieron abandonar ese proyecto. Por una parte, una persona que había estado me comentó que las ruinas de esta ciudad se veían en apenas media hora y que no llamaban demasiado la atención. Aún así hubiera ido sino fuera por un importante obstáculo. Un taxista me comentó que había dos formas de ir: llamar a un taxi y hacerle esperar allí la media hora de visita o llamarlo para que viniera desde la capital. No me animé a ninguna de las opciones. La verdad es que el sistema de transportes entre la capital y los lugares más relevantes del entorno (Ágreda, Burgo de Osma, San Esteban de Gormaz, Tiermes, Numancia) es limitadísimo en autobús, reduciéndose a favorecer el transporte de los que van desde los pueblos a la capital. El trayecto contrario, si quieres visitar unas horas el pueblo al que vayas, obliga a hacer noche en él. El caso es que no fui a Numancia pero, como me había quedado alguna mala conciencia, decidí ver con detalle el museo Numantino y, sobre todo, la exposición de los celtíberos que anunciaban a bombo y platillo por toda la ciudad. A fin de cuentas, pensé, no tengo apenas idea de quiénes eran los celtíberos ni siquiera si tenían relación con los numantinos. Algo habrá que aprender de esa historia. Fui paseando por las salas permanentes del museo y lo que vi me gustó. Había una abundante cerámica en sus vitrinas de origen céltico o celtíbero, restos romanos posteriores. Varias salas que me interesaron para pasear por ellas y admirar algunos útiles de la época, unas piedras labradas de época romana y poco más. Se veía rápido y fácil. Al final no sabía por dónde salir y una chica me 109 preguntó si había visto la exposición de los celtíberos. Le confesé que no y que ignoraba siquiera por dónde se entraba. Me condujo hasta una puerta algo oculta que no había percibido de la primera sala que había visitado. Primer punto negativo, me dije, no está bien señalizado. 110 Me hicieron sentar en una sala estrecha casi a la fuerza. No me gustan mucho los videos explicativos que suelen ser un tostón pero la chica encargada de la recepción casi me lo rogó y no tuve más remedio que detenerme con otros visitantes a ver el video. “Son tres minutos”, decía la muchacha, “va a empezar inmediatamente”. Gruñendo para mí, me senté. Aparecía un primer plano de un conocido actor secundario. Afirmaba ser un tal Retógenes, personaje que luego supe legendario en la defensa de Numancia. Me presentaba un resumen de lo que había sido el pueblo celtíbero, su nacimiento como una mezcla de los célticos, más hacia el norte y oeste de la Península y los íberos, hacia el este y sur de la misma. Allá por la parte oriental de la meseta castellana y occidental del valle del Ebro, habitó el pueblo celtíbero en el último siglo antes de Cristo. Las escenas eran breves, impactantes, me interesaron de inmediato. Desde ese momento, en cada sala que visitaba de esta modélica exposición, iba viendo cada video con un interés creciente. 111 Fui adentrándome en su cultura, su forma de vida en castros o lugares cercados de las colinas hacia el año 700 a.C., un lugar muy adecuado para vigilar la llanura donde desarrollar agricultura (trigo, cebada) y ganadería (ovejas, cabras) de un modo similar a como se ha hecho a lo largo de muchos siglos después en el Alto Duero. Su alimentación era variada pero se nutrían sobre todo de bellotas dado que las encinas estaban entonces muy extendidas. Pude comprobar cómo los castros primitivos daban paso a poblados cada vez mejor construidos y organizados socialmente hacia el siglo IV a.C. Recreaban un hogar celtíbero, una primera sala dedicada a las actividades artesanales (molinos, pesas de telar), una segunda, de más reducidas dimensiones, donde se hallaba el hogar y, sobre las paredes, un banco corrido donde descansar. Vi un crisol metalúrgico donde trabajar el hierro. En cada sala Retógenes iba explicando breve y muy didácticamente el distinto aspecto (lengua, economía, vida social,...) de la vida de este pueblo. 112 La exposición alcanzaba alguna cota elevada de interés en el ritual funerario, perfectamente recreado. Frente a una figura que semejaba un cadáver envuelto en un manto rojo sobre una pira funeraria, Retógenes hablaba de un amigo suyo, muerto en combate. En ese caso, las creencias celtíberas llevaban a dejar el cuerpo en el campo para que las aves carroñeras lo dejaran reducido a huesos. No era abandono, sino todo lo contrario. Creían que esas aves llevaban el espíritu del muerto a los cielos más rápida y merecidamente, el lugar donde debían descansar los guerreros tras cumplir con su tarea en la tierra. Sólo en caso de que la muerte fuera por causa natural se incineraba el cadáver, tal como aparecía recreado. Luego, sus cenizas eran depositadas en un hoyo al que añadían sus armas, en caso de tenerlas, con la peculiaridad de inutilizarlas (doblarlas o romperlas) de manera que acompañaran con su propia muerte la de su propietario. Poco después, en la última sala de la exposición, se recreaban dramáticamente las guerras numantinas. Hacia el 200 a.C. los romanos, que habían tomado la Península como lugar de combate con los cartagineses simplemente, se dieron cuenta del potencial agrícola y minero del lugar, y decidieron irlo controlando. En la parte norte de la Península infligieron varias derrotas a los celtíberos en torno al 180 a.C. hasta que el cónsul Graco, que prefería pactar con los naturales del país, llegó a un acuerdo de convivencia que duraría unos treinta años. Al cabo de ese tiempo la ciudad de Segeda, actualmente en la provincia de Zaragoza (El Poyo de Mara) empezó a reconstruir su amplia muralla de 8 km. de perímetro, lo que constituía una transgresión de los pactos alcanzados con Graco, que incluían el no reconstruir sistemas defensivos frente a los romanos. Sea porque el Senado romano vigilaba con atención el cumplimiento de 113 los acuerdos o porque predominara en ese momento el componente belicista (también había halcones y palomas en ese tiempo), el caso es que enviaron un gran ejército dirigido por Fulvio Nobilior e integrado por treinta mil infantes. Los naturales de Segeda pidieron ayuda y se refugiaron en una de las ciudades más grandes de la Celtiberia. Numancia pasaba así al primer plano y más cuando infligió varias severas derrotas al ejército romano durante los dos años que duró la contienda (desde el 153 al 151 a.C.). Durante ocho años, hasta el 143 a.C., la preponderancia en el Senado romano del cónsul Marcelo, paloma, hizo que se llegara a un determinado acuerdo de convivencia. Al cabo de ese tiempo las fuerzas romanas dominaban gran parte del Mediterráneo cosechando una victoria tras otra. Sin embargo, Roma no había olvidado a Numancia, la única pequeña ciudad que llevaba años resistiendo la invasión romana. De hecho, allí en la exposición me enteré de un suceso sorprendente de este período bélico. Así, el año romano comenzaba normalmente en marzo (los idus), momento en el que eran elegidos nuevos cónsules anuales. El problema es que, entre tomar posesión de sus cargos, organizar el reclutamiento de soldados, abastecimientos y demás, las fuerzas romanas no podían ponerse en marcha para combatir hasta el verano. Esto no tenía excesiva importancia con un clima invernal benigno pero no así en el Alto Duero, donde ya el otoño es muy frío y trae un clima inhóspito. Decían allí y he visto por escrito después que la guerra prolongada con los numantinos fue la razón de que el año consular romano pasara a comenzar el 1 de enero, tradición que nosotros hemos conservado después. Con ello habría tiempo para realizar una campaña primaveral. Si 114 Numancia fue la razón de este cambio o hubo otras consideraciones, lo ignoro. Lo cierto es que el Senado, donde se había impuesto el ala belicista, eligió en el 134 a.C. como cónsul encargado de Hispania a Publio Cornelio Escipión, el destructor de Cartago. Este general rehuyó el combate frontal y prefirió iniciar un largo asedio contra Numancia, cercándola con hasta siete torres de combate, fosos y vallas, impidiendo toda entrada y salida. Pese a ello el mencionado Retógenes pudo escapar del cerco una noche para pedir ayuda a las poblaciones vecinas. Sólo una de ellas (Lutia) venció el temor ofreciéndose sus jóvenes guerreros para combatir atacando la retaguardia romana. La asamblea de ancianos de la ciudad sintió miedo por esta decisión y denunció ante el general Escipión la actitud de sus jóvenes. Este suceso vergonzoso concluyó con la llegada de las fuerzas romanas por sorpresa, el apresamiento de 400 jóvenes guerreros a los que se les cortó las manos en represalia. Así de cruel fue esa guerra. Al año siguiente una parte de los numantinos pactaron su rendición ante el general Escipión, siendo condenados posteriormente a la esclavitud. Otra parte optó por no rendirse y murió peleando ante los romanos o en el incendio posterior provocado por estos últimos y que destruyó Numancia para siempre. No su recuerdo, naturalmente, que permanece heroico en ese video que terminaba entre llamas, de un modo sobrecogedor. Sin embargo, mirabas alrededor, en la última sala dedicada a la romanización de Hispania, y te dabas cuenta que los romanos habían aportado mucho, idioma, leyes, arquitectura, grandes obras públicas. Su paso por Hispania no fue sólo el del imperialista depredador. Es cierto que sacaron mucho de esta tierra pero también le dieron una cultura, una forma de civilización que pervivió, pese a su 115 caída, con los visigodos para volver a resurgir más tarde, entre los reinos cristianos. Pero algo queda, es cierto, de aquellos celtíberos. Su forma de vida, sus creencias. Sobre todo, el recuerdo de su heroísmo desesperado por conservar su cultura, quizá inferior, pero suya. 116 18. Alameda de Cervantes La Alameda, que ya había visto la primera tarde brevemente, levanta su costado frente al museo Numantino. Para llegar a ella hay que cruzar el conocido paseo del Espolón, un lugar moderno que data de hace sólo cuarenta años, de amplio acerado y tiendas y restaurantes que llevan al transeúnte que así lo desee a construcciones recientes más allá de la Alameda. Pero si se atraviesa entre el nutrido tráfico de esta zona se llega hasta una ermita, la de Nuestra Señora de la Soledad, ya dentro de la Alameda. A sus mismas puertas tuve constancia la primera tarde de la edad y disposición de los sorianos que recorren aquella zona. Varias mujeres de cierta edad se animaban entre sí en un juego de bolos al que se entregaban con verdadero afán. Me quedé allí un rato. Había bastante expectación y los equipos competían con bastante acierto en tirar los bolos de madera. Fuera 117 circulaban los coches ininterrumpidamente, era la tarde hermosa, con un cielo cubierto y una temperatura perfecta. Es extraña esta ermita por cuanto su pórtico parece acercarnos a una de las iglesias de tamaño regular que hay por Soria y, sin embargo, luego la capilla se reduce abruptamente y queda para ella sólo un espacio pequeño que se hace aún más pequeño después. El edificio se construyó en el siglo XVI por los señores de Almenar, antes de que fueran condes de Gómara, y al mismo tiempo que levantaban el palacio de Ríos y Salcedo. Está dedicado a la Virgen de las Angustias que estos señores trajeron de otra ermita que poseían fuera de Soria. Para ello aprovecharon un muy pequeño santuario existente donde se veneraba la imagen de Jesús crucificado con el nombre de Santo Cristo del Humilladero, que los condes mandaron ampliar por delante, quedando el santuario primitivo como una capilla lateral. Tal parece que el propósito era construir una ermita mayor (de ahí la portada en tres arcos de medio punto sobre cuatro fuertes pilastras) y 118 ese objetivo cambió reduciéndose a un espacio menor posteriormente. Por eso la sensación para el visitante es extraña. Entré e hice alguna foto de la Virgen y luego, a la izquierda, se abría paso una puertecita que, tras un paso muy estrecho, se abría apenas al santuario primitivo, lugar pequeño donde se arracimaban muchas señoras que rezaban fervorosamente al Cristo. Era una muy hermosa figura del crucificado pero las señoras me miraron todas al unísono de tal forma que opté por la retirada, visto que no podría hacer ninguna foto del lugar en esas circunstancias. Y empecé a pasear al fin por la Alameda de Cervantes, popularmente conocida como la Dehesa por encerrar lo que, extramuros, fue el campo o dehesa de San Andrés, lugar donde antiguamente se levantaba una ermita dedicada a este santo. La parte que visité inicialmente fue la primera, el salón ajardinado, lugar de descanso para muchos ancianos que dejan pasar el tiempo charlando entre sí y observando a los que pasan. Me quedé sorprendido de que 119 casi todos fueran viejos repartidos en los bancos, sin que apenas ninguna persona menor de sesenta años pasara siquiera por los largos pasillos de arena. Hay fuentes, surtidores como el del Niño, una bonita glorieta interior. Es un lugar hermoso, bien cuidado, donde la tranquilidad llama al ocio y la convivencia. Pasada dicha glorieta la configuración interior de la Dehesa cambia por completo. El paseo amplio que se extendía por uno de los lados, el de la ermita, se hace mayor, con más arbolado, pero es el Jardín el que más cambia. Primero encontré una bonita y reducida Rosaleda para luego ver extenderse frente a mí la Campa o el Alto de la Dehesa, un amplísimo espacio de hierba sin más árboles que los que lo rodean. Circundado por bancos tiene las dimensiones de lo que podría ser un campo de fútbol. A la sombra de los alrededores, sobre los bancos, se agrupan los jóvenes sorianos en pandillas que uno ha visto en el Retiro madrileño, en el parque sevillano de Mª Luisa y en todos los lugares que ha visitado donde hay un espacio así. Es lugar de jóvenes este antiguo erial donde se aventaron mieses hace mucho tiempo, pero también de algunos padres que ven correr a sus hijos por la hierba detrás de una pelota. Estuve sentado al menos dos tardes en uno de esos bancos, a la sombra, observando ese latido acompasado y sempiterno de la vida ciudadana, los grupos de jóvenes sentados, tumbados, ajenos a lo que les rodea, los mismos jóvenes que crecerán y traerán aquí a sus hijos para que correteen y luego vayan a sentarse en los bancos del Jardín, más cómodos para sus maltrechos riñones, donde agruparse y charlar de tiempos pasados. La vida se renueva en esta Dehesa, pese al envejecimiento de la población, en continuo trasvase entre un lado y otro del lugar, desde la Campa hasta el Jardín, desde la juventud a la ancianidad, como si toda la vida se pudiera reducir a un paso entre lugares distantes 120 apenas cien metros. Me levanté sin ganas, tan bien se estaba sentado en un banco de la Campa. Me gustaba el bullicio que 121 observaba, sosegado pese a todo, nada estridente. Hay tranquilidad en este lugar y un cielo hermoso de verano, con unas nubes espléndidas sobre un cielo azul. La última vez, justo después de comer y antes de visitar el último convento que me quedaba en el centro de la ciudad, casi me quedé dormido. Ya había abandonado la habitación del hotel, sólo me quedaba regresar poco después y recoger mis maletas, camino de la estación de autobús. Sentía el rumor de las conversaciones, el viento sobre los árboles, alguna voz, una risa que destacaba un momento. Pensé en este viaje, del que aún me queda contar lo vivido junto al Duero, el inolvidable paseo por su ribera. Lo cortos, lo largos que se hacen tres días, cómo terminan cuando casi no han llegado, cuánto puede encerrarse en tres días de estancia, ese sumergirse en una realidad desconocida dejándose penetrar por ella, hacerla tuya de algún modo. Observar a la gente, conocer las historias que pasaron en aquellos lugares, sospechar que tantas historias presentes se te escapan y nunca llegarás a adivinarlas siquiera. Como el curso pausado del río Duero que había podido contemplar desde el puente, multitud de historias iban pasando lentamente ante mi mirada, como un flujo ininterrumpido del que se teje la vida de una ciudad como ésta, de la que había podido ser observador sólo tres días. Luego fui hasta el convento de San Francisco no sin mirar por última vez el amplio prado verde iluminado por el fuerte Sol del comienzo de la tarde. Lo mismo que la llegada de Santa Teresa a la población en el siglo XVI parece corroborada, la del propio San Francisco a Soria, en 1214, se reduce al campo de la leyenda. Al decir de ésta se alojó en un monasterio y, por la mañana, se dirigió hasta este campo de San Andrés. Llegando a lo que entonces era el hospital de Santa Isabel el monje empezó a recoger piedras en silencio colocándolas en cinco montones separados entre sí. Preguntado sobre la 122 razón de esta actividad respondió: “Comienzo como puedo la casa del Señor, otros vendrán después y la continuarán”. No sé si ésta fue la razón pero lo cierto es que, al poco tiempo, sólo siete años después de la muerte del santo, las nutridas aportaciones de los nobles del lugar habían levantado lo que hoy es un convento una de cuyas partes está arruinada, desde que se declaró un incendio en 1618, reduciéndose a una amplia y bonita iglesia. Entré en ella cansado y deseoso de terminar las innumerables visitas de esos días. Me encontré, como siempre, no sólo una iglesia abierta sino ocupada por distintos fieles que rezaban y permanecían en silencio. Varias voces entonaban desde los altavoces un rosario y me extrañó porque no veía que nadie de los presentes lo siguiera y, sin embargo, se escuchaban voces muy ordenadas que lo hacían. En el altar no había ningún sacerdote, nadie. Deduje que ese rosario podía corresponder a una grabación. Es la primera vez que veo un procedimiento de oración semejante. 123 Luego salí del convento y crucé hasta la Alameda. Recorrí por última vez el Jardín, entonces más despoblado, salí finalmente a la plaza de Mariano Granados, crucé hasta el Collado para buscar la calle Aduana Vieja desde donde llegar al paseo del Mirón. Dejé así atrás tantos lugares hermosos, cercanos por haberlos hecho míos, que no deseo que la memoria se los lleve al olvido, primero los detalles, luego las fechas e imágenes, más tarde todo el contorno del viaje. Por eso hice tantas fotos y escribo estas páginas, para no dejar que otros recuerdos desplacen a estos. Porque de la abundancia también nace el olvido. 124 19. San Juan de Duero La primera mañana de mi estancia la dediqué por entero a recorrer la otra orilla del Duero visitando desde San Juan de Duero hasta la ermita de San Saturio, primero por el paseo de las Ánimas continuando por el paseo de los poetas. El pequeño claustro de San Juan, que me imaginaba más grande por las fotos de sus arcos a cielo abierto, lo había visto ya la primera tarde, desde el cerro del Mirón, que está casi enfrente. Me dio alegría verlo allí, tan cerca, después de haber examinado esas fotos con detalle, maravillado. Tras pasar el puente torcí a la izquierda y llegué enseguida. Primero hay un muro con una puerta, por donde deambulaba lo que tomé por la guía oficial del lugar. Era temprano, no había ningún visitante más. Pero la chica me indicó dónde comprar la entrada y luego fui allí para vendérmela. Era muy poco, dos euros creo recordar, todo el lugar lo merece. Según entras llegas al claustro pero ella me indicó la puerta de la iglesia anexa y allí entré sin dudarlo. 125 La ermita inicial de San Juan de Duero parece que fue construida en 1138 en un estilo románico de gran pobreza y sencillez. Invitados a ello por Alfonso I el Batallador, que deseaba repoblar esta frontera, vinieron a instalarse poco después los hermanos Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, al tiempo que hacían lo mismo en Almazán y Ágreda. Nunca tuvieron estos hermanos una gran implantación en España pero sí permanecieron en este lugar bastantes siglos. Preferían instalarse fuera de las ciudades, debido a su labor de protección y acogimiento de caminantes y es por ello que eligieron esta humilde ermita a la que reformaron profundamente y tal vez dieran el nombre por el que es hoy conocida. Lo primero que hicieron fue reformar la sencilla iglesia de una nave adosando dos templetes laterales al altar mayor donde representar escenas iconográficas a las que eran devotos. La iglesia siempre tuvo la techumbre de madera como ahora también la tiene, aunque no sea la de aquellos tiempos. En resumen, es de una gran rusticidad de formas, pobre de adornos. Las ventanas abocinadas, toscas y muy escasas, dando una sensación de encerramiento y falta de claridad, el ábside con bóveda de horno, tosca, alejada de otro tipo de bóvedas más artísticas. Pese a todo, me gustó el lugar, no tanto para haber vivido en él ni llevado a cabo actividades litúrgicas porque la sensación de claustrofobia hubiera sido inmediata, pero sí para visitar un lugar tan primitivo. La sensación de poco espacio y falta de claridad se transforma drásticamente al salir y encontrarnos con el claustro. Parece que podría haber tenido una techumbre de madera que se derrumbó hace mucho dejando los arcos al aire libre. Di toda la vuelta fotografiando sin descanso todas las peculiaridades del monumento, pese a la fuerte luz que ya empezaba a haber. Me situé a lo largo del claustro por 126 fuera, desde dentro, por las esquinas. Aquello es simplemente maravilloso desde el punto de vista artístico. Hay hasta cuatro tipos distintos de arcos, desde los puramente románicos, hasta otros ojivales pasando por los cruzados tan típicos del arte mudéjar. Parece, pues, que este claustro fue realizado en épocas diferentes por distintos artesanos, cada uno de los cuales imponía un estilo distinto en su trabajo. El monasterio era más amplio pero parte de él (hospital, otras dependencias) han desaparecido con el tiempo desde que en el siglo XVIII el edificio se abandonó. Entonces sus muros fueron dedicados a establos y en este claustro se encerraba por las noches al ganado. Sólo la iglesia fue mantenida para que allí se celebrara todos los años la fiesta de San Juan. Sin embargo, su declaración en 1882 como monumento nacional supuso su reconocimiento y conservación hasta el estado actual. 127 Cuando me iba a ir la muchacha volvía a estar deambulando por la puerta, aburrida. Además de mí sólo había entrado una pareja con una niña en todo el rato que estuve. Es escaso el turismo en esta ciudad. Le pregunté cuál era exactamente el monte de las Ánimas y me señaló el que se levantaba sobre el monasterio. Lo había visto desde la 128 plazoleta de los Cuatro Vientos, en el Mirón, y no me podía creer que en ese cerro medio pelado, con sólo algo de vegetación abajo, hubiera hecho Bécquer transcurrir aquellas batallas con las que Alonso entretiene al comienzo de su leyenda a Beatriz: “Ese monte que hoy llaman de las Animas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla corno solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el 129 monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el Monte de las Animas”. 130 20. El Duero Tras examinar el camino que me llevaría hasta San Saturio descarto ir por la carretera de Ágreda y prefiero volver a cruzar el puente que me ha llevado al otro lado. No se sabe cuándo datar este puente que, en todo caso, es bastante antiguo. Resulta curioso observar que cuando se llegó al esplendor de Soria, en los siglos medievales, prácticamente nadie había registrado documentalmente la construcción de conventos, iglesias ni palacios, tampoco de este puente, por lo que se ignora casi todo de su comienzo. Pero llegado a ese punto ya no se pueden apenas contar historias. Estoy a punto de empezar el paseo de los poetas, el que lleva desde San Polo a San Saturio. Me acodo en el puente, paso de un lado a otro buscando la mejor foto del Duero. El camino empedrado es estrecho y el paso de los coches está regulado por semáforos porque no pueden pasar dos a la vez. Me reclino y veo el agua pasando, a pesar de la sequía, tumultuosa, con buen caudal desde que nace en las 131 faldas del Moncayo, tan cercano. Y suenan los versos de Gerardo Diego, idénticos versos de hace ochenta años, cuando los compuso, aunque el agua que pase sea distinta. Río Duero, río Duero, nadie a acompañarte baja; nadie se detiene a oír tu eterna estrofa de agua. Indiferente o cobarde, la ciudad vuelve la espalda. No quiere ver en tu espejo su muralla desdentada. Tú, viejo Duero, sonríes entre tus barbas de plata, moliendo con tus romances las cosechas mal logradas. Y entre los santos de piedra y los álamos de magia 132 pasas llevando en tus ondas palabras de amor, palabras. Quién pudiera como tú, a la vez quieto y en marcha, cantar siempre el mismo verso pero con distinta agua. Río Duero, río Duero, nadie a estar contigo baja, ya nadie quiere atender tu eterna estrofa olvidada, sino los enamorados que preguntan por sus almas y siembran en tus espumas palabras de amor, palabras. Es todo un lugar de paseo al otro lado, donde hay una alameda larga que se llama el Postiguillo con que se recuerda al antiguo Postigo o puerta de la muralla. A la derecha sus restos, a la izquierda el Duero que pasa rumoroso, quebrando su camino por la presencia para mí inesperada de una amplia isla que llaman Soto Playa. Voy hasta una pasarela que veo más adelante cruzándome con hombres que me miran llevando a sus perros detrás, obras que se escuchan a lo lejos, reformas en un antiguo molino lejano, oculto ahora a la vista. Me acerco al río, subo desde la orilla y bajo desde el paseo. Busco ángulos para un buen encuadre, quiero sentir el latido del momento, la luz que apenas se cuela entre los álamos del paseo, los que me miran y a los que miro. 133 Paso finalmente a la isla central y la recorro hasta su punta. Delante de mí una pareja algo mayor camina por la orilla, muy atenta a unas cuerdas que emergen del agua. Me intereso por lo que hacen y me explican que buscan cangrejos. El hombre abre la bolsa y aparecen unos cangrejos alargados que se mueven inquietos, brillantes de agua, arracimados en la bolsa. Observo detrás de ellos lo que hay en el agua, cestas que están conectadas por cuerdas a diversos lugares de la orilla. Desde la punta más cercana al puente puedo verlo ahora, el Duero corriendo entre las piedras hacia uno y otro lado de la isla. El puente con sus ojos abiertos al río, los coches pasando por encima y haciendo sonar sus piedras centenarias. Hay calma en la mañana, una luz fuerte de día soleado pero un agradable fresco que alivia. Me quedo un rato allí, como me detendré en varios puntos del camino. Simplemente por el placer de estar ahí, formar parte de aquello, del puente, de la luz, del paisaje, de esta tierra castellana a la que vengo desde lejos. 134 Entre cerros de plomo y de ceniza manchados de roídos encinares, y entre calvas roquedas de caliza, iba a embestir los ocho tajamares del puente el padre río, que surca de Castilla el yermo frío. ¡Oh Duero, tu agua corre y correrá mientras las nieves blancas de enero el sol de mayo haga fluir por hoces y barrancas, mientras tengan las sierras su turbante de nieve y de tormenta, y brille el olifante del sol, tras de la nube cenicienta!... ¿Y el viejo romancero fue el sueño de un juglar junto a tu orilla? ¿Acaso como tú y por siempre, Duero, irá corriendo hacia la mar Castilla? 135 Retrocedo buscando una nueva pasarela que me lleve al otro lado. Mientras la encuentro veo mesas de madera y algunos jóvenes que charlan sentados a una de ellas y una chica lee en silencio un libro que quiero imaginar de poemas porque nada apetece más en este ambiente que dejarse llevar por el rumor del río y el fluir de unas palabras que acompañen al viento y agraden el ánimo del que camina. Luego ya he pasado a la otra orilla y busco el camino de San Polo. Pregunto a dos encargados de alcantarillas que mueven una tapadera junto a un camión de limpieza. Me indica uno de ellos con un acento castellano impecable el camino que salía allí mismo de nuevo hacia la ribera. Pienso que muchos locutores estarían contentos de hablar con tanta corrección como ese pocero. Le doy las gracias, paso por detrás de una señal de prohibido y allá, a lo lejos, veo el paso de San Polo. 136 21. San Polo Alfonso I el Batallador no sólo mandó repoblar la aldea de Soria sino que favoreció la llegada de los Hospitalarios, como hemos visto en San Juan de Duero, y también la de los Templarios, que construyeron esta ermita en el mismo lado del Duero, como era usual fuera de las poblaciones. Con el tiempo esta Orden abandonó el lugar del que se hicieron cargo los hermanos hospitalarios hasta el siglo XVIII en que San Polo quedó sin culto. Actualmente sólo queda en pie la iglesia y un muro largo atravesados ambos por el paso de servidumbre que todos los paseantes atraviesan. Esta ermita y los fértiles terrenos que la rodean fueron vendidas por el Ayuntamiento soriano a un noble cuyos descendientes la siguen cultivando. 137 Por ello, salvo el paso hacia San Saturio, todo lo demás está cerrado aunque se adivina a la izquierda un campo verde y a la derecha alguna construcción para los aperos agrícolas, además de una caseta donde guardar un coche. Por lo demás, nada es visitable y el caminante sólo puede mirar hacia esa iglesia que se adivina encima del arco. Sigo el camino y paso el letrero que anuncia que el destino final del paseo dista 1,3 kilómetros aún. A la izquierda se elevan las colinas que bordean el camino. El río discurre a la derecha sin que podamos acercarnos mucho a él. Al poco, es atravesado por la antigua vía de ferrocarril. Sigo un impulso, quizá precipitado e imprudente, y asciendo una cuesta para situarme en ese puente por el que, afortunadamente, ningún tren pasará mientras yo me encuentro en él. Busco una buena vista del Duero entre las vigas de hierro pero quizá sean los raíles perdiéndose a lo lejos entre las colinas lo más bonito que encuentro. Tras bajar de nuevo continúo el camino hasta que empieza a ondularse ligeramente apareciendo salpicado por 138 monolitos dedicados a un vía crucis y allí, a lo lejos, veo sobre unas rocas la ermita que buscaba, el final del paseo. 139 22. San Saturio Se ignora casi todo sobre este santo. Tan sólo se conserva su recuerdo en un muy antiguo breviario de Tarazona en el que se recopilan distintas oraciones de San Prudencio, obispo que fue de esta sede, donde le menciona como su maestro eremita. El problema de datar su vida es que también se ignora el tiempo en que vivió su discípulo Prudencio. Sin embargo, hay cierta coincidencia entre los estudiosos de ambos en que hablamos de finales del siglo V o ya entrado el siglo VI, de manera que el eremita sería godo. En el siglo XII, el siglo en que se repuebla Soria, habría aquí un lugar tradicional de culto. Es por ello que, en ese afán de construir ermitas y santuarios, se elevó una dedicada a San Miguel en este sitio tan peculiar, a media altura de la falda de la que se conoce como sierra de Santa Ana. Desde luego, la ermita impresiona por su firmeza e 140 integración con las rocas que la rodean. Sin embargo, la actual no es la ermita original. Sigamos la historia entonces. Testimonios escritos posteriores muestran que, en el proceso de su construcción, se hallaron restos humanos que tradicionalmente se tomaron como santos. No existe mayor constancia de por qué ni qué datos existieron para adjudicarlos a San Saturio. La ermita actual está construida sobre unas cuevas que bien pudieron alojar a un eremita (y más de uno) por estar llena de espacios que se comunican entre sí, frescos en verano pero que en invierno deben ser de un gran padecimiento. Ahora, cuando se entra en dichas cuevas, se muestra un amplio altar dedicado a San Miguel arcángel al que la devoción por el santo no ha quitado su importancia. De hecho, este altar está construido sobre el lugar donde reposaron originalmente los restos de San Saturio. Según la leyenda Saturio era un godo que provenía de una familia adinerada. A la muerte de sus padres dio todos sus bienes a los pobres y se retiró a estas cuevas para vivir santamente en oración permanente con Dios y el arcángel San Miguel. Los parecidos con la vida de San Francisco son bastante evidentes. Cuando llevaba treinta años así vio a un joven que pasaba el río y subía hasta aquellos riscos para pedir su bendición y solicitar vivir a su lado. Este joven se llamaba Prudencio. Tras siete años en convivencia mutua Saturio murió y Prudencio, después de enterrarle en la cueva volvió a su lugar, Tarazona, donde su fama le llevó hasta el obispado. Sea lo que hubiere de cierto en todo ello lo que sí está testimoniado por el Cabildo de Soria es que en 1553 la primitiva ermita se había derrumbado y, tras disponer de ayudas económicas suficientes, se dispuso la construcción de una nueva, más imponente, de planta octogonal y a la que se accediera por dos vías: una interior a través de la cueva y 141 otra exterior, rodeando las rocas. Ésta última fue financiada por un rico portugués que, al otro lado del Duero, tenía unos lavaderos de lana que le ofrecían pingües beneficios. Agradecido al que entendía favor del santo en su negocio costeó toda esa escalera sobre roca, de gran belleza, como pude comprobar. 142 Ello indica también que la devoción por San Saturio iba creciendo entre el pueblo. Mencioné al principio de esta narración cómo en 1630, ante una pertinaz sequía, se acordó bajar la Virgen del Mirón hasta la catedral de San Pedro. Allí se le unió la imagen de San Saturio en una unión que ya sería hasta la actualidad entre ambas figuras. Debió llover abundantemente porque el pueblo, agradecido, acordó llevar la imagen del santo hasta la misma catedral el 1 de octubre de cada año. Para entonces la nueva ermita disponía de una capilla octogonal que pude visitar, con todo su interior pintado de imágenes referentes a la supuesta vida del allí honrado. Bajo el altar mayor se colocaron definitivamente los restos encontrados en la cueva donde permanecen para el culto de los sorianos. Nombrado pocos años después patrono de la ciudad debió haber voces discrepantes que insistían en la ausencia de comprobaciones sobre su vida y su santidad. Quizá por eso sea comprensible una vidriera que encontré en una sala capitular de la ermita, donde se lee: 143 “Romualdo Barranco, natural de Carbonera, niño de seis años y medio, habiendo caído desde esta ventana hasta cerca de la orilla del Duero, fue hallado, puesto de rodillas, sin haber recibido lesión alguna por intercesión del santo. Año 1772". 144 Un milagro muy oportuno del que tampoco tengo mayor testimonio y que colaboró en callar las voces discrepantes. De hecho, ignoro a qué año se asigna el suceso no sabiendo si el que viene anotado al final es el de la vidriera o el del supuesto milagro. Lo cierto es que la ventana tiene una caída impresionante sobre la orilla del Duero de la que, en condiciones normales, nadie podría salvarse. El cabildo soriano elevó al Papa Benedicto XIV la petición de que tuviera una oración propia San Saturio lo que, al ser aceptado, dio por validada su fama de santidad hasta el día de hoy. 145 23. Sobre el Duero Bajo por la empinada escalinata que lleva de nuevo al paseo. Abajo hay un asiento de piedra y una placa grande que contiene un poema de Machado. En este ‘Rincón del poeta’ como se le llama se sentaba muchas tardes en que venía de paseo con su mujer Leonor, mientras ésta no estuvo enferma. Al lado de la placa hay varios árboles en cuyas cortezas los enamorados que por allí pasan van grabando sus nombres y la fecha. Debe ser un rito inevitable y deseado para ellos. ¿Qué mejor sitio que éste, que asistió a la presencia de un poeta enamorado, de un hombre feliz? He vuelto a ver los álamos dorados, álamos del camino en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio, tras las murallas viejas de Soria -barbacana hacia Aragón, en castellana tierra-. Estos chopos del río, que acompañan con el sonido de sus hojas secas el son del agua cuando el viento sopla, tienen en sus cortezas grabadas iniciales que son nombres de enamorados, cifras que son fechas. ¡Álamos del amor que ayer tuvisteis de ruiseñores vuestras ramas llenas; álamos que seréis mañana liras del viento perfumado en primavera; álamos del amor cerca del agua que corre y pasa y sueña, álamos de las márgenes del Duero, conmigo vais, mi corazón os lleva! 146 Acuciado por estos versos bajo por una escalerilla hasta una pasarela sobre el Duero. Me detengo allí un largo rato. No hay nadie en los alrededores. Es martes y los pocos turistas con los que me crucé se han ido a esta hora, cerca de la una de la tarde. No queda nadie sino el Duero corriendo debajo de mí, incansable, y esos álamos en la ribera que el viento agita y arranca rumores que son como música, música que es como un recuerdo de otros tiempos. Cuando el poeta venía a sentarse allí después de la caminata y sentía que acudían a sus labios esos dulces versos de hombre sensible y sencillo que siempre me han gustado. Permanezco allí. El día es de una gran belleza, el cielo muestra el azul y el blanco, el Sol no castiga demasiado gracias al frescor que el río trae. Continúo quieto, escuchando el viento en los álamos, sintiendo el borbotear del río bajo mis pies, acodado un largo rato en la barandilla, haciendo alguna foto que pueda retener en mi 147 memoria el momento más dulce de mi estancia en Soria. Cuando sintiendo todo, la música en la ribera, las ondas del río, el silencio y los pájaros que volaban entre las copas, me daban ganas de llorar por haber llegado hasta allí, por sentir lo que sentía, una paz desconocida, como quien llega a puerto después de una larga travesía. Y ahora me viene a los dedos otra poesía de una mujer que vino a refugiarse a Soria de una dura posguerra civil, cuando su marido malvivía en Madrid tratando de hacer olvidar su pasado republicano, cuando ella permanecía con el alma en vilo junto a su hijo pequeño, sin saber si las noticias que le viniesen fueran buenas o malas. Aquí escribió Ángela Figuera Aymerich, la poeta vasca casi nacida con el siglo, algunos de sus poemas más intimistas: Ese sentir que de tan hondo vuela sobre la paz tendida de tus campos; ese inclinarse el alma sobre el río, sobre tu Duero -¡Mío!-, sangre noble 148 de tus antiguas venas; el incensario rumoroso y tibio de tus pinares siempre desangrándose; la reciedumbre altiva de tus chopos velándote los sueños día y noche; tus femeninos álamos temblando al delicado son de tus esquilas; tu cielo claro y frío recubriendo tus riscos duros con barbudas cabras; tu sahumada tierra, tus colinas armaduras de murallas y castillos; tus pueblos, tus ermitas, tus pastores, no los perdí; son míos en mis versos. Todo termina pero nada se pierde mientras quede memoria, mientras algunas palabras puedan quedar por escrito y volver a ser pronunciadas. Mientras haya otros enamorados que graben sus nombres en la corteza de un árbol y un hombre, más allá de la mitad de su vida, se acode sobre el río a escuchar el rumor de otro tiempo, de un poeta viejo y muerto en tierra extranjera, y sienta en silencio la poesía del lugar. 149 24. Cerro del Castillo Me levanté pronto la última mañana de mi estancia en Soria. Siempre me ocurre el día en que tengo que viajar. Como no estaba abierta aún la cafetería del hotel me senté en una especie de pequeña terraza de la que disponía la habitación. Se puede decir entonces que vi el día clarear y el Sol levantarse pero lo cierto es que la orientación no me permitió lo segundo con claridad y me daba pereza a esa hora salir del hotel y recorrer el paseo para observar ese amanecer sobre las lejanas montañas. Me entretuve en cambio aseándome y leyendo historias de calles de Soria, mirando el plano con detalle. Tenía hasta primera hora de la tarde para recorrer los últimos rincones, fotografiar las calles que aún no hubiera visto, registrar todo aquello que luego sería imposible recuperar de otro modo. Finalmente, bajé a la cafetería como cada mañana. No había nadie, dado lo temprano de la hora. Por la ventana se veía el monte de las Ánimas bajando hacia el río. Me pusieron delante el hermoso croissant diario que rellené concienzudamente de mantequilla y mermelada. ¡Qué buena forma de empezar el día! Deseaba dejar constancia de ello porque había venido a conocer esta ciudad y sus gentes, su historia y sus lugares, recordar el tiempo de Machado aquí, degustar el ambiente de poesía que impregnaba el Duero..., sí, pero con un buen croissant relleno para desayunar, que lo cortés no quita lo valiente. Reservé la última mañana para subir al cerro del castillo, el que se encuentra justamente enfrente de donde yo estaba, al otro lado del extremo de la ciudad que linda con el río. Había visto repetidamente, cada mañana, el edificio del parador Antonio Machado, que inauguró Manuel Fraga como ministro en 1969, justo un año antes de que se inaugurara el hotel donde me encontraba, en lo alto del cerro 150 opuesto. La verdad es que, inicialmente, había integrado ese paseo por el cerro en mi itinerario básico por la ciudad pero al llegar me di cuenta del error. Este cerro es más abrupto que el del Mirón, Soria es más grande de lo que imaginaba y si subía al cerro en cuestión no podría ver, en la misma tarde, parte de la ciudad. De modo que lo dejé pero, con cierta pereza, había llegado el momento de encararlo definitivamente. Para ello me dirigí por el paseo de Narros y su alameda hacia la catedral de San Pedro, como la primera tarde, y luego, en vez de seguir hacia la derecha y la ciudad o en dirección izquierda y encontrarme el puente y el río, atravesé perpendicularmente ambas direcciones y escogí, sin saberlo, el sendero más empinado para acceder al castillo. Luego me tropezaría con otros caminos más ondulados y hasta me cruzaría varias veces con una señora de mediana edad y lo que parecían dos hijos adolescentes haciendo carreras arriba y abajo del cerro, una situación ideal para bajar la moral de cualquiera que llegara respirando con dificultad. 151 Estaba todo seco y el sendero discurría recto entre árboles. Sentí fatiga, la verdad, por haberme despertado pronto, por llevar varios días haciendo buenas excursiones, por la hora temprana. Podría haber recordado otros versos de Machado, Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día. Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía, buscando los recodos de sombra, lentamente. A trechos me paraba para enjugar mi frente y dar algún respiro al pecho jadeante; o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante y hacia la mano diestra vencido y apoyado en un bastón, a guisa de pastoril cayado, trepaba por los cerros que habitan las rapaces aves de altura, hollando las hierbas montaraces de fuerte olor —romero, tomillo, salvia, espliego—. Sobre los agrios campos caía un sol de fuego. Pues más o menos era así, julio, sol de fuego, salvo por el pastoril cayado del que yo carecía. Llegué hasta una gran estatua que había visto repetidamente de lejos, sobre todo desde Nuestra Señora del Espino, de donde dista poca distancia hacia abajo. Es un monumento al Sagrado Corazón que abre sus brazos, acogedor, a toda la ciudad. Tiene una base donde uno puede sentarse a descansar de sus fatigas, esculpida de escudos nobiliarios, quizá de los famosos linajes sorianos. 152 Pero cuando me senté hube de levantarme enseguida. Delante de mí se extendía un paisaje magnífico, hermoso. De forma simétrica a lo que había visto desde el Mirón se podía contemplar ahora la ciudad ahí abajo, la torre de la catedral de San Pedro irguiéndose, y luego el cerro del Mirón y el hotel y la ermita. Más abajo la hoz del Duero que 153 bordeaba el cerro y aún más allá las cumbres lejanas del Moncayo sin poder adivinar la presencia de los picos de Urbión, donde este río nace y se renueva. Me quedé mucho rato, mucho. Hice varias fotografías. Veía los pájaros pasar, una cigüeña que volaba desgarbada hacia algún campanario, los ecos de la ciudad, coches sobre todo pero también alguna campana, como se oía al anochecer el aullido de los perros en torno al Duero o, tal vez, el sonido armonioso de una flauta. Luego continué hacia arriba por unas escalerillas de piedra y un camino bien construido y menos empinado. La señora y los hijos subían y bajaban incansables hasta que la primera desapareció y vi a los chicos detenerse junto al parador, con la lengua fuera. Ya para entonces había observado un parque lleno de césped y restos de una torre de homenaje, los descarnados muros de lo que fue la torre del Alcázar, con puertas y ventanas medio derruidas y rodeadas de una valla, el antiguo foso de este castillo medieval, hoy convertido en una piscina infantil detrás de gruesos barrotes 154 que me impedían pasar. Me asomé al otro lado del cerro y vi, muy abajo, el puente de hierro. Más allá, la ermita de San Saturio, cabalgando entre rocas. Fui andando más, ya descendiendo lentamente hacia la ciudad y, a medida que bajaba, se iba desplegando un paisaje mayor. A lo lejos el campo de fútbol del Numancia, un poco más cerca un gran cementerio que fotografié hasta darme cuenta que por él había ido andando la primera tarde, buscando la tumba de Leonor. Por estas faldas del cerro, donde se había congregado en el Medioevo la población judía, fui despidiéndome de todos aquellos sitios de Soria que me habían acogido, que se habían prestado a mi visita. 155 Les fui diciendo adiós con cierto pesar porque quizá pueda volver, tal vez tenga otra oportunidad, tan grato sabor me dejaron esos tres días, pero ya no seré el mismo, nunca más será la primera vez. Sin descartar buenos días por pasar de nuevo, más adelante, ya no sería posible descubrir ese claustro de San Pedro ni andar por calles viejas que se abren a la Plaza Mayor, ni pasear por el Collado mirándolo todo con ojos nuevos. Nunca más volveré a descubrir el camino desde San Polo a San Saturio sintiendo el cansancio pero también la emoción de buscar los rincones del poeta, allá donde él también paseaba a la orilla del Duero. Todo será distinto, no peor pero sí diferente. Ojalá, me digo, eso diferente traiga también, de la mano, un nuevo goce: el volver a ver cosas familiares, aquello que nos deparó sorpresa, emoción y una brizna de felicidad. 156 Oh Soria, cuando miro los frescos naranjales cargados de perfume, y el campo enverdecido, abiertos los jazmines, maduros los trigales, azules las montañas y el olivar florido; Guadalquivir corriendo al mar entre vergeles; y al sol de abril los huertos colmados de azucenas, y los enjambres de oro, para libar sus mieles dispersos en los campos, huir de sus colmenas; yo sé la encina roja crujiendo en tus hogares, barriendo el cierzo helado tu campo empedernido; y en sierras agrias sueño —¡Urbión, sobre pinares! ¡Moncayo blanco, al cielo aragonés, erguido!— Y pienso: Primavera, como un escalofrío irá a cruzar el alto solar del romancero, ya verdearán de chopos las márgenes del río. ¿Dará sus verdes hojas el olmo aquel del Duero? Tendrán los campanarios de Soria sus cigüeñas, y la roqueda parda más de un zarzal en flor; ya los rebaños blancos, por entre grises peñas, hacia los altos prados conducirá el pastor. ¡Oh, en el azul, vosotras, viajeras golondrinas que vais al joven Duero, rebaños de merinos, con rumbo hacia las altas praderas numantinas, por las cañadas hondas y al sol de los caminos hayedos y pinares que cruza el ágil ciervo, montañas, serrijones, lomazos, parameras, en donde reina el águila, por donde busca el cuervo su infecto expoliario; menudas sementeras cual sayos cenicientos, casetas y majadas entre desnuda roca, arroyos y hontanares donde a la tarde beben las yuntas fatigadas, dispersos huertecillos, humildes abejares!... 157 ¡Adiós, tierra de Soria; adiós el alto llano cercado de colinas y crestas militares, alcores y roquedas del yermo castellano, fantasmas de robledos y sombras de encinares! En la desesperanza y en la melancolía de tu recuerdo, Soria, mi corazón se abreva. Tierra de alma, toda, hacia la tierra mía, por los floridos valles, mi corazón te lleva. 158