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1709 / 2 de agosto de 2009
1709 / 2 de agosto de 2009
5
Índice
No. 1993 • 11 de enero de 2015
Foto portada: Marco Antonio Cruz
10
/Santiago Igartúa
/Sergio Loya
/Anne Marie Mergier
/Raúl Ochoa
/Beatriz Pereyra
/Alejandro Pérez Utrera
/Arturo Rodríguez García
/Rodrigo Vera
/Rosalía Vergara
/Jenaro Villamil
REPORTE ESPECIAL
Morir a tiempo /Julio Scherer García
16
El periodismo frente al poder
/Julio Scherer García
28
Treinta y cinco años alrededor de Julio
/Vicente Leñero
36 TESTIMONIOS I:
/Salvador Corro
/Carlos Acosta Córdova
/Alejandro Caballero
/Homero Campa
/Germán Canseco
/Jorge Carrasco Araizaga
/Jesusa Cervantes
/Marco Antonio Cruz
/Patricia Dávila
/Álvaro Delgado
/Gloria Leticia Díaz
/Miguel Dimayuga
/Verónica Espinosa
/J. Jesús Esquivel
/Benjamín Flores
/Rogelio Flores Morales
/José Gil Olmos
/Octavio Gómez
/Alejandro Gutiérrez
CISA / Comunicación e Información, SA de CV
CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN: Presidente, Julio Scherer García; Vicepresidente, Vicente Leñero;
Tesorero, Rafael Rodríguez Castañeda; Vocales, Francisco Álvarez, Salvador Corro
semanario de información y análisis
DIRECTOR: Rafael Rodríguez Castañeda
SUBDIRECTOR EDITORIAL: Salvador Corro
SUBDIRECTOR DE ADMINISTRACIÓN: Alejandro Rivera
ASISTENTE DE LA DIRECCIÓN: María de los Ángeles Morales; ayudante, Luis Ángel Cruz
ASISTENTE DE LA SUBDIRECCIÓN EDITORIAL: Flor Hernández
ASISTENTE DE LA SUBDIRECCIÓN DE ADMINISTRACIÓN: Laura Ávila
COORDINADORA DE FINANZAS DE REDACCIÓN: Beatriz González
COORDINADORA DE RECURSOS HUMANOS: Luz María Pineda
EDICIÓN Y CORRECCIÓN: Alejandro Pérez, coordinador; Cuauhtémoc Arista, Tomás Domínguez,
Sergio Loya, Hugo Martínez, Juan Carlos Ortega
REPORTEROS: Carlos Acosta, Jorge Carrasco, Jesusa Cervantes, Juan Carlos Cruz, Patricia Dávila,
Gloria Leticia Díaz, Álvaro Delgado, José Gil Olmos, Santiago Igartúa, Arturo Rodríguez, Rodrigo Vera,
Rosalia Vergara, Jenaro Villamil
CORRESPONSALES: Campeche, Rosa Santana; Colima: Pedro Zamora; Chiapas, Isaín Mandujano;
Guanajuato: Verónica Es pi nosa; Guerrero, Ezequiel Flores Contreras; Jalisco, Fe li pe Co bián;
68
TESTIMONIOS II:
/Miguel Bonasso
/Rafael Cardona
/Juan Ramón de la Fuente
/Fátima Fernández Christlieb
/Miguel Ángel Granados Chapa
/David Ibarra
/Enrique Krauze
/Lorenzo Meyer
/Adela Navarro Bello
/Elena Poniatowska
/Javier Sicilia
/Ignacio Solares
86
87
ANÁLISIS
Carta para Julio Scherer /Denise Dresser
Queremos tanto a Julio /Naranjo
Michoacán, Francisco Castellanos; Nuevo León, Luciano Campos; Oaxaca, Pedro Matías; Puebla,
María Gabriela Hernández,Tabasco, Armando Guzmán
INTERNACIONAL: Homero Campa, coordinador; Corresponsales: Madrid: Alejandro Gutiérrez;
París: Anne Marie Mergier; Washington: J. Jesús Esquivel
CULTURA: Armando Ponce, editor; Judith Amador Tello, Javier Betancourt, Blanca González Rosas,
Estela Leñero Franco, Isabel Leñero, Samuel Máynez Champion, Jorge Munguía Espitia, José Emilio
Pacheco, Alberto Paredes, Niza Rivera Medina, Raquel Tibol, Florence Toussaint, Rafael Vargas, Columba Vértiz de la Fuente; [email protected]
ESPECTÁCULOS: Roberto Ponce, coordinador. [email protected]
DEPORTES: Raúl Ochoa, Beatriz Pereyra
FOTOGRAFÍA: Marco Antonio Cruz, Coordinador; Fotógrafos: Germán Canseco, Miguel Dimayuga,
Benjamín Flores, Octavio Gómez, Eduardo Miranda; ; asistente, Aurora Trejo; auxiliar, Violeta Melo
AUXILIAR DE REDACCIÓN: Ángel Sánchez
AYUDANTE DE REDACCIÓN: Damián Vega
ANÁLISIS: Colaboradores: John M. Ackerman, Ariel Dorfman, Sabina Berman, Jesús Cantú, Denise
Dresser, Marta Lamas, Rafael Segovia, Javier Sicilia, Enrique Semo, Ernesto Villanueva, Jorge Volpi;
cartonistas: Gallut, Helguera, Hernández, Naranjo, Rocha
CENTRO DE DOCUMENTACIÓN: Rogelio Flores, coordinador; Juan Carlos Baltazar, Lidia García,
Leoncio Rosales
CORRECCIÓN TIPOGRÁFICA: Jorge González Ramírez, coordinador; Serafín Díaz, Sergio Daniel
González, Patricia Posadas
DISEÑO: Alejandro Valdés Kuri, coordinador; Fernando Cisneros Larios, Antonio Fouilloux Dávila,
Manuel Fouilloux Anaya y Juan Ricardo Robles de Haro
COMERCIALIZACIÓN
PUBLICIDAD: Ana María Cortés, administradora de ventas; Eva Ángeles, Rubén Báez ejecutivos de
cuenta. Tel. 5636-2077 / 2091 / 2062
88
Un águila llamada Julio Scherer
/Héctor Tajonar
100
Su enorme melomanía
/Samuel Máynez Champion
89
90
El otro gran Julio /Ariel Dorfman
102
Un ariete contra las murallas del poder
/Jesús Cantú
La evocación cercana de Del Toro, Mandoki
y Cazals /Columba Vértiz de la Fuente
104
Páginas de crítica
92
93
Un encuentro fallido /Olga Pellicer
94
ARTE: La piel y la entraña
/Blanca González Rosas
Francia y México: una sola lucha
/John M. Ackerman
MÚSICA: Emilio Ruggerio, tenor olvidado por
el INBA /Mauricio Rábago Palafox
ENSAYO
TEATRO: Teatro en 2014
/Estela Leñero Franco
Julio Scherer y el Proceso de la libertad
/Jorge Sánchez Cordero
CINE: Perros perdidos /Javier Betancourt
MEDIOS: El periodismo de don Julio
/Florence Toussaint
CULTURA
96
El reportero cultural
97
La piel y la entraña, las memorias que Siqueiros
no escribió /Judith Amador Tello
98
Los relámpagos de Ibargüengoitia
/Armando Ponce
VENTAS y MERCADOTECNIA: Margarita Carreón, gerente Tel. 56 36 20 63. Lucero García, Karina Valle,
Norma Velázquez. Circulación: Mauricio Ramírez, Barbara López, Gisela Mares. Tel. 5636-2064. Pascual
Acuña, Fernando Polo, Andrés Velázquez. Suscripciones: Cristina Sandoval Tel. 5636-2080 y 01 800 202
49 98. Mónica Cortés, Ulises de León, Rosa Morales.
ATENCIÓN A SUSCRIPTORES (Reparto): Lenin Reyes Tel. 5636-2065. Jonathan García.
TECNOLOGÍA DE LA INFORMACIÓN: Fernando Rodríguez, jefe; Marlon Mejía, subjefe; Eduardo Alfaro,
Betzabé Estrada, Javier Venegas
ALMACÉN y PROVEEDURÍA: Mercedes Guerra, coordinadora; Rogelio Valdivia
MANTENIMIENTO: Miguel Olvera, Victor Ramírez
CONTABILIDAD: Edgar Hernández, contador; María Concepción Alvarado, Rosa Ma. García, Raquel
Trejo Tapia
COBRANZAS: Sandra Changpo, jefa; Raúl Cruz
110
Palabra de Lector
114
Monosapiens /Profecías para 2015
/Helguera y Hernández
agencia de fotografía
EDITOR: Marco Antonio Cruz; Dirección: www.procesofoto.com.mx
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AÑO 38, No. 1993, 11 DE ENERO DE 2015
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Prohibida la reproducción parcial o total de cualquier capítulo, fotografía o información publicados sin autorización expresa de Comunicación e Información, S.A. de C.V., titular de todos los derechos.
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1993 / 11 DE ENERO DE 2015
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
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Octavio Gómez
REP ORTE ES P E C IA L
Alejandro Saldívar
Morir
a tiempo
Apasionado del trabajo periodístico hasta sus últimos momentos, Julio
Scherer García dejó escritas estas desgarradoras páginas, testimonios crudos de sus vivencias en medio de las enfermedades y el sufrimiento que
lo agobiaron desde julio de 2012 hasta la madrugada del miércoles 7.
Llegó a ver cercana la muerte, se asomó a su abismo y quizás deseó caer
en él, al imaginar con repudio la posibilidad de una vida inútil. De
todo ello da cuenta en estas cuartillas, trazadas con su prosa, punzante
y dolorosa a la vez, magistral como siempre.
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1993 / 11 DE ENERO DE 2015
REP ORTE ES P E C IA L
JULIO SCHERER GARCÍA
U
na pesadilla me arrojó fuera de la cama. Cuatro
sujetos salidos de no sé dónde pretendían violarme. Ya me habían despojado del cinturón y se
empeñaban en bajarme los pantalones. Yo gritaba, manoteaba, pateaba y en una de ésas me vi en
el piso de la recámara. Mi cabeza había rebotado
contra la madera dura de un sillón y yo sentí que me abrí en pedazos. Me asustó un calor desconocido que me recorría la espalda. Quise mover las manos y las encontré sin fuerza. Los dedos
también estaban inertes. Algunos de mis hijos ahí presentes me
pidieron que procurara moverme a fin de acomodarme en una
silla. El propósito resultó inútil. Me encontraba paralizado.
El viaje en ambulancia hasta Médica Sur fue a toda velocidad, enloquecedora la estridencia chillona de la sirena del vehículo. Me acompañaban dos de mis hijas. Yo sentía la muerte
y la deseaba como una obsesión. No tuve un pensamiento para
Dios o el más allá, una añoranza para Susana, algunas palabras
silenciosas para mis hijos, para mis amigos hermanos, para los
muchos que me han dañado. Tampoco supe del arrepentimiento por la vida torpe que había llevado. La ambulancia llegó finalmente y, en el quirófano, la obscuridad me envolvió.
Al despuntar la borrosa claridad después de la cirugía, fracturada la cadera, sentí que mi cuerpo estaba hecho para el dolor.
No habría podido distinguir entre la tortura que desgarra el estómago y los estragos de una muela podrida que destroza la boca.
Entreabrí los ojos y vi a Adriana, su rostro tan cerca del mío como si se dispusiera a abrazarme.
–Papito –escuché en un tono desgarrado.
–Ya suéltenme –alcancé a decirle.
–Papito –repitió bañada en lágrimas.
–Hija, no quiero vivir días inútiles cargados de sufrimiento.
Con las fuerzas que me quedaban, alcancé a decirle:
–Me quiero ir.
–Voy a hablar con mis hermanos –me dijo.
En las reuniones familiares algunas veces habíamos hablado de la muerte. Yo decía que la vida no se había hecho para que
ésta durara, que había un momento en el cual uno debería irse.
Cuento todo esto sin pesar. No me tengo lástima.
XXX
En el tiempo del hospital conocí las alucinaciones, voces destempladas que me aturdían con un lenguaje áspero. Resentí los
puñetazos sobre el rostro y el cuerpo. Vi caras desconocidas en
mi cuarto de terapia intensiva. Las contemplé multiplicadas en
los días inacabables de hospitalización. En el piso vi piojos güeros y gordos que me devoraban.
Los delirios me acosaban. Sin noción, la semiinconsciencia
persistía hasta que la claridad del día se transformaba en una
sombra densa. En la tortura supe de Susana abandonada en la
niebla. Supe también de mis hijas, a disposición de monstruos
sin nariz. Contemplé serpientes blancas y leones negros de tamaño descomunal.
Una enfermera me despertó súbitamente con voz queda:
–¿Qué pasa? –acerté a decir.
–Gritaba usted, don Julio.
Yo miraba a la mujer de bata blanca, asustado y sin duda con
fiebre alta.
–No pasa nada, tranquilo –me dijo.
–No me quiero volver a dormir.
Como si de un momento a otro hubiera dejado de existir como persona, la bata blanca dispuso:
–Le vamos a dar una pastilla.
–No quiero.
–La va a tomar.
El reloj del hospital pareciera concebido para las personas
ansiosas de vivir una eternidad. Ese tiempo transforma los minutos en horas y las horas en días. En esta quietud yo permanecía atento a mi lenguaje y confirmaba que ya no era el de antes.
Me mantenía sensible a su falta de continuidad, una fluidez que
añoraba y se había ido. También extrañaba la flojedad en mi capacidad de concentración.
Conversaba apenas en la intimidad, la única a la que tenía acceso, y me protegía con monosílabos y frases hechas. Cerraba los
ojos y fingía dormir para disfrazar los abismos depresivos en los
que caía con frecuencia. A mis hijos los veía con sentimientos que
no encajaban entre sí. Había en mí una actitud de reproche porque no me habían soltado en el momento preciso, listo como estaba para la muerte. Pero había también una emoción avergonzada, sus ojos en los míos entregados a la comprensión y el amor.
XXX
En la memoria remota, algunas veces emergía mi padre:
Una tarde había tomado pastillas decidido a morir. Mi madre
se enteró a tiempo, el minuto exacto para arrebatarlo del fin. Yo
la acompañé al lavado brutal al que debió someterse. Boca arriba
y desnudo sobre una plancha de piedra, cuatro enfermeros descargaban sobre su cuerpo cubetazos y manguerazos de agua fría.
Fueron minutos crueles, un segundo a punto de expirar y al siguiente asido su organismo a la existencia. Mi madre hacía esfuerzos para contener las lágrimas y abandonaba sus manos entre las mías.
En el primer momento en que mi padre recobró la conciencia me puse de pie.
–No te vayas, hijo –me dijo mi madre–. Nos vas a dejar llorando.
No hice caso y me fui. Sin embargo, aún escuché la voz debilitada de mi padre:
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11
R E P ORT E ESPECI AL
–¿Por qué me hiciste esto, nenita? –ya descansada la cabeza
sobre el hombro de su mujer.
XXX
La primera caída ocurrió en la mañana del día 24 de julio de 2012.
La explicación del desplome que haría trizas los huesos de la cadera izquierda tenía su propia lógica: yo era un viejo de 86 años
y huesos débiles. Por más que hubiera nadado todos los días de
mi vida, mi cuerpo tenía un destino. Sufrí una segunda caída un
año después. La fisura se dio a milímetros de la primera lesión.
Hube de aceptar los hechos, una larga inmovilidad como pérdida
de los impulsos y la libertad.
Con el tiempo, volví a Proceso, cuya lectura había abandonado. Tomaba la revista entre las manos, miraba la portada y la dejaba a un lado. Igual me ocurría con los libros. Los sentía lejos de
mi interés. Leía por leer. Ensayé sin provecho el acercamiento
con volúmenes que nada tuvieran que ver con el trabajo ni con
el país. La vida perdía su sentido, pero el cuerpo trabajaba en silencio por su recuperación.
Hice un primer ensayo para mantenerme en pie unos segundos. Las piernas eran hilachos. Al cabo de semanas, las piernas
se transformaban en alambres y poco a poco, en miembros útiles
a un viejo que miraba sin angustia el término de sus afanes. En
silencio discurría de qué manera la vida se me había impuesto.
El 31 de diciembre de 2013 fui a Proceso, mi entorno de trabajo y segunda casa. Muchos de mis compañeros se encontraban de vacaciones, pero pude conversar con unos treinta. Me vi
en cada uno de ellos.
Pero faltaba otra operación –que derivaría en cinco más–, para arreglar un intestino víctima de un trato severo que armonizara los pedazos desperdigados de mí mismo. El doctor Omar Vergara me había advertido: “Lo operaré cuando usted se encuentre
en óptimas condiciones”. Transmití al director de Proceso, Rafael
Rodríguez Castañeda, la infausta noticia.
Ya en la puerta del quirófano, el doctor Omar Vergara había
pedido a cualquiera de mis hijos la firma que autorizaría una intervención de altísimo riesgo. Los nueve se miraron entre sí, paralizados. El médico fue terminante: yo moría y él no podía perder un segundo. La firma llegó al papel y yo conservaría una vida
que no deseaba.
XXX
El doctor Tomás Sánchez Ugarte supo de mí en la intimidad tanto como puede conocerse a un hombre en su condición de enfermo. El doctor afirmaba que el origen de todo miedo es la muerte. A él y sólo a él confiaba que quería evitar que lo cotidiano se
disolviera. Para eso se escribe, para eso se vive en mi profesión
de periodista.
La enfermedad retrocedió súbitamente como si se tratara de
una ráfaga. Pero ahí estaba, presente y agazapada. Mi firma en
los documentos de Proceso, temblorosa la mano, era un garrapato y la máquina de escribir, Olivetti, Lettera 22, me resultaba
enigmática. De intentarlo, no reconocería el teclado ni tendría la
fuerza para valerme del instrumento de trabajo por el que han
pasado miles de cuartillas.
En la leve mejoría, el primer asunto que ocupó mi interés fue
el encarcelamiento de la maestra Elba Esther Gordillo. No dudaba de que por sus acciones al frente del sindicato de maestros que manejaba a su antojo, muchos miles podrían dar cuenta cabal de sus tropelías. Muchos miles también podrían hablar
acerca de su enriquecimiento inaudito. Sus escándalos habían
sido tema de innumerables crónicas. Sin embargo, no se cono-
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1993 / 11 DE ENERO DE 2015
Que tu amor
me alcance en
el camino
ANA SCHERER IBARRA
C
ada mañana llego a tu casa con angustia porque sé
que uno de estos días se dará el último encuentro entre nosotros. Es hasta el primer instante en que nos
miramos que renuevas mi esperanza, estirándola
veinticuatro horas más.
Me esperas ya en tu reposet –sabes que llegaré en cualquier momento– y al aparecer me observas con tus ojos
tristes para darme un regalo de bienvenida, siempre el mismo,
en igualdad de condiciones para cada uno de tus hijos: una
sonrisa dulce. Invariablemente nos besamos, en la frente, las
mejillas, las manos. Nuestras caricias juntas responden a la
única emoción posible, ternura.
Tu cuerpo, papá, se ha ido haciendo pequeño, delgado,
frágil. Ese cuerpo fuerte y sólido, al que protegiste antaño con
kilómetros de natación y caminata, ha perdido su tamaño, su
tono muscular.
Estoy todos los días en tu casa para cuidar de ti. A veces
me llamo Pablo y te hablo con la voz de Regina. En otras, te
escucho con la profundidad de Pedro y te acaricio con las
manos de María. Te estrecho entre mis brazos para oír de ti mi
nombre, Susana, que es también el de mi madre. Así, reímos
juntos Adriana, Gabriela y tú. Si te ofrezco mi brazo fuerte, pa,
soy Julio y soy yo, Ana, para acompañarte.
Tus nueve hijos nos equivocamos. No somos quienes te
cuidamos, eres tú el mismo que sigue viendo por cada uno de
nosotros en tu fragilidad, en tu postración, en el dolor inacabable que te encuentra en la habitación con el alba y no te deja en
paz hasta el ocaso.
¿Cuántas veces, papá, hablamos de las definiciones del
valor y el peso específico de las palabras, de la responsabilidad
que implica el pronunciarlas, escribirlas, develarlas, más aún,
darles sentido?
Hace todavía unos años, el primer vocablo que aparecía
en mi mente al evocarte era variable, sorpresivo, impactante.
Solía ser inteligencia, fuerza, dignidad, carácter, convicción,
congruencia, sensibilidad, integridad. Hoy, siendo una y siendo
nueve, sólo te concibo bajo una palabra que es también un sentimiento, el único por el que vale la pena asistir al experimento
humano: amor.
¿Qué es el amor, viejo, en tus términos que ya son propios,
transmitidos como ejemplo, como factor esencial en nuestra
formación y modo de vida?
Amar, decías, es ofrecer la verdad al precio que tenga que
pagarse. Es comprender a pesar de errores, trampas o justificaciones, sin emitir juicios o descalificaciones que lastimen.
Es mirar al interior de nuestras razones privilegiando la ética
y la moral por encima de vanidades, intereses o soberbia. Es
ofrecer consuelo al sufrimiento por pequeño que parezca y
compadecer en el sentido estricto de la palabra, que significa padecer con el otro. Es alumbrar y aconsejar si somos
requeridos. Es compartir los bienes materiales e intelectuales;
el conocimiento, la experiencia, los valores o los sueños, sin
pretender imponerlos. Amar en tus términos implica libertad,
compromiso, responsabilidad, no solamente al dar, porque da el que tiene,
pero en el darse cabemos todos.
Con mis nueve pares de ojos no te
observo distante, inalcanzable, etéreo.
Siempre tienes tiempo para mí y es
precisamente hoy lo que más valoro,
porque ese bien aparentemente inagotable que pusiste en todo momento a mi
disposición, ese tesoro que no es otra
cosa que tu vida, se está acabando y me
pesa en el alma aceptarlo.
Cada día me abruma más la impotencia, me percibo fracasada, absurda,
innecesaria. No sé cómo hablarte ni
qué decirte. Deseo con mi ser completo
que te apoyes en mí y soy quien en ti se
recarga. Anhelo aliviar aunque sea un
poco tu dolor y eres tú el que me conforta, me consuela, me alienta. Pretendo
inútilmente ser blanco de tu desahogo y
tú guardas silencio para no afligirme.
No somos amigos, lo has dicho hasta el cansancio. La amistad, que es otra
forma suprema del amor, excluye las
relaciones fraterno filiales por razones
elementales de contemporaneidad. Lo
entiendo cabalmente y, sin embargo,
ansío convertirme en tu amiga para
apropiarme también de lo único que no
me has entregado: los secretos de tu
corazón. No te juzgo, me juzgo. Y sé
que no puedo caminar en tus laberintos
aunque desearía acompañarte en ellos.
Conozco bien tu trabajo, que en
ocasiones, en mi inmenso egoísmo, he
hecho mío. Podría reseñar tus libros uno
a uno, contar tus historias, que me son
familiares porque he formado parte de
ellas, leídas o relatadas por tu voz siempre en tono bajo.
A mi edad, a veces joven, otras no
tanto, ignoro si es mayor el amor que te
profeso o la admiración que me mereces. Porque no me veo en tu lejanía, no
imagino el futuro sin la certeza de que
nos amamos.
Sé, sin la menor sombra de duda,
papito hermoso, que el respeto preside
las emociones que me asaltan al despedirnos cada noche, después de la cena
cuando hubo cena o después de los
besos y abrazos, recibidos con amorosa
ternura, cuando no te permitieron ya ni
comer ni beber un sorbo de agua.
Esta noche, viejo, cuando escribo,
tú ya no estás. Esta noche no pudimos
despedirnos y así tenía que ser porque
entre nosotros no caben las despedidas.
Te has ido para quedarte siempre en mi
corazón, hasta que, como el tuyo, deje
de latir para volver a hacerlo con toda su
fuerza en los corazones de mis hijos y
de mis nietos, hasta alcanzar lo imposible, la eternidad.
Hasta siempre, padre. Que tu amor
me alcance en el camino. O
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
13
Alejandro Saldívar
te, en especial, los motivos que, a su juicio, la
mantienen en la cárcel.
Reciba, como siempre, un saludo afectuoso.
En el supuesto de que la señora optara por una
entrevista de preguntas y respuestas, había
preparado el siguiente cuestionario:
1.- ¿De qué manera ocurrió su detención
en el aeropuerto de Toluca, el 26 de febrero de
2013, y su posterior aprehensión?
2.- ¿A qué atribuye su encarcelamiento?
3.- En su tiempo de gobierno en el Estado de
México y los meses como presidente de la República, ¿hubo entre usted y Enrique Peña Nieto algún acuerdo, compromisos asumidos en el
claroscuro de la política?
4.- ¿Hubo acuerdos entre los presidentes
panistas Vicente Fox y Felipe Calderón, de un
lado, y el SNTE y usted, del otro?
5.- Cuente de su relación con Carlos Salinas, el presidente que en sus intereses la cubrió de poder.
6.- ¿Qué de sus diferencias con Ernesto Zedillo y los arreglos del sindicato a su servicio en
Corro, Rodríguez Castañeda y Scherer García. En Proceso
aquel gobierno?
7.- Existe una inocultable desproporción
entre la riqueza que tuvo usted en las manos y
la modestia económica que viven los maestros. ¿Le pesa el concían aún las acusaciones que la habían llevado al presidio. Su extraste? ¿Qué reflexiones le suscita?
pediente resulta esencial en cualquier litigio, el principio causal
8.- ¿Lamenta haberse cubierto de seda y joyas durante veinde cualquier juicio permanecía cerrado.
te años de su vida?
En el aeropuerto de Toluca, sorpresivamente, agentes federa9.- La corrupción ha marcado el destino de México desde meles se habían apoderado de su persona y la habían llevado lejos
diados del siglo pasado. ¿Cuál será la raíz profunda?
de los reflectores.
10.- ¿Existe o no una insurrección magisterial? En un sentido
Por su parte, desde el 26 de febrero de 2013, la maestra había
o en otro, ¿cuál sería el destino de los profesores en el gobierno
guardado silencio. Cómplice del presidente de la República y de
que preside Enrique Peña Nieto?
los hombres y mujeres con poder político y económico, parecía
disfrutar de la vida. No se ocultaba y había librado muchas bataXXX
llas a cielo abierto. Su encarcelamiento dio lugar a toda suerte de
especulaciones. En ellas estaban incluidas dos palabras terribles:
Pasaron semanas, meses, desvalido en una cama de hospital instalada en mi recámara. Poco a poco recuperé la pasión por las pertraición y venganza, de aquí para allá y de allá para acá. También
sonas que me son entrañables y a su lado disfruté de horas plenas.
salía a la superficie la asfixiante corrupción de la política.
Pero al cabo de un tiempo regresaba a mi entorno el cielo sin coloYo pensaba en toda suerte de trabajos periodísticos. Me inres. Las fuerzas me habían abandonado. No podía sostener un vateresaba conversar con la maestra. En tiempos mejores le había
so de agua y requería del auxilio de dos enfermeros para cambiar
hecho llegar la carta que transcribo:
de postura en el lecho. Las piernas no habrían podido sostenerme
en pie un par de segundos. Las manos temblaban y los meñiques
Doña Elba, sin preámbulos:
habían perdido su relación con los cuatro que les son inseparables.
Más allá de nuestras diferencias públicas, usted y yo hemos
Proceso llegaba puntualmente a la casa los sábados a media
mantenido una amistad persistente. Fueron cordiales nuestras
tarde. Veía la portada y en minutos hojeaba el contenido del seconversaciones en su casa de Galileo, en algunas ocasiones senmanario. Pensaba que sólo así podría mantener un cierto equitados a la mesa con platillos que su madre nos hacía llegar.
librio interior lejos de la frenética cotidianidad. Al director de la
Somos amigos por una razón: no nos hemos mentido. Nuestra relación ha estado por encima de la malicia o la mala fe enrevista, Rafael Rodríguez Castañeda, lo llamaba con prudente regularidad. Admiraba su ímpetu y su carácter. También un cierto
cubierta. Usted ha vivido como ha querido o ha podido y yo he
estoicismo. Se acostumbró y nos acostumbramos todos al cerco
hecho lo propio.
de silencio que el gobierno y casi todos los medios habían decreAlgunas veces hablamos de la posibilidad de una entrevistado contra la revista. Por importante que fuera la exclusiva que
ta entre usted y yo. Nunca llegamos a un acuerdo, la verdad no
el semanario destacara, ya sabíamos que los sucesos difundidos
sé por qué. Ni usted arriesgaba en sus respuestas ni yo en mis
por Proceso aparecerían como propios poco después en los mepreguntas. Conversaríamos de manera llana y nos daríamos el
dios que viven con la mano extendida. Yo me había prohibido
tiempo que hiciera falta.
pensar en el trabajo a largo plazo. Considerando que habría sido
A través de estas líneas le hago llegar mi renovado interés por
como girar sobre mí mismo para terminar en el punto de partida.
entrevistarla. Más aún, me parece que está obligada, como nunca, a ocuparse de capítulos cruciales de su pasado y su presenAcariciaba una frase: morir a tiempo.
14
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
De Gustavo Díaz Ordaz a Enrique Peña Nieto, ningún presidente le
fue ajeno a Julio Scherer García. Fueron ocho los mandatarios que
pasó a cuchillo. Habló con ellos, los confrontó con su afilada voz primero, con su penetrante mirada después, y finalmente con su pluma. En 1986, editorial Grijalbo publicó su libro Los presidentes, en el
que retrató a cuatro de ellos, y ahora prepara una nueva edición, en
la cual participó el propio autor, en la que incluye a los otros cuatro.
He aquí una selección de esos textos, en los que Scherer García
desnuda a los titulares del máximo poder en México.
El periodismo
frente
Archivo Procesofoto
al poder
Díaz Ordaz
REP ORTE ES P E C IA L
JULIO SCHERER GARCÍA
D
os esferas minúsculas por ojos, las pestañas ralas, a la intemperie los dientes grandes y desiguales, la piel amarilla, salpicada de lunares cafés, gruesos los labios y ancha la base de la nariz,
así era don Gustavo Díaz Ordaz. Algunas veces
bromeaba acerca de su fealdad, pero si alguien le
seguía el juego, estallaba su ira. Irritable, se vigilaba; desconfiado, se mantenía al acecho. Agobiado los últimos años de su vida,
después de la tragedia de 1968 resguardó su intimidad. La fortificó tanto que hizo de ella una cárcel. Allí murió.
Un día me dijo que era como una espina y sudaba hasta empapar la camisa.
–No le creo –le dije.
–Sudo como un gordo.
–¿Usted?
–Me consumo.
Otro día me confió de su paso por la Secretaría de Gobernación, un pasatiempo en comparación con su responsabilidad de
esos días: presidente de México.
–En términos humanos, no políticos ni históricos, ¿cuál es la
diferencia? –le pregunté.
–Las cuerdas.
–No le entiendo, señor presidente.
–El secretario de Gobernación boxea en un ring protegido por
cuerdas. El presidente de la República pelea en un ring sin cuerdas. Si cae, cae al vacío.
Me miró a los ojos:
–No puede caer.
–¿Y si lo tocan?
–No puede caer, le digo.
(…)
Fui elegido director general de Excélsior el 31 de agosto de
1968. El país se endurecía, también el diario. Permanecí al lado
de mi antecesor, don Manuel Becerra Acosta, hasta el día de su
muerte. Fui su auxiliar. Afirmó en mí el orgullo por la profesión.
Hizo del periodismo una convicción y una pasión.
El mismo día de la designación me llamó el presidente Díaz
Ordaz por teléfono. Felicitaciones. Detrás de él, todos sus secretarios, los gobernadores, los senadores, los diputados. El milagro de
la unanimidad es asunto ordinario en el gobierno. Llovieron telegramas de los prohombres de la iniciativa privada. En el edificio
de Reforma 18 cantaron los mariachis, escuché promesas de lealtad, fui abrazado hasta quedar exhausto. Observada desde el exterior, la alegría es siempre igual a sí misma. Hacia adentro tiene
mil lenguajes. No hay alegría sin una responsabilidad que la limite, alguna preocupación que la ensombrezca. No es como la euforia, una embriaguez. Menos como el éxtasis, que se da en el amor.
Eran los días de los estudiantes, posesionados del corazón de
la ciudad. Sus manifestaciones por el Paseo de la Reforma, rumbo al Zócalo, causaban tensión en el interior de la cooperativa.
La multitud estallaba en injurias a su paso por Excélsior. “Prensa
vendida, prensa vendida”, gritaba. Eran miles los puños en alto,
los rostros descompuestos, la ira en la piel.
No ocultábamos las noticias. Tampoco la magnitud del fenómeno. En aumento incesante, nuestras ediciones consignaban
desplegados de todos tamaños en apoyo al movimiento estudiantil. Aumentaba también el número de telefonemas a mi oficina que recomendaban prudencia.
En nuestro oficio sabemos que no hay manera de resistir un
suceso. Es el vacío que se abre. Se traga al reportero, al canonista,
al escritor hecho en la tinta de la información. Me decía el sub-
director, Alberto Ramírez de Aguilar: “Un acontecimiento me sacude. Cuando me acuesto, me duelen los huesos”. En las páginas
del diario, el canto y la rabia estudiantil mezclados, se abrían paso por sí mismos, inevitablemente.
(…)
Convocó el presidente de la República a los representantes
de los medios de comunicación el 5 de octubre a mediodía. Nos
reuniríamos en el edificio de la Comisión Organizadora de la
Olimpiada, en Lieja y Paseo de la Reforma. La cita era para conversar largo. Comeríamos juntos.
No llegó Díaz Ordaz. Martínez Manautou lo exculpó sin argumentos. “Contrariando sus deseos”, empezó. Todos entendimos.
Tlatelolco pesaba en el ánimo presidencial.
Había tensión en el comedor dispuesto para el agasajo. Algunas bromas, sin humor, endurecían el ambiente. Díaz Ordaz,
coincidían los asistentes, era un patriota. Su mano firme había
salvado la Olimpiada y conservaba limpia la imagen de México ante el mundo. “Estudiantes y alborotadores habían dejado al
gobierno sin salida”, argumentaban los profesionistas de la comunicación, eco de sus empresas.
Saludé a Martínez Manautou. Fue cordial. Su buena educación llega al refinamiento. Como un maniquí le sienta el traje.
Rara vez filtra su rostro las turbaciones de las que nadie escapa.
No advertí el momento en que uno de los dos levantó la voz.
Ignoro cuál sería mi grado de excitación, no el suyo. Estaba descompuesto.
–Traicionaste al presidente.
–No me digas eso.
–Quiere que lo sepas, que así entiende tu actitud.
Pregunté:
–¿Y tú estás de acuerdo?
–A nadie como a ti ha distinguido con su amistad.
No esperaba una acometida así. Oscurecía la frase una relación de muchos años.
–No mezcles las cosas, Emilio. No tienes derecho.
(…)
Llegó la noticia, al fin. El presidente me recibiría en Los Pinos.
Llegó también la advertencia: cinco minutos.
Frío, de pie, me felicitó por el año nuevo y me preguntó por mi
familia, no por mi trabajo; se interesó por mi salud, no por mis
proyectos. A su vez me habló de su familia, no del gobierno ni de
sus colaboradores; de su amigo de la infancia, Bautista, no del
país. Abordó con desgano algún dato de su propia niñez y luego,
sin que viniera a cuento, me dijo malhumorado:
–No hay manera de darle gusto a nadie. Si mis hijos van a la
escuela en un automóvil usado, soy un avaro y un hipócrita. Si
se presentan en un carro último modelo, soy un cínico y un hijo de la chingada.
–¿Y qué hace usted, señor presidente?
–Nada. Dejo que ellos decidan.
–Quisiera que habláramos del 2 de octubre, señor presidente.
–No.
–Le ruego.
–Le repito que no.
–Permítame insistir.
–¿De veras quiere que hablemos?
–Sí, señor presidente.
Ya sentados, el escritorio de por medio, me dijo:
–Sólo una pregunta: ¿continuará en su actitud, que tanto lesiona a México? ¿Continuará en su línea de traición a las instituciones, al país?
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(…)
–La cajetilla es una sola, señor presidente. Lo que usted ve
no lo veo yo y lo que yo veo no lo ve usted. Existen respecto de
Tlatelolco, por lo menos, dos puntos de vista. Conversemos, se
lo ruego.
–Es inútil –cortó.
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Archivo Procesofoto
Teníamos claro que no era la función de Excélsior complacer al
presidente ni servir al gobierno. Echeverría era un hombre entre
los hombres y si se equivocaba, se equivocaba él y no sus secretarios. Y si cometía errores los cometía él y no sus ayudantes. Y
si mentía él era el falaz y no los críticos de su política. No se sumó Excélsior a otros diarios en el rito de la adulación al poder. No
identificó al presidente con la patria.
Permanece el periodismo en los seres que viven y en las cosas
que son. Su grandeza es la del hombre. Su poesía es la del agua que
corre sin agotarse. La existencia cotidiana era más rica y compleja, más atractiva y dramática, más novedosa y sorprendente que la
actividad de Echeverría y el sistema detrás de él y detrás del sistema las legiones y la lisonja y las frases inauditas consagradas al jefe:
“Con usted hasta la abyección, señor presidente”.
No inmortaliza la palabra presidencial ni cambia la naturaleza el soplo de su aliento. Sin embargo, habíamos dedicado al presidente nuestros encabezados de la primera plana con monótona
regularidad. Abandonábamos la costumbre. Más y más descendían al centro de la página frontal del diario y aun a sus páginas
interiores los discursos de Echeverría. Pasaba a mejor vida la sección de sociales, catálogo de matrimonios, fiestas, modas, bautizos, confirmaciones, banquetes. Desaparecía el Día de las Madres
con el mensaje del Papa a las cabecitas blancas y el festejo del 10
de mayo en el Auditorio Nacional, el director del periódico a un lado de la primera dama, cortesano obligado. Crecía el número de
reporteros que se hacían de un prestigio propio, enriquecíamos
la información internacional con servicios en todo el mundo. Las
páginas editoriales eran cabalmente independientes y en la sec-
ción deportiva se hablaba de los ratoncitos verdes en pos de gloria.
Crecía el encono en contra nuestra, florecía la calumnia. Bajo la firma apócrifa de un tal José Luis Franco Guerrero circuló un
cuadernillo quincenal titulado Las malévolas noticias de Excélsior.
Sin pie de imprenta circuló El Excélsior de Scherer, firmado por un
nombre de paja, Efrén Aguirre. No hubo límite en la ofensa a trabajadores y colaboradores de la cooperativa. Supe por el anónimo que era un degenerado sin redención. A don Daniel Cosío Villegas se le quiso manchar con páginas viles, Danny el Travieso,
obra con adjetivos y sin rostro visible.
Había, sin embargo, otros signos: el presidente de la República abogaba por una información sin inhibiciones, crítica. Reiteraba, en público y en privado: un gobierno honrado y una prensa
independiente son puntales de la sociedad democrática.
(…)
Animosos y sonrientes, observé al licenciado Luis Echeverría
y a don Daniel Cosío Villegas en una comida a la que invitó el escritor, ya entrado 1974. Allí se encontraban Octavio Paz, Víctor
Urquidi, Mario Ojeda, Luis González, Mario Moya Palencia, Porfirio Muñoz Ledo, José López Portillo, el secretario de Hacienda
que rondaba el poder.
La cita fue a la una y media de la tarde, un sábado. Don Daniel sufría de hipoglucemia y si no se ajustaba a un orden en el
horario de las comidas, el dolor lo inutilizaba. Además, le gustaban los huisquis y se daba tiempo para disfrutarlos con sus invitados. Yo llegué el primero. López Portillo fue el segundo. Poco a
poco todos los demás.
Conversábamos en el jardín bajo un clima benigno y el presidente no aparecía. A las dos y media don Daniel indicó que la señora de la casa, doña Ema, nos pedía que pasáramos a la mesa.
López Portillo suplicó que aguardáramos unos minutos. Si aún
no llegaba el invitado principal era debido a su condición de presidente y a su celo de hombre responsable. A todos nos constaba
que aun en el sueño velaba. Media hora después, se escuchó de
nuevo la voz de don Daniel:
–Pasamos, por favor.
–Yo le ruego, don Daniel –intercedió por segunda vez López Portillo.
–En el país manda el presidente, pero en mi
casa mando yo, licenciado –y se adelantó sin otro
comentario rumbo al comedor.
A las tres y veinte se presentó Echeverría.
Fue recibido con naturalidad, eliminado cualquier falso homenaje de parte del anfitrión. Ni
tiempo tuvo el presidente de mirar los esplendores que lo rodeaban: una pintura de Clausell,
la selva bajo el diluvio, verde y negra, preñada
de todo, aterradora; un hombre absorto en la reflexión, de Diego Rivera y también de éste, don
Daniel en su juventud, esbelto, la sonrisa irónica
bajo un bigotito negro.
Cosío Villegas nos había reunido con el propósito de que discutiéramos acerca de las relaciones entre el intelectual y el político, la cultura y el
poder. Circulaban en esos días panfletos y libros
infamantes trabajados en la sombra. Pensaba
don Daniel que era una buena oportunidad para que nos ocupáramos también del anonimato
impune. Uno de esos libros era Danny el Travieso.
Centró la atención Echeverría. Fueron terminantes sus primeras opiniones: no reconocía diferencias esenciales entre los intelectuales en el
López Portillo
poder y los intelectuales en el ejercicio de la crí-
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Echeverría Álvarez
tica. Moya Palencia, Muñoz Ledo y López Portillo eran equiparables a Octavio Paz, Luis González o Mario Ojeda. No era así, objetó Cosío Villegas. Los primeros estaban comprometidos con un
proyecto específico, los segundos no. No eran libres los primeros,
sí los segundos…
Alguien habló de la autocrítica que el gobierno ejercía por decisión propia. El tema se ahogó en sí mismo. Nadie que se precie
de imparcial puede ser juez y parte a la vez. Se habló de los libelos, de Danny el Travieso. Dijo Echeverría que él, como nadie, padecía la calumnia y después de él, como nadie, sus colaboradores.
Es parte del oficio público, aseveró con naturalidad. Iban y venían las voces. Una de ellas dijo que en todo caso el gobierno tenía la posibilidad de investigar el origen de los anónimos, no los
intelectuales, inermes en este terreno.
–Qué piel tan delicada –bromeó Moya sin humor.
–No es un problema de piel delicada. Es un problema de salud
pública –respondió Cosío Villegas.
Tema inevitable fue la libertad de prensa. Dije que sólo en
breves periodos de nuestra historia se había ejercido sin cortapisas. Me impresionaba en lo personal el caso de los caricaturistas.
Maestros de su oficio, herederos de Posada y Orozco, perdían la
soltura al enfrentar al presidente. Ellos, que todo satirizan y tocan, pasaban por alto al gran personaje y lo dejaban ir. Muy pocos, admirables, escapaban a esta limitación evidente.
(…) Se hizo de la palabra Octavio y se hizo el silencio para escucharlo. Habló diez, doce minutos. Entre sus juicios, evoco uno,
que me llamó la atención como ninguno otro, la frase directa al
corazón en los asuntos que debatíamos: es muy distinto mandar a pensar.
Mostraban las paredes de la ayudantía del Estado Mayor en Los
Pinos, a unos metros del despacho presidencial, fotografías y
más fotografías de López Portillo. López Portillo en un caballo
blanco; López Portillo en un caballo negro; López Portillo con una
raqueta en la mano; López Portillo en el momento de disparar
una metralleta; López Portillo en una pista de carreras; López
Portillo en esquí; López Portillo en el timón de una lancha; López Portillo con un arpón; López Portillo sobre cubierta en un yate; López Portillo en plena caminata; López Portillo al trote con
un tarahumara; López Portillo en una montaña; López Portillo
en la cumbre.
(…)
Deportista, pintor, orador, maestro, filósofo, escritor, bailarín,
cantador, charro, perdió el celo por la República en la segunda
mitad de su gobierno. Ricardo García Sainz recuerda que en los
tres primeros años fue exacto en las citas, riguroso en el orden
de la actividad cotidiana, atento, vivaz, certero en el juicio, rebosante de humor. “Presidente de lujo”, le llamaba.
(…)
En los inicios de 1977 me recibió López Portillo en Los Pinos. Lo
encontré dueño de sí y de cuanto le rodeaba. Sentado en un sillón
de cuero negro y alto respaldo, cruzadas las piernas, vestido con
un traje oscuro de tela gruesa, todo se movía a su servicio con una
suave naturalidad. A una llamada apenas perceptible de un timbre oculto, una bella señora de cabello rubio que descendía hasta
media espalda, le llevó su pipa. Fumó el presidente con fruición,
largos segundos en silencio. “Sabe a madera y frutos”, dijo.
Escribiría un diario, resumen de sus experiencias y reflexiones. Se dice que el hombre en el poder está solo, especie única en
las alturas. No lo creía así López Portillo. Pensaba que la soledad
se da al momento de tomar una decisión, no en el largo trance
que la precede. “No, Juliao, no hay más soledad que la del narcisista y el ególatra”, me dijo. Así me llamó siempre, Juliao, la jota convertida en una shhh susurrante, como quien pide silencio.
(…) Le pregunté por Echeverría. Su afán de servir era patente, me dijo. “Ni un obcecado podría negarlo”, subrayó. Le pregunté por el carácter de Echeverría, por sus mundos de adentro, los
que López Portillo conocía como nadie. Amigos de muchos años
unidos para siempre como heredero y delfín en el mando de la
nación, de ellos 12 años sucesivos, podría describirme situaciones sorprendentes…
–¿Es compulsivo?
–¿Me lo preguntas tú?
Nos reímos. Me sentí torpe, pero no fuera de lugar. Pretendí
hurgar en el alma de Echeverría y fui detenido en la búsqueda,
pequeña historia de todos los días en el periodismo.
–¿Y tú, Pepe?
–¿Yo qué, Juliao?
–¿Te adaptas a las mil complicaciones del poder?
(…)
–Así es, Juliao. Tú lo sabes. El hombre es también un animal
de costumbres.
–¿Y los problemas del país, Pepe?
–Son nubes negras. Pasan.
Repitió lo que tantas veces dijo:
–Sacaré al país del bache. Tres años es todo lo que necesito.
(…)
–Cerrarán a güevo –comentaba Francisco Galindo Ochoa–, a
güevo.
Guardián de honras ajenas sin prestigio propio, sucesor de
Luis Javier Solana como vocero del presidente de la República,
puso fin a todo trato con Proceso. Desde siempre mantuvo re-
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–¿Me lo prometes, Juliao?
–Sí, Pepe.
–Le avisas a Godínez para que te reciba de inmediato.
Ya no era posible responder al presidente de la
República.
XXX
Ya en las postrimerías de 1982, Miguel de la Madrid
designó a Manuel Alonso coordinador para asuntos de prensa y relaciones públicas. Brazo derecho de
Fausto Zapata durante el sexenio de Luis Echeverría,
rompieron Zapata y Alonso por razones no conocidas
hasta hoy. En las más azarosas circunstancias era preferible a Francisco Galindo Ochoa. También a Miguel
González Avelar, inaccesible. Podría ser el puente que
nos llevara a una relación normal con el presidente.
De la Madrid Hurtado
Lo felicité en cuanto supe de su éxito.
Me ofreció su cooperación, “lo que te haga falta”,
papel para la revista, “todo el que necesites”. Renovaríamos un buen trato, desinteresadamente. El futuro sería otro,
laciones cenagosas con la prensa. Tesorero del PRI en 1960, un
conducido el país por un hombre serio y responsable. En su esfetiempo jefe de prensa de Díaz Ordaz, por su cuenta correría que
ra, transformaría Alonso el embute en una ayuda limpia para los
no se anunciara el Estado en Proceso. Hasta las inserciones de
reporteros, “tan mal pagados”. Brindaría su auxilio a cambio de
la iniciativa privada desaparecerían de las páginas de la revista.
trabajo. Acabaría con la práctica oscura de los sobres distribuiPoder le sobraba. López Portillo había delegado en él las facultados entre los periodistas como una gracia, sin firma de recibido
des más amplias.
el estipendio. Hombre del porvenir, juzgaba el pasado con des(…)
precio. “Hemos sido tan pequeños, tan mezquinos”.
Cercano septiembre, el general Miguel Godínez, jefe del EstaMe preguntó si había conversado con De la Madrid. Ensardo Mayor Presidencial, me sugirió que solicitara una audiencia
té historias menudas, algunas cuentas del rosario de mis fracacon el licenciado López Portillo. “Es su amigo, su pariente, lo ressos. Sus palabras expresaron cierta duda. En ese mismo momenpeta”, me decía en un pequeño antecomedor a un lado de su ofito podría saludarlo. “Vamos”, me alentó. “Un saludo y nada es lo
cina, en Los Pinos. Le respondí con una verdad simple: no tenía
mismo”, aduje. Le confié que deseaba una relación digna con el
asunto que tratar en esfera tan alta. Volvió sobre el punto el gepresidente de la República a partir del 1 de diciembre. Fue cálineral y ya enredados en un forcejeo sin sentido le pregunté si él
da su respuesta.
formalizaría la audiencia. No aceptaba trato con Galindo Ochoa
Llegó diciembre, la toma de posesión. Transcurrió el mes y
y el secretario particular del presidente, Roberto Casillas, tomasólo escuché el silencio. Siguió enero de 1983, febrero, marzo,
ba a desacato cualquier crítica al jefe de la nación.
abril. Nada. Mayo, junio, julio, agosto, septiembre y la algarabía
–¿Para qué soy bueno? –me saludó López Portillo como en los
de las fiestas patrias, y sólo oía el rumor del tiempo que pasa. Olmejores días, la palma cordial, la sonrisa a todo lo que daban sus
vidé promesas y expectativas. En Proceso escribíamos nuestra
labios delgados. Estaba en pants, como siempre. Me dijo Juliao,
historia, la que podíamos.
como siempre.
El día de su santo, 24 de mayo de 1984, recibió Susana Scherer
–Sólo el gusto de saludarte, Pepe, saber cómo estás –respondos ramos de rosas recién abiertas, de Miguel de la Madrid y Madí desconcertado.
nuel Alonso. “Con los atentos saludos”, decían las tarjetas graCon la mano derecha golpeó su antebrazo izquierdo en exhibadas en fina letra cursiva. Dispuso Susana dos floreros en los
bición, los bíceps saltados.
puntos más visibles de la sala. Uno, sobre una repisa, bajo una
–Toca.
litografía de Siqueiros. Otro, en el centro de una mesa pequeña.
–Estás bien –dije al palpar su musculatura de atleta.
De nueva cuenta nos reunimos Alonso y yo. Revisamos el
–Siéntate.
pasado, sin prisas. Subrayó la aspereza de Proceso, su obsesiQuedamos en ángulo recto, él en un sillón, yo en el extremo
va combatividad, la búsqueda enfermiza del dato negativo hasde un sofá, a un metro de distancia. A las nueve de la noche, mi
ta dar con un defecto en la Venus de Milo o un mal paso en la Paaudiencia era la última.
vlova. Él se encargaría de crear las condiciones para que pudiera
–Sé que te incendias, que ardes por dentro –me dijo de pronto.
reunirme con el presidente. La tarea exigiría tiempo, me advirtió.
Lo miré, mudo.
Ánimos enconados era la estela que Proceso dejaba en el gobier–Te incendias, Juliao, admítelo, sin soberbia.
no semana a semana.
–No entiendo, Pepe. Pero intuí de qué se trataba.
Argumenté que de sus dichos no se desprendía que nos valié–Dime, en confianza, cuánto necesitas.
ramos de malas artes para prevalecer en el mundo de la informaPretendí una voz impersonal.
ción, centro de conflictos por los intereses del poder, la fama, el
–Nada, Pepe.
dinero, la vanidad, mundo pendenciero por naturaleza. Entendía(…) Insistió. Opuse le negativa por la negativa. No me sentí
mos la crítica al presidente como una parte insoslayable de nuesagraviado. Tampoco idiota. Fuera de lugar, quizá. Propuse al fin
tro trabajo. “Ejercemos nuestra libertad, es todo, Manuel”. “A vecomo un respiro para los dos:
ces son amarillistas”, arguyó Alonso con una sonrisa. “A veces”, lo
–Cuando ya no pueda más, a punto de ahogarme, te hago lleacompañé en el mismo tono conciliador.
gar una voz de auxilio.
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REP ORTE ES P E C IA L
–Yo me comunico contigo –dijo al término de la conversación.
Nada cambió en Proceso, nada cambió mi relación con Alonso. Volvieron los tiempos de otros tiempos, sensaciones ya vividas. Corrió una semana, corrieron dos, corrió un mes. Entreveradas experiencias viejas y nuevas, armé mi propio rompecabezas
para explicarme el mutismo del vocero presidencial. A Palacio
había que presentarse lavadas las culpas y yo no había lavado las
mías. Mantenía Proceso su posición frente al jefe de la nación,
inadmisible en el código del poder. Profesional de las relaciones
públicas, amante de las formas, un caballero, encajaba la personalidad de Alonso en el cuadro que me forjaba.
Busqué a Manuel Alonso. Hablamos sin disimulo:
–Complicaste las cosas, mi querido Julio.
–¿Por qué, Manuel?
–¿Cómo que por qué?
–Quiero saber. Por eso te pregunto.
–Conversamos con el propósito de que te entrevistaras con
el presidente y a las primeras de cambio reaccionas como si no
quisieras verlo.
–Explícame, por favor.
–Los cartones de Naranjo.
–Dime, no entiendo.
–Publicaste dos cartones contra el licenciado De la Madrid,
uno después de otro. Apareció el primero cuatro días después
de que nos reunimos, ¿te das cuenta? Y a la semana siguiente el
otro. Los recuerdas, supongo.
–Claro que los recuerdo.
–O sea, mientras yo gestiono la entrevista con el presidente,
tú lo agredes. Te pregunto, de buena fe: ¿no podías haber aguardado unos días para publicar los cartones? ¿No podías haber esperado a tu conversación con el presidente?
–Nada tiene que ver Naranjo en mis conversaciones contigo.
O quien sea, así se trate del presidente.
–Tú eres el director, marcas la línea.
–Naranjo es el dueño de su espacio.
–Bajo tu supervisión.
–Te equivocas.
–Eso quiere decir que publicas lo que te entregue.
–En principio así es.
–Eso no disminuye tu responsabilidad. Eres el director.
–Pero no el dueño.
–Quiero que me comprendas. En la portada de la revista está
tu nombre. Sólo el tuyo. Ningún otro. Bajo el logotipo.
–Asumo la responsabilidad última por el contenido de Proceso, por supuesto. Pero no como patrón. Por la revista respondemos todos.
–Vaya.
–Buena, dime, ¿en qué quedamos?
–Voy a explicarte: tú y yo llegamos a un acuerdo. Al separarnos y dirigirse cada uno a su automóvil, tu chofer apedrea mi auto. En esas condiciones, ¿qué quieres que te diga?
–Naranjo no es mi chofer.
–Es un ejemplo.
–Ofensivo.
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–Como ejemplo, válido.
–Dejemos eso. En concreto, ¿se frustró la entrevista?
–Mi querido Julio, si no respetas al presidente, si lo ofendes,
¿qué puedo hacer por ti?
–Nadie es tan fuerte y tan vulnerable como un presidente,
donde sea. Se trata de saber si se pueden o no tener relaciones
de respeto mutuo con él. No es Dios, Manuel.
–Yo creo en la institución presidencial. Tú no. Es nuestra diferencia.
XXX
Germán Canseco
Un día ordinario dejó de ser un día cualquiera: me proponía que
cenáramos en mi casa. “A las diez de la noche –decidió. O después. No dispongo de mi tiempo”. “Mi tiempo sí es mío –le respondí. Lo espero de las diez en adelante.”
Susana eligió un vestido bonito. Quería ser grata, hacerlo
sentir en un ambiente acogedor. Preparó una cena sencilla. A las
once de la noche dejó en la mesa del comedor un platón con
carnes frías, salmón, angulas, aceitunas en vinagre, espárragos,
queso, vino blanco, leche, pasteles y café.
Recibí a Salinas pasadas las once y media con un libro firmado por Eduardo Galeano, amable y circunstancial. Así es la política, así es el periodismo y allí estaba él. Apenas probó bocado, pero me trató con la fina cortesía que nada deja. Mi madre sabía de
eso. “A los hombres nada los separa como la educación formal”,
me enseñaba.
(…)
Zedillo Ponce de León
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La conversación tranquila suavizaba las diferencias, mientras íbamos del jugo de naranja a las croquetas de pollo en salsa
verde. El presidente creía en el Tratado de Libre Comercio a partir de una relación justa entre las naciones, que a mí me parecía
imposible por el carácter imperial de los Estados Unidos; creía
en la buena disposición del presidente Bush, que a mí me parecía imposible por sus fibras de guerrero; creía en la economía
como principio para la transformación política, que yo objetaba porque la riqueza no es lo mejor del hombre; creía que México ingresaría al primer mundo, ingreso que me parecía distante
por nuestra pobreza y los indígenas en la oscuridad de su edad.
Era uno de los mejores momentos de su gobierno y el presidente estaba a sus anchas. Me habló de Proceso.
–Tengo informes: la revista va muy bien. Lo felicito.
Y en seguida, con el mejor ánimo:
–¿Se le ofrece algo?
–Sí, señor presidente.
Le dije que, como en el teatro, hay butacas de primera, segunda, tercera, penúltima y última filas. Nosotros ocupábamos las
del fondo, si acaso, frecuentemente excluidos de la sala.
–Pondremos remedio.
–Gracias, señor presidente.
Había gana de platicar. Dejaría la presidencia a los cuarenta
y seis años, edad inmejorable para mantener el ímpetu. El país
lo calaba. A él dedicaría la vida. Sus palabras me parecieron piezas de un rompecabezas que encajaban naturalmente unas con
otras. Se expresaba como un estudioso ante un trabajo conocido,
ordenados los verbos y los sujetos, precisos los signos de puntuación. Mostraba la seguridad de un académico de altos vuelos,
pero en su lenguaje no aparecían las ideas del hombre que ha
desgastado los libros para interrogarse acerca del hombre.
(…)
En la atmósfera relajada que había propiciado, tuve manera
de hablar de Jacobo Zabludovsky. Incondicional de los presidentes, bebía sus palabras, las que fueran; servil a los proyectos del
poder, los apoyaba todos. A cambio de una popularidad sin hondura, gastaba su alma.
Ilustré mis palabras con un ejemplo, entre muchos:
Un domingo frente a la televisión –jugaban América y Guadalajara–, leí en la parte inferior de la pantalla que al término del
partido el licenciado Jacobo Zabludovsky difundiría trascendentales entrevistas con los presidentes de México y Chile. Reunidos
en Santiago, firmaban ese día el acuerdo del libre comercio entre las dos naciones.
Zabludovsky se comportó como siempre. Experto en su quehacer, asentía, subrayaba, dejaba ir la pregunta pertinente para el lucimiento de los personajes. No había en su interrogatorio
el escepticismo del que quiere saber, la sutileza de alguna pregunta envuelta en suave impertinencia. Los presidentes sentaban cátedra, profesores de economía ante el ilustrado mundo latinoamericano.
(…)
Después de escucharme con una atención que me pareció expectante, dio sentido al encuentro de ese día, seis de noviembre:
–Mi palabra empeñada, la palabra del presidente de la República, que Proceso no sufrirá agresión alguna durante mi mandato.
(…)
El asesinato de Luis Donaldo Colosio cortó la respiración del
país y alteró el ritmo de sus hombres. En Los Pinos, el presidente de la república pidió su opinión al presidente de Acción Nacional de cara a la decisión urgente: ¿Quién debería unir su nombre
al nombre de Colosio?
REP ORTE ES P E C IA L
Archivo Procesofoto
Aludí al protagonismo desbordado del
presidente y la paulatina entrega a los intereses del dinero.
No hubo concesiones en el lenguaje de
Zedillo. La excelencia de Salinas se extendía y profundizaba en todo el país. Su tarea no estaba a discusión.
Remató:
–Es el presidente, pero no sólo el presidente de México. También es mi líder.
Los ojos de Elba Esther iban de un lado
para otro. Si las palabras volaran, no hubiera atrapado una.
Pasamos al comedor. La maestra en la
cabecera. Sus manos no encontraban acomodo.
Frente a las elecciones, pregunté al secretario si aspiraba a la Presidencia. ResSalinas de Gortari
pondió que vivía para su responsabilidad
cotidiana. Dije que entendía y sólo preguntaba si quería llegar o no a la presidencia. Insistió: no cabía en él la respuesta. Insistí a mi vez: quiere
o no quiere ser presidente. Sostuvo que la decisión no era suya.
Volví: quiere o no quiere, sólo pregunto eso. No depende de mí,
ya le dije. Otra vez: ¿quiere? Otra vez: Ya le dije. Elba Esther derramó el vino rojo sobre la mesa adornada con flores.
(…)
El gobierno del presidente Ernesto Zedillo pretendió que se
fuera olvidando el 2 de octubre. Cumplidos treinta años de la tragedia, la República debía recuperar el sosiego, igual que las víctimas de una pesadilla. Si quedan cuentas por saldar, las saldaría la historia, no la ley.
Los deudos cargarían su ataúd como pudieran. La pasión que
reclamaba castigo para los culpables terminaría en un grito airado. Desde la matanza habría transcurrido un tiempo irrecuperable para el movimiento estudiantil. Tarde había llegado su querella “contra las más altas autoridades del país en esa época”.
La respuesta del poder había sido contundente: nada quedaba por hacer en el ámbito del derecho, como demandaban los
hombres viejos, otrora estudiantes. La ley no camina por atajos
ni se ejerce a campo traviesa. Avanza por los caminos seguros
que el régimen señala.
XXX
Ernesto Zedillo llegó al departamento de Elba Esther Gordillo en
las calles de Galileo con un cargamento de libros. Él era secretario de Educación Pública y ella secretaria general del sindicato de
maestros. En la mesa había tres cubiertos y nos habíamos reunido para conversar sin preocupación por el tiempo.
Zedillo mostró los libros de texto gratuitos con orgullo. Su sonrisa era cordial, su trato afable. Parecía que todos los fuegos de
adentro hubieran sido apagados. No lo imaginaba en el Salón Panamericano que ocupó José Vasconcelos, secretario como él, calcinado por un temperamento más fuerte que su talento inmenso.
Corrían tiempos en apariencia tranquilos. A las precandidaturas de Luis Donaldo Colosio y Manuel Camacho se había unido,
borrosa, la del secretario de Educación.
Opté por la franqueza:
–No me gustaría que llegara usted a la Presidencia de la República.
Me vio con una mirada que no supe interpretar.
–Usted me educa y no quiero que me eduque. Quiero que me
transmita valores, que hable de su amor por México. Quiero que me
cuente de sus muralistas, de sus escritores, de sus músicos, de sus
héroes y de los que no lo son, de su cielo y de su tierra. Y eso no lo
hace usted, señor secretario.
Zedillo repuso que hay muchas maneras de amar a México y
ninguna es tan profunda y duradera como el trabajo responsable, la lealtad a los principios, el ejemplo que trasciende, el patriotismo sin aspavientos ni demagogia.
Recurrí a un ejemplo, vivencia reciente:
Reunido con Susana y nuestros nueve hijos, sostuve que no
pondría en riesgo el destino común por alguno que se hubiera extraviado en la niebla, confirmado el diagnóstico pesaroso.
No pienso como tú –brotó el rechazo. Yo le daría a mi hermano todo lo que pudiera con la esperanza insensata de alcanzar su
desgracia impenetrable. De ti quiero los valores que hacen fuertes a los hombres en la adversidad.
Zedillo comentó que la pequeña historia familiar era impensable en el mando del país. La política es mucho más enredada,
cruce de intereses y pasiones, complicado el presente y más aún
el futuro al acecho.
Los valores movilizan como ninguna otra fuerza, argumenté.
Si el nudo se desata, el rumbo se pierde.
Hablamos de Salinas y de Proceso –fe de erratas del sexenio.
XXX
Las circunstancias eran propicias y había que aprovecharlas. El 2
de julio de 2000 fue un día tocado por la magia. El triunfo de Fox
en la batalla por la Presidencia se unió al festejo por su cumpleaños número 58. La doble celebración en la sede de Acción Nacional fue estruendosa. Fox se mostró en su mejor momento: sonriente, poderoso, carismático, el futuro como una promesa de
gloria. Los dedos índice y cordial de la mano derecha en alto fueron un mensaje electrizante para México y el mundo.
Marta Sahagún, la voluntad como un puño, aprovechó la jornada para avanzar en el propósito de su vida. Ya era claro para
muchos, la prensa escrita, desde luego, su voluntad de reposar
en la cama presidencial con derecho pleno. No perdería la oportunidad para hacer sentir que Vicente y Marta, Marta y Vicente,
habían nacido el uno para el otro. Se apoyarían, dos en uno, uno
en dos, milagro del amor.
(…)
Fox fue un candidato arrollador. Líder inédito, hizo sentir una
personalidad, poderosa, limpia. El PRI fuera de Palacio, su lema
de campaña, respondió a un clamor popular. Para eso estaban
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
23
Octavio Gómez
Fox Quesada y Calderón Hinojosa
sus botas puntiagudas, para patear a los corruptos. Su lenguaje
desató pasiones. Pillos, tepocatas, alacranes, alimañas, víboras
prietas, llamaba a sus enemigos. El folclor le venía bien. “Salinillas”, se burlaba del Pelón Salinas de Gortari y para hablar de Zedillo le bastaba una palabra: tonto, ni siquiera pendejo.
Sus partidarios, cada día más, le festejaban su lenguaje simplón. “Champú de cariño, hay que darles hasta con la bacinica”, decía y el regocijo se hacía presente, festejado con risas y aplausos.
Más allá de su colorido y desbordada presencia en el país, el
libro autobiográfico, Fox a Los Pinos, editado en 1999 por Océano,
lo mostraba como un hombre sin grandeza. En el volumen de
216 páginas apenas podría encontrarse una expresión de hondo amor a la patria, alguna referencia a la gracia y gloria de saberse mexicanos…
Sin formación intelectual ni amor a la historia, sin doctrina
ni ideología, entregó su admiración a Maquío (Manuel Clouthier),
su maestro. En buena hora el reconocimiento a un hombre que
le significó tanto en lo personal y tuvo un peso en el país. Pero a
su lado no existieron para Fox los panistas que hicieron al PAN:
Manuel Gómez Morín es acreedor a una sola cita, superficial y
de pasada. No hay un reconocimiento para el líder humanista que
se empeñó en formar mexicanos y que hizo de la brega diaria un
tema de eternidad, como afirmaba el más grande de los panistas.
En la autobiografía no puede leerse una línea sobre Efraín
González Luna, patriarca panista y amigo entrañable de Gómez
Morin, ni para Rafael Preciado Hernández, conciencia jurídica de
las huestes azules, filósofo grande. Los primeros diputados federales tampoco existen en Fox a Los Pinos. Estoicos, enfrentados
a la turba priista en el Colegio Electoral, no aparecen en el índice
de 215 nombres enlistados en la obra. A Luis H. Álvarez, otra figura, le dedica un elogio mezquino: “Fue el complemento perfecto
de Manuel (Clouthier) en las elecciones de 1988”.
Tampoco apunta en el libro algún reconocimiento a la excelencia de las infanterías. Gerardo Medina lo merecía con creces.
De formación rústica, se elevó hasta la dirección de La Nación, el
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1993 / 11 DE ENERO DE 2015
órgano informativo del partido. Medina fue un diputado sarcástico, enterado, sin dar ni pedir cuartel en el debate. Atacado por
un cáncer que lo devoró, falleció en la tribuna. Sus amigos lo velaron. Sus adversarios también.
(…)
Lino Korrodi no sale de su desencanto. Revive al Fox de los días
de campaña y la voz se le hace amarga. Le gustaría que los sueños de entonces fueran los sueños de hoy y no la dramática enfermedad que abate el organismo completo del país.
Recuerda a Fox entusiasta, seductor. El fuego de la oratoria le
empapaba la ropa, desencajaba el rostro y así se mostraba a todos, agotado y feliz. Fue un hombre que hizo visible la quimera.
México se transformaría al un-dos de su paso enérgico, zancada de gigante. A riesgo de lo que fuera, castigaría a los corruptos
y despejaría el horizonte de las nubes negras que anuncian sufrimiento. De las infamias en su contra, la lejanía de las mujeres
en un varón tan atractivo, nada quedaba. Su valor civil destrozaba la mofa cruel.
“Siempre echado para adelante –dice Korrodi–, yo vivía con
orgullo mi amistad con Vicente. Me conmovía el trato con sus hijos, el celo por la familia, los valores de la intimidad. Cuánto lo
quise, cuánto lo quisimos todos.”
XXX
Coordinador de los diputados panistas en la LVIII Legislatura, Felipe Calderón iba y venía por los pasillos de la Cámara, subía y
bajaba de la tribuna, rebatía con encono a sus adversarios y se
hacía seguir con manifiesto interés por sus correligionarios. Se le
notaba desenvuelto, seguro, estampa de un joven líder.
Por esa época nos reunimos en la parte alta del restaurante
La Cassserole, sobre la avenida Insurgentes. No recuerdo el motivo de la cita, pero sí que yo mantenía una relación cordial con
buen número de militantes de Acción Nacional. Había conocido
a su fundador, que me atraía sobremanera por sus maneras exquisitas y sus ojos incendiarios.
REP ORTE ES P E C IA L
El restaurante se encontraba semivacío y bajo una penumbra
que propiciaba la conversación que atañe a los asuntos personales, Calderón y yo nos confiábamos uno al otro.
Me dijo que la parábola de Jesús bajo la tormenta, aterrorizados
los apóstoles en una barca que zozobraba, la llevaba en el alma como una oración. Pensaba en los apóstoles, hombres comunes y corrientes, tanto o más que el hijo de Dios, y a los 12 los relacionaba
con amigos muy queridos, complicados en problemas serios.
Palabras más, palabras menos, culminó su relato entre un fino humor y el esbozo de un drama que hiere. Recuerdo el final
de su relato, visión de una imagen del pasado que en mí perdura:
“Yo también –me dijo–, resuelto a salvar a los míos, a ‘mis
apóstoles’, me dispuse a dejar el lanchón y caminar sobre el agua.
Sin embargo, al primer paso sobre el mar, me hundí y desperté.”
A mi vez, esbocé a Calderón mi propia crisis de fe. Educado en el Colegio Alemán Alexander von Humboldt, en el Instituto Bachilleratos, dirigido por jesuitas, y en facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), inconstante y
al fin autodidacta tardío, mantenía revuelto el mundo de adentro. Ciertamente no se llevaban la dureza germana con la seducción jesuítica y la liberalidad de estudios elementales de filosofía y letras, en la UNAM. No podía creer ni dejar de creer en Dios.
No me atraía el cielo ni temía al infierno, me gustaba vivir y la vida llegaba a sentirla como un inmenso vacío.
Años después, reunidos por Josefina Vázquez Mota, desayunamos en el Centro Libanés. Calderón estaba en plena campaña
por la Presidencia de la República.
Hablé sin parar y conté mis agravios con Acción Nacional. El
partido había olvidado a los hombres que lo formaron y a los mejores de sus seguidores. Para Manuel Gómez Morin no había una
frase reciente que valiera la pena, como tampoco la había para
Efraín González Luna y Miguel Estrada Iturbide, sus contemporáneos en la naciente organización política. Tampoco había una
línea para los primeros diputados federales, cinco estoicos en su
resistencia frente al ejército priista que no logró aplastarlos, y al
primer senador azul, histórico en su curul solitaria, habría que
rastrearlo con lupa. Los diputados de partido, una innovación en
el escenario camaral, pasaban inadvertidos en los órganos doctrinarios y de circulación azul, y al propio Adolfo Christlieb, en
buena medida autor de la iniciativa y muchos méritos más se le
mantenía en algún escondrijo. Rafael Preciado Hernández, ideólogo, filósofo y maestro de generaciones, pasaba como figura secundaria en los hechos cotidianos del tiempo incesante. De Carlos Castillo Peraza, menospreciado por tantos, hablé largamente
y con dolor.
Llegó la hora de la despedida. El monólogo me había dejado sentimientos de frustración. Quizá lo advirtió Calderón y me
anunció una carta inminente.
La recibí el 17 de enero de 2006. Me llamó la atención el color
del pliego, negro y anaranjado, apenas diferente del negro y amarillo del PRD. En el margen superior izquierdo de la carta se leía
“Felipe Calderón”, y al lado, su figura en color naranja. En la parte superior derecha destacaba el lema de campaña: “Mano firme,
pasión por México”.
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25
R E P ORT E ESPECI AL
Octavio Gómez
El documento acusaba una falta de ortografía, mi apellido
paterno sin la “c”; y mi apellido materno, que siempre me acompaña, había sido suprimido.
Sr. Julio Sherer.
Presente.
Muy querido don Julio:
Gratamente impresionado por sus convicciones y por el valor de su franqueza, le escribo estas líneas para decirle cuánto
valoro su presencia en la vida pública de México a través de su
trabajo diario.
Discrepo desde luego en diversos temas y percepciones, sin
embargo la hondura de sus reflexiones enriquece mi visión de
México y seguramente contribuirá en beneficio de la meta que
me he propuesto: una vida mejor y más digna para todos.
Lo saludo con admiración y con gratitud por compartir tan
generosamente su pasión sobre el destino de México.
Atentamente,
Felipe Calderón Hinojosa
Leí la carta. Lamenté su oquedad.
Uno al lado de otro en la historia azul, Fox y Calderón han
mantenido posiciones opuestas frente al crimen organizado. Uno
dejó en paz a los capos y el otro ha fundado con ellos una galería
de notables que, sin duda alguna, seguirá creciendo. Uno, Fox, cubrió al país con el delgado manto de una paz que no se ve por lado
alguno y el otro, Calderón, lleva al país a una guerra desdichada.
(…)
Peña Nieto
26
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La primera semana de abril de 2010, el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, se reunió con una decena de
periodistas. Un tema dominante en la conversación fue mi encuentro con El Mayo Zambada. García Luna dijo que, por ley, la
Procuraduría General de la República (PGR) debió interrogarme
acerca del encuentro, a sabiendas de que yo no aportaría revelación alguna que pudiera serle útil a los persecutores.
El funcionario tenía razón. No soy un delator.
XXX
Este marzo me perturba. Hace 208 años un niño desvalido dio
lecciones de humildad al mundo, su sencillez y carácter indómito lo mantienen al frente de nuestros héroes. En este mes de
marzo se ha recrudecido la protesta por la venta de nuestro petróleo a los Estados Unidos. Lo mismo en las concentraciones
públicas que en reuniones privadas la palabra traición circula libremente. Agrava el problema el silencio del presidente de la República acerca del saqueo al que se ha visto sometido Petróleos
Mexicanos desde los tiempos remotos del PRI casi eterno. Pocos
sabemos del dinero que muchos depredadores invirtieron para
la compra de castillos en Europa y la adquisición de aviones y yates para un modo de vivir apenas creíble.
Más allá del desafío que engendre, la decisión asumida por el
presidente Peña Nieto tendrá enfrente la imagen del presidente
Lázaro Cárdenas. En esta confrontación inevitable Peña Nieto representa el triunfo del neoliberalismo y Lázaro Cárdenas estará
al frente de lo que aun pudiera quedar del México revolucionario. A Peña Nieto se le recibió con vítores al asumir la presidencia
de la República y Cárdenas conoció desde la primera hora el encono de sus adversarios, se llegó al extremo de fundar un partido
político y, por su parte, la Iglesia Católica endureció sus filas, expuesta la confrontación radical.
Marzo aún no termina y Peña Nieto pisa ya terrenos peligrosos, más allá de las victorias de largo alcance mediático que significaron la captura del Chapo Guzmán y el encierro de Elba Esther
Gordillo, la economía no sale de su marasmo y la seguridad no
ofrece datos alentadores en su lucha contra el crimen organizado.
A estas alturas el régimen no ha emprendido la construcción de
obra alguna que valiera la pena mencionar. En la época oscura
de Carlos Salinas exigía a sus colaboradores mes a mes información
precisa acerca de los avances alcanzados en el nacimiento de una
carretera o en el levantamiento de alguna presa, hoy nada de eso
ocurre. La República vive paralizada en unos de los capítulos fundamentales de su gestión, no hay obra ni trabajo.
No obstante el gobierno persiste en su discurso que el dinero
del petróleo, que fue nuestro, servirá en la República como instrumento de un progreso imparable, se abrirán fuentes de trabajo y se crearan los empleos de los que el país está urgido. Ojalá hubiera empleo para los menesterosos, analfabetos y no sólo
para aquellos que avizoran un espacio en Televisa o alguna trasnacional con la mente puesta en los negocios. En este boceto del
marzo que percibo me asalta el día 18.
Un 18 de marzo de 1917 nació el periódico que tuvo su sede
emblemática en Paseo de la Reforma 18. Su historia está escrita y sería inútil negar que fue la mejor de su época en México. El
número uno de América Latina y uno de los grandes del mundo.
Luis Echeverría auxiliado por hampones y traidores decidió arrasar con él y hoy sobrevive sin mérito ni gloria. Por fortuna para muchos el diario es precursor de la revista Proceso, difícil de
combatir por su honestidad reconocida. Este 20 de marzo, honrado por la Benemérita Universidad de Oaxaca me siento fuera
de lugar, pequeño. Quizás me quede un único recurso, despedirme con la cabeza inclinada.
Treinta y cinco años
alrededor
de Julio*
En 2007, el consejo rector de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) otorgó un reconocimiento al mexicano Julio Scherer García,
el colombiano José Salgar, el brasileño Clóvis Rossi y el uruguayo Hermenegildo Sábat, quienes a su juicio “encarnan los más altos valores del oficio”. Con ese motivo la fundación y el Fondo de Cultura Económica editaron un libro en homenaje a los premiados, en el que se incluyó un perfil de
Scherer escrito por su amigo y compañero de trayectoria, el también añorado maestro Vicente Leñero. Aquí recuperamos los fragmentos esenciales.
28
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REP ORTE ES P E C IA L
VICENTE LEÑERO
A
retazos, con páginas arrancadas a mis propios recuerdos, en un obsesivo collage de viejos textos o
de pequeños añadidos y rápidas anécdotas que
dicta la memoria, intento esta semblanza en borrador de Julio Scherer García que la miopía de la
amistad –ese verlo y verlo durante años tan de
cerca– impide convertirla en un perfil más fiel, más apartado
de una visión estrictamente personal. Es un intento, un breve testimonio de hermandad.
1972
Julio no regresaba aún a la mesa.
–¿Y de veras es muy honrado el director?
–No sabes –exclamó Froylán, Froylán López Narváez–. A
mí me tocó presenciar una escena inolvidable. Estaba yo en
su oficina cuando llegó el mensajero de un secretario de gobierno y le entregó un sobre. Tomó el sobre, lo dejó en el escritorio y siguió con la cháchara. Hasta muy al rato cayó en la
cuenta, abrió el sobre y encontró un cheque de muchos ceros. Furioso salió disparado de la oficina y en mangas de camisa, como estaba, alcanzó al mensajero a media cuadra de
Reforma. “Aquí está el cheque, amigo, y dígale por favor al señor Fulano de Tal que muchas gracias, pero que el director de
Excélsior no”.
1968
El bajo volumen en que a veces declina su fraseo impide captar completamente todos los parlamentos. Algo dice Julio
Scherer de sus dos hermanos, Hugo y Paz; de su padre Pablo
Scherer, hombre de acomodada posición económica merced
a un trabajo en relación con la bolsa de valores que le permitió vivir con su familia en una gran casona colonial ubicada en Plaza San Jacinto número 11, San Ángel, precisamente
donde ahora se encuentra el Bazar Sábado, hasta el momento en que un abuso de confianza –explica Julio Scherer sin detallar– hundió a su padre en la ruina.
–Lo perdimos todo, todo todo todo –se oye exclamar al
de la voz–. Todo, jefe –remata dirigiéndose a Miguel López
Azuara.
Vuelve a declinar el volumen parlante de Julio Scherer,
pero gracias a una media docena de frases aisladas resulta
posible reconstruir la anécdota y comprender lo que significa la expresión lo perdimos todo. Todo es la gran casona vendida con urgencia a un precio irrisorio. Todo significa también
las pertenencias de la familia Scherer García: desde los objetos artísticos que formaban parte de la construcción residencial, como lo era una gran escultura de la Virgen de
Guadalupe fatalmente incluida en el precio total de la casa,
hasta muebles, cuadros, libros –ediciones príncipe de Lucas
Alamán–, antigüedades y la valiosa colección de pañuelos
que don Pablo traía de Europa a su mujer y que ahora ella se
vio obligada a vender uno tras otro, todos, mientras luchaba por contener las lágrimas porque ya no tenía su valiosa
colección de pañuelos para secarlas. Todo significa además,
todavía, la deuda grande que no se alcanzaba a saldar con
la venta de todo. Nunca se recuperó el padre de Julio Sche-
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29
rer García del golpe. En 1968, infartado, moribundo, habló
con su hijo:
–Tú vas a ser director de Excélsior –le dijo de pronto su
padre.
–¿Te da gusto? –preguntó Julio.
–No –le dijo–. Vas a sufrir mucho.
1968
Molesto porque Excélsior no juzgaba el conflicto estudiantil
de 1968 con los criterios oficiales obedecidos puntualmente por los demás diarios, el presidente Gustavo Díaz Ordaz
emprendió una campaña contra Excélsior. Scherer y algunos colaboradores recibieron amenazas, estalló una bomba en las oficinas de Reforma 18 y el director fue insultado
en la residencia de Los Pinos. Frente a frente, con el escritorio de por medio, Díaz Ordaz empezó reclamándole los puntos de vista sustentados por su periódico. En el momento de
responder, Scherer descubrió una pequeña caja de cerillos
en el escritorio presidencial y la paró de canto. Dijo: “Mire
usted, señor presidente, ésta es una simple caja de cerillos,
pero desde su lugar usted ve una caja diferente a la que yo
veo desde aquí. Lo mismo ocurre con el problema de los estudiantes”. A manera de respuesta, Díaz Ordaz agrió el gesto
y le gritó furioso: “¡Hasta cuándo dejará usted de traicionar
a este país!”.
1974
/dijo en el momento de enviar de nuevo a Fausto Zapata a ver a
Julio Scherer para decir de parte del primer mandatario que éste
deseaba comer en casa de Julio Scherer cualquier día de la semana y en plan absolutamente privado sencillo familiar cosa totalmente imposible dijo Julio Scherer porque yo no puedo y aunque
quisiera no podría invitar a mi casa al presidente de la República
porque son mis hijas quienes sirven la mesa y las sillas del comedor son incómodas y desde luego te podría decir a ti (me contó Julio Scherer años más tarde) ¿estás cómodo? ¿quieres otro cojín?
tráiganle por favor otro cojín a Vicente lo cual no resultaría bien
ante el presidente porque entonces yo me sentiría incómodo
sabiéndolo incómodo y nervioso después de haber visto durante
toda la mañana o todo el día anterior a los guaruras entrando
y entrando en mi casa revisando cuartos para garantizar la
seguridad del primer mandatario del país incómodo en mi casa
como yo también incómodo porque no puedo y no quiero invitarlo
díselo así dijo Julio Scherer a Fausto Zapata y así se lo dijo Fausto
al presidente quien según otro recado más agradecía la franqueza la confianza y de seguro entendía la imposibilidad de establecer una relación de amistad entre ambos incluso de fingirla en
aquélla la mejor época de habitud entre el presidente de la República y el director general de Excélsior no amigos sino simples
ajedrecistas citados de tarde en tarde para celebrar entre gambitos jaques y enroques el antiguo rito vieja batalla lucha del poder contra la pren/
1976
En la mesa principal: Julio Scherer García incómodo, Julio
Scherer García enojado, Julio Scherer García iracundo.
Se puntualiza:
Julio Scherer García incómodo por sentirse obligado como
todos los años a participar en la ceremonia del Día de la Libertad de Prensa, en la que se pronuncian discursos –uno del
presidente de la República y otro del director de algún dia-
30
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
rio– que invariablemente deforman la realidad de la prensa
mexicana; incómodo por mostrarse cómplice del desmedido
homenaje al primer mandatario en turno, a quien de manera
explícita se venera como adalid de la prensa independiente.
Julio Scherer enojado porque este año el presidente de la
República concedió uno de los premios nacionales de periodismo al locutor de televisión Jacobo Zabludovsky, quien en
los últimos meses ha encabezado la campaña televisiva contra Excélsior.
Julio Scherer iracundo porque al terminar la comida Luis
Javier Solana, subdirector de El Universal y presidente de la
Asociación de Editores de Periódicos Diarios de la República
Mexicana, organizadora del acto, se aproxima a Scherer para
informarle en voz baja que ha sido incluido en la comisión
encargada de entregar en ese instante un pergamino alusivo
al presidente Luis Echeverría Álvarez.
–Yo no –rechaza Julio Scherer.
Luis Javier Solana se sorprende:
–El presidente nombró la comisión.
–Yo le entrego una chingada.
–Julio –exclama Solana y gira la cabeza de derecha a izquierda temeroso de que la expresión de su colega haya sido
escuchada por los comensales vecinos. Insiste–: Por favor,
Julio…
–Le entrego una pura chingada –repite Julio Scherer alzando la voz, y son varias las cabezas que ahora giran hacia él.
El director de Excélsior no acude a entregar el pergamino,
pero acepta después formar parte de otra comisión (“Hubiera sido exagerada la rebeldía, Vicente, ¿no es cierto? ¿De
qué te ríes?”) encargada de acompañar a Echeverría del restaurante Hacienda de los Morales a la residencia oficial de
Los Pinos.
El presidente conversa con los periodistas de la comisión
que lo acompaña hasta Los Pinos. Habla y habla y habla; calla de pronto, mira a Julio Scherer:
–Se necesita hígado para aguantar a Excélsior –dice.
–Hacemos el mejor periodismo que podemos, señor presidente, pensando en el país.
Echeverría palmea a Julio, sonríe:
–No estoy hablando en serio, Julio.
–Yo sí, señor presidente.
1976
–¿Y no sospechabas lo que estaba planeando Echeverría? ¿No
tenías miedo?
Julio Scherer se reacomoda en el asiento:
–Un día, por esa época, cuando ya eran muy duros los
trancazos, León Davidoff me preguntó, ¿conoces a León Davidoff?, pues León Davidoff me preguntó algo parecido: que
si no tenía miedo de que Echeverría decidiera acabar con Excélsior. Yo le contesté: “Excélsior tiene un doble seguro de vida,
León, el premio Nobel de la Paz y la Secretaría General de las
Naciones Unidas. Echeverría no se atreverá a hacernos nada
porque quiere el Nobel y la Secretaría General; son nuestros
seguros de vida”.
Julio Scherer carga el cuerpo sobre su hombro derecho,
contra el respaldo del asiento, y me mira incisivamente. Sonríe. Se pone de pie.
–Nos fallaron nuestros seguros de vida –dice antes de
abandonar el restaurante–. Eso fue lo que pasó.
1976
Micrófono en mano está hablando Miguel Ángel Granados Chapa a la multitudinaria audiencia de lectores, amigos y trabajadores del
golpeado Excélsior de Julio Scherer García, congregados en un salón del hotel María Isabel.
/ilegitimidad que se ha instaurado en Excélsior no puede ser admitida ni política ni legal /labor
en la que ahora invitamos a participar a ustedes,
tiene que proponerse objetivos claros. La comunicación directa con los lectores que hoy resienten la
falta del Excélsior de Julio Scherer García, del Excélsior que fue sometido el ocho de julio/ podrá ser
abordada por esta empresa. Las posibilidades son
amplias. Comprenden, entre otras, la edición de un
gran semanario de información/
Archivo Histórico PROCESOFOTO
REP ORTE ES P E C IA L
1976
Francisco Javier Alejo, secretario de Patrimo1968 en “Excélsior”. Su primer año como director
nio Nacional, pintó brevemente el panorama
de un país necesitado, urgido, en estos motria. En lugar de archivar tantos documentos y de guardar en
mentos de crisis económica y política, de la plena confianza
secreto tantos regalos de los mandatarios extranjeros, el lide la ciudadanía en su gobierno. Destruir esa confianza recenciado Echeverría los muestra aquí a la vista de todos. Es
sultaba muy peligroso para la tranquilidad y el futuro de la
una gran idea”, terminó Bracamontes.
nación. “Con la publicación de ese semanario –continuó Alejo– ustedes intentan alterar el orden asumiendo una postuUna hora después regresamos al Centro de Estudios del
ra frontal contra el presidente Echeverría. Y el gobierno no
Tercer Mundo. Los guardias personales nos indicaron pasillos y nos abrieron puertas hasta el despacho del expresidenpuede permitirlo. En situaciones como ésta, la seguridad del
te. Era muy amplio y estaba situado en un segundo piso. Los
Estado depende del crédito público del presidente de la Remuebles: de artesanías autóctonas. Ocupamos los de una
pública. Atacar al presidente es atentar contra el Estado”.
sala michoacana pero muy incómodos, luego de esperar más
–¿Así les dijo?
de quince minutos.
–Así nos dijo.
Precedido por dos asistentes que sólo aparecieron fugaz–Luis XIV.
mente, entró Echeverría, impetuoso. Lanzó el brazo como
Francisco Javier Alejo pedía por lo tanto a Julio Scherer
una estocada para estrechar la mano de Julio, la mía, la de
desistir de la publicación del semanario, o aplazar cuando
Bracamontes. Vestía un traje ocre moteado con el que hacia
menos su fecha de salida para no obligar al gobierno a poner
juego una ancha corbata café. En el término del pantalón se
en funcionamiento sus mecanismos de seguridad.
delataban unos botines campiranos.
–¿Así les dijo?
–Cómo estás –dijo Echeverría
–Así nos dijo.
–Cómo estás, Luis –respondió Julio Scherer. El director de
Francisco Javier Alejo no precisó las amenazas, pero sí habló de que la desaparición de quince personas no afectaría la
Proceso regresaba al tuteo después de seis años de un respetuoso usted que, en el momento de pasar de secretario de Gotranquilidad del país; su pérdida no era comparable a lo que
bernación a presidente de la República, había hecho decir a
significaba la seguridad del Estado.
Echeverría: “Sígueme hablando de tú”. “No debo”, había res–Así nos dijo.
pondido Julio Scherer. “En lo privado, entonces”, había pedido
–¿Y tú qué respondiste?
Echeverría. “Es muy difícil estar pensando en cambiar de fór–Que Proceso saldría el 6 de noviembre –dijo Julio.
mula cada vez que se pasa de lo privado a lo público”, había
dicho Julio Scherer, “mejor siempre de usted mientras usted
1977
sea presidente, señor presidente”. “De acuerdo”.
De la exposición del Tercer Mundo salimos a la calle y cruEl expresidente no mostró extrañeza por el tuteo de Juzamos la acera empedrada hasta la residencia de Luis Echelio. Más interesado parecía en pedir disculpas por el retraverría, en donde se hallaba instalado, en una construcción
so: pero era tanto el afecto que le demostraban los obreros
aparte que parecía una casita en el bosque, el Salón del Sede Pemex, tanto su entusiasmo, que el desayuno se prolonxenio. Luis Enrique Bracamontes, exsecretario de Obras Púgó más de la cuenta.
blicas, explicó que en un par de semanas, cuando el sitio se
Echeverría tomó asiento en el sofá michoacano y junto a
abriera al público, tendría acceso directo por la calle. “El liél se sentó Julio Scherer. Enfrente quedamos Bracamontes y
cenciado Echeverría piensa”, explicó Bracamontes, “que es
yo, en sendos sillones.
muy importante para los mexicanos tener oportunidad de
–Disculpen.
conocer y consultar la documentación de la obra realizada
Sin pausas preguntó sobre nuestro recorrido por la Expodurante seis años de gobierno. Es una lección de historia.
sición del Tercer Mundo y el Salón del Sexenio, y sin pausas,
Si todos los expresidentes hubieran hecho algo semejante,
antes de darnos tiempo a responder, inició un largo discurso
alumnos e investigadores conocerían mejor la historia pa-
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Archivo Histórico PROCESOFOTO
en torno a la injusticia que vivían los países
marginales y a las necesarias soluciones que
habrían de plantearse tras el contacto con/
Miré a Julio. Su rostro se había afilado y
transparentaba tensión. Seguramente no
escuchaba a Echeverría; más bien parecía hundido en los recuerdos de su carrera
como periodista y en las ingratas relaciones con el poder. Por su parte, el expresidente se cuidaba de girar la cabeza hacia
Julio. Tras el cristal ámbar de los lentes sus
ojos me apuntaban, pero tal vez miraban
sin mirar, extraviados en el remolino de
ideas de su discurso.
Julio aprovechó una larga pausa de Echeverría para hablar por primera vez. Como si
estuviera a punto de dar por concluida la
entrevista, se refirió al reportaje sobre el Salón del Sexenio: quería saber si un fotógrafo
Cronista del México moderno
y yo podríamos volver otro día a tomar datos con toda calma.
repitió sus quejas a las acusaciones de la prensa extranjera
Echeverría miró al fin a Julio Scherer.
después del golpe.
–Deja de provocarme –gritó de improviso–. ¡Qué necedad
–No hay derecho –dijo Echeverría– .Tú perdiste Excélsior
la tuya! Deja de provocarme, Julio, te lo advierto.
porque perdiste el contacto con la base. Y eso está muy claro
–No sé de qué me hablas –dijo Julio.
en la crónica que usted escribió –me señalo a mí.
–Lo sabes. Me estás provocando. No sólo esto del Salón
–El golpe no fue un problema interno, Luis, tú lo sabes.
del Sexenio. Supe que andabas preguntando qué tantas intrigas fragüé yo para el Nobel de la Paz y no sé cuántas otras
–Perdiste contacto con la base.
tonterías. Mandaste a un reportero. Me estás vigilando.
El expresidente sonreía. Julio Scherer se exaltó:
–Pero cómo te puedo estar vigilando –replicó Julio con
–¿Y la invasión del fraccionamiento? ¿Y la campaña de
una mueca. Se enderezó en el asiento.
difamaciones? ¿Y el dinero que corrió dentro de la cooperativa? ¿Y los porros en la asamblea? ¿Y las amenazas últimas?
–Me estás vigilando –gritó Echeverría–. Y te lo advierto, no
–Yo ni siquiera conozco a ése que está dirigiendo ahora
me provoques.
el periódico –dijo Echeverría, como si no escuchara a Julio–,
–Tratamos de hacer unas entrevistas nada más, eso no es
¿cómo se llama?, ese muchacho, ¿cómo se llama…? ¿Regino?
una provocación. Somos periodistas.
–Regino decía que lo conocías muy bien.
–Si quieres saber lo del Premio Nobel ven a preguntárme–Eres un soberbio, Julio –exclamó el expresidente y miró
lo a mí y te doy toda la información. Yo no intrigué con nadie,
con fijeza al periodista–. Nunca pensé que fueras capaz de
qué tontería. Fueron muchas las organizaciones que me proodiar tanto, tanto. Odias a todo mundo. Sólo vives para odiar
pusieron, yo no sabía nada, ni siquiera de esa madre Teresa.
y seguirás odiando y odiando hasta el día de tu muerte.
Hay cartas, te las puedo enseñar, son muchas. No tienen por
Julio oprimió los labios y achicó los ojos.
qué andar inventando intrigas.
Intervine por única vez:
–No estoy inventado nada –dijo Julio.
–No, licenciado, yo creo que una persona que no se dio por
Echeverría había bajado el tono. Intentaba recobrar la
vencida y que siguió trabajando no tiene tiempo para odiar.
serenidad y por medio de la ironía situarse por encima del
periodista.
–No me afectan tus provocaciones, Julio, no me llegan –
(…)
quiso sonreír pero de su boca salió un ruido ronco. –Yo ya es1979
toy fuera, déjame tranquilo y no me provoques porque no te
lo voy a permitir –enfatizó–. Ya es tiempo de que nos olvide–¿Sabes en qué somos diferentes tú y yo? –me dijo Julio.
mos uno del otro, ¿no te parece?
–En que tú le vas a los Yanquis y yo los detesto.
–Tú te puedes olvidar de mí pero yo no –dijo Julio–, porque
–No.
aunque ya no seas presidente sigues siendo un hombre pú–En que tú nadas todos los días y yo me ahogo en una
blico y todo lo que haces es importante, periodístico. Yo soy
alberca.
periodista –repitió.
–Hablo de periodismo –se enfadó Julio.
Miré a Bracamontes. En su azoro reconocí mi propia inco–¿En qué?
modidad. Era claro que Echeverría trataba de sacar de quicio
–En que si tuviéramos frente a Picasso, tú te pondrías a
a Julio Scherer, pero Scherer no parecía dispuesto a caer en la
ver sus cuadros y yo le haría una entrevista.
trampa. Luchaba al contragolpe.
Fue Echeverría quien tocó el tema de Excélsior. Volvió a
1980
hablar de la ingratitud de Julio después de que él ayudó tanto
Julio Scherer estuvo a un pelito así de ser ejecutado por
al periódico, de los ataques continuos que recibía en el diario;
militares guatemaltecos o por policías salvadoreños en la
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frontera de Guatemala con El Salvador. Vio muy de cerca
la muerte. Lo relató en un reportaje publicado en Proceso
el 4 de agosto de 1980. Porque además de dirigir la revista,
de alentar a los reporteros y de conseguir apoyos económicos para lo que llamamos Comunicación e Información,
S.A. de C.V., a Julio le calaban de pronto las fiebres periodísticas y se lanzaba a reportear con el entusiasmo de un
bisoño.
Así fue en busca de un tal Marcial (Salvador Cayetano
Carpio), el más mportante guerrillero en la clandestinidad
durante la bronca guerra de El Salvador. Con absoluto sigilo se establecieron los contactos y se fijó fecha y hora de la
cita, pero en el último momento se canceló el encuentro por
razones de seguridad, le dijeron. Molesto por la cancelación
y molesto porque en los vuelos de San Salvador a México no
había asientos disponibles, Julio decidió viajar por tierra hasta Guatemala. En la frontera, en el pueblo de San Cristóbal,
lo detuvieron los militares guatemaltecos y empezó un absurdo forcejeo.
“Los guatemaltecos me reclamaban como indocumentado y sospechoso –escribió Julio–, y los salvadoreños exigían mi entrega bajo el cargo de ‘subversión internacional’
porque encontraron en el equipaje unos folletos viejos, sin
actualidad, conocidos públicamente”, que consideraron propaganda subversiva.
En plena sierra fronteriza los soldados guatemaltecos le
vendaron los ojos con un pañuelo atado a la nuca, le plantaron un sombrero pestilente, lo esposaron de las muñecas y
en el piso de un automóvil en movimiento lo llevaron “aquí
cerquita atrás del monte”.
–Lo van a quebrar –oyó decir.
Más tarde, en un cobertizo y entre insultos y amedrentamientos, lo ataron con las esposas a un barrote de fierro.
“Siguió el torbellino –escribió Julio–. El patológico humor
del teniente Chicho que me paseaba la pistola por el rostro,
el cañón a unos centímetros de los ojos o haciendo presión
contra el mentón, o en medio de las cejas:
“–Te voy a hacer mierda, comunista hijoeputa.”
Después del teniente Chicho apareció el teniente Pancho,
que se dedicó a torturarlo verbalmente:
“–¿Has oído del estanque? Contesta, mierda.
“–No sé de qué me habla.
“–No has oído, ¿verdad? Pues ya oirás. Allá te voy a echar.
Será lo último. Antes vas a pagar, mierda.”
Pasaron horas. Se hizo de noche. Llegó entonces el comandante a interrogarlo en serio y a decirle que el Servicio
de Inteligencia lo estaba investigando.
Entre burlas, amenazas y juegos verbales macabros del
teniente Chicho y del teniente Pancho, Julio sufrió la noche.
Entró la claridad. Un par de sardos le quitaron las esposas y
lo sacaron del cobertizo. Ahí estaba afuera el comandante. Le
dijo, al liberarlo:
–Usted es periodista internacional.
–¿Y si no lo hubiera sido? –preguntó Julio.
–No lo cuenta –dijo el comandante. Se rascó la frente.
Explicó:
–De haberlo entregado nosotros a los de El Salvador,
como ellos querían, usted hubiera caído en manos de la policía, y no se imagina lo que eso significa.
–¿Tortura, comandante?
–A lo mejor. O más sencillo: dos tiros en la carretera, des-
nudo, desfigurado, sin huellas ni identificación posible. Nadie, jamás, habría sabido de usted.
En un jeep llevaron a Julio hasta Jutiapa, al casino de los
oficiales. Allí le dieron de comer y de beber ron con soda. Fue
entonces cuando terminó de tragar el mal trago con el ron y
regresó a ser y hacer lo de siempre. Es decir: a entrevistar al
comandante. A preguntarle sobre las izquierdas o las derechas (“quedan ellos o quedamos nosotros”), sobre el porqué
de su admiración a un líder de izquierda como Fidel Castro
(“por su trabajo, por su tesón, por el fuego de su vida; compárelo nomás con el símbolo de las derechas, Videla...”), sobre
los jóvenes oficiales guatemaltecos:
–Algunos querrían ser como Castro, pero de derechas.
–¿Se puede? –le preguntó Julio.
–Ya no hay mucha diferencia entre las izquierdas y las derechas. Las dos llegaron a su límite. Ahora viene el búmerang.
–¿Me autoriza a publicar todo esto? –preguntó Julio Scherer al término de la entrevista.
–Usted es periodista –se encogió de hombros el comandante.
(…)
1981–1993
Julio ha sabido combinar siempre el aceite con el agua. Ser al
mismo tiempo amigo entrañable de Gabriel García Márquez
y amigo entrañable de Octavio Paz, aunque se tiene la impresión de que la veta periodística lo empató más con el Gabo.
Con Paz, Julio enfrentaba el reto de exprimir lo mejor de
su personal inteligencia para ponerse al nivel intelectual top.
Y lo conseguía, de manera sorprendente.
Una tarde los oí y los miré estupefacto conversar hora y
media sobre nuestro adolorido país. Julio me había llevado a
Río Lerma a visitar al pontífice porque don Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación en ese entonces, quería conocer en persona a Octavio Paz, y por tal razón lo invitaba por
intermediación de Julio a una comida que resultó espectacular. Paz llegó al comedor de la secretaría acompañado por sus
cardenales in pectore: Enrique Krauze y Gabriel Zaid. Julio fue
con Miguel López Azuara y conmigo, que de mirones lo hacíamos muy bien al lado del peón del rey de don Chucho: Ernesto Álvarez Nolasco. Inolvidable tarde de Chateneuf du Pape
y de rosbif inglés. Ante nosotros estalló la pirotecnia del talento, el duelo del ingenio y del retruécano, la erudición de citas y la invención al canto de aforismos. Se revisó la historia
de México desde Mariano Otero, el consentido de Reyes Heroles (“Hay que aprender a lavarse las manos en agua sucia”),
hasta la cabeza de Obregón cayendo sobre el plato de mole
en La Bombilla.
Nueve años después Octavio Paz recibió el Nobel de Literatura y durante meses y meses Julio estuvo tramando una
entrevista total, algo así como el testamento del poeta. Como
se trataba de un duelo de grandes dimensiones, Paz eligió las
armas: la entrevista por escrito y las preguntas de Scherer
por anticipado. Aunque los padrinos de Julio le encendimos
focos rojos, el director de Proceso aceptó las reglas y se dio a
la tarea de preparar un cuestionario que inquiría lo mismo
sobre el régimen de Carlos Salinas de Gortari y la imposible
democracia, que sobre las recientes crisis del país y el balance del pensamiento paciano. Tardó en formularlo, en corregirlo, en retocarlo, hasta que al fin estuvo listo. Era un texto a
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–Del cuerpo ahí va, se defiende, pero ya le
tronó la neurona. Se le van las ideas, dice cosas
incoherentes, desconoce a todo mundo. Ya no
voy a seguir viéndolo.
–Qué lástima.
Julio me agarró del brazo; estaba conmocionado de veras por lo que parecía el alzheimer
de Gómez Arias.
–Te voy a pedir una cosa, Vicente. Nada más
aquí en confianza y a ti, porque los demás no
me van a hacer caso. Pero tienes que jurármelo
–me soltó el brazo–. Cuando veas que me empieza a fallar la memoria, al primer indicio, a la
primera pendejada que suelte, dímelo así nomás con toda franqueza, de frente, sin miedo:
Ya estás pelas, aguas. Dímelo para irme de Proceso, y ya.
–No hace falta, Julio, carajo. Quedamos en
irnos cuando cumplamos veinte años en la revista, ¿qué no? Falta poco.
Scherer y Paz. Filo
No recuerdo bien cuándo y cómo sellamos
el pacto, quien lo sugirió.
El caso fue que durante los tragos de una comida, Julio,
zancadas que valía por sí mismo –opinó Enrique Maza–, digno
Enrique Maza y yo acordamos retirarnos de Proceso antes de
de retar con él el talento del Nobel. Recordaba una verdad peque nos venciera la vejez. Dejarles a buen tiempo el campo liriodística primaria: para conseguir respuestas geniales hay
bre a los compañeros que venían detrás.
que formular preguntas geniales. De esquina a esquina: Julio
Lo cumplimos. El 6 de julio de 1996 dijimos adiós al traScherer–Octavio Paz. En el periodismo mexicano de 1993 no
bajo reporteril y renunciamos a nuestros cargos directivos.
podía darse un binomio mejor.
–Qué pronto se hace tarde –le comenté a Julio, y le comenPero ocurrió que Octavio Paz se arrepintió del juego e inté a Enrique Maza la noche del adiós usando la frase de Fercumplió las reglas planteadas por él mismo. Tomó y responnando Savater que yo le había puesto de título a una obra de
dió las preguntas de Scherer que le parecieron bien, a modo;
teatro.
desechó las que le parecieron incómodas o fuera de su gusto, y puso en boca de su entrevistador preguntas que el propio Paz se formulaba tramposamente a sí mismo. En una
1998
palabra: trató al director de Proceso como a un entrevistaUna noche aciaga, Julio sufrió el secuestro express de su hijo
dor principiante.
Julio Scherer Ibarra. Eran las tres de la madrugada y en el lap–No se vale, Julio. Él será muy Nobel o muy chingón o lo
so de una hora cuanto más debería entregar doscientos mil
que tú quieras, pero eso no se hace. Yo por mí lo mandaba al
pesos cash. Ansioso y desesperado se puso a llamar a todo el
diablo y no publicaba nada. Se acabó.
mundo por teléfono, pero a las tres de la madrugada nadie teDesde luego, Julio no me hizo caso. Reconocía, como reconía en su casa doscientos mil pesos cash.
nocíamos todos, que los razonamientos de Paz a lo largo de
Despertó a Juan Sánchez Navarro: no tenía cash. Despertó
“la entrevista” conformaban un texto interesante, muy valioa Carlos Slim: tampoco, aunque Carlos Slim, despabilándoso. Pero un texto en el que él brillaba solo. Al fin de cuentas
se, le dijo: “Espérame tantito”, y rascando cajones –suponeso es lo que Octavio Paz buscó y consiguió a lo largo de su
go– con billetes chicos y con billetes grandes, con dólares,
vida. Brillar solo. Ser el foco único de su propia galaxia.
con centenarios, reunió afortunadamente la cantidad y se la
envió volando en una bolsa de plástico, como de mandado.
Julio resolvió el problema del secuestro express. Mil gra(…)
cias, Carlos. Pagó la cantidad a los pillos y luego le pagó a Car1990
los Slim, que se resistía: “No hombre, Julio, caray”.
–Ni me digas, Carlos, un préstamo es un préstamo. Aquí
Durante una larga temporada Julio visitó todos los jueves por
está.
la tarde a don Alejandro Gómez Arias, el que fuera célebre activista del vasconcelismo, el novio juvenil de Frida Kahlo, el
intelectual de izquierda. Estaba viejo, rebasaba ya los ochen(…)
ta años.
1998
Gómez Arias se ponía a conversar con Julio de las azaleas
y las buganvillas de su jardín, pero también de política, por
Después de las entrevistas y reportajes que le dieron fama de
supuesto: del insípido Miguel de la Madrid, de las caramboestrella en Excélsior, Julio siguió escribiendo –aunque con melas de Salinas, qué sé yo.
nor frecuencia– en Proceso. En realidad nunca ha dejado de
Una tarde, Julio regresó triste de su visita semanal a Góreportear. Su nueva forma es ahora la escritura de libros pemez Arias.
riodísticos que inició en 1986 con Los presidentes y que para
–¿Cómo está Gómez Arias?
mediados de 2005 ya sumaba más de una docena de títu-
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los: Historias de familia, Estos años, Salinas y su imperio, Cárceles,
Máxima seguridad, Tiempo de saber, Los patriotas: de Tlatelolco a
la guerra sucia, Parte de guerra, Parte de guerra II, Los rostros del
68, Pinochet: vivir matando, El perdón imposible…
A esta lista debe añadirse un primer libro escrito cuando aún era reportero en Excélsior, La piel y la entraña, derivado de sus conversaciones con el pintor Siqueiros en la cárcel
(1965), y el rescate de las entrevista que
le hizo al general Roberto Cruz, también en sus tiempos de Excélsior, y que
el Fondo de Cultura Económica publicó
en 2005 con el título de El indio que mató
al padre Pro.
Cuando en 1998 estaba a punto de
aparecer su libro Cárceles, Sealtiel Alatriste, entonces director de la editorial Alfaguara, me pidió un texto de
presentación para la cuarta de forros.
Como es un texto que sí me complace,
porque subrayo en él cualidades claves
del oficio de reportero de Julio Scherer,
lo reproduzco a continuación:
Nuevamente reportero, reportero siempre, Julio Scherer García emprende en este
libro una intensa, implacable investigación
sobre ese pozo negro que son las cárceles
de nuestro país. Guiado por Virgilio en la
persona del doctor Carlos Tornero, sin duda
el hombre que más sabe en México de psicópatas y criminales, de reclusos sin esperanza, de carceleros impíos, el periodista
recorre y nos hace recorrer los nueve círculos de este infierno donde el castigo, como
en Dante, se antoja siempre más duro que
la culpa. No hay esperanza para el prisionero, pero tampoco la hay para el sistema
penitenciario, concluye el lector del reportaje. La injusticia institucional, la corrupción interna, la impiedad, el dolo, la mala
fe, el morbo, el lucro vil, la dignidad perdida infestan estas páginas como los virus
de una peste medieval. Con la ferocidad de
un reportero joven, pero con la malicia y el
tino de quien ha exudado periodismo durante cincuenta años, Scherer García indaga, registra, mira, sobre todo pregunta.
Pregunta. Pregunta siempre, impertinente,
firme, con urgencia de saber. Y es el lector
el que termina sabiendo, agradecido: desde
las experiencias documentales de Tornero,
hasta el novelístico encuentro del periodista en el círculo noveno, el de Almoloya, con
ese pájaro en vigilia, como describe a Mario Aburto, y con un Raúl Salinas sin bigote, pantalón caqui, camiseta blanca,
huaraches… Para sus reportajes en libro
–brillante clímax de una carrera periodística– la prosa de Julio Scherer García se ha
vuelto concisa, estricta, talladas las frases
y las metáforas como si fueran de marfil.
Para nuestro sistema político encallecido,
para nuestra sociedad de ojos de ciego, él sigue siendo, y este libro lo
confirma, el periodista incómodo de México.
______________
*Extractos del texto publicado en el libro Los maestros. Scherer, Salgar, Clóvis Rossi, Sábat (Premio Homenaje Cemex–FNPI–FCE, Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, México 2007, 129 p.).
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Testimonios 1
Reporteros y miembros de la redacción de Proceso
Diciembre de 2013
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REP ORTE ES P E C IA L
Congruentes hasta
el último instante
SALVADOR CORRO
“C
uénteme algo, don Salvador”.
Así comenzaban nuestros encuentros casi siempre. La petición era difícil. Me enfrentaba al deber
de contarle algo que no supiera. Y eso era
imposible. En don Julio se sintetizaba la
esencia del reportero: obsesión, curiosidad, pasión, aventura: la ambición de saber. Insistía: “Pero cuénteme más”, era la
manera educada de decirme que eso ya lo
sabía.
Los encuentros con él se daban periódicamente en la oficina del director, después de que Rafael y don Julio ya habían
hablado. Puestos al día, me llamaban y la
conversación se prolongaba con temas
en los que predominaban las historias de
las historias. Don Julio compartía lo que
sabía: lo mismo recreaba un acontecimiento, dibujaba a un personaje actual o
del pasado, o bien esbozaba sus proyectos
periodísticos. Él mismo era un trozo de la
historia de México.
Reporteaba a su memoria. Siempre
buscaba descifrar. Muchas veces se apoyaba en la experiencia que aportan los
libros. En sus lecturas era común que encontrara el referente para cimentar lo que
él necesitaba contar. Cuando trabajó en su
último libro publicado, Niños en el crimen,
releyó a Dostoievski. “Hay historias a propósito de niños maltratados. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski cuenta de
qué manera la furia desata la furia”, dejó
asentado.
En sus conversaciones germinaban las
ideas para ejercer el periodismo que practicamos en Proceso: incómodo, riguroso,
áspero, congruente.
“No nos podemos equivocar –me insistía–; tenemos que ser muy rigurosos.
Nuestro trabajo es y ha sido nuestra defensa. Tenemos que ser congruentes hasta el último instante de nuestra vida”. Así
lo hacemos, contestaba.
Y así llevamos 38 años. O
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ALEJANDRO CABALLERO
¡Disfrute su trabajo!
E
CARLOS ACOSTA CÓRDOVA
ué carajos con usted, don
Carlos! ¡Disfrute su trabajo!
Lo perfecto es enemigo de
lo bueno. Haga cosas buenas y disfrute lo
que hace. Su perfeccionismo lo paraliza.
Lo hace inútil. ¡Su nota es una chingonería! –me gritó molesto don Julio Scherer
un día de 1986, unos meses después de
que se me encargara cubrir la fuente económica para Proceso.
Me dejaron mudo su actitud y sus gritos. Yo simplemente reclamaba que los
editores habían cortado párrafos importantes de mi nota.
Pero así era de explosivo. Radical en el
elogio y en el reproche. Nunca medias tintas.
O era uno muy chingón o muy pendejo, como él decía, en función de la nota publicada.
Un día de mayo de 1987 me mandó
llamar a su oficina. Subí. Toqué la puerta.
“No me chingue, don Carlos, por qué toca,
si la puerta está abierta y además yo lo llamé”. “Perdón, don Julio”.
–Venga, siéntese aquí –me dijo, al tiempo que se levantaba y me cedía su silla.
Incrédulo y nerviosísimo me senté en
el lugar del fundador y director general de
Proceso. ¡Uf! Perplejo, lo escuché:
–Por ese reportaje usted podría estar
allí (en la silla de director).
No entendí. Había ido a Monterrey a
cubrir una asamblea de accionistas del
Grupo Industrial Alfa, que durante décadas había sido el orgullo de la iniciativa
privada nacional y en ese entonces iba a
pique con todo y el apoyo financiero del
gobierno de Miguel de la Madrid.
No había invitación para medios pero logré colarme. Con lo visto y oído en la
asamblea, más la información de contexto que llevaba, armé el reportaje.
–Es una maravilla su reportaje. Qué
manera de manejar la información. Qué
claridad. Cómo expone usted los datos.
Deja muy en claro cómo a Alfa se la está
llevando la chingada.
No creía lo que me estaba diciendo. Pero por dentro estaba yo exultante. Sin embargo pronto acabó el júbilo interno. Me
pidió que me levantara de su silla.
–Quítese de ahí, don Carlos. Le voy a
mentar su madrecita. Es extraordinario su
trabajo. Pero es terriblemente frío. No hay
seres de carne y hueso. Nadie habla. Nadie
expresa su sentir. Son números, datos, ci-
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fras; nunca personas. Nadie habla. Muchas gracias, don Carlos.
Y me despidió con un fuerte abrazo
y una risa cómplice. Bajé a mi lugar sintiéndome muy pendejo. Pero aprendí la
lección. O
Marco Antonio Cruz
–¡Q
“Lo perfecto es enemigo de lo bueno”
l atardecer de Marcos, el título de la
portada de Proceso del 6 de enero de 1996, fue el centro de la
conversación.
Hacía dos años del surgimiento del
Ejército Zapatista y de un hombre que
había decidido cubrirse con estambre la
cara para enfrentar al gobierno de Carlos
Salinas de Gortari. Dueño de una prosa
fascinante, el Sub acabaría haciendo de la
palabra su principal arma, y de las mortíferas, apenas utilería, parte de su atuendo
mediático.
El rostro oculto de Marcos ocupaba la
totalidad de la portada, pero el cabezal
principal, era el tema, en esa tarde sentados don Julio y el que escribe en una mesa de un restaurante al sur de la avenida
Insurgentes.
Don Julio me miraba sin parpadear,
atento, sin el menor indicio de cortar mis
balbuceos. Apasionado conversador, aplicaba sin subterfugios la difícil virtud de
escuchar.
La memoria se cruza con el presente.
Me estremezco. Veo a don Julio el 17 de octubre de 2014 subir con un gran esfuerzo físico los 20 escalones que conducen a lo que
fue su oficina por más de 20 años, y que a
finales de los noventa heredó al actual director Rafael Rodríguez Castañeda.
Intocable su lucidez, contrasta la languidez de su cuerpo. Ya de salida, una
querida reportera equivoca, en el honesto
afecto, el uso de las palabras. Le dice algo
así como ojalá nos vuelva a visitar pronto.
Tocado como por un rayo, don Julio endereza levemente los hombros, detiene con
lentitud su andar y mirándola a los ojos,
sin enojo, la corrige con cariño: “yo no soy
un visitante, esta es mi casa, como la de
todos ustedes”.
Rodeado amorosamente por quienes
estábamos presentes en la redacción ese
mediodía retomó el paso hasta el asiento del copiloto de un auto compacto. Recordé entonces la escena de varios años
atrás, cuando después de algún percance,
alguien le insinuó que lo llevaba a su casa.
Lo cito sin comillas: Ni madres. Esas cosas
las decido yo. Y yo manejo.
Fría, inanimada la mañana del 8 de
enero, mientras escribo estas líneas, me
abruma la tristeza de los recuerdos inmediatos, a flor de piel.
El director Rafael Rodríguez Castañeda me pide al mediodía del 6 de enero que
prepare la nota de lo inminente. Periodistas al fin, hacemos lo que haría don Julio.
Ya de noche, releo, devoro, hasta donde mi capacidad me lo permite, páginas
de sus libros. Nostalgia, alegría, admiración, rabia, se combinan mientras avanzo
y le doy sonoridad a sus palabras. Creo escuchar su voz, su elocuencia. Me encuen-
Ulises Castellanos
REP ORTE ES P E C IA L
La lección
Con Marcos. Entrevista histórica
tro, arrobado, entre muchas, las siguientes
líneas escogidas por mi arbitrario sentir.
Describe al responsable de la matanza
de Tlatelolco.
Dos esferas minúsculas por ojos, las pestañas ralas, a la intemperie los dientes grandes y desiguales, la piel amarilla, salpicada de
lunares cafés, gruesos los labios y ancha la base de la nariz, así era don Gustavo Díaz Ordaz.
Algunas veces bromeaba acerca de su fealdad,
pero si alguien le seguía el juego, estallaba su
ira. Irritable, se vigilaba; desconfiado, se mantenía al acecho. Agobiado los últimos años de
su vida, después de la tragedia de 1968 resguardó su intimidad. La fortificó tanto que hizo de ella una cárcel. Allí murió.
Avanzo en la lectura. Me subyuga la
anécdota. La reproduzco. El personaje al
que se refiere es el siniestro Arturo Durazo, jefe de la policía en el sexenio de José
López Portillo y pionero de los uniformados, coludidos o cabezas de los narcotraficantes, que ahora nos inundan.
Desde el saludo, cruzadas las primeras
palabras, supe que dijera lo que dijese Durazo encontraría en mí el rechazo. Sólo tenía ojos
para las insultantes estrellas de su uniforme,
ánimo para impugnarlo. La conversación se
endurecía. En la estancia sólo él y yo hablábamos. De nada servían los huisquis. Quise
ofenderlo:
–Mire general, para acabar pronto. Imaginemos que son las dos de la madrugada en una
colonia desierta de la ciudad. Para llegar a mi
casa debo avanzar de frente y sólo tengo dos
posibilidades: la acera de la izquierda y la acera
de la derecha. A la distancia vislumbro a un policía uniformado en la acera de la izquierda y en
la acera de la derecha a un sujeto con pinta de
hampón. Camino por la acera de la derecha, que
me ofrece alguna posibilidad de error.
Durazo me dijo que me sobrepasaba y al
instante voces precipitadas nos invitaron a la
mesa.
Al final de ese encuentro, tratando de
salvar la cena, el anfitrión le pide a Scherer despedirse del narcopolicía. Escribió el
periodista:
Alcancé a Durazo y lo tomé del brazo.
Caminamos unos metros en silencio.
–No se enoje, general, disculpe.
–No me enojo, al contrario. Usted me gusta
pa puto y me lo voy a coger un día.
Sentí asco.
–Si es por la fuerza usted me va a coger.
Pero si es por la inteligencia, yo me lo voy a
coger a usted.
Me aparté y regresé a la sala de la casa.
Me supe cubierto de sudor. Tuve miedo, satisfacción, frustración, rabia, gusto. Hubiera querido injuriarlo. No pude. No me arrepentí.
Como un adicto, sin tregua, nado en la
prosa periodística del fundador de Proceso. La madrugada del funesto 7 de enero,
sabría horas después, mientras él agonizaba, yo lo recordaba, de una de las mejores maneras que estoy seguro le gustaría:
leyéndolo.
Recupero otro pasaje de uno de los 22
libros que escribió y que, atrapado por la
angustia, envuelto en ese aire de urgencia, oscuro el cielo, sin estrellas, mantuve apilados en la mesa de centro de mi
departamento.
Compañeros de trabajo en Excélsior y
Proceso y más tarde separados por la política, Miguel López Azuara y yo nos llamamos
“jefe”. Hoy al servicio del gobernador de Veracruz, Patricio Chirinos, antes ocupó la subdirección de prensa de la Presidencia de la
República.
–Jefe –me anunció una noche–, el licenciado Salinas lo invita a una cena en la casa de
Gabriel García Márquez, este sábado.
–¿Qué me dice?
–Necesito sus documentos para tramitar
su visa en la embajada de Colombia.
–¿El sábado, dice?
–Sí, el que viene.
–¿Hay otros invitados?
–El Güero Zabludovsky y Beatriz Pagés, a
la que tanto quiere.
–Deje pensarlo.
–Apenas hay tiempo.
–Le digo mañana.
–Dígame ahora.
Al día siguiente le dije que no. Me advirtió
que mi negativa implicaba un desaire al presidente de la república y a García Márquez.
Repuse que no cometía desaire alguno, que el
presidente conocía mi opinión acerca de Zabludovsky, de salivosa y permanente adulación
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
39
al poder. En todo caso yo era víctima de una
descortesía.
Tomada la decisión, no tuve duda: el periodista Zabludovsky me hace falta como punto
de referencia: vive la vida que desprecio.
De madrugada alcancé a escoger otras
líneas de don Julio.
Dedicadas a Luis Donaldo Colosio, lo
cito:
El 6 de marzo protestó como candidato a
la presidencia de la república. Dijo entonces:
“Hoy, ante el priismo, ante los mexicanos,
expreso mi compromiso de reformar el poder
para democratizarlo y acabar con cualquier
vestigio de autoritarismo.
“Sabemos que el origen de muchos de
nuestros males se encuentra en una excesiva
concentración del poder que da lugar a decisiones equivocadas, al monopolio de las iniciativas, a los abusos y a los excesos.
“Reformar el poder significa un presidencialismo sujeto –estrictamente– a los límites
constitucionales de su origen republicano y
democrático.”
Esa misma noche, la noche del seis, conversamos en mi casa, otra vez en la biblioteca
y sin prisa. Lo vi eufórico. Se lo dije.
Exaltado, repitió trozos de su discurso y en
un momento pensé que se pondría de pie. Le
faltaba el auditorio, pero se tenía a él mismo:
“Veo un México con hambre y sed de justicia... un México agraviado… Veo hombres y
mujeres afligidos por abusos de las autoridades... veo la arrogancia de las oficinas de gobierno... veo a ciudadanos angustiados por la
falta de seguridad...”
–Una pregunta, Luis Donaldo –lo interrumpí en plena carrera.
Agitado, me vio en súbito silencio.
–¿Conoció el presidente tu discurso antes
de que lo pronunciaras?
–Espero que me comprenda.
–¿Conoció tu discurso?
–No.
Atormentado, me consolé: al amanecer retomo la lectura. No fue posible. En
algún minuto de las 7 de la mañana de ese
7 de enero, recibí la llamada que no quería
recibir.
Don Julio no deja de mirarme en ese
restaurante de Insurgentes. Termino de
decirle lo que pienso de la primera portada
de aquel 2006, y que aterricé más o menos
así: ¿No le pareció precipitada, arriesgada
esa portada? ¿No le parece muy pronto para hablar del atardecer de Marcos?
Sin más palabras de mi parte, don Julio me respondió. No descalificó mi punto
de vista ni defendió la decisión editorial
de Proceso. Sin alzar la voz, pero sin perder mis ojos, lo escuché: “Mire don Alejandro, la diferencia entre Proceso y otros
medios es que en la revista, si acertamos,
si nos equivocamos, somos nosotros. No
hay nadie detrás, nadie, nadie, que nos
dicte, que nos obligue a publicar una sola
palabra”. O
40
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
El comandante
y el periodista
HOMERO CAMPA
–¿C
ómo está Julio Scherer?
–preguntó en tono amable
Fidel Castro cuando me
ubicó entre un grupo de corresponsales extranjeros que a principios de 1997
buscaba entrevistarlo tras concluir un
acto público en La Habana.
–Don Julio está bien –contesté de botepronto, sorprendido por la pregunta.
–Pero, ven acá ¿cómo es que ya dejó
la revista Proceso? –repreguntó en alusión a que apenas en noviembre anterior don Julio, junto con Vicente Leñero
y Enrique Maza, se había retirado de las
labores directivas del semanario.
–Bueno –dije yo– renunció a la dirección, pero se mantiene como presidente
del consejo de administración de CISA,
la empresa que edita la revista.
–Ah, entonces sigue estando al frente –concluyó sonriente y siguió de largo.
En el verano del mismo año don Julio me llamó por teléfono a La Habana.
“¿Cómo ve al Comandante?”, preguntó
directo en alusión a los rumores cada
vez más recurrentes de que Fidel Castro
se encontraba muy enfermo, prácticamente al borde de la muerte.
“Casi no lo veo, don Julio. Pero en los
raros actos públicos en los que aparece
se le ve más delgado”, contesté, igualmente sorprendido por la pregunta.
Julio Scherer y Fidel Castro se conocían, se respetaban y diría incluso que
simpatizaban, pero me fue claro en esos
días que no tenían comunicación.
Scherer lo había entrevistado en dos
ocasiones. La primera en julio de 1959,
cuando era reportero de Excélsior y Fidel era el carismático comandante que
encarnaba los sueños de la Revolución.
Scherer lo “cazó” de madrugada en la cocina del hotel Habana Hilton, donde Castro cenaba “como un hambriento: carne,
leche, frutas, panes; todo en abundancia”, escribió el reportero en el texto de la
entrevista que publicó ese diario el 26 de
julio de 1959.
Scherer cuenta luego que Castro salió de la cocina, pero se entretuvo con un
grupo de turistas estadunidenses con
quienes se tomó fotografías y quienes
le pidieron que estampara su firma en
banderas cubanas. Bajó finalmente al
estacionamiento e hizo subir a Scherer
a su automóvil: “Tú al centro, mexicano,
junto a mi ayudante. Yo en la ventanilla”, le dijo.
Y le advirtió: “Serán sólo unos minutos.
Desde la una de la madrugada me esperan
unas personas en mi casa. Sólo unos minutos, mexicano…”, pero Scherer ya no lo
soltó: la entrevista duró una hora con 20
minutos.
La petición de Fidel
La segunda entrevista se llevó a cabo en
septiembre de 1981. Scherer era director
de Proceso y Fidel había consolidado el
régimen socialista en la isla. No fue fácil que éste aceptara las preguntas del
periodista. En un texto titulado “Los locos de la Revolución”, aparecido en la
edición especial número 20 de Proceso,
Scherer contó:
“Fidel me decía, amistoso:
“–Yo te quiero dar la entrevista pero
es de mala política conversar con periodistas adversos a sus gobiernos. Y tú
eres de ésos. Tienes amigos que son mis
amigos y me han pedido que conversemos. Pero, te digo, es de mala política.
“Aduje que la política no tiene por
qué regir al periodismo. El periodista
ejerce como ‘novelista sin ficción’.
“–Dime tú cómo le hacemos.
“Vi en el Gabo la salvación. Lo propuse como lector de mi trabajo. Con García Márquez caminaba sobre seguro. Me
devolvería un texto limpio, sin tocar el
lápiz para agregar una coma o corregir
algún tropezón gramatical.”
Scherer realizó la entrevista. Pero
Fidel ya era otro. “El poder maltrata el
carisma y la soltura decae a costa de la
solemnidad”, observó Scherer. La entrevista “respondía al eco de sus discursos”.
De pronto, Fidel contó una historia
personal:
“Caminaba Fidel al lado de Brezhnev por el corredor central del Palacio
de las Convenciones (…) Intempestivo e
imprevisible, Brezhnev detuvo el paso y
observó al fondo la obra del pintor René
Portocarrero. Vio las formas que se mul-
REP ORTE ES P E C IA L
cional, María de los Ángeles Moreno, pude
entregarle al comandante una carta que le
envió el entonces director de Proceso.
–Don Julio Scherer me pidió que le
entregara esta carta –dije solemne al
comandante.
La recibió indiferente y sin mirarla se
la guardó en la bolsa de su chaqueta militar verde olivo.
–¿Qué le digo a don Julio? –pregunté
preocupado.
–Dígale que la recibí –contestó amable
pero cortante.
Dos meses después –julio de 1995–,
Scherer aprovechó que Carlos Castillo Peraza, entonces dirigente nacional del PAN,
realizó una visita de trabajo a La Habana
para enviar con él otra carta para Castro.
“Se la manda un amigo suyo”, le dijo. Fidel
vio el nombre del remitente y el logotipo
de Proceso. Sonrió. Se llevó la carta a su
lugar y la puso frente a él, sobre la mesa
en torno a la cual se sentaron los miembros del Comité Ejecutivo Nacional del
PAN y del Consejo de Estado de Cuba, en
el Palacio de la Revolución.
Pero nada pasó.
La oportunidad de oro se presentó cuatro meses después. En noviembre de ese
año, don Julio fue invitado por la familia
Cárdenas a La Habana, donde el gobierno
de la isla realizaría un homenaje post mortem al general Lázaro Cárdenas del Río.
Pero el ambiente político no era propicio. Los diarios mexicanos publicaban notas
sobre el refugio y la protección que Fidel
Castro brindaba en la isla al expresidente
mexicano Carlos Salinas de Gortari. El 20 de
noviembre de ese año –justo el día en que
se celebraría el homenaje al general Cárdenas–, el diario La Jornada publicó que Salinas
habría atracado en la Marina Hemingway
de La Habana a bordo del yate Eco.
Reportero siempre, Scherer acudió a la
Marina Hemingway y se metió a la oficina
de la Jefatura del Puerto. No salió de ahí
hasta que el titular de esa oficina, Amado
Polo Hernández, revisó su libro de registros y no encontró ninguna embarcación
ni a ningún tripulante con los nombres
que don Julio solicitó.
Pero la nota de La Jornada envenenó el
ambiente. Cuauhtémoc Cárdenas, quien
había impugnado el triunfo de Salinas
Archivo Procesofoto
tiplican, los colores de una hoguera inmensa formada por el naranja, el color
más caliente, los violetas de llama blanca,
los rojos que ciegan, los verdes selváticos.
Era el Portocarrero que había llevado al
mural la sensación de la incandescencia.
“–Brezhnev me preguntó–, cita Fidel
en la entrevista, textual:
“–¿Y quién es ese loco que pintó eso?
“Castro sintió la mordedura:
“–Un loco que, junto con otros locos,
hizo la revolución cubana a la cual usted
ha rendido homenaje”.
Scherer relata después que García
Márquez le devolvió el texto sin observación alguna. Se sintió satisfecho. Recuerda que en el aeropuerto José Martí, ya
para dejar La Habana, escuchó su nombre
a todo volumen.
Cuenta: “Gritaban los altavoces. El
comandante me buscaba. Urgente era el
tono de la voz: ‘Julio Schere, Julio Schere,
favor de presentarse en la mesa de Cubana’. Alterado como estaba, sólo miraba
alrededor.
“Fidel me encontró.
“–Quiero hablar contigo unos minutos. Nada grave, nada de qué preocuparse.
“A unos pasos, señaló un par de sillas.
“–Te quiero pedir un favor.
“–Dígame, comandante.
“–Te agradecería que suprimieras la
historia que te conté acerca de Brezhnev. Tú cumpliste con el Gabo, cumpliste
conmigo. Todo está de tu parte. Publica la
historia, si así lo decides, si así lo quieres.
Pero yo te debo pedir ese favor.
“–La historia es vivaz, comandante,
una pequeña joya.
“–Está bien. Tú decides. No hay objeción de mi parte. Te respeto, lo sabes.
“Subrayé un largo silencio sin despegarle los ojos.
“Fidel fue claro. Sus relaciones con los
soviéticos se encontraban en un punto
riesgoso. Comandante de la Revolución,
sostendría sus principios, pero no quería
que la atmósfera se calentara aún más y
la envenenaran las suspicacias, las sospechas que terminan en la maledicencia.
Frente a la historia impresa, traducida a su
idioma, Brezhnev reaccionaría con rabia.
“Nos despedimos con un abrazo breve
y Fidel se perdió entre una multitud.”
Scherer comenta que en el avión, durante su regreso a México, suprimió esa
anécdota en su texto. Y anotó en una línea la razón: “Alguna vez Fidel me había
hecho soñar”.
Cartas a La Habana
Tras esa segunda entrevista, Scherer intentó que hubiera al menos una más. Realizó
varias gestiones en 1995. En mayo de ese
año, durante una visita de una delegación
del PRI encabezada por su presidenta na-
Con Fidel Castro. Duelo de tozudez
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
41
en las elecciones de 1998, explotó:
“Me resulta un tanto increíble que él
(Salinas) pueda estar aquí, pues no alcanzo a imaginar cómo Cuba pudiera
brindar protección a una persona que
tanto ha agraviado al pueblo mexicano”, declaró ante periodistas a media
mañana.
Fidel Castro sintió como un insulto
las declaraciones de Cuauhtémoc. En
represalia no asistió al homenaje al
general Cárdenas, que se realizó esa
noche en el Palacio de la Revolución.
En su lugar acudió su hermano, el general Raúl Castro.
Scherer se quedó otra vez sin ver
a Fidel.
El “ganón”
–Le voy a dar un ejemplo de por qué
la revolución cubana sigue valiendo la
pena –me dijo don Julio de sopetón a
principios de 2006.
Y explicó: el hijo de una familia
de “guajiros” que vive en una región
apartada y pobre de la isla tiene la posibilidad de estudiar y, si tiene talento,
puede llegar a ser un gran cirujano.
La revolución no sólo le dio estudios,
sino empleo y reconocimiento social.
“Eso es impensable en México. Dígame
un caso del hijo de unos indígenas de
Chiapas que pueda siquiera aspirar a
ser un exitoso profesionista”, retó.
“Tiene usted razón don Julio –concedí un poco–, pero la historia del
hijo de ese guajiro no termina ahí: la
revolución le dio estudios y lo hizo
profesionista… pero después se va a
desquitar con él: le va a pagar 500 pesos mensuales, equivalentes a 20 dólares, prácticamente de por vida y sin
darle oportunidad de obtener otros
ingresos con su profesión porque en
Cuba la medicina privada está prohibida. El Estado lo forma para explotarlo después”. Don Julio endureció
el gesto. “Con usted no se puede –dijo
con voz de trueno–. Ahí donde yo veo
una sonrisa, usted ve una mueca”.
Unas semanas después –el 31 de
julio de 2006–, Fidel fue intervenido
quirúrgicamente por un problema intestinal y su secretario privado, Carlos
Valenciaga, anunció por televisión que
el comandante delegaba provisionalmente todos sus poderes a su hermano Raúl.
“La situación es grave, pero Fidel
ya ganó”, me dijo don Julio durante un
desayuno en el restaurante Konditori.
–¿Por qué don Julio?
–Porque resistió. Se puede morir en
paz porque los gringos nunca lo doblaron. Fidel fue el ganón, don Homero,
fue el ganón. O
42
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
Aquella portada
GERMÁN CANSECO
E
ra 1995. Tenía escasos meses de haber
ingresado a Proceso y tuve la oportunidad de cubrir el conflicto armado en
Chiapas. A mi regreso a la Ciudad de México
logré el sueño de cualquier fotógrafo: ¡la portada de Proceso! Se trataba de una imagen
del obispo Samuel Ruiz con los ojos cerrados
y el encabezado El obispo resiste.
Con 21 años de edad mi ego andaba
por los cielos, allá… hasta arriba, como el
piso que ocupaba el Departamento de Fotografía en nuestra casa de Fresas 13. Ese
lunes, al bajar las escaleras me encontré
con don Julio, quien detuvo mi paso acelerado: “Don Germán, ¡qué portada, don
Germán!…”. Sentí que las paredes no eran
lo suficientemente grandes para contener mi felicidad, sin embargo, un segundo
después don Julio me tomó del brazo y me
miró con esa mirada que veía hasta adentro de los huesos y me dijo: “¡Recuerde,
don Germán: Aquí el triunfo dura hasta
el domingo. El lunes siguiente seguimos
siendo los mismos de siempre. Recuérdelo siempre, don Germán…”. Me dio un
abrazo y regresó sobre sus pasos.
Solo, en el pasillo, mi cabeza se convirtió en una cámara y muchos flashes
pasaron ante mis ojos, imágenes y más
imágenes, mis cinco meses de trabajo en
Chiapas. Bajé las escaleras con un sentir
diferente, tal vez un menor peso, y con
una nueva convicción: la vida está hecha
de trabajo diario, en mi caso de foto tras
foto. Hoy, 25 años después de ese encuentro y de mi primera portada, me sigo emocionando cuando veo alguna foto mía en
el semanario, la disfruto como la primera
y luego… salgo a la calle en busca de una
nueva historia. O
Frente al caso Regina
JORGE CARRASCO ARAIZAGA
“N
o les creemos y no les vamos a
creer hasta que nos aclaren qué
pasó con nuestra compañera
Regina Martínez”, le soltó Julio Scherer
al gobernador de Veracruz, Javier Duarte,
para detener su estéril discurso.
Duarte se quedó mudo. La mirada
dura del periodista no lo soltaba. El gobernador se erguía y estiraba las mangas de
su impecable guayabera blanca, sentado a
la cabeza de la larga mesa de trabajo de la
casa de gobierno, en Xalapa.
La docena de funcionarios policiales a
los cuales Duarte había convocado en un
alarde de eficiencia atestiguaron la incomodidad de su jefe, quien calló también
cuando escuchó del fundador de Proceso
decir que Veracruz, como muchas otras
partes del país, estaba en una franca descomposición en la que los extremos son
la regla, no las excepciones, y en ese contexto se explicaba el asesinato de nuestra
compañera.
“Regina toca nuestro corazón”, les
dijo a Duarte y a sus funcionarios. Nunca,
en sus entonces 36 años, la revista había
sido tan agraviada como la madrugada
del sábado 28 de abril de 2012, cuando
nuestra compañera fue asesinada en su
domicilio de la capital veracruzana. Ya
REP ORTE ES P E C IA L
por una filtración, Proceso hizo público el
hecho.
Don Julio me llamó de inmediato.
Repasamos lo ocurrido en la oficina del
gobernador y le conté que en uno de los
viajes a Veracruz para conocer de las indagatorias, el entonces procurador, Amadeo
Flores, me preguntó por qué viajaba solo,
que era muy peligroso.
No se extrañó y me recordó la parábola del vaso que escribió Leñero con José
Antonio Zorrilla, el último titular de la
Dirección Federal de Seguridad, la policía
ni tan secreta del régimen priista del siglo
XX, como protagonista.
Con su parafernalia policial, Zorrilla
llegó una noche de noviembre de 1983
a las oficinas de la revista, en Fresas 13,
para exigir que no se publicara un repor-
taje sobre el entonces secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, ahora senador
de oposición por el Partido del Trabajo.
Comenzaba el gobierno de Miguel de la
Madrid. “El poder no cambia, don Jorge.
El periodismo incomoda, pero en México
cuando se siente amenazado, manotea”,
me dijo.
Acordamos reunirnos y nos vimos
fuera de la revista, cerca de su casa, en
San José Insurgentes. Ninguno dudaba
respecto a lo que debía hacerse: periodismo y más periodismo. Me contó que
cuando el golpe en Excélsior llegó a pensar
en retirarse y dedicarse a escribir. Pero ni
su esencia de reportero ni su esposa Susana lo dejaron. “Si los periódicos hicieran
su trabajo, Proceso no existiría. Tenemos
mucho qué hacer”, me reiteró. O
Marco Antonio Cruz
entrada la noche confirmé la noticia con
el gobierno del estado. Julio Scherer decidió que viajaría la mañana del domingo
a Veracruz.
Voló al puerto jarocho junto con el fotógrafo Germán Canseco y de ahí ambos
se trasladaron en helicóptero a Xalapa,
donde los esperábamos, en el hangar del
gobierno del estado, el director de Proceso, Rafael Rodríguez Castañeda; el subdirector, Salvador Corro, y el reportero.
Llegó vestido de traje azul marino, camisa blanca y una delgada corbata oscura, como si quisiera acentuar la gravedad
del caso. Durante todo el día mantuvo ese
rigor, igual de tenaz como su afán de encontrarse con la familia de Regina. Sólo se
quitó el saco cuando en un hotel de la ciudad redactamos el boletín para dar cuenta
de la posición del semanario tras aquella
reunión.
Revisó el borrador. Buscamos las palabras precisas, la puntuación adecuada
para la que sería la inequívoca determinación de la revista de estar encima de
la investigación. Habló sobre la importancia de las palabras y sus reglas y rio
casi cómplice cuando recordó que Gabriel
García Márquez había querido jubilar a la
ortografía.
Más tarde me preguntó qué pensaba
de la reunión con Duarte. Le dije que su
intervención a todos nos había colocado
en el centro de la tragedia. Salimos de Xalapa al aeropuerto de Veracruz en el helicóptero del gobernador, un aparato blanco
de ocho plazas, con asientos de piel. No
había otra manera de llegar a tiempo al
vuelo de conexión al Distrito Federal.
Nos despedimos casi a la medianoche en el aeropuerto de la Ciudad de
México. No lo volví a ver hasta la noche
del martes 1 de mayo, en la reunión a la
cual Rodríguez Castañeda nos convocó a
reporteros y editores. Don Julio llegó con
Vicente Leñero, el vicepresidente del consejo de administración y también fundador de Proceso, fallecido el pasado 3 de
diciembre.
Scherer y Leñero nos pidieron calma.
Ante las exigencias en la redacción
para que el gobierno estatal y el federal
esclarecieran el caso, propusieron no
hacer alardes por el crimen de nuestra
compañera. Ser más rigurosos en nuestro
trabajo periodístico es la mejor respuesta
que podemos dar a quien está detrás de
esa ofensa a Regina, a su familia, a todos
sus compañeros en la revista y al periodismo libre y crítico.
El domingo 14 de abril de 2013 la revista publicó un texto titulado “Caso Regina:
una sentencia encubridora”. Molestó en
Veracruz y se desató una operación contra el reportero. “No entiende que el caso
está resuelto” y se ordenó que fueran por
él al Distrito Federal. Conocida la versión
Charlas como clases
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
43
Honestidad avasallante
JESUSA CERVANTES
D
No conocí al torbellino que dirigió,
reclamó o premió a sus reporteros como
director de Proceso. Me tocó el hombre
pausado, sereno; ese que detrás de una
mirada triste y vidriosa al punto de conmover, saltaba para recobrar su furia
frente a la revelación de nuevos documentos o nuevos datos que prometían
una apasionada investigación en torno
a los excesos de la clase política o la
corrupción.
Desaparecía entonces el hombre
apacible y surgía el apasionado del dato
duro, el del rigor que no permite salpicaduras de poesía; el hombre del texto sobrio y lleno de coraje e indignación que
preguntaba: ¿qué más tiene?
Don Julio me arropó con su integridad, me avasalló con su honestidad.
Supo enseñarme que si no tenía nada
bueno, ingenioso o interesante que de-
cir, era mejor quedarse callado ante él.
A veces me hacía pensar que cuando los
aduladores lo sorprendían, él discretamente bajaba el volumen a sus oídos y
así fingía estar atrapado entre palabras
necias. Ver un poco de su corazón provocó la idea del porqué su proclividad a
escudriñar al hombre de poder: tenían
en su ser lo que él no concebía para sí.
Adentrarse en esos claroscuros, en
esa pérdida de respeto para sí y el ansia
de poder a cualquier precio puso en relieve que la tentación no tuvo poder sobre él. Ese fue el gozo que me permitió
tocar. Él, quien reporteó y llevó verdad
en esta oscuridad de canallas.
Don Julio me enseñó lo esencial: que
en un corazón malo, egoísta y soberbio no
hay un periodista; hay un vividor y arribista que reportea para sí y no para intentar llevar verdad a los demás. O
Benjamín Flores
icen que en el cielo hay fiesta y
en la tierra orfandad.
Eran las tres de la mañana del jueves 8. Sin saber por qué, me
mantenía en vigilia, repasando el silencio del panteón francés. Recordé un féretro, impersonal, sin distintivo alguno
y frente a él, formando una media luna,
una familia que despedía a su padre.
En ese momento entendí el desvelo: yo
también atravesaba la orfandad.
Un lunes, jueves o viernes se presentaba en Fresas 13. Se acercaba a los
reporteros y con cada uno sellaba una
breve complicidad; conmigo lo hacía
mediante la mirada, los recados que
dejaba junto a la computadora cuando
no estaba, la rosa “anónima” que enviaba al escritorio para llenar algún vacío que él detectaba y también en sus
anécdotas, para disipar mis dudas.
Panteón Francés. Al final, junto a su esposa
44
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
REP ORTE ES P E C IA L
Marco Antonio Cruz
LO S TES TI M ONI OS
Multiplicado al infinito
MARCO ANTONIO CRUZ
E
n 1986 un grupo de fotógrafos renunciamos al medio en el que trabajamos para fundar la agencia de
información fotográfica Imagenlatina. En
poco tiempo recibimos el apoyo de don
Julio Scherer que abre las puertas de la revista Proceso para una colaboración de 17
años, logrando momentos periodísticos
tan relevantes como la fotografía de portada del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari de espaldas (Proceso 783),
de Adriana Abarca, o el levantamiento armado en Chiapas por el EZLN en enero de
1994.
Con el paso de los años la amistad
con don Julio Scherer se fortalece, y más
en 2006, cuando recibo la llamada para
invitarme a coordinar el Departamento de fotografía de Proceso. Sin duda la
cercanía es un privilegio que siempre
agradeceré.
En 1987, con motivo de la edición del
libro La terca memoria, Proceso decide
dedicar la portada a su fundador, tarea
compleja porque a don Julio Scherer no
le gustaba que lo retrataran; pero en esta
ocasión me cita en su domicilio, en el que
me recibe con afecto. Preparo la cámara
digital. Tomo tres fotografías de prueba y
me dice que eso es todo. Me quedo petrificado y preocupado. Finalmente una
de esas fotografías es portada (Proceso
1598).
Cuando me despido, me dice que me
acompaña a la calle. Tomamos el elevador
que tiene espejos en sus paredes y veo a
don Julio multiplicado al infinito. Es la “foto”, le pido. Le ruego que me permita tomarle la fotografía y accede entre curioso
y divertido. O
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
45
La piel y la entraña
del periodista
PATRICIA DÁVILA
E
l encuentro con Sandra Ávila Beltrán, conocida como La Reina del
Pacífico, dejó en Julio Scherer García
una huella que rebasó lo profesional. Así
me lo confió él en alguna plática, cuando
me invitaba un café en un establecimiento cerano a la redacción de Proceso.
Como lo narra en su libro La Reina del
Pacífico: es la hora de contar, los encuentros
con Ávila se dieron en el Penal de Santa
Martha Acatitla, adonde ingresó tras ser
detenida el 28 de septiembre de 2008. Una
vez realizada la primera entrevista, inició
una mutua seducción, involuntaria.
Maestro en ese arte, adorador de todas
las mujeres, a quienes trató siempre como
a seres divinos, a Sandra Ávila también
la conquistó. Conforme se sucedían las
entrevistas, don Julio se sentía en deuda
con las reclusas del penal que le abrió sus
puertas. Él trataba de retribuirlas llevando
cobijas, alimentos, algo de utilidad. Y así
fue conquistando el corazón y la voluntad
de La Reina. Con la publicación del libro, las
visitas de Scherer al penal ya no tenían razón de ser, pero continuaron. Ella, vencida
por su carisma, siempre le pedía regresar.
No muy convencido, él tuvo que tomar una
decisión: su labor como periodista había
concluido. No volvería a visitarla más.
XXX
Ingresé a la revista Proceso en julio de 1989
gracias a Rafael Rodríguez Castañeda, entonces jefe de redacción y actualmente director. Fui privilegiada. Allí permanecí por
cerca de 14 años. En los siguientes cuatro
mantuve contacto profesional y eventualmente se me publicaba algún texto. En
enero de 2007, Rodríguez Castañeda me
dio la oportunidad de regresar.
Por razones que nunca me aclaró, a don
Julio mi retorno no le agradó mucho. Aunque siempre fue correcto y respetuoso, su
trato era frío. En septiembre del mismo
año se suscitó un cambio en nuestra relación, cuando Proceso publicó mi reportaje con el encabezado: Boda en Durango. El
Chapo y Emma. La revista salió el domingo
16; a las ocho de la mañana siguiente mi
amigo Antonio Jáquez, asesor de don Rafael, me llamó por teléfono: “Patricia, te
quieren hablar”. Para mi sorpresa, era don
Julio, quien preguntó: “Señora, ¿cuánto se
tarda en llegar?”. Le contesto que unos
46
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
30 minutos. “Le doy 15”, dijo imperativo.
Parecía imposible llegar. Tomé un taxi.
Voló. Iba temerosa.
En la sala de juntas estábamos los
tres. Habló don Julio: “Doña Patricia, estoy
encantado. Me gustó su trabajo, y mucho”.
Tomó mi mano y la besó. Descansé. Fue
el parteaguas de una relación inolvidable
que agradezco a la vida.
Después de que se publicó la nota sobre la boda del Chapo, unos sujetos irrumpieron a mi casa en Durango y se llevaron
viejos archivos. Don Julio ofreció seguridad
para mi familia y para mí. Le agradecí, pero
le dije que para mi familia eso significaría
vivir en prisión. Estuvo de acuerdo. A cambio, don Rafael se entrevistó con el entonces gobernador Ismael Hernández Deras.
Días después, en el mismo estado asesinaron a uno de los editores del periódico
El Correo de la Montaña, editado en el municipio de Canelas, a quien hice referencia en
la nota sobre el matrimonio. Desaparecieron al secretario municipal e intentaron levantar al alcalde, quien logró huir. Algunos
medios estatales relacionaron estos hechos
con la publicación de Proceso. Era falso, porque nunca entrevisté a esas personas para
mi nota, pero estaba impactada. Lloraba.
Don Julio se dio cuenta y empezó a invitarme al café, alguna vez a caminar por
el Parque Hundido. Me terapiaba: “Nada
de lo sucedido es su responsabilidad”. Y
remataba: “Los reporteros cumplimos la
función de informar”.
También me habló de cuando él se sintió perseguido, como los tiempos “dolorosos” en que Echeverría lo hizo expulsar de
Excélsior. Confesó que estuvo a punto de
optar por la muerte, pero se contuvo por
su mujer, Susana, y sus hijos. Como me vio
sorprendida, sonrió y me confió cosas más
personales, como sus arrepentimientos.
Días después llegó hasta mi escritorio
con dos ejemplares de su libro sobre La
Reina del Pacífico, me los obsequió. Uno me
lo dedicó Sandra Ávila y el otro don Julio.
La dedicatoria de él refrendó nuestra reconciliación: “Doña Patricia: que conste:
nos queremos y habremos de querernos
mucho más. Julio. Agosto de 2008”. Así fue.
Días después, frente a una taza de café,
me explicó que Sandra Ávila me dedicaba el
libro porque él le habló de mi interés en sus
encuentros. Seguimos platicando sobre La
Reina y El Chapo. Al despedirnos le dije que
mi preferido entre sus libros es La piel y la
entraña, sobre David Alfaro Siqueiros, que
presté y nunca recuperé. Me dice que también es su predilecto, con El indio que mató
al padre Pro. Posteriormente me regaló una
vieja edición de La piel y la entraña.
XXX
En febrero de 2011 otro de mis trabajos lo
conmovió: Si me matan, me harían un favor.
Es la historia de don Polo, un duranguense
al que mataron cuando buscaba a su hijo
secuestrado. Don Julio me preguntó si sabía más de él. Nada, admití.
Y le relaté que una mañana recibí la
llamada de Karina Ureña, recepcionista de
Proceso, quien me dijo que un señor pedía
hablar conmigo. Cuando llegué, Karina me
explicó que don Polo llevaba un papel con
dos nombres anotados, el de Marcela Turati y el mío. Le pidió que decidiera con cuál
reportera quería hablar y él optó por mí.
Después don Polo me contó que a Marcela
se la sugirió alguien de Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, “pero a usted la he leído”,
dijo, mientras su acompañante mostraba
un ejemplar de Proceso. Era normal. Turati tenía poco de colaborar en la revista. Así
que me tocó escribir aquel reportaje.
“Es una gran historia; debe de estar orgullosa”, comentó. Le dije que mis sentimientos eran encontrados: me daba gusto
la repercusión que tuvo pero me lastimaba que fuera por un tema tan doloroso.
“Mientras más la conozco, más la
quiero, doña Patricia”. Y volvió al caso de
don Polo: “Tiene razón, saber secuestrado
a mi hijo Julio es lo peor que he vivido. Pobre viejo, lloro con él”. Y lloró. O
Archivo Procesofoto
REP ORTE ES P E C IA L
La cumbre y el abismo
ÁLVARO DELGADO
A
quella semana Proceso llevaba en
portada un reportaje con mi firma,
pero el director, Julio Scherer García,
estaba furioso conmigo.
Bajaba las escaleras para irse a comer
cuando dio conmigo en la redacción de
Fresas 13.
–Su trabajo nos chinga a todos, don Álvaro –sentenció mientras me tomaba del
brazo, una tenaza su mano derecha, y me
arrastraba con él hacia la salida.
–Oiga, don Julio…
–¡Su trabajo nos chinga a todos! –ratificó mirándome, sus ojos como dagas, para enseguida subir a su Jetta y marcharse.
Era el lunes 24 de marzo de 1996. Me
supe fuera de la revista, a 16 meses de mi
ingreso.
El gobierno aprieta y Televisa se raja, era
el titular de la portada y mi reportaje –“No
soportó el gobierno la apertura noticiosa”– describía cómo la televisora había
despedido como vicepresidente ejecutivo a
Alejandro Burillo Azcárraga por “presiones”
del presidente Ernesto Zedillo y del secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet.
Burillo era el artífice de la efímera
apertura de Televisa que permitió a Ricardo Rocha transmitir, en Canal 2, el video
de la matanza de 17 campesinos en Aguas
Blancas, Guerrero, el 27 de junio del año
anterior –que también cubrí–, y que llevó
a la caída del gobernador Rubén Figueroa.
Una insidia de Federico Reyes Heroles,
molesto porque publiqué su sueldo en la nómina de Televisa y sólo tres párrafos de una
amplia conversación, así como haber entregado un reportaje débil y ya de madrugada,
pusieron en mi contra al director de Proceso.
Estaba yo devastado, pero esa misma
tarde el jefe de redacción, Rafael Rodríguez
Castañeda, me envió a Tabasco y armé con
el corresponsal Armando Guzmán tres
reportajes macizos sobre las redes de corrupción del gobernador Roberto Madrazo.
El lunes siguiente por la tarde, publicados dos de los trabajos, recibí una llamada de Scherer García para presentarme
de inmediato en Fresas 13. Lo encontré en
la redacción: “Arránquese para mi oficina,
ahorita lo alcanzo”.
Con la severa reconvención de la semana anterior, y temeroso de haber cometido otra pifia, me vi –ahora sí– despedido.
Al verlo entrar intenté un diálogo, pero me
paró en seco con sus brazos abiertos.
–¡Deme un abrazo, don Álvaro! –me dijo con voz afectuosa.
–Oiga, don Julio…
–No me diga nada, don Álvaro. Olvídese de todo y deme un abrazo –insistió
mientras me apretaba fuerte–. ¡Olvídese
lo que le dije y váyase a trabajar!
No había contradicción en este proceder dual de Scherer García. La cumbre y
el abismo en el periodismo eran, para él,
efecto únicamente del trabajo cotidiano
del reportero en la búsqueda incesante de
la noticia.
El episodio inauguró una relación
profesional y personal, no desprovista
de más regaños, que el trato y el tiempo
consolidaron en mi aprendizaje del oficio
compartido.
A mí me atraía desde estudiante la
figura portentosa de Scherer García y el
epicentro del periodismo que practicaba:
su independencia de todo poder político,
económico, religioso, mediático y criminal.
Sabía de su integridad a toda prueba,
su infatigable capacidad de trabajo, tenacidad, arrojo, rigor, voluntad y pasión
por la información de interés público, fin
último de su empeño, pero en la cercanía
conocí otro rasgo de su grandeza: la generosidad sin límite.
XXX
Aun sin ser ya el director de Proceso, depositada su confianza en Rodríguez Castañeda, Scherer García solía charlar en la
redacción con los reporteros, sugería asuntos y muchas veces los llevaba ya prácticamente resueltos. “Cuénteme algo”, era su
memorable pregunta tras el saludo.
También creía que los reporteros –la
expresión mayor del periodista– deben
escribir libros, escaparate para su talento,
y motivaba para imitarlo, él que publicó
en los más recientes tres lustros, desde
1996, al menos uno cada año.
En junio de 2002 le pedí autografiarme
su libro Parte de guerra II, en coautoría con
Carlos Monsiváis. Escribió: “Te agradezco
el libro, pero te agradeceré mucho más el
regalo de un libro que lleve tu nombre”.
Y añadió: “Proceso me lleva al sobresalto: Son varios los reporteros que aún
no saben quiénes son, oscuros ante su
propio alma”.
No se lo dije, nadie lo sabía, que ya
trabajaba en El Yunque, la ultraderecha en
el poder, mi primer libro. Sólo hasta que lo
concluí, en marzo de 2003, le di la segunda
copia del borrador definitivo; la primera
fue para Rodríguez Castañeda.
–Si va llevar prólogo tu libro, ¿quién te
lo hará?
“El estilacho...”
–Se lo voy a pedir a Miguel Ángel Granados Chapa, víctima de esta cofradía.
–¿Por qué no a Monsiváis?
–No. A todo mundo le hace prólogos y,
además, es muy informal.
–¿Por qué no el prólogo Granados Chapa y Monsiváis la introducción?
–Sólo llevará prólogo.
Pero pasaban las semanas y Granados
Chapa no entregaba lo prometido. Tampoco contestaba mis mensajes. El editor
Braulio Peralta, de Random House Mondadori, me apremiaba.
Así que, con el tiempo encima –quería yo ponerlo en circulación antes de las
elecciones de julio de ese año–, fui con
Scherer García. “Sé que no hace prólogos,
don Julio, pero vengo a pedirle unas palabras para mi libro. Dígame si se puede”.
Se puso de pie y me pidió que le diera
un abrazo. Y enseguida preguntó: “¿Cuánto tiempo tenemos?”
–Una semana, don Julio.
–¡No me chingue, don Álvaro!
En el plazo convenido llegó a Proceso
con una hoja tamaño carta escrita a máquina. “Lo que no le guste, cámbielo”.
Apasionado no sólo del rigor periodístico, Scherer García apelaba también a la
estética, el uso hermoso del lenguaje en
la información. “El estilacho, don Álvaro”,
insistía coloquialmente.
–Lo primero son los datos –le respondía yo.
–Información, pero también estilo.
Trabaje en eso.
Destaco de ese prólogo una frase: “La
belleza del lenguaje no será para la filigrana narcisista, sino para la precisión, don
supremo del periodismo escrito”.
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
47
En una ocasión que reproduje palabas
obscenas de un entrevistado, don Julio
me reconvino porque, dijo, no venían
al caso. Alegué que era una cita textual,
pero me replicó que podía omitirlas porque ensuciaban el texto, que valía por sí
mismo.
Al otro día me dejó en mi escritorio
una hoja con una enseñanza cabal:
“Queridísimo Álvaro: Unas líneas
para acercarme a usted, líneas llenas de
afecto y respeto. Me valgo de estos calificativos para explicarme: ‘No sea güey’
“Un texto severo, dramático, un texto
cargado de explosivos no admite el género coloquial.
“Pobre enamorado aquel que arrulla a su Dulcinea: ‘Pinche vieja, cómo te
quiero’. Julio.”
XXX
En el periodismo es sabida la tensión
entre reporteros y editores, fatalmente
juntos y cotidianamente recelosos. Supo
don Julio de mi molestia por la modificación de un párrafo clave de un reportaje.
“No te ofusques, eso nos pasa a todos”, me dijo y al día siguiente me dio un
ejemplo, también por escrito, sobre lo que
le había sido modificado en la revista:
“Escribí: La vida que vale las penas
(frase impecable).
“Salió: La vida que vale la pena (impecable lugar común).”
XXX
La generosidad de don Julio conmigo fue
inmensa. En Vivir, su penúltimo libro,
escribió: “Para Álvaro, un hermano que
espero merecer”.
Antes y durante su convalecencia lo
visité en su casa, con mi mujer, Alejandro Caballero o solo y hablábamos de la
revista, del país, de la vida y de la muerte, que no veía como tragedia. “Es un
acontecimiento”.
Durante más de dos años padeció a
los médicos, que aborrecía, y en ese lapso fue muchas veces a Proceso, siempre
subiendo las escaleras hasta la oficina del
director, con la dignidad que lo definió.
El viernes 17 de octubre fue la última
vez de su presencia física en las oficinas
de la revista. Me tomó del brazo y fui con
él hasta la oficina del director. Bajé con
él a la redacción, donde abrazó a los que
ahí estábamos.
–¿Cómo están tus hijos? –me preguntó al salir de Fresas 13.
–Muy bien, don Julio.
–Salúdame a tu mujer.
Ya dentro de su automóvil, le pregunté por Vicente Leñero, a quien llamaba “patrimonio de mi alma”, y movió
la cabeza. Vi en su mirada una inmensa
tristeza... O
48
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
Bernandino Hernández
XXX
Atoyac. Compendio de heridas
Dormir menos,
escribir más
GLORIA LETICIA DÍAZ
“¡ A
toyac, doña Leticia, Atoyac!
Cuénteme de Atoyac”, me saludaba con frecuencia don Julio, en su ansia permanente por saber.
Certero para establecer los puntos de
encuentro con cada reportero de Proceso,
don Julio era dueño de una enorme sensibilidad y solidaridad con el dolor que
arrastran cientos de familias de desaparecidos, ya sean del pasado, del presente
o de siempre. Fue esa nuestra primera
coincidencia.
Conocedor de la biografía periodística, las filias y fobias de los integrantes
de la redacción, en sus
visitas a las oficinas de
Fresas 13 dejaba siempre
una lección que atender.
“Duerma menos y escriba más”, recomendaba.
Interesado en la historia no escrita de la represión, como en tantas
otras, don Julio nos dio
clases magistrales del
manejo de fuentes informativas en Los patriotas.
De Tlatelolco a la guerra sucia, libro que escribió con
Carlos Monsiváis (Nuevo
Siglo Aguilar, 2004).
Ahí
explora
minuciosamente documentos
ocultos durante décadas
en el Archivo General de la
Nación, los disecciona cual
ranas en laboratorio y los confronta con
testimonios de hombres y mujeres que,
de viva voz, dieron sentido humano al
relato de aquel exterminio, no sólo de los
insurrectos Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, sino de todo aquel que por convicción o casualidad estuviera cerca de ellos.
La “guerra de baja intensidad” desplegada por Luis Echeverría y sus generales, el
horror de las torturas, la pesadumbre de las
desapariciones forzadas en Guerrero –particularmente en Atoyac, con unas 400– y la
espera de los seres queridos hasta el final,
no fueron ajenas a la pluma de don Julio:
“No hay razón para creer en la vida
después de 30 años de obstinado silencio. Aun así, sin los huesos amontonados de la persona amada, la
esperanza da cuenta de su
propia existencia. No hay
misterio como el de la desesperación, ‘creer contra toda
esperanza’.
“La guerra sucia fue sucia por ambas partes. No
habría razones para negarlo.
Pero hay grados de responsabilidad. No es lo mismo
combatir desde el poder
que desde las zonas empobrecidas de Guerrero,
pobladas de campesinos
que sobreviven”. (Los patriotas…, p. 105)
La esperanza de Tita
Radilla Martínez, líder de
los familiares de víctimas
de desapariciones forzadas en
R E PORT E ESPECI AL
Guerrero, plasmada en mi colaboración
a la edición especial Heroínas anónimas,
coordinada por María Scherer, tocó el corazón del fundador de Proceso. “¡Qué mujer nos ha presentado, doña Leticia, qué
mujer!”, se emocionó.
Incansable en más de 40 años de búsqueda de Rosendo Radilla, su padre, Tita
consiguió una sentencia contra el Estado mexicano en la Corte Interamericana
de Derechos Humanos. Esto conmovió
profundamente a don Julio, ya que el semanario que él fundó siempre ha estado
presente en la misma batalla para alcanzar la verdad y la justicia.
Por eso su saludo (“¡Atoyac, doña Leticia, Atoyac! Cuénteme de Atoyac”) era
una invitación constante a seguir rascando esa herida abierta de México: que duela para hacerse presente, que incomode
hasta generar cambios.
Trabajar sobre el poder castrense y
sus entretelones me dio otro punto de
encuentro con don Julio. En junio de 2011,
generoso, me confió su reconocimiento
por el reporte especial El Campo Militar No.
1: Hablan los soldados (Proceso 1804).
En un enlace telefónico de las oficinas
de Fresas 13 a Ciudad Juárez, donde por
entonces trabajaba un reportaje, Scherer
se congratuló por aquel resultado de meses de trabajo de periodismo encubierto en la cárcel militar, en los que obtuve
testimonios de soldados procesados por
delitos contra la salud o abusos contra la
población civil indefensa durante la guerra contra el narcotráfico.
Decano del periodismo, como se le
llamó; leyenda, como se considera al
mejor periodista mexicano del siglo XX,
don Julio no acababa de sorprenderme
por su sencillez, a veces intimidante.
Una vez me buscó para preguntarme
cómo logré colarme a la cocina de la
temida prisión militar, la “cárcel clandestina más grande” durante la guerra
sucia, y cómo había obtenido alguna
que otra información del inexpugnable
mundo castrense.
Caballero como pocos, la alegría de vivir de don Julio le permitía algunas chanzas: “Doña Leticia, ¿ya tiene traje de baño
para nadar juntos en las playas de Acapulco?”, jugueteaba al despedirse, recordando mi pasado como corresponsal de
Proceso por 10 años en Guerrero.
En 2003, las aguas aparentemente
tranquilas de Acapulco le jugaron una
broma al fundador de Proceso, nadador
consumado, que tuvo que ser rescatado
por un mulato al que apodó “el pirata”.
El episodio apenas perturbó al periodista, dueño de una vida expuesta al límite en
diversas ocasiones. Después de esa experiencia, su incansable curiosidad dio para
una docena de libros más para fortuna del
periodismo mexicano. O
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
49
R E P ORT E ESPECI AL
El mayor trofeo,
un paraguas
N
unca me tomé una foto con don
Julio. Siempre me intimidó el tamaño de tal personaje, un ser histórico pasando frente a mí. Sabido era por
todos su animadversión por las fotografías y las derramadas pleitesías.
Llegué a Proceso a principios de 2006.
Ese año –de elecciones federales– México
era un hervidero. Atenco, Oaxaca, diputados
agarrándose a golpes para “defender” la tribuna y el movimiento de una ciudad como
el Distrito Federal –incesante– me dieron
afortunadamente, en mi condición de recién llegado, mucha materia para trabajar.
Uno de los episodios que más recuerdo
de ese año fue la protesta que encabezó Andrés Manuel López Obrador, tras “perder” la
polémica elección presidencial ante Felipe
Calderón. Como ningún otro medio, Proceso desplegó una cobertura permanente. Justo cuando se cumplía una semana
de la elección, López Obrador convocó a
una megamanifestación y a mí me tocó
cubrirla a ras de suelo. El fotógrafo que
siguió al entonces perredista durante el
último mes de la campaña se encargaría
del contingente principal, otro buscaría
imágenes de la multitud desde todos los
sitios posibles, alguien más esperaba en
el corral dispuesto para la prensa frente
al templete, e incluso desde un helicóptero se fotografió la pletórica marcha que,
por la tarde y sorpresivamente, mutaría
en plantón indefinido. Las tiendas de
campaña comenzaron a instalarse desde
el Zócalo al Bosque de Chapultepec.
Una vez concluido el mitin, salí corriendo del Zócalo para llegar a transmitir mis
imágenes. En ese entonces era necesario
disponer de una computadora y una conexión fija de internet para mandar las fotos.
Para tal efecto –y con el objetivo de
sacar placas panorámicas– Proceso rentó una habitación de hotel con una vista
inmejorable, pagada a un precio estratosférico impuesto a los pejefans adinerados
por los hoteleros, quienes aprovechaban
la protesta del tabasqueño.
De las cosas que más se agradecen en
Proceso es que el dinero pasa a segundo
término cuando se trata de obtener el
mejor lugar, las mejores condiciones para
hacer nuestro trabajo.
Aquel domingo, reporteros y fotógrafos fuimos llegando uno a uno a la habita-
50
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
ción, sorprendidos todos con la presencia
de un visitante inesperado. Julio Scherer,
junto a algunos de sus familiares, había
acudido a mirar desde el balcón el encuentro del perredista con sus seguidores.
La posibilidad de una foto con Scherer
me asaltó inmediatamente –como siempre–, atormentándome el hecho de no
atreverme a pedirla –como siempre. La
premura de mandar las fotos hizo que me
olvidara del visitante y de la foto.
Al poco rato el cuarto volvió a vaciarse: los reporteros regresaban a observar el
inédito plantón.
Fui de los últimos en salir: un error de
dedo y todas las fotos de una tarjeta de
memoria –los rollos fotográficos de ahora– se habían ido al limbo virtual. Con los
limitados recursos de ese entonces bata-
Marco Antonio Cruz
MIGUEL DIMAYUGA
llaba tratando de recuperar mis imágenes.
Fue entonces cuando Scherer, quien se
aprestaba a salir tras su familia, se paró
en el umbral de la pequeña sala que hacía
de vestíbulo del cuarto principal, preguntando de quién era una sombrillita plegable abandonada frente al balcón. Nadie respondió. Yo, con la enmudecedora timidez que me asaltaba al verlo,
sólo levanté los hombros e intenté una
mueca de negación. Él, sonriente, relajado, se acercó y me dijo, tal vez por mis
ojos de sorpresa: “Tome, es su premio por
ser el fotógrafo del año”. Salió de la habitación sin más aspavientos.
Feliz, eché a mi bolsa el galardón.
El plantón de López Obrador se mantuvo. Proceso fue el único medio que instaló
una carpa para estar permanentemente en
el Zócalo. Ese año el clima fue inclemente con los inconformes. Pero ni el frío ni
las torrenciales lluvias impidieron que el
plantón durara más de dos meses.
En una de esas tormentas –y mientras
se oía a los seguidores de López Obrador
increpar a la “prensa vendida que no contaba bien”– perdí mi trofeo, doblado por
un ventarrón. O
Ojos para todo México
Demian Chávez Hernández
Caso Jefe Diego. Desfacedor de dudas
Las pisadas del escritor
VERÓNICA ESPINOSA
“Q
uiero que escriba lo que usted
vio, señora”, me dijo don Julio
desde el otro lado del teléfono
ese diciembre de 2010.
A Diego Fernández de Cevallos lo habían secuestrado siete meses antes, un 14
de mayo. En ese lapso yo había regresado
una y otra vez a Querétaro, a los ranchos
del excandidato, a ver a sus amigos, a sus
vecinos, a sus empleados.
Me senté muchas tardes con sus hermanas Beatriz, Helena y María afuera de
la casona de la exhacienda de San Germán, en San Juan del Río.
Intentaba descifrar un secuestro que
terminó como inició: inmerso en rumores, dudoso en el móvil y los autores, los
tiempos y lugares donde Fernández de
Cevallos desapareció y reapareció. El gobierno del panista Felipe Calderón, hermético y omiso en esto como en tanto
más, alimentó la falta de certezas.
Don Julio estaba preparando un libro,
Historias de muerte y corrupción, y quería
que yo escribiera unas cuartillas sobre el
secuestro, con base en lo que vi. “Quiero
incluirlas en mi libro”, dijo antes de colgar
desde las oficinas de Proceso.
Primero pasé el susto por la llamada,
esperando –como le pasa siempre al reportero– un jalón de orejas antes que otra
cosa. Entonces pasé al otro susto.
A sugerencia del subdirector de Información, Salvador Corro, había reunido apuntes
en una apretada bitácora de mis recorridos
desde mediados de mayo, cuando se supo
que Diego había sido secuestrado en su rancho La Cabaña, en Pedro Escobedo, territorio
queretano donde era y es amo y señor.
En mi registro se amontonaban los pasajes anecdóticos del niño Diego, del político, el hermano y el candidato, porque
sus hermanas –las tres desparpajadas
mujeres que fumaban puros y bebían leche con algún licor indescifrable mientras
esperaban el desenlace del secuestro– me
entregaban en esas conversaciones los
pincelazos del personaje, que yo creí suficientes para satisfacer la petición de don
Julio.
Se cumplió el plazo que me dio para
entregarle las cuartillas, y llamó desde
Proceso. Yo estaba de vacaciones, escribiendo las últimas líneas en un hotel frente al mar. Desde ahí le envié seis cuartillas
con el encabezado: El mismo Diego.
No esperé más de un par de minutos.
De nuevo al teléfono, don Julio me dio la
lección íntima, inolvidable, en ese momento tan dolorosa. No hubo prolegómenos. El
encanto de caballero de película francesa
con el que solía besarnos la mano a las
mujeres al llegar a la redacción de Proceso
mientras saludaba con un “señora”, se me
borró de la mente. Ahí estaba el jefe. El periodista implacable, sin excepciones.
No textualmente –faltaría a la precisión–, me dijo que no incluiría en su libro
el material que le entregué porque no era
lo que esperaba. Que como reportera yo
caminaba con dos pisadas, pero como escritora lo hacía con una pisada y media.
¿Qué responderle a Julio Scherer?
Frustración. Coraje. Negación. Hasta
que el ego se doblegó ante las palabras del
maestro, porque nunca como en ese momento lo fue para mí.
Se lo quedé a deber, don Julio. O
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
51
Biblioteca inagotable
J. JESÚS ESQUIVEL
W
Una felicitación
Todos quienes tuvimos el privilegio de conocer a don Julio, creo, atesoramos el re-
Alfredo Valadez Rodríguez
ASHINGTON.- En la redacción escuchaba la plática sobre Vicente Fox entre Álvaro
Delgado y Pepe Gil Olmos, cuando de
pronto apareció don Julio: “Don Álvaro, don Pepe, señor Esquivel. ¿Qué
dice de nuevo el poder en Washington?”, me cuestionó a manera de saludo el fundador de Proceso… y me
quedé helado.
Tenía apenas unos meses como
corresponsal de la revista en la capital de Estados Unidos y me sorprendió
que alguien tan grande como don Julio
Scherer, a quien veía en persona por
primera vez, supiera mi apellido y quisiera conocer mi opinión.
Después de saludar a Álvaro y a
Pepe, me tomó del brazo en espera de
mi respuesta.
–No mucho, don Julio. Washington
está muy metido en su guerra contra
el terrorismo y con Saddam Hussein
–fue lo que se me ocurrió responder y al
instante me soltó del brazo para seguir
saludando a los demás colegas que estaban
en la redacción.
Me sentí un idiota. Ignorante de la
personalidad de un gran coloso del periodismo como don Julio, pensé que mi
respuesta apuntalaba mi temor de que
nunca sería parte de la revista que desde
adolescente más he admirado.
–Conocí y saludé a don Julio –le conté
más tarde, frente a unas cervezas, a Homero Campa, el coordinador de la sección
de internacionales.
–¡Ah! ¿Y qué dijo? –me preguntó Homero.
Saltándome lo referente a mi temor, le
conté con detalle el incidente; acentuando
que creía que mi respuesta le provocó soltarme del brazo.
–No te preocupes, así es don Julio –me
respondió Homero dejándome todavía
más confundido.
Meses después, en la celebración del
26 aniversario de Proceso se dio mi segundo encuentro con él.
En mis intentos por sentirme parte de la
revista, me integré a la plática que sostenían
Alejandro Gutiérrez, Pepe Gil, Álvaro, Homero y Rodrigo Vera; todos con nuestros tragos
en las manos. La entrada de don Julio al patio
de la casona de Fresas número 13 dejó en silencio al grupo de reporteros.
Como siempre, don Julio saludó a todos de mano y con un abrazo de felicitación por un aniversario más de la revista
que fundó. Tocó que a mí me saludara al
final y después de darme el abrazo me
miró a la cara y me preguntó: “¿Y qué nos
cuenta del imperialismo del presidente
(George W.) Bush?”.
Más rojo que un jitomate iba a darle
mi respuesta cuando, para mi suerte, Vicente Leñero rompió el círculo al que se
había integrado don Julio y se lo llevó para
que se uniera al grupo de los dirigentes de
la revista en otra parte del patio.
La campana me salvó de otro ridículo,
me dije.
Nunca tuve el privilegio de platicar a
solas con don Julio. Todos mis encuentros
con él fueron en las instalaciones de Proceso y junto a varios de mis colegas. Me
enteré, por quienes sí tuvieron esa suerte,
de que una comida o un café a solas con
don Julio era una especie de clase de periodismo, de historia y de civismo.
Scherer, Rodríguez, Leñero
52
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
cuerdo de un momento especial con el
gran maestro. El mío ocurrió en mayo de
2006, después de cronicar en la revista
un desencuentro verbal que tuve con el
expresidente Fox al concluir el discurso
que éste dio en la Universidad Harding,
en Little Rock, Arkansas.
Me encontraba en la oficina de
Proceso en Washington cuando sonó
el teléfono; era la señora Ángeles Morales, asistente de la dirección de la
revista.
–Don Rafael quiere hablar contigo
–me dijo la señora Ángeles.
Me puse muy nervioso; lo primero
que se me ocurrió fue que vendría algún regaño por mi trabajo.
–Jesús, don Julio, quien se encuentra frente a mí, te felicita por tu texto
del pleito con Fox. Felicidades –me dijo.
Le di las gracias y con eso concluyó
la llamada telefónica.
Cada vez que recuerdo esa conversación se apodera de mí una emoción
tal vez inmerecida. Scherer, el periodista
más importante de México, me felicitó
por uno de mis trabajos para Proceso.
Hasta el día de hoy no me lo creo.
El tiempo transcurrió y con ello
más encuentros con don Julio en la
redacción de Proceso, siempre en esa
histórica sala en la Colonia del Valle.
–Escriba un libro para que nos cuente lo que se dice en Washington –me dijo
en uno de esos encuentros don Julio y
corrí a contárselo a Salvador Corro, el
subdirector.
–Si te lo dijo es por algo. Don Julio
tiene buen ojo –me aconsejó Corro.
Desde que lo conocí, además de
celebrar mi suerte por la motivación
que me dio para atreverme a escribir
un libro, siempre pienso que es imposible dejar de aprender de este gran
gigante del periodismo mexicano e
internacional.
“Así somos en Proceso. Aquí estamos y así seguiremos”, en varias ocasiones me lo ha reiterado don Rafael.
Otra de las cualidades que siempre
admiré de don Julio fue su caballerosidad. Fui testigo de que a toda mujer que
saludaba, siempre le daba un beso en la
mano y, sin soltársela, le decía algún piropo. “Es un señor que te enamora con
sus palabras y te doblega con ese beso en
la mano”, me confeso Carmen, la compañera de mi vida, la primera vez que
tuvo la fortuna de que la saludara Scherer en una de las fiestas de aniversario de
la revista.
Adiós, don Julio. Su trabajo, su legado y su caballerosidad siempre serán
para mí una biblioteca inagotable de
aprendizaje. O
Benjamín Flores
REP ORTE ES P E C IA L
Haití. Máxima exigencia
Su abrazo
BENJAMÍN FLORES
E
n enero de 2010 me enviaron a Puerto Príncipe a cubrir la devastación
ocasionada por un sismo de 7 grados que sacudió a Haití, el país más pobre
de América.
A mi regreso a México me reincorporé
a mis actividades en Proceso. Una mañana, a mediados de enero, acompañé a mi
compañero Raúl Ochoa a realizar una entrevista por el norte de la ciudad, cerca de
Satélite. Acabábamos de terminar cuando
recibí una llamada de Ángeles Morales,
la asistente de la Dirección, quien me
preguntó: “¿Benjamín, dónde te encuentras?”. Le dije: “Vamos saliendo de la entrevista.” “Vente rápido porque don Julio
te quiere ver. Toma taxi o a ver qué hacen
pero don Julio quiere verte lo más rápido
que se pueda”. A los 30 minutos y todavía
de camino, recibí otra llamada de Ángeles:
“¿Qué pasó, por dónde vienen?”.
Apresurado, al fin llegué a la revista
–ubicada en la Colonia del Valle, en el sur de
la ciudad. Don Julio estaba platicando con
Alejandro Caballero en la puerta de Proceso. Me paré enfrente de Scherer: “Aquí estoy, don Julio, ¿quería verme?”. Me vio y me
dijo: “Mi hermano, quiero darte un abrazo
y felicitarte por tu gran trabajo en Haití”.
Me abrazó recio y le respondí: “Le agradezco mucho la atención, para mí es un honor
este reconocimiento… ¿qué le pareció la
foto de portada?”, le pregunté en referencia
a la imagen que encabezó la cobertura del
sismo. Me comentó: “Ésa era la foto, la del
niño, la mirada del niño me atrajo, lo decía todo. Con ella se demostraba el dolor y
la tragedia que sufrieron en ese pueblo tan
pobre y tan lastimado. Fue una gran cobertura, te felicito. ¿Cómo te sientes?”. Me sentía bien, le respondí, y sobre todo por tener
la oportunidad de ser parte de Proceso. Me
abrazó y se despidió: “Mi hermano, estás en
Proceso”. Subió a su auto y arrancó.
Al mes nació la exposición fotográfica El rostro de la tragedia, con un texto de
presentación del director de nuestro semanario, Rafael Rodríguez Castañeda. La
muestra continúa presentándose en diferentes estados del país y existen propuestas de que se lleve al extranjero.
Haber conocido a don Julio fue un privilegio: tener la oportunidad de estar en
un medio de comunicación como éste,
donde se le da la importancia que merece al periodismo gráfico, donde se pueden
proponer temas y portadas con nuestro
director, Rafael Rodríguez, y se siente un
espíritu de hermandad en la redacción.
Por esto y por la libertad de transmitir a
través de una imagen la injusticia, la corrupción y los hechos que van marcando
la vida de nuestro país, muchas gracias,
don Julio. Seguiremos en pie. O
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
53
Archivo Procesofoto
1976. La dignidad
El periodismo es cabrón
ROGELIO FLORES MORALES
E
ra mediodía y el sol quemaba afuera de Fresas 13. Alcancé a don Julio
en la puerta de Proceso, poco antes
de que subiera a su Jetta azul marino.
– ¿Le robo un minuto, don Julio?
–¡Róbeme los que quiera, don Rogelio!
Como un niño en búsqueda de reconocimiento, me ganó la vanidad. Sin mayor
preámbulo le conté que estaba por terminar
mi tesis doctoral sobre el impacto psicológico de la guerra contra el narco. Le platiqué
de mis encuentros con reporteros y fotógrafos que presentaban signos de estrés postraumático por cubrir la violencia. “Sueñan
muertos y ven sangre por todas partes”, le
dije sin exagerar. “Están muy dañados”.
Añadí que con tanto dolor, tanta
muerte y tanto sufrimiento a cuestas, ya
habían extraviado el sentido de sus propias vidas: la gracia del vivir.
–Están deprimidos, don Julio. Platiqué
con dos fotógrafos que quieren suicidarse. Ya no quieren vivir en un mundo como
éste. Ya no quieren relatar ni ser testigos
de nada. La barbarie de todos los días se
los ha tragado.
Se recargó sobre la puerta del auto y
se acomodó a pesar de los rayos de sol
que quemaban como fuego. Hacía tres
54
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
minutos que los dos minutos solicitados
se habían acabado.
–El periodismo es cabrón, don Rogelio.
¡Muy cabrón! A estas alturas ya debería
saberlo.
En poco menos de 30 segundos, don Julio hizo un recorrido de sus casi 70 años de
coberturas periodísticas en las que la violencia estuvo presente: golpes de Estado, revoluciones, atentados... Además, ¿qué es más
desesperanzador que la pobreza de Bangladesh o el apartheid de Sudáfrica? ¿Qué es
más cruento que las desapariciones durante
las dictaduras sudamericanas?
–Le voy a contar algo, don Rogelio.
Cuando salí de Excélsior no dormía. ¡No
dormía! Por las noches sudaba, empapado mi cuerpo. Una vez me inyectaron en
la vena una dosis para que durmiera un
elefante. Tenía el ánimo quebrado. Se lo
digo: pensé en el suicidio. Usted debe saberlo, lo conté en mis libros.
–Lo pensé triste, don Julio, incluso deprimido, pero nunca imaginé que literal…
–Entonces se lo digo a usted: ¡Literalmente pensé en quitarme la vida!
XXX
En Estos Años, don Julio Scherer describe
así los días que vivió después del golpe
de Echeverría: “Sin energía, desangrado,
anhelaba otra vida. (…) Miraba hacia las
altas ventanas con la esperanza de encontrarlas apagadas”.
Narra que una noche su cuerpo hervía
de fiebre, empapado en sudor. Doña Susanita llamó al doctor Máynez, quien de
inmediato le suministró un tranquilizante. “Supe que Samuel le dijo a Susana que
dormiría 24 horas, que necesitaba descanso, que el corazón galopaba, que asomaba el peligro”.
XXX
El respeto y la profunda admiración que le
tengo a don Julio fueron más fuertes que
el deseo de escudriñar sobre el suicidio.
Ante él, me sentí incapaz de articular una
palabra; de preguntarle qué había hecho
para apagar esa idea, qué lo detuvo.
El periodista se percató de mi desconcierto y, generoso –sin mediar pregunta
alguna y como adivinando mi pensamiento–, me regaló la respuesta a mi inquietud
que no había puesto en palabras:
–Un maestro alguna vez me dijo: “El
hombre se suicida no por el hoy, sino por
el mañana”. Lo que me detuvo fue el trabajo y mi familia, don Rogelio. El mejor
respaldo que tiene un periodista son sus
amigos y su familia. No lo olvide. ¡Nunca
lo olvide! O
REP ORTE ES P E C IA L
JOSÉ GIL OLMOS
D
on Julio, como siempre le dijimos
en la redacción de Proceso, tecleaba sus textos en una máquina de
escribir. De hecho tenía dos Olivetti que
usaba indistintamente en la revista o en
su casa. Hasta donde sé nunca escribió en
una computadora y por ende no consultaba internet para hacer sus investigaciones.
Reportero de otra época, hurgaba en
el pasado en los archivos de papel, periódicos amarillentos con arrugas en las
portadas y expedientes polvosos que le
acercaban Rogelio Flores y Juan Carlos
Baltazar, los encargados del archivo de
Proceso, a quienes les pedía el dato perdido en los anaqueles pero que don Julio
tenía grabado en la memoria.
En el teclado de su máquina Olivetti
Lettera 22 gris, don Julio se hacía y rehacía cada vez que escribía un reportaje, una
historia o un libro. Siempre tenía una de
repuesto y le pedía a Ángeles, la secretaria de la dirección, que la tuviera en perfectas condiciones. Eran la extensión de
sus manos, dedos y memoria fundamen-
tales como reportero que siempre fue.
Hombre de otro tiempo y de otro trato
a pesar de su cercanía con el poder, prefería hablar directamente con la gente que a
través del celular que alguna vez le dieron
en la revista y pronto abandonó en algún
rincón quién sabe dónde.
A doña Tere, quien durante décadas preparó comida para la redacción de Proceso,
la recibía con caballerosidad cuando llegaba
con algún platillo salido de su cocina, y si
la encontraba en la calle la saludaba como
lo hacía con todas las mujeres, con un beso
en la mano. A los reporteros nos decía “hermanos” cuando nos saludaba con fuertes
y sonoras palmadas en la espalda, y luego
nos pedía que le platicáramos. “Cuéntenme
algo”, inquiría siempre en su afán de saber.
Decía que le gustaban las bodas de
los reporteros y él mismo se invitaba para asistir a la fiesta en la que disputaba,
sin querer, los reflectores de la celebración con los novios. Pero también era
solidario en los momentos dolorosos y
asistía a los velorios de quienes perdimos
una madre, un padre, alguien querido.
En las últimas fechas, cuando se presentó una serie de amenazas contra
algunos reporteros de Proceso, estuvo
presente y defendió la integridad de cada
uno de nosotros. Cuando mataron a Regina Martínez, corresponsal en Veracruz,
junto con el director Rafael Rodríguez
Castañeda enfrentó al gobernador Javier
Duarte. Esa noche aciaga nos convocó a
todos a ser más cuidadosos con lo que escribíamos, pues ya no era el poder político
al que nos enfrentábamos, sino al político
fusionado con el crimen organizado.
Los integrantes de la última generación de reporteros del semanario conocimos a un Julio Scherer más bondadoso y
afable, más sabio y generoso, viviendo un
tiempo más pausado y quizá más creativo
literariamente.
Pero igualmente fiel a su máquina de
escribir Olivetti Lettera 22 y al respeto a
la libertad de expresión en estos tiempos
violentos, que alcanzó a narrar en su último libro, Niños en el crimen. O
Ulises Castellanos
Su Lettera gris
Una máquina de escribir. Y otra de repuesto
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
55
Historia de una foto
E
l 12 de agosto de 2008 por la noche,
cuando nos retirábamos del departamento de fotografía, recibimos
una llamada del subdirector Salvador Corro. Buscaba a nuestro coordinador, Marco Antonio Cruz, para que acompañara
a don Julio a una entrevista; él mismo se
lo había pedido directamente a Marco la
víspera.
Mala suerte, pensé. Le dije a Salvador
que Marco estaba de viaje y regresaba al
día siguiente por la tarde. Y como yo atendí la llamada, me asignó la orden. Comencé a ponerme nervioso. Me tocaba ir con
don Julio, quien siempre había sido amable conmigo. Siempre saludaba a todos
con un fuerte apretón de manos al tiempo
que pronunciaba el “mucho gusto”.
El día de la entrevista llegué temprano
a Fresas 13. Don Julio llegó dos minutos
después y sin más me dijo: “Don Octavio,
nos vamos”. Me invitó a subir a su auto y
partimos. Durante el trayecto inició una
conversación en torno a la fotografía. Habló del impacto que le provocó la imagen
del niño acechado por un buitre, tomada
por Kevin Carter, que incluso ganó el premio Pulitzer. La imagen era fuertísima, me
dijo.
Se preguntaba por qué el fotógrafo no
había hecho nada por ayudar al menor.
Pensaba que me estaba distrayendo mientras yo trataba de averiguar a dónde íbamos. No mencionó la entrevista y al final
me comentó que iríamos al penal de Santa
Martha Acatitla.
Cuando llegamos, los custodios nos
condujeron a una sala. Ahí esperamos
cerca de 15 minutos. Fue entonces cuando
don Julio me dijo que veríamos a Sandra
Ávila, La Reina del Pacífico. Luego me platicó
que tenía meses visitándola con el fin de
obtener información para el libro que estaba escribiendo.
Cuando entramos, la saludó con mucha amabilidad; ella le respondió de manera similar. Don Julio nos presentó. Le
dijo que yo era el encargado de fotogra-
56
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
fiarla. Le pidió permiso para hacer una
sesión de fotos para la portada del libro.
Sandra aceptó. Don Julio se hizo a un lado
y me comentó: “Aquí lo espero. Usted es el
responsable de las fotos”.
Los custodios nos permitieron hacerle tres tomas. Pasaron tres minutos y mi
nerviosismo crecía, pues supe entonces
quién era el personaje que tenía enfrente y para qué se necesitaban las fotos.
Terminé como pude y don Julio y yo nos
despedimos de Sandra. Nos vinimos directo a Proceso. Él me pidió que
le mostrara las fotos lo más
pronto posible. Necesitaba
enviarlas a la editorial.
Le prometí que estarían
listas en 10 minutos.
“En cinco”, me espetó.
Corrí al departamento de
fotografía a editar las fotos. Y exactamente a los
cinco minutos entró don
Julio, acompañado de
don Rafael Rodríguez
Castañeda, director
de la revista, y de Salvador Corro.
Don Julio miró con
detenimiento las fotografías y volteó para preguntarme cuál le sugería
para la portada del libro. Le
sugerí una en la que Sandra Ávila estaba de perfil, mirando a través
de una separación entre los muros del
penal. Se volvió hacia don Rafael y Salvador y les comentó que esa foto servía para
la portada.
Me pidió copiar las fotos en un disco y
se despidió con una frase que me emocionó. Me dijo que la prioridad era Proceso.
Y así fue, en la edición del domingo
siguiente la foto elegida para su libro
apareció en la revista. Días después recibí un ejemplar de La Reina del Pacífico:
es hora de contar, con una dedicatoria de
agradecimiento. O
Octavio Gómez
OCTAVIO GÓMEZ
“La Reina del Pacífico”
REP ORTE ES P E C IA L
Estaré a tu lado
ALEJANDRO GUTIÉRREZ
M
ADRID.- Al otro lado de la línea
de algún punto del convulso Michoacán
de principios de la administración de Felipe Calderón.
Un reportaje bajo mi firma había desatado los demonios, según nos informó Ramón Eduardo Pequeño García, entonces
titular de Seguridad Regional de la Secretaría de Seguridad Pública, quien al director primero, y luego a mí, nos dio algunos
detalles de la información con que contaban en esa área del gobierno.
En el número 1988 del semanario, cuya portada se dedicó a Vicente Leñero, el
también desaparecido subdirector fundador de la revista, don Julio publicó un
emotivo texto, en uno de cuyos pasajes
Alejandro Saldívar
telefónica, don Julio Scherer me
dijo: “Cualquiera que sea tu decisión, yo estaré a tu lado. Cogido de tu
brazo. Toda la revista lo está, ya lo viste.
Lo sabes bien. Estoy totalmente de acuerdo con don Rafael (Rodríguez Castañeda,
director del semanario Proceso); lo que él
propone es la mejor opción”.
Don Julio se refería a la propuesta que
esa misma noche del viernes 25 de mayo
de 2007 me hizo el director del semanario,
cuando me llamó a su oficina: “Ya tengo la
mejor opción: Te vas a España”.
Esta decisión se tomó a consecuencia
de una amenaza en mi contra vertida des-
La tribuna de Fresas 13
recuerda aquel episodio que califica de
un “asunto grave”. Escribió que este tema provocó una reflexión con el director
y con Leñero. “Optamos por nombrar a
Alejandro, corresponsal de Proceso en
España”.
No tengo conciencia de cuánto duró la citada llamada telefónica con don
Julio, debieron ser largos minutos que
yo traduje en horas. Colgamos en la
madrugada.
En mi caso, colgué sintiendo el cobijo
de todos los compañeros de la revista en
las palabras de don Julio, el más importante periodista de México, y en la propuesta de Rafael, alentándome a “saltar el
charco”, convencidos de que era lo mejor
para disminuir los riesgos y para seguir
reporteando. Sin duda, para mí representó una aleccionadora posición institucional del semanario, ante el agravio que era
contra todo Proceso.
Esa noche recordaba las palabras del
director en la reunión convocada esa misma tarde del viernes con toda la redacción
para informarles de la situación.
Y también giraban en mi cabeza las
palabras de don Julio: “Hemos recibido
amenazas muy fuertes, pero esto es lo
más grave que nos ha sucedido”.
Por desgracia, después de mi caso en
Proceso hemos padecido otras amenazas
y ataques graves contra otros compañeros. Sin duda, el más doloroso y agraviante es el asesinato de Regina Martínez,
nuestra corresponsal en Veracruz.
En los repetidos viajes que posteriormente hice desde Madrid a México, los
encuentros con don Julio siempre estuvieron regidos por el afecto. En ellos solía
repetirme en son de broma: “Ya te quedas,
¿no? Dime que ya no te quieres ir”.
Me quedó claro que también la respuesta de Proceso –y la de don Julio en lo
personal, en esos graves momentos– es
parte de la construcción de la obra del
más influyente periodista de México de
los últimos años. Incluido, por supuesto,
el aprecio y cariño que siempre prodigó
por la familia de oficio que construyó en
Fresas 13. O
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
57
Archivo Procesofoto
Puedo salir adelante sin Dios...
“Me tendrás siempre a tu lado”
SANTIAGO IGARTÚA
E
l séptimo día del abril de 2014, su
cumpleaños 88, le preguntaron a
don Julio por qué este país había
soportado tanto. Nadie como él había
desentrañado los abusos perpetrados
desde el poder y, en la última entrada
de su vida, seguía siendo testigo de la
corrupción como sistema de gobierno
en México.
–Por la Virgen de Guadalupe –respondió sin dejo de duda.
El periodista argumentó que la fe
era utilizada por los de arriba como
un mecanismo de control. En nombre
de Dios y de la Virgen se somete a los
más desprotegidos en el mundo de
las desgracias, esperanzados en ora-
58
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
ciones dirigidas lejos de los despachos
de gobierno.
La cúpula de la Iglesia, enviciada,
siempre cómplice, tenía la cualidad de
hacer que la gente actuara por miedo a
un infierno que el Scherer reportero describió en la tierra.
“Si Cristo volviera a la tierra, el Papa
tendría que matarlo.”
En su formación católica, entre jesuitas, don Julio no encontró datos duros de
Dios. A él le gustaban las personas. “Yo
puedo salir adelante sin Dios, pero no sin
el otro”.
Desde que dejó la dirección de Proceso, don Julio se hizo de una obsesión:
decía que una de las cosas que le iban a
faltar, periodísticamente hablando, era
escribir una crónica de la muerte.
La dejó llegar muy cerca, durante más
de dos años, sin dejar que lo alcanzara. La
mantenía apenas a distancia, escribiendo, como si quisiera mirarla a los ojos.
Después, para él, no había nada.
Siempre dijo que el amor de su vida estaba con él y con sus hijos en los recuerdos,
las caricias del alma.
“Por mi buena memoria amo y mantengo viva a Susana.”
El día de su muerte, otro día siete,
uno de los nietos de don Julio encontró
una carta suya, fechada en 1997:
“Vivo, me tendrás siempre a tu lado;
muerto, a lo mejor también.” O
REP ORTE ES P E C IA L
La modestia de un gigante
SERGIO LOYA
unomásuno y en La Jornada) tiene buena
opinión de usted. Dígame: ¿Qué le falta a
Proceso?”. Le respondí: “el Inventario, don
Julio, el Inventario”, la columna escrita
por José Emilio Pacheco, que tenía varios
meses sin reaparecer.
Esa modestia que lo llevaba a pedir consejo se repetía cada vez que
entregaba sus escritos periodísticos a
los editores para que los modificáramos conforme a nuestros criterios. La
mayor prueba de esa modestia la tuve cuando me tocó en suerte editar la
entrevista que don Julio le hizo a Octavio Paz. Era tan extensa que Rafael
Rodríguez Castañeda, editor creativo
y puntilloso, me pidió reducirla casi a
la mitad, pues ya no había suficiente
espacio para ella.
Con gran nerviosismo, en un lapso de cinco horas que culminó a las
6:00 de la mañana, quedó listo el resumen de aquel trabajo periodístico
que tanto importaba a Julio Scherer.
Mas no lo leyó antes de que se fuera
a imprenta, y, a pesar de que lo publicado registraba numerosos cambios respecto de su original, nunca
expresó desaprobación o desacuerdo. Porque sé que mi edición de un
texto es siempre perfectible e incluso puede deslizarse algún gazapo,
aquel día crecieron mi admiración
y reconocimiento por un periodista
paradigmático que, sometiéndose a
aprendices, supo mejorar este oficio
y sentó las bases para la transformación de nuestro país. O
Eduardo Miranda
C
uando por primera vez estreché
la diestra de don Julio, en 1992,
me estrujó la misma impresión
que había tenido al ser presentado con
otros dos personajes: Sergio Méndez
Arceo (1972) y Heberto Castillo (1984).
Se trataba de una mezcla de fuerza,
entereza, integridad y transparencia
en seres de una pieza.
Pero a diferencia de los dos primeros gigantes, con don Julio tuve la oportunidad de convivir en las oficinas de
Proceso a lo largo de 22 años, durante
los cuales fui adicionalmente sorprendido por su sencillez y su modestia.
En el primer encuentro que tuvimos
para celebrar el aniversario de la revista,
me dijo: “Miguel Ángel Granados Chapa (con quien yo había laborado en el
Pacheco. Otro puntal
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
59
Cuando Rodin
miró a Julio
Entereza. En 1347 y en 1976
ANNE MARIE MERGIER
P
ARÍS.- Durante muchos años don
Julio fue para mí El Director. Le temía, lo admiraba y lo respetaba. Me
abrumaba y me intimidaba. Por supuesto a veces me hacía enojar y eso parecía
divertirlo mucho. También me retaba. En
realidad me retó siempre. Y de eso le estoy infinitamente agradecida.
Sus desafíos me enseñaron a convivir
con mis miedos. No aprendí a vencerlos, sólo a no dejarme vencer por ellos. Y mis miedos eran muchos: miedo a todas las formas
de violencia, miedo a no estar a la altura,
miedo a la página blanca. Pero quizás lo que
más me asustaba era defraudar a don Julio.
Hubo un solo freno del que me exigió
deshacerme: el miedo a expresarme con
voz propia. Y cuando sintió que iba avanzando hacia un estilo periodístico más
personal, me dijo escuetamente: “Vamos
bien, señora, vamos bien”. Ese día sentí
que me había ganado el Pulitzer y don Julio
se convirtió en Mi Director.
Pasó el tiempo. Regresé a París. Abrí la
corresponsalía de Proceso en Francia. Y
fue esa lejanía la que más nos acercó.
Volvía cada año a México en noviembre para el aniversario de la revista –y lo
sigo haciendo–, y en esas oportunidades
don Julio me invitaba a comer. Nos encontrábamos siempre a las tres de la tarde
60
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
en el mismo restaurante. Pedíamos siempre el mismo menú. Y nos quedábamos
platicando horas. Era nuestro ritual. Duró
25 años.
Hablábamos poco de trabajo, mucho
de nuestras vidas y de nuestros proyectos
personales y más aún de los libros y de las
películas que habíamos descubierto en el
curso del año. Don Julio hablaba más de
libros y yo más de cine. Recuerdo su entusiasmo por El cuaderno dorado de Doris
Lessing, La insoportable levedad del ser de
Milan Kundera o por los ocho tomos de
Los Thibault de Roger Martin du Gard.
Luego dejábamos fluir la conversación.
Diferíamos a menudo y nos fascinaba enfrascarnos en duelos que calificábamos
como “intelectualmente estimulantes”.
Es más, cuando don Julio sentía que
corríamos el riesgo de estar de acuerdo,
se tornaba provocador y, por supuesto, yo
le seguía el juego. Él quería tener la última palabra. Yo también. Empatábamos
diplomáticamente.
Comida tras comida, lenta y púdicamente, nació nuestra amistad. Fue sutil y
directa, delicada y exigente, transparente
y misteriosa, cada vez más imprescindible. Reíamos mucho, pero cuando la felicidad de estar juntos prescindía de palabras
nos quedábamos en silencio, un ratito.
Mientras escribo estas líneas se me
ocurre que quizás debería evocar la época
“heroica” de Proceso, la de hace 38 años.
Quedamos muy pocos en la revista de ese
equipo “prehistórico”, bronco, muy “masculino” (que mis amigas feministas me
perdonen el eufemismo), entregado en
cuerpo y alma a la revista, unido alrededor de don Julio y de Vicente Leñero, nutrido por su exigencia de un “periodismo sin
concesiones, ético, digno, independiente”.
Pero hoy no me nace recordar nuestra
“epopeya”. En lugar de eso se impone la
imagen alegre y ligera de un don Julio insólito: el efímero turista que pasó una semana en París con los más jóvenes de sus
hijos, María y Pedro, algunos meses después del fallecimiento de doña Susana.
El primer día de su estadía en la Ciudad Luz, Mi Director aceptó estoicamente
desplazarse por París tomando autobuses
y metro. En los días siguientes se adaptó y
al final reconoció que había “valido la pena” la experiencia. Lo aseguró clavando su
mirada en la mía. Lo sentí sincero.
Discreto y sumamente atento, observaba a los pasajeros del metro oriundos
de todo el planeta. Estábamos en verano.
Pululaban los turistas, pero había también, como siempre, muchos inmigrantes
y franceses de origen extranjero radica-
REP ORTE ES P E C IA L
y de Fugit amor. “¿Está prohibido hacer lo
que estoy haciendo, no es cierto?”, fingió
preguntarme mientras acariciaba furtivamente el delicado cuello de mármol de la
Danaide.
En estos instantes vi a don Julio plenamente feliz.
Fue, sin embargo, en el jardín del museo, frente a los Burgueses de Calais, que la
emoción pareció sumergirlo.
El monumento de bronce recuerda un
episodio trágico de la Guerra de los Cien
Años entre Francia e Inglaterra, ocurrido
en 1347. La ciudad francesa de Calais llevaba más de un año asediada por las tropas de Eduardo III y estaba a punto de caer
en manos de los asaltantes. El rey inglés
aceptó respetar la vida de la población a
cambio del sacrificio de seis dignatarios
de la ciudad.
Los burgueses de Calais representan a
Eustache de Saint Pierre, el hombre más
rico de la ciudad, junto con otros cinco personajes. Los seis están descalzos,
visten burdos camisones y tienen una
soga amarrada al cuello o colgando a lo
largo de sus cuerpos. Su humillación es
total y su dolor inconmensurable. Comparten los mismos sentimientos, pero
los expresan en forma totalmente distinta. Uno está agachado, con la cabeza
escondida entre las manos; otro, agobiado, tiene los brazos caídos, mientras
que dos de sus compañeros de infortunio, por el contrario, los levantan al
cielo. Destacan Eustache de Saint Pierre
y Jean d’Aire. El primero es un anciano
de larga barba y porte noble, el segundo es más joven, erguido, con el rostro
crispado por el coraje. En ambas figuras
prevalece la dignidad ofendida sobre la
desesperación.
Don Julio dio varias veces la vuelta al
monumento, con pasos lentos. Observó
a cada personaje de pies a cabeza. Varias
veces tocó las esculturas con la palma de
la mano como para sentir la tensión que
las hace vibrar. Luego se detuvo ante Eustache de Saint Pierre y Jean d’Aire. Se quedó mirándolos tanto tiempo, con tanta
fuerza, que me aparté.
Mientras lo observaba de lejos me vino a la mente una fotografía ya famosa
tomada el 8 de julio de 1976 en la que aparece con Vicente Leñero a su lado. Ambos
están rodeados por los periodistas de la
redacción de Excélsior, caminan con pasos
firmes por avenida Reforma, después del
golpe urdido en su contra por Luis Echeverría. Don Julio y Vicente se ven sumamente tiesos, con la mirada fija, el rostro
cerrado, vencidos mas no derrotados.
Dignos.
Supe con certeza que don Julio estaba
evocando ese momento cruel de su vida en ese diálogo mudo con Eustache de
Saint Pierre y Jean d’Aire. No me comentó
nada. Sólo quiso saber lo que había pasado con ellos. Le conté que el rey Eduardo
III había exigido que los dignatarios se
arrodillaran a sus pies para entregarle las
llaves de la ciudad. La reina Felipa y nobles caballeros que rodeaban al rey acabaron, sin embargo, por convencerlo de no
ahorcarlos.
Don Julio no dijo nada.
Dejé pasar años antes de preguntarle
si mi intuición había sido atinada.
“Lo fue, señora, lo fue”, contestó con
tono enigmático y luego me contó los días
y sobre todo las noches que siguieron al
“golpe”. Y mientras más hablaba, más se
crispaban los rasgos de su rostro.
Pensé que sin lugar a dudas a Auguste
Rodin le hubiera inspirado el rostro firme
y áspero de don Julio. O
Aarón Sánchez
dos en la Ciudad Luz. Ese cosmopolitismo
llamaba mucho la atención de don Julio y
lo hundía en profundas reflexiones.
“Me siento físicamente en el corazón
de la globalización, señora”, dictaminó
después de tres días de inmersiones esporádicas en el metro.
Siempre buscaba plasmar una situación o un acontecimiento con una frase
rotunda, y si fuese posible, definitiva.
María no conocía París. Con gran abnegación don Julio subió con ella al segundo piso de la Torre Eiffel y al Arco del
Triunfo. Una tarde paseó, perplejo, por la
imponente Plaza de la Concordia que María descubría; observó con ella la fachada
neoclásica del Palacio Burbon, sede del
Parlamento; la siguió en su vuelta a la lujosa y solemne Plaza Vendôme.
Calló durante todo el recorrido. Se notaba casi malhumorado. De repente, se detuvo y me dijo: “Lo siento, señora, pero no
me gusta París. Es demasiado prepotente,
demasiado seguro de su belleza. A París le
fascina ser admirado y eso me molesta”.
Volvió a caminar en silencio. Estábamos en la calle de Rivoli y llegamos a la
altura de Angelina, el salón de té más famoso de la capital, que frecuentaban asiduamente Marcel Proust y Coco Chanel.
“Entramos”, dijo don Julio al oírme
mencionar el nombre de Proust. Escogió
cuidadosamente un lugar donde sentarse,
miró asombrado el despampanante decorado de estilo Bella Época del salón. Y con
tono que no admitía cuestionamientos
me ordenó: “Señora, dígame que Marcel
Proust solía sentarse precisa y exclusivamente en la silla que elegí”. Gozó mi estupefacción. Esperó un segundo y rio. El
autor de En busca del tiempo perdido acababa de reconciliarlo con París.
Pero fue sin duda su cita con Auguste
Rodin la que dio una dimensión muy particular a la estadía de don Julio en la Ciudad Luz. Eso me lo confió años después.
“Cuénteme de Rodin, señora”, me pidió acordándose de mi admiración por
el escultor. Nos quedamos una mañana
entera en el hotel Biron, una armoniosa
mansión del siglo XVIII en la que Rodin
instaló su taller en 1908.
Don Julio quería saber la historia detallada de cada obra. Le encantó escuchar
sobre el escándalo provocado por La edad
de bronce, una escultura de tamaño natural
de un hombre desnudo tan absolutamente
perfecta y depurada que Rodin fue acusado
de haberla vaciado directamente a partir
de un modelo. Se regocijó con la polémica
provocada por el monumento a Balzac, una
obra atrevida y vanguardista. Y lo divirtieron las disputas entre el escultor y Víctor
Hugo. Rodin había aceptado hacer el busto
del escritor, pero éste rehusaba posar.
Me agradó ver a Mi Director hipnotizado por la sensualidad infinita de El beso
La salida. Calais en la Ciudad de México
1993/ 11 DE ENERO DE 2015
61
Ulises Castellanos
¿Tiene material?
¡Adelante!
RAÚL OCHOA
D
Hermosillo. El señalamiento
on Julio Scherer García cruzó el
acceso principal del edificio de
Proceso, en Fresas número 13. Era
la mañana del lunes 28 de enero de 2008.
El fundador de este semanario recibió al
reportero con su acostumbrado par de
manotazos en el estómago, un gesto con
el que solía expresarme su aceptación al
trabajo publicado.
Sin rodeos, el hombre al que he admirado toda la vida y al que saludé por primera vez en las postrimerías de 2012 abordó
inmediatamente el tema que tanto parecía
inquietarle. Su gesto estaba endurecido.
Horas antes, don Julio escuchó a
Yanquis contra Mets
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BEATRIZ PEREYRA
N
http://newshour-tc.pbs.org
La maldición de Babe Ruth. La fortuna de acercarse a Scherer
detalle, a través de una estación radiofónica, toda la ira descargada por el
exfutbolista Carlos Hermosillo contra
Proceso. Entre otras cosas, Hermosillo,
en su carácter de director general de la
Conade, calificó de “muy ruin” una publicación de este semanario, al que calificó como “una revista que se dedica a
engañar a la gente”.
En la víspera, en un texto firmado por
Jorge Carrasco y este reportero, Proceso
(1630) publicó que Hermosillo era investigado por la Secretaría de la Función Pública debido a presuntas irregularidades
y daño al erario por 26 millones de pesos
durante 2004, en la construcción de un
edificio para la Comisión Nacional de Cultura Física y Deporte (Conade).
o recuerdo la fecha exacta en la
que conocí a don Julio, pero fue en
2001. Ese año tuve el privilegio de
ser contratada en Proceso, la revista que
comencé a leer en 1988 cuando la UNAM
estaba en paro por las reformas de Carpizo, Carlos Salinas se robó la presidencia
de México y yo me convertí en alumna de
primer ingreso del CCH Sur.
No supe de la importancia de Julio
Scherer García hasta que llegué a la Universidad, cuando una profesora nos dijo a
quienes estábamos matriculados en ciencias de la comunicación que Los periodistas,
de Vicente Leñero, era un libro imprescindible. Nuestra biblia. En esas páginas conocí a don Julio. Entendí qué es Proceso.
Nunca soñé con trabajar aquí. Jamás
pensé en tocar la puerta para pedir una
oportunidad. Yo quería ser la mejor cronista de beisbol. No quería ser Scherer sino el
Mago Septién. Narrar una Serie Mundial resultaba más cercano que formar parte del
equipo de reporteros de Proceso.
Pero en enero de 2001 toqué la puerta que me abrió Mauricio Mejía, entonces
editor de deportes. En abril Rafael Rodríguez Castañeda me dio la bienvenida.
Mauricio me llevó por cada rincón de la
revista y me presentó a mis compañeros.
Conocí a todos, menos a don Julio.
Un día desde las escaleras lo vi en la
redacción. No me atreví a saludarlo. Pasé
REP ORTE ES P E C IA L
Dichas irregularidades fueron presuntamente cometidas por Hermosillo cuando se desempeñaba como subdirector
general del Deporte de ese organismo, en
pleno sexenio de Vicente Fox. Para entonces, el dueño del emporio de las albercas
en el país, Nelson Vargas, era el mayor
responsable de la Conade
Molesto, Scherer contó al reportero:
“Siempre admiré y respeté la trayectoria futbolística de Carlos Hermosillo. Mi
admiración por Hermosillo el futbolista
continúa intacta. Sin embargo, como funcionario público este señor no es digno de
dirigir una institución como la Conade”.
Aquel lunes, don Julio me preguntó
insistentemente si aún disponía de material suficiente que ameritara un segundo
texto sobre el tema en cuestión. “¡Adelante!”, me ordenó cuando le dije que sí.
Proceso no dejó de publicar las anomalías y corruptelas supuestamente
cometidas por Hermosillo y sus más cercanos colaboradores durante su gestión
como director general de la Conade. El
exfutbolista fue designado en ese cargo
el 3 de diciembre de 2006 por el entonces
presidente Felipe Calderón, quien también lo apartó de esta responsabilidad el
31 de marzo de 2009.
Carlos Hermosillo es, hasta ahora, el
único director general de la Conade que no
ha concluido todo su periodo al frente del
organismo, ya con 25 años de existencia.
Esa dependencia comenzó a recibir
grandes cantidades justamente durante la
administración de Hermosillo. Por eso resultaba tan importante documentar cualquier asomo de corrupción.
El periodismo mexicano difícilmente
podrá entenderse sin don Julio Scherer. Su
leyenda se inició antes de su partida. Hoy
nos sumamos a la esperanza que abriga el
director de Proceso, Rafael Rodríguez Castañeda: “Si las nuevas generaciones lo toman
como ejemplo, su partida no es una pérdida
sino un punto de arranque”. O
como fantasma hacia el patio. De regreso me lo encontré de frente.
–Y usted, ¿qué? –me dijo.
–Yo soy la nueva reportera, soy de
deportes –le contesté.
–¿Usted cree que no lo sé? Le gusta el beisbol, ¿no?
–Desde los seis años, cuando Fernando Valenzuela ganó el juego tres de
la Serie Mundial. Fue clave para que los
Dodgers le ganaran a los Yankees.
–¿Le va a los Yankees?
–No, a los Mets. Desde 1986,
cuando ganaron la Serie Mundial a
Boston, ¿se acuerda? Medias Rojas
estaba a un strike de ganar por primera vez desde 1918 y apareció la
maldición de Babe Ruth; ya sabe, Boston se lo malbarató a los Yankees y
siguen pagando el precio.
Me miró con sus ojos verdes y
profundos. Me fijé en sus párpados
caídos. “Cuánta gracia hay en usted,
señora”, dijo entre risas. Y se fue.
Fue el inicio de nuestra relación.
Don Julio era uno entre millones de
fanáticos que tienen los Yankees.
Ese 2001 Proceso me mandó a cubrir mi primera Serie Mundial. Los
Yankees perdieron en siete juegos. Lo
peor no fue la derrota, sino el texto que
mandé. Don Julio no dijo una palabra.
Tampoco don Rafael. Mauricio Mejía
fue el emisario: “Nos quedaste a deber
a todos”. O
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Sobre la muerte
–¿E
n qué piensa, don Alejandro?
–En que yo sí pude despedirme de mi hermano,
de mi papá. Y en que Javier (Sicilia) no
pudo despedirse de su hijo…
Asistíamos a la velación de Juanelo, el
asesinado hijo de nuestro queridísimo Javier, en Cuernavaca… Y don Julio no dejaba de mirarme con su mirada persistente,
incómoda. No me dejaba estar conmigo.
Marco Antonio Cruz
ALEJANDRO PÉREZ UTRERA
–¿Qué piensa de la muerte?
Lo miré, tranquilo:
–Pues… Ocurre… Y ya.
–¿Y ya?
–Eso creo. ¿De qué sirve especular
sobre ella?...
Don Julio observó el desgarrador
entorno de dolor y lágrimas. Su mirada
durísima se tornó, de súbito, infinitamente triste…
–Vea esto, don Alejandro… La
muerte ocurre… ¿y ya? O
Corro, Scherer, Leñero
Cómo no
deslumbrarse
ARTURO RODRÍGUEZ GARCÍA
U
n reportero no debe deslumbrarse
con nadie, sobre todo si el encuentro puede ser noticiable. Claro que
se puede sentir, secretamente, la emoción
por la noticia y, en algunos casos, el desprecio por el interlocutor, pero a fuerza
de la multiplicidad de encuentros uno
se vuelve insensible a quienes gozan de
fama pública. El objetivo es contar lo que
se dijo y se tuvo enfrente. La razón en el
periodista debe prevalecer sobre la emoción del hombre.
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El 19 de febrero de 2007, la emoción que
ruboriza y el deslumbramiento que descoyunta la palabra, fueron inevitables. Cuando se decide ser reportero en México, desde
hace ya varias generaciones, saber del Golpe a Excélsior, de Julio Scherer y de Proceso
es conocimiento obligado, evocaciones que
imagino como un triángulo de comprensión sobre la evolución del periodismo nacional y la búsqueda de libertad. Yo admiro
ese triángulo.
¿Cómo no deslumbrarse? Hay lugares
que por su historia se vuelven míticos y
Fresas 13 era para mí uno de esos lugares.
Fue mi paisano el extinto Antonio Jáquez
(autor de la investigación que derivó en la
célebre portada de “El hermano incómodo”) quien me condujo a la planta alta de
las oficinas del semanario, con toda naturalidad, sin los protocolos que suelen dispensarse en ciertos medios a directivos y
patrones.
De repente, me encontraba en Proceso frente a las firmas que construyeron
su historia: el subdirector Salvador Corro
(autor de un libro sobre La Quina). En sillas de visitante, estaban el director, Rafael Rodríguez Castañeda (autor de Prensa
REP ORTE ES P E C IA L
Vendida), y don Julio, su mirada peculiar,
penetrante… los había leído.
Simple la presentación de Jáquez. Sólo
dijo “Es el corresponsal en Coahuila”, y
Scherer tendió su mano para inmediatamente comentar:
–Don Arturo, el de la mina.
No sé qué cosa habré alcanzado a balbucear. Se cumplía un año del siniestro
en la mina Pasta de Conchos y la edición
que empezaba a circular ese lunes llevaba
dos textos de mi autoría. Así que ese gigante del periodismo, que había entrevistado dictadores, amigo de premios Nobel,
reputado por un carisma de excepción,
una leyenda viva, no sólo me había estrechado la mano, sino que notó mi firma.
XXX
¿Qué puede decírsele a un hombre que
se admira que él no haya escuchado? Señor, leí Los Presidentes. Don Julio, lo admiro. Quise ser periodista por usted… bah.
Lugares comunes para Scherer, reproducidos inclusive ahora, cuando ha muerto.
Además, su respuesta era previsible:
“No me chingue, usted es reportero de
Proceso”. Cada ocasión que lo vi y escuché, tenía esa forma de dar relevancia al
oficio y a Proceso, hacernos sentir como
parte de una enormidad moral fundada
en la libertad. Y así es.
El 6 de noviembre de 2007 la celebración anual por la fundación del semanario nos congregó en Fresas 13. Ahí fuimos,
como siempre, los corresponsales, cargados de las cuitas por ser incómodos a
caciques, gobernantes y cortesanos, viviendo como nunca una violencia brutal,
reaprendiendo nuestras regiones ante el
río de sangre que llegó con la guerra de
Felipe Calderón.
Yo creo que ese día se permitió romper mi formalidad y debí aceptar una media hora de bromas que, hoy sé, no fueron
brutales. Me dijo el oaxaqueño Pedro Matías cuando me vio desazonado, con el ego
herido: “No estés triste, siéntete orgulloso
de que don Julio ¡don Julio!, te dedicó todo
ese tiempo”. Entonces no me hizo gracia.
XXX
El 10 de enero de 2011 fue el día en que
don Rafael fijó mi incorporación a la redacción central. Generosidad y fecha que
no olvido. Vi a don Julio en la banqueta de
Fresas 13.
–¿Cómo está, don Julio? –me le planté.
–Qué chingados le importa –respondió
e intenté despedirme.
–Ahora yo le pregunto, ¿cómo está usted? –me detuvo.
–Bien, gracias, don Julio –dije muy
serio.
–¡No me chingue! Usted debe responder “qué chingados le importa, don Julio”.
Deme un abrazo –reímos.
Sólo una vez me llamó la atención
–aunque con suavidad comparándolo
con lo que se cuenta de sus regaños. Un
error de precisión. En un reportaje sobre
Felipe Calderón y la secta Casa sobre la
Roca, cité un pasaje de su libro Historias
de muerte y corrupción. Quise jugar con el
tema y escribí que Calderón confesó un
sueño a Scherer.
“No me confesó, me contó”, me espetó
sin posibilidad de réplica. Tenía razón.
Con el tiempo sus visitas se espaciaron cada vez más. El año pasado me pidió
que fuera en su representación a recibir la
presea John Reed. No supe la razón, seguro había muchos más que podían representarlo mejor que yo, pero en cualquier
caso, fue un honor.
Y sí, hasta ahora, en mi caso y a pesar
de sus embates a mi admiración hacia él,
es la única excepción: sigo deslumbrado,
admirando su enormidad periodística,
intelectual y humana que, estoy seguro,
seguirá expandiéndose en generaciones
incesantes de reporteros que creen en la
libertad y el oficio. O
La entrevista
que sí fue
RODRIGO VERA
“¡Y
a váyase, don Rodrigo, ya váyase! ¿Qué sigue haciendo
aquí?”, me presionaba, en
agosto de 1992, don Julio Scherer para
viajar a Brasil y entrevistar al escritor
brasileño Jorge Amado con motivo del
homenaje nacional que se le hacía por
sus 80 años.
–Estoy juntando información, don
Julio. Y trato de agendar la entrevista
desde México para ir a lo seguro –me
defendía, balbuciente.
–¡Déjese de tonterías, don Rodrigo!
¡Eso lo hace allá! ¡Váyase! ¡Láncese al
ruedo!
Impaciente, don Julio estaba sentado en la pequeña terraza de su oficina
que da a la calle de Fresas. Daba sorbos
a un vaso de agua que tenía sobre la
mesa de jardín. Se le había metido en
la cabeza hacerle una larga entrevista
al entonces principal exponente de las
letras brasileñas, autor de novelas tan
exitosas como Doña Flor y sus dos maridos, Tieta de Agreste y Gabriela, clavo y
canela.
Estaba entusiasmadísimo el director de Proceso con esa entrevista. Me
apretaba el brazo y, obsesivo como
siempre, me recomendaba una y otra
vez:
“No deje de preguntarle a Jorge
Amado sobre sus aspiraciones al Nobel
de Literatura. Pregúntele sobre su militancia de izquierda, sobre su amistad
con Jean Paul Sartre y Fidel Castro, sobre la gran difusión de su obra en Amé-
rica Latina. Aborde el homenaje nacional
que le están haciendo. Acuérdese: es una
entrevista para la sección de Cultura”.
Por órdenes de don Julio, ese mismo
día me dieron el boleto de avión para salir
al día siguiente a Salvador, Bahía, donde
residía el homenajeado y se efectuaban
los principales actos del festejo.
Bañada por el océano Atlántico, la
ciudad colonial de Salvador estaba de
fiesta. Retumbaba el sonido de tambores día y noche. Los negros danzantes
de capoeira hacían sus acrobacias en
las serpenteantes calles adoquinadas.
El picante aroma de la comida bahiana
impregnaba el aire marino. Había actividades culturales y académicas dedicadas a Jorge Amado. Su imagen aparecía
en carteles aquí y allá. Era un personaje
popular y muy querido.
…Pero también muy asediado en esos
días por periodistas de distintos países
que, como yo, habían llegado con la idea
de entrevistarlo en exclusiva. En la Fundación Jorge Amado –una vieja casona
pintada de azul y situada en el histórico barrio de Pelourinho– los asesores de
prensa del escritor aclaraban que éste no
daría entrevistas exclusivas, pues le resultarían agotadoras. Se limitaría a dar algunas ruedas de prensa.
En una de esas presentaciones públicas, en un auditorio atiborrado donde
me tocó permanecer de pie en la parte de
atrás, veía angustiado cómo se me esfumaba la “entrevista a fondo” que quería
don Julio. Apenas alcanzaba a distinguir
a Jorge Amado sentado allá en el estrado.
Un sudor frío me empapó la espalda.
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La risa del maestro
ROSALÍA VERGARA
S
é que la vida sigue, pero después
de una pérdida nunca es igual. He
tenido algunas en mi vida, personales. Esta es mi primera pérdida periodística entrañable.
No fui de su círculo cercano, pero
don Julio tuvo unos guiños conmigo
que me reforzaron para ser la que soy,
como soy, como reportera.
En 2004 comencé a cazar la información. “Caballito de batalla”, me bautizó mi jefe, Salvador Corro. Lo mismo
me mandaba a cubrir una marcha que
una puesta de sol. ¿Qué importaba? Yo
quería tener un lugar en la revista de
política más importante de este país.
Una noche, Álvaro Delgado y
Homero Campa festejaron años de
trayectoria periodística en este semanario. Don Julio estuvo presente en la
celebración, realizada en un lugar que
ya no existe. Pasadas unas horas, don
Julio se despidió con un gesto que a todos nos puso de pie. De mano a los caballeros, con un beso en la mejilla para
las señoras, recorrió a los presentes,
más de 20 quizá.
Todos querían llevarlo a su coche,
que en ese tiempo él mismo conducía.
Pero me abrazó y pidió que lo acompañara. Estaba muy nerviosa y emocionada.
Me vio no sé qué, pero me dijo palabras
muy bonitas que siempre guardaré en mi
corazón.
Me decía “muchacha”; en aquel
2004 yo era la reportera más joven de
la redacción. Yo sabía que era sinónimo
de “imberbe”. Casi lloro años después,
cuando escuché decir mi nombre a ese
hombre que no preguntaba cómo estabas sino qué información tenías.
Benjamín Flores
–¿De dónde viene usted?—me
preguntó de pronto un señor negro
de carnes magras y pelo canoso. Estaba recargado en la pared del fondo, lo mismo que yo. Le contesté con
franqueza:
–Soy un periodista mexicano y vine a entrevistar a Jorge Amado. Pero
ahorita no da entrevistas.
El viejo sonrió y me dijo:
–No se preocupe. Jorge y yo somos
amigos desde que éramos niños. Le
voy a pedir que le dé la entrevista. Déjeme sus datos y yo le doy los míos.
Charlamos un buen rato. Luego
nos tendimos la mano y nos despedimos. No le creí al viejo el cuento de su
entrañable y larga amistad con el escritor. Esa misma noche, mientras estaba tumbado boca arriba en la cama
del hotel, Jorge Amado me telefoneó
personalmente para decirme que me
esperaba al día siguiente en su casa.
No daba crédito. Un milagroso golpe
de suerte me había salvado.
En sandalias y con una holgada
camisa de flores estampadas, Jorge
Amado me recibió con desparpajo en
su casa situada sobre una colina desde
la que se dominaba el mar. Platicamos
largamente en la amplia sala, cuyos
muros estaban decorados con viejos
mascarones de proa. Después salimos
al porche del jardín a tomar café.
Ahí, el escritor empezó sorpresivamente a echar pestes contra su amigo
Fidel Castro. Se quejó de su desmedida
ambición de poder y de que la revolución cubana desembocó en dictadura.
“Una dictadura socialista es siempre
peor que una capitalista”, decía con
el dedo índice en alto. Y mencionaba
la falta de libertades democráticas en
el régimen castrista, que implementó
“una ideología” impuesta por la Unión
Soviética. La entrevista había dado un
giro imprevisto.
Al redactarla comencé con estos
reclamos airados a Castro. Dejé para el
final el aspecto literario y cultural. En
la mesa de redacción cabecearon así
el reportaje: “Jorge Amado fustiga con
desengaño a la revolución cubana”.
Al regresar a México, Scherer me
mandó llamar a su oficina. Pensé
que para felicitarme. Pero no. Estaba
molesto.
“Cometió un error, don Rodrigo.
Cometió un grave error. Esa entrevista requería un tratamiento político de
principio a fin. Se hubiera centrado en
los desacuerdos con Castro y la revolución cubana. ¡En la ruptura! Salieron
sobrando el homenaje y las cuestiones
literarias… ¡Olfato!... ¡Mucho olfato!”,
me aconsejó el siempre exigente Julio
Scherer. O
Hubo un tiempo en que don Julio
visitaba la revista todos los lunes para
platicar con el director, Rafael Rodríguez
Castañeda. Muchas veces lo vi llegar,
otras tantas se le ocurría aventarme el
coche cuando me veía caminar con mi
cara de distraída, sobre la calle de Fresas.
Yo brincaba, él se reía.
Recuerdo su risa desde su coche
hasta mi escritorio. Después de esas
juntas, don Julio bajaba rumbo a la
puerta pero siempre se despedía de
nosotros. Sin embargo, algunas veces,
en la soledad de la redacción caminaba
sigilosamente para jalarme el cabello o
hablarme de manera intempestiva por
la espalda. Y de nuevo yo brincaba, gritaba, y él se reía.
Esa risa la guardo en mi corazón. O
Televisa, “arma
de la manipulación”
JENARO VILLAMIL
E
l lunes 25 de octubre de 2005, por
la mañana, recibí una llamada de
Ángeles Morales, nuestro ángel de
la guarda en Proceso. En la edición del
domingo acabábamos de publicar las revelaciones del convenio recién firmado
entre Televisa, vía su filial TV Promo, y el
gobierno de Enrique Peña Nieto, por 742
millones de pesos en el primer año de su
administración en el Estado de México.
Ambas partes asumían abiertamente que
los espacios informativos en Canal 2 y Canal 4 se compran, junto con entrevistas,
reportajes especiales y hasta “menciones”
REP ORTE ES P E C IA L
en programas de espectáculos, con dinero
público. La llamada era de don Julio. Sentí
un escalofrío. Pensé que algo estaba mal o
incompleto en el reportaje.
–Señor Villamil, le reitero que es un
lujo tenerlo como reportero de la revista
–escuché del otro lado del auricular.
Don Julio estaba exaltado. Me animó a
seguir “hasta donde lleguemos, don Jenaro”. Las revelaciones confirmaban la larga
batalla de Scherer en contra de esa prensa
que confunde propaganda con información y engaña a los lectores y audiencias
de manera descarada. No sólo eso. Le daban la razón para desconfiar de esa nueva generación de ejecutivos de Televisa
que llegaron en 1997 de la mano del junior
Emilio Azcárraga Jean.
Por la tarde, don Julio me esperaba
en la revista. Quería contarme su propia
perspectiva frente a la generación de los
Cuatro Fantásticos que tomaron el poder en
Televisa y planeaban tomar Los Pinos.
–Con los televisos tengo una relación
peculiar, don Jenaro. Después de la famosa entrevista con el subcomandante
Marcos, perdón, se lo digo así porque fue
famosa, se enfriaron las negociaciones.
Negocié con el joven Azcárraga Jean. ¡Hágame el favor, don Jenaro! Me querían pagar 150 mil pesos “por fuera”, como si se
tratara de su empleado. Yo les dije que se
trataba de un trabajo de Proceso y que era
necesario apoyar a la revista. ¡No querían
eso! ¡Querían que yo les sirviera como si
fuera su empleado!
Tres días después, el vicepresidente de
Finanzas de Televisa, Alfonso de Angoitia,
la otra mano “derecha” de Emilio Azcárraga Jean junto con el implacable Bernardo
Gómez, habló a Proceso. Quería aclararle
al director Rafael Rodríguez Castañeda
que él no había sido el “filtrador” de la
nota que condujo a Arturo Montiel al cadalso, que él sólo se dedica a las finanzas
de la empresa y que le molestaba que lo
involucraran en asuntos públicos. No desmentía nada de lo relacionado con el Plan
de Acción que Televisa le habían vendido
a Peña Nieto. El director me pidió hablar
con Angoitia.
–Te llamo porque también te investigué –me dijo Angoitia–. Y sé que eres un
reportero serio. Te pido que cuando tengas algo relacionado conmigo me hables
directamente.
Angoitia me confirmó que era “muy
amigo” del entonces secretario de Hacienda foxista, Francisco Gil Díaz, pero que
él no se dedicaba al asunto de las “filtraciones” y menos a perseguir políticos. Le
expliqué que el reportaje aportaba una
relación de hechos y que, en momento alguno, se le responsabilizaba a él. “Eso es lo
que se insinúa”, me dijo. Sólo pensé para
mis adentros: “Autogol”.
Meses después, otra mañana de lunes,
6 de febrero de 2006, don Julio me esperaba en la entrada de Fresas número 13. Me
saludó con mucha alegría y me comunicó
un singular triunfo de su empeño:
–Esta semana comienza a publicarse
Por mi madre, bohemios.
–¿No le comentó Monsiváis que era
mejor esperar para la próxima semana,
don Julio? –le pregunté.
–No, don Jenaro. Acabo de desayunar
con Carlos y lo convencí. Me dijo que quería contestarle a Martín Rábago (el vocero de la Conferencia Episcopal Mexicana
que en su homilía apoyó a Carlos Abascal.
Al recibir el Premio Nacional de Literatura y Lingüística, Monsiváis le reprochó al
entonces secretario de Gobernación que
confundía el cargo público con un “púlpito virtual”. La Jornada publicó la nota en
su primera plana con la siguiente cabeza:
“Monsiváis zarandea a Abascal”).
Don Julio estaba feliz porque desde
hacía semanas quería convencer a Monsiváis de revivir en Proceso la columna de
Por mi madre, bohemios, en vísperas del inicio de la campaña electoral. Y siempre le
reprochaba que apareciera en los comentarios editoriales de El Noticiero de Joaquín
López Dóriga. “Eso no es para ti, Carlos”, le
dijo varias veces don Julio.
Scherer volvió a la carga. En Televisa
habían reprochado a Andrés Manuel López Obrador que hubiera iniciado un programa en TV Azteca.
–Don Jenaro, lo extrañé la otra vez sobre el asunto de López Obrador y TV Azteca. Me dijeron que andaba de vacaciones.
Carajo, qué lástima que no pude leerle.
Scherer no quería que me separara un
milímetro de lo que las televisoras estaban preparando en vísperas de la contienda presidencial, y menos de la Ley Televisa,
que ya se había cocinado y gestado para
imponerla en el Senado.
La imposición de la Ley Televisa fue imparable. Las bancadas del Senado se fracturaron y la operación iniciada en Valle de
Bravo, en febrero de 2006, para convencer
a los candidatos a la Presidencia de la República de beneficiar al monopolio televisivo, se impuso. En Proceso bautizamos
así a esa reforma legal que pretendía beneficiar por 20 años más a los detentadores de 70% de las concesiones públicas de
televisión.
Por esos días, don Julio me observó
abatido, cansado. Y me sugirió:
–Don Jenaro, esto es apenas el inicio.
Como amigo le digo, piense que es una
batalla a largo plazo. Piense que les está costando todo a los televisos. Nunca
como ahora quedó al descubierto y tan
clara la manera corrupta que tienen de
operar.
Una vez más, me dio ánimos para que
no dejara de indagar y reportear todos los
detalles sobre la operación del monopolio
televisivo para asumir el poder político.
Tres años después, en 2009, el editor
de Grijalbo, Ariel Rosales, me sugirió un
libro que actualizara y profundizara sobre el convenio que Televisa firmó con el
gobierno de Enrique Peña Nieto. A cuatro
años de distancia, cada paso y cada sugerencia del Plan de Acción que se proyectó
para llevar al gobernador del Estado de
México a la Presidencia de la República se
había cumplido. Y querían que culminara
en 2012.
Monsiváis, confidente y cómplice en
muchas otras cosas, se había molestado
conmigo porque acepté escribir el libro.
–Te quieren convertir en un autor de
best sellers y de escándalos políticos de
ocasión –me dijo tajante–. No estás para
eso.
Le argumenté a mi manera por qué
era necesario actualizar y abundar sobre
esta operación que pronosticaba el ascenso de un telepresidente. Era imposible.
Monsiváis temía que la furia de los Cuatro
Fantásticos se viniera en mi contra. Me recordó que no me perdonaban el reportaje
de octubre de 2005 y que eran capaces de
“muchas cosas”.
Frente a la oposición de Monsiváis,
acudí a mi referente en momentos difíciles: don Julio Scherer. Le platiqué la
propuesta, le comenté los argumentos de
Carlos y con una lucidez implacable me
dijo:
–Monsiváis se equivoca en esto, don
Jenaro. El tema le pertenece a usted. Sería un grave error dejarlo. Usted abrió la
rendija y no puede cerrarla. No se lo perdonaría nunca.
Don Julio se ofreció para hablar con
Monsiváis y tratar de convencerlo. Como
una expresión de su apoyo se ofreció para
escribir el prólogo del libro que se tituló Si yo
fuera presidente, el reality show de Peña Nieto.
En la parte fundamental, Scherer escribió:
“No se abre a ninguna forma de optimismo el libro de Jenaro Villamil. Los
hombres y mujeres que disponen de los
bienes de todos no existen como políticos
apasionados por el bien público y el noble avance de la nación. Su vida es la del
poder y la riqueza, armas de la manipulación. En frases hankistas que se volvieron
apotegmas –‘un político pobre es un pobre
político’– se resume la sabiduría necesaria para hacerse de un espacio en la vasta
cumbre de la nación.
“La fórmula es sencilla: comprar el
tiempo mediático, corromper y corromper, mentir y mentir, aprender que a los
aprendices se les puede y debe aprovechar. Así, todo el poder para el político rico, todo para la mafia, todo para el Grupo
Atlacomulco o lo que de él quede, todo para apoyar a Enrique Peña Nieto, atractivo
por su presencia física a costa de la inteligencia y la pulcritud moral.”
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Archivo Procesofoto
Los testimonios
Colaboradores, intelectuales, escritores
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REP ORTE ES P E C IA L
Don Julio
MIGUEL BONASSO
B
II
UENOS AIRES.- Durante muchos años,
aunque nos viéramos seguido éramos don Julio y don Miguel. “Hola,
don Julio”, “Don Miguel, carajo, que gusto
verlo”, “Lo mismo digo, don Julio”.
Pasaron años antes de que mandáramos a la mierda el solemne tratamiento y
adoptáramos el tuteo. En mi caso fue un ascenso, porque don Julio Scherer García era el
periodista más valiente y respetado de México. Uno de esos grandes dinosaurios del
periodismo mundial que van desapareciendo por obra de la biología pero –sobre todo–
a causa de la decadencia planetaria. La politiquería y sus operaciones, el marketing, las
“casas blancas” de la corrupción y el aburrimiento. Los Miamis de un mundo que tapa
con las tetas de la farándula, los cadáveres
de todos los desnutridos de la Tierra.
Cuando lo conocí, en 1975, don Julio
era el todopoderoso director de Excélsior,
uno de los diarios más importantes del
continente y yo estaba de licencia en mi
profesión de toda la vida para meterme de
lleno en la resistencia contra el terrorismo
de Estado que ya imperaba en el gobierno
“constitucional” de María Estela Martínez
de Perón y su Brujo, José López Rega. Scherer viajaba a Buenos Aires y yo lo visité
con Carlos Suárez (otro amigo ya fallecido), a fin de suministrarle los tips básicos
que le permitieran entender ese misterio
que siempre ha sido Argentina para el
resto del mundo. Le fue bien y me lo agradeció con entusiasmo. (Una constante en
Julio, ese entusiasmo que se prodigaba en
exclamaciones rotundas, llenas de gracia,
como cuando le dije –hace tres años– que
iba a México a presentar mi libro El mal.
“¡Me vale verga tu libro, pinche Miguel! ¡Lo
que quiero es darte un abrazo!”).
A fines de 1975 regresé clandestinamente a Argentina con mi esposa, Silvia y
mis dos hijos pequeños, Federico y Flavia.
En diciembre de 1976, en mi casa clandestina de Buenos Aires, me enteré que el Poder (en ese caso el del presidente priista
Luis Echeverría) había orquestado un golpe de estado dentro de la cooperativa del
Excélsior para echarlos a Julio y a sus seguidores, que eran legión. Más cerca yo de la
muerte que de cualquier forma concebible de futuro, estaba lejos de imaginar que
volvería a verlo y construiríamos una profunda y fabulosa amistad en ese México
que ya forma parte determinante en la urdimbre de mi vida.
A comienzos de 1978, la organización
me plantó en México como secretario de
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69
RAFAEL CARDONA
“D
Archivo Procesofoto
Esa letra menuda...
on Rafaele” –me decía en voz
baja–. “¿Cómo se hace cuando
el poder legal choca contra el
poder impuesto?”
–Pues lo legal pierde el poder, don Julio.
Era la madrugada del 8 de julio de
1976. Los golpistas de Excélsior habían retirado la página de respaldo de colaboradores y articulistas quienes manifestaban
su compromiso con la autoridad editorial
y administrativa de la cooperativa ante la
inminente asonada traidora cuya culminación llegaría horas más tarde. La “indiada” al fin votó.
Julio Scherer se mordía las uñas. Ser descarnaba la punta de los dedos. Tenía el pelo revuelto con el descuido de sus 50 años.
A partir de ese día todo fue distinto.
Como fuera, la dirección de Excélsior
era una posición dentro del concierto nacional. Cuando hicimos CISA y luego Proceso, Scherer comenzó a ser parte del
desconcierto.
Su postura crítica quiso ser interpretada como una revancha rencorosa con-
tra todo y contra todos. Sus audacias en la
denuncia, la exhibición de pecados públicos, la intransigencia contra Echeverría, su
censura ante la ruindad, su arrojo durante
el salinato, su capacidad de sostener una
posición insobornable durante años y años
desconcertaban al poder.
No lo podían tratar como a los demás.
Claro, no era como los demás. No pudieron ni los intentos de halago, ni el amago.
–Un día –me dijo Francisco Galindo
Ochoa– Julio va sacar una portada contra
Julio, nada más eso le falta.
Y se reía socarrón. Después ordenó el
boicot. Ni una página de publicidad oficial, cero propaganda comercial. Y Scherer aguantó como resistió en 1975 y 76 el
sabotaje del sector privado. Como asimiló
el golpe del 8 de julio, como soportó tantas cosas.
En noviembre de 1976, a solas, en el
edificio prestado por José Pagés Llergo para alojar a los expulsados de Excélsior y su
angustiosa necesidad de sobrevivir, de salir de nuevo a la calle con un papel impreso
o una noticia en las manos para cumplir su
vocación, su oficio y hasta su destino, le dije a Scherer: “Me voy”.
El primer número de Proceso lo conocí
en el puesto de la esquina.
La vida tejió su manto. La vid reventó sus uvas.
Prensa del Movimiento Peronista Montonero y esto me permitió reencontrarme
con Scherer, quien, con gran valentía y tenacidad, había sacado el semanario Proceso, que se leía mucho más que los diarios
adocenados, sometidos al partido-Estado
que llevaba décadas en el poder. La inminencia del Mundial nos permitía amplificar las denuncias sobre las atrocidades que
estaba perpetrando la dictadura militar. Lo
fui a ver.
–Don Julio, ¿le gustaría entrevistarse
en la clandestinidad con miembros de la
resistencia?
Pegó un salto, rojo de entusiasmo.
–Ya, don Miguel, ya.
Viajó, se entrevistó con dirigentes y
militantes de base y escribió una de las
crónicas más apasionantes sobre la dictadura de Videla, que –obviamente– fue portada de Proceso. Treinta y tantos años después me preguntaba por mail si el dictador
seguía yendo a la capilla Stella Maris. Los
periodistas mexicanos siempre han estado apasionados en nuestros asuntos, como nunca lo han estado los periodistas
argentinos con el tema estratégico de México. (Con las debidas y consabidas excepciones de rigor, claro).
Nuestra relación se reforzó, pero seguíamos siendo “don Julio” y “don Miguel”.
El vuelco, espectacular, se produjo a fines
de 1984, cuando se publicó en México Recuerdo de la muerte. Julio lo devoró y me con-
decoró como periodista al invitarme a escribir todas las semanas para Proceso.
Una noche, cenando en nuestra casa de
Mariano Escobedo, con ese gran provocador
que era mi padre Ernesto, (también periodista), el tuteo nació de manera espontánea,
sin hacerse notar y se instaló para el resto
de nuestras vidas. En marzo de 1988, cuando
pude regresar a Argentina tras un exilio que
se había prolongado merced al celo persecutorio del fiscal Romero Victorica, no sólo llevaba una credencial de Proceso sino la protección de Julio como un hermano mayor.
–Que no se metan contigo porque armamos un desmadre internacional. Y ya
sabes: lo que necesites, mano. Nada más
llamas que aquí estamos.
Una solidaridad que no desmayó jamás. Típicamente mexicana. En 2011,
cuando me casé y le presenté a mi joven
esposa mexicana, hizo una escena divertidísima en Los Almendros, un restaurante de comida yucateca. Después de piropear a Olivia, simuló un ataque de celos
y de envidia, se paró y se puso a dar vueltas por el salón como un loco furioso. A
la hora del café nos preguntó cómo estábamos de recursos y nos ofreció todos
sus ahorros, que obviamente rechazamos,
pero sabiendo perfectamente que no era
un ofrecimiento retórico. Como a Oli se le
aguaron los ojos por la nobleza del gesto,
salió hábilmente por peteneras y la encaró sonriente:
–Señora, dígame la verdad, ¿ya se han
peleado alguna vez? ¿ya le ha dicho usted
“lárgate”?
La escena tenía un valor emocional
enorme si se relacionaba con nuestro pasado: nuestra amistad se enriqueció cuando
incorporamos a nuestras respectivas esposas, Silvia y Susana. Cuando Susana enfermó de cáncer, Silvia la visitaba y la arropaba con su humor y su ternura. Susana
murió y Silvia, a su vez, enfermó de cáncer. A Julio lo golpeó duramente la enfermedad de mi mujer, a la que admiraba y quería
profundamente.
–Muérete con ella –sentenció una mañana en el restaurante plástico de Insurgentes y Barranca del Muerto, donde nos
habíamos citado para conversar largo de
esa doble tragedia que nos unía aún más.
–Muérete con ella –insistió de manera concluyente.
Entendí perfectamente lo que me quería decir y tal vez por haberlo entendido, un
cuarto de siglo después, celebró mi matrimonio con Olivia. Es curiosa la vida: uno
pasa gran parte de su existencia con gente que le importa tres carajos o que directamente nos fastidia y con amigos del alma
podemos estar separados durante años. A
Julio lo fui siguiendo a través de algunos de
sus veintidós libros: Los presidentes, La terca
memoria, Vivir, Máxima seguridad y Calderón
de cuerpo entero. O sus hazañas periodísticas como la entrevista que tuvo con Ismael
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REP ORTE ES P E C IA L
“Proceso”. El arranque
Veinte años pasé sin verlo ni hablar
con él. Leí todo su trabajo, conocí toda su
obra y siempre lo consideré cercano a pesar de todo. Alguna vez jefe; quizá mentor en varios momentos, viejo solidario,
casi tanto como Manuel Buendía o el propio Jefe Pagés.
Una tarde recibí La piel y la entraña (Lecturas Mexicanas, del Conaculta). La helada dedicatoria me entristeció:
Para Don Rafael Cardona. Punto. Julio. Dic
96. Respondí con un libro mío:
Para Don Julio Scherer. Punto y seguido. Rafael. Ene 97.
Pocos días después nos reencontramos
cuatros lustros tarde. Bebimos cataratas de
café y hablamos y hablamos. Ni una censura, ni una crítica. La vista al frente.
–Usted y yo deberíamos hacer cosas
juntos, don Rafaele.
Nunca las hicimos.
Años después vino el episodio luminoso del Mayo Zambada, desde mi punto
de vista la cima en su carrera. El reportero llega a un mundo clandestino donde no
pueden ni soldados ni policías, se juega la
vida en los inseguros linderos de la ancianidad. Y la jauría estimulada por el gobierno lo agrede, lo acosa y lo acusa. Envidia
pura, mediocridad envidiosa.
Algo semejante a esto digo por la radio, por la televisión. Lo escribo. Y Julio me
llama, me cita, me agradece y me regala
un libro de Nabokov. Me sorprende su minuciosa cajita con los aparatos auditivos.
Le advierto cristal en la mirada. Se le han
venido encima los años pero la mente es
la misma prodigiosa maquinaria.
Y en el libro escribe con esa letra menuda un tanto temblorosa: “Rafael: Padecí
y disfruté de una conmoción interna que
tú provocaste. Y sé lo que es la conmoción,
un vuelco del alma”.
Adiós, ahora sí para siempre, Julio. O
El Mayo Zambada, capo del Cártel de Sinaloa, compadre del Chapo Guzmán. Fue llevado clandestinamente a verlo cuando ya
sumaba 83 años, pero mantenía intacta la
testosterona, fiel a su histórico lema: “Si el
Diablo me ofrece una entrevista, voy a los
infiernos”.
Él también me husmeaba de lejos y
a veces nos reencontramos profesionalmente en las páginas de Proceso. Cuando la SIDE de Carlos Saúl Menem “chupó”
violentamente en México a Enrique Haroldo Gorriarán Merlo y lo llevó clandestinamente a Buenos Aires con la complicidad
del presidente mexicano Ernesto Zedillo, le
escribí todo lo que había averiguado sobre
ese secuestro disfrazado de legítima detención y fue tapa del semanario.
–Estás como quieres –me condecoró
por teléfono.
En nuestros últimos encuentros, hace
tres años, volvimos una y otra vez a nuestro tema favorito: la relación entre el periodismo y el poder. Que sólo puede ser
de absoluta independencia o el periodismo se convierte en propaganda. ¿Cuántos
Scherer nos quedan? ¿Nacerán otros en el
futuro? ¿Dónde y cómo podrán ejercer su
oficio? ¿El talento y el coraje no acabarán
ahogados en un océano de yuppies, operadores y cagatintas? Hoy es un día de infinita tristeza: a las cuatro y media de la
mañana (hora de México) un corazón mayor de América Latina dejó de latir. O
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De la Fuente, García Márquez y Scherer. Comensales
Adiós don Julio
JUAN RAMÓN DE LA FUENTE
D
urante poco más de 10 años, entre 2001 y 2012, nos reuníamos periódicamente a comer y conversar,
Julio Scherer, Gabriel García Márquez, Ignacio Solares y yo. Hasta 2007, las reuniones eran habitualmente en la Universi-
dad. Comida de altura, las llamaba Gabo,
cuando eran en el piso 11 de la Torre de la
Rectoría, y comida de cuatro, cuando nos
mudamos a un restaurante en la zona de
San Ángel.
Fue durante esos años cuando don Julio y yo construimos lo que considero una
de las grandes amistades a lo largo de mi
vida. No tengo duda que él también la valoraba. Recuerdo con emoción la dedicatoria que escribió al obsequiarme La terca
memoria: “Con mi amistad irrenunciable.
Entre nosotros y para quienes queremos,
la amistad es el único pacto seguro que
conozco”. Él lo honró cabalmente hasta el
final de su vida, y yo haré lo propio.
Recordar hoy a don Julio es recobrar
la confianza en la integridad de las personas, en la fortaleza de las convicciones, en
la firmeza del carácter, en el rigor del análisis y el peso de la crítica; en la independencia y en la autonomía como formas de
realización individual. Pero también lo es
ratificar la importancia de la familia, el
valor de la amistad y de la gratitud como
expresión de afecto. Todas esas y algunas
más, eran prendas que él portaba de manera natural.
No concebía al periodismo sin la crítica, ni a la crítica sin la investigación rigurosa que la sustentara y la firme convicción de que ésa era la tarea. Por eso don
Julio, en el ejercicio de su oficio, incomodó a muchos, irritó a otros y sacó de sus
casillas a algunos más. En cierta forma,
El profesor de periodismo
FÁTIMA FERNÁNDEZ CHRISTLIEB
E
l ángulo que me tocó vivir de don
Julio fue el de profesor de periodismo. Casi lo miro entrar a ese salón
de la planta baja de aquella Universidad
Iberoamericana que después se derrumbó. Era el año de 1972, pocos alumnos y
demasiadas máquinas de escribir. El entonces director de Excélsior venía a dar un
taller. La primera hora sería teórica y en la
segunda escribiríamos.
En esa época Julio tomaba clases particulares de filosofía, en el periódico, con
uno de los articulistas que también era
maestro nuestro, Francisco Carmona Nenclares, un filósofo del exilio español que
había militado en el PSOE y llegó a México en los cuarenta. En nuestra clase teórica Scherer comentaba lo que aprendía
con Carmona: a veces era Heidegger, otras
Ortega y Gasset, y siempre surgía el detalle sobre la coyuntura mexicana y las vi-
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cisitudes del periodismo en nuestro país.
Cuando no podía trasladarse hasta la
colonia Campestre Churubusco, los alumnos íbamos a Reforma 18, esperábamos
largos ratos en la recepción escuchando las
llamadas que recibía Elena, su secretaria.
Al entrar por fin a su oficina lo atiborrábamos con preguntas sobre lo que habíamos
escuchado y visto. Le gustaba responder,
pero nos daba versiones acordes a nuestra
ingenuidad y desinformación.
Nos puso a competir: el mejor trabajaría en el periódico o en Revista de Revistas,
con Vicente Leñero. En sus críticas a nuestros textos era implacable, duro, y dejaba
de lado lo que comenzaba con un mal párrafo. El año se fue volando, al terminar se
llevó a Patricia Torres Maya a la sección “B”
del diario. Hicimos una cena de despedida
en casa de Raúl Navarro y no regresó a la
Ibero. Le pedí que me dirigiera la tesis, me
clavó la mirada y dijo algo así como: “Yo
no soy académico, dile a Granados”.
Vino el golpe a Excélsior y lo buscamos.
Nos puso a trabajar con Rosa María Roffiel
para juntar fondos destinados a alguna
publicación que terminó siendo Proceso. Me pidió textos para la revista. Durante un tiempo escribí cuando en la agenda
surgía el tema del que algo sabía. Con su
estilo fuerte, su mirada penetrante y sus
palabras contundentes me hacía preguntas, como si estuviéramos en clase, para
saber si estaba segura de que así eran las
cosas. Con los años dejó de pesarme su
mirada, comencé a ver al ser humano, a
adivinar sus contradicciones, a entender
su radicalidad.
De vez en cuando se organizaban comidas, en La Cava, con los integrantes de
un pequeño grupo que le teníamos afecto. En una de ellas, después de una áspe-
REP ORTE ES P E C IA L
las reacciones que suscitaban sus críticas reflejaban la intolerancia de los destinatarios. Mientras más autoritarios,
más intolerantes. Pero por eso mismo se
ganó también la admiración y el respeto
de muy amplios sectores de la sociedad y
logró, contra viento y marea, no sólo darle
continuidad a su tarea periodística sino
abrirle espacios a otros para que también
pudieran hacerlo.
Cuando se le informó que había sido seleccionado para recibir el Premio Nacional
de Periodismo, que por primera vez dejaba
de ser un acto oficial para convertirse en un
ejercicio ciudadano, como era de esperarse, don Julio dijo “No, gracias”. Algunos de
los periodistas miembros del jurado me pidieron que hablara con él, pues en esa época me habían invitado a presidir el Consejo
Ciudadano del Premio, y aunque no formé
parte del comité evaluador –que lo conformaban exclusivamente periodistas– me tocaba encabezar el acto de entrega.
“Don Julio, me gustaría platicar con usted, ¿cuándo nos podemos ver?” “Con gusto, doctor; percibo que tiene cierta urgencia.” “En efecto, don Julio.” “Muy bien... Lo
veo mañana, querido doctor.” Conociéndolo, fui al grano. “Doctor, no me pida eso. No
creo en esas cosas. Ya lo rechacé hace algunos años”, dijo. La conversación se extendió más de dos horas. Le aseguré que el gobierno ya no tenía nada que ver en esto y
que había sido seleccionado por sus propios colegas. “Don Julio, si usted acepta,
fortalecemos el periodismo independiente
y el valor de la ciudadanía.” “Sólo por eso,
mi querido doctor.” Unas semanas después
recibió el premio en el auditorio de la Universidad Iberoamericana, y una de las ovaciones más cálidas que recuerdo.
Su amistad con Gabo y con Solares antecedía a la nuestra. Eso favoreció el que
desde un principio en esas reuniones tocáramos temas sensibles, delicados, a veces
personales, con el compromiso implícito
de que lo que ahí se decía ahí se quedaba.
Sólo una vez accedimos todos a tomarnos
una foto, cuando Gabo nos dedicó Vivir para contarla. “La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Así empiezan las memorias de García Márquez y sobre eso también
conversamos largamente.
“Gabriel, con esa reflexión vas a quitarle la chamba a todos los psiquiatras”,
le dijo don Julio a Gabo con esa mezcla de
inteligencia y sentido del humor que tenía. “No me lo tome a mal doctor, yo a usted le tengo buena ley porque me curó el
insomnio que me abrumaba, con un chochito milagroso”.
La familia era en él otro tema recurrente. La memoria de Susana, la preocupación y el orgullo de la estirpe. “Cuéntanos Gabriel ¿qué estás escribiendo?”, era
en él una pregunta habitual. “Don Ignacio, ¿qué nos dice de su próxima novela?”
“Doctor, platíquenos de su relación con
Fox, ¿cómo le hace?” En cierta forma don
Julio nos interrogaba y sin el menor gesto
impositivo terminaba por marcar la agenda. Él perfilaba los temas. Periodista al fin
y al cabo.
Me invitó a escribir el prólogo del libro que escribió con Monsi, Parte de
guerra:Tlatelolco 1968. Acepté con gusto. A
los pocos días, la llamada: “Doctor, su texto es impecable pero lo encuentro blando.
Hágame un favor, revíselo. Si lo cree oportuno, me envía un nueva versión”. Era
muy su estilo: te decía directo lo que pensaba y luego te hacía una amistosa consideración. Por supuesto, el texto revisado
le llegó en unos días y de inmediato la llamada, casi telegráfica: “Le mando un fuerte abrazo, doctor, muchas gracias”.
La muerte de don Julio deja un enorme
vacío no sólo en el periodismo nacional sino en la conciencia social de México, y para quienes tuvimos la fortuna de convivir
con él en alguna época de nuestras vidas,
un sentimiento de nostalgia, pero también de fortaleza, de gratitud, de esperanza. Personaje inolvidable. Mantendré hasta el final el pacto que generosamente me
propuso. Adiós, don Julio. O
ra discusión colectiva sobre algún asunto
de la vida pública, nos regaló el Diario de
la galera, de Imre Kertész; le pedí que escribiera algo en la primera página. Me dijo
“escríbelo tú, ahí te va: ¡que chinguen a su
madre los matices!”. Era el 28 de septiembre de 2006.
Después de eso desayuné con él un par
de veces, en lunes, cuando sin ser director
de Proceso solía ir ese día. La conversación
se encarrilaba siempre por el lado de la naturaleza humana, los conflictos con los
otros, la búsqueda de la armonía. Era como discutir en la clase de los setenta, a la
luz de la filosofía de Carmona, pero lejos de
la academia.
La última vez que lo vi fue en La Casserole. Desayunaba con Julio, su hijo, y dos
personas más. Me acerqué a saludarlo. Jaló una silla y les dijo a los demás, palabras
más o palabras menos: “Les voy a contar
algo de esta señora”. Se remitió a las clases de periodismo y recordó anécdotas que
provocaron carcajadas. Hoy, miércoles 7 de
enero, me entero que se fue para siempre
mi maestro Julio Scherer. Descansará seguramente, ahora sí, porque en esta vida la
paz no le sobraba. O
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Refugio Ruiz
La obra editorial de Julio Scherer*
MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA
R
eacio a ser el centro de la atención
pública, Julio Scherer García aceptó en buena hora el doctorado Honoris Causa que le otorgó la Universidad
de Guadalajara, y el homenaje a su obra
editorial realizado en la XIX Feria Internacional del Libro, auspiciada por la propia
casa universitaria. En este último acto hablamos, además del propio Julio Scherer,
Elena Poniatowska, Vicente Leñero, Enrique Maza, Carlos Monsiváis y yo mismo.
Preparé estas notas que resumen lo que
allí dije:
La Fundación Nuevo Periodismo, presidida por dos espíritus tan distantes entre sí como Gabriel García Márquez y Lorenzo Zambrano, el magnate mexicano (y
mundial) del cemento, ha creado dos premios, uno al triunfador de un concurso
anual, y otro, en la categoría de homenaje,
a una carrera cumplida. Lo otorgó en esta
modalidad a Julio Scherer García, en 2003.
Pero lo mismo hubiera podido reconocer
su tarea como periodista en activo, pues
entonces se hallaba, como se encuentra
ahora, en plena creatividad.
La ha ejercido y mostrado en tres etapas, de tres modos diferentes. La primera
corre de 1947 (cuando a los 21 años de edad
ingresa en Excélsior como aprendiz de reportero) a 1968, cuando es elegido director de ese periódico. Aunque en la segunda
etapa pervivió la semilla de la primera, como responsable de aquel diario y luego del
semanario que tiene usted en sus manos,
lector, la tarea de Scherer consistió en abonar el trabajo de otros, en cultivarlo y en
74
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ofrecer su cosecha a los lectores. Además,
y sin proponérselo, porque cree en el periodismo en sí y lo practica, convirtió esas publicaciones en instrumento para que la sociedad mexicana se conociera a sí misma y
promoviera su propia transformación.
Retirado por voluntad propia de la dirección de Proceso en 1996, Scherer no se
jubiló del periodismo. No podría hacerlo
porque está en su naturaleza. Es su segunda
naturaleza. Su primera naturaleza, se diría.
Lo abordó ahora en forma de amplio reportaje combinado con ensayo, editado como
libro. En realidad, Scherer resumió en esta
tercera etapa el talante con que desde sus
comienzos se identificó con el periodismo:
es un indagador penetrante que asedia los
hechos y a las personas, cavila sobre unos y
otros y escribe, al mismo tiempo con la prisa del diarista y con la hondura del creador
literario.
Como reportero que cumplía órdenes
de trabajo diverso, pronto fue dedicado a
la política. No se ocupaba del chismerío,
de la banalidad. De haber sido tuerto, hubiera sido rey en tierra de ciegos. Pero tenía los ojos bien abiertos, como tenía los
oídos igualmente receptivos. En un ambiente profesional donde predominaban
la rutina y la venalidad, escapar de esas
lacras singularizó a Scherer, que también
estaba llamado a encabezar grupos, a animar iniciativas. Estaba ya al frente de una
corriente cuando, con la muerte casi simultánea del gerente Gilberto Figueroa y
el director Rodrigo de Llano, en 1963, Excélsior inició el camino de su modernización.
Lo primero era salir del conservadurismo autoritario que se alababa hacia fuera y se practicaba hacia adentro, y del que
Scherer mismo fue víctima. Como pensaba con su propia cabeza, había firmado con muchas personas (y sus compañeros Eduardo Deschamps y Miguel López
Azuara) un desplegado de protesta contra
la brutalidad policiaca al reprimir a sindicalistas que demandaban respeto a sus
derechos y libertad para sus presos. Se les
siguió un procedimiento porque ese modo
de asociarse a comunistas revoltosos no
era propio del decoro del periódico de la
vida nacional.
Elegido director de la cooperativa, Scherer no sólo estimuló y practicó las libertades de información y de expresión, el derecho a averiguar qué pasa y a examinar y
calificar, sino que creó nuevas publicaciones y nuevos modos de hacer periodismo.
Fundó la revista Plural, dirigida por Octavio Paz, que combinaba la calidad de una
publicación dedicada a las artes y el pensamiento con los instrumentos del periodismo mercantil: impresión de calidad y
amplia circulación. Renovó Revista de Revistas, cuya existencia precedió a la del diario
mismo, y que mostraba los acusados rasgos
de la vetustez. Dio un espacio cotidiano a la
información sobre cultura, como contaban
con él la política, la economía o los deportes. Y difundió el estilo noticioso del diario
a través de una agencia de noticias, la primera en nuestro país en que un periódico
servía a periódicos. Al mismo tiempo, tiró
lastre: eliminó las notas de sociales, infor-
REP ORTE ES P E C IA L
riodista narra momentos significativos de
su relación con Gustavo Díaz Ordaz, Luis
Echeverría, José López Portillo y Miguel de
la Madrid. Beneficiado por el éxito de esa
obra, en 1990 apareció El poder. Historias de
familia, que en pocos meses vendió 25 mil
ejemplares y se refiere al caso de Everardo
Espino, alto funcionario con López Portillo,
caído en desgracia en el siguiente sexenio.
En 1995 reemprendió Scherer esa suerte de memoria política inaugurada con Los
presidentes. Su primer volumen fue Estos
años, y gira sobre la relación del periodista
con Carlos Salinas, antes y durante su presidencia. Prolongó dos años después el relato de esa relación en Salinas y su imperio.
A esa obra siguió en 1998 Cárceles, una visión del sistema penitenciario mexicano a
través de entrevistas con el doctor Carlos
Tornero. El tema del cautiverio sería recuperado por Scherer en Máxima seguridad,
aparecido en 2001 e integrado con conversaciones con presos en penales que tienen aquella característica.
En Parte de guerra, publicado en 1999, se
inició la colaboración de Scherer y Carlos
Monsiváis. El reportero hizo pública documentación que el general Marcelino García
Barragán, secretario de Defensa Nacional
bajo Díaz Ordaz, había previsto entregarle
y que comprueba la participación del Estado Mayor Presidencial en la matanza de
Tlatelolco. En 2002 se publicó una segunda edición de la obra: Parte de guerra II está precedida por un prólogo del rector de
la UNAM, Juan Ramón de la Fuente, y enriquecida con un catálogo fotográfico sobre
esa jornada macabra entregado en España a la corresponsal de Proceso Sanjuana
Martínez.
En 2000 Scherer reunió sus vivencias
sobre Chile (adonde en 1974 entró clandestinamente para dar fe de las atrocidades del régimen) y entrevistas al dictador bajo el título Pinochet, vivir matando. La
misma obra fue reeditada en este 2005 por
el Fondo de Cultura Económica bajo el título El perdón imposible. No sólo Pinochet.
También en colaboración con Monsiváis,
Scherer publicó en 2003 Tiempo de saber.
Prensa y poder en México. Su texto en ese libro es una primera aportación del autor a
sus percepciones sobre el golpe a Excélsior,
que necesita ser profundizada. También
con Monsiváis presentó al año siguiente
Los patriotas. De Tlatelolco a la guerra sucia.
Y en 2005 el Fondo de Cultura Económica recuperó la entrevista que hizo Scherer
en 1961 al general Roberto Cruz, inspector
general de policía del callismo, con el título El indio que mató al padre Pro.
Con su incesante tarea, y a pesar de su
aceptación de homenajes, Scherer rechaza que se le embalsame en vida. En su obra
más reciente, La pareja, aparecida apenas
este noviembre, se muestra militante como
siempre, ahora de su propia causa. A instancia de Carmen Aristegui, que reseñó en Reforma la porción de este libro que narra la
infundada y por lo mismo infame persecución de la Procuraduría Fiscal de la Federación a Julio Scherer Ibarra (modo oblicuo y
obvio de hostigar a su padre), solapada desde Los Pinos, estas notas concluyen pidiendo, con la fórmula por ella sugerida:
Señor presidente, es tiempo de detener la mezquindad. O
*Artículo publicado en la edición 1518 de Proceso (4 de diciembre de 2005).
Marco Antonio Cruz
mación banal y ofensiva sobre fiestas de ricos, y suprimió publicaciones como el Magazine de Policía, semanario de nota roja que
escondía su estimulación del morbo tras el
lema “denunciar las lacras de la sociedad es
servirla”.
Por sobre todo, Scherer buscó la independencia de la cooperativa frente al poder. En su trato con políticos había llegado a conocer cuán peligrosos son los de esa
especie cuando sienten lastimados sus intereses. Tuvo que contemporizar con ellos,
aprender, según la fórmula de Jesús Reyes
Heroles, a lavarse las manos con agua sucia. Y mientras más se afanaba en separarse de los objetivos de los mandones de la
política, más endeble fue su posición. Hasta que Echeverría, que había propiciado
un boicot de anunciantes para asfixiar al
diario y con ello someterlo, sin conseguirlo, dio el golpe de garra que destruyó Excélsior (pues eso fue lo que ocurrió en 1976, y
lo que siguió fue una prolongada agonía).
De inmediato Scherer reinició el camino. Antes de que se cumpliera un mes
desde el día de su expulsión, estaba ya en
marcha CISA, la empresa que edita este semanario, cuya primera tarea fue la agencia de noticias hoy conocida como Apro. El
6 de noviembre de 1976, sólo cuatro meses después de la tentativa de hacerlo callar, Scherer alzaba de nuevo la voz. Bajo
su conducción se inició entonces la revista
Proceso, que hace un mes cumplió 29 años
de vida, durante 20 de los cuales Scherer
estuvo directamente al timón. Después ha
continuado su tarea como presidente del
Consejo de Administración.
Ni durante sus años de director de Excélsior ni en los de Proceso Scherer rehusó continuar su ejercicio como reportero,
mediante entrevistas y reportajes de gran
alcance, que aparecieron en las páginas
de esas publicaciones. A partir de 1986, el
periodista reanudó lo que constituye la fase actual de su trabajo editorial, la de autor de libros. El primero que salió de su
pluma, La piel y la entraña (Siqueiros), resultó de largas conversaciones con el pintor mientras se hallaba preso en Lecumberri. Apareció en ediciones Era en 1965 (y
luego fue reeditado en 1974 por Pepsa, en
1996 por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y en 2003 por el Fondo de
Cultura Económica. Dije en su momento
que esa cuarta edición “corresponde, por
su dignidad y elegancia, a la plena madurez de Scherer. Aparecida sólo pocos meses después de que aceptó el Premio Nacional de Periodismo, esa edición forma
parte de un homenaje que el país debía y
está pagando al autor”.
Los presidentes ha sido la obra más difundida de Scherer: sólo en sus primeros 10 años, de 1986 a 1996, Grijalbo hizo
17 ediciones. Con honradez que le impide ocultar sus propias debilidades, el pe-
Scherer y Aristegui. Colaboración
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
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Benjamín Flores
Con Leñero. Una historia juntos
Encuentros
con Julio
ENRIQUE KRAUZE
S
En recuerdo de Scherer
DAVID IBARRA
J
ulio Scherer ha fallecido. Nos deja desolados en un vacío terrible. Supo erigirse en la conciencia periodística nacional, tarea enorme, valiente, en un país
donde privan impunidad y corrupción
extendidas.
Scherer, estudioso del derecho, la filosofía y la literatura, unía a su talento
irrepetible una visión tercamente progresista, crítica de la sociedad mexicana, así
como una limpísima honestidad intelectual, política y de cualquier otro género.
Junto a sus colegas Granados Chapa,
Vicente Leñero, Rafael Rodríguez Castañeda, entre otros, hacen de Excélsior el
mejor periódico del país. Con Octavio Paz
da nacimiento a la revista Plural y luego
fundan Proceso, como trinchera o refugio de resistencia frente al autoritarismo
entonces reinante. Sus múltiples libros,
ensayos, reportajes, entrevistas, hablan
de su valor cívico, de su trabajo público
en defensa incesante de la justicia, de los
derechos humanos y de su lucha contra
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la deshonestidad, los delitos, el crimen.
En otro terreno Scherer, enemigo del boato, de la televisión, de los homenajes, hace de su vida un coto cerrado, como lo
atestigua haber previsto un funeral familiar privado.
El ánimo de Scherer estuvo dividido entre tesis públicas siempre de avanzada y un cierto conservadurismo en el
ámbito privado. Julio Scherer cultivó como pocos el culto a la amistad y el amor
a su familia. Así lo hemos experimentado
quienes disfrutamos de su cercanía, así
se desprende del texto de su hija María
publicado en Letras Libres, y de las palabras de su hija Gabriela durante su prolongada enfermedad.
Es común rendir homenaje elogioso, frecuentemente excesivo, a la muerte de personas distinguidas. En mis palabras no hay exageración alguna. Hasta su
muerte Julio Scherer fue el primer periodista de México, el mejor padre y el amigo
irremplazable. O
u abrazo era como el abrazo del mundo. Tenía una cierta manera lateral
de mirar, entrecerrando los ojos, escudriñando al interlocutor, penetrando su
alma. Ladeaba el rostro, se tocaba la frente –la mente– y estallaba: de júbilo por una
concordancia, de indignación por cualquier diferencia, de asombro ante un dato
nuevo, curioso o secreto. Siempre llevaba
un libro bajo el brazo. Si llegaba antes que
yo –cosa frecuente– lo veía de lejos, clavado en la lectura, los dedos acariciando
su gran melena gris. Era pródigo –recuerdo sus propinas, mayores que las cuentas–, era ceremonioso –amaba el “Don”,
nos costó mucho hablarnos de tú–, pero al
mismo tiempo era pendenciero y soltaba
palabrotas a diestra y siniestra.
Desayunábamos en la YMCA, donde
ambos solíamos nadar. O en sitios que han
desaparecido, por el rumbo de San Ángel.
Comíamos en este restaurante o aquel, le
daba igual. Falso epicúreo, lo que le importaba era conversar. Haciendo cuentas,
creo que repetimos el ritual por casi cuarenta años. Por extraño que parezca, nuestro tema primordial no fue la política. Desde distintas trincheras (y a veces desde
Proceso, que también fue la mía) compartimos, es verdad, buenas batallas democráticas. Y también tiempos terribles –como la atmósfera ominosa que precedió al
asesinato de Colosio. Pero nos importaba sobre todo hablar de la vida que pasa.
Éramos biógrafos, uno del otro. Creo comprender algo de su vida compleja y apasionada. Creo que comprendía, seguramente
mejor que yo, la mía.
Lo vi por última vez en el San Ángel
Inn. Iba con un traje de tres piezas café
claro y zapatos del mismo tono. No usaba bastón, alguien lo auxiliaba para caminar, pero prefirió colgarse de mi brazo.
No sé cuántas veces brindamos por nuestra amistad. Un mesero nos tomó una serie de fotografías, abrazados y sonrientes,
que atesoro.
¿Cómo decirlo en una palabra? Tenía
corazón.
Las historias, las anécdotas, los consejos, las reconvenciones, las lecciones, los
episodios, las imágenes, las voces, las risas,
los ademanes, las caminatas, las dedicatorias, los recuerdos se me agolpan, pero no
quiero ni debo referirlos ahora. No sé cómo
despedirme de Julio Scherer. O
REP ORTE ES P E C IA L
Scherer o lo excepcional
LORENZO MEYER
E
época, Excélsior, y sostener al periódico como una auténtica isla de profesionalismo
e independencia en un entorno de medios
controlados, comprados, cooptados y de
vocación corrupta.
Al final lo relevante no fue que una
maniobra de la presidencia todopoderosa
echara fuera de Excélsior a Scherer y a un
notable grupo de colaboradores, sino que
nuestro personaje hubiera llegado a dirigir ese diario o que su expulsión del mismo no hubiera ocurrido antes. Lo asombroso fue la capacidad de don Julio para
conservar su integridad –y la de su profesión–, de mantenerse al frente del diario
más importante de su época y sin claudicar entre 1968 y 1976, una etapa en que
el sistema político mexicano aún estaba
en la plenitud de su autoritarismo, se enfrentaba a cuestionamientos severos y lo
dirigían presidentes intolerantes y autoritarios hasta la brutalidad: Gustavo Díaz
Ordaz y Luis Echeverría.
La otra hazaña de don Julio fue fundar
y sostener a Proceso, un semanario abiertamente crítico del gobierno y del sistema
político, cuando aún estaban vigentes las
mismas reglas de la relación entre el poder presidencial y la prensa que habían
destruido a Excélsior.
La sagacidad de Scherer, su decisión de
arriesgarse pero sin ir más allá de lo aconOctavio Gómez
n cualquier país, un individuo con
la vocación, la inteligencia y la pasión de Julio Scherer hubiera sido
un periodista de renombre, pero en el México de la segunda mitad del siglo XX y
lo que va del actual, el personaje resultó ser no sólo un periodista a la altura de
lo mejor del oficio sino una figura pública excepcional. Scherer como ciudadano
o como cabeza de empresas de información y análisis de nuestra realidad elevó
el nivel con el que hoy se puede y se debe
medir la calidad del compromiso de un
mexicano con su sociedad.
Lo excepcional de la carrera periodística de don Julio es que ésta se desarrolló en
un medio adverso, justo cuando el sistema político mexicano se consolidó como
un sistema político autoritario y presidencialista. Y no se trató de cualquier autoritarismo, sino de uno de los más exitosos
de su tiempo, que empezó a estructurarse
con el triunfo en la guerra civil de la facción carrancista en 1916 y que se mantuvo
fiel a su naturaleza no democrática hasta
casi el final del siglo pasado.
Entre las características de ese sistema al que Scherer debió interrogar y exponer se encuentran sus elecciones sin
contenido, un partido de Estado y una presidencia con poderes metaconstitucionales (el control real de la presidencia sobre
el resto de los poderes) e incluso anticonstitucionales, criminales.
Entre los poderes anticonstitucionales
pero muy efectivos de la presidencia autoritaria se encontró el control de los medios
masivos de comunicación: prensa, radio y
televisión. Y fue precisamente en este entorno de una prensa controlada donde Julio
Scherer, desde su juventud hasta su muerte, desarrolló –a contrapelo– su notable carrera como periodista de lo político, es decir,
de ese elemento que en un sistema autoritario es corrosivo en extremo de la moral individual y colectiva.
Y es en la ética de la responsabilidad
periodística y ciudadana donde se encuentra lo excepcional de Julio Scherer.
Es verdad, como afirmó en una entrevista Froylán López Narváez, que don Julio
no tenía un bagaje ideológico bien definido –algo que resultó una ventaja en un
sistema sin ideología como lo era el México del PRI–, pero en cambio era poseedor,
por voluntad propia, de una brújula ética
muy clara. Y fue esa brújula la que permitió a Scherer llegar incluso a ser director
del diario nacional más importante de su
sejable por el sentido de la realidad, fue lo
que le permitió desempeñar su vocación
de periodista efectivo –abordaba los problemas reales del poder– en un medio donde el poder político en cualquier momento
podía neutralizarlo usando sus instrumentos anticonstitucionales a fondo. Y esos
instrumentos no eran sólo la fuerza física
sino otra fuerza más “amable”: la compra
directa o indirecta de su pluma, un método
que mostró –que aún muestra– ser la mar
de eficaz. El propio Scherer se curó en salud
haciendo referencias concretas e irrefutables de cómo las presidencias mexicanas
compraban, billete sobre billete, a las plumas que les convenía.
La vida, obra y actitud apasionada –notablemente apasionada– de Julio Scherer
lleva, entre otras, a dos conclusiones. Si se
tiene bien calibrada la brújula moral y el
valor para seguir el camino por el que se
apunta, es posible y pese a la abundancia de
tentaciones, amenazas y multitud de ejemplos en sentido contrario, vivir productivamente, sin corromperse, en un medio básicamente inmoral, como es el medio en que
se ejerce el poder político en México.
La otra conclusión se desprende de lo
anterior. Por oscuro que sea el panorama
mexicano, por mucho que en cada circunstancia se impongan los intereses económicos y políticos contrarios al sentido de lo
justo y honorable –como fue el “triunfo” de
Luis Echeverría sobre un Excélsior que intentó ser fiel al código de ética que debe
regir en el periodismo–, mientras existan
ejemplos como el que nos legó don Julio
Scherer es posible mantener la esperanza
en un futuro mejor para México. O
Con Rodríguez Castañeda. Dirección
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Octavio Gómez
En compañía de Carlos Montemayor y Julio Scherer Ibarra
El vacío
ADELA NAVARRO BELLO
H
a muerto Julio Scherer y con él
una gran generación de periodistas mexicanos despide a una de sus
principales figuras, distinguida por su productiva, aguerrida y aleccionadora lucha
por el periodismo de investigación, además
de la libertad de prensa en México.
En el camino sinuoso que le tocó recorrer en el ejercicio del periodismo libre,
independiente, de investigación y crítico
sin tregua, los obstáculos no fueron menores para Scherer, pero en su paso limpió el sendero para que las nuevas generaciones de periodistas pudiéramos escribir
y sobrevivir dando la batalla a las difíciles condiciones en las que ejercemos este
apasionante oficio.
A él lo persiguió el Estado. Nosotros,
gracias a su labor y su ejemplo, sacamos
adelante nuestro proyecto de una prensa
libre e independiente a pesar de estar entre
dos flancos: el crimen organizado y un Estado que ha perdido la noción del derecho.
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Cuando Julio Scherer se rebeló ante el
periodismo oficial que marcó gran parte
del lustro final del siglo pasado, nos acomodó el escenario para la libre expresión.
Abrir caminos no es cualquier cosa; se requiere pasión, compromiso, entrega y celo por el oficio. Julio tuvo eso, más su agilidad mental, su terca memoria, el instinto
del reportero y la incansable necesidad de
investigar para develar aquello que quieren ocultar los que concentran el poder
político y administrativo.
Julio llevó con puntillosa acuciosidad
la premisa que nos sostiene a los periodistas independientes en este país: hay que
estar lejos del gobierno y cerca de la sociedad. Lo vi saludar con ánimo y calor a
marchantes, y mirar con recelo y desconfianza a políticos. Lo reconocían los ciudadanos y le temían los funcionarios.
Amante de las palabras, las señoras
palabras, moldeó la escritura para explorar personalidades genuinas en astutas
entrevistas, vicios del sistema en rigurosas investigaciones, enconos, actos de corrupción y abusos del poder. Lo detuvieron por ello, lo persiguieron y lo espiaron.
El gobierno mexicano del siglo XX fracasó
en el intento de callar al periodista. Le metieron esbirros en un periódico, se lo quitaron. Intentaron comprar a sus amigos,
azuzar a sus enemigos, utilizar a compañeros que tuvo de endeble ética periodística y menor calidad moral, pero jamás lograron acabar con el periodismo crítico, de
análisis e investigación que encabezó Julio Scherer, primero como director de Excélsior, después como director de Proceso
y, en los años recientes, como un escritor,
como un verdadero maestro de la literatura de no ficción, que retrató la realidad en
22 libros de su autoría.
Poético, dramático en su hablar, recordaba con cariño y admiración a personas
especiales: a Vicente Leñero, cuya muerte no sufrió; a Carlos Montemayor, con
quien compartió pesares; a su amada Susana, que tantas lecciones de vida le dio y
de quien portaba una fotografía en su cartera; y a su madre, que le enseñó a filosofar desde pequeño, a atesorar los recuerdos, aprender de las limitaciones y a tratar
a las personas.
También tuvo rencores sólidos. Muchos lo traicionaron. Otros lo persiguieron. Más, intentaron silenciarlo. Resistente al halago, crítico sin fin, perfeccionista
en su periodismo y su revista, platicaba de
sus compañeros reporteros a los que –tras
20 años de dirigir Proceso y cumpliendo la
palabra empeñada con cierto pesar, por su
compromiso con el oficio–, al concluir por
R EPORTE ESPECI AL
decisión propia una vida de periodismo
activo, dejó bajo la responsabilidad de Rafael Rodríguez Castañeda, pero a quienes
nunca abandonó en la guía, el consejo, la
charla y el entusiasmo por el periodismo.
A propósito de la investigación para la
redacción de su libro La terca memoria, Julio Scherer llegó a las oficinas de Zeta a reportear, a hurgar en los archivos. Me obligó a recordar pasajes de la vida de Tijuana,
me llevó de la mano en el análisis de los
actores políticos y debatimos las consecuencias. A los tres días establecimos una
amistad entrañable.
Siguieron muchos encuentros en Tijuana, en la Ciudad de México, siempre
intensos. Julio daba cátedra en la conversación, que en él nunca fue banal ni fútil. Conservo sus mensajes, las galeras de
uno de sus libros, la servilleta donde con
su puño y letra alienta la seguridad de la
periodista. Discutimos el encuentro que
sostuvo con Ismael El Mayo Zambada. Las
reacciones de los cárteles, las acciones del
gobierno de la República, su seguridad,
“sus huesitos”, decía. Su futuro.
Generoso, me convidaba sus planes,
sus intenciones. Solidario, respondía a las
amenazas a mi persona, a quienes trabajamos en Zeta. Nos acompañó cuando celebramos los 30 años de nuestro proyecto periodístico, de la mano de quien se
le adelantó, Miguel Ángel Granados Chapa, y de quien lo sucede en el compromiso con el periodismo libre en México, Carmen Aristegui.
Me editó y me permitió revisarle. En los
pocos años que tuve el privilegio de conocerlo, me llevó por la ruta de su vida: de sus
acercamientos a los hombres y las mujeres
de poder, de su paso por la escuela de filosofía, de la espina clavada que siempre fue
Excélsior, de sus temores y sus angustias
en El Salvador, de los sabios que conoció,
de las frases que le impactaron, de Octavio
Paz y Gabriel García Márquez, de su madre,
de Susana, de todos y cada uno de sus hijos. Julio, lo sabrán sus amigos, se entregaba como persona igual que como periodista, total, certero y comprometido.
Me dolió sobremanera su muerte. Me
afecta su ausencia, me angustia pensar
que ya no leeré otro más de sus libros.
Que no le escucharé hacer tantas preguntas por teléfono, que no me exigirá más
que le cuente una historia para saber y saber más.
En México los periodistas de voces libres
hemos perdido al maestro. En mi caso, es la
segunda vez que resiento este vacío. O
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“¿Voy bien o me regreso?”
ELENA PONIATOWSKA
S
golpeaba. Seguro, el periodismo fue quien
le enseñó a resumir.
“Allende en llamas”. ¡Ay cómo vivió Julio el Chile de Salvador Allende, su gran
héroe! Por ejemplo, en uno de sus viajes
posteriores al golpe militar en Chile, visitó a Hortensia Bussi de Allende y nos las
pinta en forma memorable: “Los ojos verdes de Hortensia Bussi despiden luz y la
frente despejada se lleva bien con el rostro
delgado. Sembrado de pecas, me llaman la
atención tres o cuatro lunares grandes. De
fuerte raíz, el cabello blanco le cubre la cabeza con holgura. Su vestido de ese día es
color crema y los mocasines de un café
desvanecido parecen nuevos. No crea, tienen muchos años como yo”.
También es rápida y eficaz la imagen
que nos da del juez chileno Juan Guzmán:
“Guzmán, próximo a una jubilación de
mil dólares mensuales, sobrepasa el uno
ochenta de estatura. Hay en él un fantasmal quijote de ojos que no duermen. Su
cara es flaca y pronto se dejará el bigote y
una bien cuidada barba en punta”.
Chile, siempre Chile. Durante unos meses, después del golpe, desesperado regresó a Chile y lo padeció. Allende era su héroe, el mayor, y se lo habían matado. Vivió
el mal. “Voy a explorar lo que ha pasado”. El
11 de septiembre de 1973 la historia le dio
Octavio Gómez
er escritor de ficción es sentarse en
casa frente a la hoja en blanco, a ver
qué sale. Ser periodista es escribir
“a huevo”, mirar el reloj, narrar la historia, sintetizar, nada de dejarse llevar por
la lírica, mirar el reloj de nuevo, angustiarse, jalarse los cabellos hasta la calvicie, tomarse un café, escuchar el tecleo
de la máquina como una pequeña ametralladora, el silencio, ¿ahora qué?, se me
secó el seso pero ni modo, tengo que jugármela, llorar, ¿dónde lo publicarán, en
qué página?, seguro me mandan a la 81,
chin, ya me alargué, chin, lo van a cortar,
chin, qué misterio insondable es éste que
estoy viviendo. Ser periodista es dormir
de la patada cuando se duerme, lanzarse
al abismo, tengo que señalar, desenmascarar, quién carajos me va a hacer caso y
eso que yo lo atrapé, lo hice confesar, seguro sí publican la nota, tiene que salir,
mañana me mientan la madre, me dicen
que soy un imbécil, no es por ahí, María,
voltéate, de cuáles fumaste. El fallo del director es siempre inapelable.
Con razón Julio Scherer se comía las
uñas.
La prosa de Julio Scherer García era rápida, incisiva, lapidaria, definitiva. Imposible encontrar en ella una frase larga. Escribía a lo Orozco, a latigazos rojos. Resumía y
Con Poniatowska
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un golpe en el estómago y se detuvo para
él. Viajó a Santiago, permaneció allí contra
viento y marea, a riesgo de su vida. Quiso
encarar al verdugo y la entrevista que le hizo a Pinochet le valió la expulsión indignada del funesto dictador.
Siempre fue intenso, desde el Excélsior de Rodrigo de Llano y Manuel Becerra
Acosta padre en 1954, hace la friolera de
cien mil años. “Sí voy, claro que voy”. “Es
muy peligroso” “Ni madres, yo voy”. A lo
largo de los años siguió desvelándose, cuidándose poco, diciendo “no me duele nada
y no tengo nada”, protestaba un segundo
antes de que lo llevaran de urgencia al hospital, como le consta a su hija María, ya en
la camilla rumbo al quirófano. Resistente
al dolor, Julio expulsó el miedo de su vida. A
lo largo de los años, trabajó hasta altas horas de la noche, el cierre, el cierre, el maldito cierre. El definitivo fue el del 8 de julio de
1976, cuando descendió a la calle al lado de
Hero Rodríguez Toro, su cuate, de Abel Quezada, de Vicente Leñero, de Gastón García
Cantú, de 200 reporteros más que la emprendieron a pie en la acera del Paseo de la
Reforma. Nunca volvería a subir de cuatro
en cuatro zancadas (porque el elevador era
viejísimo y tardaba casi dos días) a su amado Excélsior.
Para él no había nada salvo la noticia. Sus desayunos, sus comidas, sus cenas eran su cotidiana odisea. Sus conversaciones con los poderosos (los conocía a
todos) eran su postre. En México se reunían en el Ambassadeurs bajo la sede de
Excélsior o en cualquier café cercano al periódico; en Chile, en torno a una mesa de
Le Flaubert, con amigos e informantes.
Desde cualquier mesa empezaba a escribir sobre su Olivetti portátil y desde allí
también iniciaba las estrechas relaciones
de amistad, casi como de candado, que
forjaba con políticos, intelectuales, colegas, con quienes mantenía un contacto
al rojo vivo. También las rupturas eran al
rojo vivo. Siempre me sorprendió que Luis
Echeverría no se diera cuenta de quién
era Julio, de con quién estaba tratando,
qué estirpe de hombre era el que tenía en
frente. En México no todos eran incondicionales. (Ahora sí, todos son una mierda.)
Uno de sus ministros, el de Hacienda, Hugo Margáin, le renunció a Echeverría. Claro, era un hombre del régimen, pero se la
jugó y le dijo que no. (¿Qué funcionario
público, qué embajador a imagen de Paz
ha renunciado o siquiera emitido una opi-
Marco Antonio Cruz
REP ORTE ES P E C IA L
Colaboradoras
nioncita crítica o por lo menos una censura después de la masacre de 43 estudiantes normalistas en Ayotzinapa?) Para Julio,
el único régimen era el de la prensa escrita; el único partido, el de la integridad, que
tanta falta nos hace.
Julio Scherer García, sus largos conciliábulos con políticos, sus condenas y sus
fidelidades, sus iras sagradas, su desesperación porque “la justicia avanza con lentitud de carreta”, su bárbaro deseo porque
en México tuviéramos todos las mismas
oportunidades y su terco afán por el proceso, (supongo que de ahí viene el nombre de su revista) podría decir como lo dijo
Allende: “Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, se abrirán
las grandes alamedas por donde pase el
hombre libre para construir una sociedad
mejor”, porque ésa fue la finalidad de su
vida y de su obra.
Siempre le molestó manifestarse en
público o encaramarse a presídium alguno, y fue un acérrimo enemigo del 4 de junio, irrisorio día de la Libertad de Prensa
en nuestro país. Sólo cuando el premio se
ciudadanizó aceptó recibirlo, así como recibió en Nueva York el María Moors Cabot
de la Universidad de Columbia en 1971 y
el del Periodista del Año de la Atlas World
Press Review de Estados Unidos en 1977.
El 17 de julio de 1978, cuando 122 países (claro, sin Estados Unidos) ratificaron
el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que juzga a los gobernantes
que han cometido crímenes de guerra y
crímenes contra la humanidad –donde se
incluye un artículo que especifica que para entregar a un acusado a la justicia mundial debe obtenerse el consentimiento de
su país–, a Scherer lo sublevó que no se generalizara el consentimiento para juzgar
a Pinochet. Sin embargo, se sintió recompensado por el repudio mundial en contra
de Pinochet. El judas chileno, al igual que
Porfirio Díaz, quien ordenó “mátenlos en
caliente”, bombardeó su propia ciudad, el
blanco fue el Palacio de la Moneda, y torturó y mató a sus compatriotas.
“¿Son males necesarios para la historia los amigos del gobierno, lacayunos que
desde sus posiciones de privilegio sólo
preservan sus cotos de poder a lo largo de
su vida? –le preguntaba yo a Julio Scherer
y él aseguraba que el periodismo crítico e
independiente, el que busca la verdad, el
que no ceja en su propósito de defender a
“los jodidos” iba a ganar la partida.
Ya no hablaré de sus 22 libros porque
se han mencionado mucho. Del de La reina
del Pacífico sólo me gustó la lista de joyas
(larguísima) que le habían regalado sus
cachanchanes narcos y empistolados (la
mayoría políticos). “¡Ay Julio, ¿qué te pasa?
¿Para qué pierdes el tiempo con esa vieja
toda operada?” Sólo me sonrió. “Apuesto a
que estás celosa.” “Claro que no, es a ti al
que ya se le botó la canica. Si sigues así yo
me voy ir a entrevistar al Juanito de Iztapalapa que inventó Andrés Manuel López
Obrador.”
En los últimos años Scherer no perdió su bravura. Visitó a López Obrador en
su tienda de campaña cuando la huelga
en el Zócalo y tuve el privilegio de asistir a su encuentro. Los dos se decían: “Te
quiero mucho…”. Hablaban de cualquier
cosa que he olvidado y luego Julio volvía
con insistencia: “No quiero quererte mucho pero te quiero mucho…”. Otra vez la
burra al trigo y López Obrador sonreía y
Scherer volvía a insistir en cuánto lo quería. Querer mucho era una consigna en
su vida, un modo de ser, le daba vueltas
a la ronda del amor, c’est l’amour, toujours
l’amour, el amor era su único lugar común,
el amor lo hizo rebelde, por el amor que
le tenía a su periódico logró encumbrar a
Excélsior, volverlo el mejor periódico de su
época, su Olivetti era su talismán y la cargaba con amor, el amor a la verdad lo hizo
enemistarse con los malos gobernantes,
por el amor concibió un número infinito
de hijos, tantos que cuando salían de vacaciones decembrinas a Acapulco, Monsiváis decía: “Scherer llenó toda la bahía con
sus hijos”.
De vez en cuando comíamos dos o tres
o cuatro amigos en la casa o en El Mosaico de Avenida de la Paz. Ya no usaba saco
ni corbata sino suéteres de cashmere, apapachadorcitos. Hasta muy tarde, nadó todos los días en el Deportivo Chapultepec
de Mariano Escobedo. Después de comer, a
la hora de la cuenta discutíamos. “Julio, ¿ya
te fijaste? La cuenta es de 800 pesos (ninguno de los dos bebíamos ni devorábamos)
y estás dejando dos billetes de quinientos
de propina”. “No importa, a la próxima nos
van a dar la mejor mesa”. ¡Ay Julio, ni que
estuviéramos en misa! (Julio adoraba a Jesucristo, decía que era un tipazo). En efecto, los meseros de filipina blanca casi nos
cargaban. Y a Carmen Aristegui también la
llevaban en vilo porque Julio la invitaba al
mismo restaurante.
–Julio, ya no manejes.
–Claro que sí.
–Julio, te pasaste el alto, allí viene el
trolebús, nos va a matar. También dice Vicente que manejas de la patada.
–Vicente me quiere mucho y no puede decir eso.
–Porque te quiere mucho no quiere
que te mates ni a mí de paso.
Julio se dulcificó considerablemente
y al final aceptó un chofer súper atento y
paciente. Alguna vez el director de Proceso invitó a comer también a Paula, mi hija, al dichoso Mosaico. Se interesó en todo
lo que podía contarle una chavita bonita,
que a su vez lo escuchaba con reverencia.
Visionario, justiciero, ya no era iracundo,
ya sólo amaba a quién tenía en frente y
más si en él o en ella (mejor en ella) podía
prodigar su ternura. Le gustó hablar con
mi niña y con muchos niños más a quien
escuchaba sin parpadear, como si fueran Dios padre. Pensé que había sido muy
buen papá. Pablo, Regina, Ana, Gabriela,
Julio, Adriana, Pedro, Susana y la periodista María. Una vez imitó a media comida
a su hija Gabriela pero eso se lo contaré a
ella en la primera ocasión. De su hija María hablaba tanto como a veces hablaba de
Rosario Castellanos y su muerte tan tonta,
tan fea y tan solita.
¡Qué bueno que ya no supo de la muerte de Vicente Leñero! ¡Qué bueno que no
supo tampoco de los 43 chavos asesinados
en Ayotzinapa! Resulta fácil visualizarlo en
Iguala, indignado y triste, sufriendo a todo
lo que da, libreta y corazón en mano. O
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81
Miguel Dimayuga
Sicilia. Amistad vitalista
Rostros de Julio Scherer
JAVIER SICILIA
S
iempre he amado a los vitalistas. La
literatura está llena de ellos –Nietszche, Albert Camus–. Pero a lo largo de
mi vida sólo me ha sido concedido conocer y entablar amistad con dos: Rubén Salazar Mallén y Julio Scherer. Ambos eran
descomunales; ambos, también, y a pesar
de sus diferencias intelectuales, implacables, invencibles y en muchos sentidos
inasibles. Del primero he escrito mucho.
Menos del segundo.
Sin embargo, la presencia de don Julio en mi vida está llena, al igual que la
de Salazar Mallén, de imágenes queridas y admiradas. Desde que lo conocí personalmente en la década de los noventa, cuando ingresé a trabajar en Proceso,
quedé fascinado. Su inteligencia extraor-
El más creyente
JOSÉ GIL OLMOS
I
gnacio Solares tiene dificultades para
escribir los pasajes que vivió con Julio
Scherer y Vicente Leñero desde que comenzó a colaborar con ellos en la década
de los setenta, en el periódico Excélsior, y
luego en Proceso. “No me sale, no puedo
escribir”, insiste. Prefiere hablar. “Julio era
como mi segundo padre, y Vicente Leñero,
mi hermano mayor”.
Solares mantuvo con Scherer una amistad entrañable desde que contaba con apenas 25 años y el entonces director de Excélsior lo invitó a dirigir el suplemento cultural
de ese diario, que se llamaba Diorama, y luego también la sección cultural del mismo
periódico, El Olimpo.
Lo primero que Solares quiere hacer es
dar una imagen de lo que el fundador de Proceso significa para el periodismo nacional.
“Literalmente, la libertad de expresión
de que gozamos ahora en nuestro periodismo nacional en buena medida se la de-
82
1993 / 11 DE ENERO DE 201
bemos a él. Scherer abrió un camino que
antes no existía, en un tiempo en el que
todavía tuvo que luchar con la censura
de una manera brutal, y prueba de ello es
que tuvimos que salir de Excélsior. Siempre fue un periodista incómodo para el poder”, sostiene el director de la Revista de la
Universidad.
“No podemos entender el periodismo
actual y todo lo que implica de libertad y
de espacio para la sociedad civil si no fuera por Scherer. Antes la mordaza era brutal, de alguna manera a los periodistas
los tenían cooptados y a las publicaciones también, a través de PIPSA (la única
distribuidora de papel). De alguna manera
todo tenía que pasar por la censura, desde el teatro, donde había un censor, hasta
el enojo de algún alto funcionario poderoso que no le gustaba lo que se publicaba.
A Scherer le debemos nuestra libertad de
expresión en buena medida.”
dinaria lo ocupaba todo y, sin embargo, no
estaba en el centro. Tenía, como todos los
grandes vitalistas, la capacidad de seducir, de hacerlo sentir a uno cómodo, fascinado. Escuchaba, intervenía, preguntaba,
observaba, recomendaba. Buscaba la conversación, a veces la polémica y el choque,
a veces el secreto íntimo y la salida genial,
lúcida, provocadora. Aun en los momentos más duros de una conversación con él
era difícil no sentirse bien a su lado. Usaba
siempre el usted de las generaciones que
nos antecedieron, el usted de la intimidad
y el respeto.
“¿Qué opina de Proceso, don Javier?”,
me preguntó el día en que me invitaron a
colaborar en la revista. “Magnífica –le respondí–. Siempre he tenido una inmensa
admiración por ella. A veces, sin embargo,
la siento un poco amarillista”. “¿Qué quiere, don Javier –me respondió con su mirada inquisidora y al mismo tiempo pícara–.
La realidad es amarilla. ¿O usted la ve de
otro color?”.
No se equivocaba. La realidad de México, la realidad que los regímenes políticos han buscado callar, ocultar, silenciar,
estaba y continúa estando llena de catástrofes, de crímenes, de horrores sobre los
que el Excélsior que dirigió y silenciaron,
para luego rearticularse en Proceso, se sumergía, revelaba y continúa sumergiéndose y revelando. Hombre de profundas pasiones, sólo conocía el amor o el odio. En
ambos extremos era desmesurado. Nunca
Solares, autor de La Noche de Ángeles, Madero, el otro y El gran elector recuerda también
su amistad con Vicente Leñero desde la revista Claudia, en la década de los setenta,
donde también colaboraban José Agustín,
Gustavo Sáenz y Juan Badillo.
“Cuando se refunda Revista de Revistas
(ya en Excélsior) me fui con Vicente y ahí
estuve un año hasta que Octavio Paz me
invitó a irme a Plural como jefe de redacción en lugar de Tomás Segovia. Ahí duré un par de años, pero Paz era muy difícil y llegó un momento en el que ya no
aguanté.”
Recuerda que para entonces tenía 25
años y, sin empleo, fue a buscar a Scherer
y Leñero. Para su sorpresa, Scherer le ofreció el suplemento Diorama de la Cultura de
Excélsior, que en ese tiempo era el de mayor peso en el mundo cultural mexicano.
“Estuve ahí cuatro años a partir de
1972; todos los sábados le mostraba las
páginas antes de imprimirlas. Me llevaba
a un balcón que daba a Reforma y cuando
me daba palmadas en la espalda, yo sentía que me iba hasta abajo.
“Julio me ayudó, me tuvo paciencia, leyó los originales de mis libros… Tengo un
libro que se llama La Invasión corregido
REP ORTE ES P E C IA L
Octavio Gómez
entendió por lo mismo, durante los momentos más álgidos del Movimiento por
la Paz con Justica y Dignidad (MPJD), en los
que Proceso estuvo presente como nadie,
mis besos a Felipe Calderón y a nuestros
enemigos: “¿Qué son esas coqueterías con
el poder, don Javier?”, me increpó con aspereza días después del primer diálogo en
el Castillo de Chapultepec durante un desayuno en su casa. Le expliqué mis razones, que hunden sus raíces en el cristianismo, en el gandhismo y en la conspiratio.
Pero se mantuvo implacable: “A los enemigos, el desprecio y el desdén. Diga lo
que me diga, no estaré nunca de acuerdo
con usted en esto”.
Lo mismo sucedió con mis críticas a
Andrés Manuel López Obrador durante
los diálogos con los candidatos en el mismo castillo. Me las reprochó con enojo en
la sala de juntas de Proceso. Fueron discusiones ríspidas, inteligentes e irreductibles. Pese a ello, pese a sus posiciones
y críticas hacia mí, jamás me condicionó
un artículo ni dejó de apoyarme. Fiel a su
amor por la imparcialidad y la verdad –características de su vocación periodística–,
puso, junto con Rafael Rodríguez Castañeda, las páginas de Proceso a mi disposición. No hubo momento en que algo del
MPJD no hubiese sido cubierto por la pluma de José Gil Olmos o por la lente de Germán Canseco. Fiel a la amistad, no dejó de
preocuparse por mi situación económica.
No sólo Proceso pagó el funeral de mi hi-
Ignacio Solares
jo Juan Francisco, sino que cada mes don
Julio me llamaba preguntándome si necesitaba dinero para continuar mi tarea. Lo
que odiaba era la traición, la mentira, la
incongruencia y la estupidez.
Recuerdo con nostalgia –ese dolor de
la memoria– su amplia frente, sus ojos cafés, profundos y vivos, su melena gris, sus
espaldas anchas y cargadas, su tono fraterno y perentorio. Su cuerpo era una expresión de su fortaleza interior y de su libertad. Me recordaba a mi abuelo materno.
Esa fortaleza y esa libertad de espíritu que
siempre lo caracterizaron y que a veces dañaron a quienes más amaba –un daño cuya
conciencia lo torturó siempre– tuvieron su
mejor expresión en el periodismo.
Don Julio no era un periodista puro. Había estudiado derecho y filosofía. Esos universos intelectuales que nunca abandonó
–era un implacable lector de novelas y de
ensayos de filosofía política– hicieron que
su trabajo periodístico transformara el periodismo en México. Antes de Julio Scherer,
el periodismo, con sus excepciones, era sinuoso, oscuro, corrupto, ajeno a la verdad
crítica. Él lo volvió no sólo un asunto de fidelidad a la verdad (“si pudiera entrevistar
al diablo –dijo frente a los reproches que
se le habían hecho por entrevistar al Mayo
Zambada–, iría al mismo infierno a hacerlo”), sino de investigación profunda de los
hechos, de pensamiento y de buena prosa
que dejó como herencias a Proceso y a gran
parte del periodismo contemporáneo.
Durante la estancia de Julio Scherer en
Excélsior abrió las páginas de análisis político a intelectuales como Octavio Paz,
Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Ricardo Garibay, Abelardo Villegas, Elena Poniatowska –sin él sería imposible pensar en la apertura de los medios de hoy a
los académicos–, y generó un estilo, el suyo propio, inédito: combinó la simplicidad
del lenguaje, al estilo de Hemingway, con
la investigación de los hechos hasta producir una de las prosas periodísticas más
transparentes, sugerentes y devastadoras.
Sus reportajes y entrevistas son joyas de
un alto periodismo literario. Hombre de
poder, que conocía sus tentaciones, sus
trampas, sus simulaciones y sus crueldades –contra las que luchó siempre–, su
gran tema fue el poder mismo, del que escribió libros memorables: Los presidentes,
El poder: historias de familia, Pinochet. Vivir
matando, El indio que mató al padre Pro.
Recuerdo que en 2010 buscaba la manera de volver a abordar el tema de la guerra sucia, sobre la que había escrito Los
patriotas: de Tlatelolco a la guerra sucia, además de su entrevista a Pinochet. “Le he dado vueltas –nos dijo a Vicente Leñero y a
mí. Pero es imposible. Después de La fiesta del chivo, de Vargas Llosa, no se puede
ir más lejos en la exploración del poder y
sus horrores”. Decidió entonces explorar
y denunciar a un hombre de poder menor,
pero espantoso en sus consecuencias. Escribió entonces Calderón de cuerpo entero.
completo por él, ya te imaginarás lo que
vale eso para mí.
“Siempre nos dábamos un momentito después de que veíamos los sábados el
suplemento para tomarnos un café y hablar de literatura, que a él le encantaba.
Era un gran lector y compartimos mucho.
Ahí tengo un libro que me regaló de Albert
Camus, en el que hay una frase que él mismo subrayó y que dice: ‘Conozco algo peor
que el odio: el amor abstracto’.”
Retoma los tiempos en los que estuvo
en Excélsior aprendiendo de quien considera su maestro:
“Yo seguí en Diorama y, en el 75, cuando se salió Eduardo Deschamps de lo que
se llamaba El Olimpo Cultural, que era la página cultural de Excélsior, Julio me invitó a
dirigirla. ¡Imagínate el poder que tenía el
periódico y mi responsabilidad! Verdaderamente fue terrible porque tenía el suplemento y la página diaria cultural. Era el
poder cultural de Excélsior y todo lo que significaba. Entonces nos veíamos diario porque cada noche le enseñaba las planas. Eso
fue muy duro porque trabajaba toda la semana y aparte el suplemento del domingo.
“Cuando estaba en el Diorama Julio sabía que me gustaba mucho hacer reporta-
jes y entrevistas, hablé con muchos escritores gracias a que me mandaba fuera. Hice
un reportaje de las fronteras de México, me
tocó el terremoto de Guatemala en el 74 y
siempre compartimos nuestras dos grandes pasiones: el periodismo y la literatura,
a partir de una amistad que no se acaba.”
Solares puntualiza un aspecto que,
afirma, poco se ha tomado en cuenta de la
personalidad y trabajo de Scherer: su destreza literaria.
“Esto se ha mencionado poco. Era un
gran periodista y, sobre todas las cosas,
un gran escritor. Sus entrevistas eran verdaderamente modelo por cómo están escritas, sus libros tenían una prosa de una
fuerza magnífica.
“Esto se ha mencionado poco, la cualidad literaria de don Julio. En él se combinaban el gran periodista con el gran escritor, por eso fue quien fue. Aparte de eso
le pones el elemento del hombre ético, del
hombre que tenía clara su meta y era inteligente, pues ya te das una idea…”
Los encuentros en rectoría
Durante la rectoría de Juan Ramón de la
Fuente en la UNAM, cada mes o dos me1993 / 11 DE ENERO DE 2015
83
R E P ORT E ESPECI AL
Ese vínculo entre literatura y periodismo lo hizo construir también una profunda e intensa amistad con Vicente Leñero.
Al hablar de don Julio y de Leñero, escribí
que ningunos eran más distintos e irreconciliables que ellos. Tampoco más necesarios entre sí. Mientras estuvieron al frente
de Proceso, don Julio no tomaba una decisión sin la aprobación de Vicente. Fue Vicente mismo el que le pidió que se retiraran de la subdirección y de la dirección de
la revista. Cosa que hizo sin chistar. Quizá por eso murieron con un mes de distancia. Imagino a Leñero, como lo hizo cuando
le sugirió que dejara la dirección de Proceso, llamándolo desde el misterio de la resurrección: “Es tiempo de irse, Julio. Hay que
dejarle el lugar a los jóvenes”.
Esa amistad tenía también otras raíces:
el profundo cristianismo de Leñero. Aunque Scherer era agnóstico, la espiritualidad
y el compromiso cristiano en la esfera social le apasionaban. No es extraño que en
las páginas de Proceso hayan tenido cabida
no sólo Vicente Leñero, sino Enrique Maza,
Gerardo Allaz, Pablo Latapí, Carlos Fazio, el
rumbero Froylán López Narváez, sino personajes tan antitéticos a sus convicciones
políticas como Juan José Hinojosa y Carlos Castillo Peraza. Sospecho que una buena parte del amor que me tenía hundía allí
también sus raíces. En 2010 –lo he contado
en Vicente Leñero, mi amigo (Proceso 1988)–,
a instancias del propio Vicente, nos reunimos cada 15 días en la sala de juntas de
Proceso a conversar.
El tema era la muerte. Desde sus respectivas miradas sobre ese abismo, hablábamos de espiritualidad, de la fe –don
Julio la perdió a los 14 años–, del remordimiento, con el que se enfrentaba cada noche –tal vez de allí provenía su devoción
inmensa por ese otro gran cristiano, Dostoyevski–, de su negativa a morir. El asesinato de mi hijo Juan Francisco terminó
con esos encuentros. No así con otros que
ya he relatado.
Cuando enfermó solía llamarle para
preguntar por su salud. Su vitalismo, que
se imponía al sufrimiento y al acecho de
la muerte, hacía que su voz brotara clara, profunda: –Lo veré pronto, don Javier.
–Por supuesto, don Julio. Me hace mucha
falta. No sabe cuánto lo quiero. –Yo también, don Javier, yo también. No sucedió.
Su orgullo, que en la plaza pública, de la
que fue maestro, lo mantuvo en la sombra –jamás concedió una entrevista y se
negó siempre al protagonismo–, lo hizo
mantener en la enfermedad una fraterna
distancia con los que lo amábamos. Luchaba solo contra la muerte como lo hizo
siempre, con sus libros, contra el mal encarnado en la política y el poder, un mal
que, para su dolor y el nuestro, se hizo
más complejo y duro durante su enfermedad y su agonía.
Fue una larga batalla que duró dos
años. No se me concedió ver su rostro de
muerto. Se me concedió, en cambio, ver el
de Salazar Mallén. Imagino, porque siempre los asocié en su vitalismo, que se pare-
cía al de él. Estaba sereno, como el de aquellos que han cumplido su vida a cabalidad.
Pero guardaba las señales del hombre que
luchó hasta el final, del hombre que nunca se reconcilió, a pesar de su agnosticismo, con la idea de dejar de ser y de aceptar
el mal. “Lucho –me dijo en una de esas llamadas–. Un día dejaré de hacerlo. Diré, estoy cansado, y me iré”.
Se fue así, sereno. Me lo dijo María
Scherer. En esa serenidad, que es el rostro
de los que vivieron plenamente y lucharon hasta el final, están todos los rostros
de la vida. Imaginándolo recordé, para
consolarme y no sentir la oquedad que
cada muerte me deja en la carne, las palabras que algún día Octavio Paz –otro de sus
grandes amigos de lucha– escribió sobre
la muerte del pintor José Moreno Villa: “El
rostro del hombre no es una cara de muerto. A lo largo de toda vida hay momentos
en que nuestra cara se ilumina con la luz
del amor, de la imaginación, la fantasía o
la inteligencia. ¿Y qué importa la duración
de ese momento, si lo que cuenta es la plenitud que lo levanta y lo hace único, no
como algo que estuviera fuera del tiempo
sino como el tiempo mismo, por fin desnudo y henchido de significación? En momentos así, el rostro del hombre se vuelve transparente y en sus rasgos podemos
leer la promesa de una vida más densa y
más rica, más plena…”. Esos momentos
están plenos, recogidos en ese último gesto que resistió todas las mareas de la estupidez política y del mal. O
ses el escritor Gabriel García Márquez,
Julio Scherer, Ignacio Solares y el rector
se reunían para comer en uno de los pisos de la torre universitaria que da hacia avenida Insurgentes. Platicaban de
todo y los más apasionados eran los dos
primeros.
De esos encuentros Solares recuerda:
“Eran unas comidas abismales en las que
hablábamos de todo. Se hablaba de todo
muy abierto y a veces había una pequeña
discusión. Scherer era muy claridoso en
su manera de exponer sus ideas, era una
de sus cualidades, y García Márquez también, y por eso no tardaban a veces en tener una pequeña discusión.
“Scherer decía que García Márquez era
su hermano, se querían mucho. De hecho,
después de que recibió el Nobel y regresó
a practicar el periodismo García Márquez
lo hizo en Proceso.”
otro camino, obligado por las necesidades
económicas.
“Compartí con Julio problemas personales como mi primera separación; fue mi
confidente y le pude platicar detalles. Siempre el calor humano, ese gran concepto de
la amistad que tenía. Nunca dejé de ver a
Julio, aunque dejé de colaborar en Proceso
porque tenía que buscar la chuleta por donde fuera. Nos hablábamos, nos veíamos, no
faltó la colaboración en la página editorial
como tres años, cada 15 días, hasta que me
salí porque estoy con la revista de la UNAM,
doy clases y tengo un programa.”
Premio Xavier Villaurrutia con su libro
Columbus y becario de la fundación Guggenheim, Solares se siente agradecido por la
ayuda que le dio Scherer, por haber compartido parte de su vida periodística y también
la creación literaria. A pesar de que ya no colabora se siente parte de la revista Proceso.
“Estuve al principio pero no me alcanzaba lo que ganaba porque me acababa
de separar y mantenía también a mis papás… pero Julio también me ayudó a conseguir un trabajo, siempre fue muy generoso y estuvo muy atento a su gente. A mí
me tocó esa etapa en que se concibió Pro-
ceso, estuvimos por más de un año haciendo columnas de libros y ahora sigo
siendo hijo de Proceso y sigo siendo hijo
de don Julio Scherer y hermano menor de
Vicente Leñero.”
Recuerda que soñó con Scherer una noche después de su fallecimiento: “Me dije
¡ay dios mío!, pero lo veía muy amigable,
muy pleno, como era siempre, muy efusivo, como cuando llegaba a Rectoría manejando su carro y yo bajaba a recibirlo con
un gran gusto, nos tomábamos un par de
whisquitos y compartimos muchas cosas”.
La última remembranza de Solares con
Scherer y Leñero tiene que ver con la fe
católica que en algún momento también
los unió.
“Yo que estudié con jesuitas tuve una
formación religiosa muy acendrada que
fue otro punto en común con Leñero, que
era muy católico, y con Scherer, que aparentemente era el más escéptico. Yo le
decía a Julio que de los tres él era el más
creyente porque ponía en práctica el cristianismo que en Vicente y yo sólo era de
dientes para afuera. Sólo era cuestión de
ver su trabajo, viendo siempre en ayudar a
su prójimo”, concluye.
El paso por Proceso
Durante cuatro décadas Solares tuvo una
relación de intensa amistad con Scherer
y nunca la perdió, a pesar de que casi en
el arranque de Proceso tuvo que tomar
84
1993 / 11 DE ENERO DE 201
DENISE DRESSER
Carta para Julio Scherer
Q
uerido Julio:
Espero que estés en algún lugar bello,
rodeado de libros y afectos. Espero que tú
y Vicente se estén riendo juntos, preparando alguna nueva travesura periodística, algún reportaje, alguna entrevista, algún libro. Yo aquí, partida por la tristeza
de no haberme despedido de ti, y de allí
esta carta para decirte todo lo que no pude, todo lo que no alcancé. Porque te fuiste así de golpe cuando yo pensaba que
ibas a estar allí el resto de la vida para retarme, regañarme, enviarme un libro, criticar algo que había escrito o felicitarme
por ello. Porque creí que siempre serías
como esas señales en la carretera que te
indican cúantos kilometros faltan para
llegar al destino. Siempre presente. Siempre erguido. Siempre de pie.
Te confieso que a veces me costaba trabajo verte y por eso nos reuníamos sólo un
par de veces al año. Hablar contigo era como sentarse a hablar con Dios, o someterse a una resonancia magnética o pasar por
una auscultación médica. Sólo que en tu
caso era una auscultación moral. Eras como una vara de medición andando, con la
cual nos evaluabas. Era difícil someterse a
ese grado de escrutinio, a ese nivel de exigencia. Pero ahora que no estás aquí te digo que agradezco lo que me diste durante
los 15 años que llevo escribiendo en nuestra revista: la expectativa de siempre, esperar algo mejor de mí y de todos los que
colaboramos en Proceso: un texto más elegante o una posición más clara o una postura más punzante. Aprendí eso de ti. Mirar
al país con la honestidad que se merece.
Señalar sus carencias sin concesiones. Sa-
86
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ber que el verdadero patriotismo entraña
rendir tributo a tu país a través de la crítica.
Como escribió Christopher Hitchens
en Letters to a Young Contrarian, el noble título de “disidente” se gana, no se declara. Connota sacrificio y riesgo, más que un
simple desacuerdo, y ha sido consagrado
por muchos hombres y mujeres valientes.
Tú, Julio, fuiste el disidente mayor. El disidente por excelencia. El disidente ejemplar. Tildado a veces de amarillista o radical o estridente. Pero uno de los pocos que
no se dedicaba tan sólo a excoriar a la clase política, sino a alzar un espejo para que
México pudiera verse como es. Desigual,
corrupto, mal gobernado. Ejerciendo –a través de las páginas de Proceso– el derecho
a decir “no”. No al autoritarismo de Luis
Echeverría. No a la perversidad de Carlos
Salinas. No a la puerilidad de Vicente Fox.
No a la guerra de Felipe Calderón. No a la
manipulación mediática de Enrique Peña
Nieto. Un derecho enraizado en la valentía que, como escribe Hitchens, no es en sí
una de las virtudes primarias; es la cualidad que hace posible el ejercicio de todas
las demás virtudes.
Así eras, Julio. Así fuiste, Julio. Valiente. Independiente. Incómodo. Obstinado.
Sabías que el progreso sólo ocurre a través
del conflicto y la confrontación y el argumento y la disputa. Sabías que es la única
manera de encender un cerillo en el corazón del país. Poniendo todo en duda. Escribiendo lo que muchos preferirían no leer.
Sabiendo, como lo dijera Frederick Douglas, que quienes esperan verdad y justicia sin una lucha son los que sólo piensan
en el mar sin imaginar la tempestad. Sem-
braste en mí y en toda una generación una
mentalidad oposicionista, rebelde, de causas. Una mentalidad enraizada en la dignidad, en la conciencia de que los mexicanos
saben cúando se les miente. Y tan lo saben
que siguen leyendo esta revista, porque en
sus páginas yace el esfuerzo por descubrir
la verdad aunque haya tantos empeñados
en esconderla.
No había nada falso en ti. Tu honestidad era tan extrema que resultaba a veces
difícil estar cerca, escucharte, entenderte.
Tu imaginación moral era enorme y contagiosa. Un reto diario para tantos periodistas que hoy te alaban pero eluden el periodismo de denuncia que representabas.
El periodismo libre que no recorta sus convicciones para ajustarlas al tamaño de la
pantalla o el cheque. El periodismo hoy al
acecho de la violencia y la intimidación y
la amenaza y los golpes bajos. El periodismo que defenderemos porque, como decía
Havel, la desesperanza es el pecado imperdonable. No me rindo, Julio, no me rindo.
Sí aprovecho para reconocer que muchas veces no estuvimos de acuerdo, sobre
todo con respecto a Andrés Manuel López
Obrador. Pero las coincidencias siempre
fueron más importantes, más fundacionales. Y bueno, pues fui a tu entierro, y cuando presencié las paletadas de tierra que
empezaron a cubrir tu féretro lloré como
lloro ahora. Lloré porque supe que estabas enfermo y no fui a verte. Lloré por las
conversaciones que ya no tendremos. Lloré
porque recordé las veces que comimos, que
hablamos, que peleamos. Recordé cómo
coqueteabas conmigo. Recordé lo que dijiste, en mi defensa, a uno de mis tantos críti-
AN ÁLI S I S
NARANJO
Queremos tanto
a Julio
cos: “La señora vale la pena”. Espero seguir
valiendo la pena para ti y para otros, a pesar de los defectos, a pesar de las carencias.
Espero honrar tu confianza y tu amistad y la tarea periodística e intelectual que
dejas tras de ti. La tarea del escepticismo
permanente. La tarea de pensar por uno
mismo. La tarea de decirle la verdad al poder, que preferiría suprimirla o limitarla o
distorsionarla. Tareas tan importantes como no permanecer neutral en tiempos de
crisis moral. No ser un simple espectador
ante la corrupción o la estupidez o la cobardía. Combinar la impaciencia con el escepticismo y el odio a todas las formas de
injusticia. Definir y redefinir la realidad a
través de la palabra. Contar y enseñar el
dolor como lo más importante que podemos hacer.
En estos días habrá tributos y elogios y
acoladas para ti. Yo sólo alcanzo a escribirte estas tristes líneas acompañadas de una
promesa. En medio de esta oscuridad en
la que nos quedamos, prometo –con mis
colegas de Proceso– recoger tu antorcha.
Alumbrar el trecho que nos toca con algo
muy sencillo que nos heredaste: un sentido enorme de lo que es decente y lo que no
lo es, algo que a veces resulta el arma más
efectiva de todas. La decencia y la verdad
como estelas de luz en tiempo de canallas.
La decencia y la verdad como algo radical
en un país de mentiras coercitivas, compulsivas y deliberadas. Y finalmente, como
saben todos los que se quedaron de niños
sin padre, uno va eligiendo padres en el camino. Gracias por el tiempo que lo fuiste
para mí. Ha sido un privilegio conocerte y
quererte. Un privilegio. O
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H É C T O R TA J O N A R
Un águila llamada Julio Scherer
J
ulio Scherer hizo del periodismo una
pasión y un pensamiento que transformaron el ejercicio de la profesión en el
país y a la nación misma. Como el águila, el fundador de Proceso observó la realidad desde lo alto, identificó a su presa
–la corrupción del poder– y acometió contra ella con intrepidez y contundencia para legarnos un ejemplo indeleble de periodismo honesto, profundo, independiente.
La inquebrantable perseverancia crítica
de ese periodista sin par nos permitió conocer la verdadera realidad nacional, no
la tergiversada mediante la mentira y el
soborno gubernamentales. A pesar de las
constantes acechanzas del poder, Scherer
nunca se doblegó ante él ni mucho menos
se enriqueció a cambio del sometimiento
informativo. La convicción ética de un periodismo que reflejara fielmente la realidad, para criticarla y mejorarla, fue norma
inalterable de su obra.
Tuve la fortuna de haber sido su alumno en las aulas de la Universidad Iberoamericana. Recuerdo que en su primera
cátedra sobre política editorial nos habló
con brillantez acerca de la idea de la libertad en Hegel, de la posibilidad de conciliar armónicamente la autonomía del individuo con los intereses de la comunidad
y del Estado mediante una eticidad comunitaria y el surgimiento de un Estado moderno racional. En la Filosofía del derecho, el
filósofo alemán sintetizó esa posibilidad
de la siguiente manera: “El Estado es por
sí y para sí la totalidad ética, la realización de la libertad, y es una meta absoluta
de la razón que la libertad sea realizada”.
Esa concepción hegeliana de armonizar
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1993 / 11 DE ENERO DE 2015
la libertad individual con la instauración
de un Estado racional impactó el pensamiento político de Julio Scherer, no para
abrazar el totalitarismo, sino para rechazarlo mediante el ejercicio irrestricto de la
libertad. Como Tucídides, Scherer no plasmó su pensamiento político en una teoría, sino que decidió historiar el presente.
La práctica de su escritura apasionada y
lúcida estuvo acompañada siempre por la
voluntad de perturbar la arbitrariedad del
poder y la complacencia social.
Esa memorable clase fue la única que
pudo impartirnos Julio Scherer debido a
que en agosto de 1972 tuvo lugar el boicot
publicitario auspiciado por el entonces
presidente Luis Echeverría para obligar a
los principales empresarios del país a dejar de anunciarse en el Excélsior dirigido
por el paradigma de la libertad de expresión en México. La sucia maniobra puso al
descubierto el sometimiento del empresariado ante la fuerza de la mano autoritaria echeverrista, pero no logró doblegar
la congruencia y responsabilidad de Scherer con la libertad de prensa y con sus lectores. Fue entonces cuando Echeverría y
sus secuaces orquestaron el golpe definitivo. En junio de 1976 el gobierno armó
una supuesta protesta de campesinos que
alegaban haber sido despojados de los terrenos de Paseos de Taxqueña, propiedad
de los trabajadores de la Cooperativa Excélsior. La abyecta estrategia echeverrista
culminó el 8 de julio de 1976 con la salida de Scherer y su equipo de colaboradores de las oficinas de Paseo de la Reforma
18. En Los periodistas, Vicente Leñero narra
con maestría el más oprobioso acto de go-
bierno contra un medio de comunicación
en la historia del país.
Desapareció así una inigualada página editorial integrada por Daniel Cosío Villegas, Jorge Ibargüengoita, José Alvarado,
Francisco Carmona Nenclares, Arturo Arnaiz y Freg, Enrique Maza, Abel Quezada,
por mencionar sólo algunas de las mentes
brillantes que colaboraron en aquel Excélsior. Asimismo, en solidaridad con su amigo Julio Scherer, Octavio Paz abandonó la dirección de la revista Plural. Echeverría acabó
con ese Excélsior que llegó a ser uno de los
mejores cinco periódicos del mundo, pero no logró domeñar la voluntad inquebrantable de Julio Scherer. Con la fundación
de Proceso continuó su determinación de
crear el mejor periodismo que ha habido en
México, al menos desde el siglo pasado hasta el presente. En esa empresa lo han acompañado Miguel Ángel Granados Chapa, José
Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Vicente
Leñero, Raquel Tibol, Heberto Castillo, Javier
Sicilia, Denise Dresser y desde luego Rafael
Rodríguez Castañeda, actual director del semanario, entre muchas otras destacadas
personalidades, además de un sólido equipo editorial, de reporteros, corresponsales,
redactores, editores, caricaturistas y diseñadores que sería muy largo mencionar.
Amén de sus admirables cualidades como
reportero, entrevistador, investigador y escritor, Scherer fue un creador de proyectos
periodísticos.
La excepcionalidad de Julio Scherer
es resultado de una personalidad luminosa dotada de una inteligencia clara y
recta, una mirada zahorí y una voluntad
de hierro alimentadas con una pasión
ANÁ L IS IS
ARIEL DORFMAN
El otro gran Julio
por la realidad y una curiosidad sin límite. Todo ello le permitió tener un conocimiento profundo del ser humano
en su dimensión individual, social y
política. Sus ojos de águila penetraban
en la naturaleza de su interlocutor; era
un psicoanalista nato que gozaba al
descubrir o hacer que la persona revelara aspectos encubiertos de su mente
y sus emociones. Provocador y seductor indómito, tenía otra arma imbatible para encantar a quien eligiera: su
afilado sentido del humor. Por eso fue
un entrevistador, un conversador, un
polemista y un amigo sin igual.
Julio Scherer también compartía con
el águila la simbología que ha acompañado a lo largo de los siglos a la reina de
las aves: poderío, victoria, fortaleza, valentía. El águila ha sido asociada al Sol, al
cielo y a los dioses, así como a las dimensiones superiores del conocimiento y la
espiritualidad. Pero no nos confundamos: La espiritualidad de Julio estuvo indisolublemente ligada a una carnalidad
iluminada por la energía de Eros. A nuestro periodista-pensador no lo cegaron los
falsos soles de la riqueza, la fama o el poder. A todos los desdeñó y los trascendió
mediante su incansable trabajo intelectual imbuido de una pasión irrefrenable
por conocer y develar la realidad humana y política de su país y de su tiempo. Se
ha ido el águila llamada Julio Scherer, pero su legado perdurará en la memoria de
sus contemporáneos y de las generaciones por venir, sobre todo en quienes tuvimos el privilegio de conocerlo, leerlo, admirarlo y quererlo. O
¿
–
Qué quieres que te diga, Ariel?
Fue lo primero –incluso antes de darnos un abrazo– que me dijo Julio Scherer
cuando nos conocimos en Cocoyoc en el
verano de 1980 para el Concurso sobre
Militarismo en América Latina. La frase
se repetiría cada vez –y fueron muchas–
que nos volvimos a encontrar, a conversar
por teléfono, a mandarnos libros y cartas
y recuerdos y parabienes. Ese hombre que
sí sabía qué decir y lo decía sin miedo y
lo escribía con un talento y una prosa que
envidiarían los más afamados autores,
nunca se quedó sin palabras ante el poder y la vileza y la injusticia, pero cuando hablaba conmigo quería enfatizar que
nuestra amistad, la emoción que lo embargaba, no admitían palabras.
La verdad es que no sé por qué me
tomó tanto cariño a mí, a mi Angélica y
nuestros dos hijos. Es cierto que mucho
antes de darnos ese abrazo inicial había
leído mis libros y que había publicado artículos míos, primero en Excélsior y luego en Proceso. Y cierto también de que
nuestro desamparo y exilio, y la solidaridad ante las vesanias de Pinochet me colocaba en un lugar especial, nos convirtió
en automáticos conspiradores. Pero tal
identificación política no retrata lo que
tenía de especial Scherer ni nuestra relación. En esta época de traiciones y dobleces y doblegaduras, qué quieres que te diga,
reconocí a alguien que entendió que si
no cuidamos la verdad, si no cuidamos la
lengua tan fácil de corromper, si no resistimos las tentaciones del autoritarismo y
del consumo fácil, no merecemos ser labradores de esa verdad y aquella lengua.
Supongo, quizás presumo, que él haya
visto algo similar en mi propia actitud.
Que éramos hermanos en la búsqueda de
un mañana que prometía amanecer, pero
vaya que tardaba.
Y, sin embargo, tampoco todo esto,
tampoco su amor por Allende y por la
Tencha, tampoco la causa chilena y su vocación latinoamericana, me parecen suficientes para explicar tanta ternura que
mostró, tanta consideración, tanto cariño.
Me sentía un poco hijo suyo, hermano muy
menor, compañero de reencarnaciones
antiguas que ninguno de los dos habíamos
enteramente olvidado. Por eso nos convidó a Angélica y a mí a su casa varias veces,
lo que no es habitual en México, ya lo sé.
Por eso nos ofreció conseguir residencia en
su país cuando quisimos radicarnos en la
capital federal en 1981. Por eso fue tanta
su amargura cuando el presidente López
Portillo le negó aquel favor a Scherer como
parte de su venganza por la campaña sobre los escándalos del petróleo en Proceso.
Por eso me llamaba por teléfono y me instaba a que nos viniéramos, toda la familia,
todos los gastos pagados por él. Por eso
me pedía que le avisara cuándo era conveniente que él nos visitara en nuestro exilio
en Estados Unidos. “Tomo el primer avión
y ahí estoy”.
Y tal vez por eso me regaló diez corbatas de su propia colección, porque supo
que a mí no me gustaba usarlas ni tenía
una en mi ropero; “te verás más elegante
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A N ÁLISIS
JESÚS CANTÚ
Un ariete contra
las murallas del poder
así, los colores te vendrán bien, ¿qué
quieres que te diga, Ariel?”
Es un milagro que alguien que fue
tan gran periodista, uno de los mayores de nuestro tiempo en cualquier
continente, que ya era una leyenda
cuando me avisó que no tenía palabras para expresar la alegría de conocernos, yo que era un joven escritor de
treintaiocho años, es un milagro, repito, que alguien con tantos contactos
en el mundo de los altos privilegios y
mandos, haya sido simultáneamente
tan humilde y modesto y reservado,
jamás pidiendo un favor por muchos
que él haya concedido, jamás ufanándose de su propio poder, aunque vaya
si lo tenía y vaya si lo ejercía y vaya que
le gustaba diagnosticar cómo funcionaba el mundo.
Y ahora me cuentan que ha fallecido y no lo quiero creer. Me pasó algo
similar treinta años atrás con Cortázar, ese otro gran Julio. Tal vez no quiso Scherer irse en el mismo año del
centenario de Cortázar, tal vez no quiso hacerlo en el año en que su Gabriel
(nunca le decía Gabo, ¿qué quieres
que te diga, Ariel?) y su Vicente Leñero y el nuestro también se nos fueron.
Y estamos desamparados de nuevo,
no porque haya un dictador en Chile o
haya miseria y malignidad y desaparecidos en su México. Estamos desamparados ahora sin consuelo, porque Julio
Scherer no está acá para darnos ánimo,
no me podrá responder por teléfono
que no me preocupe, que ni a la muerte
le tiene miedo él, no me podrá nunca
más sonreír aquellas palabras, “¿qué
quieres que te diga, Ariel?”.
Así que me toca a mí devolverle la
frase. Todo esto que escribo para recordarlo, tanto que se me queda sin expresar, y lo único que de veras le puedo
mandar, lo único, lo único:
¿Qué quieres que te diga, Julio?
¿Qué quieres que te diga? O
90
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L
os impactos de la labor periodística
de Julio Scherer García trascendieron los
medios que dirigió y el mismo ámbito periodístico; a través de ella incidió en la vida pública nacional, afectó al régimen autoritario y, por ende, modificó el ejercicio
del poder en México. Los personeros del
priiato percibieron de inmediato los riesgos que él representaba para ellos y, por
ello, lo mantuvieron bajo constante asedio prácticamente desde que asumió la
dirección de Excélsior el 1 de septiembre
de 1968.
Desde la llegada de Julio Scherer a la
dirección favoreció las condiciones para impulsar el periodismo de investigación, la búsqueda incansable de la verdad
y, particularmente, ensanchar la libertad
de expresión, tanto por medio de los reportajes como de los artículos de opinión,
que pronto incluyeron a plumas críticas e
incómodas para el régimen. Julio no cedió
a las presiones del gobierno para vetar articulistas o censurar el trabajo de los reporteros del entonces mejor diario de México. Ante su persistencia, la única opción
disponible era eliminarlo a él; arrebatarle
la dirección del diario e imponer a alguien
dócil a sus designios, lo cual concretaron
el 6 de junio de 1976, tres meses antes de
que Scherer cumpliera los ocho años en
dicha posición.
Sin embargo, contrario a lo que calcularon, la expulsión de él y su grupo fue insuficiente para detenerlo, e incluso resultó contraproducente pues potenció sus
alcances y consecuencias. A pesar de que
entonces la mayoría de los medios y los
periodistas se sometían sin resistencias
a los dictados gubernamentales, sí había
precedentes de ataques a la libertad de
expresión; mas en este caso los resultados fueron muy distintos: La deleznable
acción del gobierno encabezado por Luis
Echeverría se convirtió en un parteaguas
en la historia del periodismo mexicano.
Julio Scherer y su equipo más cercano empezaron ese mismo día los trabajos para lanzar, antes de que concluyese el
sexenio, una nueva publicación, y la concretaron cinco meses después: El 6 de noviembre de ese mismo año apareció Proceso, el único semanario de información y
análisis político exitoso en la historia del
periodismo mexicano.
No todos los integrantes del grupo que
salió con Scherer se integraron a Proceso;
algunos –entre los que destacan Octavio
Paz y Manuel Becerra Acosta– decidieron
impulsar sus propias publicaciones y dieron vida a la revista mensual Vuelta y al diario Unomásuno, que también contribuyeron
a modificar el paisaje de los medios de comunicación en México. Miguel Ángel Granados Chapa participó en la fundación de la
revista, pero pronto renunció para incorporarse a otros medios y escribir una columna política diaria que dejaría profunda huella en la prensa y la conciencia nacionales.
Parece que el golpe a Excélsior fue la
poda que provocaría una acelerada reproducción de las ramificaciones; al margen
de los orígenes, las intenciones, la calidad
periodística y el éxito de las publicaciones, éstas se multiplicaban mientras Proceso ensanchaba los espacios de libertad
de expresión y exhibía la injusticia, el uso
arbitrario del poder, la corrupción, la impunidad, la violación de derechos humanos y el resto de las lacras que caracterizan a la vida pública nacional.
El gobierno ya no podía dictar a su antojo lo que se divulgaba y lo que se ocultaba. A partir de ese momento lo público
se empezó a ensanchar y, por ende, el control gubernamental sobre los medios empezó a diluirse (aunque hay que reconocer
que todavía hoy el camino por recorrer es
muy largo).
El ejercicio del periodismo en México
comenzaba a cambiar, y su impacto e incidencia en la vida pública también. No es ca-
sualidad que un año después (en diciembre
de 1977) se haya aprobado la reforma política que inicia el proceso de liberalización del
régimen (sería presuntuoso pensar que fue
la única causa; pero también sería mezquino negar su incidencia). La marcha apenas
comenzaba; ésta era una de muchísimas
batallas que (todavía hoy) hay que librar para construir la democracia en México.
Julio Scherer fue el protagonista principal porque cumplió cabalmente con su
tarea periodística en las publicaciones
que dirigió, y por ello las trascendió. Sus
principales aportaciones se produjeron a
través de estos medios y los periodistas
que contribuyó a formar, pero no fueron
la única vía; su compromiso con el periodismo de calidad y el rechazo, sin excepción alguna, a cualquier injerencia del gobierno y los diferentes grupos de presión
le permitieron impactar a todo el ejercicio
periodístico nacional.
Todavía hoy son minoría los medios de
comunicación nacionales que cumplen con
las características enunciadas, pese a que
son indispensables para avanzar en la construcción democrática, frenar la impunidad
y establecer límites al ejercicio del poder.
Algo se ha andado en este camino, como lo
demuestran las denuncias de los crímenes
de Estado en Tlatlaya, Iguala y Apatzingán,
entre otros, y la revelación de la existencia
de la “Casa Blanca de Las Lomas”.
No obstante que el camino es todavía
muy largo y las batallas serán arduas, la
ruta ya está marcada y el sendero abierto;
Julio Scherer García fue el ariete que permitió abrir los primeros boquetes en las
murallas del autoritarismo, que sigue resistiéndose a caer. Al cumplir su vocación,
transformó el ejercicio periodístico e impactó al sistema político nacional. El gran
reto es mantener incólumes los principios, el compromiso y la vocación; redoblar
el paso y avanzar firme e incesantemente
en la dirección señalada. O
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OLGA PELLICER
Un encuentro fallido
A la memoria de Julio Scherer García
E
ra la primera visita formal de Enrique Peña Nieto (EPN) a Barack Obama.
Cierto que hubo una anterior, cuando
aquel ya era presidente electo. Sin embargo, ésta tenía otro significado. Era la ocasión para medir avances, identificar omisiones, fijar prioridades para los próximos
dos años y, ante todo, transmitir empatía
entre los dos presidentes de países vecinos fuertemente interconectados. Nada
de eso se logró. A pesar de su importancia,
el encuentro fue demasiado breve, mal
transmitido, de escasos resultados visibles, con poca química entre los dos presidentes, pleno de incertidumbres sobre lo
que depara el futuro.
Los motivos de esa situación son varios. El momento que atraviesa Obama es
difícil; tiene enfrente dos años de pugnas
con un Congreso dominado por los republicanos decididos a combatir todas sus
iniciativas. A su vez, EPN se encuentra ante el derrumbe del “momento mexicano”
sustituido por una era de crisis política y
turbulencias económicas.
No obstante, algo interesante queda de esta visita. Por una parte, ofrece la
posibilidad de especular sobre lo que se
abordó en una hora de pláticas privadas,
durante las cuales sólo un funcionario
acompañó a cada uno de los presidentes.
De otra parte, se entregaron tres documentos: los dos “mensajes” proporcionados por los presidentes y un comunicado
publicado por la Oficina de la Presidencia
mexicana. Aunque muy escuetos y vagos
y pobremente redactados merecen, sin
embargo, algunos comentarios.
Fue curioso que la plática privada se
arreglara de tal manera que los acompañantes no fueron, como se hubiera esperado, los secretarios de Relaciones Exteriores, sino funcionarios de diferente rango y
responsabilidades. EPN se hizo acompañar
por el jefe de la Oficina de la Presidencia,
Aurelio Nuño, especialista en ciencia política y administración pública. Obama estuvo acompañado por Susan Rice, consejera
de Seguridad Nacional en la Casa Blanca,
92
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experta en relaciones internacionales y
problemas de África.
La presencia de Rice sugiere que el aspecto de la seguridad en México interesa
a la Casa Blanca aunque es difícil decidir
qué aspectos de la misma llaman mayoritariamente la atención. La movilización de
numerosas organizaciones civiles de derechos humanos en Estados Unidos, empeñadas en colocar sobre la mesa las violaciones que están ocurriendo en México, no
puede pasar desapercibida. Es posible, sin
embargo, que otros aspectos sean los más
relevantes para ellos.
La estabilidad en México siempre ha
interesado a los gobernantes estadunidenses. Lo que ocurre actualmente en amplias
secciones del territorio mexicano en materia de violencia y gobernabilidad no les
puede ser indiferente. Allí están, si no, las
advertencias cada vez más explícitas a los
turistas que visitan México publicadas por
el Departamento de Estado. ¿Qué tipo de
cooperación puede darse para hacer frente a los problemas de Guerrero, Michoacán, Tamaulipas? ¿Qué hay con la famosa Iniciativa Mérida? ¿Qué desea o acepta
EPN? ¿Cuál era el interés prioritario de EPN
al conversar con Obama? En los próximos
meses quizá se vayan encontrando respuesta a esas preguntas.
El comunicado publicado sobre los resultados de la visita por la Oficina de la Presidencia revela la pobreza de lo obtenido
hasta ahora. El famoso Diálogo de alto nivel para la cooperación económica, encabezado por el vicepresidente Biden, no tiene ninguna propuesta concreta. De mayor
importancia son los resultados que se buscan en materia de cooperación educativa
e innovación tecnológica. Aquí al menos
hay datos que hablan de un número ligeramente mayor de estudiantes mexicanos
en Estados Unidos y un nuevo enfoque que
tiene que ver más con capacitar rápidamente en habilidades específicas que con
obtener posgrados. Un esfuerzo interesante aunque todavía muy insuficiente. Estamos muy lejos de los programas de educa-
ción que llevan a cabo en Estados Unidos
decenas de miles de nacionales de países
asiáticos.
En materia de migración esta visita deja una mala impresión. Los titulares
de periódicos estadunidenses destacaron
el apoyo de EPN a Obama por su medida
“audaz y de justicia” en materia migratoria, al permitir que millones de indocumentados mexicanos que residen allá
puedan permanecer legalmente. No se
tomó en cuenta, sin embargo, que la medida tiene serias limitaciones, como son
que sólo se aplica a quienes llegaron antes de 2010 y que tiene un carácter temporal. ¿Qué pasará con quienes llegaron después de 2010 y en el futuro? Obama fue
severo al referirse a la agresividad y firmeza con que se evitará cualquier cruce
ilegal en los próximos tiempos.
El hecho más novedoso que se manifestó en esta reunión fue el lugar importante
que tienen ahora en la agenda México-Estados Unidos los problemas de la frontera sur y la migración desde Centroamérica.
México ha adquirido nuevas y más difíciles responsabilidades en evitar la llegada de
centroamericanos a Estados Unidos. Semejante situación lleva a preguntarse, primero, ¿cuáles son las medidas eficientes que el
gobierno mexicano puede tomar para cumplir con esa responsabilidad? y, segundo,
¿cuál es el apoyo que va a proporcionar Estados Unidos para hacer frente a los graves
problemas sociales de Guatemala, Honduras y El Salvador sin cuya solución es imposible frenar la migración?
El rápido encuentro en Washington dejó muchas interrogantes y pocas pistas para conocer el trazo que va a seguir la relación los próximos años. El encuentro, quizá
el último entre Obama y EPN, no pasará a la
historia como un punto de transición. Por
el contrario, deja la impresión que las relaciones se encuentran en uno de sus puntos
más bajos por la debilidad de los mecanismos de comunicación y la opacidad de las
prioridades que persiguen ambos gobiernos en sus relaciones mutuas. O
ANÁ L IS IS
JOHN M. ACKERMAN
Francia y México: una sola lucha
Don Julio Scherer García, faro de valentía, constancia y rigor periodístico.
Su espíritu ejemplar es hoy más vivo que nunca. Hasta siempre.
E
l pasado miércoles, el presidente francés, Francois Hollande, acudió inmediatamente a la escena de la masacre en la revista Charlie Hebdo y declaró tres días de luto
nacional. En contraste, Enrique Peña Nieto
todavía no ha pisado Iguala, y ha exigido
a la sociedad mexicana “superar” la trágica pérdida de 46 luchadores sociales de la
Escuela Normal “Isidro Burgos” de Ayotzinapa. En lugar de viajar a las montañas de
Guerrero, el presidente mexicano prefirió
ir primero a China y después a Washington para vender los activos del país y recibir
órdenes del imperio. Se confirma una vez
más para quién “gobierna” el actual ocupante de Los Pinos.
También llama la atención cómo numerosos comentaristas y políticos mexicanos se escandalizan con los ataques en
París pero se callan frente a hechos similares en su propio país. Estos analistas de
high society asumen una actitud abiertamente colonial desde la cual las vidas y
los derechos de los europeos tendrían un
valor más elevado que los de sus colegas
latinoamericanos.
Tanto en el caso francés como en el
mexicano, personajes fuertemente armados y bien organizados silenciaron importantes voces críticas. Ambas masacres
son crímenes de lesa humanidad y constituyen inaceptables ataques a la libertad
de expresión. Todos los mexicanos deberíamos solidarizarnos con el noble pueblo francés, de la misma manera en que
ellos generosamente lo han hecho con la
causa de los estudiantes de Ayotzinapa.
El hecho de que en un caso los ataques
hayan sido reivindicados por islamistas y
en el otro sean el resultado de la captura
de las instituciones públicas, locales y federales, por el crimen organizado no altera en absoluto la esencia de ambos crímenes. Tampoco cambia la situación el hecho
de que en Francia las víctimas son caricaturistas y en México estudiantes normalistas. La principal actividad de ambos gru-
pos es promover el análisis crítico de la
sociedad y de las instituciones públicas.
Además, todos los informes internacionales demuestran que México es hoy
uno de los países más peligrosos en el
mundo para ejercer el oficio periodístico.
Cotidianamente los periodistas críticos
son amenazados, desaparecidos, encarcelados y acosados. Docenas de informadores han sido cobardemente asesinados en
los últimos años, muchos directamente en
su lugar de trabajo. Peña Nieto tampoco ha
hecho nada para detener esta constante
subversión de los principios democráticos
de la República Mexicana.
Sería ingenuo atribuir las contrastantes respuestas presidenciales en Francia y
México a las evidentes diferencias con respecto a las capacidades políticas o intelectuales de los mandatarios correspondientes. Tampoco estaría esto relacionado con
las distintas “culturas políticas” en las dos
naciones. Ambos pueblos comparten una
gran tradición de tolerancia y respeto para los derechos humanos surgida de ejemplares revoluciones sociales que pusieron
el ejemplo al mundo: la francesa en materia de derechos civiles y políticos durante
el siglo XVIII, y la mexicana con respecto
a los derechos económicos y sociales en el
siglo XX. Las dos tradiciones constitucionales se comparan favorablemente con el
individualismo, el consumismo y la privatización del espacio público que predominan en Estados Unidos.
La verdadera razón por las reacciones
tan disímiles a acontecimientos similares
es que en Francia el gobierno federal tiene
una relación fluida de rendición de cuentas con el pueblo, mientras en México el
gobierno solamente responde a los poderes económicos y políticos, tanto dentro
como fuera del país.
Las lealtades del gobierno mexicano
quedaron claramente expuestas en la reciente visita de Peña Nieto a Washington.
En su viaje, no se atrevió a recibir una so-
la pregunta de los medios de comunicación
ni a reunirse con un solo mexicano migrante residente en el país vecino. El único anuncio relevante después del encuentro con Barack Obama fue que el gobierno
mexicano está de acuerdo con la decisión
del gobierno de Estados Unidos de implementar políticas “mucho más agresivas en
la frontera” con México. Asimismo, Peña
Nieto se comprometió a “mantener nuestra política de mayor control en la frontera sur” con Guatemala y América Central.
Tal y como se ha anunciado y propuesto en numerosos estudios de los
think-tanks de Washington, se consolida
la inclusión de México como fiel agente
fronterizo dentro del “perímetro de seguridad” de Estados Unidos. O en palabras
del general David Petraeus –antiguo comandante de las fuerzas de la ocupación
en Afganistán y posteriormente titular de
la CIA– y Robert Zoellick –quien fue presidente del Banco Mundial–, hoy se revive la
idea de Fortress North America que se había
desarrollado durante la Guerra Fría como
una prevención y protección en caso de
que los otros países del mundo cedieran
frente a la fantasiosa “amenaza comunista” (Véase: http://ow.ly/GZ5iv).
Hoy la fantasía ha cambiado de nombre. No son los “comunistas” sino los “terroristas” quienes supuestamente ponen
en peligro la democracia y las libertades
humanas, cuando en realidad la principal
amenaza al bienestar de los pueblos es la
violencia criminal y censuradora promovida desde las más altas esferas del poder
económico y político global.
El pueblo francés y el mexicano comparten una sola lucha. Tanto el movimiento de Ayotzinapa como la movilización en
solidaridad con Charlie Hebdo son dos caras
de la misma moneda: el pueblo en pie de lucha en contra de asesinos censuradores.
www.johnackerman.blogspot.com
Twitter: @JohnMAckerman
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
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Julio Scherer
y el Proceso de la libertad
JORGE SÁNCHEZ CORDERO*
E
ste semanario está de duelo. Son horas tristes también para el periodismo y para la sociedad mexicana. La muerte de Julio Scherer García, don Julio,
como todos lo conocíamos, ha enlutado a este país.
Difícilmente sin este hombre austero, probo, de
convicciones inquebrantables, se podría explicar el
proceso de la defensa de la libertad de expresión en la segunda
mitad del siglo XX mexicano.
Como abogado pude compartir con él las decisiones fundamentales de su vida. Fue todo un privilegio. Como una secuela de
las discusiones que teníamos, pude visualizar mejor sus ideales
y sus convicciones. Es la hora de repensarlos.
El periodismo, me comentaba don Julio, es una práctica discursiva fáctica, más que comentarios literarios, filosóficos o
políticos. El periodista debe diseccionar los eslóganes y abstracciones y negarse en todo momento a anteponer cualquiera de
sus consideraciones morales, que le pudieran inhibir a divulgar
la verdad o retenerla indebidamente.
El país requiere de periodistas contestatarios, críticos e
independientes del Estado. Al discurso contestatario se le
considera como una característica normativa del periodismo
en una democracia, necesaria para el ejercicio del escrutinio
público de las élites políticas y económicas. La extensión de
la función informativa del periodismo es el escrutinio crítico
y el examen metódico del ejercicio del poder. El cuestionamiento severo, la crítica sin ambages sobre falsedades y sobre
errores, son los atributos esenciales del periodismo en una
democracia. La defensa de la libertad de expresión en toda
sociedad requiere de un periodismo libre e independiente.
Don Julio practicó plenamente este periodismo.
Scherer imaginó este semanario como un espacio de reflexión inteligible y apropiada en una democracia popular. Su
ejercicio contribuye al buen gobierno sólo y sólo si la sociedad
está debidamente informada. Una sociedad puede discernir racionalmente entre la verdad y la falsedad si se le provee de información objetiva de los hechos. Por ello uno de los mayores
desafíos de nuestra incipiente democracia es la creación de un
sistema de medios independiente, con la expresión de un periodismo crítico y democrático, que es fundamental para el ejercicio de las libertades públicas en nuestra sociedad.
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El periodismo en la perspectiva de don Julio se convierte en un
mediador entre los ciudadanos y la élite política para asegurar así
que la voz de aquellos sea escuchada cotidianamente. Esta era la
profesión de fe de don Julio: una adhesión irrestricta a la verdad y
a la objetividad. La búsqueda de la verdad no era una idea novedosa; sí lo era el empleo del método de la objetividad para acceder a
ella. Proceso debía abandonar los juicios de valor para convertirse
en un espejo de la diversidad de nuestra realidad.
Pero Proceso no debía agotarse en la veneración de los hechos vinculada fatalmente a la objetividad y a la búsqueda incesante de la verdad, sino reafirmar un periodismo interpretativo
que intentara explicar el significado de los eventos. Debía claramente distinguir entre noticia y comentario; entre hecho y opinión. Había que transitar de un periodismo de mera información
a un periodismo de opinión, debía migrar del “mercado de información” al “mercado de las ideas”. La divisa es sencilla en su
concepción, pero a su vez compleja: Ninguna idea sin un hecho;
ningún hecho sin una idea.
Este semanario debía emprender un activismo periodístico
de tal suerte que a la información que publicara se le conceptualizara como un constante desafío al status quo, como un promotor de causas sociales y como un partícipe en la batalla cotidiana
contra las conductas indebidas de las élites políticas y económicas. Para ello, el reconocimiento de la sociedad resultaba fundamental para Proceso. Este semanario debía ante todo legitimar
su utilidad social. El énfasis no sólo debería estar en la defensa
de las libertades públicas o en la promoción de las reformas de
interés general, sino en la asunción de una responsabilidad colectiva. Más aún, a ésta última había que asociar el impacto del
periodismo en los vínculos y valores comunitarios.
En su activismo periodístico, Scherer se convirtió en un tribuno de nuestra sociedad en la defensa de la libertad ante el
asedio permanente del poder. Fue a su generación a la cual le
correspondió introducir una nueva fórmula democrática distinta en su naturaleza a la fórmula clásica de la democracia directa e individualista, resultante del debate público y del sufragio
universal. Esta nueva fórmula democrática tiene como principio
de ejecución la influencia de la opinión pública sobre la acción
política. Proceso debía en este contexto convertirse en un laboratorio periodístico.
EN S AYO
Scherer desarrolló el reportaje como el arte de ver el mar a través de una gota de agua, conforme a la frase feliz de Adam Michnik. Pero Scherer no se agotó como reportero. Ya como escritor no
solamente reafirmó su posición crítica: se reivindicó como un intelectual cuya creación puede ser percibida a través de su talento.
Su trabajo fue siempre de análisis, no de síntesis. Asumió sus
riesgos, definió sus jerarquías y elaboró sus normas para adoptar
un discurso contestatario; trató de consolidar la emergencia de
una cultura controversial y políticamente comprometida y con
ello le proveyó a Proceso de una legitimación ideológica. Scherer
García fue en nuestra sociedad un punto de convergencia entre
un sistema crítico académico y un discurso crítico emergente.
Este activista se convirtió rápidamente en un combatiente solitario y en vocero de un público silencioso. Para ello se dedicó a
escuchar la voz profunda de nuestra sociedad.
Para don Julio no pasó desapercibida la función representativa del periodismo político que en la actualidad se ve vigorizada con las tecnologías interactivas de comunicación, que abren
nuevos cauces tanto en la comunicación entre los ciudadanos y
las élites políticas como en la participación en el debate público.
Siempre actualizado, sostenía que estas nuevas tecnologías estaban impulsando una participación democrática sin precedentes debido a que cada día un mayor número de ciudadanos tiene
acceso a los medios de comunicación política. Debía por lo tanto
asegurar este nuevo enfoque de libertades públicas. Proceso debía adaptarse a estas nuevas realidades.
Debatimos sobre el conflicto entre el periodismo y el ámbito privado. Scherer sostenía que en los
personajes públicos la división entre
el ámbito privado y el público era cada vez más tenue, y que el escrutinio
del ámbito privado era una muestra de
la democratización de la cultura política y de su expansión, motivada por las
inquietudes cotidianas de la ciudadanía. La tendencia en la cultura política
comprende inevitablemente el análisis
de la personalidad de sus actores y la
de su proyección, que posibilita que los
ciudadanos puedan conocer el perfil
de los personajes que los gobiernan. Su
pronóstico era que la tendencia del periodismo del siglo XXI estará indefectiblemente vinculada a esta polémica.
Émile Zola publicó su desplegado
J’accuse en enero de 1898 en el periódico parisino de la época L’Aurore con
motivo del proceso de Alfred Dreyfus.
Ese desplegado es emblemático porque inaugura un nuevo modelo en el
periodismo que se significa por la
participación de los intelectuales en la res publica. Fue George
Benjamin Clemenceau quien
troqueló el término “intelectual” como aquel que, sin contar con mandato expreso, pone
su inteligencia al servicio de las
causas sociales. Esta figura, que
corresponde a la tradición anglosajona iniciada por Aeropagítica,
publicada por John Milton en noviembre de 1644, en pleno apogeo
de la guerra civil en Inglaterra, fue
desarrollada bajo el término intelectual público, acuñado por Russel Jaco-
by. Scherer pertenece a esta tradición; asumió en nuestro medio este
carácter, como aquel que compromete su competencia, su autoridad
específica y los valores asociados al ejercicio de su profesión, como
son los valores de la verdad, en la contienda política.
En este contexto Scherer se caracterizó por formular cuestionamientos embarazosos, confrontar ortodoxias, denunciar
la obsolescencia de “la comunidad de suposiciones” creada con
un halo de veracidad pero con un marcado carácter dogmático
por las élites políticas y económicas, que con ella legitiman sus
políticas públicas. Coincidimos en la crítica a la política neoliberal que se ha convertido en una teoría social irrelevante y socialmente inoperante. El neoliberalismo se redujo a una retórica
cuyas nociones básicas fundamentales se convirtieron en comunes denominadores del vocabulario político y, por lo tanto, carentes de alguna utilidad para introducir análisis de situaciones
específicas o bien fijar posiciones de principio. La retórica neoliberal oficializó su lenguaje; con ello terminó por banalizarse. Se
convirtió en mera rutina administrativa y abandonó su controvertido postulado de modelo social.
Más que un crítico social Scherer García era un observador
social. Sus aproximaciones ideológicas o políticas abrevaban en
sus recursos intelectuales. Las causas que defendía y las ideas
que postulaba eran una consecuencia natural de los valores y
principios de los que firmemente estaba convencido. Fue en este
orden un hombre congruente. Sus análisis eran una constante
para el mejoramiento del bienestar social; sus reflexiones estaban encaminadas a sugerir nuevos derroteros a la sociedad o
bien eran abiertamente denunciatorias por
su insatisfacción ante el estado que guardaba y guarda nuestra sociedad. En este
sentido puede sostenerse que don Julio
fue un utopista.
En el ejercicio de su profesión, don Julio cumplió con el deber de cuestionar al
poder legalmente constituido, que está
obligado a rendir cuentas de su actuación,
y con mayor razón cuando ese poder se
ejerce de una manera manifiestamente
desproporcionada o hace uso de políticas
represivas. El objetivo de la divulgación de
la verdad es contrarrestar la impunidad
del ejercicio del poder y el reconocimiento
de derechos y de libertades democráticas.
Expresar la verdad frente al poder no proviene de un idealismo propio de Pangloss,
uno de los personajes de Voltaire en su
novela Candide; es ponderar cuidadosamente alternativas y presentarlas a la sociedad. La voz de don Julio era solitaria;
su resonancia se debía a que estaba
asociada al proceso de la defensa
de la libertad a las aspiraciones de
nuestra sociedad.
Las enseñanzas de Julio Scherer en el proceso de defensa de las
libertades públicas resultan cívicamente valiosas; es más cómodo
conmemorar las libertades públicas
que defenderlas, y es más sencillo
defenderlas que emplearlas en una
forma políticamente eficaz. Este es
su legado que compromete a mi
generación.
*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon Assas.
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El
reportero
cultural
“Siempre hay que buscar la cabeza”, decía Julio Scherer García. Y desde muy joven, el reportero de Excélsior
ya apuntaba a los protagonistas de todo. También a los
de la cultura. Es célebre su entrevista con André Malraux (21 de mayo de 1972), pero encontramos la búsqueda de Pablo Neruda desde 1949 (habría de conversar con él en 1961), de Frida Kahlo en 1952, de
José Clemente Orozco en 1953, de Diego Rivera y Alfonso Reyes en 1956, de Carlos Chávez
y Dimitri Shostakovich en 1959. A Francisco
Goitia y a Igor Stravinsky los abordó en 1960,
a Arthur Miller en 1968.
Buena parte del prestigio de ese diario
lo consiguió debido a su aportación cultural:
Scherer abrió las páginas editoriales de Excélsior a los más destacados intelectuales mexicanos, dio vida al Diorama de la Cultura, revivió Revista de Revistas con Vicente Leñero, creó la revista
Plural para Octavio Paz…
La larga entrevista con el poeta, ya en las
páginas de Proceso, es pieza fundamental del
periodismo mexicano.
96
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C U LT U R A
“La piel y
la entraña”,
las memorias que Siqueiros
no escribió: Híjar
JUDITH AMADOR TELLO
H
eredero intelectual y especialista en David Alfaro
Siqueiros, el historiador
de arte Alberto Híjar considera el libro La piel y la
entraña, primero en la trayectoria de Julio Scherer García, como un
documento histórico imprescindible.
Destaca sin embargo como más determinante en su vida el impacto de la
protesta en el diario Excélsior, dirigido
entonces por Scherer, por su desaparición y tortura tras la masacre ocurrida
el 14 de febrero de 1974 en Nepantla, Estado de México.
Publicado por la editorial Era en 1965,
La piel y la entraña reúne las conversaciones que tuvo el fundador de Proceso con
el pintor y muralista en su encierro en la
penitenciaría de Lecumberri entre 1960 y
1964, durante el gobierno de Adolfo López
Mateos que lo acusó del supuesto delito
de “disolución social”.
A decir de Híjar son un testimonio
“muy importante”, incluso “sustituye
a las memorias que nunca escribió Siqueiros”:
“Pareciera que es un anecdotario,
pero en realidad son momentos clave
de la vida comunista de Siqueiros, por
fortuna no limitada a la pura cuestión
estética, es mucho más que eso, es la
referencia a las luchas que dio por el
socialismo durante toda su vida.”
El historiador de arte, especialista del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información
de Artes Plásticas (Cenidiap) del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA),
responde, a pregunta de este semanario, que no obstante haber trabajado cercanamente con Siqueiros, nun-
ca presenció ninguno de los encuentros
de Scherer con el pintor en el llamado Palacio Negro.
Entonces evoca el trágico acontecimiento que vivió tras haber pertenecido a
las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN)
durante la llamada “guerra sucia” en México:
“La relación más cercana fue cuando
yo estaba desaparecido: Cómo las páginas
editoriales de Excélsior fueron ocupadas
por compañeros periodistas que escribieron sobre lo que estaba pasando, después
que se supo de la masacre en Nepantla.”
Recuerda que el columnista Nikito Nipongo decidió publicar un texto con su
nombre real, Raúl Prieto, acerca de la joven Dení Prieto, quien fue masacrada junto con cinco compañeros en un ataque
militar a la casa de seguridad que tenían
las FLN en Nepantla:
“Raúl Prieto publicó un bello texto relacionando esto con la ejecución del últi-
Como sacarse
la lotería
FERNANDO DEL PASO
J
ulio Scherer era tan gran periodista como
gran amigo. Y ser amigo de Julio era como
sacarse la lotería. ¡Julio Scherer! ¡Yo lo tengo!
Siempre lo tuve y lo disfruté porque sobre todo
sabía escuchar a sus amigos. Scherer sabía escuchar como ninguno el ruido de la corrupción,
los gritos de la injusticia, el escándalo de las masacres. Se nos ha ido un gran mexicano. Uno de
los orgullos más grandes que tuve en la vida fue
tenerlo como jefe en la revista Proceso, y como
amigo en toda oportunidad. O
mo preso político, que se llamaba Salvador Puig Antich, muerto a garrote vil (una
silla para la pena capital) por la dictadura
de Francisco Franco.”
Hace él ahora la comparación del caso:
“Entonces, en la feroz dictadura de
Franco, el acusado fue procesado, su familia lo pudo visitar, se le dio licencia de pasar la última noche de su vida con la familia, su cuerpo les fue entregado a sus
compañeros, hicieron un funeral público, fue enterrado por ellos; mientras en
la democracia mexicana el cuerpo de Dení Prieto estuvo un buen rato sin saberse
dónde había quedado, fue masacrada sin
juicio y asesinada por esa combinación
espantosa de federales, seguridad y ejército.”
–¿Un caso que recuerda Ayotzinapa?
–¡Claro! Y en especial yo fui beneficiado por las páginas editoriales del Excélsior de Scherer, cosa que agradeceré siempre… No sólo escribió Raúl Prieto, otros
más también.
Híjar no estuvo en Nepantla, pero
“fui el único del Distrito Federal de las
FLN que fue sacado a patadas de su casa, desaparecido y torturado por lo que
empezaba a ser la brigada blanca de
Miguel Nazar Haro. Entonces, mientras estuve desaparecido empezaron
a escribir en Excélsior y a dar la noticia.
“Me tuvieron que aparecer gracias a toda la gran campaña que se hizo. Estaba yo con otros compañeros de
Monterrey, a quienes obviamente no
conocía porque así es el clandestinaje
revolucionario. Y bueno, pues las menciones que se hicieron de mi caso fueron importantes para que no acabara
yo aventado en una barranca, en un
pozo o algo así.” O
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
97
Archivo Proceso
Los relámpagos
de Ibargüengoitia*
ARMANDO PONCE
N
ingún periodista cultural
hubiera desdeñado una
entrevista con Jorge Ibargüengoitia, pero en mi
caso se trataba además
de un asunto de privilegio. Conocía y admiraba toda la obra del
escritor, a quien Julio Scherer había invitado a colaborar en las páginas editoriales del periódico Excélsior, donde yo me
inicié. Con el golpe gubernamental al diario en 1976, solidario, Ibargüengoitia había
renunciado.
Ni un par de años después, ya Scherer al frente de Proceso, el autor de Los
relámpagos de agosto fue a despedirse
de él porque iba a radicar en Nueva Jersey, “harto de la Ciudad de México” según me dijo mi director pidiéndole que
lo entrevistara.
–Vaya directamente a su casa, que
sienta que lo queremos –replicó cuando le
dije que le llamaría por teléfono a su casa
de Cerrada de Reforma 48, en el centro de
Coyoacán.
Había leído en La ley de Herodes los pormenores que el dramaturgo “frustrado”
y narrador exitoso había contado acerca de cómo construyó esa casa neocolonial mexicana, en cuyo patio delantero yo
esperaba luego de que el portero me recibiera. Desde ahí miraba, tras un cristal
inmenso, la espaciosa estancia, que terminaba también en otro cristal, que cerraba el patio trasero, desde entonces vi
98
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
borrosamente una gran figura que agitaba las manos y avanzaba.
A los pocos segundos, estaba frente a mí
Jorge Ibargüengoitia, inmenso, con camisa verde botella y pantalón caqui de dril, diciéndome que qué hacía yo ahí, que él no
quería ninguna entrevista, y con el brazo levantado me indicaba que saliera de su casa.
Balbuceé algunas palabras (“Proceso”,
“Scherer”, “la Ciudad de México…”) mientras el escritor miraba el libro que llevaba
yo bajo el brazo, un ejemplar de algún volumen suyo (creo que Viajes en la América
ignota), por aquella época inconseguible,
y que por inconseguible había comprado sin dudarlo para ver si al término de la
entrevista me lo autografiaba; el caso es
que Ibargüengoitia se detuvo al verlo y me
dijo, ya en el umbral:
–¿De dónde lo sacó?
–Lo compré en una librería de
Guadalajara…
–Es que está agotado.
–Sí, ¿lo quiere?
Tomó el volumen y parco, más que
preguntar, dijo:
–Qué es lo que desea.
–Es que como usted le contó a Julio
Scherer su molestia de vivir en la Ciudad
de México, me pidió que lo entrevistara
sobre esas razones…
–Mire, estoy muy atareado empacando y esas cosas. En poco más de un mes
estaré en Nueva Jersey, mándeme allá un
cuestionario.
–¿Me da su dirección? –me atreví.
Todavía no la tengo –dijo y cerró el
portón de madera.
* * *
Mes y medio después entré a la oficina del
director de Proceso:
–Don Julio, ¿me regalaría una pregunta para Ibargüengoitia? Estoy haciendo mi
cuestionario.
–No, para qué un cuestionario, que
sienta que lo queremos, dígale a Elenita que lo comunique y dígale a don Jorge que se va usted inmediatamente a
entrevistarlo.
Paralizado porque en aquella primera
etapa de Proceso, un viaje así era un exceso económico, un verdadero lujo (por lo
visto don Julio estaba decidido a consolidar el semanario con materiales de la más
alta calidad, y sabía que el solo hecho de
que Ibargüengoitia dejara la ciudad por
invisible era un hecho contundente que
evidenciaba al México del momento), tres
minutos después, con su habitual perfección, mi hermanita Helen (como llamaban
a la secretaria del director) tenía ya el dato
y me comunicaba a Nueva Jersey con Jorge
Ibargüengoitia, ni más ni menos.
–Don Jorge, cómo le va, quiero saber
dónde puedo buscarlo en Nueva Jersey y
cuándo para la entrevista.
–De qué entrevista me habla.
–¿Se acuerda de mí? Fui a su casa a so-
C U LT U R A
licitarle una entrevista y usted me dijo
que en un par de meses le enviara a
Nueva Jersey un cuestionario.
–Cuestionario sobre qué.
–Sobre por qué usted se fue de la
Ciudad de México. Usted le contó a don
Julio Scherer que estaba harto de la ciudad, de la contaminación, del tráfico,
de que cuando llegó a Coyoacán había
niños al lado de su casa que jugaban
todo el día con una pelota y que veinte años después seguían jugando con
una pelota.
-Qué voy a saber yo de la ciudad, entreviste usted mejor a un taxista.
Nervioso, intenté una breve y conveniente argumentación.
–No es lo mismo, usted es un escritor conocido, en México desgraciadamente la voz de un taxista no cuenta. Y
usted se está yendo de la ciudad.
–Sí, pero no tiene caso. Además seguramente usted viene a Nueva York a
un congreso de economía o de Naciones Unidas, y de paso a entrevistarme.
En ese momento, a punto de desistir, encontré el hueco definitivo y le dije
victorioso:
–Al contrario, don Julio me está enviando sólo para hablar con usted, yo
soy reportero de cultura.
–Pero el narrador contraatacó:
–¡Ah, no!, entonces peor, no tiene
caso que gasten tanto sólo para venir a
verme.
Ibargüengoitia, sentí con horror, se
me había escapado. Con una carga de
rencor mortal sólo acerté a decir, levantando la voz y golpeando las palabras:
–Gracias, maestro.
Colgué el teléfono con fuerza mientras alcancé a oír algo del otro lado de
la línea, pero ya iba camino de la dirección. Me detuve unos segundos para retirar la ligera tela de agua en los ojos.
–Don Julio, ya le di en la madre a su
relación con Ibargüengoitia.
Mientras me instaba a contarle,
Scherer movía la cabeza, dándome la
razón. A medida que relataba la conversación, y llegado el remate, Scherer repetía, dos, tres, cuatro veces:
–Don Armando, que Ibargüengoitia
vaya y chingue a su madre.
Cuando lo dijo por última vez, me
sentí consolado. Y al salir, la rabia y la
decepción de no haber podido entrevistar a mi narrador predilecto se me habían quitado para siempre. O
________________
* Una primera versión fue publicda en el número 5 del periódico cultural de la Delegación Coyoacán, La Rosita (agosto de 2001),
dirigido por la colaboradora de Proceso,
Susana Cato.
El gusto por
las letras
RAFAEL VARGAS
H
ace exactamente 54 años, el 8 de enero de 1961, un reportero de 35 años
de edad llamado Julio Scherer García,
con 19 de trabajar en Excélsior, entrevistó durante dos horas al mundialmente famoso poeta
Pablo Neruda, que se encontraba de paso por
México, rumbo a Chile.
Venía de estar un mes en Cuba, donde había dado recitales, conferencias y entrevistas, y publicado el libro de poemas Canción de
gesta, dedicado a los patriotas portorriqueños
y a los revolucionarios cubanos. Naturalmente,
como se lo anuncia a Scherer casi al principio
de la conversación, “El punto de Cuba será el
más amplio de nuestra conversación”.
Scherer batalla para tomar nota de lo que
Neruda le dice, pues aún no se utilizan grabadoras, y cada vez habla con más rapidez.
(“Hay que hacer esfuerzos, no ya para seguir
fielmente su lenta declaración inicial, sino para ir fijando en el papel las ideas centrales que
detalla”). Pero no pierde palabra.
Luego le pregunta por Siqueiros, en prisión
desde 1960 por censurar a Adolfo López Mateos, presidente de México a partir del 1 de diciembre de 1958. Neruda se ha entrevistado
con López Mateos y, naturalmente aboga por
la liberación de Siqueiros. “Pero no depende de
mí…”, le dice a Scherer. (López Mateos indultará a Siqueiros, pero sólo a finales de 1964.)
Neruda habla, por último, del provincianismo que hay en la reverencia con que la América Latina mira el premio Nobel (lo obtendrá
diez años más tarde):
“Lo importante es que rompamos con esa
tutela que tiene cierto aspecto colonial.”
La entrevista, redactada en unas cuantas
horas para aparecer en la primera plana de la
edición del día siguiente, deja ver la capacidad
de síntesis de Scherer, que condensa
dos horas de conversación en diez cuartillas,
su habilidad para describir el contexto en que
aquella se produce, y su ánimo juguetón para
enviar algún guiño al lector que conoce la poesía de Neruda. Haciéndose eco de un verso
del poema 15 de los Veinte poemas de amor y
una canción desesperada (“Y me oyes desde
lejos, y mi voz no te alcanza:”), Scherer apunta: “Si alguien observara de lejos a Pablo Neruda y su voz no llegase hasta él…”.
Neruda no fue el único escritor entrevistado por Julio Scherer (son también memorables
sus conversaciones con Miguel Ángel Asturias, André Malraux y Martín Luis Guzmán, por
citar sólo tres al botepronto), ni la única vez
que hizo patente su admiración por un escritor: movido por la admiración redactó un buen
número de artículos sobre autores como José
Vasconcelos, Gabriela Mistral, Andrés Iduarte,
Carlos Pellicer, Alfonso Reyes… La literatura
tuvo para él siempre la mayor importancia. Fue
por ello que cuando se convirtió en director de
Excélsior, el 1º de septiembre de 1968, llevó a
tantos escritores a colaborar cada semana en
la página editorial.
Fue por ello que a comienzos de 1971
buscó a Octavio Paz, recién llegado a México,
para proponerle que realizara una revista con
el apoyo de la cooperativa del diario Excélsior.
Fue así como nació Plural, en octubre de ese
mismo año. Fue por ello que invitó a Vicente Leñero al frente de Revista de Revistas para
revitalizarla. Fue por ello que apoyó a Ignacio
Solares para convertir el Diorama de la Cultura en el mejor suplemento dominical a lo largo
de ocho años. Fue por ello que supo allegarse
para Proceso las colaboraciones de Gabriel
García Márquez, de Julio Cortázar y de Carlos
Monsiváis. Fue por ello que dio al “Inventario”,
de José Emilio Pacheco, un lugar privilegiado
en la sección cultural de este semanario, en
el que acabó por convertirse en la mejor columna literaria que haya tenido una publicación periódica mexicana en el último tercio del
siglo XX.
Su sensibilidad hacia las letras es palpable, por supuesto, en su propia prosa. Felizmente, en los últimos años de su fecunda vida encontró la oportunidad que acarició desde
que era un joven reportero: tener tiempo para
escribir libros. En ellos desplegó su vasto saber periodístico, y corroboró con cada uno algo que se ha dicho muchas veces y que siempre será cierto: el gran periodismo es gran
literatura. O
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
99
Su enorme
melomanía
SAMUEL MÁYNEZ CHAMPION
A
l cobijo de la música se
desliza el fragor de la
existencia”, solía decirme Julio Scherer García.
Y ahora, con los oídos de
la memoria anegados por
su ausencia, sólo atino a evocar un caracol
lleno de auroras. Necesito acercarlo hasta
mi oreja para poder escuchar los giros del
tiempo que se transforman en luz. Después he de cerrar los ojos para lograr percibir en sus circunvoluciones las mareas
donde nació la vida, el sonido y las palabras. Éstas, “hijas del hombre”, como él ya
había dilucidado, son tal vez el asidero para tratar de arrancarme alguna evocación.
Desfilan la voluta y el glifo. Braman los rumores y el silencio. Amaga el tiempo que
nos vive y nos supera. Y al final, la memoria, terca como él la definió y para mí la
añoranza, como el último de los bienes terrenales.
Heme pues, demediado con las invocaciones sin tregua, tratando de darle coherencia a los recuerdos. Mi vida íntegra
estuvo imbricada con la suya e,
invariablemente, la música fue el
puente que abría la comunicación
y que nos llevaba, sin tapujos ni
inhibiciones, hacia los temas más
íntimos de nuestras propias vidas. Surge así, espontánea, la primera remembranza compartida:
El siguiente recuerdo que me
habita contiene al gran periodista
como a una figura paterna, pero
asimismo descomunal (mi padre
era médico de cabecera de la familia Scherer Ibarra):
Por una lectura fortuita me había enterado, en la misma época
de la invasión a Irak orquestada
desde Washington por el execrable Bush Jr., que Mozart había
concluido su ópera Mitridate musicalizando unos versos que decían:
No cedamos al Capitolio,/ resistamos a aquel orgullo/ que no ha sabido contenerse aún./ Siempre guerra y
jamás paz /Hay entre nosotros un altanero energúmeno/ que pretende al
mundo entero/ privar de su libertad.
Me parecía que el paralelismo
se perfilaba nítido y que era aconsejable convertirlo en una nota
100
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
informativa. Corrí exaltado con un esbozo escrito a su morada, él era el único que
podía darme un parecer objetivo. Leyó con
detenimiento y al término de la primera
cuartilla, con una sonrisa en el semblante, sentenció:
“Me gusta mucho, Samuelacho, veré
que se publique en Proceso.”
En desordenado tropel aparece otra
intempestiva visita a su torre para contarle de un nuevo hallazgo que supuse lo
emocionaría. No me equivoqué. Como ya
era la norma, le hacía escuchar primero,
a través de los audífonos de mi discman,
la música, y después versaría sobre su génesis. Se trataba del poema sinfónico Finlandia despierta que Jean Sibelius había
compuesto para solidarizarse con los periodistas de su patria que se habían quedado sin empleo por haberse atrevido a
denunciar los atropellos de la dictadura
rusa. Su comentario acomunó a su enorme melomanía su conocido repudio por
los abusos del poder:
“¡Hijos, Samuelacho, hijos! ¡Qué dato
me estás revelando! Escucho ahora a Sibelius con nuevas orejas. Dame los pormenores por escrito porque me gustaría
abrir una conferencia con ellos.”
Y aparejado con Sibelius, o con
Tchaikovsky o Dukas para el caso, estaban
los músicos alemanes que, en su decir, lideraba Beethoven. Siempre el sordo de
Bonn como puerto de arribo de sus apetitos sensoriales.
–De acuerdo, Beethoven a veces roza lo
sublime, pero su deuda con Mozart –decía
yo– es incuantificable.
–Nunca –rebatía con el ánimo encrespado–. Beethoven es la cima de la música
y de la civilización occidental.
–Así lo sitúa tu predilección mas, en
realidad, es uno de los muchos que forjó
la gran tradición germana que se perfila
primero con la familia Bach, me atrevía yo
a discrepar.
Y en debates apasionantes me instaba
para que le hiciera conocer nuevas obras
que, de inmediato, volvía suyas desentrañando su esencia. Una de las más remotas
de nuestro haber mancomunado fue la Serenata para cuerdas de
Dvorák.1 ¡Qué gozoso delirio el
suyo! Natural fluyó su comentario al cabo de la primera audición:
“Dime que a ti también te
vuelve loco. Hazme escuchar de
nuevo ese primer tema, es como
si a través de sus notas respiraran
los bosques de Bohemía…”
Ya fuera en su casa o en la mía,
vibraban las charlas donde, gallardo, sostenía que la única adicción
a la que se sometía por voluntad
propia era la de la música, como
forma artística suprema. Gracias a
ella, repetía, la existencia amainaba sus grilletes. Yo terciaba diciendo que me bastaba con escuchar
una modulación bien lograda para
que mi interior se iluminara por
dentro2; y que, también como él,
con la simple resolución de una disonancia atravesaba umbrales de
mundos recónditos sin necesidad
de enervantes.
Supe por sus pláticas del gusto de Luis Donaldo Colosio por
Vivaldi y de las desdichas de los
Beethoven. Alameda Central
millonarios que presumían de su
C U LT U R
RA
A
amistad. Jamás la confidencia desleal. Escuché relatos alucinantes de su cercanía
con tiranos y recibí reprimendas por quejarme de los rigores de la profesión de músico. En la dedicatoria de uno de sus libros
me escribió: “El periodismo es rudo como
el violín, como la alta e inaccesible literatura, como los días que vamos viviendo,
uno a uno… pero sólo en la rudeza se halla el amor”.
En otro de los recodos más álgidos de
mi tránsito vital, le pedí ayuda –siempre
lo hice cuando hube de enfrentar decisiones cruciales– para resolver un problema acuciante. Intuí que en el cedazo de
su sensibilidad encontraría la respuesta.
Tampoco me equivoqué. Armaba yo la reelaboración de la ópera compuesta por Vivaldi alrededor de la deformada figura de
Moctezuma II, y en el afán de transformar
la anodina farsa original en la verdadera
tragedia que significó la Conquista para el
emperador mexica, pensaba que debía incorporar el movimiento lento del Invierno.
A mi entender, su melodía –quizá la más
hermosa del barroco italiano– clamaba
por algún sitio especial de índole luminosa, y en mi trabajo la pesadumbre invadía
todos los rincones. Las cavilaciones no me
conducían a ningún lado hasta que lo interpelé al cabo de otra cena memorable.
Mis palabras introductorias fueron directamente al punto:
–Dime, ¿qué efecto te produce esta
música o en qué condiciones te gustaría
escucharla?
Mientras la degustaba fue palpable
cómo su respiración se hacía más honda y cómo, echando la cabeza para atrás,
distendía los músculos del rostro. Apretado el botón de stop del lector de discos
compactos se hizo un silencio que ninguno de los dos atinamos a mancillar, necesitado nuestro ánimo de unos segundos
de asimilación. En su conmovedora respuesta residía la clave que sólo él podía
vislumbrar. Entendida así, la claridad era
evidente. Aunque no llevara letra, ahí debían cantarse las palabras postreras del incomprendido tlahtoani.3 Consigno aquí su
propia versión de los hechos y engarzo mi
espíritu, con palpitante agradecimiento, en
la certeza de su partida hacia ese remanso
acuático pletórico de sonidos y de colores
donde se mitiga la soledad del cuerpo y se
restañan las llagas del espíritu, las caracolas marinas precediendo el cortejo:
“Samuelacho, aquella noche cesó la
reflexión sobre mi cuerpo y advertí que
desaparecía mi ego. Sin peso me dejaba
llevar por un plano inclinado. Desconocía el lugar de destino, pero adivinaba que
se trataba de un lago azul. Escuchaba esa
música inefable compuesta por el sacerdote de Venecia. Así, sin cuerpo, querría
morir…” O
__________________________
1 Se sugiere la audición del movimiento Moderato de
la obra op. 22 del compositor checo. Disponible en la
página proceso.com.mx
2 El arte de modular es aquel donde se pasa de una
tonalidad a otra, es decir, donde cambian los colores auditivos.
3 Se recomienda la escucha del producto resultante.
Disponible también en la audioteca del semanario.
El joven Scherer “descubre”
a “un Bach mediterráneo”
ROBERTO PONCE
E
n “Giacomo Facco, un Bach mediterráneo”, cuarto capítulo del libro Giacomo
Facco, maestro de reyes (Ed. Don Bosco/FONCA, segunda edición 1997, 270 págs.)
escribe el compositor, director de orquesta y
musicólogo italiano Uberto Zanolli Balugani
(Verona, 7 de mayo 1917-Ciudad de México,
20 de diciembre 1994):
“El domingo 23 de abril de 1961 apareció
un formidable artículo en la primera plana del
periódico Excélsior de la capital mexicana, debido a la elegante pluma de Julio Scherer García: ‘250 Años Después de Morir. Nace Aquí
Giacomo Facco, un Bach Mediterráneo’ era el
título a dos columnas… Creemos casi inútil decir que el artículo suscitó asombro en los medios musicales y culturales del país.”
Zanolli Balugani reprodujo fragmentos de
aquel amplio reportaje del joven Scherer, quien
dio la primicia del redescubrimiento de Facco, así:
“Desde hace varias semanas existe en el
mundo de la música Giacomo Facco. Es, según todos los indicios, un artista genial descubierto en México pues sus partituras, que
datan del siglo XVII, fueron encontradas aquí,
en un archivo polvoso y olvidado del Colegio
de las Vizcaínas.
“Uberto Zanolli vive en continuo estado de
exaltación. Apenas duerme. Su esposa (Betty
Fabila) confiesa, no sin alarma, que se encamina hacia el lecho cerca de las cuatro o cuatro y
medio de la madrugada y que tres horas después ya está de nuevo de pie… Para Zanolli se
ha iniciado una nueva existencia. La liga a un
ser que no conoce, pero de quien sabe estuvo dotado de ese hálito que nadie nos explica
todavía cómo se produce y que es el del creador genial. Se llama Giacomo Facco. Es como
él, como Zanolli, de la región del Véneto… se
ha confirmado que tuvo nexos con España y
se deduce que fue él quien envió a los grandes centros culturales de la Colonia los manuscritos del compositor del Véneto, mismos que
hace poco fueron casualmente encontrados en
lo más profundo de archivos…”
El reportaje de Scherer comprendía pasajes impactantes del también crítico, conferencista y poeta itálico retratado en sus años
mozos, cuando sufriera persecución y suplicio nazis:
“Zanolli, ex oficial del ejército italiano, enemigo de Mussolini, víctima de los campos de
concentración germánicos, esqueleto humano que soportó los peores castigos e inclusive
la agonía de excavar su propia fosa… Muchas
veces se ha visto ante la muerte… ha sepultado su nombre y recordado que era, solamente,
un número. El 42687 ¡cómo olvidarlo!
“–Bueno –dice bruscamente–. Pues, Facco, sí, está llamado a ser un genio de la música, descubierto dos siglos y medio después de
su existencia, créame, es como un pequeño
Bach mediterráneo. Aquí en México enriqueceremos la historia de la música con este ser
excepcional…
“‘Ah, Facco, ya verá lo que ocurre cuando estrenemos el primero de sus doce conciertos’.”
A poco tiempo de salir la noticia en Excélsior, Uberto Zanolli y su esposa soprano Betty
Fabila estrenaron la docena de conciertos de
Facco Peniseri Adriarmonici y la cantata Clori en nuestro país, investigación y desarrollo del
veronés fundador de la Orquesta de Cámara
de la ENP-UNAM.
Cuando en el verano de 1995 el Conjunto de Cámara de la Ciudad de México, conducido por Benjamín Juárez Echenique, presentó
el Concierto número 10 de Facco como si fuera estreno en México, tanto Betty Fabila como
su hija pianista Betty Luisa Zanolli Fabila acudieron a este semanario para desenmascarar
la impostura, acompañando su alegato con el
mismo reportaje escrito por Scherer en 1961
(“Traición histórica a Giacomo Facco y Uberto
Zanolli”, en Proceso 979).
20 años tras la desaparición de Uberto Zanolli, Betty Luisa Zanolli ofreció una conferencia en concierto a mediados de octubre
pasado donde reconoció a Julio Scherer García como el detonador del redescubrimiento
universal de Facco, con su padre (http://www.
proceso.com.mx/?p=385038). O
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
101
entretenimiento.terra.com.mx/
Benjamín Flores
Miguel Dimayuga
La
evocación cercana
de Del Toro, Mandoki y Cazals
COLUMBA VÉRTIZ DE LA FUENTE
G
uillermo del Toro, director de las películas Cronos,
Hellboy, Blade II, El laberinto
del fauno y Pacific rim, entre
otras, plantea que “ahora,
más que nunca en México,
hombres como Julio Scherer García son
indispensables”. El famoso cineasta lo define en
seguida:
“Julio Scherer García estaba siempre
abierto a los amigos y era justo, intachable y feroz con los enemigos: los nombraba sin miedo, frontal y públicamente.”
En su libro La terca memoria, que el
fundador de este semanario publicó en
2007, dedicó cinco páginas a Del Toro,
quien también es guionista, narrador y
productor con una trayectoria y notoriedad mundial no sólo en la pantalla grande, también en la chica, ya que creó la
serie de drama, terror y ciencia ficción
The strain (en español La cepa) basada en
la primera novela de la Trilogía de la oscuridad que escribió el realizador junto con
Chuck Hogan.
El texto del exdirector de Excélsior y
doctor honoris causa en 2006 por la Universidad de Guadalajara (por cierto Del Toro
es jalisciense), inicia así:
“Guillermo del Toro se presentó en mi
casa y pidió un vaso de agua. Al rato, un
huisqui en las rocas. Amistoso, platicador,
nos reunimos con su esposa Lorenza, su
102
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
representante Bertha Navarro (productora de cine), Luis Mandoki y su hijo Daniel,
aún niño, y apretado contra él, María, Ana
y Julio, mis hijos.
“…Julio, provocativo, le dijo que ni él,
Del Toro, ni Alejandro González Iñárritu,
ni Alfonso Cuarón, representaban al cine
mexicano. Mexicanos los tres, de enorme
talento, sus méritos reconocidos internacionalmente eran para el cine europeo y
el cine estadunidense. Del Toro habló de
su irrenunciable condición de mexicano y
algo aportaba, junto con Iñárritu y Cuarón,
a nuestro país. Julio respondió que donde
está el trabajo está la vida, así el trabajo
resulte profundamente ingrato. Respecto
al país de origen podemos desvivirnos por
un amor remoto que nos arranca pesares,
pero que ya se fue. Otras relaciones, otras
uniones fueron creando vidas nuevas. Así
es y no podría ser de otra manera. La tierra
arraiga a la semilla promisoria, se hace de
ella. El trabajo es, por su propia condición,
el único bien universal que nadie discute.
“Siguió Julio y le dijo que le encantaría verlo trabajar en México, en los callejones mexicanos, en el habla nuestra, en los
guiones de Vicente Leñero, humor, gracia
y cabronería. Pero ya partía Del Toro para
Budapest, un año, para trabajar con magiares, para vivir las dos capitales en una, la
de los acomodados y la otra, pero una sola
gran ciudad bañada por el agua del mismo cielo.
“Del Toro nos invitó a todos a encontrarlo allá. Sería una fiesta. Sentía que en
la noche que se iba haciendo muy noche,
nos habíamos consagrado a una amistad
que no debíamos perder. Coincidimos en
otros puntos: México ha ido por un mal
camino, ha perdido oportunidades, vive
un declive que alarma sin que sepamos
aún cuál será la salida, si ésta existe, pensando seriamente en ciento diez millones
de mexicanos y no en la mitad o menos.”
Ahora Del Toro, refiere para Proceso:
“Su ausencia resulta imposible: un
hueco enorme en nuestro mapa social y
cultural. Pero el legado que deja detrás –el
legado valiente, inteligente y comprometido– se vuelve ahora, frente a su partida, aún más importante. La labor de su
vida está tejida en las vidas nuestras: está
en nosotros buscar que su voz nunca se
apague.”
Luis Mandoki
También célebre cineasta en Hollywood
y México, Luis Mandoki, nacido en la Ciudad de México en 1954 y creador de dos
documentales acerca de las elecciones
presidenciales de México de julio de 2006:
¿Quién es el señor López? y Fraude: México 2006, se refiere así del autor de Siqueiros. La piel y la entraña: y El poder. Historias
de familia:
“Hay muchos momentos que disfruté con don Julio Scherer García. Le tenía
un cariño, como si fuera mi propio padre.
Era de las gentes más inspiradoras en este
país, con su ejemplo, pero al mismo tiem-
C U LT U R A
po con su humanidad a muchos niveles.
¡Claro!, es el luchador de la libertad de expresión y por otro lado el padre y el esposo. Hablaba de su mujer que ya había
fallecido y hurgaba el alma humana en todos sus escritos, podía ir desde esas largas
entrevistas, como en La Reina del Pacífico, y
encontrar la humanidad de esa mujer, y al
mismo tiempo estaba en esa lucha incansable por la libertad de expresión y la democracia en este país.
“Siempre era escuchar una voz que
rompía lo que uno esperaba. Transgredía
simplemente las pláticas cotidianas con
su agudez.”
Mandoki rodó el filme mexicano Voces inocentes, el cual transcurre durante la guerra civil salvadoreña de 1980. La
estrenó el 16 de septiembre de 2004 y se
basa en la infancia del escritor salvadoreño Óscar Torres. La película aborda el
uso de los niños por parte del Ejército y
también muestra la injusticia en contra
de personas inocentes que se ven obligadas a combatir en la guerra. Rememora en
entrevista que el periodista Julio Scherer
García le platicó que uno de los momentos de la cinta que le conmovieron fue el
de los niños bajo las camas mientras las
balas cruzaban las paredes de sus casas:
“Encontraba ahí, la inocencia, el juego que se interrumpía por la violencia de
balas irracionales que eran ciegas al tictac
del corazón de un infante.”
Siempre obsequiaba un libro, revela
Mandoki, quien filmó La vida precoz y breve
de Sabina Rivas (2012), The edge (2003), Trapped (2002) y Angel Eyes (2001).
“Con don Julio los momentos no eran
comunes, te dejaba conmovido, también
tenía un increíble sentido del humor que
rompía la solemnidad”, agrega.
El director cinematográfico revive otra
circunstancia:
“En 2006, cuando Andrés Manuel López Obrador traza el plantón, yo estaba
con mis cámaras y mi equipo y nos encontramos con don Julio en una habitación del hotel de la Ciudad de México,
desde donde por una ventana realizábamos algunas tomas. Entonces me confió:
¿Será que el plantón nos llevará a la posibilidad de la democracia? o ¿el plantón será una
forma de válvula de escape para impedir que
se desate la violencia? Y en su mirada había
un dolor que no era el dolor simplemente del político, o de otras formas de ver la
vida, sino la del hombre que amaba este
país, y que ya estaba cansado de que México no avanzara en ese rumbo.”
mio Nuevo Periodismo 2002, Scherer García, y al narrador, periodista, guionista y
dramaturgo Vicente Leñero, con cineastas
como Felipe Cazals, y hablaban de todo:
cine, literatura, teatro, política, un sinnúmero de temas.
El nada más y nada menos realizador de Canoa, Las Poquianchis, Los motivos
de Luz y Su Alteza Serenísima, entre otros
filmes polémicos, recuerda para esta revista esos tiempos con el autor de La piel
y la entraña, Los presidentes y Salinas y su
imperio:
“Entre los afortunados que compartimos la mesa y el whisky de la casa de
Armendáriz Jr. queda el vivo y afectuoso
recuerdo de don Julio Scherer, vaso en ristre, agudo, atento y certero como ninguno de los presentes al tema en turno; sin
pretensiones de ser considerado como un
árbitro pero siempre dispuesto a ejercitar su derecho irremediable a no anticipar
concesiones ni conclusiones.
“Don Julio Scherer, siempre alerta, con
el fino paladar de un experto cazador de
erratas históricas convertidas en noticias
de falso cuño, enseñado, por su propia
voluntad, a conservar la mirada serena
de aquel que mucho ha oído y visto antes de decidirse a ser escuchado, sin ceder,
sin alardear, y con los pelos de la burra en
la mano.”
El además guionista y productor de
cine mexicano completa:
“Así. Muy afortunados comensales
fuimos con la presencia de don Julio entre nosotros, y más todavía, cuando afirmaba que: ‘Las verdades pueden ser
muchas pero la conciencia sólo es una’.
¡Salud !” O
Felipe Cazals
El actor Pedro Armendáriz, hijo, reunía en
su hogar, o en algún restaurante, al Pre-
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
103
Un soneto de
Héctor Suárez
COLUMBA VÉRTIZ DE LA FUENTE
E
n dos ocasiones, el primerísimo comediante Suárez estuvo a punto de recrear a Julio Scherer García en una
película. A éste le parecía perfecto y sin duda el único
artista que lo podría concebir, cuenta Suárez que le comentó el
dramaturgo y guionista Vicente Leñero.
En 1979, el productor Gustavo Alatriste estaba interesado en
adquirir los derechos de la novela Los periodistas. Leñero y Alatriste se vieron y éste le manifestó estar dispuesto a pagar muy bien
por los derechos, a condición de que Leñero no interviniera, y deseaba que a Julio Scherer García lo interpretara Suárez.
“Alatriste tenía un punto de vista particular sobre los hechos.
No se apegaba al libro y por eso Leñero no le vendió los derechos”, concreta el creador de personajes como El No Hay.
El escritor Gerardo de la Torre escribe en el libro Vicente Leñero: Vivir del cine que el largometraje Los periodistas no iba a finalizar como en la novela, con la fundación de Proceso, “sino
con Suárez como Scherer caminando por Paseo de la Reforma
chille y chille, y todos sus compañeros chille y chille; entonces,
un taxista que iría por la lateral sacaría la cabeza por la ventanilla
y les gritaría: “¡Pendejos!”. Esa iba a ser la última toma de la película”, se lee en el volumen.
Suárez rememora que ocho meses antes de que falleciera
Alatriste ( 25 de julio de 2006),éste lo llamó porque quería levantar de nuevo el largometraje para interpretar el papel del creador
de los volúmenes Cárceles y Secuestrados, pero nada se logró.
El protagonista de los filmes El mil usos y El mil usos 2 varias veces estuvo en contacto con el fundador de Proceso, quien le escribió un texto para su página en internet. Hoy opina:
“Don Julio sin duda es una figura clave y fundamental en la
prensa y la libertad de expresión en México. Fiel a su postura crítica
ante el sistema político de México. Un hombre único, fuera de serie.
Arte
“La piel y la entraña”
BLANCA GONZÁLEZ ROSAS
D
on Julio Scherer tenía
39 años cuando publicó
su primer libro en el año
de 1965. Y fue sobre un artista,
apasionado, audaz, contradictorio y activista político: David
Alfaro Siqueiros. Sin detallar el
origen de su interés por el pintor mexicano, Scherer sugiere
en el prólogo su insistencia y
paciencia por entrevistas que
sólo tuvieron tiempo “En pri-
104
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
“Soldado y guerrero apasionado por la verdad y la honestidad. El periodismo valiente, disciplinado, riguroso y honesto es
el legado de don Julio.”
Para honrar a quien en los últimos años era el presidente del
Consejo de Administración de este semanario, “con quien pasé
momentos muy gratos”, creó él este soneto:
“7 abril 7 de enero”
Éste mi amigo tan comprometido
Con la rara bandera de la verdad,
Sin falsos argumentos de honestidad,
Ni fama, ni lisonja ha pretendido.
Julio Scherer no excusó los horrores,
Tampoco los llenó de colorido.
Amigo y guerrero leal y muy querido,
Venció al poder, olvidando rencores.
Fue ejemplo de escribir con cuidado,
Fue una pluma ardiente y delicada,
Periodista único y respetado.
Su fuerte presencia será extrañada.
Su recuerdo en mí, nunca es demasiado.
Modelo de una carrera NUNCA errada.
El comediante finaliza con una posdata:
“Julio Scherer: Pobre de México sin ti… Pobre de mí… Pobres de nosotros…” O
sión, lejos de los murales, sin
mítines, sin reuniones, encerrado en una caja de zapatos”.
Dividido en 52 breves textos
que fusionan pasado y presente
del entrevistado con la sensible
mirada del entrevistador, el libro
Siqueiros. La piel y la entraña,
descubre la profunda agudeza
que, desde joven, tuvo don Julio
para escudriñar y comprender
el alma del otro y de los otros.
Producto de encuentros mantenidos durante la reclusión de
Siqueiros en El Palacio Negro
de Lecumberri (1960–1964), la
publicación devela dos aspectos esenciales del pensamiento
de Scherer: la reflexión sobre la
dualidad humana y la importancia de “los hechos menudos,
hasta insignificantes (…) para
entender algo de lo que ocurre
en el interior de un hombre”.
Escrito como “el apunte de
un carácter”, su primer libro
confronta al periodista con la
mitificación social y valoración
personal del protagonista:
“En un principio experimenté un sentimiento de disgusto
por la página escrita y pensé,
inclusive, en modificarla o suprimirla (…) Siqueiros es grandilocuente venga o no al caso (…)
¿Esto lo reduce? Yo creo que
no (…) Es vanidoso como mitómano fue Diego Rivera y adusto
José Clemente Orozco (…) ¿No
será la vanidad una de esas
fuerzas menores que lo conducen a buscar la originalidad,
que contribuyen a precipitarlo
en todo tipo de audacias, que
explican en parte sus continuos
desafíos en los más variados
terrenos de la conducta? Pero
si la vanidad integra a Siqueiros, también oscurece su personalidad. ¿Cómo deslindar en
qué momento actúa por convicción y cuándo lo mueve su desmedido amor por sí mismo?”
Sin restringirse a un modelo
biográfico o trayectoria antológica, las narraciones de Scherer, sin referencias de fechas, se
perciben como cortes ahistóricos
de una vida que, como muchas
otras, fue construida con base
en hechos, recuerdos, fantasías
y ensueños: La admiración por la
hombría de su abuelo y la conflictiva relación con el conservadurismo de su padre, la cariñosa
y a veces desesperada dependencia con su esposa Birucha o
Angélica, la discreta desaprobación por la perversidad machista de Diego Rivera con Angeline
Beloff, la generosidad con la
gente humilde, la solidaridad
con los presos, la excitación de
la inspiración creativa, el absurdo de la mojigatería mexicana, la
ignorancia del adinerado comprador de arte que utiliza las pinturas para disimular la puerta de
una caja fuerte.
Notoriamente humanistas
en su interpretación, los textos
de Julio Scherer develan la sensibilidad de un periodista que,
lejos de condenar a los presos,
se conmueve por esas carencias e ignorancias que los llevaron a delinquir. Atento a detalles
tan insignificantes como los
zapatos –“negros, cafés, amarillos, de dos colores, puntiagudos, chatos, viejos, flamantes,
recién boleados o sucios como
si hubiesen recorrido el mundo”– que, a diferencia del uniforme, no les da el Estado,
Scherer observa y define a los
compañeros de Siqueiros como
una población rencorosa y triste
que, en la soledad, “acariciaría
a las piedras si palpitaran”.
Discretamente admirador
de la capacidad de acción y demasiado romántico en su definición de arte, Scherer señala a
Siqueiros como lo contrario de
un contemplativo:
“Cree en las formas activas
(…), cree que el arte ha de reproducir seres apasionados y
una naturaleza donde sople el
viento y reinen el frío y el calor.”
En el texto dedicado a la
amistad de Siqueiros con el
compositor y pianista George
Gershwin, el periodista afirma
que el juego de los contrarios es
la clave de todo arte, esencia de
cualquier drama y raíz de este
mundo inagotable y profundo.
Un juego que, con una ética
irreprochable, Julio Scherer se
atrevió a jugar desde ese primer
libro que no fue dedicado a un
político, sino a un artista, hombre y pintor. O
Música
Emilio Ruggerio, tenor
olvidado por el INBA
MAURICIO RÁBAGO PALAFOX
E
milio Ruggerio (Ciudad de
México, 1971) cantó hace
unos días por primera vez
en México. Iba a ser un evento
familiar pero más y más gente
solicitó asistir, así que tuvo que
conseguirse un recinto grande:
la capilla–auditorio del Claustro
de Sor Juana donde el tenor se
presentó junto con Carlos Martínez (barítono), acompañados
por el pianista Andrés Sarre.
Fue todo un éxito; el programa sin concesiones, de lo más
difícil: ópera, canciones italianas, zarzuela y canción mexicana. Su voz de tenor lírico ligero
nos recuerda a los cantantes de
antes; no le da miedo cantar y
el resultado es maravilloso. Se
trata de un rossiniano mozartiano que también ha accedido a
papeles líricos, como los de Rodolfo en La Bohème, Fausto, el
duque en Rigoletto, etcétera.
“Comencé a acariciar la idea
de ser cantante de ópera a los
18 años”, nos relata el tenor, “mi
madre es siciliana por lo que he
estado toda la vida familiarizado con el idioma italiano, que de
ella y mis tíos lo aprendí. De mi
padre mexicano aprendí muchos valores, como el orgullo de
emilio-ruggerio.com
C U LT U R A
Ruggerio. En espera
ser mexicano. La música me ha
abierto muchas puertas.
“A los ocho años me gustaba cantar a mis familiares: me
ponía el saco de papá y en medio de todos cantaba siempre
la misma canción inventada por
mí, que terminaba con un agudo y arrancaba los aplausos.
Admiraba muchísimo a Jorge
Negrete. Recuerdo con mucho
cariño que a los 10 años tuve
un amor de infancia, para conquistarla me puse un sombrero
de charro y guitarra en mano
canté bajo su balcón una canción de las que cantaba Negrete, todos los días durante una
semana… Jorge Negrete fue un
pilar muy grande en mi deseo y
amor por el canto fino.”
Emilio Ruggerio estudió en
el H. Colegio Militar y se graduó como teniente de infanteria fusilero paracaidista. A los
18 años comenzó a estudiar
canto en la Escuela Nacional
de Música de la UNAM. Pronto se presentó la oportunidad
de audicionar para el Taller de
Ópera del MET de Nueva York y
de inmediato fue aceptado; en
vista del éxito que estaba obteniendo decidió dedicar la vida
al canto.
“Mi debut en Europa –continúa Ruggerio– fue en junio de
1998 en el Festival Internacional en Gars am Kamp en Austria con La Bohème, de Puccini.
Meses más tarde ingresé al
International Opern Studio de
Zurich, Suiza, y ahí compartí el
escenario con grandes artistas, como Agnes Baltsa, Plácido Domingo, José Carreras,
Ruggero Raimondi, Leo Nucci,
Giorgio Zancanaro, Cecilia Bartoli Francisco Araiza...
Tras 16 años de carrera profesional, triunfando en los más
importantes teatros de Europa,
Emilio Ruggerio no ha cantado
aún en nuestro país.
“He recurrido en varias
ocasiones a las autoridades del
INBA y ni siquiera me han respondido, pienso que están muy
ocupados en encumbrar al elegido en turno, y a mí y a otros
que están en mi misma situación, simplemente nos ignoran,
no existimos.”
Actualmente continúa preparándose con otro cantante
mexicano triunfador en los más
exigentes foros internacionales,
Francisco Araiza, con quien estudia desde 1998. Esperemos que
pronto Emilio Ruggerio venga a
ser un profeta en su tierra. O
Teatro
Teatro en 2014
ESTELA LEÑERO FRANCO
E
l panorama teatral en
cuanto a creatividad y
propuestas escénicas fue
múltiple y enriquecedor. Los
grupos teatrales, dramaturgos,
directores y actores no dejaron
de producir propuestas de calidad sin que eso signifique la
irregularidad en los trabajos. La
amplitud de propuestas implica
también trabajos fallidos o inacabados; con problemas en la
dramaturgia o en la puesta en
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
105
Un año productivo
escena, pero lo que sí es cierto
es que pudimos ser espectadores de obras poderosas.
Imposible mencionarlas
todas, aunque sí recordar propuestas como Una luna para los
mal nacidos dirigida por Mario
Espinosa, que sorprendió por
su profundidad. O Érase una vez
de Jaime Chabaud, dirigida con
creatividad por Marco Vieyra,
o la simpática y crítica obra La
amenaza roja de Alejandro Licona, presentadas en los teatros de la UNAM. También en el
INBA encontramos llamativas
adaptaciones contemporáneas
de clásicos, como La vengadora de las mujeres, adaptada por
Claudia Soto, y Finea en el Papaloapan, por Camila Villegas.
También vimos propuestas atro-
ces en el INBA como Próspero
sueña a Julieta, o La cosa del
mar en el Helénico.
La Compañía Nacional de
Teatro hizo un espléndido homenaje a Luisa Josefina Hernández, llevando a escena seis
de sus obras bajo el título de
Los grandes muertos, y continuó con temporadas de obras
como Carnada de Bárbara Colio y Conferencia sobre la lluvia
de Juan Villoro.
La búsqueda de obras que
enriquecieran nuestro pensamiento y sentimiento estuvo
llena de tropezones, tal vez más
esto que lo otro. Aun así, prefiero
recordar los acertados monólogos de 2 de octubre mi amor de
Eduardo Castañeda y La radio
de Marie Curie, interpretada por
Claudia Lobo. Del Teatro la Capilla rescataría la espléndida propuesta Romeos de David Gaytán
y La soledad en los campos de
algodón dirigida por Nora Manek.
En el año de 2014 surgió de
la comunidad teatral un fuerte
cuestionamiento hacia los criterios de selección de las obras
que apoyan estas instituciones.
Las comisiones mostraron falta
de claridad, poca rotación de
creadores, favoritismo, mínima
pluralidad en las propuestas
y muchos otros aspectos que
se expresaron a través de las
redes sociales. Respaldar selecciones con un comité ahora,
está visto, no garantiza transparencia ni criterios claros y correctos. También es cierto que
la concurrencia a las convocatorias es masiva y los recursos
precarios, seleccionando así
pocos proyectos, en su mayoría
ya producidos. En este punto
hay que agregar la incapacidad
del Conaculta y del INBA para
responder a los compromisos
económicos de pagos a creativos de puestas en escena o
festivales ya realizados, situación escandalosamente injusta.
Lo que más llamó la atención
en 2014 es la efervescencia de
espacios independientes. Teatros
Foto de Marilyn Monroe en
ROBERTO PONCE
U
n sudoroso Vicente Leñero irrumpió, agitado, en la junta al
mediodía de aquel lunes sofocante por finales de julio de
1996, en el patiecito trasero de la sección cultural. Mostraba
una reproducción amplificada en blanco y negro de la actriz Marilyn
Monroe, sentadita; era una foto que le habían tomado en la Ciudad
de México pocos meses antes de morir.
–¿Qué tiene de particular? –interrogó Leñero.
Reporteras y reporteros allí presentes coincidimos en haber visto alguna vez aquella imagen, sí, atractiva; pero no hallamos nada extraordinario. Acechada por cables y micrófonos, el rostro de la Diosa
Rubia de Hollywood sonreía casi a fuerzas embarrado de un maquillaje excesivo. Fue Armando Ponce quien notó algo fuera de serie:
–Marilyn no trae pantaletas…
Leñero resopló satisfecho y propuso:
–Me acaba de dar esta foto Julio (Scherer) para ustedes, quiere saber el nombre del fotógrafo que la tomó pues nadie lo conoce, en ningún lado aparece el crédito y la semana que entra Marilyn
cumple 34 años de muerta. Es un buen asunto, ¿no? A ver quién se
apunta y lo reportea.
Hurgando el oscuro triángulo entre los muslos de Marilyn, sentí las miradas de los colegas. Miguel de la Vega musitaba a José Alberto Castro: “Otro caso para Sherlock Holmes…”, y presto, Leñero
me señaló:
–Roberto Ponce, hazlo tú, quédate con la foto a ver qué
investigas.
106
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
Al estilo de los grandes periodistas del viejo Excélsior liderado por Scherer, salí en pos de la nota con el tiempo quemado para entregar, triunfal, mi texto el mero día de cierre: se
trataba del fotógrafo Antonio Caballero. Mi reportaje con la cabeza Antonio Caballero de “Cine Mundial” relata cómo sacó la
foto de Marilyn Monroe en México,“vestida sólo con mi Chanel Número 5”, y se publicaría el 5 de agosto de 1996 en el número 1031.
Supe por un pajarito que mi trabajo había complacido a
Scherer; pero él jamás halagaría los trabajos notables de ningún
reportero en Proceso, así que decidí visitarlo un día en su oficina,
como si nada, con un regalito oculto bajo la manga.
–Pase, don Roberto, estoy para servirle, diga para qué soy
bueno…
Para que no me traicionaran los nervios, aparenté familiaridad y, palabras más, palabras menos, le dije:
–Vengo a decirle algo que siempre he tenido ganas de expresar, don Julio.
–Usted dirá, don Roberto…
–Yo lo admiro desde que era un niño, don Julio. Específicamente desde cuando lo conocí, en 1968 yo tenía 13 años de
edad y recuerdo cómo me impresionó verlo en una comida del
Hotel del Prado a la que me llevó mi papá (Fausto El Brujo Ponce Sotelo, cronista de la sección deportiva de Excélsior). Recuerdo su melena, usted era muy popular…
C U LT U R A
en forma, pequeños foros, casas
acondicionadas, habitaciones
o teatro a domicilio que dieron
lugar a la vitalidad del teatro que
se hace en México y que poco
es apoyado. El Círculo Teatral, El
foro Shakespeare, Teatro El Milagro, El Foco, Foro el Bicho, Lab
13, Un teatro, Carretera 45 Teatro, Centro Cultural Off Spring,
por mencionar unos cuantos.
Entre las obras se podrían mencionar El último preso, con los
hermanos Bichir; Mendoza, de
Antonio Zúñiga; Bestiario Humano, de Diego Álvarez Robledo;
Perdida en los Apalaches, Tiburón o Nuevas directrices en tiempo de paz, por mencionar unas
cuantas.
El punto en cuestión es,
entonces, la incapacidad del
estado de dirigir nuestros impuestos en beneficio de la comunidad teatral y el bienestar
cultural de nuestra sociedad.
Los proyectos necesitan recursos para producirse, ya que las
circunstancias actuales no han
posibilitado un teatro alternativo autosustentable y los espacios están listos para recibir
propuestas listas a estrenar. O
Cine
“Perros perdidos”
JAVIER BETANCOURT
S
i resulta cierto que Perros perdidos (Jiao You;
Francia–Taiwán, 2013)
sea la carta de despedida de
Tsai Ming–liang, esta mirada de
miseria y soledad urbana representa o el callejón sin salida de
su repudio total del cine convencional, o la culminación de
su manifiesto artístico.
Y si el planteamiento suena
radical es que la anécdota
sin historia de una familia de
indigentes, con padre alcohólico (Lee Kang–sheng) sin casa,
anunciante de venta de casas,
con hijos que se alimentan de
muestras de supermercado, y
secuencias inmóviles de hasta
10 minutos, es lo más radical
que haya producido este realizador malayo emigrado a Taiwán.
El rechazo de artificios, de
estructura y lógica del relato
convencional se hizo patente desde El río (1997) donde
flujos y reflujos, extraños males
físicos y morales inundan la
imagen sin explicación; de película en película, Tsai persigue
a su actor fetiche, Lee Kang–
sheng, a través de situaciones
cada vez más absurdas donde
tiempo, soledad, incomunicación y sexualidad, resbalan por
canales imprevistos.
En Perros perdidos, este
hombre–anuncio sosteniendo
durante horas la pancarta publicitaria, llorando, moqueando y
recitando poemas de sabiduría
budista en medio del tráfico
intenso de Taipei es el mismo
personaje de las cintas anterio-
busca de autor
Indiferente, sin dejar de pasearse por ese cuarto lleno
de libros, Scherer simplemente inquirió:
–Ah, ¿sí? Y aparte de su señor padre, ¿quiénes
estaban?
–Eh, creo que Enrique Loubet Jr., Agustín Salmón,
Bambi… Me parece que Renato Leduc andaba también por allí. Y otros reporteros del viejo Excélsior, Manuel
Mejido…
A bocajarro, lanzó un comentario de significación ambigua que me sacó de balance:
–Nunca segundas partes fueron mejores.
Entonces pensé que se refería a mí; pero ahora creo
que se trataba de una alusión al Periódico de la Vida Nacional que él había dirigido hasta el funesto golpe en su
contra de 1976.
Saqué el llavero diminuto que acababa de comprarle
en el mercado de Mixcoac, con la esferita colorida del globo terráqueo, y se lo extendí. Fue mi forma de manifestarle que él era un periodista poderoso y que como director
de Proceso su poder abarcaba al mundo entero entre sus
dedos. Scherer tomó el llaverito en ambas manos y durante largo rato se le quedó viendo. Pareció captar el mensaje, atrapó entre su mano derecha el mundito y lo guardó en
su bolsillo. Con mirada fija, me despidió:
–Muchas gracias, don Roberto. Estoy para servirle. O
Marilyn. Secreto
res, que nunca pudo ni entendió
cómo adaptarse a la economía
ni a la sociedad.
Lee nunca parecía tener
una vivienda formal, en el
fondo siempre fue un indigente.
Ahora, por primera vez, el rostro
inexpresivo de Lee Kang–sheng
derrama lágrimas; como si
Estragón, uno de los personajes
de Samuel Beckett (escritor
admirado por Tsai), hubiera al fin
comprendido que Godot nunca
va a llegar.
Pero mientras el pesimismo
del gran dramaturgo irlandés
persiste en el absurdo, Tsai
Ming–liang, que cree en espíritus y reencarnación, ofrece
una salida budista. El dato es
importante para apreciar su
cine y entender que la cámara
estática, las largas secuencias,
la ausencia de música y el mínimo diálogo imponen una visión
espiritual del mundo.
Su obra es contemplativa, no
en el sentido del ruso Tarkovsky
que abre horizontes sutiles, sino
porque integra la realidad misma,
por fea que parezca, como panfleto de denuncia de la injusticia
social y como revelación de la
poesía espiritual. De ahí que la
familia de Perros perdidos se
lave en baños de supermercados o estaciones sin provocar
sentimentalismo porque en el
fondo vive libre de reglas; o que
un pintor anónimo pinte murales
en ruinas urbanas, y que Lee se
extasíe frente a ellos.
El fortuito encuentro, en
Taipei, de Tsai Ming–liang con
Lee Kang–sheng, produjo una
de las alianzas creativas más
sensacionales de las últimas
décadas de la cinematografía
asiática.
En la manera lenta, de
reflejos dilatados, del movimiento
de su actor fetiche, el realizador
descubrió la vocación de su cine:
exponer la corporalidad de Lee
al tiempo y al entorno. En un par
de mediometrajes, Caminante
y Viaje al Oeste (Journey to the
West), Lee es un monje budista
que se desplaza a la velocidad
de un caracol de jardín en total
contraste del ritmo frenético de
Taipei y de Marsella.
La cinta se estrena en la
Cineteca Nacional. O
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
107
Medios
El periodismo
de don Julio
FLORENCE TOUSSAINT
“
El periodismo independiente no necesita del
poder para existir”. Tales
fueron las palabras de Julio
Scherer García meses después
de que José López Portillo
suprimiera toda publicidad del
gobierno en Proceso. No úni-
camente las pronunció, les dio
verdad, las probó con la subsistencia del semanario.
Esa era la convicción que
lo sostenía, la misma que lo
llevó a fundar la revista, a tomar
distancia de los poderosos, a
ejercer un oficio en libertad, de
acuerdo a su conciencia. Fue
su enseñanza primordial, ejemplo de congruencia de la que
nos hizo partícipes. Uno de sus
legados a la prensa nacional.
“Lo importante son los
hechos –decía a menudo–,
opiniones las tenemos todos”.
Así insistía con sus reporteros
y colaboradores para dejar a un
lado las subjetividades, buscar
más datos, más evidencias, declaraciones comprometedoras.
Investigar, no detenerse pese a
las dificultades, colarse “como
la humedad” para obtener
informaciones, comprobarlas y
dar cuenta de éstas.
“El periodista observa,
huele, relaciona, ve. Hay que
poseer una memoria que
sea capaz de reproducir una
conversa sin haberla anotado,
un paisaje en el que se posó la
mirada unos minutos, el color
de la camisa del entrevistado,
sus rasgos sin haberle tomado
fotografía alguna.”
Todo lo que se escribía en
Proceso pasaba por sus ojos ya
publicado, no había nota pequeña ni desdeñable, por eso teníamos que hacer el mejor esfuerzo
y más allá. Evitaba relatarle al
autor las presiones recibidas por
un reportaje, columna, portada,
dibujo o crónica, pero algunas
veces no podía refrenarse y con
una sonrisa cálida, mesándose la
cabellera daba una pista, hacía
un guiño. Entreabría la puerta
a los efectos que una simple
columna en cultura lograba. Si lo
La mejor herencia,
sus libros
JUDITH AMADOR TELLO
C
uando ni siquiera acariciaba la idea de dedicarme al
periodismo, pues estaba terminando un bachillerato
técnico en electricidad en la vocacional 3 del Instituto
Politécnico Nacional y mi plan era seguir en arquitectura, escuché por primera vez hablar del libro Los presidentes, de Julio
Scherer.
Trabajaba como secretaria en la Dirección de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores, y varios compañeros recomendaban su lectura pues develaba los vicios del
presidencialismo en México.
Pocos meses más tarde cambié finalmente mi vocación. Mi
opción más viable en ese momento fue la carrera de Ciencias
de la Comunicación en la Universidad Autónoma MetropolitanaXochimilco. Ahí fue cuando, por fin, leí Los presidentes, que junto con Los periodistas y Talacha periodística, estos últimos de
Vicente Leñero, era libro de texto obligado en la clase de periodismo que nos impartió Felipe Gálvez, colaborador de Proceso.
Ni siquiera fue mi propio libro, tuvo que prestármelo un compañero, lo cual no menoscabó mi interés.
Cuando en 1990 apareció El poder: historias de familia, en
Grijalbo, me estrenaba como reportera en las oficinas de Comunicación Social del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,
que presidía Víctor Flores Olea. Un amigo llamado Fausto me
llevó el libro con la recomendación de que no debía perdérmelo
pues también revelaba los vicios y corrupciones del sistema político mexicano y su relación con la prensa.
Durante días comentábamos mis avances en la lectura.
Aunque era un libro breve, yo escribía entonces mi tesis para titularme en la UAM y no podía dedicarle todo el tiempo que hubiera deseado. Fausto y yo repasábamos fragmentos del libro y
repetíamos algunas frases que nos habían gustado, entre bromas, pero una en particular nos caló hondo: Aquella con la cual
Everardo Espino aportó a Julio Scherer las pruebas de los sobornos a periodistas en el sexenio de José López Portillo:
“Ahí le dejo esas cajas (…) Haga con ellas lo que le
parezca.”
108
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Por meses, cada vez que archivábamos algún documento que nos había servido para hacer los boletines de prensa del
Conaculta, reíamos y repetíamos:
“Hay que hacerlo con cuidado, qué tal que un día lleguemos
con Scherer y le digamos: ‘Ahí le dejo esas cajas…’.”
Lo cierto es que nada en nuestra labor cotidiana tenía el
peso de lo publicado en Historias de familia. Nuestra materia de trabajo del día eran los programas de conciertos de la Orquesta Sinfónica Nacional, las funciones de teatro, las listas de
obra de las exposiciones plásticas o alguno que otro hallazgo
arqueológico.
Tras un breve periodo en un par de empleos, volví a ser reportera del Conaculta y quiso la suerte que años más tarde Roberto
Ponce se interesara por mi trabajo, casi anónimo entonces, y me
buscara para sugerirme un encuentro con Armando Ponce, editor
de Cultura. Así llegué a Proceso en 1999.
Debe haber sido algo tan natural que ni siquiera recuerdo
mi primer encuentro con Julio Scherer. Mi timidez (aunque parezca absurda en una reportera), me hacía saludarlo apenas
con un “buenos días” y una sonrisa discreta, cuando visitaba
la redacción. Él, siempre obsequioso con las mujeres, me jalaba para darme un beso en la mejilla o tras una caravana besaba mi mano al tiempo que cruzaba sus ojos azules con los
míos.
No volví a leer libros de él prestados. Siempre se ocupó de
hacernos llegar sus nuevas publicaciones hasta nuestros escritorios a través de Ángeles Morales, asistente de la dirección de
Proceso. Así recibí, entre otros, Pinochet. Vivir matando, en el
que da detalle de las atrocidades del dictador chileno; Vivir, que
es parte de su autobiografía; y La pareja, acerca de Martha Sahagún y Vicente Fox.
Recuerdo especialmente la emoción con la que recibí la bella
edición que el Fondo de Cultura Económica hizo de El indio que
mató al padre Pro con la dedicatoria:
“Judith: Me encanta que seamos compañeros. Julio.
Mayo/2005.” O
C U LT U R A
¡Misión cumplida!
COLUMBA VÉRTIZ DE LA FUENTE
F
ue una misión insólita, emocionante y grata, de película, entregarle a don Julio Scherer García una carta
personal del polémico y reconocido director de cine
franco-griego Costa Gavras, quien me encomendó mucho,
pero mucho, que se la diera en mano porque llevaba casi
cuatro largos años con esa misiva, y cada que visitaba a México se regresaba con ella a París, Francia.
La curiosidad era mucha sobre el contenido de ese documento. Un sobre blanco, bien cerrado, aunque un poco maltratado. Pero no era raro que alguien que en cada largometraje
hace patente su compromiso político le escribiera a alguien
comprometido con la libertad de expresión y su país. Tampoco era extrañó que el director conociera a don Julio, si hacia
principios de los ochenta filmó en México (Acapulco, Guerrero
y el Distrito Federal) Missing (“Desaparecido”), el cual obtuvo
premios como la Palma de Oro en Cannes y el Óscar al mejor guión adaptado. Película basada en el libro The execution
of Charles Horman: An american sacrifice, de Thomas Hauser,
ubicado en el sangriento golpe de Estado del general Augusto Pinochet.
En pleno Festival Internacional de Cine de Guadalajara del
2007, al ser negada a esta reportera una entrevista con Costa-Gavras (quien vendrá a México este 17 de mes a recibir la
Medalla de la Cineteca Nacional durante el Primer Festival Internacional de Cine de San Cristóbal de las Casas, Chiapas),
se le buscó en el hotel donde se hospedaba.
Eran cerca de las 9 de la mañana. Desayunaba en el restaurante. Lo abordé tras esperarme unos 10 minutos para
reflexionar si era prudente interrumpirlo. Me presenté como reportera de Proceso, e interrumpió con voz alta:
–¿Ha dicho revista Proceso?
–Sí, sí, me gustaría entrevistarlo… ¿Lo espero?
Intervino de nuevo:
–¡Andaba buscando a alguien de Proceso! Tengo una carta para el periodista Julio Scherer. La traigo en mi saco. ¡Qué
bueno!, ¡por fin!...
Enseguida, sacó el sobre de una de las bolsas de su saco
gris oscuro.
–¿Pero sí me da la entrevista?, me informaron que no
dará…
–¡No sabe!... En 2003 conversé con Scherer, en la UNAM,
en una comida que organizó su rector Juan Ramón de la Fuente. Me dio uno de sus libros para leer Parte de Guerra II. Los
escrito desató furias, no fue tanto
por la nota en sí, mucho por
aparecer en la revista dirigida por
Julio Scherer.
Enemigo de homenajes,
premios y reconocimientos se
negaba una y otra vez a dar entrevistas. Sin embargo, escribió
sus dolores más profundos en
libros memorables. Igualmente
sus relaciones con personajes
de la política y la sociedad
mexicana. En ellos descubrió
los entretelones de una relación
ríspida, en el filo de la navaja,
en busca de la fisura por donde
rostros del 68, que hizo con Monsiváis. Y le dije que le daría mi
opinión, y aquí está escrita.
–Muy bien. Se la daré, no se preocupe. ¿Lo puedo
entrevistar?
–Cuide la carta, guárdela bien, no la vaya a perder, ya póngala en su bolso, confió en usted… Ya hace tiempo que la redacté.
–Sí, no se preocupe… Entonces, ¿me da un poco de su
tiempo para conversar?
–¿Cómo está Scherer?, ¿qué escribe ahora? No vaya a extraviar la carta... Cómo pasan los años. Bueno, ¡claro!, le doy la
entrevista.
La conversación duró dos horas.
Ya en las instalaciones de este semanario, dos veces pensé
entregarle la carta a María de los Ángeles Morales, la asistente de la Dirección, porque no hallaba a don Julio. Pero recordaba mi misión: entregársela sólo en mano, sólo en mano. Un día,
dispuesta a buscarlo, me avisaron que don Julio estaba en la
redacción. Al verlo, le mostré el sobre y le informé.
–¡Hace años que no lo veo! –reaccionó don Julio–. ¿Qué le
dijo?, ¿lo vio personalmente?, ¿vino a México?, ¿qué opina de
su cine?, ¿le gusta su cine?
Le expliqué a don Julio que había asistido al Festival Internacional de Cine de Guadalajara. Y sí que me gustaba su cinta Z, una forma ficticia de los hechos que rodearon el asesinato
del político demócrata griego Grisgoris Lambrakis en 1963, por
su visión satírica de la política griega y su fuerte final.
–Sí, es fuerte. De Costa Gavras me gustan sus intrigas políticas. También que el director se comprometa. Muy pocos realizadores lo hacen.
–Sí, es verdad. Refleja su enojo con la injusticia –pero ya
don Julio se retiraba de la revista, despidiéndose como siempre, amable y caballeroso.
Pero, ¡oh!, aún llevaba en mis manos la carta. Corrí para alcanzarlo. Estaba a punto de arrancar su automóvil. A través del
vidrio le mostré la carta.
–¡Casi se nos olvida! –exclamó.
Pensé: ¡Misión cumplida!
En el libro La terca memoria, don Julio publicó la carta
completa de Costa Gavras, y escribió la historia de que se la
entregué, y bondadoso como siempre (en este caso, demasiado) anotó con su pluma:
“Compañera de trabajo en serio, solidaria, grata,
inteligente.” O
colar la censura, el halago, la
difusión favorable. Sus textos
son un aviso, una advertencia:
el periodista que se deja seducir juega con fuego y se quema.
En la hora de su partida,
considero que no hubo en mi
vida profesional mayor privile-
gio que crecer periodísticamente a la vera de un hombre como
Julio Scherer, quien fuera a más
de maestro y jefe, un ser humano entrañable, sensible al dolor
ajeno, respetuoso, implacable
con la deshonestidad. Tan querido don Julio, tan querido. O
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
109
Deploran la pérdida de don Julio
y apelan a su legado
De Derechos Humanos de la ONU
Señor director:
E
n nombre de la Oficina en México del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para
los Derechos Humanos y en el mío propio reciban usted y el calificado equipo de colaboradores de la revista Proceso nuestros sentimientos
de pesar por el sensible fallecimiento de don
Julio Scherer García, quien fue director fundador
y presidente del Consejo de Administración del
semanario Proceso.
Hago votos por que la serenidad se mantenga firme en tan difíciles momentos y porque
pronto encuentren consuelo ante la irremediable
partida de don Julio. Estoy seguro de que la impronta de don Julio de un periodismo comprometido con la defensa y promoción de los derechos
humanos y la denuncia de los abusos de poder
seguirán siendo notas distintivas del semanario
que honrosamente usted dirige.
Atentamente
Javier Hernández Valencia
Representante en México del Alto
Comisionado de las
Naciones Unidas para los Derechos
Humanos
Del presidente de la CNDH
Señor director:
L
e solicito dar cabida al siguiente mensaje,
dirigido a la muy estimada familia de don Julio Scherer y a los distinguidos integrantes de la
revista Proceso:
Tuve la oportunidad de tratar a don Julio
Scherer en distintos momentos y con motivo
de diversas responsabilidades públicas de un
servidor. Procedió siempre con mucho respeto
demostrando sus dotes profesionales y su gran
cultura.
Lamento tan sensible pérdida de un hombre
congruente con sus ideas y convicciones que
hizo de la libertad de expresión su vida misma.
Reciban mis más sinceras condolencias por
tan sensible pérdida y un abrazo solidario.
Atentamente
Licenciado Luis Raúl González Pérez
Presidente de la Comisión Nacional de los
Derechos Humanos
el sensible fallecimiento de don Julio Scherer
García.
Consolados por la fe que nos da la certeza
de que en Cristo resucitado tenemos la esperanza de alcanzar la vida eterna, elevamos súplicas
al Creador por su eterno descanso y pedimos
que fortalezca a sus familiares y amigos llenándolos de esperanza.
Atentamente
S.E. Mons. Eugenio Lira Rugarcía, obispo
auxiliar de Puebla y secretario general de la
CEM; y Lic. Ana María Enríquez Gómez, directora de Comunicación y Prensa.
De Manuel Guerrero Ramos
Señor director:
P
ermítame publicar las siguientes reflexiones
en Palabra de Lector.
La revista Proceso ha sido un medio de comunicación que permite a la sociedad tener una
fuente confiable de información para guiar sus
decisiones o conformar sus puntos de vista.
Esto se debe en gran medida a don Julio
Scherer García, quien era parte insustituible
del espíritu colectivo de esa publicación. Por lo tanto, su fallecimiento representa una pérdida
inconmensurable para su familia, para la libertad
de expresión y para la sobrevivencia de la prensa
digna, profesional y valiente.
Es lamentable que justamente cuando
México se ha consolidado como una dictadura
de la impunidad donde se alcanzan los niveles
más altos de descrédito, insensibilidad, codicia
y cinismo por parte de la clase gubernamental,
legislativa y judicial, fallezca un paradigma del
periodismo comprometido con la verdad, la justicia y la sociedad. Por las anteriores razones, no le deseo a don
Julio Scherer que descanse en paz –creo que él tampoco deseaba descansar–, sino que su espíritu siga
alentando la dignidad y la libertad de expresión en el
gremio. (Carta resumida.)
Atentamente
Manuel Guerrero Ramos
De José Enrique González Ruiz
Señor director:
L
De la Conferencia del Episcopado
Señor director:
L
a Secretaría General de la Conferencia del
Episcopado Mexicano (CEM) expresa su
más sentido pésame a don Rafael Rodríguez
Castañeda y a todo su equipo de trabajo por
110
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
e agradeceré difundir este breve texto.
Conocí a don Julio Scherer cuando yo era
responsable de la Universidad Autónoma de
Guerrero. Recién acababa de fundar la revista
Proceso, luego de la trastada que le hizo Luis
Echeverría Álvarez al organizar la asamblea
de la cooperativa de Excélsior que lo destituyó de la dirección del diario que entonces era
el más importante del país.
Me platicó que, después del golpe de mano
que le dieron, algunos cooperativistas habían ido
a verlo para decirle que estaban arrepentidos de
su traición. Él no quiso tranquilizar de gratis sus
conciencias, ya que siempre les contestó: “Haz
público tu arrepentimiento, pues yo cambio 10
perdones privados por uno público”.
Luego he seguido semana a semana la revista Proceso, que se convirtió en la catedral
del periodismo mexicano. Si tuviera orden en mi
amontonadero de libros, revistas, grabaciones
y videos, diría que tengo la colección completa.
De lo que sí puedo presumir es que conozco el
trabajo de don Julio y lo valoro entre lo más importante que se ha producido para dar a conocer
este país. Para entender México y escribir su historia es indispensable conocer Proceso.
Me contó también el intento de Salinas de
Gortari de trascenderlo, o sea, de hacerlo a un
lado. Y de la digna actitud de Vicente Leñero,
quien respondió al presidente: “Proceso es
Scherer, y no hay forma de que se le pueda
trascender”.
El vacío que deja don Julio es inmenso, pero
también la enseñanza que hereda. El quehacer
de toda la intelectualidad mexicana se ha enriquecido con su legado.
Gloria imperecedera al periodista ejemplar.
Atentamente
José Enrique González Ruiz
De Eusebio Vázquez Navarro
Señor director:
E
n febrero de 1971, en la ciudad de Chihuahua, don Julio Scherer, entonces director de
Excélsior, ofreció una interesante conferencia
sobre periodismo. A la vuelta de 44 años, y con
motivo de su lamentable deceso, deseo compartir con los lectores un breve comentario que al
respecto incluí en una columna que me publicó el
10 de febrero El Siglo de Torreón.
Decía: “Con la autoridad que da la experiencia
periodística de muchos años, dictó brillante conferencia en días pasados (…) el señor Julio Scherer
García (…), y fue indudablemente provechosa la
serie de conceptos vertidos por el destacado periodista ante los chihuahuenses asistentes…”.
Desde entonces seguía ya los pasos de don
Julio, y pese a que laboralmente me desempeñé
como docente y directivo en escuelas primarias,
a partir del 21 de marzo de 1967 me inicié en
la redacción y publicación de textos, actividad
que he mantenido hasta la fecha, y si alguien
me preguntara quién ha sido mi guía, mi ideal de
periodista, mi maestro a distancia en este oficio
que no es el mío, yo contestaría sin titubear y con
orgullo que ha sido ese maestro de maestros que
acaba de fallecer: don Julio Scherer García.
Admiro en el señor Scherer su entrega al
periodismo sin concesiones, su honestidad acrisolada, su sencillez, la cátedra que daba y dejó en
cada uno de los trabajos que fluyeron de su mente
y su pluma pletóricos de sabiduría y de valor ciudadano, como cuando, según afirman, le dijo a
PALABRA DE LE C T O R
Echeverría: “Tú serás presidente durante seis años
y yo seré periodista toda la vida”. Y así fue.
Descanse en paz don Julio Scherer, y abrevemos de su trabajo y dedicación para que su legado
perdure. (Carta resumida.)
Atentamente
Eusebio Vázquez Navarro
De J. Mauro González-Luna Mendoza
Señor director:
D
ice Derrida que la muerte del amigo es nuestra primera muerte.
En 1996, con motivo de un discurso en la tribuna de la Cámara de Diputados, tuve el honor de
que don Julio Scherer García me obsequiara su libro
Siqueiros / La piel y la entraña. En su dedicatoria
escribió: “para..., con la esperanza de que nuestra
inminente relación estire y estire hasta la amistad”.
Años después, en 2005, escribió entrañables
palabras preliminares para el libro Vientos del
alma, de mi padre, poeta y cardiólogo: “...Si el
verso se ocupa de la tragedia, el dolor que describe rebasa la agonía que a todos alcanza (...) La
mirada de (...), como la de los poetas, es sólo una
interrogación sobre el enigma eterno: qué soy yo
y qué es todo esto que me rodea”.
Vaya con todo afecto para la familia de Proceso mi pésame por la muerte de ese hombre
profundo, de esa alma grande, Julio Scherer
García.
Un abrazo solidario.
Atentamente
J. Mauro González-Luna Mendoza
De Mario Trujillo Bolio
Señor director:
L
e agradeceré tenga a bien publicar las siguientes líneas.
Solamente tuve una ocasión de tratar al maestro en periodismo Julio Scherer en la redacción de
Proceso. Un jueves que llevé mi artículo, casualmente lo tuve enfrente luego de que salió de su
oficina despidiéndose de todos los colegas que
trabajaban en el cierre de la revista. Me saludó muy
amable y, después de saber mi nombre, me dijo
que estaba leyendo con atención mis entregas y
que no bajara la guardia para ser objetivo y crítico.
Todo el gremio del periodismo está de luto
por esta gran pérdida del periodismo nacional. Ya
se nos fue otro grande, pero todo mundo sabemos que estará tranquilo con Monsiváis, Leñero,
José Emilio Pacheco, García Márquez, Fuentes…
Mis condolencias a sus seres queridos, y un
abrazo solidario a la comunidad de periodistas
de Proceso por la pérdida irreparable del maestro Scherer.
Atentamente
Mario Trujillo Bolio
(historiador)
nuestras condolencias por la gran pérdida que
representa su partida para los amigos de Proceso, para usted mismo y para tantos que tuvimos
la fortuna de conocer la labor de don Julio Scherer y de acariciar su gentileza.
Por favor, extienda nuestro abrazo más fuerte
a su familia, a sus amigos y a todas y cada una
de las personas que, semana tras semana, con
oficio, siguen haciendo posible que se publique
el gran legado que nos deja.
Con todo nuestro pesar.
Atentamente
Carmen Ochoa Vda. de Alisedo, María del Rocío
Alisedo de Vergara y Pedro Gerardo Alisedo Ochoa
De Mario Humberto Arellano A.
Señor director:
L
e solicito difundir en la sección Palabra
de Lector esta Elegía en acróstico que
elaboré con motivo de la partida de don
Julio Scherer García.
J usto y honesto fuiste en tu criterio,
U n ejemplo que debe seguirse.
L a prensa fue tu vida y ministerio
I ncorruptible, sin temor, puede decirse.
O rgulloso te fuiste al valle del misterio.
De la familia de Pedro Alisedo
S upiste ser valiente y temerario,
C apaz de entrevistar al mismo diablo.
H iciste un periodismo-seminario;
E scuela de honradez tu gran establo.
R esististe la tirana prepotencia.
E xcélsior te perdió, no lo perdiste:
R evivió la razón de tu existencia.
Señor director:
E
n memoria de Peche, pero también por
sentimiento propio, queremos hacerle llegar
Acerca de Es hora de un nuevo Constituyente
De Guillem Compte Nunes
Señor director:
L
eí con interés la propuesta del obispo Raúl
Vera, contenida en el artículo Es hora de
un nuevo Constituyente (Proceso 1991), ya
que pocos son los jerarcas católicos que se
atreven a expresar ideas políticas concretas,
más allá de moralismos abstractos o del intervencionismo en temas de familia y sexualidad.
Comparto con Raúl Vera la postura de
que deben darse “los pasos necesarios para
acrecentar la conciencia política de todos
los ciudadanos”, a los que él llama “sujetos
sociales”, es decir, personas implicadas en
la construcción de una sociedad plenamente
justa y democrática. Hasta aquí
los ideales.
Sin embargo, de esa
premisa y de la corrupción e
impunidad en el aparato estatal
no se sigue que deba generarse una nueva Constitución.
Quizás la Constitución no sea
el problema, sino su falta de
seguimiento. Pero la pobre
cultura de la legalidad y los
derechos humanos no puede
ser achacada solamente a
burócratas y políticos. ¿Aca-
so los ciudadanos no somos también responsables del estado de nuestra democracia?
Una ciudadanía con compromiso, confianza y perseverancia puede desarrollar
infinidad de iniciativas no-partidistas a través
del marco legal vigente para mejorar la democracia sustancialmente, no con meros retoques cosméticos. Comprendo las prisas por
dejar atrás la corrupción y llegar a un “nuevo”
Estado, pero no creo que existan soluciones
estructurales a corto plazo.
Por otro lado, la Iglesia puede y debe
jugar un papel relevante en la construcción
política, aun cuando a pesar de la teología de
la liberación no ha logrado articular las aportaciones correspondientes. Las propuestas
apresuradas pueden confundir más que clarificar lo que pienso debe ser la posición eclesial:
la promoción de una ciudadanía política no-partidista, que
no anti-partidista.
Pocos mecanismos existen para conformar ese tipo
de ciudadanía, pero muchas
personas y organizaciones, religiosas o no religiosas, pueden
contribuir creando tales mecanismos. (Carta resumida.)
Atentamente
Guillem Compte Nunes
G anaste mil batallas con coraje.
A llá en el infinito ya descansas.
R ecibe de tu gente este homenaje,
C on afecto, por toda tu enseñanza.
I n memoriam, no existe tu deceso.
A diós, don Julio: tu gloria está en Proceso.
Con todo mi respeto para el hombre que
vivió honrando al periodismo.
Atentamente
Ingeniero Mario Humberto Arellano A.
Colima, Col.
De la profesora Margarita de la O
Señor director:
Q
uisiera, si es posible, expresar el dolor que
me embargó al enterarme de que la madrugada del 7 de enero falleció don Julio Scherer,
fundador del semanario Proceso, en lo que me
parece una pérdida irreparable para el buen periodismo nacional e internacional.
Fue usted, don Julio, mi líder ideológico,
filosófico y político desde que apareció el primer
número de Proceso. Y ahora que se va, no se
va solo, pues se lleva consigo un pedacito de mi
corazón.
Usted tuvo tiempo, don Julio, de plantar
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
111
árboles que a la fecha son frondosos y que van
a seguir dando sombra y oxigenando las conciencias de los mexicanos y de los demás países
adonde llega la revista.
Dejó usted una escuela de pensadores, de
gente comprometida con la verdad.
Pero permítame hacer una pregunta que
lacera mi alma:
¿Por qué todo lo bueno se ausenta o se
muere? (Carta resumida.)
Atentamente
Profesora Margarita de la O Lavalle
Sobre Ni héroe ni villano:
la visión del vencedor
De Manuel Peñafiel
Señor director:
R
especto al reportaje Ni héroe ni villano: la
visión del vencedor, firmado por Alejandro
Gutiérrez en Proceso 1992, relativo a la exposición Itinerario de Hernán Cortés, presentada en
Madrid, me permito enviarle estas observaciones,
agradeciéndole de antemano darles espacio en
Palabra de Lector.
Considero que Martín Almagro-Gorbea, coordinador general de dicha muestra, alardea al declarar
que esta exposición “supera la visión de la leyenda
negra de Hernán Cortés”, y lo presenta “como el
artífice del mayor encuentro que ha habido en la historia de la humanidad entre dos continentes”.
Artífice significa persona que ejecuta alguna
arte bella, que tiene arte para conseguir lo que
desea. Hernán Cortés es un homicida encumbrado, a quien solamente lo movió la ambición.
A los nativos de México nunca los consideró de
valía; para la Iglesia católica eran herejes. Por lo
tanto, no existió obstáculo para descuartizarlos,
esclavizarlos, para ahorcar gente morena, violar
y preñar mujeres, además de quemar vivos en la
hoguera a quienes se opusieran al bautizo y a los
depredadores españoles.
En la exposición tal vez se omita mencionar
que el pueblo de Potonchán fue su primera escala
carmesí. Estando luego en Cholula, Hernán Cortés
convoca a los jerarcas supuestamente para despedirse, pero en cambio ordena cerrar la puerta
del sitio de reunión y la soldadesca española
irrumpe con sus sables hambrientos de agonía,
reventando los pensamientos de incredulidad de
aquellos horrorizados 3 mil hombres impedidos de
acudir a defender a sus familias, refugiadas en los
templos donde fueron quemadas vivas.
Años más tarde, fray Toribio Motolinía expresó: “Fue bueno para que todos los indios de la
Nueva España viesen que aquellos ídolos son falsos y mentirosos”. Después de arrasar el pueblo
de Cholula, Hernán Cortés y su rapaz caravana,
compuesta por aproximadamente 579 españoles,
4 mil aliados tlaxcaltecas y algunos totonacas,
continuaron la marcha hasta arribar a la Gran Tenochtitlán, donde a Pedro de Alvarado le disgustaron los preparativos para venerar a los dioses
Huitzilopochtli y Tezcatlipoca; así que cuando
los señores mexicas se encontraban bailando
Aclaración
Por un error de edición, el cartón editorial
del número anterior de Proceso (1992), obra
de Rocha y titulado “Visita de Rey Mago”,
se publicó adjudicado a Naranjo.
Ofrecemos disculpas a Rocha, a
Naranjo y a nuestros lectores.
112
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
desarmados los militares cerraron las puertas del
Templo Mayor y abrieron fuego contra ellos.
Los informantes indígenas de Bernardino de
Sahagún describieron así el horrible episodio: “Al
momento todos los españoles acuchillan, alancean a la gente y les dan tajos, con las espadas
los hieren, dieron tajo al que estaba tañendo el
tambor, le cortaron ambos brazos, luego lo decapitaron; lejos fue a caer su cabeza cercenada. A
algunos los acometieron por detrás; inmediatamente cayeron por tierra dispersas sus entrañas.
A otros les desgarraron la cabeza, enteramente
hecha trizas. A otros les dieron tajos en los hombros, hechos grietas, destrozados quedaron sus
cuerpos. A aquéllos hieren en los muslos, a éstos
en las pantorrillas, a los de más allá en pleno
abdomen. Todas las entrañas cayeron por tierra.
Y había algunos que aún en vano corrían, iban
arrastrando los intestinos y parecían enredarse
los pies en ellos. Anhelosos de ponerse en salvo,
no hallaban a dónde dirigirse”.
Posteriormente, los españoles, con el propósito de impedir que su cautivo monarca Moctezuma II se volviera en contra de ellos, le clavaron una
espada en el bajo vientre para después apuñalarlo
repetidas veces. Así lo sacaron al balcón, sujetándolo para que sus súbditos pensaran que estaba
vivo, y obligando a un aristócrata nativo a que
alentara a la muchedumbre a recobrar la calma.
Sin embargo, al ver a su débil soberano,
quien se había sometido a los extranjeros, la
enardecida turba atizó su ira insultando a Moctezuma y arrojándole pedruscos. Uno de ellos
le golpeó en la cabeza. Los que afianzaban el
cadáver apresuradamente volvieron a los recintos
ocultando el magnicidio.
Es mentira que Hernán Cortés haya sometido a los valientes soberanos Cuitláhuac y
Cuauhtémoc, y al poderío del Imperio Azteca,
valiéndose únicamente de su escaso contingente
de mercenarios. Al invasor hispano se le unió el
aristócrata texcocano Ixtlilxóchitl, quien urgido
de deshacerse de sus compromisos con La Triple
Alianza, y fanatizado además con el cristianismo,
le procuró a Cortés miles de soldados aculhúas.
La viruela y el sarampión polizones en los
inmundos barcos españoles abatieron a la pobla-
ción aborigen más que los ataques del cañón. El
esplendor de la Gran Tenochtitlán se derrumbó con
el caos generado por la epidemia, agravada la debacle por los tlaxcaltecas dedicados al pillaje, y al
incendio avivado por el rencor hacia los mexicas.
Para averiguar el paradero de supuestas
riquezas, Hernán Cortés torturó a Cuauhtémoc
junto a Tetlepanquetzalli, Señor de Tlacopan,
quemándoles los pies hasta dejarlos minusválidos. Durante su expedición a las Hibueras, la
paranoia de Hernán Cortés lo hizo suponer que
Cuauhtémoc planeaba una conjuración en contra
suya, y sin juicio alguno, de manera despreciable,
al estilo innato de su verdugo, ordenó a sus hombres que de una ceiba colgaran a Cuauhtémoc.
En noviembre de 1522 Hernán Cortés estranguló a su esposa española Catalina Suárez.
A Martín, apodado El Bastardo, hijo que procreó
con la Malinche, Hernán Cortés se lo llevó a España para dejarlo como criado doméstico al servicio de Felipe II. En cambio, a su segundo hijo,
Martín Cortés Zúñiga, obtenido de su esposa española Juana Zúñiga, sí lo hizo su único heredero
legítimo, concediéndole el título de II Marqués del
Valle de Oaxaca.
Almagro–Gorbea insiste en que “a Cortés no
se le debe juzgar desde la perspectiva del siglo
XX”. Sin embargo, considero que desde cualquier
punto de vista la Ruta de Hernán Cortés fue y
será siempre repudiable.
Atentamente
Manuel Peñafiel
Allanamiento e intimidación contra
una maestra del CCH-Azcapotzalco
Señor director:
L
e solicitamos publicar la siguiente denuncia.
El pasado 22 de diciembre elementos de
la policía allanaron el domicilio de la profesora
del CCH-Azcapotzalco de la UNAM Karla Edna
García Rocha.
Luego de haber sido vigilada y acosada desde hace cuatro meses, los policías ingresaron a
su casa sin forzar chapas y registraron documentos personales, cajones, computadora y correo
electrónico.
Ella es adherente de la Sexta Declaración de
la Selva Lacandona, forma parte de la Asamblea
Universitaria Académica, y al igual que muchos
ciudadanos de México y el mundo lucha por la
presentación con vida de los 43 normalistas desaparecidos y por la libertad de los presos políticos.
Ante la violación de su domicilio, con el que
pretenden atemorizarla, manifestamos nuestra
solidaridad con la profesora, así como con todos
aquellos que quieren un camino diferente y que
han sido objeto de violencia e intimidación por
parte de los gobiernos federal y de la Ciudad de
México. (Carta resumida.)
Atentamente
Profesores de la Asamblea Universitaria
Académica (AUA) de la UNAM:
Emigdio Navarro, Emilio Vivar, Facundo Jiménez, Fernando Quintana, Guadalupe Susano,
Irma Tovar, José Eduardo Amador Gordillo, Luis
Darío Salas Marín, Luisa Ortiz, María Elena de
Torre, María Esther Navarro, Miguel Ángel García, Rafael Ordóñez Medina y Ricardo Díaz.
PALABRA DE LE C T O R
Exfuncionario del IFAI denuncia
violación de sus derechos
Señor director:
N
o distraería su atención si el presente caso
no desbordara mi pequeño viacrucis y no
afectara el funcionamiento de la estructura institucional del país.
Después de casi seis años de trabajar en
el Instituto Federal de Acceso a la Información y
Protección de Datos Personales (IFAI), en octubre
del año pasado el coordinador del mismo, José de
Jesús Ramírez Sánchez, me exigió la renuncia y me
informó que no se me daría ninguna liquidación,
pues era un acuerdo del Pleno del instituto.
Así, los comisionados se erigen en poder
constituyente y corrigen la reforma constitucional
–compromiso ratificado por el presidente de la
República– relativa a que la nueva autonomía del
IFAI implica el respeto de los derechos laborales.
Al negarme a firmar la renuncia, la respuesta no
se hizo esperar: mi cese inmediato.
Señores senadores: Los órganos constitucionales autónomos, que ahora han proliferado
en nuestra estructura constitucional, pueden
pervertir la autonomía, que asumen como extraterritorialidad, organizando cotos de poder y
cacicazgos que persiguen a quienes se atreven
a reclamarles el respeto de sus derechos, de los
que paradójicamente son tutelares los dirigentes,
quienes se reparten las llamadas “áreas de influencia” como si se tratara de un “botín”.
¿Quién vigila al vigilante? ¿Quién controla a
los controladores? ¿Quién exige a los responsables de salvaguardar los derechos humanos fundamentales que respeten el estado de derecho?
Ustedes, señores senadores, ustedes.
Con base en lo anterior, les solicito respetuosamente exigir al Pleno del Instituto trasparentar los procesos de liquidación de más de cien
trabajadores y explicar las razones para bajar el
sueldo de otros, así como evaluar si los nuevos
comisionados cumplen con los principios jurídicos y éticos que rigen la función pública: legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia.
Y en caso de no ser así, actuar en consecuencia. (Carta resumida.)
Atentamente
Edmundo González Llaca
Exdirector de Promoción y Desarrollo del IFAI
reinstalarme y a cubrir mis salarios caídos del 1º
de marzo del 2003 al 15 de noviembre del 2009,
así como los aguinaldos de los años 2003, 2004,
2005, 2006, 2007, 2008 y 2009.
Si bien es cierto que el 16 de noviembre del
2009 fui legal y materialmente reinstalada en el
puesto de Jefe de Dictaminadores, también lo es
que tras varias diligencias de requerimiento de
pago ordenadas por la autoridad laboral, el titular
de la Secretaría de Finanzas se ha abstenido de
cubrirme los pagos a los que fue condenado, incurriendo en desacato de dicho mandato judicial.
Tan es así que, el 3 de octubre del año en curso, la Segunda Sala del tribunal acordó girar oficio
al Ministerio Público de la Federación para que “se
sirva avocar al conocimiento de la posible comisión
del delito de desobediencia (…) en que ha incurrido
el titular de la Secretaría de Finanzas del Gobierno
del Distrito Federal por no acatar el cumplimiento del laudo de fecha 5 de marzo del 2008…”.
Por lo anterior, hago la presente denuncia ante
la opinión pública y los titulares de la Contraloría
Interna del Gobierno del Distrito Federal y del Ministerio Público Federal, a efecto de que tomen cartas
en el asunto, se me haga justicia e inicien los procedimientos legales que correspondan en contra de
quien resulte responsable de esta violación a la ley y
a mis derechos. (Carta resumida.)
Atentamente
Carmen Vargas Cabrera
Reclama a Finanzas del GDF
acatar laudo y cubrir pagos
Señor director:
C
omo trabajadora al servicio de la Secretaría
de Finanzas del Gobierno del Distrito Federal
(GDF), adscrita a la Unidad de Capacitación y
Desarrollo de Personal, quiero realizar la siguiente denuncia.
Debido a que el 3 de marzo de 2003 fui objeto de un despido injustificado, recurrí a un juicio
laboral radicado en la Segunda Sala del Tribunal
Federal de Conciliación y Arbitraje (expediente
4585/2003), y el 5 de marzo de 2008 se emitió un
laudo que condenó al titular de la dependencia a
1993 / 11 DE ENERO DE 2015
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