Hojas de sala de la colección en la Casa del Sol

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Laocoonte y sus hijos
español
N. Boldrini, Laocoonte, grabado inspirado en un supuesto dibujo de Tiziano, 2ª mitad del s. xvi
El Greco, Laocoonte y sus hijos, 1608-1614. Museum of Fine Arts, Washington
El mito y la es tat ua
una obra maestra, en la que un hilo rojo une la sensibilidad
de los contemporáneos y la cultura latina representada por Plinio
y Virgilio. La estatua inaugura el primer museo anticuario —en
el Belvedere vaticano—, justifica la gloria presente de Roma,
demuestra la superioridad de la escultura sobre la pintura, es
elevada por el ojo contrarreformista a la cumbre del dolor cristiano y, sobre todo, es un icono de la teoría de las emociones.
Así, aunque se desconozca por qué fue representado el tema, se
ignore quien la encargó y se dude sobre su cronología, colonizó
la memoria visual europea. Mil veces citado, copiado y parodiado,
Laocoonte inspiró en los artistas ideas y formas, pese a que con
frecuencia solo se transmitió por grabados, no siempre fieles.
La muerte de Laocoonte fue narrada por varios autores griegos
y romanos. De entre todos destaca el relato de Virgilio, por su
dramatismo visual y por ser un episodio que simboliza la caída de
Troya que permitirá la fuga de Eneas y la fundación de Roma. El
propio Eneas cuenta a Dido la estremecedora escena: «Dos grandes serpientes surcan al mar; elevan sus pechos entre las olas y
asoman en el agua crestas de sangre. Certeras, avanzan contra
Laocoonte; primero, se enroscan en los tiernos cuerpos infantiles y,
a dentelladas, devoran sus pobres miembros; se abalanzan después
sobre aquel, que acudía a socorrerles, y aprisionan su cuerpo en
monstruosos anillos; en dos vueltas lo agarran, rodeando el cuello
con sus cuerpos de escamas y sacando por encima la cabeza y las
altas cervices. Él pugna por desatar los nudos con las manos, con
las vendas manchadas de sangre seca y negro veneno, mientras
lanza al cielo sus gritos horrendos». Eneida, 29 a. C.
Plinio elogió una estatua de Laocoonte, en el palacio del
emperador Tito: «Esta obra debe ser situada por encima de cualquier otra, tanto de la pintura como de la estatuaria. La esculpieron en un solo bloque de mármol los excelentes artistas de Rodas,
Agesandros, Polidoros y Atenodoros». Historia natural, 77 d. C.
Un d escubrimiento «divin o»
Estas citas fueron leídas con avidez por humanistas y artistas que
admiraban la citada escultura sin haberla visto jamás. Cuando en
1506 apareció por azar en una viña romana —«¡es el Laocoonte
del que habla Plinio!», exclamó Giuliano de Sangallo—, desencadenó súbitamente una literatura de elogios, lo que en sí mismo
era novedoso, porque suscitaba un ambiente de opinión pública
desconocido. Asistimos así, en pocas semanas, a la invención de
museo nacional de escultura
Co pias y más co pias
Su fama corre paralela a la exaltación de sus copias modernas. La
decisión del Papa de comprarla obligó a todos los que aspiraban a
poseerla, desde la comuna de Florencia hasta el rey de Francia, a
conformarse con réplicas hechas por artistas de renombre, como
el Laocoonte «negro», que Primaticcio fundió en bronce para Fontainebleau, la primera copia importante de una obra antigua. La
copia, como recurso, presentaba muchas virtudes: «Es deseable, si
se puede, poseer copias de yeso, porque conservan cada minucia
del mármol, porque se disfrutan plenamente y son muy útiles a los
estudiosos, además de que son comodísimas, sea por su ligereza,
que permite transportarlas a cualquier lugar, sea por su precio, que
es bajísimo en relación con la original». G. B. Armenini, Preceptos
de la pintura, 1586.
La realización de éstas es seguida por los artistas en un
ambiente de rivalidad. Berruguete participa en un concurso organizado por Bramante: «Bramante ordenó a Sansovino que modelase
un Laocoonte en cera, para fundirlo en bronce. E hizo el mismo
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M. Dente, Laocoonte, 1522-1525. Albertina, Viena
Laocoonte (detalle de uno de los hijos) y Profeta, de A. Berruguete, 1526-1532.
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
encargo a Zaccheria di Volterra, al español Alonso Berruguete y a
Vecchio da Bologna. Cuando concluyeron, Rafael juzgó que Sansovino, aun siendo joven, había superado de largo a los demás».
G. Vasari, Vidas, 1550.
El grito d e Laocoonte
En el siglo XVIII, esta escultura propició un debate estético entre
el historiador J. Winckelmann y el escritor Lessing: «El dolor que
acusan músculos y tendones y que descubrimos dolorosamente
contraídos con solo fijar la vista en el abdomen; este dolor, repito,
sin embargo, no se manifiesta con ninguna expresión de rabia o
furor; Laocoonte no lanza ningún grito terrible como Virgilio le atribuye; por el contrario, la abertura de la boca más bien indica un
suspiro ahogado».
Lessing en Laocoonte, formuló la diferencia entre la poesía,
arte del tiempo, que describe acciones, y la plástica, arte del espacio, que se refiere a los cuerpos. Laocoonte, que podría gritar en
el teatro, no puede hacerlo en una escultura: «La simple abertura
de la boca, sin hablar de la violencia y fealdad de las contracciones
y deformación de otras partes del rostro, es en la escultura una
cavidad que produciría el efecto más repulsivo».
museo nacional de escultura
Laocoonte sigue entre n osotros
Sigue preocupando a los eruditos, que discuten su originalidad y
su cronología. Y sigue dominando el imaginario de nuestro tiempo,
entre artistas, escritores y en la cultura popular. La tensión entre
los gestos exasperados y las espirales de las serpientes que se encabalgan en una lucha eterna ha quedado fijada en nuestra memoria.
Este exemplum doloris que conmocionó al siglo XVI, embargaba al
escritor Cesare Pavese, días antes de morir: «Soy como el Laocoonte: me enguirnaldo artísticamente con las serpientes y me hago
admirar; pero, cada poco, advierto el estado en que me encuentro,
me sacudo las serpientes y tiro de ellas, mientras me estrangulan
y me muerden». Cartas, 1950.
La dimensión trágica del Laocoonte tiene su reverso en su
trivialización de uso doméstico, edulcorado en objetos decorativos, como testimonia una niña en una granja canadiense: «…y el
tintero de Laocoonte blanco verdoso con el que habían premiado
a mi madre por sus notas al graduarse: las serpientes tan hábilmente enroscadas alrededor de las tres figuras masculinas que
nunca logré a descubrir si debajo había o no genitales de mármol»
(A. Munro, Vidas de mujeres, 1971). Son dos ejemplos de supervivencia que revelan el equilibrio precario entre la presencia y la ausencia
de lo antiguo en el mundo contemporáneo.
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La fortuna de los antiguos:
admiración y crítica
español
H. van Cleve iii, Vista del jardín del Belvedere vaticano, 1589, Musées royaux des bb.aa de Belgique
J. W. de Derby, Tres personajes observando el Gladiador, 1769. Art Institute, Chicago
Los antiguos admiran a los antiguos
La escultura griega supuso una revolución artística en el mundo
antiguo. Por eso, cuando Roma, tras la conquista de Grecia, entre
los siglos III y II a. C., adoptó su cultura como propia y se helenizó, se transformó en un gran museo de estatuas griegas. Llevó a
cabo un expolio masivo y altero su sentido, pero a un aficionado
romano le bastaba con mirar alrededor para ver a Lisipo, Fidias
o Policleto, originales o reproducidos, pues esta diferencia no
era decisiva. Así surgió una potente industria de copias, pues la
demanda era tal que no había suficientes originales griegos. En
todo el Imperio, villas, termas y gimnasios estaban llenos de esas
réplicas, imitativas o más fantasiosas.
frontera entre lo griego y lo romano permanecerá desdibujada
largo tiempo. La primera escenificación de este renacimiento,
presentada en un ambiente de solemnidad y publicidad, fue el
Belvedere del Vaticano. Lugar de aprendizaje —Baccio Bandinelli
instala allí un taller llamado pomposamente Academia, en el que
los artistas trabajan bajo su dirección, copiando el Laocoonte o
el Apolo—, pero también para historiadores, poetas y filósofos,
pues el Pontificado comprendió el prestigio que entrañaba la
posesión de esta herencia. A imitación de los papas, los cardenales también reúnen soberbias colecciones en sus palacios: Farnesina, Villa Médici y Villa Borghese. El último gran ejemplo es la
colección constituida por Winckelmann para el cardenal Albani,
a mediados del siglo XVIII.
El eclipse cris tian o
La co pia, un privilegio d e reyes
Pero desde el s. III d. C., el esplendor de la escultura entra en crisis y
la producción se interrumpe. El cristianismo condena el naturalismo
que había dominado la Antigüedad en la estatuaria, ostentosamente
ligada al politeísmo, pues el volumen confiere una presencia sagrada
a la figura. Ello traerá la demolición programada y violenta de las
imágenes de la piedad antigua y, con ello, el olvido del estilo clásico
durante casi mil años.
Los príncipes europeos no tardaron en emular el ejemplo romano:
Francisco I de Francia, en un ambiente de secretismo, dio el primer paso al lograr que Primaticcio, hacia 1540, obtuviese una
colección de copias en bronce para su palacio de Fontainebleau; y
en 1570, Alberto V de Baviera, crea el Antiquarium, una impresionante estancia con bustos de hombres célebres de la Antigüedad.
La negociación diplomática para obtener su préstamo, la pericia
técnica y los gastos que exigía la obtención de estas réplicas
hacían de ellas un privilegio de reyes que, cuando conseguían el
vaciado de un clásico se sentían más felices que cuando adquirían
una obra auténtica pero, después de todo, menor. Así, cuando
Felipe IV de España envía a Velázquez a Roma para conseguir
copias de antigüedades, éstas impresionarán en la Corte más
que los Veronese y los Tizianos adquiridos. Luis XIV tomó una
iniciativa crucial al fundar la Academia de Francia, para que los
La Roma d el siglo XVI y los antiguos
Pese a todo, durante el Medievo, la escultura grecorromana
subsistió. Particularmente en Roma, donde la abundancia de
estatuas era tal que nunca desaparecieron del paisaje de la ciudad. Roma fue, pues, desde el siglo XV, la capital del redescubrimiento de las «antigüedades», un termino genérico en el que la
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R. Mengs, Winckelman, leyendo la Iliada, c. 1777. Metropolitan Museum of Art, Nueva York
P. Picasso, Dibujo del Torso Belvedere, 1894-1895
artistas se formasen en el gusto antiguo. A partir del siglo XVIII,
la alta aristocracia europea viaja a Roma para conocer las grandes colecciones y los gentlemen ingleses o los electores alemanes
encargan copias para sus palacios y jardines. Entretanto, en las
clases sociales inferiores, el conocimiento de las estatuas antiguas se difundía a través de estampas y libros de dibujos, aunque
los artistas procuraban hacerse con vaciados de cabezas y copias
reducidas, por ejemplo, del Laocoonte.
Nueva per spectiva crítica en el siglo XVIII
Una Antigüedad fantasiosa
Durante estos siglos, desde el Renacimiento hasta fines del siglo
XVII, los amantes de lo clásico disfrutan de esta herencia sin
método ni respeto a la verdad arqueológica, y la consideran más
bien como un escenario de sentimientos e ideales. Así, al tratarse
de un legado deteriorado e imperfecto, sus propietarios los restauraban para embellecerlas: empleaban materiales distintos a los
originales, añadían partes modernas a obras antiguas, mezclaban
fragmentos de distintas períodos y autores, y «bautizaban» sin
fundamento. Como decía Montesquieu: «En Roma cuando descubren a un hombre serio sin barba, es un cónsul; si lleva barba, un
filósofo; si es un hombre joven, Antinoo». El resultado eran obras
híbridas, poco valiosas para el conocimiento de la estatua original,
pero muy precisas como expresión del gusto europeo.
museo nacional de escultura
En el siglo XVIII se propusieron pautas de interpretación racionales
y más cautelosas. Los estudiosos (Richardson, Mengs, Visconti) llegaron a la conclusión de que no todo era obra de Lisipo o de Fidias,
revisaron nombres e historias y demostraron que muchas eran
copias tardo-helenísticas o romanas de originales griegos perdidos,
idea aceptada a regañadientes. La máxima autoridad fue Winckelmann que, convencido de la superioridad de los griegos, elaboró
una historia de su arte, que aunaba placer estético y rigor histórico,
si bien con muchas limitaciones, pues el arte griego era inaccesible
físicamente por la ocupación turca.
La llegada d e la po pularidad
En el siglo XIX, con la fundación de los museos públicos y las
excavaciones arqueológicas impulsadas por las grandes estados
europeos, el panorama de «lo clásico» se ampliará fabulosamente:
se accederá a territorios desconocidos, se crearán instituciones de
estudio, se exhumarán obras fabulosas, como las del Partenón o
Pompeya. Sin embargo, pese a los descubrimientos, los viejos favoritos —el Laocoonte, la Venus Medici, el Hermafrodita o el Espinario— siguieron atrayendo con un prestigio incuestionable durante
varias generaciones y alcanzaron una popularidad extraordinaria.
Sus copias ya no eran un privilegio principesco: reposaban en las
chimeneas de los salones de la clase media, sostenían lámparas de
gas en los pasajes urbanos y se vendían en los bazares comerciales.
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La colección nacional
de reproducciones artísticas
español
El Museo Nacional de Reproducciones Artísticas en el Casón del Buen Retiro, Madrid
A. Le Roy, El antiguo Museo de Nantes, 1878. Musée des Beaux-Arts, Nantes
Originales y pintorescos,
serios e ins tructivos
y el descubrimiento del genio nacional, fueron las reliquias ibéricas o visigodas las que completaron las colecciones. Conservar la
memoria de los grandes logros de las civilizaciones más remotas
era una obligación ineludible, que compensaba la fealdad de la
modernidad urbana, que había traído el ferrocarril, el proletariado
o las lámparas de gas.
Con estos adjetivos se elogiaba, a finales del siglo XIX, un nuevo
tipo de museo formado por copias de obras maestras de las
grandes civilizaciones, que empezaron a proliferar en las capitales europeas. Su propósito era totalmente nuevo, pues si, por lo
general, los objetos expuestos en el resto de museos tenían una
vida anterior y habían sido desplazados de su lugar de origen y de
su función iniciales, éste era el primer caso cuyas obras se habían
fabricado para ir directamente a las peanas de los museos: una
verdadera rareza institucional.
H i jos d e su tiempo
Sin embargo, respondían a una necesidad de su tiempo. En primer
lugar, porque la cultura del siglo estaba dominada por el afán
enciclopédico. Y, en los museos, la utopía de «tenerlo todo», de
ofrecer un panorama completo del arte universal importaba más
que tener solo obras originales. Se consideraba que la Venus de
Medicis era tan «obra de arte» en el original como en un vaciado
de yeso, porque uno y otro plasmaban la representación que el
escultor imaginó en su mente. La materia era secundaria.
También influyó la afición por el pasado y por la historia, entendidos como fuente de autoridad y de buen gusto. Estos museos se
fundaron en coincidencia con las excavaciones arqueológicas de
las grandes potencias europeas. A medida que se descubrían los
mármoles del Partenón, los templos de Olimpia o la Venus de Milo
y se instalaban en las salas de los museos, los talleres de copias
fabricaban réplicas de estos bienes inexportables, pero prestigiosos. Luego, en una segunda fase, con el nacionalismo romántico
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La finalidad pedagógica
Crear museos con sucedáneos era una iniciativa inspirada por el
afán educativo: se trataba de crear un manual para los estudiantes,
un útil de trabajo para los artistas, un objeto de estudio para los
sabios. Esta era su mayor originalidad. Su función, era instruir; y
también adoctrinar. Adoctrinaban estéticamente, fijando modelos de imitación para los artistas; adoctrinaban políticamente,
pues fomentaban el orgullo de las raíces patrias o de la civilización
occidental; adoctrinaban socialmente contra toda tentación de
romper con el pasado; adoctrinaban moralmente, al ensalzar el
anonimato del copista.
La fundación d el Museo Nacional
d e Reproducciones Artís ticas
La moda de la copia culmina en España con la fundación del
Museo Nacional de Reproducciones Artísticas, iniciativa nacida
en el ambiente de la Restauración de la monarquía e impulsada
por Cánovas del Castillo. De las esperanzas depositadas en este
museo son elocuentes la sede que se le destinó, el Casón del
Buen Retiro, y la elección de su director, J. F. Riaño, un estudioso
de la Institución Libre de Enseñanza, colaborador de importantes museos ingleses, que adquirió en los talleres de los grandes
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Las colecciones del mnr a en su sede del Museo de América, Madrid
Las colecciones del MNRA en su sede del Casón del Buen Retiro, Madrid
Las colecciones del mnr a en su sede del Museo de América, Madrid
museos imitaciones de esculturas célebres, realizadas por reputados formatori (es decir, los responsables artísticos del proceso de
reproducción de la pieza). En 1881 se abrió con 156 piezas clásicas
—como el Laocoonte o las esculturas del Partenón—, y a medida
que las modas históricas iban cambiando, incorporó réplicas de
arte cristiano, modelos egipcios y asirios y, finalmente, ejemplares
ibéricos y medievales españoles, además de estatuas famosas de
Italia o Borgoña.
las colecciones antropológicas, donde la escultura africana o
oceánica les revelaba un mundo fascinante lleno de lecciones.
Pasado su función inicial, no supo encontrarse para ellos una
mirada actualizada.
El canto d el cisne d e la tradición
Pero ese fulgor fue breve. Desde comienzos del siglo XX, el
museo fue languideciendo. Aunque las antigüedades eran apreciadas como un patrimonio valioso, estas colecciones iban perdiendo atractivo para el público. En cierta manera, todos ellos
habían nacido tarde, cada vez más sumidos en una decadencia
causada por la aparición de serios competidores: la extensión
de formas mecánicas de reproducción sustitutivas (la fotografía,
sobre todo), la emergencia de hábitos de vida que hacían más
accesibles las colecciones «auténticas» —pues las clases medias
comenzaban a visitar los grandes museos europeos gracias a la
facilidad para viajar—, y, finalmente, una extendida abominación de la tradición entre las generaciones jóvenes de artistas,
comprometidos en una carrera en pos de «lo nuevo» que hacía
inservible la visita a los templos de la tradición, suplantados por
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La Bella Durmiente
En 1961, bajo el pretexto de una exposición sobre Velázquez, el
Museo Nacional de Reproducciones Artísticas abandonó el Casón.
Empezó entonces una trayectoria tortuosa que duró medio siglo,
con continuos cambios de sede, con las colecciones parcial y a
veces desganadamente instaladas, víctima del deterioro por las
pésimas condiciones de conservación y los continuos traslados y
sometido a proyectos fallidos —a excepción de su estancia en el
Museo de América o la exposición de parte de sus fondos en el
Museo Español de Arte Contemporáneo, entre 1990 y 2002—. Los
últimos diez años, almacenado en los sótanos del Museo del Traje,
los ha pasado en un silencio total, pese a mantener su actividad
interna. Se convirtió en una «Bella Durmiente» y dejó de ser un
museo, en el pleno sentido de la palabra: sin dotación, sin personal,
sin sede propia y, sobre todo, secuestrado del disfrute público.
En noviembre de 2011, el Ministerio de Cultura decretaba la
supresión administrativa del Museo Nacional de Reproducciones
Artísticas y confiaba sus colecciones al Museo Nacional de Escultura de Valladolid.
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El vaciado en escayola,
una técnica exacta y delicada
español
I. van Meckenem, San Lucas dibujando a la Virgen, 2.ª mitad del s. XV, Staatliche Museen zu Berlin
E.J. Dantan, Molde del natural, 1887. Götenborgs Konstmuseum, Gotemburgo
Nunca falta una leyenda
Procesos y procedimientos
Un día de frío, un joven pastor recogió piedras y unas ramas para
encender un fuego. Al calor de la llama, las piedras se convirtieron
en un polvo blanco. Al poco, se puso a llover y ese polvo se transformo en una pasta. Cuando salió el sol, la pasta se secó, y el joven
vio sorprendido que había recobrado la dureza de la piedra inicial.
El yeso había librado su secreto: nacía la técnica de la escayola.
La técnica apenas varió en el curso de los siglos. En primer lugar,
se sacaba un molde en negativo de la escultura original, realizado
en escayola —una pasta blanda y húmeda, mezcla de yeso y
agua, de secado rápido—. El molde solía dividirse en un mosaico
de fragmentos aplicados sobre la pieza, que variaban en tamaño
según que las partes a cubrir fuesen planas o detalles con resaltes y hundidos (como el cabello o el vestido). Previamente, el
original se había recubierto con una sustancia separadora para
impedir la adhesión del molde a la figura (aunque a veces dejaba
manchas). Una vez secados, se separaban cuidadosamente, y
se volvían a encajar entre si, sujetos con cuerdas o rodeados de
otra capa exterior de escayola. Era entonces cuando, se vertía
la escayola en el interior de ese molde. La suavidad del líquido y
su leve expansión permitían que, en el proceso, el yeso llegase a
las partes más recónditas del molde, que había sido tratado con
un aceite de linaza que hacía de antiadherente para evitar que el
molde absorbiese materia en el vertido. Los vaciados en escayola
suelen dejar a la vista intencionadamente las costuras de ese
mosaico que compone el molde, para exhibir la fineza del ajuste y
la habilidad técnica del formador. Esas finas líneas son claramente
visibles en muchas piezas de esta colección, como por ejemplo, en
el Discóbolo. Pero desafortunadamente, en muchos otros casos,
las líneas han sido suprimidas por una pátina blanca, para imitar la
superficie del mármol original.
Una práctica milenaria
El vaciado era ya empleado por los egipcios en sus máscaras funerarias y, luego, por los griegos (el primero, un hermano de Lisipo),
que reproducían así esculturas originales. Pero su verdadera historia comienza en el Renacimiento italiano, donde adquiere una
difusión formidable, paralela a la revolución de la imprenta, que se
incrementa en las cortes barrocas, en el siglo XVII, y en la Europa
ilustrada del siglo XVIII. Su Edad de Oro se alcanza en el siglo XIX,
con el desarrollo de las excavaciones y al servicio de la enseñanza,
en academias y universidades, o del ornato, en el ámbito doméstico, en una escala a medio camino entre el gran artesanado y la
pequeña industrialización. Uno de los más conocidos formatori,
Domenico Brucciani —autor de varios ejemplares de esta colección— inaugura en 1864 una galería de vaciados en el Covent Garden londinense.
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F. Carradori, Demostración de métodos para hacer moldes de escayola, 1802
G. Segal, La cena, 1964–1966, Walker Art Center, Minneapolis
Los ins trumentos d el oficio
El vaciado y la H is toria d el Arte
F. Carradori, en sus Instrucciones elementales para estudiantes de
escultura (1802), describe en un grabado el taller de un formador y
los instrumentos para realizar vaciados.
En nuestra tradición, la copia se enmarca en un contexto más
amplio, que ha orientado al arte occidental: la función del arte
como representación, como imitación de la vida humana y de las
cosas reales; y, por tanto, la aspiración a conseguir una semejanza
exacta. Pero, según una idea humanista que viene del siglo XVI,
una frontera jerarquiza dos tipos de semejanza: una, la imitación,
donde el artista logra una imagen realista, que puede llegar a ser
casi idéntica al modelo. Otra, la reproducción, donde el artífice se
sirve de medios mecánicos y obtiene una copia, igualmente idéntica. La primera goza de gran prestigio social, porque se valora el
talento creativo del artista, la invención formal, la originalidad, la
sutileza espiritual. La segunda tiene una historia muda y oscura,
porque se ve en ella la semejanza impura y sin mérito de la repetición mecánica, del objeto anónimo, del copista artesanal, de la
ausencia de originalidad, de la mera materia sin imaginación. Esa
escala de valores ignora, sin embargo, la complejidad del fenómeno.
Pues ni el oficio del artista ni los procedimientos de la escultura ni
la historia cultural se entienden sin la reproducción mecánica.
a: Estatua original sobre la que se va a hacer el molde. b: Primera
parte del molde. c: Segmento del molde, hecho de yeso. d: Espátula de acero para hacer segmentos. E: Pequeño cuenco para yeso
húmedo. F: Refinamiento con un cuchillo de una pieza del molde.
G: Barril para almacenar yeso. H: Saco para transportar yeso. I: Banquillo con una doble tapa giratoria. K: Cuenco para mezclar el yeso
y fabricar la escayola. L: Cántaro con agua disponible. M: Pieza del
molde ya acabada mientras es aceitada. N: Pincel para aplicar el
aceite. O: Molde de un brazo ya vaciado y listo para ser retirado.
P: Botella de aceite. Q: Bobina de alambre de hierro. R: Pinceles,
espátulas y pinzas. S: Molde donde se vierte el yeso. T: Caballetes
para una mesa portátil. V: Martillo para diversos usos.
El vaciado, garantía d e autenticidad
En un vaciado, la similitud formal con una escultura original es
plena, pues obtiene la semejanza al adherirse totalmente a la forma,
al operar por contacto directo y material: ofrece una garantía de
fidelidad, de autenticidad. A la vez, es un proceso en buena medida
«invisible», ciego, en el que no interviene la mente del artífice. Éste
prepara la mediación, pero, llegado el momento definitivo, no la
ejecuta personalmente: la realización de la copia va «de la materia
a la materia», en un mecanismo de transubstanciación. Este es
su poder, su magia esencial. Pues, como señala J. G. Frazer, en La
rama dorada, «cosas que han estado una vez unidas, y luego son
separadas, permanecen, a pesar de su alejamiento, unidas por un
vínculo de simpatía».
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Bustos de diversos personajes,
reales e imaginarios
1
español
5
2
3
4
Menelao
Zeus Blacas
Centauro
7
8
9
Joven nióbide
Caracalla
188 –217 d. C.
Calígula
12– 41 d. C.
Pericles
495 – 429 a. C.
Oenomaos
11
12
13
14
15
Cladeo
Dionisos
Varón lapita
Pelops
Mirtilos
16
17
18
19
20
Palemón (?)
Afrodita
Sátiro
(Fauno de Vienne)
Tiberio
42 a. C.–37 d. C.
Augusto velado
63 a. C.–14 d. C.
21
22
23
24
25
Varón romano
s. I d. C.
Alejandro Magno
356 – 323 a. C.
Retrato masuclino
1er tercio s. I d. C.
Augusto joven
63 a. C. –14 d. C.
Hombre
con yelmo
26
27
29
30
Mujer lapita
Falso Séneca
Homero
Venus
Marco Aurelio
121–180 d. C.
6
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28
Epicuro
c. 341– 270 a. C.
Marciana Augusta
48 –112 d. C.
10
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Los frontones d el Templo d e Zeus en Olimpia
Héroes, dioses y hombres
oenomaos (10), rey de la ciudad griega de Pisa, tenía la costumbre
de desafiar a los pretendientes de su hija Hipodamia a una carrera
de carros. Todos pagaban la derrota con su vida hasta que el decimocuarto, pelops (14), logró ganarle. Lo consiguió, según algunas
versiones, sobornando a mirtilos (15), auriga de Enomaos, para
que sustituyera el eje del carro por otro de cera. Esta escena, junto
con la representación antropomórfica del río cl adeo (11), figuraba en el frontón oriental del templo de Zeus en Olimpia, del que
procede también el hombre con yelmo (25). El frontón occidental del mismo templo relata lo ocurrido con ocasión de la boda de
Piritoo, jefe de los l apitas (13). Habiendo invitado al banquete
a los centauros (4), éstos, trastornados por el vino, intentaron
raptar a la novia y a todas l as mujeres l apitas (26). La lucha
acabó con la victoria de los humanos y la leyenda se convirtió en
una de las expresiones del orgullo nacional griego, que veía en ella
un triunfo de la razón sobre la barbarie.
La Iliada es, junto con la Odisea, el poema épico fundador de
la historia griega. En torno a homero (29), su autor, todo es
misterioso, incluso su propia existencia. La Iliada narra la guerra
entre griegos-aqueos y troyanos, cuyo desencadenante fue una
decisión de afrodita (17), diosa del amor, o venus (30) para
los romanos. Ésta había ofrecido a Paris la mujer más hermosa
del mundo, Helena, esposa de menel ao (2), rey de Esparta y
hermano de agamenón (sección 1), rey de Micenas y jefe del
ejército aqueo. El rapto de Helena fue la causa de la guerra de
Troya, en la que hombres y dioses coexisten y se parecen entre sí,
como sucede en el caso de her a (sección 1), esposa de zeus (3),
que toma partido incondicional por los griegos en la destrucción
de Troya. No es la primera vez que Hera interviene en los asuntos
humanos; también protege la nave de los Argonautas, entre quienes se encuentra palemón (16), hijo de Hefesto. Hera se dedicó
igualmente a perseguir de manera incansable a los vástagos
de Zeus, resultado de sus infidelidades: dionisos (12) recorrió
Egipto, Siria y Frigia huyendo de la celosa esposa de Zeus, y asentó
su culto en todos los países mediterráneos, siendo representado
habitualmente con un cortejo de Bacantes, Silenos y sátiros
(18). Este culto dionisiaco a los placeres de la vida ha sido asimilado con frecuencia, y de manera simplista, al Epicureísmo, una
corriente filosófica helenística formulada por epicuro (28) que
tiene un mayor transfondo, al defender el sabio cultivo del placer,
frente al Estoicismo, otra de las grandes escuelas filosóficas del
periodo helenístico, seguida por filósofos romanos como séneca
(27), o incluso algún emperador, como marco aurelio (1). La
aspiración estoica del hombre es la libertad, y ésta consiste
en «no ser esclavo de nada, de ninguna necesidad, de ningún
accidente». Estas ideas mantuvieron gran vigencia en la Europa
moderna, y aunque no está claro que el ciudadano romano de
este retrato sea Séneca, no cabe duda alguna de la clara individualidad con que está representado, al contrario de lo que ocurre
con pericles (9) y el retrato clásico: éste ofrece, en realidad, una
imagen idealizada del buen gobernante.
El retrato político
La tradición del retrato de propaganda política tiene un claro punto
de partida en alejandro magno (22), que estableció minuciosamente cómo y por quién quería ser representado. Cuando Roma
conquistó Grecia, aunó esta tradición con algunos de sus ritos funerarios, y el retrato comenzó a extenderse entre particulares por todo
el imperio. (21, 23). Tres siglos después de Alejandro, augusto (20,
24), otro gran gobernante, desplegó una amplísima y cuidada campaña iconográfica como uno de los pilares de la consolidación de
su poder y su fama. A partir de ahí, la imagen imperial marcará la
evolución de toda la retratística romana, que nos ha legado desde
efigies de los más inmediatos sucesores de Augusto, como tiberio
(19) o calígula (8), hasta las mujeres de la familia imperial, como
marciana augusta (5), hermana de Trajano. caracalla (7) fue
uno de los emperadores que hubo de asistir al proceso de descomposición política y territorial del imperio, si bien la Historia le
recuerda sobre todo por el importante edicto que lleva su nombre
y que concedió los derechos de ciudadanía a todos los habitantes
libres de su territorio.
museo nacional de escultura
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