EL SENTIDO PERSONALISTA DEL CAPÍTULO XV DEL EVANGELIO DE SAN LUCAS Carlos Valverde El Evangelio de San Lucas se caracteriza por la preferencia que da a la presentación de los hechos en los que se manifiesta la misericordia con la que que Jesucristo ha tratdo siempre a los pecadores. Sin duda alguna, el pasaje más impresionante de la manifestación de la misericordia de Dios es la parábola que nosotros llamamos “del hijo pródigo” que se relata entre los versículos 11-32, del capítulo XV. No considero exagerado decir que, al menos a mi juicio, es la página más bella de la literatura mundial. No creo que nunca se haya escrito una página más humana y más divina que ésta, que porque es tan humana es tan divina, y porque es tan divina es tan humana. Nosotros llamamos a esta parábola “del hijo pródigo”, pero no me parece correcta esa denominación. El personaje central, el verdadero protagonista de la parábola no es el hijo que se pierde y que es encontrado, sino el Padre, como mostraré enseguida. Ciertamente la parábola admite la interpretación que corrientemente se da de ella, la malicia del pecado humano y la misericordia de Dios para el pecador que vuelve a sus brazos. Pero creo que admite otra lectura más profunda que condensa exigencias radicales del Humanismo y de la Sociología cristiana, coincidentes con las tendencias de las corrientes personalistas de nuestros días. La corriente, o mejor, las corrientes de pensamiento que, con un nombre común, se han llamado Personalismo, constituyen, a mi juicio, la mejor esperanza para la Filosofía cuando estamos entrando en el siglo XXI. A lo largo de los años en que estuvieron vigentes en Europa el Existencialismo pesimista de Heidegger y de Sartre, el Estructuralismo inhumano de Lacan o de Foucault, el Marxismo economicista en sus diversas versiones, el Neopositivismo empirista y estéril del Círculo de Viena, y más tarde el relativismo y escepticismo, lentamente fue surgiendo como una respuesta a todas esas interpretaciones pesimistas de la existencia humana, y como una esperanza, lo que se ha dado en llamar Personalismo. Max Scheler, Ferdinand Ebner, Martin Buber, Emmanuel Mounier, Emmanuel Levinas, Jean Lacroix, Maurice Nédoncelle, Paul Ricoeur, Gabriel Marcel, Pierre Teilhard de Chardin, Pedro Laín Entralgo, Jacques Maritain, Dietrich von Hildebrand, Josef Seifert, Stanislas Grygiel, Karol Wojtyla y otros, con diversas orientaciones, han hecho de la persona humana el centro de interés de su reflexión filosófica y el centro ontológico a partir del cual se deben interpretar las realidades del mundo, del hombre y de Dios. Todos ellos coinciden en exaltar el valor y la dignidad de la persona humana, en la consideración de su superioridad esencial sobre toda otra realidad mundana, en la orientación teleológica de toda la realidad hacia ella, en anteponer la categoría del “ser” sobre la del “tener”, en hacer una crítica del Capitalismo como inhumano por su materialismo economicista y por su carencia de valores éticos, y, sobre todo, en hacer del amor, debidamente entendido, la clave decisiva para que la persona y la sociedad alcancen su plenitud. En este último punto, a todos ellos les había precedido Ludwig Feuerbach. Alejado de su maestro Hegel y del Idealismo, convertido al Materialismo por sus estudios de las Ciencias de la Naturaleza, y declaradamente ateo, convirtió a la Humanidad en el Absoluto y dirigió hacia ella sus energías altruistas e ilustradas. Nadie entre los filósofos había exaltado como él, la potencia personalizante del amor. Ha sido él, el primero que ha propuesto la diada “yo-tú” como constitutiva esencial de la persona, estructura que aceptarán y ampliarán los personalistas posteriores. Es un verdadero precursor del Personalismo. La intuición fundamental de Feuerbach es válida. La persona es un ser esencialmente abierto, un ser que sólo se realiza en la comunicación con otros seres semejantes a él, y la más alta manera de comunicación es el amor, cuando por amor se entiende no el erotismo 2 instintivo y posesivo sino la actitud oblativa y desinteresada de ayuda, de servicio, de comprensión, de perdón, de gratuidad hacia el otro. Es verdad que tanto somos cuanto amamos así. Feuerbach no siempre lo matiza así. Dicho esto, vengamos ya a la parábola de Jesucristo en el capítulo XV de San Lucas. Es preciso analizar todo el capítulo para comprender mejor esa parábola. Comienza por una composición de lugar, para que el lector se sitúe en el ambiente en que la parábola alcanza todo su sentido humano: “Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oirle, y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Éste acoge a los pecadores y come con ellos” (v. 1-3). Es el fondo sobre el cual resaltará la actitud de Jesús, una manera nueva de actuación personal y humana, frente a la antigua, dura e inhumana, de los que anteponían el formalismo de la Ley a la ley del amor. A continuación, San Lucas introduce la parábola del buen pastor (v. 4-7). La estructura literaria de dicha parábola es nítida: Un pastor tiene cien ovejas. Se pierde una. El pastor la busca, la encuentra. No la castiga, la carga sobre sus hombros, la devuelve al redil. Se alegra y como la alegría es comunicativa convoca a sus amigos y vecinos y les dice: Alegraos conmigo porque he hallado la oveja que había perdido. Al final la moraleja: “Os digo que habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” . Como aparece, en esta parábola hay un protagonista, el pastor, un antiproganista, la oveja, puesta para que resalte la figura del pastor, una pérdida, una búsqueda, un encuentro, la alegría afectiva por el encuentro, la comunicación de la alegría y la moraleja final. San Lucas introduce una segunda parábola de estructura literaria idéntica (v. 8-10): Una mujer tiene diez dracmas, pierde una, la busca, la encuentra, se llena de alegría, se lo comunica a sus amigas y vecinas: Alegraos conmigo porque he hallado la dracma que había perdido. Y, al final, la moraleja: “Del mismo modo, os digo, se alegran los ángeles de Dios por un sólo pecador que se convierta”. Tambien aquí el personaje central no es la moneda perdida sino la mujer. La moneda es el antiprotagonista que hace que resalte la figura humana de la mujer, la búsqueda, su reacción de alegría ante el encuentro de lo perdido, la comunicatividad de la alegría y la conclusión final que por analogía explica la parábola. El breve análisis de estas dos parábolas nos ayudará a comprender mejor la tercera, la que hemos llamado del “hijo pródigo”. Hacia donde va principalmente la intención de Jesucristo es a presentar con todo relieve la figura del Padre, de Dios, que nos descubre lo que ónticamente es la esencia de la persona divina, el Amor. San Juan dará un definición insuperable de Dios cuando dice: “Dios es Amor” (Jn 4. 8 y 16). Jesús dice lo mismo pero en forma de parábola. Implícitamente queda formulado lo que la persona humana debe ser, si ha de realizarse como persona. Por eso, deberíamos llamarla más que la parábola del “hijo pródigo”, la parábola del “Padre bueno”. Es el Padre el personaje central y el verdadero protagonista de la parábola. Y entiendo que la primera consecuencia de ella es un concepto de Dios que nunca se había formulado, y de incalculable alcance. Veámoslo: Comienza la parábola con estas palabras: “Un padre tenía dos hijos”. Primera proposición extraña. Parece que hubiera debido decir: Un padre y una madre tenían dos hijos. ¿Es que no había madre en aquella casa?. Sí que la había y aparecerá en su momento. Pero Jesús está hablando de Dios y Dios, por ser el Absoluto y el Fundamento último de toda perfección, resume en sí todo lo que llevan consigo las perfecciones del ser de la la paternidad y de la maternidad. Segunda proposición: “El hijo menor dijo al padre: Padre, dame la parte de la hacienda que me coresponde. Y él les repartió la hacienda”. Tambien esta actitud es sorprendente. Cualquier padre humano hubiera hecho oidos sordos a petición tan insensata. Pero este padre no se negó. Pienso que Jesús quiere enseñar el respeto absoluto que Dios tiene a nuestra libertad. El padre respetó su elección. Una vez que Dios nos ha hecho libres, respeta nuestras elecciones que son el índice de nuestra responsabilidad ante el sentido de nuestra vida. Las largas y vehementes disputas mantenidas en el siglo 3 XVII, entre dominicos y jesuitas, sobre la cuestión llamada De auxiliis, en el fondo eran disputas sobre la misteriosa realidad de la libertad humana. Los episodios posteriores en la vida del joven pródigo son significativos: “El hijo menor, pocos días después lo reunió todo y se marchó a un pais lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo sobrevino un hambre extrema y comenzó a pasar necesidad. Entonces fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel pais que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientres de las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba”. El hijo menor cambió la vida personalizante del amor por la vida aliennante del tener dinero. En su casa vivía del amor personal del Padre, era hijo. Sustituyó el ser hijo por el tener dinero. Con ello quedó alienado, puso su esencia en el tener y, al final, destruyó su dignidad personal hasta caer en lo que aquel auditorio de judios podía estimar como lo más vil, cuidar cerdos, animales inmundos para ellos. Muchos siglos después Karl Marx denunciaría la alienación personal de los capitalistas por este mismo motivo, porque anteponen el tener al ser. El tener y el ser están en oposición. A continuación brota en aquel joven la nostalgia de la casa del padre: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia , mientras que yo aquí me muero de hambre”. Tenía hambre física, pero tenía más hambre de volver a ser hijo. Por eso decidió: “Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante tí. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose partió hacia su padre”. Obsérvese el dolor por la ofensa al padre, la nostalgia de volver a ser hijo y el matiz del Evangelio: “Iré a mi padre [... Partió hacia su padre” , no dice: partió hacia su casa. Se insinúa que lo que verdaderamente recupera a la persona, cuando se ha alienado en el tener, es volver a entrar en una relación de amor. El joven aquel no obró según las categorías de la razón humana, porque era un atrevimiento cínico volver a la casa de su padre, después de que se había marchado con la mitad de la hacienda y la había perdido en francachelas. Pero en él tambien pudo más la nostalgia del amor que las conclusiones de la razón. Ahora entra en escena el padre. Lo razonable, humanamente hablando, hubiera sido que cuando el padre vio llegar a su hijo, hubiera escuchado su arrepentimiento y hubiera aceptado su propuesta: “Trátame como a uno de tus jornaleros”. Es decir, que hubiera dicho a su hijo: “Comprendes que es muy grave lo que has hecho. Te llevaste la mitad de la hacienda. La has malgastado y ahora vuelves a casa. Eres mi hijo y yo no voy a expulsarte de ella. Pero has dicho bien. Trabaja como un jornalero, vete restituyendo lo que te llevaste y cuando lo hayas restituido, podremos hablar”. Pero aquel padre no obra guiado por la razón sino por amor. “El padre - escribe el Evangelio- estando el hijo todavía lejos, le vio, y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente [... Dijo a sus criados: Traed aprisa el mejor vestido, poendle un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies. Traed el novillo cebado y matadlo, y comamos y celebremos una fiesta porque este hijo mio estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta”. He aquí un padre que, tiene entrañas de madre. Pero lo más digno de notarse es que no hace referencia ninguna al dinero perdido, aunque era nada menos que la mitad de la hacienda. Atiende sólo al amor. No tenía razón para hacer lo que hizo, pero tenía amor, manifestado sobre todo en la expresión: “este hijo mio” , como si quisiera decir: para con un hijo no valen razones, debe prevalecer el amor. Entra en escena el hijo mayor. Obsérvese que en las dos parábolas anteriores sólo había dos personajes: el pastor y la oveja, la dracma y la mujer. Aquí hay tres: El padre, el hijo menor y el hijo mayor. El padre encarna el amor, el hijo mayor la razón, el hijo menor es el objeto de ambos. La razón y el amor se encuentran frente a frente. “El hijo mayor estaba en el campo -continúa el Evangelio- y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado porque lo ha recobrado sano. Él se irritó y no quería entrar”. Hay que reconocer que el hijo mayor tenía razón: Era insoportable, irracional, que habiendo hecho aquel joven lo que había hecho, ahora se le acogiese con aquella fiesta fastuosa. Por eso, cuando el padre, humillándose, “salió a la puerta y le 4 suplicaba” porque, al fin, este tambien era hijo suyo y no quería perderle, el hijo mayor replicó indignado a su padre: “Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos, ¡y ahora que ha venido ese hijo tuyo que ha devorado su hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!”. Desde el punto de vista de la sola razón humana, el hijo mayor hablaba correctamente. No era razonable lo que el padre había hecho. El hijo mayor tenía razón, no tenía amor. El Padre tenía amor que va mucho más allá de lo humanamente razonable. Es digno de notarse que el hijo mayor, el hombre de la razón, reclama antes que nada, la hacienda: “ese hijo tuyo que ha devorado tu hacienda con prostitutas”. Le importa más la hacienda, el dinero, que la persona, que el hermano. Le importa más tener la hacienda que ser hermano. Es el síndrome del Capitalismo: el máximo beneficio antes que las personas. Ante la invectiva violenta del hijo mayor, el padre no entra con él en una discusión dialéctica. La razón la tenía el hijo mayor. Más bien le habla al corazón porque le dice: “Hijo, tú siempre estás conmigo y todas mis cosas son tuyas, pero convenía celebrar una fiesta y disfrutar porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado”. Tambien a éste le llama “hijo”. Le ayuda a pensar que vale más la persona que las cosas todas. Lo que más debe importarle no es la hacienda, el dinero, sino “estar con él”, vivir una entrañable comunión yo-tú, de hijo con padre y de padre con hijo, vivir el amor que va mucho más allá que la razón y ante el cual las riquezas quedan muy relativizadas. Una persona vale más que toda la hacienda. El hijo mayor ha dicho “ese hijo tuyo...”. El padre, con bondad le recuerda: “este hermano tuyo”. Es tu hermano y para con un hermano las actitudes racionales son de poco valor, es necesario dar el salto al amor por un único motivo, porque es tu hermano. Como se ve, la parábola habla ciertamente de la misericordia de Dios para con el pecador. Pero va mucho más allá. Exige otra lectura más profunda, de contenido antropológico y sociológico. Presenta dos actitudes humanas ante la existencia y ante la convivencia. Por un lado la razón humana, la civilización de la razón y de lo razonable. Frente a ella la actitud personalizante del amor, la civilización del amor, que no es que no razone, pero que sabe que es mejor amar que tener razón. Desde Descartes, al menos, la civilización occidental ha intentado ser la civilización de la razón. Dijo: “Yo pienso, luego yo soy”. Dio tal valor a la razón pensante que definíó al hombre como “una cosa que piensa”. Reducía asi la densa y compleja riqueza del ser personal, afectivo y libre al pensamiento racional. Inició en el mundo moderno la civilización de la razón. Es probable que todo hubiera sido distinto si Descartes hubiera dicho: “Amo, luego soy”. Acaso se hubiera iniciado, con ello, la civilización del amor. Del desarrollo de la razón nació la Técnica. No cabe duda de los muchos beneficios materiales que a la Humanidad ha proporcionado la Técnica. Pero tampoco cabe duda de que la Técnica autónoma y empirista, separada del Ser, de la Metafísica y de la Moral, ha desembocado en la bomba atómica, en las espantosas guerras mundiales, en la manipulación genética, en la deforestación del planeta, en la manipulación de las masas por los Medios de Comunicación Social, etc. Hay que recordar además que la razón humana, dejada a sí misma puede concluir en lo irracional. En los pueblos que se consideran más “progresistas” se considera “razonable” el aborto, la eutanasia, el “matrimonio” entre homosexuales, las “madres de alquiler”, y otras aberraciones. Y es que la razón como tal, la razón pura no existe. Lo que existe es la persona que razona y la persona es un complejo de pulsiones afectivas, de preconcepciones, de ambientes manipulados, de lenguaje tambien manipulado, y son pocas las personas con capacidad crítica para liberarse y contemplar la realidad como es en sí y qué es lo que constituye la verdad y el valor humano. De ahí que con frecuencia se razona muy irracionalmente. La crítica a la crítica racional cartesiana y moderna es lo que se ha llamado Postmodernidad. Del extremo de la racionalidad se ha pasado al extremo de la irracionalidad, al escepticismo ante toda verdad y ante todo valor objetivo y absoluto. 5 Parece urgente que la Humanidad inicie una larga marcha hacia la civilización del amor, sin abandonar cuanto de positivo ha dado, y puede seguir dando de sí, en favor de la Humanidad, la civilización de la razón y de la Técnica. El Personalismo, al que nos referíamos al principio, puede ser la respuesta adecuada a la situación de escepticismo, desesperanza y falta de sentido en que se encuentran sumidos hoy los pueblos occidentales. Pero será necesario que previamente se acepte como postulado evidente e insustituible el que antes hemos enunciado: Es mejor amar que tener razón. Hoy por hoy, estamos muy lejos de esa meta. Dominados por el Capitalismo salvaje e insaciable, las personas del mundo occidental viven abrumadas por el trabajo y el ansia de dinero, asfixiadas por un materialismo y un economicismo insensato e inhumano, dando más valor al tener que al ser como enseña el sistema y, por lo mismo, frustradas en su ser de personas. Pero se percibe allá, por el fondo de la Humanidad, un clamor sordo que anhela otro modo de ser y de vivir. No hay otro más que el de la civilización del amor. Carlos Valverde S. J Universidad Pontificia Comillas (Madrid)