Rusia y el retorno del imperio

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GEORGIA PRIMERO, UCRANIA
DESPUÉS, Y LA CRECIENTE
ASERTIVIDAD DE MOSCÚ EN EL
ESCENARIO GLOBAL:
Rusia
y
retorno
imperio
el
del
Por Andrés Molano-Rojas (*)
Especial para EL NUEVO SIGLO
09 de noviembre 2014
No debería sorprender a nadie el
intenso activismo diplomático y
militar, unas veces directo y otras
intermediado,
que
ha
venido
desplegando Rusia en el escenario
global tras salir del estado de
“hibernación”
que
forzosamente
atravesó durante los años de Yeltsin,
una vez terminada la Guerra Fría y al
cabo de la implosión de la Unión
Soviética. La creciente asertividad de
Moscú y su reivindicación cada vez
más explícita de un papel protagónico
en
la
política
mundial
son
particularmente intensas en relación
con el antiguo espacio soviético —en el
Cáucaso primero, más recientemente
en Ucrania, e incluso, aunque más
discretamente, en Asia Central—. Pero
en modo alguno se circunscriben a
este.
Antes bien, la proyección
geopolítica
rusa
comprende
actualmente también a los antiguos
clientes y socios de la era bipolar, a
quienes intenta atraer de nuevo al
redil o preservar en medio de
circunstancias adversas —como Cuba y
Siria—, pero además alcanza nuevos y
más dilatados confines, en África y en
el Hemisferio Occidental inclusive.
Sería un error atribuirle todo el mérito
del resurgimiento ruso a Vladimir
Putin, aunque no cabe duda de que su
talante, la fuerza de su ambición, su
propia idea de sí mismo, y su enorme
astucia política, han sido un factor
determinante en todo el proceso. Pero
a su lado han estado también hombres
como Dmitri Medvedev —actual
Primer Ministro y Presidente entre
2008 y 2012, con quien hizo un
enroque para volver al Kremlin sin
siquiera abandonarlo—, y Serguéi
Lavrov —un curtido e impasible
diplomático formado en el Instituto
Estatal de Relaciones Internacionales
de Moscú, quien ha sido la cabeza
visible de la política exterior rusa
desde hace una década.
La vocación imperial rusa
En el fondo, los renovados bríos de
Rusia
se
alimentan
de
su
imperecedera identidad y de su
vocación imperial, profundamente
impregnadas
de
fatalidad
y
providencialismo.
Para Rusia, el
“imperio”
es
una especie
de
predestinación sacralizada. Ya en 1510
(más de un siglo antes de que en la
bahía de Massachusetts el predicador
John Winthrop pronunciara su famoso
sermón sobre “la ciudad sobre una
colina”, que tanto ha inspirado la idea
que tienen los Estados Unidos de su
rol en la historia), el monje Filoteo de
Pskov advertía a Basilio III, padre de
Iván el Terrible —primer Zar de Todas
las Rusias—, que “Dos Romas han
caído, pero la tercera permanece, y no
habrá una cuarta jamás”.
No en vano, Basilio III era hijo de Iván
III y de Sofía Paleóloga —sobrina de
Constantino XI, último emperador
bizantino. Fue él quien adoptó el
águila bicéfala de los bizantinos —un
símbolo que aún hoy figura en el
escudo de la Federación Rusa—, y
quien empezó a construir el mito de la
sucesión imperial: luego de la Roma
de los Césares y de Constantinopla,
correspondía a Moscú ser el tercer (y
el último) Imperio.
Un imperio
cimentado —como bien supo decirlo el
escritor Mijaíl Bulgákov cuatro siglos
después— en la ortodoxia y la
autocracia, sin que la dictadura
soviética ni el régimen de Putin
constituyan una excepción.
La lógica imperial de la Rusia de
Putin
En septiembre de 2008 —cuando
recién se habían enfriado los cañones
de la “Guerra del Verano” en el
Cáucaso— el entonces presidente ruso
Dmitri Medvedev concedió una
entrevista en la que delineó los cinco
principios rectores de la política
exterior rusa. Se trata de verdaderos
axiomas, formulados con una claridad
meridiana y en un lenguaje tan
contundente como decimonónico.
El
primero
de
ellos
es
el
reconocimiento
del
derecho
internacional, tal y como Rusia lo
entiende. Es decir, poniendo el énfasis
en la inviolabilidad de la soberanía y
subordinándolo a la historia y a la
fuerza de los hechos cumplidos, en la
más estricta tradición westfaliana y del
realismo político. Esa interpretación
resulta naturalmente ofensiva para los
defensores del legalismo internacional.
Pero es perfectamente congruente con
esa otra tradición jurídica, ubicada en
las antípodas del legalismo, que frente
a la pretensión racionalista de que es
posible domesticar el poder mediante
el derecho —tantas veces puesta en
entredicho por la contundencia de los
acontecimientos y por los imperativos
de la necesidad política— opone, tal
vez con un pragmatismo descarnado,
la prevalencia de lo fáctico sobre lo
normativo.
En segundo lugar, Medvedev invoca la
“multipolaridad”. Una multipolaridad
definida en negativo, como ausencia
de hegemonía, y que por lo tanto,
implica
la
coexistencia
(no
necesariamente el entendimiento) de
las potencias, con arreglo a dos
principios subsecuentes:
el de
involucramiento (opuesto por igual al
aislacionismo auto-impuesto y a la
exclusión) y el de las esferas de
influencia —distribuidas en función de
los “intereses prioritarios”, y cuyo
respeto es condición imprescindible
para el mantenimiento de la
estabilidad
internacional.
El
pentálogo viene a completarlo la
declaración de que Rusia “protegerá la
vida y dignidad de sus ciudadanos,
donde quiera que se encuentren”, es
decir, incluso más allá de las fronteras
actuales, y especialmente —lo dice sin
decirlo— a aquellas comunidades en la
diáspora (como en Crimea o los países
bálticos).
¿El retorno del imperio?
La doctrina Medvedev fue formulada
poco después de la aplastante
intervención militar rusa en Georgia,
pero es mucho más que un intento de
justificación ex post facto. Por el
contrario, es el resultado de un
cuidadoso proceso de recuperación
geopolítica, y condensa, en los cinco
principios que la integran, la visión
que
Rusia
tiene
del
orden
internacional del siglo XXI.
Desde entonces la práctica de la
política exterior rusa ha estado
encaminada a hacer realidad esa
visión. Rusia se ha vuelto otra nación
indispensable, ya se trate de la crisis
siria o para tramitar el contencioso
nuclear iraní. La forma en que emplea
su derecho de veto en el Consejo de
Seguridad tiene tanto de afirmación de
sus propios intereses como de
validación
de
su
necesaria
participación en los temas globales. Al
mismo tiempo, ha hecho serias
advertencias sobre la escasa tolerancia
que está dispuesta a conceder,
recurriendo para ello incluso a nuevas
formas de guerra, como la ciberguerra
que lanzó contra Estonia en 2009. Por
otra parte, ha decantado las lecciones
aprendidas sobre la marcha, y ante el
éxito de su experimento con Osetia y
Abjasia, sigue apostando por la
creación de nuevos bantustanes en su
periferia inmediata (el más reciente de
ellos, en el este de Ucrania). Y para
asegurar la vigencia de su idea de
multipolaridad y garantizar su zona de
influencia, ensaya también con un
multilateralismo hecho a su medida:
el de la Organización del Tratado de
Seguridad Colectiva y el de la Unión
Euroasiática.
En un libro reciente los profesores
estadounidenses Jane Burbank y
Frederick Cooper han aventurado la
hipótesis de que “el imperio ha sido
una forma de Estado claramente
duradera… En comparación, la
nación-estado parece una anécdota en
el horizonte histórico, una forma de
Estado
que
ha
aparecido
recientemente por uno de los extremos
de un cielo plenamente imperial y que
es probable que arraigue en la
imaginación política del mundo de
manera parcial o transitoria”. Tal vez
el caso ruso no sea necesariamente
peculiar ni excepcional.
Quizás
anticipe el resultado final del largo
periodo de transición en el que ha
vivido el mundo desde la caída del
Muro de Berlín hace exactamente 25
años: el retorno del imperio como
forma y como lógica política
predominante
en
el
sistema
internacional. +++
(*) Profesor de la Facultad de Relaciones
Internacionales de la Universidad del
Rosario. Catedrático de la Academia
Diplomática “Augusto Ramírez Ocampo”.
Director Académico del Observatorio de
Política y Estrategia en América Latina
(OPEAL) del Instituto de Ciencia Política
“Hernán Echavarría Olózaga”.
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