Irène Némirovsky-textos de y sobre

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Prof. José Antonio García Fernández
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DPTO. LENGUA Y LITERATURA- IES Avempace
C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976 5186 66 - Fax: 976 73 01 69
Irène Némirovsky: textos de- y sobre-
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Índice del documento
TEXTOS DE IRÈNE NÉMIROVSKY .............................................................................................................................................2
Un niño prodigio (1927).............................................................................................................................................2
David Golder (1929) ..................................................................................................................................................4
El baile (1930) ............................................................................................................................................................6
Las moscas del otoño (1931) .....................................................................................................................................8
El affaire Courilof, El caso Kurílov (1933) .................................................................................................................10
El ardor de la sangre (1940) ....................................................................................................................................12
Suite francesa (1942) ...............................................................................................................................................13
NOTAS MANUSCRITAS DE IRÈNE NÉMIROVSKY EN EL CUADERNO DE SUITE FRANÇAISE (1941-1942) ................................................15
Colaboracionismo de los poderosos, patriotismo de los humildes ..........................................................................15
TEXTOS SOBRE IRÈNE NÉMIROVSKY: EL MIRADOR, DE ELISABETH GILLE .......................................................................................15
Una visión humorística de Kiev ................................................................................................................................15
Progromos contra los judíos ....................................................................................................................................16
La traición de Francia ..............................................................................................................................................17
Sobre la fecha de nacimiento de Irène Némirovsky .................................................................................................17
La Revolución y… El retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde ..................................................................................18
Faïga Némirovsky: la abuela-ogro ...........................................................................................................................19
Los aristócratas rusos emigrados en Francia ..........................................................................................................21
El país vasco francés ................................................................................................................................................22
El baile: coqueteos con los chicos. El amor: Michel Epstein ....................................................................................23
La dulce Francia .......................................................................................................................................................23
Antisemitismo ..........................................................................................................................................................24
La identidad judía ....................................................................................................................................................25
Suite francesa ..........................................................................................................................................................26
MÁS INFORMACIÓN ..........................................................................................................................................................27
BIBLIOGRAFÍA ..................................................................................................................................................................27
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Textos de Irène Némirovsky
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Un niño prodigio (1927)
“El niño cantaba con una voz aguda y pura. Sus ojos, fijos en el vacío, parecían seguir el desarrollo
paulatino de una larga página que sólo él pudiera ver. Los adolescentes bíblicos animados por el soplo de
Dios debían de haber sido como él.
Cuando terminó, miró a la princesa con un sencillo y profundo orgullo.
Ella callaba.
Por fin dijo:
—Pequeño, ¿sabes que algún día serás un gran poeta?
Y añadió, como hablando consigo misma:
—El genio, pequeño... es eso...
Él no decía nada. ¿Qué iba a decir? No sabía qué era aquello.
El barin, alzándose sobre un codo, sentenció con la voz lejana de un hombre ebrio:
—Este niño... este niño... ¿Qué te había prometido yo?
La princesa exclamó:
—No puede quedarse así... Míralo... Es un mísero, un ignorante, un hambriento... un pequeño judío
del puerto... Y, sin embargo, lleva el genio dentro de sí... ¿No lo ves?
El barin extendió perezosamente la mano hacia la frasca de vodka y sentenció:
—Es feliz así... Es feliz porque no conoce su propio genio... El día que lo conozca, será
desgraciado. .. También yo fui un gran poeta...
—Y ahora no eres más que un borracho, ya lo sé —concluyó ella con dureza. Luego
se volvió hacia Ismael y le preguntó con cierta aspereza—: Pequeño, ¿verdad que quieres ser
algún día un gran poeta, ser rico, ser un hombre ilustre?
—No lo sé —murmuró Ismael.
Se sentía abrumado por una inmensa angustia, por el miedo, por la rebeldía frente a
aquella mujer que quería violentar su vida libre.
Pero ella, fijando en él sus ojos oscuros y redondos como los de un ave de presa,
añadió:
—¿Vivir conmigo?
Y entonces, bajando la cabeza, Ismael dijo: —Sí.”
(Irène Némirovsky, Un niño prodigio, trad. Miguel Azaola, Madrid, Alfaguara, 2009, pp. 44-45)
“Ismael leía como quien se embriaga. Salía de sus lecturas con la cabeza llena de fuego, enajenado,
aturdido, como si de repente acabara de despertarse de algún sueño. Había poesías que no podía repetir sin
llorar y otras que le llenaban de un sentimiento parecido al terror. Y, cuando se acordaba de sus canciones,
le parecían tan desastradas, tan torpes, desmañadas y estúpidas, que se sentía infinitamente avergonzado,
humillado y desgraciado. Intentaba perseverar, imitar a todos aquellos poetas de voces de oro, pero un
desaliento inmenso se apoderaba de él. Las palabras, que en otro tiempo capturaba como pájaros dóciles,
volaban lejos de él, se volvían temibles y cargadas de un misterio hostil. Todas aquellas rimas sabias, aquel
ritmo con el que «ellos» se expresaban con la soltura de quien toca un instrumento fácil y seguro, aquella
ciencia que, a partir de una simple combinación de palabras, creaba una melodía singular, más rica y mil
veces más variada que la música, todo aquello abrumaba al pobre chico, le llenaba los ojos de lágrimas de
rabia, impotencia y desesperación. No comprendía cómo la princesa y el barin habían podido escuchar sin
reírse sus bárbaras estrofas, con sus asonancias ingenuas, sus perífrasis burdas, sus crudas imágenes. No se
daba cuenta del encanto que, en los oídos de aquellos dos hastiados, tenía su poesía espontánea de niño
prodigio.
Asqueado, desechaba el arte popular en que, sin darse cuenta, se había inspirado y se esforzaba en
copiar servilmente a Pushkin, a Lermontov, a los extranjeros, a los clásicos; naturalmente, no conseguía nada
y se debatía entre rimas rebeldes como un loco que intentara extraer melodías de Wagner de un caramillo
desafinado. Se puso entonces a leer obras de crítica y de preceptiva, imaginando en su inocencia que la
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poesía se aprende a base de aplicación y fuerza de voluntad. Fue un desastre. En nombre de leyes que era
tan incapaz de descifrar corno si estuvieran en chino, comprobó que unos condenaban lo que
otros aprobaban; se extravió en el intrincado bosque de los juicios literarios; perdió
completamente la cabeza. ¡Dios mío! ¿Era posible que fueran tantas las objeciones a las que
había que hacer frente para escribir, tantas las exigencias múltiples y contradictorias que había
que satisfacer? Luego, para su desgracia, leyó los libros eruditos en que se analiza el acto de
escribir y todos los complejos engranajes del mecanismo de la creación; y así llegó a ser como
un hombre que, en el momento de ir a ejecutar cualquier gesto insignificante, se preguntara
por las partes, infinitamente pequeñas, de que se compone su voluntad de actuar. Y se
quedaba pasmado, desamparado frente a su página obstinadamente en blanco. Entonces
alzaba los ojos, veía ante sí la extensa campiña y escapaba lejos de la erudición de los
hombres.(pp. 75-77)
“Ahora vivía con sus padres, pero ya no en el piso, demasiado caro para ellos desde que habían
cesado los gestos generosos de la princesa, sino con Salomón, el suegro de Baruch, en la vieja tiendecilla del
gueto. A través del delgado tabique, Ismael oía roncar al viejo la noche entera. El humo de la lámpara de
petróleo le hacía toser. Se acordaba con desesperación del campo, de la vida libre y sin preocupaciones; y
luego la maldecía, al ver en ella, quizá no sin razón, la pérdida de su genio. E intentaba comprender... ¿Por
qué habían callado en él aquellas canciones que antes nacían de sus labios espontáneamente? ¿Sería su
enfermedad la causa? ¿O lo era, por el contrario, el regreso a la salud, a la vida normal? ¿Habría sido su
genio una especie de flor morbosa, nacida sólo por llevar una vida violenta, excesiva, malsana? ¿Necesitaría,
para abrirse, la turbia atmósfera de los garitos del puerto, la excitación del vino, de las caricias?
Por desgracia, era sencillamente que estaba entrando en el difícil período de la adolescencia; que su
cuerpo, al convertirse bruscamente en un cuerpo de hombre, le robaba la savia a su inteligencia; que la
bienhechora naturaleza, en su sabiduría, al querer hacerle vivir, interrumpía la fuente divina de su genio.
Pero nadie se lo decía. Nadie le abría la esperanza de encontrar más tarde el don delicioso y fatal; más tarde,
cuando fuera ya un hombre... Nadie cerca que le murmurara al oído: «Espera, confía»... Todos se le echaban
encima, le rodeaban, se le enganchaban como humanos que quisieran abrir a la fuerza una flor con sus
dedos sacrílegos. E Ismael sollozaba en el desolado silencio de la noche; se sentía tan débil, tan pequeño,
torturado cobardemente, injustamente. Pensaba en la princesa como en una divinidad terrible. Recordaba
haberse acurrucado en otro tiempo sin temor entre sus brazos, al calor de sus senos. ¿Por qué ella ya no le
quería? Se sentía ferozmente celoso de los grandes perros blancos... ¿Por qué no le permitía ella echarse a
sus pies, en su lugar? Y sollozaba con más fuerza, con una humillación más punzante que un dolor físico...
Eran hermosos, aquellos perros...” (pp. 88-90)
“El barin preguntó:
—¿Ya no vives... allí?...
Ismael bajó la cabeza.
—No... —dijo. Luego, se atrevió a preguntar—: ¿Y usted?... ¿La princesa?
El barin se pasó una mano vacilante por la frente.
—Ya lo ves...
Bebieron, hundiéndose en una especie de delirio taciturno. Escuchaban el latido de su propia
sangre. El mundo visible se iba envolviendo en brumas y sombras.
Una idea confusa se abría paso en el cerebro de Ismael... Tenía que volver... al día siguiente...
Madrugar... el trabajo... Hizo ademán de levantarse, pero volvió a caer pesadamente.
—Déjalo —aconsejó el barin—. Lo único bueno es esto...
—Soy tan desgraciado —balbuceó Ismael—, tan desgraciado...
Lágrimas agrias corrían por sus mejillas. Las enjugaba con el dorso de una manga impregnada de
alcohol.
El barin se encogió de hombros.
—Desgraciado dices... Mírame a mí... Un rey. Yo he sido más que un rey... ¡Ah, mis versos!... Mis
preciosos versos... ¿Por qué me daría Dios el genio para quitármelo tan pronto? No creas que blasfemo...
Dios es temible, entiéndeme, y yo no digo nada contra Su Gloria... Sólo pregunto, con una humildad
desesperada: «Dios Todopoderoso, ¿por qué me has arrebatado lo que Tú mismo me habías dado? ¿Acaso lo
he utilizado alguna vez para algo que no fuera glorificar Tu obra y Tus criaturas? He sido un buen obrero,
Señor, ¿por qué me quitas la herramienta de las manos» —y levantó en el aire sus manos temblorosas.
Luego las posó sobre los cabellos de Ismael—. Pequeño, pequeño... ¿Comprendes, comprendes?... Aquí, en
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mi cabeza, y aquí, en mi corazón, hay versos, versos hermosos... Siento el batir de sus alas. Como los
pájaros... Aquí, ¿comprendes? Y no puedo escribirlos... Cuando quiero atraparlos, salen volando... lejos...
lejos... No se lo dirás a nadie, ¿verdad?... Antes también volaban... Pero yo volvía a capturarlos. En el vino; o
en su boca... Pero ahora, cuando bebo, mi cabeza, mi pobre cabeza me duele como si fuera a estallar, y
parece como si unos demonios perversos se burlaran de mí... «Eso es, así... un esfuerzo... un pequeño
esfuerzo más... sólo uno más, uno muy pequeño...». Y nada, nada... Escucha, te lo diré, pero no se lo cuentes
a nadie. Quizá... No me atrevo a decirlo en voz alta... Quizá mis maravillosos pájaros hayan muerto. Quizá
sólo quede un montoncito de plumas, un montoncito muy pequeño de plumas muertas... Señor, Señor, ¿por
qué me has arrebatado mi genio? —tomó la mano de Ismael, por encima de la mesa, y la acarició
distraídamente—. Me echó... Y yo sin embargo la quería... Lloré... Ella me miró y se echó a reír... ¿Por qué,
dime? ¿Es culpa mía? ¿Qué culpa tengo yo, si ya no puedo seguir escribiendo? Y sin embargo, la quiero...
Pequeño, pequeño, ¿qué le hemos hecho a Dios para que nos haya castigado con tanta dureza?
Se calló y se puso a beber de nuevo. En sus ojos había una especie de inmenso estupor...
El tabernero vino a advertirles que se cerraba. Y se internaron en el frío de la noche.
(…)
Sólo la muerte nos salva... ¡Si se pudiera morir!...
—Siempre se puede morir —dijo Ismael.
En su interior amanecía una gran luz, un gran sosiego.
El barin arqueó los hombros.
—Yo tengo miedo —afirmó.
Al día siguiente encontraron a Ismael ahorcado en su cuchitril. Su cuerpo se
balanceaba sobre un montón de leños apilados. Se había dado muerte con sencillez, una
muerte modesta, sin lucimiento, en un rincón oscuro del cuartucho, entre las telarañas...
Sus padres le lloraron mucho. Al fin y al cabo, había sido un hijo dócil y bueno, incluso
inteligente. ¿Por qué se habría suicidado? Los niños son extraños y crueles. Y justo ahora,
en sus días de vejez, se quedaban solos...
Ismael fue enterrado en el cementerio judío, entre tumbas muy antiguas que se
desmoronaban poco a poco. Nadie las cuidaba porque el cementerio estaba lejos de la
ciudad, y los caminos eran malos, bacheados por las nieves.
Sus padres fueron a visitarle la primavera siguiente. Encontraron sobre la losa un ramillete de flores
todavía muy frescas. Reconocieron en él una ofrenda de la princesa. Lo arrojaron lejos de sí; la ley de los
judíos prohíbe dar flores a los muertos, que sólo son podredumbre. El padre, con el alma llena de
indignación y escándalo, pisoteó las rosas durante un buen rato. Pero, antes de retirarse, de acuerdo con el
ritual, lanzó un puñado de guijarros sobre la tumba de su hijo.
Luego se marchó.
Así fue como vivió y murió Ismael Baruch, el niño prodigio.” (pp.94-100)
David Golder (1929)
“–No.
Golder levantó bruscamente la pantalla para dirigir la luz de la lámpara de lleno a la cara de Simon
Marcus, sentado frente a él al otro lado de la mesa. Por un instante, observó los pliegues, las arrugas que
recorrían el alargado y oscuro rostro de Marcus cada vez que sus labios o sus párpados se movían como en
un agua turbia rizada por el viento. Pero sus bovinos y somnolientos ojos de oriental seguían tranquilos,
apáticos, indiferentes. Su rostro era tan impenetrable como un muro. Golder dobló con cuidado el brazo de
metal flexible de la lámpara.
– ¿A cien, Golder? ¿Has contado bien? Es un precio… -dijo Marcus.
– No -murmuró Golder de nuevo-. No quiero vender.
Marcus rió. Sus largos y brillantes dientes recubiertos de oro relucieron extrañamente en la
penumbra.
– En mil novecientos veinte, cuando las compraste, ¿qué valían tus dichosas petrolíferas? -preguntó
con una irónica voz nasal, arrastrando las palabras.
– Las pagué a cuatrocientos. Si esos cerdos de los sóviets hubieran devuelto los terrenos
nacionalizados a las petroleras, habría sido un negocio redondo. Lang y su grupo iban detrás de mí. En mil
novecientos trece la producción diaria de los pozos de Teisk ya era de diez mil toneladas… Y no exagero.
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Recuerdo que, tras la Conferencia de Génova, mis acciones cayeron primero de cuatrocientos a ciento dos…
Luego… -Hizo un gesto vago con la mano-. Pero no vendí… Entonces tenía dinero.
– Ya. ¿Y ahora? ¿No comprendes que para ti unos terrenos petrolíferos en Rusia, en mil novecientos
veintiséis, son una mierda? ¿Eh? No tienes medios ni ganas de ir a explotarlos personalmente, ¿o sí? Lo único
que se puede hacer es ganar unos enteros moviendo las acciones en la Bolsa… Cien es un buen precio.
Golder se restregó con lentitud los hinchados párpados, irritados por el humo que colmaba el
despacho.
– No, no quiero vender -repitió bajando la voz-. Cuando la Tübingen Petroleum haya cerrado ese
acuerdo sobre la concesión de Teisk en el que estás pensando, entonces venderé.
Marcus soltó una especie de «¡Ah, sí!» sofocado, y eso fue todo.
– El asunto que has estado llevando a mis espaldas desde hace un año, Marcus, ése mismo… -añadió
Golder despacio-. ¿Te ofrecían un buen precio por mis acciones una vez firmado el acuerdo? -Se interrumpió,
porque el corazón le latía casi dolorosamente, como con cada victoria.
Marcus aplastó con parsimonia el puro en el cenicero repleto.
«Si me propone ir a medias, está listo», pensó de repente Golder, e inclinó la cabeza para oír mejor
la respuesta.
Hubo un breve silencio.
– ¿Y si vamos a medias, David? -dijo al fin Marcus.
Golder apretó las mandíbulas.
– Ni hablar.
– Mira, Golder, no necesitas otro enemigo… -murmuró Marcus entornando los ojos-. Ya tienes
bastantes. -Sus manos apretaban la mesa y se movían apenas, produciendo una débil rasguñadura, rápida y
aguda. Iluminados por la lámpara, sus largos dedos, huesudos, blancos y cubiertos de pesados anillos,
brillaban sobre la caoba del escritorio estilo Imperio y temblaban casi
imperceptiblemente.
Golder sonrió.
– Ahora ya no eres tan peligroso, amigo mío.
Marcus se examinó las uñas lacadas con silenciosa
concentración.
– David… vamos a medias, venga. Llevamos asociados veintiséis años. Pasamos página y volvemos a
empezar. Si hubieras estado aquí en diciembre, cuando Tübingen habló conmigo…
Golder retorció nerviosamente el cordón del teléfono y se lo enrolló en la muñeca.
– En diciembre -repitió con una mueca-. Sí… Eres muy generoso, pero… -Se interrumpió. Ambos
sabían muy bien que en diciembre Golder estaba en América buscando capitales para la Golmar, el negocio
que los ataba desde hacía tantos años, como la bola de un forzado. Pero no dijo nada.
– Todavía estás a tiempo, David -insistió Marcus-. Es mejor, créeme… Tratamos juntos con los
sóviets, ¿te parece? Es un asunto difícil. En cuanto a las comisiones, los beneficios… todo a medias, ¿eh? Es
justo, ¿no? ¿Eh, David, muchacho? De otro modo… -Esperó una respuesta, un gesto, un insulto; pero Golder
siguió respirando pesadamente, en silencio-. Mira, David, la Tübingen no es la única petrolera del mundo… Tocó el brazo de Golder como si quisiera despertarlo-. Hay otras sociedades más jóvenes y de… de tipo más
especulativo -añadió, buscando las palabras- que no firmaron el acuerdo de mil novecientos veintidós sobre
los petróleos y a las que les traen sin cuidado los antiguos derechohabientes, y, en consecuencia, también
tú… Podrían…
– ¿ La Amrum Oil? -lo atajó Golder.
Marcus hizo rechinar los dientes.
– Vaya, ¿con que también sabes eso? Pues mira, chico, lo siento, pero los rusos firmarán con
Amrum. Así que, ya que te niegas a aceptar, puedes quedarte con tus Teisk hasta el día del Juicio, puedes
pedir que te entierren con ellos…
– Los rusos no firmarán con Amrum.
– Ya han firmado -proclamó Marcus.
Golder hizo un gesto con la mano.
– Sí. Lo sé. Un acuerdo provisional. Moscú debía ratificarlo en un plazo de cuarenta y cinco días.
Ayer. Pero, como esta vez tampoco ha habido nada, te has puesto nervioso y has venido a intentarlo de
nuevo conmigo… -Golder continuó deprisa, entre toses-: Te lo explicaré. Tübingen, ¿verdad? Amrum ya le
pisó unos campos de petróleo en Persia, hace dos años. De modo que, esta vez, creo que preferiría reventar
antes que ceder. Por otra parte, hasta ahora no ha sido muy difícil. Le ofrecieron más a ese judío con el que
llevabas lo de los sóviets. Telefonéale y lo comprobarás…
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– ¡Mientes, cerdo! -gritó de pronto Marcus con una voz de vieja histérica.
– Llámale y verás.
– Y el viejo Tübingen… ¿lo sabe?
– Sí. Naturalmente.
– Esto es cosa tuya, ¡canalla, bandido!
– Claro. ¿Qué esperabas? Acuérdate… El año pasado, el asunto del petróleo de México; hace tres
años, lo del fuel. La de millones que han pasado de mi bolsillo al tuyo. ¿Y qué he dicho? No he dicho nada. Y
además… -Pareció buscar más argumentos, juntándolos en su cabeza, pero acabó renunciando con un
encogimiento de hombros-. Los negocios… -murmuró simplemente, como si se refiriera a un dios temible.
Marcus no replicó. Cogió el paquete de cigarrillos de encima del escritorio, sacó uno y frotó una cerilla con
aplicación.
– ¿Por qué fumas esta porquería de Gauloises con el dinero que tienes, Golder? -Los dedos le
temblaban. Golder los miraba en silencio como si midiera la vida de un animal herido por sus últimos
estremecimientos-. Necesitaba dinero, David -añadió con una voz diferente. Una mueca le torció una
comisura de la boca-. Lo necesito angustiosamente… ¿No quieres dejarme ganar un poco? ¿No te parece
que…?
Golder sacudió la cabeza con brusquedad.
– No.
Vio que las pálidas manos se trababan una con otra, entrelazando los crispados de dos, hincando las
uñas en la carne…
– Me hundes -dijo al fin Marcus con una voz sorda y extraña.
Golder mantuvo los ojos bajos y no respondió. Marcus no dudo un instante; luego, se levantó y
apartó la silla con suavidad.
– Adiós, David… ¿Qué? -exclamó de pronto en el silencio con súbita vehemencia.
– Nada. Adiós -dijo Golder.
Golder encendió un cigarrillo, pero con la primera calada empezó a ahogarse y lo
tiró. Una tos convulsiva de asmático, ronca y silbante, le agitó los hombros y le produjo una
saliva amarga que lo hizo atragantarse. La brusca afluencia de sangre había dado color a sus
facciones, habitualmente pálidas, de un blanco mate y cadavérico, ceroso, con bolsas
violáceas bajo los párpados. Era un hombre de sesenta años cumplidos, corpulento, de
miembros gruesos y fofos, y ojos grises, penetrantes y claros. Espesos cabellos canos
enmarcaban un rostro duro y avejentado, como modelado por una mano ruda y pesada.”
El baile (1930)
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“La señora Kampf entró en la sala de estudios y cerró la puerta con tal brusquedad que la araña de
cristal tintineó con un leve y puro sonido de cascabel, todos sus colgantes agitados por la corriente de aire.
Pero Antoinette no dejó de leer, tan encorvada sobre el pupitre que sus cabellos tocaban las páginas. Su
madre la contempló unos instantes sin hablar, antes de plantarse delante de ella con los brazos cruzados.
–Podrías hacer un esfuerzo al ver a tu madre -exclamó-. ¿No crees, hija mía? ¿O tienes el trasero
pegado a la silla? Qué distinción… ¿Dónde está miss Betty?
En la habitación contigua, el ruido de una máquina de coser daba ritmo a una canción, un What
shall I do, what shall I do when you'll be gone away cantado melancólicamente por una voz torpe y fresca.
–Miss -llamó la señora Kampf-, venga aquí.
–Yes, Mrs. Kampf.
La menuda inglesa, con las mejillas encendidas, los ojos estupefactos y dulces, un moño color miel
en torno a su pequeña cabeza redonda, se deslizó por la puerta entreabierta.
–La he contratado -empezó severamente la señora Kampf- para vigilar e instruir a mi hija, ¿no es
así? No para que se haga vestidos… ¿Es que Antoinette no sabe que debe ponerse en pie cuando entra
mamá?
–Oh! Ann-toinette, how can you? -dijo la miss con una especie de gorjeo apagado.
Antoinette se había puesto de pie y se mantenía en torpe equilibrio sobre una pierna. Era una
jovencita alta y plana de catorce años, con la palidez propia de esa edad, y la cara tan descarnada que
parecía, a los ojos de las personas mayores, una mancha redonda y clara, sin rasgos, con los párpados bajos,
ojerosos, la pequeña boca cerrada… Catorce años, senos que ya pujaban bajo el estrecho vestido de
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colegiala, incomodando al cuerpo endeble, aún infantil; pies grandes y dos largos caños rematados en manos
rojas, de dedos manchados de tinta, que un día tal vez se convertirían en los brazos más bellos del mundo;
nuca frágil y cabellos cortos, sin color, secos y finos…
–Comprenderás, Antoinette, que hay para desesperarse con tus modales, pobre hija mía… Siéntate.
Voy a volver a entrar y me harás el favor de levantarte inmediatamente, ¿entiendes?
La señora Kampf retrocedió unos pasos, salió y abrió la puerta por segunda vez. Antoinette se
levantó con una lentitud desganada tan evidente que su madre apretó los labios con aire amenazador y
preguntó:
–¿Le molesta a la señorita?
–No, mamá -dijo Antoinette en voz baja.
–Entonces ¿por qué pones esa cara?
Antoinette sonrió con una especie de esfuerzo laxo y penoso que deformó sus rasgos
dolorosamente. A veces odiaba tanto a las personas mayores que querría matarlas, desfigurarlas, o bien
gritar: «Sí, me molestas», golpeando el suelo con el pie; pero temía a sus padres desde muy niña. En otro
tiempo, cuando Antoinette era más pequeña, su madre la sentaba a menudo sobre las rodillas, la apretaba
contra su pecho, la acariciaba y abrazaba. Pero eso Antoinette lo había olvidado. En cambio, en lo más
profundo de su ser conservaba el sonido, los estallidos de una voz irritada pasando por encima de su cabeza,
«esta niña que está siempre encima de mí», «¡otra vez me has manchado el vestido con los zapatos sucios!,
¡al rincón, así aprenderás, ¿me has oído?, pequeña imbécil!». Y un día… por primera vez, un día había
deseado morir. Ocurrió en una esquina, en medio de una regañina; una frase
encolerizada, gritada con tal fuerza que los viandantes habían vuelto la cabeza:
«¿Quieres que te dé un guantazo? ¿Sí?», y la quemazón de una bofetada. En plena
calle. Tenía once años y era alta para su edad. Los viandantes, las personas
mayores, eso no significaba nada. Pero en aquel instante unos chicos salían del
colegio y se habían reído de ella al verla. «Y ahora qué, niña» ¡Oh!, aquellas risas
burlonas que la habían perseguido mientras caminaba, la cabeza gacha, por la
oscura calle otoñal. Las luces danzaban a través de sus lágrimas. «¿Aún no has
terminado de lloriquear? ¡Oh, qué carácter! Cuando te corrijo, es por tu bien, ¿es así o no? ¡Ah!, y además,
te aconsejo que no empieces otra vez a ponerme nerviosa.» Qué malas personas… Y ahora, encima,
expresamente para atormentarla, para torturarla y humillarla, de la mañana a la noche se ensañaban con
ella: «¿Qué manera es ésa de coger el tenedor?» (delante del criado, Dios mío), o «Enderézate; al menos que
no parezcas jorobada». Tenía catorce años, era una jovencita y, en sus sueños, una mujer amada y
hermosa… Los hombres la acariciaban, la admiraban, como André Sperelli acaricia a Héléne y Marie, y Julien
de Saberceaux a Maud de Rouvre, en los libros… El amor… Se estremeció. Su madre terminaba:
–… Y si crees que le pago a una inglesa para que tengas esos modales, estás muy equivocada, niña…
-Y bajando la voz, al tiempo que apartaba un mechón que cruzaba la frente de su hija, añadió-: Siempre te
olvidas de que ahora somos ricos, Antoinette… -Se volvió hacia la inglesa-: Miss, tengo muchos encargos para
usted esta semana. Daré un baile el quince.
–Un baile -murmuró Antoinette abriendo los ojos como platos.
–Pues sí -confirmó la señora Kampf con una sonrisa-, un baile… -Miró a su hija con expresión de
orgullo, luego señaló a la inglesa a hurtadillas frunciendo las cejas-. No le habrás comentado nada, supongo.
–No, mamá, no -se apresuró a decir Antoinette.
Conocía esa preocupación constante de su madre. Al principio -hacía dos años de eso-, cuando
habían abandonado la vieja rue Favart tras el genial golpe en la Bolsa de Alfred Kampf, con la bajada del
franco primero y la libra después en 1926, que los había hecho ricos, todas las mañanas a Antoinette la
llamaban a la habitación de sus padres; su madre, todavía en la cama, se arreglaba las uñas; en el aseo
contiguo, su padre, un judío menudo y enjuto de ojos ardientes, se afeitaba, se lavaba, se vestía con la
exagerada rapidez de todos sus gestos, que en otro tiempo le había granjeado el apodo de «Feuer» entre sus
camaradas, los judíos alemanes, en la Bolsa. Allí había estado estancado, en los grandes mercados, durante
años… Antoinette sabía que anteriormente había sido empleado del Banco de París, y en un pasado aún más
lejano, botones en la puerta del banco, con librea azul. Un poco antes de nacer Antoinette, se había casado
con su amante, la señorita Rosine, la dactilógrafa del dueño. Durante once años habían vivido en un pequeño
apartamento oscuro, detrás de la ópera Cómica. Antoinette recordaba que pasaba a limpio sus deberes por
la noche, en la mesa del comedor, mientras la criada fregaba los platos con estrépito en la cocina y su madre
leía novelas, acodada bajo la lámpara, una grande con un globo de vidrio esmerilado en el que brillaba el
impetuoso chorro de gas. A veces emitía un hondo suspiro irritado, tan fuerte y brusco que Antoinette daba
un respingo en la silla. Kampf preguntaba: «¿Qué te pasa ahora?», y Rosine respondía: «Me duele el corazón
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de pensar en toda esa gente que vive bien y es feliz, mientras que yo me paso los mejores años de mi vida en
este sucio agujero zurciéndote los calcetines…»”
Las moscas del otoño (1931)
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El título Las moscas de otoño, muy lírico, sugiere el ir y venir de los exiliados por los pasillos de sus
apartamentos parisinos, nerviosos, sin saber cómo matar el tiempo, añorando otras épocas mejores
donde vivieron con gran esplendor:
“Los Karín llegaron a París al principio del verano, y alquilaron un pequeño
apartamento amueblado en la calle de l'Arc-de-Triomphe. En esa época París estaba
invadido por la primera oleada de emigrados rusos, que se amontonaban todos en Passy,
alrededor de l'Etoile, inclinándose hacia el Bois de Boulogne cercano. Ese año el calor era
sofocante. .
El apartamento era pequeño, obscuro, asfixiante; había un olor a polvo, a viejas
telas; los bajos cielos rasos pesaban sobre las cabezas; de las ventanas se veía el patio,
angosto y profundo, cuyos muros habían sido blanqueados con cal y reverberaban
cruelmente bajo el sol de julio. Desde la mañana se cerraban los postigos y las ventanas y, en
esas cuatro pequeñas habitaciones obscuras, los Karín vivían hasta la noche, sin salir,
asombrados por los ruidos de París, y respiraban con desazón los malos olores de los
fregaderos, de las cocinas, que subían del patio. Iban, venían, de una pared a otra, silenciosos, como vuelan
las moscas de otoño cuando el calor, la luz y el verano han pasado, penosamente, cansadas, irritadas,
arrastrando sus alas muertas contra los vidrios.
Tatiana Ivánovna, sentada el día entero en una pequeña ropería al fondo del apartamento,
remendaba las vestimentas. La criada, una muchacha normanda, roja y fresca, pesada como un perdieron,
entreabría a veces la puerta y gritaba: "¿No os aburrís?", imaginando que la extranjera la comprendería
mejor si articulaba con fuerza las palabras, como cuando uno le habla a un sordo, y su voz estruendosa hacía
temblar la pantalla de porcelana de la lámpara.
Tatiana Ivánovna sacudía vagamente la cabeza, y la criada volvía a zarandar sus cacerolas.” (Irène
Némirovsky, Las moscas del otoño o La mujer de otrora, trad. Mario Muchnik, Barcelona, Muchnik Editores,
1987, pp. 57-58)
En este fragmento se enfrentan la religiosidad sencilla de Tatiana (similar a la Félicité flaubertiana)
y la promiscuidad de la joven Lulú Karín (similar a Joyce Golder):
“Georges Andrónikov gimió, se volvió pesadamente, se despertó a medias.
- Estoy completamente borracho - dijo muy suavemente.
Se dirigió tambaleando hasta el sillón, apoyó el rostro en los almohadones y se quedó del todo
inerte.
- Ahora trabaja todo el día en un garaje y se muere de hambre. Si no fuera por el vino... y todo lo
demás, ¿para qué vivir?
- Ofendes a Dios, Lulú.
Bruscamente la muchacha escondió la cara en sus manos y rompió en sollozos desesperados.
- Niániuchka.,. ¡querría estar en casa!... ¡En casa, en casa! - repitió retorciéndose los dedos con
gesto nervioso y extraño, desconocido para la anciana. - ¿Por qué nos castigan así? ¡No hicimos nada malo!...
Tatiana Ivánovna le acarició dulcemente los cabellos deshechos, impregnados de un olor tenaz de
humo y vino.
- Es la santa voluntad de Dios.
- ¡Me fastidias, no sabes decir más que eso!... Se secó los ojos, alzó los hombros con violencia.
- ¡Vamos, déjame!... Vete... Estoy nerviosa y cansada. No digas nada a los papás... ¿Para qué? Los
harías sufrir inútilmente, y no impedirías nada, créeme... Nada. Eres demasiado vieja, no puedes
comprender.” (pp.64-65)
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En este diálogo la nota predominante es la añoranza de la patria perdida,
que embarga por igual a criados y señores:
“- ¿Barinia?
- Hemos envejecido, ¿eh, mi pobrecita? Pero tú, tú no cambias. Hace
bien mirarte... No, realmente tú no cambias.
- A mi edad ya no se cambia sino en el ataúd -dijo Tatiana Ivánovna con
su leve sonrisa de antaño.
Helena Vasílievna titubeó, murmuró en voz baja:
- ¿Te acuerdas bien de nuestra casa?
La anciana se sonrojó súbitamente, alzó al aire sus manos temblorosas.
- ¡Si me acuerdo, Helena Vasílievna!... ¡Dios!... ¡Sería capaz de decir en
qué lugar estaba cada cosa!... ¡Podría entrar en la casa y caminar con los ojos
cerrados!... ¡Me acuerdo de cada vestido vuestro, creo, y de los trajes de los
niños, y de los muebles, y del parque, mi Dios!...
- El salón de los espejos, mi pequeña sala rosa...
- El canapé, en el que os sentabais en las noches de invierno, cuando hacíamos bajar a los niños...
- ¿Y antes? ¿De nuestra boda?...
- Todavía puedo ver el vestido que llevabais, vuestros diamantes en los cabellos... El vestido era de
muaré, con el viejo encaje de la finada Princesa... Ay, mi Dios, Lúlichka no lo tendrá igual...
Callaron ambas. Nicolás Aleksándrovich miraba fijamente el patio obscuro; en su memoria veía a su
mujer, tal como se le había presentado en el baile la primera vez, cuando todavía era la condesa Elétzkaia,
con su gran vestido de satén blanco y sus cabellos de oro... Cuánto la había amado... ¿Pero y qué?
Terminaban sus días juntos... Eso ya era bonito... Si solamente estas mujeres se callaran... si no existieran
estos recuerdos en el fondo del corazón, la existencia sería soportable... Con esfuerzo pronunció entre sus
dientes apretados, sin volver la cabeza:
- ¿Para qué? ¿Para qué? Se terminó. Ya no volverá. Que otros esperen, si quieren... se terminó, se
terminó - repitió con algo parecido a la cólera.
Helena Vasílievna le cogió la mano, llevó a sus labios sus dedos pálidos, como otrora.
- Esto sale del fondo del alma, a veces... Pero no hay nada que hacer... Es la voluntad de Dios...
Kolia, amigo... querido... estamos juntos, lo demás...
Hizo un vago gesto con la mano; se miraron en silencio, buscando otros rasgos, otras sonrisas, en el fondo
del pasado, en sus viejos rostros.
La habitación estaba a obscuras y cálida. Helena Vasílievna pidió:
- Tomemos un taxi, vamos a alguna parte, esta noche, ¿quieres? Había antes un pequeño
restaurant, cerca de Ville d'Avray, sobre el lago, al que fuimos en 1908, ¿te acuerdas?
-Sí.
- Quizás exista aún.
- Quizás - dijo él alzando los hombros: - Uno se imagina que todo se derrumba junto con uno,
¿verdad? Vamos a ver.” (pp. 72-73)
Un desenlace triste: Tatiana no soporta la vida en Francia, confunde la niebla del Sena con las
nieves de la estepa rusa, poco a poco el agua…
“Por un instante tuvo un relámpago de lucidez; distinguió la niebla y el humo que se disipaban,
luego pasó; volvió a ponerse en marcha, inquieta y fatigada, encorvada hacia el suelo. Por fin llegó a los
malecones. El Sena bajaba hinchado y cubría los ribazos; salía el sol y el horizonte estaba blanco, con un
destello puro y luminoso. La anciana se acercó al parapeto, miró fijamente esa centelleante franja de cielo.
Bajo sus pies una pequeña escalera había sido cavada en la piedra; se cogió de la baranda, la apretó
fuertemente con su mano fría y temblorosa, bajó. El agua corría por los últimos peldaños. Ella no la veía. "El
río está helado", pensó, "debe de estar helado en esta estación..." Le parecía que sólo había que atravesarlo
y que, del otro lado, estaba Karínovka. Veía titilar las luces de las terrazas a través de la nieve.
Pero al llegar abajo, el olor del agua la hirió finalmente. Hizo un brusco gesto de estupor y de cólera,
se detuvo un segundo, luego siguió bajando, pese a que el agua le atravesaba los zapatos y le añadía peso a
la falda. Y sólo cuando tuvo medio cuerpo en el Sena le volvió totalmente la razón. Se sintió congelada, quiso
gritar, pero sólo tuvo tiempo de persignarse antes de que le cayera el brazo alzado: estaba muerta. El
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pequeño cadáver flotó por un instante como un lío de harapos antes de desaparecer, devorado por el Sena
obscuro.” (pp. 95-96)
El affaire Courilof, El caso Kurílov (1933)
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¿Nostalgia del país o del poder perdido?
“Aquí vivo, y a veces no sé si esta tranquilidad me gusta o me consume. En ocasiones, querría
trabajar. A las cinco, hora en que empezaba mi jornada en Rusia, despierto sobresaltado o, si todavía no me
he dormido, experimento una profunda angustia. Cojo esto y aquello, libros, cuadernos... Escribo, como en
este momento. Hace buen tiempo, sale el sol, las rosas exhalan una fragancia deliciosa... Lo daría todo,
incluso mi vida entera, por volver a aquella sala en que, en 1917, dormimos quince o veinte hombres cuando
tomamos el poder. Aquella noche nevaba y había niebla. Se oía el viento, los disparos, el sordo fragor del
Neva en su crecida anual. El teléfono no paraba de sonar. A veces me digo: «Si fuera más joven y fuerte,
regresaría a Rusia, empezaría de nuevo y moriría feliz y sin pensar... en una de aquellas fortalezas que tan
bien conozco.»
El poder, la ilusión de tener en las manos el destino de otras personas, intoxica como el humo, igual
que el vino. Cuando no lo posees, sientes un sufrimiento desconcertante, un malestar doloroso. Como ya he
explicado, en otros momentos no experimento más que indiferencia, y quedarme aquí, esperando la muerte,
que avanza hacia mí en su lenta marea, me produce una especie de alivio. No sufro. Sólo por la noche,
cuando sube la fiebre, un hormigueo insoportable me recorre el cuerpo y los monótonos latidos resuenan en
mis oídos y me obsesionan. Al amanecer se me pasa. Entonces, enciendo la lámpara y me quedo sentado a la
mesa ante la ventana abierta, hasta que se hace de día y al fin me duermo.”
(Irène Némirovsky, El caso Kurílov, trad. José Antonio Soriano Marco, Barcelona,
Salamandra, 2010, p. 28)
Preparando la muerte de Kurílov
“Capítulo 4
El Comité Ejecutivo de Suiza se reunía anualmente para escoger, de la lista de altos funcionarios
imperiales célebres por su crueldad y arbitrariedad, quiénes debían morir ese año. Mi madre había
pertenecido a esa junta, que en mi época contaba con unos veinte miembros.
En 1903, el ministro de Instrucción Pública ruso era Valerian Alexándrovich Kurílov, un reaccionario
umversalmente odiado perteneciente a la escuela del político ultraconservador Pobedonóstsev. Se le
atribuía una gran inteligencia y una saña tan implacable como fría. Protegido por el zar Alejandro III y el
príncipe Nelrode, no pertenecía a la alta nobleza pero, como suele ocurrir en estos casos, se mostraba «más
papista que el Papa», llevando al extremo el odio a la Revolución y el desprecio hacia el pueblo
característicos de las clases dominantes del país.
Era alto y grueso, lento de palabra y movimientos. Los estudiantes lo apodaban el Cachalote («feroz
y voraz»), por su crueldad, ambición y avidez de honores. Era sumamente tenido.
Los dirigentes del Partido querían que se le diera muerte en público y del modo más espectacular, a
fin de causar el mayor impacto posible entre la gente. Así que el atentado Presentaba mayores dificultades
que de costumbre. En efecto) no bastaba con fiarse de la suerte al arrojar la bomba o apretar el gatillo, como
solía hacerse; habría que elegir el momento y el lugar con gran esmero. La primera persona que me había
hablado de aquel hombre fue Schwann. Cuando lo conocí, el doctor debía de rondar los sesenta. Era un
hombre menudo, flaco, tan frágil y liviano como una bailarina. Un pelo crespo, esponjoso y totalmente cano,
de un blanco lunar o lácteo, aureolaba su cabeza. Tenía la cara pequeña y angulosa; los labios finos se
plegaban en una mueca cruel y la nariz era estrecha y ganchuda como un pico. Estaba loco. No enloqueció de
forma oficial, por decirlo así, hasta después de mi partida, y acabó sus días internado en Lausana. Pero en la
época a que me refiero ya me inspiraba un miedo y una repugnancia instintivos. Poseía cierto talento: había
sido uno de los primeros en utilizar el neumotorax para el tratamiento de la tuberculosis pulmonar. Le
gustaba tanto destruir como curar.
Aún me parece estar viéndolo en el balcón junto a mí, un niño de doce años tumbado, envuelto en
mantas de pieles, mientras la luna iluminaba los abetos, la espesa nieve azulada, el pequeño lago helado que
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relucía en la oscuridad, y la aureola de su cabello cano, mientras él, enfundado en un extraordinario batín
estampado con ramas de un azul y un rosa pálidos, me comentaba la doctrina terrorista.
—Lonya, imagínate que ves a un tipejo como ése, gordo, seboso, ahito de la sangre y el sudor del
pueblo... Te ríes y piensas: «Espera, amiguito, espera...» No te conoce. Tú estás allí, en la oscuridad. Haces un
movimiento así... Levantas la mano... Una bomba no abulta mucho, ¿sabes? Puede esconderse en un chai, en
un ramo de flores... ¡Bum! ¡Y adiós! Se acabó el tipejo, convertido en un amasijo de carne y huesos —me
decía en un tono susurrante, entrecortado por la risa—• Y también su alma. Animula vagula, blandula...
Tenía la manía de las citas latinas, como el pobre Kurílov.
Entrelazaba los dedos de un modo curioso, como si trenzara esparto. Su nariz aguileña y sus finos
labios destacaban con acerada y cortante nitidez sobre el fondo azulado y plata de los abetos, la nieve y la
luna.
En calidad de dirigente del Partido, a veces aportaba sumas considerables, nunca pude entender
cómo. Algunos aseguran que también era informador, pero no lo creo.
Fue él quien me llevó a la reunión del Comité Ejecutivo en 1903. Era una noche de invierno fría y
clara. Viajamos a Lausana en el pequeño tren cremallera que descendía chirriando por campos cubiertos de
un hielo duro y crujiente como la sal. Estábamos solos en el vagón. Schwann iba envuelto en una capa de
pastor y, pese al frío, con la cabeza descubierta, como de costumbre.
Allí volvió a hablarme del Cachalote, siempre con su susurrante voz.
El Partido ya había intentado asesinarlo en dos ocasiones, pero los encargados de hacerlo habían
sido detenidos y ahorcados. El Comité había acabado admitiendo la práctica imposibilidad de que el
atentado lo llevara a cabo un ruso, pues la policía conocía a todos los sospechosos; por muy bien que se
disfrazaran, no podrían ocultar su verdadera identidad mucho tiempo. Y su detención comprometería a los
demás miembros del Partido, y tal vez supusiera su final.
Además, desde hacía algún tiempo, los atentados terroristas se silenciaban; la prensa extranjera
apenas los mencionaba. Y el del ministro, como ya he dicho, debía ejecutarse de forma aparatosa, a la vista
del pueblo y a ser posible de los embajadores extranjeros, en un lugar público, durante una ceremonia o una
fiesta. Todo ello multiplicaba la dificultad. Yo era un desconocido tanto para la policía como para los
revolucionarios de Rusia. Hablaba ruso, aunque con marcado acento francés, lo que podía resultar
ventajoso. No sería difícil introducirme en el país con un pasaporte suizo.
Hoy, tantos años después, me cuesta recordar lo que sentía exactamente mientras escuchaba al
doctor Schwann. El Comité tenía fama de justo; sólo condenaba a individuos culpables de crímenes. Y la
convicción de que pondría en peligro mi vida tanto como la del propio ministro justificaba el asesinato y lo
absolvía” (pp. 30-32)
Una nueva identidad
“La reunión del Comité de 1903 se celebró en casa de Ludin y apenas duró una hora. Para no
despertar las sospechas de los vecinos, frente a la ventana había una mesa bien iluminada con botellas de
vino. De vez en cuando, una de las dos mujeres presentes se sentaba al viejo piano, colocado en una
esquina, y tocaba un vals. Me entregaron un pasaporte a nombre de Marcel Legrand, natural de Ginebra, un
título falso de doctor en Medicina y dinero. Luego, cada cual volvió a su casa y yo al hotel.” (pp. 32-33)
La política
“—Desconfíe de Dahl. Ambiciona su puesto, y creo que sólo esperan un paso en falso por su parte
para dárselo. Además, es su antiguo colega en el ministerio. ¿Quién mejor que nuestros antiguos
compañeros para ponernos la zancadilla? ¿Por qué no quiere casar a su hija con el cretino del hijo de Dahl?
Una buena dote lo apaciguaría. Mediante el ejercicio del poder sólo busca el enriquecimiento. (…)
—¿Se enteró de su última jugada maestra? Ya sabe la cantinela que se repite en la corte de un
tiempo a esta parte: Rusia para los rusos. Si alguien desea obtener la concesión de una línea ferroviaria, por
ejemplo, ha de tener un apellido que acabe en «off». Pues bien, el barón descubrió en algún sitio a un pobre
principucho arruinado, pero con un apellido de antiguo linaje, del que se sirve para obtener concesiones
mineras o ferroviarias, que revende a judíos o alemanes a cambio de una jugosa comisión. Dos mil rublos al
príncipe, y todos contentos. ¿No le parece divertido?
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—A veces me asombra la increíble codicia de esa gente. Un ciudadano corriente tiene derecho a ser
codicioso, porque sabe que de lo contrario morirá de hambre. Pero las personas que lo poseen todo, dinero,
relaciones, tierras, jamás se dan por satisfechos. No puedo entenderlo.
—Cada cual tiene sus debilidades... La naturaleza humana es incomprensible. Ni siquiera puede
afirmarse con certeza que un hombre sea bueno o malo, estúpido o inteligente. No existe hombre bueno
que no cometa en su vida una maldad, ni malo que nunca experimente un impulso bondadoso, ni hombre
inteligente que jamás haga estupideces, ni imbécil que en alguna ocasión no actúe con inteligencia. Por otra
parte, eso confiere a la vida su carácter diverso, imprevisible, lo cual también se me antoja divertido...
Se pusieron en pie y, sin dejar de hablar, abandonaron la glorieta. Esperé unos instantes y me
marché.” (pp. 86 y 87)
Las moscas de verano
“Era un día cálido y brumoso. Las pequeñas moscas de verano zumbaban alrededor. el ministro
estaba pálido e inmóvil” (p. 112).
Los insectos humanos
“Ya daba todo igual. Los estudiantes tenían razón y el Cachalote también. Cada pequeño insecto
humano pensaba sólo en sí mismo, en su vida de mosquito amenazada, y odiaba y despreciaba a los demás,
lo cual era justo... Sólo yo los comprendía a todos. Demasiado bien. el juego había acabado. Dios exige más
ceguera a sus criaturas”. (pp. 113-114).
El baile y la revolución
“El baile se celebró a finales de junio, lo recuerdo.
Esa noche salí a pasear por las islas. Me gustaban esos anocheceres serenos. Veía los coches en el
patio, avanzando uno tras otro por los anchos paseos. A través de las portezuelas distinguía bustos
magníficos, mujeres cargadas de joyas, como relicarios, con las mejillas hundidas, los labios finos y vistosas
diademas sobre la frente, y hombres uniformados cubiertos de oro y diamantes que relucían de un modo
extraño. La peculiar claridad de las noches estivales les daba una apariencia lúgubre, onírica... Recuerdo que
tiempo después, siendo comisario político, en noches como aquélla interrogué a los sospechosos que
llevaban ante mí por tandas antes de ejecutarlos al amanecer. Me acuerdo de aquellos rostros pálidos, de la
claridad nocturna que bañaba sus facciones y sus ojos, fijos en mí. Algunos estaban tan exhaustos que
parecía darles todo igual y respondían a mis preguntas con hastiada ironía. Eran pocos los que defendían su
vida. La mayoría se dejaba llevar y ejecutar sin rechistar. ¡Qué matadero, una revolución! ¿Vale la pena? La
verdad es que nada la vale. Ni siquiera la vida.” (p. 119)
El ministro Kurílov
“Aquel hombre era así... Su inteligencia, que desde luego no era tan grande como él creía, pero sí
mayor de lo que yo había imaginado, se nublaba, se oscurecía cuando las cosas le iban bien. El éxito se le
subía a la cabeza como los vapores del vino.” (p. 24)
Final
“En cuanto a mí… Pero ya lo he contado. La vida es absurda. Afortunadamente, para mí la función
está a punto de acabar.” (p. 155)
El ardor de la sangre (1940)
“Bebíamos ponche suave, como en mi juventud, sentados ante el fuego, mis primos Érard, sus hijos
y yo. Era un atardecer de otoño, muy rojo sobre las tierras de labor empapadas de lluvia. Las llamas del
crepúsculo presagiaban fuerte viento para el día siguiente; los cuervos graznaban. En este frío caserón, el
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aire se cuela por todas partes, con el olor acre y afrutado propio de la estación. Mi
prima Hélène y su hija Colette tiritaban bajo los chales de cachemir de mi madre que
les había dejado. Como siempre que vienen a verme, me preguntaban cómo puedo
vivir en esta ratonera, y Colette, que está a punto de casarse, me cantaba las
alabanzas del Molino Nuevo, donde vivirá a partir de ahora y "donde espero verlo a
menudo, primo Silvio". Me miraba con pena. Soy viejo y pobre, y estoy soltero; vivo
encerrado en una casa de labranza en medio del bosque. Saben que he viajado; que
me comí la herencia; hijo pródigo, cuando volví a mi tierra natal, hasta el becerro
cebado se había muerto de viejo, tras esperarme en vano tanto tiempo. Mis primos,
comparando mentalmente su suerte con la mía, me perdonaban sin duda todo el
dinero que me habían prestado y no habían vuelto a ver, y repetían con Colette:
-Aquí vives como un hurón, querido primo. Cuando la niña se instale, te
vienes a su casa a pasar el buen tiempo.
Pero, aunque ellos no lo crean, tengo mis buenos momentos. Hoy estoy solo. Han caído las primeras
nieves. Esta región del centro de Francia es tan agreste como rica. La gente vive metida en casa, encerrada
en su propiedad, desconfía del vecino, recoge su trigo, cuenta su dinero y no se ocupa de nada más. Ni
palacios ni visitas. Aquí reina una burguesía todavía muy cercana al pueblo, del que apenas ha salido, de
sangre espesa y aficionada a todo lo que ofrece la tierra. Mi familia está extendida por toda la provincia
como una enorme red de Érards, de Chapelins, de Benoîts, de Montrifauts; son granjeros ricos, notarios,
funcionarios, terratenientes; viven en grandes casas aisladas, construidas lejos del pueblo, protegidas por
hoscas y enormes puertas aseguradas con tres cerrojos, como las de una prisión, y precedidas por jardines
llanos sin apenas flores: sólo verduras y árboles frutales plantados en espaldera para que produzcan más. Los
salones están atestados de muebles y siempre cerrados; la vida se hace en la cocina, para ahorrar leña. No
me refiero a François y Hélène Érard, por supuesto; no conozco casa más agradable y acogedora, hogar más
íntimo, cálido y alegre que el suyo. Sin embargo, para mí no hay nada comparable a una noche como ésta: la
soledad es absoluta; mi criada, que vive en el pueblo, acaba de encerrar las gallinas y se va. Oigo el ruido de
sus zuecos en el camino. Me quedo con mi pipa, mi perro entre los pies, el rumor de los ratones en el
granero, el crepitar del fuego, y sin periódicos ni libros: sólo una botella de juliénas que se calienta despacio
junto al morillo.
-¿Por qué le llaman Silvio, primo? -me preguntó Colette.
Le respondí:
-Una hermosa mujer que se enamoró de mí me cambió el Sylvestre por Silvio; decía que parecía un
gondolero, porque en esos tiempos, hace treinta años, tenía el pelo negro y llevaba bigotes con las puntas
hacia arriba.
-Pues yo creo que se parece más a un fauno. Con esa frente tan grande, esa nariz respingona, esas
orejas puntiagudas, esos ojos risueños Sylvestre, el hombre de los bosques. Le va que ni pintado.
De todos los hijos de Hélène, Colette es mi preferida. No es bonita, pero tiene lo que yo más
apreciaba en las mujeres cuando era joven: fuego. También sus ojos ríen, como su boca grande; sus cabellos
negros y ligeros se escapan en pequeños bucles del chal, que se había echado sobre la cabeza, porque, según
ella, la corriente le daba en el cuello. Dicen que se parece a Hélène de joven. Yo no me acuerdo. Desde que
nació su cuarto hijo, el pequeño Loulou, que ahora tiene nueve años, ha engordado, y la mujer de cuarenta
años y piel suave y ajada se superpone en mi memoria a la Hélène que conocí con veinte. Ahora tiene un aire
de feliz placidez que relaja. [...]”
Suite francesa (1942)
“Pero estamos en una situación desesperada, cariño mío. Es como si fuéramos hacia un enorme
agujero y a cada paso viéramos cómo disminuye la distancia, sin poder hacer nada para escapar. Es
insoportable.
—Pues tendremos que soportarlo —respondió él con voz tranquila, en el mismo tono que había
utilizado en 1916 cuando lo hirieron y ella fue a verlo al hospital: «Considero que mis probabilidades de
curación son de cuatro sobre diez.» Pero se lo había pensado mejor y rectificado: «Tres y media, para ser
exacto.»
Jeanne le puso la mano en la frente con dulzura, con ternura, pensando con desesperación: «¡Ah, si
Jean-Marie estuviera aquí nos protegería, nos salvaría! El es joven, es fuerte...» En su interior, se mezclaban
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de un modo curioso la necesidad de proteger de la madre y la necesidad de protección de la mujer. «¿Dónde
estará mi pobre pequeño? ¿Estará vivo? ¿Estará bien? ¡No puede ser, Dios mío, no puede ser que esté
muerto!», se dijo, y el corazón se le heló en el pecho al comprender que, por el contrario, era muy posible.
Las lágrimas que había contenido valerosamente durante tantos días brotaron de sus ojos.
—Pero ¿por qué siempre nos toca sufrir a nosotros y a la gente como nosotros? —exclamó con
rabia—. A la gente normal, a la clase media. Haya guerra, baje el franco, haya paro o crisis, o una revolución,
los demás salen adelante. ¡A nosotros siempre nos aplastan! ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho? Pagamos por
todo el mundo. ¡Claro, a nosotros nadie nos teme! Los obreros se defienden y los ricos son fuertes. Pero
nosotros, nosotros somos los que pagamos los platos rotos. ¡Que alguien me diga por qué! ¿Oye ocurre? No
lo entiendo. Tú eres un hombre, tú deberías comprenderlo —le espetó a Maurice, colérica, sin saber a quién
culpar de la situación en que se encontraban—. ¿Quién se equivoca? ¿Quién tiene razón? ¿Por qué Corbin?
¿Por qué Jean-Marie? ¿Por qué nosotros?
—Pero ¿qué quieres comprender? No hay nada que comprender —dijo Maurice tratando de
calmarla—. El
mundo está regido por leyes que no se han hecho ni para nosotros ni contra nosotros. Cuando estalla una
tormenta, no le echas la culpa a nadie; sabes que el rayo es el resultado de dos electricidades contrarias, que
las nubes no te conocen. No puedes hacerles ningún reproche. Además, sería ridículo, no lo entenderían.
—Pero no es lo mismo. Estos son fenómenos puramente humanos.
—Sólo en apariencia, Jeanne. Parecen provocados por fulano o mengano, o por determinada
circunstancia; pero ocurre como en la naturaleza: a un período de calma le sucede la tempestad, que tiene
su comienzo, su punto culminante y su final, y a la que siguen otros períodos de tranquilidad más o menos
largos. Por desgracia para nosotros, hemos nacido en un siglo de tempestades, eso es
todo. Pero al final se apaciguarán.
—Vale —murmuró ella, que no quería seguirlo por aquel terreno abstracto—.
Pero ¿y Corbin? Corbin no es una fuerza de la naturaleza, ¿verdad?
—Es una especie dañina, como los escorpiones, las serpientes y las setas
venenosas. En el fondo, parte de la culpa es nuestra. Siempre hemos sabido cómo era
Corbin. ¿Por qué seguimos trabajando para él? Uno no toca las setas venenosas,
¿verdad?; pues, del mismo modo, hay que alejarse de las malas personas. Ha habido
muchas ocasiones en las que, con un poco de decisión y sacrificio, habríamos podido
encontrar otro medio de vida. Recuerda que cuando éramos jóvenes me ofrecieron una
plaza de profesor en Sao Paulo, pero tú no quisiste que me marchara.
—Ésa es una historia muy vieja —respondió Jeanne encogiéndose de hombros.
—No, yo sólo decía que...
—Sí, decías que no hay que culpar a la gente. Pero también has dicho que si te encontraras con
Corbin le escupirías a la cara.
Siguieron discutiendo, no porque esperaran, ni siquiera desearan, convencer al otro, sino porque
hablando se olvidaban un poco de sus problemas,
—¿A quién podríamos acudir? —preguntó Jeanne al fin.
—¿Todavía no has comprendido que a nadie le importa nadie? ¿Aún no?
Jeanne lo miró.
—Qué extraño eres, Maurice... Te han pasado cosas como para estar amargado y desencantado, y
sin embargo no eres infeliz, quiero decir, interiormente. ¿Me equivoco?
—No.
—Pero entonces, ¿qué te consuela?
—La certeza de mi libertad interior —respondió Maurice tras un instante de reflexión—, que es un
bien precioso e inalterable, y de que conservarlo o perderlo sólo depende de mí. De que las pasiones
llevadas hasta el extremo, como ahora, acaban por apagarse. De que lo que ha tenido un comienzo tendrá
un final. En una palabra, de que las catástrofes pasan y hay que procurar no pasar antes que ellas, eso es
todo. Así que lo primero es vivir: Primum vivere. Día a día. Vivir, esperar, confiar.
Jeanne lo escuchó sin interrumpirlo. De pronto, se levantó y cogió el sombrero, que había dejado
sobre la chimenea. Maurice la miró sorprendido.
—¡Y yo —exclamó ella— digo que «a Dios rogando y con el mazo dando»! Así que me voy a ver a
Furiéres. Siempre se ha portado muy bien conmigo y nos ayudará, aunque sólo sea para fastidiar a Corbin.
No se equivocaba. Furiéres la recibió y le prometió que su marido y ella recibirían una
indemnización equivalente a seis meses de sus respectivos salarios, lo que elevaba su capital a sesenta mil
francos.
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—¿Lo ves? Me he espabilado, y Dios me ha ayudado —le dijo a su marido al volver a casa.
—¡Y yo he esperado! —respondió él sonriendo—. Los dos teníamos razón.
Ambos estaban muy contentos por el resultado de la gestión, pero sentían que ahora su mente,
liberada de la preocupación por el dinero, al menos en el futuro inmediato, se dejaría invadir totalmente por
la angustia por su hijo.”
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Notas manuscritas de Irène Némirovsky en el cuaderno de Suite française
(1941-1942)
Colaboracionismo de los poderosos, patriotismo de los humildes
“Todo lo que se hace en Francia en cierta clase social desde hace unos años no tiene más que un móvil: el
miedo. Ha llevado a la guerra, la derrota y la paz actual. El francés de esa casta no siente odio hacia nadie; no
siente ni celos ni ambición frustrada, ni auténtico deseo de revancha. Está muerto de miedo. ¿Quién le hará
menos daño (no en el futuro, en abstracto, sino ahora mismo y en forma de patadas en el culo y bofetadas)?
¿Los alemanes? ¿Los ingleses? ¿Los rusos? Los alemanes le han pegado, pero el correctivo está olvidado, y
los alemanes pueden defenderlo. Por eso está «por los alemanes». En el colegio, el alumno más débil
prefiere la opresión de uno solo a la libertad; el tirano lo humilla, pero prohíbe a los otros que le birlen las
canicas y le peguen. Si se libra del tirano, está solo, abandonado en medio de todos.
Hay un abismo entre esa casta, que es la de nuestros dirigentes actuales, y el resto de la nación. Los
otros franceses, como poseen menos, temen menos. Como la cobardía no les ahoga en el alma los buenos
sentimientos (patriotismo, amor a la libertad, etc.), éstos pueden nacer. Ciertamente, entre el pueblo se han
amasado muchas fortunas en los últimos tiempos, pero son fortunas en dinero devaluado, que no se pueden
transformar en bienes reales, tierras, joyas, oro, etc. Nuestro carnicero, que ha ganado quinientos mil
francos de una moneda cuya cotización en el extranjero (exactamente cero) conoce, le tiene menos aprecio
a su dinero que un Péricand a sus propiedades, un Corbin a su banco, etc.” (1942)
Textos sobre Irène Némirovsky: El mirador, de Elisabeth Gille
(Tomados de Elisabeth Gille, Irène Némirovsky. El mirador: Memorias soñadas, trad. Roser
Berdagué, Barcelona, Circe, 1995.)
Elisabeth Gille, hija de Irène Némirovsky, publicó una “biografía soñada”
de su madre, El mirador. Un libro que, según José Giménez Corbatón, “alerta
contra el nacionalismo, la xenofobia y el odio racial”
Una visión humorística de Kiev
De El mirador, biografía de Irène escrita por Elisabeth Gille, su hija, copiamos este
fragmento, que revela el sentido del humor que tenía la escritora (el libro son las
memorias de Irène, así que se supone que habla la escritora):
“Sé por Michel, mi marido, las razones de que nuestro país sea ortodoxo:
el patriarca de Kiev, inclinándose por el islamismo para convertirlo en religión oficial, se enteró de que esta
religión prohibía el alcohol y, como veía imposible impedir a su pueblo que bebiese y tampoco él deseaba
privarse de la bebida, optó por una confesión más tolerante” (p. 28)
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Progromos contra los judíos
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En esta obra, conocemos la infancia de Irène Némirovsky, las persecuciones contra los judíos, la
limitación de plazas en la universidad para los miembros de esta raza, la desconfianza con que eran
mirados por la población… A continuación, copiamos otro fragmento, donde Gille hace hablar a su madre
sobre los progromos:
“La palabra «progromo» estaba estrictamente prohibida entre nosotros. Yo no sabía qué significaba
exactamente, pero en mi espíritu se envolvía en un clima de terror que la asociaba tan pronto con las cargas
furiosas de los rebeldes mandados por Pugachov contra la fortaleza de Bielógorskaia en La hija del capitán
de Pushkin (yo me imaginaba en su piel, escondida en un armario, ahogando mis lágrimas con mis largos
cabellos mientras aguardaba al joven oficial que salvaría mi vida y mi honor), como con las masacres de
septiembre (y entonces me veía con un vestido blanco, conducida en una carreta hacia la guillotina de la que
me arrancaría en el último momento La Pimpinela escarlata disfrazada de verdugo). Por supuesto que yo
sabía que éramos judíos, pero esto no tenía demasiada importancia para mí. Mis padres no eran
practicantes, pese a lo cual mi padre, para complacerme, el año anterior me había llevado a la catedral de
Santa Sofía a fin de que presenciara el rito de la Pascua rusa y, una vez que la procesión encabezada por los
popes hubo dado tres vueltas a la iglesia y que se lanzaran las campanas al vuelo con tal estruendo que
parecía que los muros se iban a derrumbar de un momento a otro, dejé como todo el mundo que un
desconocido me besase tres veces y grité con la multitud ¡Xristós voskrese!, «¡Cristo ha resucitado!»,
sosteniendo un cirio en la mano. Después regresamos a casa para saborear el kulich y la pasja y
descascarillamos los huevos duros que había pintado la cocinera. Sólo mis abuelos maternos, Jonás y Bella
Margulis, cuyo nombre de soltera era Shedróvich, seguían observando los preceptos de la religión judía, si
bien cuando venían a Kíev, mi madre, a quien sacaban de quicio esa clase de «tonterías», conminaba a mi
padre a limitar el uso del chal de oraciones a su habitación. Sólo en una ocasión tuve la oportunidad de
asistir en Odesa, en casa de mis abuelos, a una cena de Passover y, puesto que yo era la más joven de los
asistentes, tuve que pronunciar la frase: «¿En qué se diferencia esta noche de todas las noches?» La
respuesta me dejó fría y, aunque yo idolatraba a mis abuelos, aunque su afecto y sus particulares atenciones
aquel día nimbaron el recuerdo de un dulce calor, la ceremonia de Santa Sofía lo eclipsó sobradamente.
Conocía también a los judíos que encontrábamos cuando, a espaldas de mi madre, Mademoiselle
Rose y yo bajábamos hasta el Podol, arrabal de la ciudad que bordea el Dniéper. Mi madre no nos lo había
vedado de manera estricta, pero ni siquiera le habría pasado por las mientes que pudiéramos preferir
aquellos callejones sórdidos al Kreshátik, «los Campos Elíseos de Kíev», o a los innumerables parques de la
ciudad que, desde las alturas donde vivíamos, iban escalonando el acantilado en terrazas sucesivas hasta
llegar al río. Mi institutriz, por su parte, pese a su estrecha vinculación a la religión católica, que comprendía
entre los pecados graves la mentira por omisión, se guardó muy bien de pedirle una autorización expresa.
Prescindíamos de la calesa y del cochero vestido a la polaca -chaleco de terciopelo y plumas de pavo real en
el sombrero-, ridículos para mi gusto, e íbamos a pie, ya fuera a través de la Bajada de San Vladimiro, ya a
través de la Bajada de San Andrés, cuyos enormes adoquines de madera me encantaban, dispuestas a tomar
el autobús, tirado aún por caballos, en caso de sentirnos cansadas, o el tranvía eléctrico, que tenía para
nosotras el atractivo de la novedad” (pp. 38-40)
“A primeros de año se había detenido a un obrero judío, Mendel Bellis, acusado de haber apuñalado
a un niño de trece años. Se hablaba de crimen ritual y se daban espantosos detalles al respecto. El hombre lo
negaba todo pero yo me inclinaba a creerlo culpable porque los periódicos pubicaban retratos suyos con
ojos furiosos, asomados entre una pelambrera enmarañada y selvática, que me inquietaban profundamente.
Su interminable proceso me demostraría mucho más tarde que aquel Beilis, defendido muy pronto en todo
el mundo por personas como Anatole France o Jean Jaurés, era inocente y que el niño había sido asesinado
por el amante de su propia madre. Sin embargo, aquel crimen alimentó en 1911 todos los furores del clan
antisemita que sostenía a la policía y al Gobierno. Los pogromos no tardaron en incendiar la ciudad.
El asesinato de Stolypin hizo estallar el polvorín. Inmediatamente fue atribuido a los israelitas,
cuando en realidad, según los rumores que circularon al poco tiempo en los ambientes liberales, el brazo del
estudiante había sido armado por la policía. Expediciones de castigo asolaron el Podol: hombres degollados,
mujeres violadas, niños asesinados y tiendas saqueadas. El cerco administrativo se cerró aún más y se redujo
el número de judíos admitidos en la universidad. Ni siquiera el gesto de algunos alumnos del famoso
instituto número uno, del que informé a mis padres por haber sido informada a mi vez por Kóstik, con quien
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me tropecé en el curso de uno de mis innumerables paseos, sirvió para tranquilizarlos: ante las dificultades
que se ponían a sus condiscípulos judíos, obligados a obtener la nota máxima en todas las asignaturas para
poder acceder a la enseñanza superior, los alumnos de último curso, de común acuerdo y en secreto, habían
decidido cometer una falta en latín, hacer una mala interpretación o contrasentido, para dejar el fatídico
cuatro sobre cuatro a los judíos. Mi padre admiró la actitud pero no dejó por ello de seguir inquieto.
Así fue como mi progenitor acabó por ceder a las súplicas de mi madre. Ella tenía miedo de
quedarse en el ambiente opresivo de Kíev todos aquellos meses, sola con una niña, una institutriz francesa y
unos criados de los que, según afirmaba, no estaba nada segura. Quería que mi padre nos dejara ir a Francia,
donde podría ir a recogernos así que hubiera acabado con sus negocios”. (pp. 61-62)
La traición de Francia
En estos fragmentos, Irène Némirovsky se muestra confiada en que Francia, tierra de la libertad,
protegerá a los judíos y los apátridas:
“Tenemos la suerte de vivir en Francia donde, desde la Revolución, los judíos han tenido ocasión de
asimilarse sin problemas si éste era su deseo. Mi marido se siente tan poco israelita como yo, pese a que en
Moscú su padre era miembro del Consistorio y que ha practicado siempre de manera asidua la religión y
obligado a sus hijos a que por lo menos guardaran las apariencias. Hace tres años que nos casamos en la
sinagoga simplemente para darle gusto. A ojos de Michel, estas creencias son cosa del pasado y todo iría
mucho mejor si los viejos fueran más discretos. Considera que en Francia no existe el problema judío desde
el feliz desenlace del caso Dreyfus y que se ha llegado a este resultado gracias a franceses como Zola y
Péguy. Dice con una sonrisa que, entre otras razones, se alegra de haber tenido una hija, porque así él no
tendrá que pelearse con su padre por el asunto de la circuncisión. A veces, cuando el azar hace que lea un
artículo odioso o simplemente sospechoso, siento una vaga inquietud y le señalo que sigue habiendo
movimientos antisemitas en nuestra época, como el de Maurras por ejemplo. Pero él, sin abandonar la
sonrisa, me dice que estos sinsabores son el precio que hay que pagar para tener libertad de prensa” (pp. 41
y 42).
“Francia era el país que mejor se adaptaba a mi personalidad, el país de la mesura y de la libertad,
de la generosidad, un país que me había adoptado definitivamente de la misma manera que yo lo había
adoptado a él (…) Nosotros, los laicos que considerábamos el judaísmo una reliquia del pasado, pensábamos
que, dejando a un lado a un puñado de extremistas, la Francia de las Luces a partir de ahora vería las cosas
como nosotros. Jamás habíamos creído que pudiera traicionarnos (…) Habíamos olvidado por completo que
éramos judíos (…) Protegida por los gruesos cortinajes que la gloria había corrido entre el mundo y yo,
aislada de la realidad por haberme obstinado en ser francesa contra todo y frente a todo hasta el punto de
considerar inútil solicitar la naturalización, no por esto vi la llegada del desastre más que los demás” (pp.
193, 252, 254 y 265).
Sobre la fecha de nacimiento de Irène Némirovsky
Otro fragmento donde se revela el sentido del humor de Irène: ahora nos cuenta cómo los
bolcheviques decidieron cambiar el día en que nació:
“Sin embargo, en febrero de 1918 el Gobierno decretó que el calendario ruso, que llevaba dos
semanas de retraso con respecto al romano utilizado en los demás países de Europa, recuperaría aquella
demora. El día 11, fecha de mi cumpleaños, desapareció en los cubos de la basura de la historia, cada vez
más atiborrados. Cuando nos disponíamos a celebrarlo resultó que ya había pasado. Me negué
obstinadamente a adoptar a cambio el 24, que se convirtió en la fecha de mi nacimiento oficial. Tal vez esta
contrariedad parezca pueril frente a todas las desgracias que nos cayeron encima, aunque no por ello dejé
de sentirme inconsolable y de odiar personalmente a Lenin por haber cometido conmigo aquella vejación.
Todavía lo imagino, acariciándose las venas azules que palpitaban debajo del cráneo calvo y con una chispa
de maldad en sus ojos oblicuos de mongol, inclinando la puntiaguda barbilla hacia un registro para eliminar
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de un plumazo los quince años de Irene Némirovsky de la misma manera que, unos meses más tarde,
mandaría asesinar al Zárevich. Prohibí que, en un futuro, nadie mencionase mi edad, de lo que únicamente
mi madre se sintió secretamente encantada.
-Ya he dicho que teníamos muchas otras razones para odiar a los bolcheviques. Por culpa de ellos,
nuestra llegada a Moscú a finales de octubre de 1917 resultó muy accidentada.” (pp. 125 y 126)
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La Revolución y… El retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde
Irène descubre en el nuevo piso de Moscú donde van a vivir una buena biblioteca:
“Si mis padres pusieron cara de desaliento al ver aquella decoración, yo no vi más que una cosa a mi
llegada: la biblioteca, honorablemente bien provista. A ella debo uno de los grandes descubrimientos de mi
joven existencia: El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, en una traducción rusa que me produjo una
inolvidable impresión.
Al día siguiente de nuestro acomodamiento, mi padre nos encontró una sirvienta cuyo nombre de
pila era Teodosia. Se trataba de una de aquellas moscovitas «de cabeza cuadrada» cuyo cinismo se refleja en
la franqueza con que se expresan. Como las tres cuartas partes de los habitantes de la vieja ciudad, que muy
pronto volvería a convertirse en nuestra capital, creía a pies juntillas que Dios y el Zar no tardarían en
restablecer la normalidad en Rusia. Con los cabellos recogidos en un pañuelo que le tapaba la frente hasta
las cejas, la barriga envuelta en un inmenso delantal cuyo color resultaba indefinible debido a las numerosas
coladas, las faldas levantadas sobre las incontables enaguas, amenazaba con la escoba a los bolcheviques y
les auguraba los tormentos del infierno, además de santiguarse aprisa y corriendo cada vez que oía
pronunciar el nombre de Lenin. Como desempeñaba las funciones de portera del inmueble, apretaba los
dientes al restregar con lejía las inscripciones y consignas reivindicativas que florecían todos los días en la
fachada: «Paz en las chozas y guerra en los palacios», «El que no está con nosotros está contra nosotros»,
«La sangre llama a la sangre».
Recluida nuevamente en casa por decreto paterno porque la ciudad estaba plagada de desertores,
de campesinos huidos del campo, de bandas armadas en las que por la más mínima nadería estallaban
escaramuzas, yo sólo la tenía a ella como interlocutora, ya que mi madre no pronunciaba palabra en
ausencia de su marido y se limitaba a clavar en mí una mirada hueca cada vez que yo intentaba conversar
con ella. La vieja Teodosia no sabía que éramos judíos y solía mimarme mucho e incluso me encontraba un
cierto parecido con la «señorita pequeña» en cuya casa había prestado anteriormente sus servicios. Solía
incluso darme recetas para aclararme el color del cutis: compresas de pepino y preparados a base de miel
hervida con agua. «Barinia, alma mía, dulce y azucarada palomita mía, ya lo dijo el otro domingo el pope de
San Basilio en la misa: como Dios no ayude pronto a los blancos a acabar con esta banda de rojos
sinvergüenzas, con esos bandidos y esos canallas, nuestra madrecita Rusia quedará invadida durante trece
años por una nube de langostas. Dicen que la Virgen de Vladímir echó sangre el día del Tránsito», me
explicaba. Yo no podía por menos de contemplar a aquella mujer que representaba tan fielmente la miseria
del pueblo, con arrugas tan profundas en el rostro que parecía una patata vieja, con sus ojos azules llenos de
lágrimas, con sus manos cubiertas de manchas oscuras. Al escucharla maldecir de aquella manera a los
revolucionarios y deplorar los tiempos en que hacía de pinche de cocina en casa de unos nobles ahora
exiliados, me acordaba de aquella frase de Chéjov en La estepa: «Todos tenían un hermoso pasado y un
presente muy malo; del pasado todos, del primero al último, hablaban con entusiasmo; del presente lo
hacían casi con desprecio. A Rusia le gusta evocar recuerdos, no le gusta vivir.»
Mientras la Revolución lo cambia todo, Némirovsky lee a Wilde:
“Yo, gracias a Wilde, pasaba por una fase completamente diferente. La novela me había sumido en
un estado de exaltación inaudito. Dorian Gray se preguntaba si «una estrella roja no se habría acercado
demasiado a la tierra», pensando en su época, aquel «fin de siglo» fértil en desenfrenos y asesinatos y que él
mismo acababa de ensangrentar aún más apuñalando al autor de su retrato embrujado. ¿Qué habría podido
decirse de mi época, con sus revoluciones, sus pogromos, sus guerras interminables, tanta carne joven
despedazada, desaparecida para siempre bajo la tierra fría o condenada a la abominación de la enfermedad
y la miseria? ¿Qué habría podido decirse de mi inseguro destino? Volvía a pensar en las grandes duquesas y
en el Zarevich, exiliados a Siberia. El cinismo de lord Henry, su desmedida apología de la belleza, de la
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juventud, de la felicidad, aun al precio del crimen, me seducían tanto como envenenó a Dorian el
«ponzoñoso libro». (Así que llegué a París no descansé hasta identificar el libro y el primer día de clase
interrogué a este propósito a mi profesor de francés, quien me recomendó Al revés, de Huysmans, sobre el
que me lancé al momento.) Aunque trataba de rebatir, en espíritu, determinados argumentos morales al
mentor del joven, sus deslumbrantes paradojas me daban la impresión de que tras cada uno de los
enfrentamientos me iba quitando la alfombra de debajo de los pies y me hundía deliciosamente en las
voluptuosidades de la decadencia. «Tiene usted un rostro de una belleza extraordinaria, Mr. Gray... Sí, los
dioses se han mostrado benévolos con usted. Pero lo que los dioses dan, están dispuestos a quitarlo. Tiene
pocos años para gozar de la vida de una forma auténtica, perfecta y plena... El tiempo le envidia y guerrea
contra sus lirios y sus rosas... No dilapide el oro de sus días. No escuche naderías, no sueñe con el consuelo
de irremediables infortunios, no se consagre al servicio de personas viles, ignorantes y vulgares. Éste es el
sueño morboso, el falso ideal de nuestro tiempo. ¡Viva! ¡Viva la maravillosa vida que hay en usted!»
Me pasaba el día entero leyendo y releyendo aquel librito, arrimada a la abeja, aquella estufa de
hierro que, a falta de carbón, los moscovitas alimentaban con tablones procedentes de casas destruidas y
que nos era tan necesaria en aquel principio de primavera. -Yo que, cuando nadábamos en la abundancia,
apenas comía, ahora tenía hambre. ¡Qué tentación tan grande volver la espalda a Tolstói y a sus sermones, a
Dostoievski y a sus remordimientos, olvidarse de Ana muriendo de tuberculosis en el asilo de Bajos fondos y
de todos sus hermanos de miseria que hormigueaban cerca de mí en el barrio de la Sennaia Ploshad o del
mercado Jitrov, todos aquellos vagabundos cubiertos de hediondos andrajos que la Revolución se había
empeñado en salvar sacrificándome a mí! ¿No era éste, acaso, «el sueño enfermizo, el falso ideal» de mi
tiempo? «El único medio de librarse de una tentación es ceder a ella», decía lord Henry. Yo contemplaba la
fotografía de nuestro casero, aquel oficial cuyo nombre conocía, Máximo, y del que me había enamorado
perdidamente: rubio, ojos claros, sable al cinto, suntuoso uniforme de paje, blusón sujeto con broche, cuello
y charreteras de oro, botas rutilantes, calzón y guantes blancos, era como Dorian Gray y seguramente debía
de tener aquella misma mirada pura, «las rosas bermejas de la juventud y las rosas blancas de la infancia».
Me lo imaginaba con un brazo arrancado de cuajo, desangrándose en una trinchera fangosa y llamando a su
madre. ¿Por qué? ¿Había algún ideal por el que valiera la pena perder la juventud y la vida? Me colocaba
junto a la ventana situada delante del castaño,, cuyas hojas de un verde tierno erguían hacia el cielo pálido
los conos rosados de sus racimos floridos, y suspiraba. Después volvía junto a la foto y la regaba con mis
lágrimas. Mi padre había encontrado milagrosamente en una papelería un grueso cuaderno forrado de
cuero, cerrado con un candado cuya llave yo llevaba pendiente de una cadena colgada del cuello con gran
disgusto de mi madre: rellenaba las páginas de poemas elegiacos sembrados de cadáveres de muchachos
rubios tendidos en catafalcos negros entre lirios y nardos.” (pp. 132-137)
Faïga Némirovsky: la abuela-ogro
“ENERO DE 1945 (…)
Julie tira de la cuerda y suena la aldaba. Se entreabre la puerta. “Señora Némirovsky, aquí le traigo a
sus nietas, que han sobrevivido a la guerra”, le dice. “Yo no tengo ninguna nieta”, rezonga una voz de lobo
con marcado acento extranjero. “La mayor tiene una pleuresía”, insiste Julie. “Hay sanatorios para niños
pobres”, responde el lobo.” (p. 147)
“Pronto hube de darme cuenta de que mi madre era muy mal vista por la alta sociedad rusa, pese a
lo cual la invitaban a todas las fiestas de beneficencia debido a que su talonario de cheques tenía el valor de
un certificado de buena conducta. Mi amiga Daria, cierto día en que por enésima vez rechazaba la invitación
de venir a tomar el té a mi casa, acabó por confesarme entre rubores que, aunque sus padres la autorizaban
a frecuentar mi compañía, le habían prohibido taxativamente que pusiera los pies en la casa de la avenida
del Presidente Wilson. Se decía de Madame Némirovsky que llevaba un tren de vida extravagante -baños de
leche de burra, que todos los días le llevaban a cubos, visitas cotidianas a un masajista que además tenía
fama de hacer los oficios de proxeneta, agitadas veladas en lugares de mala fama- y que la habían visto en
situaciones comprometidas con gigolós de apariencia argentina. Nada pude decir ante aquellas imputaciones
porque todo, o casi todo, era verdad: los baños de leche de burra, el masajista, las salidas y, en cuanto a los
gigolós, también era verdad que a menudo, en plena noche, de su habitación, que había hecho redecorar
con un lujo de cortesana de 1900, salía música, risas y ruidos sospechosos. Por las noches la veía salir, cada
día más pintarrajeada, la cara embadurnada de cremas y polvos, los pómulos pintados de rosa carmín, las
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pestañas cargadas de rimmel, los ojos agrandados con un trazo negro y bordeados de khól. La brutal
desaparición de pechos, vientre, caderas y muslos de la anatomía femenina, decretada por los modistos, le
planteó problemas, ya que había librado desde siempre un combate perdido contra la carne. Parece que la
estoy viendo con su vestido de noche de terciopelo azul oscuro, muy escotado -tenía unos hermosos
hombros-, complementado con un chai de blonda de seda color crema que llevaba arrastrando o que
también podía cruzar oblicuamente sobre el pecho, lo que le permitía disimular debajo de un velo vaporoso
los michelines que ni el masajista ni la faja conseguían rebajar. Parece que la vea también llegar a veces por
la mañana, agotada, arrastrando el chai y con los zapatos de tacón altísimo en la mano, la cara como una
máscara de barro cuarteada por cuyas grietas resbalaban negruzcos regueros. Cuando nos encontrábamos
en la mesa del desayuno, su mirada hueca me evitaba y yo tenía la impresión de que no podía refrenar un
escalofrío al verme con mi aire de niña buena, vestida con su balita de linón bordada a punto de espina y sus
mejillas sonrosadas.
En febrero de 1921 tuvo lugar una escena tragicómica. Mi padre, que dejaba que su mujer viviera a
su antojo cuando él se ausentaba -o por lo menos eso me parecía a mí-, se aferraba a veces a curiosos
principios. Se empeñó, por ejemplo, en que su hija hiciera su entrada oficial en el mundo cuando cumpliera
los dieciocho años. Fue como si mi madre descubriera realmente mi edad, con gran estupor por su parte, en
aquella ocasión, como si a fuerza de hacer trampas con la suya, hubiera llegado a convencerse de que yo
tenía dos o tres años menos. Seguidamente pasó a buscar obstáculos: era una ceremonia que estaba pasada
de moda, ya no se celebraba; una recepción como la que planeaba mi padre costaría una fortuna, era tirar el
dinero por la ventana; yo era una intelectual y no daba importancia a ese tipo de cosas; estaba bien claro,
por la manera que tenía de vestirme como un adefesio -olvidaba que, pese a mis protestas, era ella quien se
encargaba de escoger mi ropa y que la elección de la misma era deliberada-, que mi edad física y mental no
correspondía a la reflejada en mi partida de nacimiento; había que esperar unos años para que me hiciera un
poco mayor y pudiera presentarme ante el mundo con mejor imagen; para decir las cosas por su nombre,
con aquellas gafas y mi cuerpo desgarbado de niña, ahuyentaría para siempre a cualquier posible
pretendiente.
Yo escuchaba sus argumentos sin decir palabra. Aunque en el fondo no tenía verdaderas ganas de
que me pusieran de largo porque se trataba de un rito de otra época, y, de hecho, coincidía demasiado con
ella en la imagen que se hacía de mí, al escuchar aquellas consideraciones tan crueles como transparentes
sentí que se apoderaba de mí una rabia fría. Pero al mismo tiempo sentí también una especie de júbilo
porque, en realidad, si tanto le importaba mantenerme en aquella situación de niña pequeña era,
evidentemente, porque no quería que la tuvieran por vieja al descubrir que era madre de una muchacha
de dieciocho años o porque, quizá también, me consideraba una posible rival. Y entonces irrumpió
triunfalmente en mi memoria la escena de nuestro enfrentamiento delante del tocador, en Finlandia, el día
de mi primer beso, una escena que aparecía algo desdibujada en mi recuerdo. Mi padre se mantuvo firme y
se celebró la fiesta. De acuerdo con sus deseos, fue grandiosa. Él se ocupó personalmente de mi atuendo y
rechazó de plano el consabido vestido de tafetán con volantes y cuello alto que preconizaba mi madre. Llevé
una túnica drapeada de color verde agua, confeccionada por Patou, que dejaba al descubierto el cuello y los
brazos, sujetada sencillamente a un lado con un broche de cristal de roca y, como única joya, un maravilloso
collar de oro cincelado, regalo de mi padre, que sigo llevando y llevaré siempre hasta que me muera. La
única contrariedad fue que mi padre se opuso a que me cortara el pelo, tan enamorado estaba de mis rizos
de cíngara, y en esto me sentí impotente para llevarle la contraria.
La escena que compendió las relaciones que mantenía con mi madre tuvo lugar delante de la mesa
del bufé, en el centro de la cual un faisán observaba con su ojillo inmóvil las bandejas de plata cubiertas de
canapés de caviar fresco, barquillas de foie-gras, ostras, pescados envueltos en gelatina, todo ello
flanqueado por dos pirámides de frutas exóticas. Seis camareros con chaqueta blanca servían cócteles y
champán. Había una enorme cantidad de gente, ya que mi padre había tenido gran interés en invitar a todas
sus amistades, y la colonia rusa, que había acudido en gran número, se atracaba a más y mejor. Estaban
presentes dos grandes duques, Alexandr y Borís. Al verme reflejada en los espejos, me encontré hermosa,
quizá porque no llevaba puestas las gafas y la imagen que me enviaban era desdibujada, aunque Miss
Matthews y mi padre me felicitaron por mi vestido. Mi madre, sin embargo, afirmó que no encajaba con el
color de mi piel y, paradójicamente, dijo que me ponía años. De pronto nos encontramos delante del bufé,
hasta el que yo acompañé a la hija de uno de mis amigos, que acababa de llegar. Mi madre, rosada, fina y
espléndida con su vestido de seda malva cuajado de pedrería y diamantes prendidos en la cabellera
azabache, jugaba con su largo collar de perlas agitando con tintineo de brazaletes una interminable boquilla
mientras reía a carcajadas y hablaba con un muchacho cuya piel morena hacía resaltar la deslumbrante
blancura de la pechera. El joven se volvió cortésmente hacia mí con aire inquisitivo. La expresión de mi
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madre se ensombreció de pronto, pareció desorientada un momento y dijo: «Le presento a mi hermana
pequeña.» A nuestro alrededor se hizo el silencio. La anécdota circuló por todo el salón en menos tiempo del
que tarda en contarse. Seguramente debió de llegar también a oídos de mi padre, que no me la comentó
nunca, pese a que después del baile oí tronar su voz en el salón vacío.” (pp. 181-185)
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Los aristócratas rusos emigrados en Francia
Irène trató a fondo a la colonia rusa en París, donde se había producido un cambio importante en
las relaciones entre ellos: menor distancia de clases, nostalgia por la patria perdida, confianza en la vuelta
a los viejos tiempos… En los fragmentos que se siguen, se refleja muy bien la psicología social del grupo:
“Los adolescentes formaban un grupo muy compacto. Todos se habían visto arrancados a una
existencia fácil, mimada y dorada, y arrojados sin preparación alguna a aquella tormenta revolucionaria de la
que habían salido parpadeando, como jóvenes búhos que se hubieran visto de pronto privados de un ala,
desorientados por los peligros que acababan de evitar, las privaciones, los lutos, los sangrientos
espectáculos, las escenas de terror. Todos habían perdido la confianza en la sagacidad de sus padres, que
habían resultado poco previsores, ciegos, indecisos. Todos ignoraban lo que les reservaba el futuro. Todos
querían pasarlo bien, aprovechar cada instante. Embriagados por la pureza del aire glacial, después de las
miasmas de Petrogrado o del olor a rancio de las casas moscovitas donde habían estado tanto tiempo
escondidos, se precipitaban al exterior así que habían engullido el desayuno. Se pasaban el día entero
patinando, lanzándose con gran alboroto a locos deslizamientos contra taludes de nieve en polvo con los
trineos del hotel, a veces con simples sillones de mimbre montados sobre cuchillas. Yo me tropezaba con
ellos durante mis paseos solitarios, pero nunca les decía nada. Volvían despeinados y acalorados, empapados
y roncos. Por la noche, una especie de alegría nerviosa que se convertía fácilmente en histeria los arrastraba
a accesos de risa loca y a crisis de llanto, a arrebatos que rozaban a veces la peligrosa extravagancia, a
repentinas disputas que se aquietaban con la misma rapidez brutal con que surgían.” (pp. 152-153).
“CAPITULO 8
A partir del regreso de mi madre y durante los dos años que siguieron, en el curso de los cuales
preparé el bachillerato, estuvimos en permanente contacto, y casi de forma exclusiva, con la colonia rusa. Lo
mismo hacían todos nuestros compatriotas que, apenas llegados, se aglutinaban y se agarraban
desesperadamente unos a otros, cualquiera que fuera la diferencia social que pudiera existir entre ellos. Los
que se habían exiliado primero, algunos al principio de la Revolución, o aquellos a los que los
acontecimientos había sorprendido en Francia y estaban decididos a quedarse en el país, ya presidían
asociaciones y comités de acogida que celebraban numerosas fiestas de caridad, conciertos, bailes,
espectáculos en los que había que pagar y cuyos beneficios se destinaban a los más indigentes. La disparidad
de orígenes, fortuna u opiniones políticas, se disolvía en un sentimentalismo exaltado que anulaba las rígidas
fronteras de otros tiempos. Todo un príncipe Gagarin, por ejemplo, había olvidado por completo que éramos
judíos y nos invitaba a sus recepciones, de las que por supuesto habríamos sido excluidos de haber vivido en
Rusia. Mi padre, al volver del banco, solía contarnos con aire divertido las visitas interesadas
de los grandes duques, el reconocimiento de cuyas deudas, siempre en rublos, guardaba como oro en paño.
De ser otra la situación, se hubieran limitado a enviarle un secretario.
El hecho es que cada vez era más difícil recordar las jerarquías de otros tiempos. Al lado de aquellos
que, como nosotros, habían podido conservar la fortuna y vivían en un lujo comparable al de antaño, a
menudo en el barrio de l'Etoile muchos malvivían en las más miserables condiciones. Por ejemplo, un
aristócrata, ahijado de la Zarina y heredero de uno de los apellidos más nobles del país, hacía de conserje de
hotel y por las noches se cepillaba su esmokin de diez años de antigüedad para besar la mano de una
tendera, mientras su mujer vendía sombreros en una sombrerería y su hija hacía de comparsa en el Tabarin.
En 1922 se hablaba mucho de la caballeresca conducta del coronel Ignátiev, aquel coloso vestido de
uniforme de gala, con charreteras deslucidas y puños deshilachados, pero que lucía todas las condecoraciones en el pecho y no faltaba ni a uno siquiera de nuestros bailes. De día, sin embargo, hacía de taxista.
Una mañana, delante de la estación de los Inválidos, entró en el taxi una joven con un niño en brazos y los
condujo a la estación de Montparnasse. La mujer, al apearse, se dio cuenta de que había perdido el portamonedas y se echó a llorar. No sólo no podía pagar al taxista sino que tampoco podía comprar el billete para
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ir a Bretaña, adonde llevaba a su hijito, enfermo, para recuperarse. «¿Qué vale el viaje?», se informó
Ignátiev. «Cincuenta francos, señor.» «Aquí los tiene.» «Pero, ¿cómo... a quién...?» El hombre bajó del taxi e
irguiéndose en toda su altura, le tendió una tarjeta en la que la joven leyó: Coronel Ignátiev, de la Casa
Militar del Zar. Después la saludó, subió de nuevo al taxi y desapareció. Así se conducían los verdaderos
rusos, comentaba la gente a nuestro alrededor.” (pp. 173-174)
“No había ni una sola persona que no creyese que su exilio era provisional y que no imaginase que
al cabo de unos meses en el mejor de los casos, o de unos años en el peor, regresaría a un ambiente
conservado como por milagro, donde la esperarían unos mujiks arrepentidos, nuevamente dóciles. Todos se
arrancaban de las manos la prensa en lengua rusa, comentada siempre en los términos más favorables, y se
negaban a dar crédito a los periódicos franceses, vendidos a los socialistas. Se llegó incluso a recibir con los
brazos abiertos, así que llegó a París, al atamán Semión Petliura, de quien Bulgákov cuenta en La guardia
blanca las terribles exacciones cometidas en Kíev a principios de 1919. Fue necesario su asesinato en 1926 a
manos de un relojero judío de Belleville, cuya familia él había masacrado en el curso de uno de los
sangrientos pogromos y que al reconocerlo por la calle acabó con su vida, y después los artículos de Joseph
Kessel y el alegato de Henry Torres en favor del asesino, para que los exiliados se percataran de quién era
aquel que habían estrechado contra su corazón. Sin embargo, en aquel entonces nadie se hacía ninguna
pregunta acerca de la moral o del pasado de los que desembarcaban en aquellas condiciones: bastaba que
hubieran luchado contra los rojos, entre los cuales tampoco se hacían distinciones, para que fueran
proclamados héroes.” (p. 176)
El país vasco francés
Irène veraneó desde 1921 con frecuencia en Biarritz y frecuentaba también la Costa Azul.
“Acababa de aprobar el bachillerato y me había matriculado en la Sorbona para cursar letras el año
siguiente. A partir de entonces dejé de tener contacto cotidiano con mi madre, a excepción del verano de
1921, que pasé en Biarritz con mis padres. Aquel año me enamoré del País Vasco, especialmente de
Hendaya, adonde iba con Miss Matthews a broncearme todas las tardes en la estrecha y dorada playa en
forma de arco, bajo un sol encendido que daba a las carnes de los bañistas reflejos de cobre dorado. Miss
Matthews tenía alma romántica y me contó que Byron hizo una hoguera en una playa parecida a aquélla
para quemar, tras haberse ahogado, el cuerpo de su amado Shelley. Me dijo que Byron se revolcó sobre las
cenizas del poeta para devolverlas al mar bañándose en él después. Por la noche, antes de volver a casa,
solíamos caminar por el dique que bordea el Bidasoa, perfectamente construido por espacio de unos metros,
pero que no tardaba en convertirse en un sencillo murete de piedras desgajadas por obra de los pinchos de
zarzas espinosas. Barcas de pescadores se deslizaban en silencio por el río inmóvil en el que se reflejaban
nubes rosadas. Hasta nosotros llegaban a ráfagas los gritos de los tenistas, la música de la orquestina a cuyo
son bailaba gente joven en una terraza sostenida por pilotes sumergidos en el agua. Enfrente se encendían
las luces coloreadas de Fuenterrabía. Cuando el viento soplaba de España, traía de Andalucía aromas de
canela y azahar. A contrapelo tomábamos el taxi que nos conducía a nuestro palacio de Biarritz, los labios
resecos por la sal y con arena metida en los pliegues de los blancos vestidos.
Por la noche a veces acompañaba a mis padres, que salían mucho. Era la época en que la Bolsa no
dejaba de subir. Mi padre me explicaba que los capitales circulaban de un sitio a otro para propiciar las
variaciones del cambio. La gente lo compraba todo, sin importarle lo que pudiera ser, para revenderlo al
poco tiempo. Los hoteles, los restaurantes, los salones que frecuentábamos estaban siempre atestados de
gente riquísima o de parásitos que vivían, a sus espaldas. Se exhibía el lujo con aterradora arrogancia.
Mujeres de cincuenta años lucían aquellos vestidos conocidos con el nombre de «nena de rico», ceñidos a
las enormes caderas y dejando al descubierto sus muslos rojos cuando se sentaban. Se colgaban del cuello
marchito largas sartas de diamantes.
Entre Biarritz y Bidart acababa de inaugurarse un cabaret ruso frecuentado por el gran duque
Dimitri Pávlovich rodeado de toda su corte: miembros de la familia Románov más o menos en la miseria,
viejas condesas arruinadas, antiguos discípulos del cuerpo de pajes transformados en bailarines mundanos,
ex damas de compañía de la Emperatriz envueltas en blondas amarillentas. (…) Mi padre a veces, harto de
aquel ambiente tan convencional, acababa la noche en el casino. Me hubiera gustado acompañarlo, pero
tenía que esperarlo en el salón, ya que por la edad tenía prohibido el juego. Una noche se olvidó de mí y me
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encontró al alba dormida en un diván, envuelta en una manta. La lluvia de billetes que dejó caer sobre mí
para hacerse perdonar me despertó.” (pp. 185-187)
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El baile: coqueteos con los chicos. El amor: Michel Epstein
“Después bailábamos. Descubrí en mí una pasión frenética por el baile, no exenta de talento. En
casa acostumbrábamos a bailar el shimmy o el tango al son del gramófono. También íbamos a bailar al Bois,
al Cháteau-Madrid o a los bailes organizados por nuestros padres. Todavía me parece ver a la jovencísima
Mila Cordón, encendida de orgullo, bailando el vals en el Circo de Invierno en brazos del viejo príncipe
Gagarin. Bailábamos en Deauville, en Honfleur -los fines de semana-, en Niza, en Juan, en Hendaya, en SanJuan-de-Luz, durante las vacaciones. Bailábamos en los bailes populares del Barrio Latino y de cuando en
cuando íbamos a envilecernos a Montmartre, donde el viejo Frédé todavía estaba de vigilante en el
jardincito del Lapin Agüe. También hacíamos incursiones en lugares más repipis, como Le Boeuf sur le Toit,
como no podía ser menos, donde el Ojo de Cacodilato observaba con mirada torva aquella bandada de
gorriones aturdidos e ingenuos, aunque convencidos de «estar al día», que aterrizaban en aquella pajarera
llena de pollitas de lujo, pavos reales, faisanes y colibríes.
Bailaba también en las estaciones termales, en Vittel, en Plombiéres, donde, por consejo del
profesor Vallery-Radot, que se ocupaba ahora de mi salud, me sometí a un tratamiento para el asma. E
igualmente en Touquet, donde un día, en ocasión de un baile de disfraces, me disfracé de gitana. Sigo
conservando una foto, la frente ceñida por una corona de medallas, una chambra de terciopelo negro con
ribetes dorados, una blusa de encaje cubierta de bisutería y una falda floreada, una pandereta en una mano
y la otra graciosamente levantada al cielo (no me había quitado el reloj de pulsera, que desentona
totalmente).
Hace poco tiempo releí un fajo de cartas que escribí entre finales de 1921 y 1926 a una amiga
francesa, Madeleine Avot, quien me las devolvió para que me divirtiera releyéndolas cuando vino invitada a
mi boda. Quien había escrito aquellas líneas era yo, nadie más que yo. Desde Vittel: «Mi querida amiga,
Nunca en la vida me lo había pasado tan bien como en este adorable país. En primer lugar, bailamos todas
las noches hasta la una de la madrugada y dos veces por semana nos quedamos bailando toda la noche.
Éramos una pandilla de seis: tres chicos, de veintiún años, veinte y dieciocho, que respondían a los
armoniosos nombres de Fink, alto y rubio, el chivo expiatorio, al que dábamos el nombre de Esfinge vete a
saber por qué, Víctor Aumont, apodado Totoche, de lo más divertido, y mi pareja, el de veinte años, Henry La
Rochelle. Las chicas eran la hermana de Henry, veintidós años, una muchacha encantadora de mi edad,
Loulou de Vignoles y yo. ¡Chiflados todos! ¡Si supieras las locuras que hemos hecho! (…)”
Parece que coqueteo demasiado con los chicos y que no está nada bien eso de excitar así a los
muchachos, etc., etc. (…)
«No se si te acordarás de Michel Epstein, un chico bajo y moreno de piel muy oscura que aquella
memorable noche, o mejor aquella memorable mañana del primero de enero, llegó en taxi con Choura. Pues
me hace la corte y te aseguro que me gusta. Así pues, como la cosa está que arde en estos momentos, no me
pidas que me marche, ya puedes comprender.»
“…mi noviazgo con el más cariñoso, divertido y maravilloso de los hombres que hubiera podido
imaginar, mi marido desde hace tres años”. (pp. 189-192)
La dulce Francia
“Francia era el país que mejor se adaptaba a mi personalidad, el país de la mesura y de la libertad,
de la generosidad, un país que me había adoptado definitivamente de la misma manera que yo lo había
adoptado a él. Cuando contemplo en la cuna que tengo al lado la cabecita rubia de mi hija, a la que hemos
puesto finalmente el nombre de Denise porque Michel está enamorado de él y lo encuentra muy parisino,
me alegra no haber escuchado las sugerencias de mi padre, que alrededor de 1926 sintió la tentación de ir a
Norteamérica y casi nos convenció de que le siguiéramos y nos instaláramos con él en aquel país. Sé que
cuando decidí no escucharlo obré como convenía, porque opté por la seguridad, la paz, la moderación. Ni
nosotros ni mi hija corremos aquí ningún riesgo.” (p. 193)
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Antisemitismo
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A Irène le desilusiona que sus antiguos amigos, que la dulce Francia, liberal y democrática, se haya
contagiado del feroz antisemitismo que recorre Europa:
“Leo: «Que la conmoción rusa haya tenido como principales actores a los judíos que, después de
haber ejercido su dominio sobre orientales como ellos, sobre los escitas de ojos bizcos, después de haberlos
levantado contra Occidente, contra las leyes que rigen nuestra civilización, hayan tratado de socavar la
fortaleza europea haciendo que otros israelitas, igualmente atormentados por sueños milenarios legados
por la vieja Asia, la atacasen desde el interior, es algo que difícilmente podría discutirse. Que, para hablar en
términos más amplios, el judío, cualquiera que sea la esfera donde trabaje, lleva dentro el ansia de
destrucción, la sed de dominio, el deseo de un ideal preciso o confuso, es algo que requiere ser poco
observador para no advertirlo.»
Michel, que sabe que este tipo de lecturas me hace mucho daño, acostumbra a revisar antes que yo
los libros que recibimos y los esconde cuando piensa que pueden serme demasiado penosos. Pero, ¿cómo
habría podido desconfiar de nuestro amigo, el antiguo radical Joseph Caillaux? Por otra parte, para evitar el
desencadenamiento de vituperios e insultos, habría que abstenerse de leerlo todo, novelas, ensayos y
periódicos. No estoy hablando de la prensa tradicionalmente antisemita, del Je suis partout, del Pilori o del
Gringoire, que en 1940 me aceptó un texto por entregas, sino de los grandes periódicos, como Paris-Soir o Le
Matin. Tampoco hablo de literatos como Abel Bonnard o Alphonse de Chateaubriant, que se han tenido
siempre por herederos de Drumont, ni de locos como Louis-Ferdinand Céline, de quien me negué a leer en
1933 L'École des cadavres («La escuela de los cadáveres») y que parece que acaba de reaparecer con un
horrible panfleto, un verdadero llamamiento al asesinato al que ha puesto por título «Bagatelles pour un
massacre» («Bagatelas para una masacre»), sino de escritores, de los de verdad, de aquellos que me
gustaban o a quienes yo gustaba o que por lo menos eso fingían: Brasillach, Drieu, Chardonne, Giraudoux,
Morand y tantos otros.
¿Qué ha ocurrido? Al releer el otro día los ingenuos comentarios que escribí cuando nació mi hija,
sentí odio de la estupidez en que caí. Hace dos años que no dejo de interrogarme sobre los motivos. ¿Acaso
todas esas personas cuya ferocidad actual me horroriza no demostraban ya hace muchos años los síntomas
de la enfermedad? El otro día, en la modesta biblioteca del pueblo, encontré un libro de Paul Morand
publicado en 1925, Je brûle Moscou («Yo incendio Moscú»), que leí en su momento sin que me impresionara
particularmente. ¿Cómo es que no me afectaron aquellas frases que ahora me saltan a la vista y que él pone
en boca de judíos? Frases como: «Las grandes reservas de judíos del mundo han reventado. Nos hemos
derramado por todas partes, ardientes, intolerantes, talmúdicos. Ezequiel dijo: '¡Viviréis en casas que no
habréis construido, beberéis de cisternas que no habréis cavado! Esas casas, esas cisternas están aquí. No
queda más que un continente, el mayor laboratorio del mundo, la tierra prometida: Eurasia.'»
En febrero o marzo de 1933 -no recuerdo exactamente la fecha, pero Hitler acababa de ser
nombrado canciller del Reich- hubo en mi casa una cena muy agitada. Tenía como invitado al tío de mi
marido, el gran psiquiatra Alfred Adler, de paso por París en compañía de su esposa Raísa, así como a Daniel
Halévy y al filósofo Emmanuel Berl, al que conocía desde 1930, ya que Mort de la pensée bourgeoise
(«Muerte del pensamiento burgués») y David Golder se publicaron casi simultáneamente. Dudé mucho antes
de organizar aquella velada porque sabía que Adler, a quien la familia de Michel no recibía por considerarlo
filocomunista, se encontraba en las antípodas de los otros dos en el aspecto político. (…) Así que se hubieron
marchado los dos invitados, Adler se quitó las gafas de pinza, me abrazó y, frunciendo sus gruesas cejas
negras, nos conminó a Michel y a mí a no demorar nuestra salida de Europa. Todavía me parece notar en el
cuello las cosquillas de su bigote gris al abrazarme. Posteriormente Raísa y él nos escribieron en varias
ocasiones desde Norteamérica para tratar de convencernos. Pero no quisimos escucharlos.
Debo confesar que yo compartía las ideas de Berl y que hasta 1940, cuando me enteré de que había
seguido a Pétain a Vichy e incluso redactado dos de sus discursos, entre ellos el famoso «Odio las mentiras
que os han hecho tanto daño», no estuve en condiciones de calibrar su ceguera y la mía. Pero mi llegada a
Francia después de la Gran Guerra me había convencido de que allí no existía el antisemitismo. Nosotros, los
extranjeros, nos habíamos hecho de aquel país una idea muy elevada: era la tierra de la Revolución, de la
libertad, de los derechos humanos. Además, era la época de la unión sagrada. Los judíos, desestabilizados
unos años antes por el caso Dreyfus, ahora se felicitaban por haber reconquistado la estima de todo el
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mundo con su patriotismo. Se les reconocía como franceses por «derecho de sangre». Hasta el propio
Maurice Barres se arrepentía y les encontraba virtudes. Antiguos antisemitas contaban la historia de aquel
rabino que había encontrado la muerte en el campo de batalla por querer aliviar la agonía de un soldado
católico llevándole un crucifijo para que lo besara. Todos los que me rodeaban, incluido mi padre, creían en
una asimilación definitiva (…) Nosotros, los laicos, que considerábamos el judaísmo una reliquia del pasado,
pensábamos que, dejando a un lado a un puñado de extremistas, la Francia de las Luces a partir de ahora
vería las cosas como nosotros. Jamás habríamos creído que pudiera traicionarnos.
Por otra parte, tampoco teníamos el monopolio de la confianza. Todos aquellos inmigrados polacos
e italianos que huían de los pogromos, de la pobreza, eran recibidos con los brazos abiertos por una nación
exangüe que tenía necesidad de brazos. Las familias ricas de todos los países enviaban a sus hijos a París para
que perfeccionaran su educación. El París de los años veinte hacía alarde de cosmopolitismo. Los barrios
pobres y los barrios ricos rebosaban de extranjeros. En los restaurantes y bares, desde los más sórdidos a los
más lujosos, se oía hablar todos los dialectos del universo: el ruso desde Belleville y Montmartre hasta los
sótanos del George V y la Closerie des Lilas; el inglés en las terrazas de la Coupole y de la Rotonde rebosantes
de americanos; el español en los grandes bulevares. La Exposición de Arts Déco de 1925 fue el apogeo de
aquel batiburrillo. Sólo algunas voces irreductibles pero aisladas gritaban estentóreamente que París, que
estaba ya viniéndose abajo con tanto meteco, estaba convirtiéndose en «Canaán-sur-Seine».
Y además nosotros, los rusos blancos, estábamos muy de moda. Los burgueses franceses, medio
arruinados por los bolcheviques, que no les dejaban ninguna esperanza de recuperar el importe de sus
préstamos, nos compadecían. Gabrielle Chanel, seducida por el encanto eslavo del gran duque Dimitri, nos
estaba promocionando. El asesino de Rasputín, Yusúpov, había montado una tienda de alta costura. El
alegato del jurista Henry Torres en favor del relojero judío que había querido vengar a sus correligionarios
asesinados abatiendo al atamán Petliura hizo llorar a los franceses. En 1930, el secuestro en pleno París del
general blanco Kutiépov, que se había batido al lado de Denikin y de Wrangel, desencadenó la reprobación
general contra el Gobierno, que no había sabido impedir aquel rapto. Adulados, agasajados, ya fueran judíos
o no, todos los rusos con fortuna pasaban por aristócratas, mientras que todos los rusos pobres pero bien
pensantes eran tenidos por víctimas del comunismo, cuyo triunfo el Cártel de la Izquierda en un primer
momento y las grandes huelgas obreras más tarde hacían temer de forma inminente en Francia. Ya en
estadio, habíamos olvidado por completo que éramos judíos." (pp. 248-254)
La identidad judía
“En Rusia, en otro tiempo, bastaba con bautizarse para escapar al azote de las leyes antisemitas.
Hoy entiendo que, para los alemanes y sus discípulos, no se trata de una cuestión de religión sino de raza,
palabra que he empleado muy a la ligera.
¿En qué consiste, de hecho, ser judío? Después de limitarme durante mucho tiempo a describir en
mis libros esta sociedad francesa y católica en cuyo seno vivo, en aquel fatídico año de 1939 volví a
centrarme en el tema en una novela, Les chiens et les loups («Los perros y los lobos»). Presento en ella a dos
familias israelitas originarias de Kíev unidas por vínculos de parentesco, si bien una es pobre y la otra rica y,
al interrogarme en relación con la fatalidad que las aplasta a las dos -la primera es acosada y perseguida
primero en Rusia y después en Francia, la segunda se ve despreciada y acaba por ser excluida-, digo de Ben,
aquel muchacho famélico y comido por la fiebre: «Tenía una experiencia de viejo. ¿Sería por causa de su
raza? ¿Sería porque, como todos los judíos, abrigaba aquel sentimiento oscuro y un tanto aterrador de llevar
dentro un pasado más antiguo que el de la mayoría de los hombres? Lo que otro debía aprender, Ben -o eso
creía por lo menos- sólo tenía que recordarlo.» Con ese pasado creí romper al bautizarme, pero resulta que
todavía lo llevo pegado en la piel.” (p. 274)
“Corría el rumor de que el Gobierno se disponía a adoptar nuevas medidas contra los extranjeros y
los apátridas. La ordenanza del 28 de septiembre de 1940 nos sumió en espantosas preocupaciones. ¿Había
que burlar aquel texto que ordenaba a los judíos volver a censarse antes del 20 de octubre? Nos cruzamos
varias misivas neumáticas con los amigos y la familia. Unos pensaban que sería como echarse en la boca del
lobo, otros decían que debíamos respetar la legalidad y que no nos pasaría nada si nos ateníamos
escrupulosamente a lo que marcaba la ley. Los partidarios de obedecer decían que las autoridades francesas
fingían ceder a la voluntad del ocupante, pero que si acaso se servían de aquel fichero sería en todo caso
para protegernos. (…)
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La respuesta fue el decreto del 3 de octubre de 1940, que nos cayó encima como el rayo. Lo leímos,
lo releímos y lo examinamos con lupa. De acuerdo con la definición del artículo primero, no había ni sombra
de duda de que éramos judíos: «En virtud de la aplicación de la presente ley se considera judío a todo aquel
que tenga tres abuelos de raza judía o dos abuelos de dicha raza en el caso de que su cónyuge sea también
judío.» Era un hecho indiscutible, tanto en lo que respectaba a nuestros hijos como a nosotros. A través de
dicho artículo nos enteramos también de las profesiones que nos estaban vedadas, aparte de las de
funcionarios y, sobre todo, de maestros: «Directores, gerentes, redactores de periódicos, revistas, agencias o
periódicos, a excepción de las publicaciones de carácter estrictamente científico.» (Había que decir adiós a la
esperanza de ganar algún dinero publicando, como venía haciendo desde hacía varios años, reseñas de
lectura en los periódicos.)
«Directores, administradores, gerentes de empresas que tengan por objeto la fabricación,
impresión, distribución y presentación de películas cinematográficas.» (Cese de mi cuñado, Sam.)
«Directores de escena y de tomas de vistas, compositores de escenarios, directores, administradores,
gerentes de salas de espectáculo o de cinematografía, empresarios de espectáculos, directores,
administradores, gerentes de todas las empresas que tengan alguna relación con la radiodifusión.» El
artículo ocho me tranquilizó ligeramente: «Por decreto individual, emanado en consejo de Estado y
debidamente motivado, aquellos judíos que hayan hecho servicios excepcionales al Estado francés en los
campos literario, científico o artístico podrán ser relevados de las prohibiciones previstas por la presente
ley.» Michel se colocó de un salto delante de la máquina de escribir y redactó otra carta dirigida al Mariscal
en la que resumía todos los elogios acumulados con los años sobre «la gran escritora» que era su esposa y
pidió respetuosamente que me fuera aplicada aquella cláusula. A partir de aquel momento permanecimos al
acecho del cartero.
El día siguiente, 4 de octubre, apareció un segundo decreto que nos dejó anonadados: «A partir de
la promulgación de la presente ley, los extranjeros de raza judía podrán ser internados en campos especiales
por decisión del jefe de policía del departamento donde residan.» Conservábamos un recuerdo espantoso de
los campos para refugiados españoles que habíamos visto en el País Vasco al final de la guerra de España.
Estábamos al corriente de las horribles condiciones en que los reclusos se pudrían en ellos porque nos las
había descrito una joven a la que acogimos junto con su hijito en nuestra casa de Hendaya cuando fue a
visitar a su marido. Cécile también recordaba las conversaciones que había mantenido con aquella
desgraciada y por esto se presentó en nuestra casa y nos suplicó que huyéramos enseguida. Nos dijo que
Suiza no estaba tan lejos y que era seguro que la gente del pueblo, que nos tenía afecto, nos encontraría una
persona de confianza para que pudiera pasarnos. ¡Cuántas veces hubo de reiterarme esta propuesta! Hasta
el año pasado, yo le respondía siempre: «Pero, Cécile, ¿por qué debemos marcharnos? No hemos hecho
daño a nadie.» Ahora ya no cabe siquiera la posibilidad de pensar en partir.” (pp. 276-279)
Suite francesa
“Nuestra vida aquí (en Issy-l’Évêque) es monótona y es evidente que las únicas que la disfrutan son
Denise y Babet, la primera porque aquí le pertenecemos totalmente y no puede reprocharnos, como en otro
tiempo en París, que salimos demasiado para su gusto, y la segunda porque está encantada con su vida de
pequeña campesina, con sus incursiones por el campo y con sus zuecos. Yo intento convencerme, aunque sin
gran éxito, de que todo terminará algún día y, mientras escribo Suite francesa, me digo que tengo que hacer
algo grande y dejar de preguntarme: ¿para qué? A menudo temo más por mis libros que por mi persona y
me los imagino destruidos, borrados para siempre de la memoria humana.
En mis momentos de infantilismo creo en la profecía de Nostradamus, que sitúa en 1944 el final de
nuestra desgracia. Pero, ¿seguiré aquí dentro de dos años? Leo, tomo muchas notas, me interrogo
incesantemente sobre todas las cosas que nos han conducido al lugar donde nos encontramos. El otro día
escribí en mi grueso cuaderno de cuero: «Todo lo que viene haciéndose en Francia desde hace unos años en
determinada clase social únicamente tiene un móvil: el miedo. El miedo es la causa de la guerra, de la
derrota y de la paz actual. El francés de este tipo no odia a nadie: no siente celos ni ambición frustrada ni
auténtico deseo de revancha. Tiene pánico. ¿Quién le hará menos daño? (No en el futuro, no en abstracto,
sino enseguida y en forma de puntapiés en el culo y bofetones.) ¿Los alemanes? ¿Los ingleses? ¿Los rusos?
Los alemanes lo han derrotado, pero se han olvidado de la paliza y a lo mejor ahora lo defienden. Por esto
está "a favor de los alemanes". En la escuela, el alumno más débil prefiere la opresión de uno solo a la
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Prof. José Antonio García Fernández
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C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976 5186 66 - Fax: 976 73 01 69
independencia. El tirano lo maltrata pero impide que los demás le roben las canicas, que le peguen. Si huye
del tirano, se encuentra solo, abandonado en la lucha.»
Hablo aquí del burgués, no del ideólogo. A menudo pienso en dos escritores de mi edad que conocí
en otro tiempo y que, procedentes los dos de la Normal y los dos con muchas dotes, escogieron caminos
totalmente opuestos: Robert Brasillach y Paul Nizan. Con tres años de diferencia, cada uno publicó su libro:
Notre avant-guerre («Nuestra preguerra») y La conspiration («La conspiración»). El primero odia a los judíos,
está fascinado con el fascismo o, mejor dicho, con los jóvenes fascistas (no habla nunca de los viejos): es
evidente que se dejó seducir por sus rubios cabellos en su viaje a Alemania. El segundo toma como héroe a
un judío, un estudiante rico llamado Rosenthal, y da muestras de sentirse atraído por el comunismo. Sin
embargo, si sus conclusiones son antagónicas, sus premisas son las mismas. En mis novelas y de manera
especial en las últimas -Le pión sur l'échiquier («El peón en el tablero»), La proie («La presa»), Dos-, he
compadecido a la generación cuya infancia o primera adolescencia se desarrolló a la sombra de la Gran
Guerra. Son jóvenes que comprendieron muy pronto, durante los locos años veinte, que sus padres o sus
mayores habían muerto en vano. Los que no se dejaron seducir por el dinero fácil se sintieron decepcionados
por los políticos y atravesaron rápidamente la peligrosa etapa que consiste en asimilar el politiqueo con la
política. El único camino que les quedaba era el extremismo.
No hablo aquí de los humildes. Los habitantes d'Issy-l'Évêque, este pueblo perdido en los campos de
Saône-et-Loire que sólo tiene una calle, me demuestran todos los días su nobleza y su generosidad: el cura
que viene a verme a menudo para hablar conmigo -no guarda rencor a Babet por el hecho de que, en
ocasión de su primera visita, le dijera al entregarle los caramelos que le traía: «Gracias, señora»-, la directora
de la escuela, los granjeros que me traen un conejo o un pollo, los campesinos que se quitan la gorra cuando
nos encontramos por la calle. Muchos han dado sus hijos a la Resistencia y todos odian el Gobierno de Vichy.
Los dos hombres más aborrecidos son aquí Philippe Henriot y Fierre Laval, el primero es el tigre, el segundo
la hiena. Es un hecho que en uno se huele la sangre fresca y en el otro el hedor de la carroña.
Pero yo sigo pensando en mis antiguos colegas, en los periodistas que en otro tiempo me cubrían de
elogios mientras que ahora casi todos hacen la corte a Vichy y a sus ocupantes. Me imagino el salón de
Florence Gould y las cenas deslumbrantes que deben celebrar en él, pese a las restricciones, todos los
escritores que continúan siendo parisinos. No hace mucho que se me encogió el corazón al encontrar en una
recensión la fotografía de una Danièle Darrieux sonriente saliendo de viaje hacia Alemania junto con otros
artistas. Me he acordado de aquella vez que estuvo en mi casa, joven y tímida, cuando se estaba rodando su
primera película importante basada en mi libro, El baile.” (pp. 282-284)
Más información
Puede hallarse más información sobre Irène Némirovsky y la crítica en los siguientes documentos:


Prólogos y epílogos sobre Irène Némirovsky,
http://www.avempace.com/file_download/3020/PROLOGOS-Y-EPILOGOS-A-OBRAS-DE-IRENENEMIROVSKY-javlangar.doc
Textos sobre Irène Némirovsky en inglés e italiano,
http://www.avempace.com/file_download/3041/TEXTOS-SOBRE-IRENE-NEMIROVSKY-EN-INGLES-EITALIANO-javlangar.doc
Bibliografía
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

Gille, Elisabeth, Irène Némirovsky. El mirador: Memorias soñadas, trad. Roser Berdagué, Barcelona,
Circe, 1995.
Némirovsky, Irene, sitio de Internet (en francés), http://www.irenenemirovsky.guillaumedelaby.com/.
Némirovsky, Irène, El vino de la soledad (Le Vin de solitude), Barcelona, Salamandra, 2011. Trad. José
Antonio Soriano Marco.
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Prof. José Antonio García Fernández
[email protected]
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http://www.avempace.com/personal/jose-antonio-garcia-fernandez
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DPTO. LENGUA Y LITERATURA- IES Avempace
C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976 5186 66 - Fax: 976 73 01 69
Némirovsky, Irène, El baile, trad. Gema Moral Bartolomé, Barcelona, Salamandra, 2006, disponible en
formato electrónico: http://es.scribd.com/doc/57494433/Nemirovsky-Irene-El-Baile.
Némirovsky, Irène, Las moscas del otoño o La mujer de otrora, trad. Mario Muchnik, Barcelona,
Muchnik Editores, 1987, pp. 57-58.
Némirovsky, Irène, David Golder, trad. José Antonio Soriano Marco, Barcelona, Salamandra, 2006,
disponible en formato electrónico: http://www.litmir.net/br/?b=101293&p=1.
Némirovsky, Irène, El ardor de la sangre, trad. José Antonio Soriano Marco, Barcelona, Salamandra,
2007, disponible en formato electrónico: http://es.scribd.com/doc/53132096/El-Ardor-de-La-SangreIrene-Nemirovsky.
Némirovsky, Irène, El caso Kurílov, trad. José Antonio Soriano Marco, Barcelona, Salamandra, 2010
Némirovsky, Irène, Suite francesa, trad. José Antonio Soriano Marco, Barcelona, Salamandra, 2005.
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