Versión PDF - Pfizer Colombia

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Fernando Gómez Garzón
Editor
Desde su creación en 1849, Pfizer ha trabajado
por mejorar la calidad de vida de las personas.
Somos una compañía que aplica la ciencia y sus
recursos globales a favor de la salud y el bienestar
en todas las edades. Luchamos por establecer
estándares de calidad y seguridad en el descubrimiento, el desarrollo y la producción de
medicamentos. Nuestro diversificado portafolio
incluye medicamentos biológicos, pequeñas
moléculas y productos de consumo.
Los colegas de Pfizer trabajamos día a día en
mercados desarrollados y emergentes para
avanzar en la prevención, el tratamiento y la cura
de las más temidas enfermedades de nuestro
tiempo. Fieles a nuestra responsabilidad como la
compañía biofarmacéutica más importante del
mundo, también colaboramos con los profesionales de la salud, los gobiernos y las comunidades locales para generar acceso a programas
integrales de salud que sean socialmente responsables y económicamente viables.
Pfizer ha estado presente en Colombia desde
1953. Gracias a su investigación y desarrollo en
el ámbito de la salud mental, hoy es uno de los
laboratorios líderes en soluciones para el
tratamiento de la depresión en el país.
César Augusto Arango-Dávila · Rodrigo Córdoba · Silvia L. Gaviria Arbeláez
Pedro G. Guerrero G. · Francisco Lopera R. · Mario Alberto Peña García
David A. Pineda Salazar · Noemí Sastoque Parisier · Jorge Téllez Vargas
Camilo Umaña Valdivieso
Editor: Fernando Gómez Garzón
Fernando Gómez Garzón nació en Bogotá en
1967. Es periodista con amplia experiencia en la
redacción y edición de textos. Fue editor cultural
de la revista Semana entre 1991 y 1995, y subeditor
general de esta misma publicación entre 1995 y
1999, con especial énfasis en los temas de salud,
gente, vida moderna y cultura. Las mismas áreas
estuvieron bajo su responsabilidad durante 1999 y
2008, cuando trabajó como subeditor general del
semanario Cambio. Actualmente se desempeña
como jefe de redacción de la revista Cromos.
Durante su trayectoria ha sido autor de varios
artículos relacionados con la cultura y la salud. En
1993 fue finalista del concurso de cuento Carlos
Castro Saavedra. En 1994 recibió el Premio
Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la
categoría de mejor artículo cultural en prensa,
por el texto “Queremos tanto a Julio”, sobre el
escritor argentino Julio Cortázar. En 2003
publicó, en compañía de Alejandra Balcázar, el
libro La horrible noche, la fuga de Pablo Escobar, sobre los
acontecimientos que desembocaron en la fuga del
jefe del Cartel de Medellín de la cárcel de
Envigado.
***
Fernando Gómez Garzón
Editor
Desde su creación en 1849, Pfizer ha trabajado
por mejorar la calidad de vida de las personas.
Somos una compañía que aplica la ciencia y sus
recursos globales a favor de la salud y el bienestar
en todas las edades. Luchamos por establecer
estándares de calidad y seguridad en el descubrimiento, el desarrollo y la producción de
medicamentos. Nuestro diversificado portafolio
incluye medicamentos biológicos, pequeñas
moléculas y productos de consumo.
Los colegas de Pfizer trabajamos día a día en
mercados desarrollados y emergentes para
avanzar en la prevención, el tratamiento y la cura
de las más temidas enfermedades de nuestro
tiempo. Fieles a nuestra responsabilidad como la
compañía biofarmacéutica más importante del
mundo, también colaboramos con los profesionales de la salud, los gobiernos y las comunidades locales para generar acceso a programas
integrales de salud que sean socialmente responsables y económicamente viables.
Pfizer ha estado presente en Colombia desde
1953. Gracias a su investigación y desarrollo en
el ámbito de la salud mental, hoy es uno de los
laboratorios líderes en soluciones para el
tratamiento de la depresión en el país.
César Augusto Arango-Dávila · Rodrigo Córdoba · Silvia L. Gaviria Arbeláez
Pedro G. Guerrero G. · Francisco Lopera R. · Mario Alberto Peña García
David A. Pineda Salazar · Noemí Sastoque Parisier · Jorge Téllez Vargas
Camilo Umaña Valdivieso
Editor: Fernando Gómez Garzón
Fernando Gómez Garzón nació en Bogotá en
1967. Es periodista con amplia experiencia en la
redacción y edición de textos. Fue editor cultural
de la revista Semana entre 1991 y 1995, y subeditor
general de esta misma publicación entre 1995 y
1999, con especial énfasis en los temas de salud,
gente, vida moderna y cultura. Las mismas áreas
estuvieron bajo su responsabilidad durante 1999 y
2008, cuando trabajó como subeditor general del
semanario Cambio. Actualmente se desempeña
como jefe de redacción de la revista Cromos.
Durante su trayectoria ha sido autor de varios
artículos relacionados con la cultura y la salud. En
1993 fue finalista del concurso de cuento Carlos
Castro Saavedra. En 1994 recibió el Premio
Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la
categoría de mejor artículo cultural en prensa,
por el texto “Queremos tanto a Julio”, sobre el
escritor argentino Julio Cortázar. En 2003
publicó, en compañía de Alejandra Balcázar, el
libro La horrible noche, la fuga de Pablo Escobar, sobre los
acontecimientos que desembocaron en la fuga del
jefe del Cartel de Medellín de la cárcel de
Envigado.
***
12 personajes en busca
de psiquiatra
© PFIZER S.A.S., 2012
Avenida Suba No. 95-66
Teléfono (571) 600 2300
Bogotá, Colombia
www.pfizer.com.co
Sylvia Varela
Gerente General
Constanza Zambrano
Directora de Unidad de Negocio
Cuidado Primario y Productos Establecidos
María del Pilar Rojas
Gerente de Producto
Línea Sistema Nervioso Central
[email protected]
Carlos Dáguer
Gerente de Comunicaciones
[email protected]
Agradecemos a María Bernarda Caicedo y Giovanna Matiz
por su atenta lectura, acertadas correcciones y oportunos consejos.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de los autores
y no necesariamente representan el criterio de Pfizer.
ISBN: 978-958-57611-0-0
Diseño:
www.scd.com.co
12 personajes en busca
de psiquiatra
10 especialistas diagnostican a 12 protagonistas
de la literatura colombiana.
César Augusto Arango-Dávila
Rodrigo Córdoba
Silvia L. Gaviria Arbeláez
Pedro G. Guerrero G.
Francisco Lopera R.
Mario Alberto Peña García
David A. Pineda Salazar
Noemí Sastoque Parisier
Jorge Téllez Vargas
Camilo Umaña Valdivieso
Editor
Fernando Gómez Garzón
CONTENIDO
Introducción | Sylvia Varela | Pág. 7
1. El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño | Perfil
psicopatológico y clínico de José Arcadio Buendía, fundador de Macondo | César
Augusto Arango-Dávila | Pág. 9
2. La pesadilla de Dios | Del trastorno disocial al trastorno antisocial de la
personalidad: una explicación a partir de Alexis, personaje de La Virgen de los
Sicarios | David A. Pineda Salazar | Pág. 29
3. Bolívar: dos hombres, un héroe | La mente del Libertador en la pluma de Álvaro
Mutis, Gabriel García Márquez y Evelio Rosero | Jorge Téllez Vargas | Pág. 53
4. El hijo de David | El duelo como eje central en la novela La luz difícil, de Tomás
González | Camilo Umaña Valdivieso | Pág. 71
5. Florentino Ariza: Quijote y Don Juan | Una patobiografía del protagonista
de El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez | Pedro G.
Guerrero G. | Pág. 85
6. La vida en otra parte | Las euforias y las melancolías de Agustina Londoño,
protagonista de la novela Delirio, de Laura Restrepo | Rodrigo Córdoba |
Pág. 101
7. Del lado de allá | El síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple, visto a
través del análisis psiquiátrico de Esteban, Jung y Paula, personajes de la novela
El síndrome de Ulises, de Santiago Gamboa | Mario Alberto Peña
García | Pág. 121
8. La enfermedad del olvido | Comentarios a la obra En la laguna más
profunda, de Óscar Collazos | Francisco Lopera R. | Pág. 137
9. La vida extrema de Rosario Tijeras | Una aproximación a la psicopatología del
personaje de la novela homónima de Jorge Franco | Silvia L. Gaviria Arbeláez |
Pág. 153
10.¡Pobre viejecita! | Sobre los padecimientos mentales de la protagonista del
celebérrimo poema infantil de Rafael Pombo | Noemí Sastoque Parisier (con
intervención de Fernando Gómez Garzón) | Pág. 169
INTRODUCCIÓN
E
ntre tantas respuestas que se han dado a por qué leemos novelas, hay una especialmente pertinente para
esta ocasión: porque nos permiten habitar en la piel
de los otros, experimentar vidas ajenas y adentrarnos en
mentes distintas a la nuestra. Las novelas son, por tanto,
una forma de conocer el mundo, aun cuando suelan levantarse sobre los pilares de la ficción.
Pero conocer no siempre significa comprender. A veces ni los mismos seres humanos, presuntos dueños de sus
actos, entienden los juegos de su mente. Por eso exigimos
explicaciones para todas esas euforias, nostalgias, ilusiones,
culpas, cóleras y olvidos; reclamamos respuestas racionales
para adaptarnos al mundo y prodigarnos una mejor calidad
de vida.
Este libro tiene, en consecuencia, un propósito educativo. Por iniciativa de Pfizer Colombia, un selecto grupo
de psiquiatras y neurólogos han sido invitados a responder
cómo, a la luz de nuestro tiempo, habrían diagnosticado y
tratado a diversos personajes de las letras colombianas ante
el improbable escenario de que tocaran las puertas de sus
consultorios. Como resultado, los lectores navegarán por
las mentes de estos seres nacidos de la ficción –o de la realidad pero convertidos en ficción– y la comprenderán gracias
a la interpretación que los especialistas aventuran a partir
de los elementos disponibles en las narraciones.
Esta publicación no reemplaza la lectura de las creaciones
literarias. Simplemente, toma unas pocas citas de referencia
y las aborda de manera exclusiva desde la perspectiva de la
salud mental. Ofrece un contexto básico, sí, pero abierta-
mente invita a volver a los anaqueles de la biblioteca, tomar
las obras y leerlas –o releerlas– desde una dimensión pocas
veces explorada.
Con 12 personajes en busca de psiquiatra también deseamos que
los lectores adquieran las herramientas básicas para identificar los trastornos mentales, reconsideren sus juicios frente a quienes los padecen y conozcan los avances científicos
para su tratamiento. Para cumplir con el propósito educativo que nos hemos trazado, todos los colombianos pueden
descargar gratuitamente este libro, en formato digital, desde nuestra página web (www.pfizer.com.co).
La lectura de estas páginas permitirá a las personas ajenas al ámbito de la psiquiatría y la neurología derribar una
buena cantidad de mitos: este libro ratifica las bondades de
la medicación pero también confirma que no es un destino
ineludible; revela los beneficios indirectos de los trastornos
mentales pero pone de manifiesto el alto grado de incapacidad y sufrimiento que acarrean para el paciente y quienes
lo rodean; muestra la complejidad de la ciencia pero enseña
que no es ajena al entretenimiento, la poesía y el humor.
Todos los atributos de este proyecto no serían tales sin la
apertura y generosidad de la nómina de psiquiatras y neurólogos de primer nivel que pusieron su saber al servicio
de los lectores, y sin la orientación de un editor, Fernando
Gómez Garzón, que en este libro amalgama lo mejor de
una carrera profesional a caballo entre el periodismo científico y el cultural.
A ellos y a los lectores de este libro, ¡gracias! Con su conocimiento, su esfuerzo y su tiempo contribuyen a hacer de
nuestro lema una realidad: trabajar juntos por un mundo
más saludable.
Sylvia Varela | Gerente General Pfizer Colombia
1
El hombre que terminó
amarrado a un árbol
de castaño
Perfil psicopatológico y clínico de José Arcadio
Buendía, fundador de Macondo.
César Augusto Arango-Dávila
CÉSAR AUGUSTO ARANGO-DÁVILA (Sevilla, Colombia, 1963) es médico cirujano de la Universidad del Quindío, psiquiatra de la Universidad Javeriana de
Colombia, magíster en Ciencias Básicas Médicas, y PhD en Neurociencias de la
Universidad del Valle, con posdoctorado del Instituto Ramón y Cajal de España.
Autor de varias decenas de artículos científicos, es jefe del Área de Psiquiatría y
Psicología de la Fundación Valle del Lili, y docente de la Facultad de Medicina de
la Universidad Icesi, en Cali. Aparte de dirigir varios proyectos de investigación
en Ciencias Básicas, es miembro activo de varias asociaciones científicas, como la
Asociación Colombiana de Psiquiatría, la Asociación Colombiana de Psiquiatría
Biológica, y el Colegio Colombiano de Neurociencias. También es miembro del
comité editorial de la Revista Colombiana de Psiquiatría y de la publicación Carta de la Salud
de la Fundación Valle del Lili. Es tutor de varios estudiantes de maestría y doctorado en la línea de investigación de isquemia cerebral experimental. Conferencista
nacional e internacional. Fue galardonado con el Premio Internacional en Ciencias
de la Salud Juan Jacobo Muñoz de la Organización Sanitas Internacional, versiones 2008 y 2011, y ha obtenido otros reconocimientos como el Premio Psiquiatra
Excelencia de la Asociación Colombiana de Psiquiatría Biológica 2005, el Premio
SONA de la Sociedad Neuropsicológica de Antioquia 1999, y otros premios a los
mejores artículos publicados en la Revista Colombiana de Psiquiatría y posters nacionales
e internacionales.
En este ensayo, el especialista analiza a José Arcadio Buendía, uno de los personajes
principales de Cien años de soledad, célebre novela de Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927) publicada en 1967. Fundador de Macondo, José Arcadio es el artífice de
la saga de los Buendía, la familia sobre la cual gira la narración.
Advertencia
Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han
sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro
del texto, entre paréntesis, se anotan los números de
página correspondientes.
•• GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel (GGM). Cien años de
soledad. Edición conmemorativa. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española. Alfaguara, 2007.
Cuadro clínico El paciente presenta una pérdida acelerada del contacto con
la realidad. Su inicial emprendimiento ha desembocado en
un cúmulo de iniciativas fantásticas, aunque de poca utilidad.
Ha descuidado su aspecto personal y dedica poca atención a
su esposa y a sus hijos. Sufre alucinaciones visuales y auditivas. Duerme poco, habla solo y, en ocasiones, en un lenguaje
ininteligible. Por no saber qué más hacer con él, sus familiares lo han amarrado al árbol de castaño, en el patio de la casa.
El diagnóstico es esquizofrenia. Se recomienda intervención
psicoterapéutica y administración de antipsicóticos.
E
ntre los personajes de Cien años de soledad, pocos tan
fascinantes para la psiquiatría como José Arcadio
Buendía. Ese “poeta de la ciencia”, como el propio
García Márquez bautizó a los alquimistas en sus reportajes
sobre los países de la Cortina de Hierro, no solo fue el artífice de la estirpe de los Buendía que da vida al libro, sino
el gran “patriarca juvenil” alrededor del cual se construyó
la monumental historia de Macondo. Eso sí, al precio de su
propia locura, que es la que analizaremos a continuación.
Dotado de un entusiasmo y una imaginación desbordados, José Arcadio Buendía se echó al hombro la responsabilidad de fundar un pueblo; aunque más tarde, maravillado
por la ciencia que le prodigaba a puchos el gitano Melquíades, se entregó a empresas imposibles motivado por intuiciones bárbaras que lo separaron poco a poco de la realidad
hasta sumirlo en un mundo propio del que ya no volvería nunca.
Quizás donde se percibe mejor ese tránsito es en el pasaje
en el que José Arcadio Buendía nota cierto desvarío en el
tiempo. Entró al taller de su hijo Aureliano, le preguntó
qué día de la semana era, y este le respondió que era martes.
Sin embargo, al advertir que el cielo, las paredes y las begonias eran las mismas de la víspera, insistió en que seguía
14
12 personajes en busca de psiquiatra
siendo lunes. Como la sensación se repitió el miércoles, el
jueves y el viernes, el personaje “no tuvo la menor duda de
que seguía siendo lunes” (GGM, ibídem, p. 96).
Esta es una de las manifestaciones frecuentes de un trastorno mental que implica la pérdida del contacto con la
realidad. La vivencia angustiosa de extrañeza en la cual se
percibe algo intangible, es, casi siempre, una señal de desrealización, un fenómeno relacionado con la desestructuración
del yo que consiste en una “alteración de la percepción de
la experiencia del mundo exterior del individuo, de forma
que aquel se presenta como extraño o irreal”.1
La comprensión actual de la enfermedad mental permite inferir que la desrealización resulta de una perturbación
química del cerebro, de tal manera que la percepción y la
vivencia del sí mismo y del entorno se manifiestan como
algo nuevo, como algo diferente, usualmente incomprensible, que obliga al individuo a examinar los objetos en una
búsqueda engañosa de lo novedoso:2 “Pasó seis horas examinando las cosas, tratando de encontrar una diferencia
con el aspecto que tuvieron el día anterior, pendiente de
descubrir en ellas algún cambio que revelara el transcurso
del tiempo” (GGM, ibídem, p. 96).
De hecho, en estos padecimientos es posible encontrar
una manifestación clínica denominada signo del espejo, en la
cual la persona se ve en la necesidad de mirar permanentemente su reflejo para no perder la noción de sí misma.
La desrealizacion, por constituirse en una vivencia de
extrañeza, genera miedo, un miedo que adquiere gran intensidad hasta convertirse en lo que se conoce como una
1. American Psychiatric Association. Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM-IV-TR. 2004.
2. Arango-Dávila, César. “El cerebro: de la estructura y la función a la psicopatología”. Segunda parte: “La microestructura y el procesamiento de la información”, en Revista Colombiana de Psiquiatría, vol. XXXIII, núm. 1, 2004, pp. 126-154.
El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño
15
ansiedad psicótica o ansiedad flotante. Esta experiencia, con características de aniquilación, de pérdida de la noción del
sí mismo o de la noción del entorno, puede desencadenar
severas alteraciones de la conducta, como las experimentadas por José Arcadio Buendía:
Entonces agarró la tranca de una puerta y con la violencia salvaje de su
fuerza descomunal destrozó hasta convertirlos en polvo los aparatos de
alquimia, el gabinete de daguerrotipia, el taller de orfebrería, gritando
como un endemoniado en un idioma altisonante y fluido pero completamente incomprensible. Se disponía a terminar con el resto de la casa
cuando Aureliano pidió ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez hombres para tumbarlo, catorce para amarrarlo, veinte para arrastrarlo hasta
el castaño del patio, donde lo dejaron atado, ladrando en lengua extraña
y echando espumarajos verdes por la boca (GGM, ibídem, p. 96).
Un destino inevitable
Antes de expresar estas señales de locura, José Arcadio
era un hombre emprendedor y obstinado. Sin embargo, ese
emprendimiento y esa obstinación tuvieron un origen que
explican muy bien sus síntomas.
En su adultez joven, se casó con su prima Úrsula Iguarán.
Pero su matrimonio no fue consumado por más de un año,
por el temor a tener hijos con cola de cerdo. Dentro de los
antecedentes familiares había existido un Buendía casado
con una prima, de cuya unión nació un hijo con una cola
“cartilaginosa y en forma de tirabuzón con una escobilla de
pelos en la punta”, que “pasó la vida con pantalones englobados y flojos” y que a la edad de cuarenta y dos años murió
desangrado cuando un carnicero amigo se la cortó de un
tajo (GGM, ibídem, p. 30).
Por esta razón, Úrsula se negó a consumar el matrimonio
y usaba un pantalón de castidad. Los encuentros de la pareja
se limitaban a forcejeos, y la gente comenzó a rumorar que
ella seguía siendo virgen porque su esposo era impotente.
En una riña de gallos, cuando el animal de José Arcadio
Buendía le ganó al de Prudencio Aguilar, este le gritó ante
16
12 personajes en busca de psiquiatra
todas las personas de la gallera: “Te felicito. A ver si por fin
ese gallo le hace el favor a tu mujer” (GGM, ibídem, p. 31).
José Arcadio se sintió profundamente ofendido, lo retó a
duelo y varios minutos después le atravesó el cuello con una
lanza. Esta muerte fue interpretada como un duelo de honor. Sin embargo, dejó en José Arcadio Buendía y en Úrsula Iguarán un remordimiento que los obligó a emigrar del
pueblo con un grupo de seguidores. Al no encontrar la ruta
del mar, tras haber pasado la noche al lado de un río, José
Arcadio suspendió la travesía influenciado por un sueño.
“Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro junto
al río, en el lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la
aldea” (GGM, ibídem, p. 35). No era otra que Macondo.
En este relato hay varios aspectos que afectaron de forma importante las condiciones psicológicas de José Arcadio Buendía:
1. La experiencia de ver vulnerada su sexualidad y la noción
de su masculinidad. Ante la negativa de su esposa, requirió reprimir durante mucho tiempo su pulsión genital,
su necesidad de copulación. Es significativo que el arma
utilizada por José Arcadio para matar a su agraviador
haya sido precisamente una lanza, referente fálico que
le clavó de forma certera y contundente, para después,
esa misma noche, blandiendo la misma lanza, obligar a
su mujer a no ponerse el pantalón de castidad y copular
agresivamente con ella. Queda así establecido un complejo de sexualidad y muerte, muerte y copulación, descarga agresiva y descarga sexual, penetración a un hombre
para penetrar a una mujer. Distorsión para siempre de
la sexualidad que se asocia a la muerte y, finalmente, a
la culpa.
2.Si bien el suceso en el que murió Prudencio Aguilar se
definió como un duelo de honor, el resultado en José
Arcadio Buendía fue un sentimiento de culpa desbor-
El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño
17
dado que lo siguió acompañando el resto de su vida. El
fantasma de Prudencio Aguilar comenzó a aparecerse de
manera reiterada en la casa a pesar de las amenazas de
José Arcadio para que se fuera. La tristeza que el muerto
manifestaba lo privó de dormir bien, hasta que decidió
irse del pueblo con los suyos.
3.El destierro de su propio pueblo, con el consiguiente
desarraigo de sus orígenes, es la expresión más clara de
la culpa de José Arcadio Buendía. Esta ruptura implicó
generar una nueva identidad sobre un antecedente nefasto. Así, como se ve en la novela, la distancia geográfica
no fue suficiente para desprenderse de las consecuencias
del suceso.
4.Si bien lo ocurrido alteró la función erótica y copulatoria de la sexualidad, la función reproductora del sexo
también quedó rarificada por el miedo de tener hijos
con cola de cerdo, por el temor de ser partícipe del engendramiento de seres imperfectos que serían el reflejo
del sí mismo, por la presunción de ser autor de la degeneración de la especie.
Los anteriores sucesos definieron en la vida psicológica
de José Arcadio Buendía una sensación de incertidumbre
que deslegitimó para siempre sus actos, su vida personal,
en pareja y en familia. Durante toda la novela es claro el
distanciamiento emocional y de facto que tuvo José Arcadio Buendía de su esposa Úrsula. En la continuidad de su
existencia, ambos vivieron más de la culpa, el temor y la adversidad que del acompañamiento, el afecto o el goce. La
sexualidad, que pudo ser un acto de amor, pasó a ser más
un acto agresivo y de honor, amenazado por el fantasma de
la muerte.
José Arcadio Buendía tuvo que asumir inevitablemente su vida sexual en función de afianzar su masculinidad y
18
12 personajes en busca de psiquiatra
paliar su frustración. Sin embargo, al afrontarla, lo perseguían, por un lado, la culpa y el remordimiento, y por
el otro, el temor de engendrar hijos defectuosos. De esta
manera, tanto el hecho de evitar la sexualidad como el hecho de acceder a ella desembocaban en la adversidad. Esta
vivencia, en la cual ninguna de las acciones asumidas puede
ser reparadora, es lo que en psicología se denomina ambivalencia, la cual consiste en una sensación de contrariedad
que deja al individuo sin posibilidad de resolución. El concepto de ambivalencia se refiere a una acentuada condición
emocional en la que coexisten impulsos contradictorios que
derivan de una fuente común y, por lo tanto, son interdependientes.3 Se trata de una constante oposición del tipo
sí-no, en la que la afirmación y la negación son simultáneas e inseparables.4 El estado psicológico ambivalente, por
no tener un desenlace satisfactorio por ninguna vía, genera
una ansiedad y una tensión nerviosa que perturban de forma significativa la estabilidad del individuo.
Los diferentes componentes traumáticos desencadenaron en José Arcadio Buendía una secuencia de movimientos
psicológicos inicialmente adaptativos, pero que muy pronto evolucionaron hacia manifestaciones enfermizas cada vez
más graves.
Un emprendimiento sospechoso
Al principio, Macondo floreció rápidamente gracias a la
iniciativa descomunal, el sentido del orden y el trabajo de
José Arcadio Buendía. El trazado que diseñó para el pueblo
3. Ciompi, L. “Affect logic: an integrative model of the psyche and its relations to
schizophrenia”, en Br J Psychiatry Suppl. 1994 Apr;(23):51-5.
4. LAPLANCHE, J. y PONTALIS, J.B. Diccionario de psicoanálisis. Editorial Labor
S.A, 1994. Pág. 535.
El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño
19
permitió que todas las casas tuvieran un acceso igual de fácil al río, y recibieran el sol de manera equitativa a la hora
de mayor calor. Macondo se convirtió así en la “aldea más
ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta
entonces por sus 300 habitantes” (GGM, ibídem, p. 18).
La loable organización que planteó ya era la exteriorización de su psicopatología. Algunos movimientos psicológicos defensivos para evitar la pérdida del juicio y
del contacto con la realidad (psicosis) implican ordenar
afuera como compensación del desorden interior. Esta
fue su reacción inicial. En la novela hay varios ejemplos
de esta tendencia obsesiva y perfeccionista. Sin embargo, mientras pudo intervenir y generar un control, este
incluía un exceso de orden y equilibrio; pero tan pronto la complejidad requirió tener que aceptar cierto grado
de desorden, su juicio empezó a perturbarse, obstinándose por proyectos magníficos e irreductibles que eran
más el reflejo de su imaginación que el resultado de la
confrontación con la realidad. Esta creatividad, esta necesidad de hacer descubrimientos salvadores, de encontrar resultados espectaculares, no fueron más que la consecuencia
de su vivencia personal desestructurada, de su culpa, de su
incertidumbre, de su ambivalencia, reflejadas en una necesidad inconmensurable de actuar para reparar.
Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo […]. De
emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje
que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No
faltó quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio (GGM,
ibídem, pp. 18-19).
A pesar de las disuasiones de Melquíades, el gitano que
llevaba los avances tecnológicos del mundo externo a Macondo, José Arcadio Buendía se obstinaba en sus propósitos
20
12 personajes en busca de psiquiatra
de una manera irreflexiva y algunas veces riesgosa, como se
observa en los siguientes ejemplos:
Después de convencer a Úrsula para que le cediera sus
ahorros de toda la vida, compró los imanes ofrecidos por los
gitanos, convencido de que atraerían el oro. Utilizó el principio de la concentración de los rayos solares por la lupa
para plantear un sistema ofensivo de guerra, el cual perfeccionó y quiso someter a las autoridades. Como resultado,
sufrió quemaduras y estuvo a punto de incendiar la casa.
Emprendió estudios de geografía y astronomía con la ayuda
de instrumentos de navegación que le regaló Melquíades y
casi se insola en la búsqueda de un método para encontrar el
mediodía. Más tarde, sorprendió a sus hijos al contarles que
había descubierto, por su propia especulación, que la tierra
era “redonda como una naranja” (GGM, ibídem, p. 13).
Utilizó las monedas de oro de Úrsula en su laboratorio
de alquimia pretendiendo multiplicar mediante reacciones químicas el peso del oro, hasta convertir la herencia de
Úrsula en un “chicharrón carbonizado” (GGM, ibídem,
p. 16). Se ilusionó con las posibilidades urbanísticas que
otorgaban las propiedades físicas del agua y pensó que era
posible construir casas con bloques de hielo.
Cuando la peste del insomnio atacó Macondo, quiso defender al pueblo de la enfermedad con la elaboración de un
instrumento que ayudara a recobrar el recuerdo. Imaginó
un diccionario giratorio, activado por una manivela. Logró
escribir cerca de catorce mil fichas antes de que llegara Melquíades con la cura contra el olvido.
Pretendió, mediante el uso del daguerrotipo, comprobar la existencia de Dios. Destrozó la pianola autónoma que
les había enseñado a usar Pietro Crespi, “para descifrar su
magia secreta”, y tras la muerte de Melquíades volvió a encerrarse en su laboratorio para construir nuevos inventos.
“Vivía entonces en un paraíso de animales destripados, de
El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño
21
mecanismos deshechos, tratando de perfeccionarlos con un
sistema de movimiento continuo fundado en los principios
del péndulo” (GGM, ibídem, p. 92). Y hasta tuvo éxito:
conectó una bailarina al mecanismo del reloj de cuerda, y
el juguete bailó durante tres días. “Pasaba las noches dando
vueltas en el cuarto, pensando en voz alta, buscando la manera de aplicar los principios del péndulo a las carretas de
bueyes, a las rejas del arado, a todo la que fuera útil puesto
en movimiento” (GGM, ibídem, pp. 94-95).
Una imaginación demasiado voraz
Todas las desatinadas propuestas venían acompañadas de
manifestaciones psicopatológicas que fueron corroborando
cada vez más la presencia de un grave trastorno mental que
hoy podemos definir como esquizofrenia. Al tiempo que
descuidó su presentación y su aseo personal, José Arcadio
Buendía desarrolló una imaginación fuera de lo normal
cuando se entregó a sus empresas científicas. Así, mientras
practicaba con el astrolabio, la brújula y el sextante, en su
desaforado empeño por encontrar el mediodía, “tuvo una
noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación
con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete” (GGM, ibídem, p. 17).
Estas expresiones tan desfasadas de la realidad son experiencias imaginarias sobredimensionadas que confluyen en
alteraciones del comportamiento. El soliloquio es una manifestación de su vida mental perturbada, durante el cual responde a voces irreales, esto es a alucinaciones auditivas, o a percepciones visuales sin objeto, que son las alucinaciones visuales.
Tan abstraído por su alteración mental, José Arcadio adquiere una de las características propias de la esquizofrenia: la conducta autista, en la cual el mundo externo real
22
12 personajes en busca de psiquiatra
desaparece. En estas circunstancias, a las personas que lo
rodean les es difícil contactarse con el enfermo y no entienden su comportamiento ni sus ideas: “No volvió a comer.
No volvió a dormir. Sin la vigilancia y los cuidados de Úrsula se dejó arrastrar por su imaginación hacia un estado de
delirio perpetuo del cual no se volvería a recuperar” (GGM,
ibídem, p. 94).
En la medida que su enfermedad progresó, José Arcadio
Buendía se vio en la necesidad de redefinir su percepción
del mundo en lo que se denomina la interpretación delirante,
hasta hallar la respuesta que lo salvara de la irrealidad en
lo que se denomina la iluminación delirante, para, finalmente, quedar atrapado en una idea delirante estructurada e irreductible, un mundo propio de tipo alucinatorio. Todo su
esfuerzo de reparación a través de un Macondo perfecto y
después mediante sus empresas desaforadas dirigidas a resolver los problemas del mundo, no fue suficiente para
tranquilizarlo. Abatido por la ambivalencia irreductible
que supuso la desestructuración de su yo hasta asumir un
comportamiento autista ininteligible, creó su vivencia para
abstraerse de la incertidumbre y de la ansiedad psicótica, es
decir, para salvarse de la desrealización y de la aniquilación.
El cerebro de José Arcadio Buendía fabricó una teoría
que le diera sentido a su existencia, sin percatarse, como les
ocurre a los esquizofrénicos, de que no tenía congruencia
con la realidad. Y lo hizo con lo que tenía a mano en su
biografía. Cumplió así el viejo aforismo psiquiátrico que
dice que el paciente delira con lo que tiene. José Arcadio,
amarrado al árbol de castaño, comenzó a ver a Prudencio
Aguilar, y a conversar con él. Si bien esta es una experiencia
psicótica, de desarraigo con la realidad, es una estructuración psicológica que le da sentido a José Arcadio. La idea
delirante es la expresión creativa del pensamiento con el fin
de reducir la incertidumbre y el caos. Incluso, José Arcadio
El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño
23
estaba convencido de que Prudencio era el que lo consolaba y lo asistía en sus necesidades, cuando en realidad era
Úrsula la que lo atendía, lo limpiaba y le daba de comer.
Es claro en este pasaje el fenómeno de la ilusión, durante el
cual el paciente esquizofrénico identifica los hechos reales
de acuerdo con su creencia.
Prudencio Aguilar, el personaje muerto y asesinado por
José Arcadio Buendía, quien lo avergonzó señalando su supuesta fragilidad sexual, el generador de toda la tragedia de
su vida, de su destierro, de la ambivalencia de la sexualidad,
de la incertidumbre, finalmente fue el objeto de condensación para su delirio; se convirtió en su respuesta, en la salida a su fragilidad ambivalente; lo situó en la existencia, le
permitió vivir su realidad resolutoria.5 García Márquez expresa magistralmente este fenómeno en el pasaje del sueño
de los cuartos infinitos. José Arcadio Buendía soñaba que
se despertaba en una habitación y pasaba a otra habitación
idéntica, y luego a otra idéntica y así sucesivamente, y luego
se devolvía al cuarto real, donde despertaba. Pero una vez
Prudencio Aguilar lo despertó en uno imaginario, y ya no
pudo regresar nunca al cuarto real (GGM, ibídem, p. 166).
Un lenguaje para él solo
En la reconstrucción de una realidad propia, ni siquiera
el propio lenguaje es suficiente. Con frecuencia el esquizofrénico, en períodos avanzados de su enfermedad, acude
a neologismos, que son palabras y frases propias ininteligibles
para los otros, con significados únicos y propios que ya no
cumplen una función comunicativa. El Padre Nicanor, el
párroco del pueblo, descubrió que la jerga de José Arcadio
5. Berrios, G. Historia de los síntomas de los trastornos mentales: la psicopatología descriptiva desde
el siglo XIX. Fondo de Cultura Económica, México, 2008. Pág. 702.
24
12 personajes en busca de psiquiatra
Buendía correspondía al latín y se percató de que, a pesar
de su trastorno mental tan severo, manejaba un sistema lógico propio de un individuo consciente. Está definido que
la idea delirante, en su contexto, es lógica, pero no cumple
con el principio de la realidad, por lo cual se define como
un pseudosistema lógico. Por eso el padre Nicanor, “asombrado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le preguntó
cómo era posible que lo tuvieran amarrado de un árbol”.
“–Hoc est simplicisimun –contestó él–: porque estoy loco”
(GGM, ibídem, p. 104).
En medio de su condición delirante, la persona con esquizofrenia es consciente. Usualmente no se desorienta en
espacio, en tiempo ni en persona. Su pensamiento responde a un pseudosistema lógico. Muchos, incluso, alcanzan a
identificar que sus vivencias no son adecuadas y logran momentos de introspección, como se observa en la respuesta
que le da José Arcadio al padre Nicanor.
La esquizofrenia: una predisposición
La esquizofrenia es una enfermedad del neurodesarrollo, es decir, un defecto de origen congénito que altera las
conexiones de las neuronas. Esta alteración hace que el cerebro no se pueda adaptar a las circunstancias estresantes
del desarrollo. José Arcadio Buendía tenía posiblemente
esta predisposición, la cual hizo que se deteriorara significativamente hasta el punto de pasar una importante parte
de su vida amarrado a un árbol de castaño en el patio de su
casa. No fueron los sucesos traumáticos los causantes de su
enfermedad, pero sí fueron estos sucesos los que facilitaron
o desencadenaron la patología. Es posible que una persona
con iguales traumas no desarrolle esquizofrenia si no está
predispuesta a sufrir la enfermedad.
El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño
25
La esquizofrenia corresponde a un grupo de trastornos
mentales crónicos y graves, caracterizados por alteraciones
en la percepción de la realidad. Causa, además, una mutación sostenida de varios aspectos del funcionamiento psíquico del individuo, principalmente de la conciencia de
realidad, y una desorganización psicológica compleja, en
especial de las funciones ejecutivas, que lleva a una dificultad para mantener conductas motivadas y dirigidas a metas, y una significativa disfunción social. Una persona con
esquizofrenia, por lo general, muestra lenguaje y pensamientos desorganizados, delirios, alucinaciones, trastornos afectivos y conducta inapropiada. El diagnóstico se basa
en las experiencias reportadas por el mismo paciente, en
los antecedentes personales y familiares, y en el comportamiento observado por el examinador.
Si José Arcadio Buendía hubiera tenido la oportunidad
de tratarse médicamente, se habría beneficiado de las intervenciones psicológicas y psicofarmacológicas modernas,
y no habría tenido el triste destino que le tocó asumir. En
primer lugar, una intervención psicoterapéutica que le permitiera desculpabilizarse y paliar el temor y la ambivalencia,
habría sido beneficiosa. En segundo lugar, los medicamentos antipsicóticos modernos no solo habrían mejorado los
síntomas positivos de la enfermedad (alucinaciones, ilusiones, delirios), sino también los síntomas negativos (el retraimiento social, la desorganización comportamental, el
deterioro cognitivo).
Los antipsicóticos actúan sobre cierto tipo de receptores en el cerebro, mejorando los síntomas de la esquizofrenia. Su efecto más definido se da por modificaciones en la
estructura cerebral, cambiando el número de neuronas y
sus conexiones, y cambiando, por lo tanto, las condiciones
funcionales del cerebro.6
26
12 personajes en busca de psiquiatra
Si José Arcadio Buendía hubiera podido usar un medicamento antipsicótico, tal vez no habría llegado nunca a sus
vivencias de los cuartos sucesivos con Prudencio Aguilar, ni
a su aparatosa actividad delirante y alucinatoria. Habría estado al lado de su esposa, trabajando, preocupándose no
solo por las condiciones emocionales de Úrsula sino también por la educación adecuada y el acompañamiento amoroso de sus hijos: José Arcadio, Aureliano y Amaranta.
Pero José Arcadio Buendía, en sus empresas disparatadas y sus delirios alucinatorios, descuidó a su familia, no se
interesó significativamente por la educación de sus hijos,
quienes lo vieron casi siempre empecinado en sus proyectos inverosímiles, retraído emocionalmente, con aspecto de
holgazán, y las más de las veces hablando de temas ininteligibles en un lenguaje incoherente.
Este esquema de padre perturbado mentalmente deja
huellas en los hijos, quienes no cuentan con una figura
estructurada para identificarse. Si José Arcadio Buendía
hubiera podido tener atención psiquiátrica y hubiera tomado medicamentos antipsicóticos, la historia de Macondo habría sido diferente. Quizás su hijo José Arcadio jamás
se habría ido con los gitanos, ni le habría dado la vuelta al
mundo 65 veces para regresar a Macondo con todo el cuerpo tatuado y con vicios de marinero; tal vez nunca se habría
casado con Rebeca, su hermana de crianza, en un acto de
perfil incestuoso. Aureliano Buendía no habría participado en 32 guerras civiles, no habría tenido 17 hijos con 17
mujeres distintas, y no habría sufrido de su incapacidad de
amar. Amaranta, por su parte, no se habría vengado de su
único amor rechazándolo hasta llevarlo al suicidio, ni se
6. Dwyer, Donard S (ed.). “Evidence for neuroprotective effects of antipsychotic
drugs: implications for the pathophysiology and treatment of schizophrenia”, en
The Pharmacology of Neurogenesis and Neuroenhancement. Louisiana State University USA.
Academic Press Elsevier 2007, 107-178.
El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño
27
habría quemado su mano envenenada de la rabia, ni abusado sexualmente de sus sobrinos. Tal vez no habría muerto
soltera y virgen, embargada por un odio inconcebible.
Si José Arcadio Buendía hubiera podido ser tratado con
psicoterapia y medicamentos antipsicóticos, tal vez Macondo todavía existiría.
2
La pesadilla de Dios
Del trastorno disocial al trastorno antisocial de la
personalidad: una explicación a partir de Alexis,
personaje de La Virgen de los Sicarios.
David A. Pineda
DAVID A. PINEDA (Barranquilla, Colombia, 1951) es médico cirujano de la
Universidad de Cartagena; neurólogo de la Universidad de Antioquia; magíster
en Neuropsicología de la Universidad de San Buenaventura, de Medellín; y doctor
honoris causa en Psicología de la Universidad Maimónides, de Buenos Aires, Argentina. Actualmente, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia,
es profesor titular de Neurología y Neuropsicología, jefe del programa de posgrado
de Neurología y coordinador del Grupo de Investigaciones Neuropsicología y Conducta. Es autor de más de setenta artículos científicos publicados en revistas indexadas en PubMed-MedLine, así como de más de una docena de capítulos de libros
de Neurología editados por el CIB, Editorial Médica Panamericana y por Manual
Moderno. También es compilador de cuatro textos de Neuropsicología editados
por Prensa Creativa de Medellín. Participó como poeta y cuentista del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto, dirigido por Manuel Mejía Vallejo, y del taller de poesía de la misma biblioteca, dirigido por Jaime Jaramillo Escobar (X504).
Tiene dos libros de poesía editados por la Biblioteca Pública Piloto de Medellín: La
buhardilla del tiempo y De bronce y agua.
En el siguiente ensayo, a partir de Alexis, uno de los personajes principales de La
Virgen de los Sicarios, de Fernando Vallejo (Medellín, 1942), el especialista analiza el
trastorno antisocial de la personalidad desde la perspectiva de las neurociencias sociales. La novela, publicada en 1994, hace una cruda descripción de la Medellín
afectada por el crecimiento desmesurado de las comunas y por las bandas de delincuentes que la arrasan.
Advertencia
Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han
sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro
del texto, entre paréntesis, se anotan los números de
página correspondientes.
•• VALLEJO, Fernando. La Virgen de los Sicarios. Alfagua-
ra, 2008.
Cuadro clínico El paciente presenta un cuadro crónico de trastorno disocial
y antisocial de la personalidad. Reacciona de manera desmedida frente a hechos triviales y no exhibe el menor pudor
frente a las reglas de la sociedad. En su conducta no se perciben rasgos de culpa ni sentimientos de empatía. Por no ser un
caso aislado, la recomendación no es particular sino general:
trabajar de manera simultánea en todos los niveles de la actividad representacional del cerebro, lo que podría incluir el
uso de medicamentos que permitan regular el ambiente neuroquímico del encéfalo, el entrenamiento empático, las modificaciones del procesamiento emocional y la reconstrucción de la cognición social. También es necesario intervenir
en la construcción de representaciones sociales tolerantes.
E
n La Virgen de los Sicarios, el novelista Fernando Vallejo se ha impuesto la disciplina de contar en primera
persona solo lo que ve y escucha, como un documentalista que plasma la realidad en un video: usa las palabras
en lugar del registro visual, y en lugar de los trucos de la luz,
lanza sus opiniones desaforadas como los proyectiles de una
mini-Uzi.
Y es que lo que ve y lo que escucha se asemejan mucho a las balas, a la ráfaga de una ametralladora que
no deja espacio a la misericordia: la vida de los sicarios de Medellín, la tropa fiel de matones imberbes al
servicio de Pablo Escobar que, tras la muerte del capo, han quedado desocupados y andan en busca de afinar
su puntería con cualquier pretexto: porque un vecino puso
la música duro, por un tropezón accidental en la calle, por
una grosería, por la altanería de un taxista alevoso. O, sin ir
más lejos, como lo dice la novela directamente: “Por la simplísima razón de andar existiendo” (Vallejo, ibídem, p. 78).
Vallejo no intenta, como muchos otros escritores, entrar en la mente de estos precoces criminales para especular
sobre los espíritus que gobiernan sus actos. Más bien, se
limita a ser testigo de sus vidas a partir de la de Alexis, un
34
12 personajes en busca de psiquiatra
muchachito que no llega a los dieciocho años y ya tiene más
de cien muertos encima.
De una forma similar, la cuarta edición del Manual estadístico para el diagnóstico de los trastornos mentales (DSM-IV)1 establece
que, para construir las categorías de los desórdenes mentales, el clínico debe fijarse solo en los síntomas descritos por
el paciente o por los familiares, sin hacer inferencias acerca
de lo que el paciente está pensando y sin especular acerca de
los orígenes y las motivaciones que desencadenan los desafueros de las conductas. No está permitido, como sí sucede
en las novelas escritas por un narrador omnisciente, construir reflexiones psicológicas acerca de las preocupaciones y
perversiones en las intenciones subyacentes de la psiquis de
los pacientes. El DSM-IV parte del mismo principio objetivista de Fernando Vallejo, según el cual uno “no es Dostoievsky ni Dios padre para meterse en la mente de los otros”
(Vallejo, ibídem, p. 17). En este caso, el principio se aplicaría a los psiquiatras y no a los escritores. Esta es la diferencia
básica de la psiquiatría moderna –basada en la estadística y
la epidemiología de las conductas desviadas de la norma– y
el psicoanálisis.
Este es el ámbito en el que nos moveremos para analizar
las conductas de Alexis, el personaje principal de la novela
junto con Fernando –el narrador– y, por asociación, las de
Wílmar y los demás jóvenes de las comunas de Medellín. En
ellos se concentra Vallejo para enrostrarnos la realidad de
una ciudad convulsionada en la que la novela nos introduce
desde sus primeras páginas: “Éramos, y de lejos, el país más
criminal de la tierra, y Medellín la capital del odio” (Vallejo, ibídem, p. 10).
1. American Psychiatric Association. Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM-IV-TR. 2004.
La pesadilla de Dios
35
El trastorno disocial
Si un niño o un adolescente como Alexis, Wílmar o los
jóvenes similares a ellos que van apareciendo en la novela
despliega de forma persistente una serie de conductas que
están dirigidas a violar los derechos y el bienestar de los demás, se dice que el menor presenta un trastorno disocial, de
acuerdo con el DSM-IV. Para que se configure el diagnóstico, se establece que los padres y mentores deben informar
que tres de las conductas perturbadoras deben haberse presentado, de manera sucesiva o simultánea, durante un año,
y una de ellas debió ser constante y muy evidente durante
seis meses consecutivos.
Estos comportamientos han sido agrupados por el DSMIV en: a) conductas agresivas y violentas, b) daños a la propiedad y vandalismo, c) trampa, estafa y robo, y d) violaciones serias a las normas de disciplina.
La dimensión de agresividad y violencia se refiere a conductas desplegadas por el muchacho que buscan amenazar,
lesionar o someter a los demás en contra de su voluntad.
También se incluye en esta dimensión de violencia las conductas de crueldad deliberada hacia los niños más pequeños
e indefensos y contra los animales; y el uso de objetos (piedras, palos, bates, cadenas, etc.) para golpear o herir, o el
uso de armas artesanales o industriales.
La dimensión de daño a la propiedad y vandalismo son
los comportamientos dirigidos de forma intencional a destruir objetos valiosos de los demás. Estas conductas se pueden desplegar de forma individual o colectiva. Incluye los
incendios deliberados, independiente de si se hacen por
placer, para destruir algo por venganza o para ocultar pruebas de otro tipo de delitos.
La trampa, la estafa y el robo son conductas que llevan al
despliegue de mentiras persistentes con el objetivo de ob-
36
12 personajes en busca de psiquiatra
tener ventajas materiales. Incluye el hurto oportunista, el
atraco y el entrar de manera violenta a las casas, los edificios
o los carros para robar.
La violación de normas de disciplina es la tendencia
constante a evadir y rechazar cualquier tipo de límite social
de la conducta. Es la propensión irrefrenable a hacer solo
aquello que produce placer y recompensa inmediata, aunque implique daño a otros, o incluso riesgos para la salud o
la vida. Adelantando de forma abusiva una especulación, y
solo a manera de hipótesis, es como si las normas y las reglas
fuesen elementos monstruosos de martirio inexplicable,
que generaran repugnancia, fastidio o cualquier otro tipo
de malestar emocional insoportable. La tendencia, entonces, es a volarse sin permiso de la casa, incluso durante varios días, a permanecer en la calle vagando o en actividades
delictivas menores, cuando se debería estar en el colegio.
Estos comportamientos van apareciendo en la novela
bien por acción de Alexis o de Wílmar, bien por la descripción que hace Fernando, el narrador, de las costumbres
insanas a las que se ve sometida Medallo. Alexis, por ejemplo,
bota la casetera que le regaló Fernando por la ventana, sin
prevención alguna de hacerle daño a un transeúnte, solo
porque a Fernando no le gusta el ruido; coge el televisor a
tiros por el mismo motivo; “quiebra” en la calle a un vecino
punkero cuyo único pecado fue poner una noche la música a todo volumen, y más tarde a una mesera porque no
les entregó una servilleta entera sino un triangulito con el
que no podían limpiarse. Wílmar, por su parte, “le propinó un frutazo en el corazón” (Vallejo, ibídem, p. 115) a un
hombre que silbaba por la avenida, solo porque a Fernando
le fastidiaba el sonido. Y el propio Fernando le confiesa a
Wílmar que alguna vez en su niñez quebró el mármol de
una estatua en el parque Boston: “Y no había tampoco vidrio de casa que resistiera una andanada nuestra de piedras
y de maldad” (Vallejo, ibídem, p. 123).
La pesadilla de Dios
37
Vallejo va soltando entre página y página los síntomas de
una ciudad trastornada: que en Medellín se roban hasta el
papel higiénico; que el día de la inauguración del metro los
visitantes se llevaron hasta los sanitarios; que algo parecido
ocurrió con los rieles de la antigua estación del Ferrocarril
de Antioquia; y que en el insulto de un gamín a un policía
percibió un odio que no había notado nunca antes:
Yo no sé por qué le pegaría el policía y si le pegó, pero la palabra en
boca de ese niño era la más cargada de rencor y de odio que he oído
en mi vida. ¡Y miren que he vivido! “¡Gonorrea!” El infierno entero
concentrado en un taco de dinamita. “Si este hijueputica –pensé yo– se
comporta así de alzado con la autoridad a los siete años, ¿qué va a ser
cuando crezca? Este es el que me va a matar” (Vallejo, ibídem, p. 63).
Se ha asimilado que este tipo de conductas son producto
de la pobreza y de la adversidad social, incluso por investigadores sociales serios referenciados en el DSM-IV. Desde
este sesgo sociológico, según el cual las comodidades materiales y económicas serían casi incompatibles con la conducta disocial, se asume que la pobreza es el principal factor
de riesgo para la delincuencia infantil y juvenil. Dicho de
una forma más grosera: los niños y adolescentes ricos estarían inmunizados genéticamente contra la delincuencia.
Se presume, entonces, que la pobreza es hereditaria: “Que
el gen de la pobreza es peor, más penetrante” (Vallejo, ibídem, p. 120).
Sin embargo, estudios más rigurosos muestran que las
conductas antisociales en menores ricos ocurren con igual
o más frecuencia que en los jóvenes de las comunas pobres;
lo que cambia es la instrumentación, la capacidad de ocultamiento y el estilo. Un niño, una niña o un adolescente
de los estratos sociales altos puede desplegar conductas violentas, capacidad de hacer trampa, de estafar, de robar y de
cometer vandalismo como un muchacho de los extramuros.
No obstante, la divulgación social de estos comportamientos
38
12 personajes en busca de psiquiatra
se matiza por la capacidad de ocultamiento que despliegan
los padres y familiares de estos delincuentes ricos, gracias
a la compra de silencios, que es posible y muy fácil cuando
se manejan recursos económicos enormes. Este camuflaje social deliberado, de por sí, genera al menos dos delitos
adicionales: la complicidad y el soborno. Desde una perspectiva menos cargada de ideología y discriminación social,
se derivaría que lo realmente genético es la tendencia a la
maldad o la necesidad irrefrenable de dañar a los demás.2
Además de los enemigos que les dejaron sus difuntos padres, hermanos y
amigos, cada quien en las comunas se consigue por su propia cuenta los
propios para heredárselos a su vez, todos sumados, a sus hijos, hermanos
y amigos cuando lo maten. Es la herencia de la sangre, el río desbordado
(Vallejo, ibídem, p. 99).
El trastorno antisocial de la personalidad
Cuando las conductas disociales aparecen a edades muy
tempranas (antes de los seis años) y persisten a pesar de las
modificaciones en las contingencias ambientales o en el
contexto de condiciones económicas favorables, se presume
que el trastorno tiene un poderoso componente genético.
Cuánto hace que se murieron los viejos, que se mataron de jóvenes, unos
con otros a machete, sin alcanzarle a ver tampoco la cara cuartiada a la
vejez. A machete, con los que trajeron del campo cuando llegaron huyendo dizque de ‘la violencia’ y fundaron estas comunas sobre terrenos
ajenos, robándoselos, como barrios piratas o de invasión. De ‘la violencia’… ¡Mentira! La violencia eran ellos. Ellos la trajeron, con los machetes. De lo que venían huyendo era de sí mismos (Vallejo, ibídem, p. 97).
Además, se ha encontrado que tiene más probabilidades de persistir en el adulto, formando parte estructural del
modo de interactuar del sujeto con su entorno y de asumir
2. McGuffin, Peter y thapar, Anita. “Genetic basis of bad behaviour in adolescents”, en The Lancet, 1997; 350: 411-4.
La pesadilla de Dios
39
las relaciones con los demás. El adulto está convencido de
que la forma adecuada y segura de lograr éxito y reconocimiento es a través de la trampa, de la imposición violenta,
del sometimiento a los demás y del engaño. Es la construcción de la cultura del avivato, del astuto a toda prueba, del
malicioso ventajista, del facineroso que alardea de su condición, del orgulloso forajido. En la novela, Vallejo (o Fernando, el narrador) se lo endilga a la conquista española y
a la mezcla de razas:
Españoles cerriles, indios ladinos, negros agoreros: júntelos en el crisol
de la cópula a ver qué explosión no le producen con todo y la bendición
del papa. Sale una gentuza tramposa, ventajosa, perezosa, envidiosa,
mentirosa, asquerosa, traicionera y ladina, asesina y pirómana. Ésa es la
obra de España la promiscua, eso lo que nos dejó cuando se largó con el
oro (Vallejo, ibídem, p. 104).
Se conforma de esta manera el trastorno antisocial de la
personalidad, definido por el DSM-IV (aunque ha recibido otras denominaciones como psicopatía y sociopatía) como
un patrón persistente de la conducta dirigido a violar los
derechos de los demás, el cual empieza en la niñez, continúa en la adolescencia y transcurre de forma invariable en
la adultez.
Para hacer el diagnóstico, el individuo debe tener 18
años, debe haber tenido trastorno disocial antes de los 15
años y el patrón de conducta antisocial debe continuar con
igual o mayor intensidad en la adultez. En general, estas
conductas están prohibidas por la ley y configuran delitos que ameritan diversas sanciones legales, que van desde
multas hasta encarcelamiento. Los sujetos con este problema son mañosos y manipuladores con el objeto de obtener
beneficios económicos inmediatos que les generen grandes
niveles de placer con aparente poco esfuerzo. Las decisiones
que toman estas personas no consideran los sentimientos de
los demás, ni el impacto que sus conductas pueden ocasionar a los otros o a sus familiares:
40
12 personajes en busca de psiquiatra
Ni tiempo tuve de detenerlo. [Alexis] Corrió hacia el hippie, se le adelantó, dio media vuelta, sacó el revólver y a pocos palmos le chantó un
tiro en la frente, en el puro centro, donde el miércoles de ceniza te
ponen la santa cruz. ¡Tas! Un solo tiro, seco, ineluctable, rotundo, que
mandó a la gonorrea esa con su ruido a la profundidad de los infiernos (Vallejo, ibídem, p. 30).
Así obraban Alexis, Wílmar y los demás muchachos de su
condición, sicarios desempleados desde la muerte de Escobar. Con razón Fernando sentenciará: “Mire parcero, no
somos nada. Somos una pesadilla de Dios, que es loco” (Vallejo, ibídem, p. 47).
Es imposible saber si Alexis o Wílmar eran nombres reales, pues la tendencia general de los sujetos con trastorno antisocial de la personalidad es a usar sobrenombres o
alias, por ejemplo el Difunto, la Plaga, el Tira o cualquier otra
referencia que implique alguna forma de reafirmación de
poder especial para inspirar miedo o respeto. Es habitual
que sean al extremo mentirosos e irresponsables. Por eso
no se detienen en ampararse en la propia familia o en amigos cercanos ingenuos para estafar, obtener deudas y dejarlas sin pagar, abandonar a sus hijos y cometer todo tipo
de acciones que llevan a la violación abierta de las leyes y
las normas mínimas de ética. Para llevar esto a cabo buscan
racionalizaciones triviales, que indican un nivel muy superficial de remordimiento: la vida es injusta, el perdedor
merece perder, la vida es de los vivos, le iba a pasar eso de
todas maneras, el derecho no es de nadie sino del que llegue
primero:
¿Cómo puede matar uno o hacerse matar por unos tenis? preguntará
usted que es extranjero. Mon cher ami, no es por los tenis: es por un
principio elemental de Justicia en el que todos creemos. Aquel a quien
se los van a robar cree que es injusto que se los quiten puesto que él los
pagó; y aquel que se los va a robar cree que es más injusto no tenerlos (Vallejo, ibídem, p. 68).
La pesadilla de Dios
41
Una característica llamativa de las personas con trastorno
antisocial de la personalidad es su incapacidad para enmendarse o para reparar los daños causados, lo cual persiste a lo
largo de la vida. Alexis era una especie de “ángel exterminador” que asesinaba con indolencia a cuanto ser le estorbara, y, sin embargo, no se desvelaba: “Alexis duerme abrazado a mí con su trusa y nada, pero nada, nada le perturba
el sueño. Desconoce la preocupación metafísica” (Vallejo,
ibídem, p. 46).
El trastorno es, entonces, crónico, aunque las conductas
tienden a disminuir en intensidad y en frecuencia después
de los cuarenta años. Por esta razón la mortalidad entre las
personas jóvenes con este problema es superior al treinta
por ciento. Usualmente, el trastorno se asocia al alcoholismo, a la dependencia de sustancias, aunque no siempre.
Sin embargo, suelen existir antecedentes familiares que hacen suponer la existencia de una predisposición genética.
En ese sentido, no es raro que el padre de Alexis hubiera
muerto asesinado, como moriría Alexis, en su ley, a manos
de un joven similar a él.
Una explicación desde las neurociencias sociales
Las neurociencias sociales son un área nueva del conocimiento que pretende integrar las teorías derivadas de las
ciencias sociales y de las ciencias neurológicas para tratar
de explicar cómo el cerebro de un sujeto se representa las
relaciones que existen con los demás. Se supone que las
personas con trastornos en las relaciones sociales podrían
tener alteraciones en la manera como el cerebro procesa
la información social, independiente de si su causa es genética, aprendida o una de mezcla de las dos en diferentes
proporciones.
42
12 personajes en busca de psiquiatra
Las neurociencias sociales intentan responder a tres
preguntas fundamentales: ¿cómo se representa el cerebro al otro?, ¿cómo construye el cerebro los sentimientos
del otro? y ¿cómo se representa el cerebro la complejidad
de la cultura y lo social? De las respuestas a estas tres preguntas han derivado sus respectivos modelos teóricos –que
se pueden suponer como complementarios–, aunque las
metodologías utilizadas para desarrollar sus conceptos sean diversas. 3
¿Cómo se representa el cerebro al otro? El asunto de la empatía
El concepto de empatía hace referencia a la capacidad
que tendría una persona para ponerse en el lugar del otro,
sobre todo en momentos de dificultades. Es la capacidad de
ponerse en los zapatos de los demás y sentir el malestar que
sienten en un mal momento. Tiene componentes representacionales tanto cognitivos como emocionales. Supone
la estructuración de varias representaciones en el cerebro:
1) la preocupación empática, 2) la toma de perspectiva, 3) la
fantasía empática y 4) el estrés personal por lo social.
La preocupación empática se refiere a la capacidad que
tendrían algunos circuitos cerebrales, situados en la parte inferior de los lóbulos frontales y en la parte medial de
los hemisferios cerebrales (sistema límbico), para activarse, de forma retrospectiva y prospectiva, frente a los eventos con significado emocional que afectan a los demás. De
esa forma, una persona con una actividad adecuada de estos
circuitos podría disfrutar sinceramente con la noticia del
grado del hijo de un vecino. También sería capaz de sentir
pena y tristeza por la muerte del familiar de un amigo. De
3. Moya-Albiol, Luis; Herrero, Neus; Bernal, M. Consuelo. “Bases neurales
de la empatía”, en Revista de Neurología, 2010; 50: 89-100.
La pesadilla de Dios
43
igual forma se podría conmover, generando conductas de
solidaridad, frente a las situaciones adversas de conocidos, a
pesar de no ser cercanos. La preocupación empática llevaría
naturalmente al ser humano a generar aproximaciones cognitivas y emocionales que le permitiría tener un entorno
social de apoyo mutuo.
La toma de perspectiva es un conjunto de habilidades
cognitivas que permitirían construir abstracciones acerca
de las situaciones o eventos que implican la interacción social entre las personas, con lo cual se generarían creencias
relacionadas con el accionar propio en caso de encontrase
en dichas situaciones. Es un algo así como ver los toros desde la barrera, pero en relación con la forma en que diferentes grupos reaccionan de manera individual y colectiva a
los eventos sociales. Sería una representación metacognitiva
de lo social, que dependería de los circuitos dorsolaterales de las áreas prefrontales del cerebro. Las del hemisferio izquierdo aportarían conceptos derivados directamente
del lenguaje, mientras que el hemisferio derecho aportaría información derivada de abstracciones de la experiencia emocional, para construir algoritmos de acción para la
movilización de sentimientos regulados. Este sistema sería
un sistema organizador racional y civilizado de la actividad
social, perfectamente controlado, si su actividad fuera la
dominante en todos los cerebros humanos. Sin embargo,
solo una pequeña proporción, probablemente no superior
al 10 por ciento de todos los conglomerados humanos, tiene esta capacidad empática racional desarrollada de manera
espontánea y dominante. Son los buenos por naturaleza,
los solidarios sinceros, independiente de su situación social
o económica.
La fantasía empática o sensibilidad imaginada es la capacidad de desplegar sentimientos similares a los que sufren
los protagonistas de una novela o de una película. Es la po-
44
12 personajes en busca de psiquiatra
sibilidad de emocionarse frente a hechos que con anticipación sabemos que corresponden a una ficción. Moviliza
circuitos del sistema límbico en conexión con áreas occipitales y parietales. Este tipo de componente permitiría a
los novelistas, a los poetas, a los pintores, a los directores
de cine, a los músicos y, en general, a los artistas construir
y trasmitir sentimientos que movilizan emocionalmente a
los demás. La mayoría podemos sentir la empatía imaginada
y entenderla, pero son pocos los que tienen el talento de
construirla en lo demás.
El estrés personal frente a lo social es la capacidad de
sentir emociones sinceras y reales frente a las situaciones
emocionales de los demás. Supone la activación de zonas
específicas del sistema límbico, especialmente un conglomerado de neuronas situado en la punta del lóbulo temporal, llamado núcleo amigdalino, y otro escondido en la
unión de la parte posteroinferior del lóbulo frontal con el
lóbulo temporal, llamado núcleo accúmbens, que tienen gran
cantidad de receptores para neuroquímicos que regulan la
activación de la parte del cerebro encargada del control de
las actividades de todas las vísceras del cuerpo (corazón, vasos sanguíneos, estómago, intestino, glándulas de la boca y
de los ojos, pupilas, etc.). Cada vez que nos emocionamos,
nuestras vísceras modifican automáticamente, sin nuestro
control voluntario, su actividad. Este sistema autonómico
tiene conexiones con los otros sistemas de la empatía, para
desplegar las emociones concordantes con las representaciones que tenemos de las emociones de los demás.
¿Cómo construye el cerebro los sentimientos del otro?
El procesamiento emocional
La observación de las interacciones entre los animales de
la misma especie, especialmente para garantizar la supervivencia colectiva (la constitución de manadas en el caso de
La pesadilla de Dios
45
los herbívoros, y de jaurías en el caso de los carnívoros), ha
desarrollado una serie de teorías explicativas, a través de la
etología, de las señales instintivas que mantienen la cohesión en el conjunto de las bestias. Uno de los hechos que
más han llamado la atención a los etólogos es que, por lo
general, la mayoría de las manadas y de las jaurías despliegan señales instintivas que impiden a los miembros de una
misma especie matarse entre sí de forma intencional. Paradójicamente, a pesar de poseer dispositivos de agresión altamente eficaces para cazar a sus presas, parecería no existir
el asesinato entre las bestias. Entonces, se supone que los
seres humanos disponemos en nuestro cerebro de un sistema muy sutil de procesamiento de señales, especialmente
gestuales, que nos permiten interpretar los sentimientos de
los otros, a la vez que podemos transmitir los propios sentimientos, para mantener nuestra aproximación a los demás.
Implica al menos cuatro dimensiones: 1) identificación, 2)
facilitación, 3) comprensión y 4) manejo o regulación.
La identificación se supone que es una habilidad perceptual, la cual se ha medido en estudios controlados, utilizando la capacidad para identificar de manera rápida y precisa
las señales emocionales en los ojos, en los rostros o en las
posturas presentadas en fotografías sucesivas o en videos en
cámara lenta. El rigor del modelo, que deriva directamente
de las teorías conductistas, no permite presentarlo o discutirlo de otra manera. Se supone que las personas con trastorno disocial o con trastorno antisocial de la personalidad
pudieran presentar algún tipo de discapacidad para reconocer algunas de estas señales en los demás. Algunos teóricos explican el aumento de las agresiones interpersonales
con el uso de las armas de fuego argumentando que la distancia en la que se pueden producir las lesiones no permite
identificar las señales emocionales de la víctima.4
4. Moya-Albiol, Luis. “Bases neurales de la empatía”, en Revista de Neurología,
2004; 38: 1067-1075.
46
12 personajes en busca de psiquiatra
La facilitación se refiere a la activación rápida de sistemas de reconocimiento emocional que hubiesen sido reforzados por aprendizaje operante o condicionado. Si los
sistemas de procesamiento activados son de tipo emocional
negativo, las personas solo podrán identificar las emociones
negativas de los demás. Se supone que esto pudiera suceder
en ambientes con altos niveles de conflicto y violencia, que
llevaría a la facilitación de señales relacionadas con la amenaza, la agresión y el miedo. Mientras que sería imposible
identificar señales más sutiles de emociones positivas, a menos que se expresaran de manera abierta y explícita.
La comprensión emocional implica el enganche de las
emociones con elementos cognitivos de representaciones
complejas, específicamente del lenguaje. Esta capacidad
permite hablar de las emociones propias y de los otros. Para
tener esta habilidad se necesita un adecuado desarrollo intelectual y del lenguaje. Por esta razón es usual encontrar
una gran proporción de sujetos como Alexis entre los delincuentes violentos, con capacidad intelectual baja y con
deficiencia en la fluidez verbal.5
La regulación emocional sería el despliegue de conductas
ajustadas al resto del procesamiento emocional. Estas conductas tendrían señales emocionales destinadas a los demás
sujetos del conglomerado cercano. Implica el funcionamiento adecuado de circuitos de los lóbulos frontales. Se
pone de manifiesto midiendo las respuestas conductuales
y la regulación de la actividad visceral frente a situaciones
(fotografías y videos) que se suponen con carga emocional
positiva o negativa. El modelo asume que sería posible entrenar al sistema autónomo para dar respuestas emocionales
5. Puerta, Isabel Cristina; Martínez-Gómez, Jormaris; Pineda, David A. “Prevalence of mental retardation in teenagers with dissocial conduct disorder”, en
Revista de Neurología, 2002; 35: 1014-1018.
La pesadilla de Dios
47
adecuadas y regular la conducta violenta. Algo similar a lo
mostrado en el entrenamiento conductual del protagonista de La naranja mecánica, de Stanley Kubrick. Como sucede
en esta película, la mayoría de los científicos expertos en
neurociencias parecen concordar en que este tipo de entrenamiento conductual solo construye delincuentes más solapados y con mejor control emocional, es decir más eficaces.
Esta sería una explicación de los fracasos de la mayoría de
los programas de reeducación social de antisociales en muchas sociedades.
¿Cómo se representa el cerebro la complejidad de la cultura y lo social?
La cognición social.
Las teorías derivan de los postulados de la psicología cognitivo-conductual, que hacen énfasis en las representaciones cerebrales de lo social: los esquemas, las creencias y las
estructuras. Supone que, de la misma forma como funciona la percepción emocional, en el cerebro existen circuitos
que se encargan de la percepción social, la cual se refiere a la
capacidad para representarse los roles, las normas y el contexto social como elementos complejos cognitivos y emocionales, ligados de forma indisoluble a las proposiciones
construidas con el lenguaje. La misma persona puede ser
representada, dependiendo del contexto, como un próximo lleno de emociones positivas y conductas confiables y
leales (amigo), como alguien distante e indiferente desde
la perspectiva emocional (desconocido), o como una amenaza cargada de emociones negativas y peligrosas (enemigo). Esta construcción depende de señales sociales cargadas
de valores positivos o negativos aprendidos previamente, a
través de esquemas o creencias sociales creadas a lo largo
de mucho tiempo. De esta forma, el compañero y colega
de oficina, el amigo solidario para cualquier otra situación,
48
12 personajes en busca de psiquiatra
pudiera convertirse en un enemigo peligroso y detestable
durante el partido de fútbol dominical, simplemente porque viste la camiseta del equipo rival de plaza.
Otro elemento conceptual del conocimiento social es
la llamada teoría de la mente, que se define como la capacidad
para hacer suposiciones o atribuciones acerca del contenido
del pensamiento y de las intenciones ocultas en las palabras
y en los comportamientos de los demás. Es lo que aborrece y rechaza Fernando Vallejo en relación con la narrativa
omnisciente de la novela clásica de Víctor Hugo y de Fiódor
Dostoievsky. En la interacción social, este tipo de representaciones complejas, llamado sistema atribucional, nos permite
estar anticipando los pensamientos, las intenciones y las
conductas del otro en relación con las situaciones emocionales complejas de los eventos sociales de la vida cotidiana.
La mayoría de estos sucesos de la vida diaria no pasan de ser
actividades triviales, no son verdaderos acontecimientos,
no son hechos notables ni memorables, no tienen ningún
objetivo diferente al de mantener la cohesión y la unidad
de la actividad social per se. A pesar de su pobre sentido
histórico, estas actividades simples de la cotidianidad permiten desplegar una de las principales capacidades del cerebro humano: la capacidad de predicción o anticipación,
la construcción del futuro, de hechos que no han ocurrido
todavía, en los que ya nuestra mente ha incluido a los otros
(hijos, padres, hermanos, amigos, enemigos, etc.), con
toda su carga emocional. Esta capacidad adquiere su carácter eminentemente humano en la habilidad de predecir lo
que el otro piensa, lo que el otro quiere, lo que el otro va
a hacer, para nosotros poder actuar de manera consistente,
concordante y coherente.
Se postula que en los trastornos en los que la interacción
social está alterada, como sucede en el autismo, la esquizofrenia, el trastorno disocial y el trastorno antisocial de la
La pesadilla de Dios
49
personalidad, hay falla severa en la teoría de la mente y en
los esquemas sociales. Estas alteraciones en la cognición social pudieran originarse por interacciones complejas entre
factores relacionados con predisposiciones genéticas (polimorfismos de genes de proteínas reguladoras de neuroquímicos cerebrales), con factores de vulnerabilidad biológica (problemas en el embarazo, dificultades en el parto,
enfermedades neurológicas tempranas, traumas de cráneo
de la infancia o alteraciones de nutrición) y aprendizajes
estructurados por un contexto social caótico, permisivo,
autoritario o violento. Estos problemas se acompañarían de
trastornos en la empatía y en el procesamiento emocional.
Por esa razón, la manera racional de intervenir el trastorno disocial y el trastorno antisocial de la personalidad,
del que paceden Alexis y Wílmar, sería trabajar de manera
simultánea en todos estos niveles de la actividad representacional del cerebro, lo que podría incluir el uso de medicamentos que permitan regular el ambiente neuroquímico
del encéfalo, el entrenamiento empático, las modificaciones del procesamiento emocional y la reconstrucción de la
cognición social. En cuanto a la prevención, también habría
que intervenir en la construcción de representaciones sociales tolerantes, apacibles, flexibles, eliminando del imaginario social la validación de cualquier tipo de violencia
como camino para la refrendación de derechos.
Se argumenta que este tipo de sociedades son utópicas,
que pensar de esta manera constituye un pacifismo ingenuo. Sin embargo, la realidad nos muestra conglomerados
sociales muy próximos a este ideal: Austria, Suiza, Noruega, Suecia, Dinamarca, Holanda y Costa Rica. Otros, como
Uruguay, lo tuvieron y lo perdieron, pero lo están volviendo a encontrar. Se argumentará, con toda razón, que estas
sociedades civilizadas y pacíficas son menos felices porque
tienen niveles más altos de depresión y de suicidios. Parece
50
12 personajes en busca de psiquiatra
que en las representaciones cerebrales de lo social civilizado hay que pagar un precio: un aumento de los niveles de
preocupación por uno, por los familiares, por los amigos
y por los extraños. Este tipo de preocupación general parece aumentar los niveles de estrés, los niveles de ansiedad
y finalmente el agotamiento y la depresión. La razón para
que esto pase sería que una importante proporción de los
cerebros humanos todavía no dispone de los dispositivos
biológicos para funcionar con espontaneidad y eficiencia,
sin esfuerzos, de esta forma racional y organizada.
Por ahora habría que decidir por uno de los dos caminos
sociales posibles. Uno es el camino de la felicidad del desorden folclórico e irresponsable (Colombia es uno de los
países más felices del planeta), en donde cualquiera puede
tomarse la atribución de quitarle al otro el derecho a seguir
viviendo, con lo cual se garantiza una muerte “feliz y divertida” por mano ajena, a través del tiro de un sicario, o en
la sala de espera de un hospital porque así lo determinó el
gerente de una EPS, o por la irresponsabilidad de un constructor que hizo unas casas en terrenos inestables, o por la
locura de un conductor borracho con investidura de parlamentario, o por la irresponsabilidad de un contratista que
usaba una grúa inadecuada que se cayó sobre un bus lleno
de pasajeros, o por otras miles de formas alternas de muerte
indigna: la muerte inesperada en la mitad de la calle, sorpresiva, que lo alcanza a uno vestido de manera inapropiada, sin preparación ni ceremonia.
El otro es el camino de la satisfacción de esforzarse civilizadamente por el bienestar propio y el de los demás, con el
riesgo del aburrimiento, que pudiera llevar a la decisión de
hacer uso soberano del derecho a morir cuando uno quiera y como uno quiera, que algunos llaman el derecho a la
muerte digna, el cual debería ser consagrado como un derecho fundamental universal.
La pesadilla de Dios
51
Por lo menos, así se ayudaría a frenar la ola de odio que
tiñe de sangre las páginas de La Virgen de los Sicarios, y las calles de esas comunas donde un niño de doce años es “como
quien dice un viejo: le queda tan poquito de vida… Ya habrá
matado a alguno y lo van a matar” (Vallejo, ibídem, p. 33).
3
Bolívar:
dos hombres, un héroe
La mente del Libertador en la pluma de
Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez y Evelio Rosero.
Jorge Téllez Vargas
JORGE TÉLLEZ VARGAS (Pamplona, Colombia, 1951) es médico psiquiatra.
Autor de más de una docena de libros, dirige el área de Neuropsiquiatría del Instituto de Neurociencia de la Universidad El Bosque, en Bogotá, de la cual también
es profesor titular. Además es miembro titular y fundador de la Asociación Colombiana de Psiquiatría Biológica; director científico y fundador de la Asociación
Colombiana contra la Depresión y el Pánico (Asodep); secretario tesorero asociado de la Federación Mundial de Sociedades de Psiquiatría Biológica (WFSBP) y
miembro fundador de la International Neuropsychiatric Association (INA). Entre
otros títulos, ha publicado los libros Neuropsiquiatría: Imágenes del cerebro y la conducta humana (Nuevo Milenio, 1995), Vuelve a vivir: Estrategias para superar la depresión y la ansiedad con
sus propios recursos (Oveja Negra, 1996), Afrodita y Esculapio: Una visión integral de la medicina de
la mujer (Nuevo Milenio, 1999), Los rostros de la angustia (Asodep, 2002), Diálogos con mi
enfermedad (Asodep, 2005), y tres tomos de Trastorno bipolar: De la clínica a la neuroprotección
(Asociación Colombiana de Psiquiatría Biológica, 2007, 2008, 2010).
En este ensayo, el especialista hace un perfil psiquiátrico de Simón Bolívar en cuanto personaje literario a partir de tres textos: el relato El último rostro, de Álvaro Mutis
(Bogotá, 1923), publicada en 1978, y las novelas El general en su laberinto, de Gabriel
García Márquez (Aracataca, 1927), y La carroza de Bolívar, de Evelio Rosero (Bogotá,
1958).
Advertencia
Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han
sido tomadas de las ediciones abajo mencionadas. Dentro del texto se anotará el nombre del autor de cada una
y, entre paréntesis, el número de página correspondiente.
•• MUTIS, Álvaro. “El último rostro”, en Relatos de mar y
tierra. Págs. 123-142. Debolsillo, 2008.
•• GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel (GGM). El general en
su laberinto. Oveja Negra, 1989.
•• ROSERO, Evelio. La carroza de Bolívar. Tusquets, 2011.
Cuadro clínico Son notorios los altibajos emocionales del personaje, el escaso control de sus impulsos sexuales, la agresividad, la megalomanía, la distractibilidad, la hiperactividad, la escasa
necesidad de dormir y, en ciertos intervalos, los momentos
de frustración, pesimismo y tristeza. El paciente presenta un
trastorno afectivo bipolar. Con el trascurrir de los años estos
síntomas se han transformado en una depresión crónica. Se
recomienda psicoterapia y administración de estabilizadores
del ánimo.
E
n Colombia, Simón Bolívar salta de los libros de historia a las páginas de la ficción en dos circunstancias:
cuando la ausencia de registros no deja más remedio
que rellenar las fisuras con recursos de la imaginación, o
cuando el rastro que dejó es tan turbio que los historiadores optan, como dicen ciertas damas, por “pasar caminando
rápido para que la mancha no se note”.
El último rostro, de Álvaro Mutis, y El general en su laberinto, de
Gabriel García Márquez, son ejemplos del primer caso:
convierten en cuento y novela, respectivamente, el espacio indocumentado del último viaje por el río Magdalena y
los días postreros del Libertador. La segunda circunstancia
se evidencia en La carroza de Bolívar, de Evelio Rosero, novela
donde el autor aprovecha la inmunidad que le garantiza este
género literario para evocar el violentísimo paso de Bolívar
por Pasto en 1822 y 1824, un episodio ante el que la mayoría de los historiadores han preferido pasar de largo.
Aunque son tres textos que se comunican entre sí –Mutis
es evocado por García Márquez, y García Márquez es citado
por Rosero–, muestran dos Bolívares diferentes: uno joven
e impetuoso; otro decadente y atribulado. Pero tienen un
denominador común: describen los pensamientos más íntimos y los impulsos más básicos del Libertador. Paradoja
58
12 personajes en busca de psiquiatra
de la literatura: en virtud de la ficción, el héroe parece más
real. De hecho, más antihéroe.
En el presente análisis no buscaremos una corroboración fáctica de los relatos. Nos importan los rasgos de personalidad, con frecuencia imaginados o intuidos, que cada
autor atribuye al protagonista. En este sentido, asumiremos
que dentro de los textos de marras el personaje llamado Simón Bolívar es tan ficticio como lo es el Quijote dentro de
la obra de Cervantes. Una licencia que nos tomamos con la
tranquilidad de que Mutis, Gabo y Rosero eligieron el cuento y la novela como géneros literarios; no la biografía. Aun
cuando se nutren de la historia, los tres escritores privilegiaron la imaginación. Crearon a Bolívar, y esa creación
será la fuente primaria de este perfil. Cualquier parecido
con la realidad no será, sin embargo, pura coincidencia.
Así pues, convertido en personaje literario, el prócer
baja del pedestal. Su grandilocuencia se atenúa. Vuelve a ser
humano. Tiene sexo, halitosis, sueña, sufre de insomnio,
es iracundo, vanidoso, melancólico, impaciente. El talante
estable del prócer que vemos en los libros escolares se llena
de altibajos en la narrativa. De sus ínfulas gloriosas pasa a
sentir compasión por sí mismo. Intensa agitación física e
irascibilidad se interponen súbita y reiteradamente en momentos de abatimiento y frustración. En las obras más representativas de la literatura colombiana donde Bolívar es protagonista,1 el héroe esboza un talante maníaco-depresivo.
Bolívar recreado por los escritores parece sufrir un trastorno afectivo bipolar.
1. Sería injusto desconocer que Fernando Cruz Kronfly se anticipó a García Márquez con su novela La ceniza del Libertador (Planeta, 1987), donde narra el último
viaje de un Bolívar sumido en el delirio. La obra fue sin duda opacada por la
posterior publicación de El general en su laberinto.
Bolívar, dos hombres, un héroe
59
En consulta con el Libertador
El Bolívar descrito en la narrativa de García Márquez y
de Rosero evitó continuamente la atención de los médicos,
y, según el primero, consultaba sus dolencias en un libro
que siempre llevó consigo, La médecine a votre maniére, de Donostierre. Por lo tanto, si alguna vez tuvo conciencia de su
insomnio, del frenesí con que dictaba cartas y proclamas
en sus despertares tempranos, de sus crisis de irritabilidad
y de sus episodios de melancolía, lo más probable es que no
se le ocurriera visitar médicos, y mucho menos psiquiatras
–que en honor a la verdad no había en la nueva Granada ni
en la capitanía de Venezuela–, porque los consideraba unos
“traficantes del dolor ajeno”. De hecho, esta resistencia y
desconfianza nos da un indicio de cuán autosuficiente se
percibe el personaje.
Pero hagamos el esfuerzo de imaginarlo en una improbable consulta. Corren los días finales de 1830, tiene 47
años, está gravemente enfermo en Santa Marta y finalmente
aceptó acudir al médico debido a una profunda melancolía. El general en su laberinto nos cuenta que ya desde mayo “sus
ayudantes militares sentían que los síntomas del desencanto
eran demasiado evidentes en el último año” (GGM, ibídem, p. 22). Esto significa que para ese diciembre nuestro
personaje llevaba diecinueve meses con el ánimo abatido.
El viaje por el Magdalena estuvo signado por la tristeza,
la autocompasión y el pesimismo. Los síntomas depresivos asomaron en plena juventud pero pasaron inadvertidos
para quienes le rodeaban. Sin embargo, para Bolívar fueron inquietantes y perturbadores a tal punto que en Honda, camino a Santa Marta, durante una cita furtiva con Miranda Lyndsay, se describió a sí mismo como el militar “más
grande y solitario que ha existido jamás”, como lo refiere
García Márquez (ibídem, p. 85). Asimismo nos enteramos
60
12 personajes en busca de psiquiatra
de que en Puerto Real hizo bautizar con el nombre de Bolívar a un perro maltrecho y andariego que encontraron en
el camino, y llegando a Mompox perdió el interés por los
amaneceres y los crepúsculos y no les hizo a sus acompañantes “ninguna pregunta que permitiera vislumbrar un cierto
interés por la vida” (GGM, ibídem, p. 107).
Álvaro Mutis nos relata que en Cartagena recibió al coronel polaco Miecislaw Napierski, quien advierte la “melancólica amargura” del rostro del Libertador, sus silencios, su
“hondo meditar”, su “mirada perdida”, su frustración y su
autocompasión. El universo es oscuro a los ojos del prócer,
el destino de la patria, el suyo propio. “Toda relación con
los hombres deja un germen funesto de desorden que nos
acerca a la muerte” (Mutis, ibídem, p. 140), le oye decir
Napierski. Y al relatar un sueño en el que se le apareció un
ciego, dice que se fue confundiendo con este, y cuando lo
“invadía ya la oscuridad de su vista, una tristeza desgarradora, antigua y familiar” lo despertó bruscamente (ibídem, p.
142).
En otro sueño, relatado por García Márquez y ocurrido en Soledad, el general “tocó fondo” y lloró dormido
mientras escrutaba su pasado. Eran las primeras lágrimas
de tristeza que su mayordomo le veía en la vida, porque las
anteriores habían sido de rabia. Y ya en Santa Marta el médico consideró que los achaques físicos de su paciente eran
tan graves como los morales. Cabe recordar que los clínicos
franceses consideraban el dolor moral como un signo característico de la melancolía, término acuñado por Hipócrates
que se utilizó durante más de veinte siglos, hasta cuando el
psiquiatra suizo Adolf Meyer acuñó el concepto depresión en
la primera mitad del siglo XX.
Tenemos entonces un abanico de síntomas –tristeza
prolongada, llanto fácil, autocompasión, pesimismo, dolor moral– que no nos dejan dudas: el general presenta un
cuadro de melancolía o depresión crónica. Pero hay más.
Bolívar, dos hombres, un héroe
61
Un tipo “intenso”
En los tres relatos encontramos algunos comportamientos que asoman reiteradamente y nos impiden conformarnos con el diagnóstico anterior. Ese otro rostro apenas se
intuye en Mutis, desempeña un papel secundario en la novela de García Márquez y es protagonista en la de Rosero. Es
el rostro de la manía.
A pesar del abatimiento físico que prima en los últimos
días, Mutis, a través de Napierski, destaca en Bolívar el “poder de comunicación y la intensidad de su pensamiento”.
Esa intensidad aparece en la pluma garciamarquiana de diversas maneras, muchas de ellas menos benevolentes.
Cerca de Guadas, por ejemplo, el general despierta con
un ánimo súbito, pide pluma y papel, se pone los lentes
y escribe una carta a Manuela Sáenz. Este “golpe de inspiración insoportable” evoca “los actos impulsivos” del
general y la “costumbre de despertar a sus amanuenses a
cualquier hora para despachar la correspondencia atrasada,
o para dictarles una proclama o poner en orden las ideas
sueltas que se le ocurrían en las cavilaciones del insomnio” (GGM, ibídem, p. 63).
La intensidad del protagonista de El general en su laberinto
también se observa en la “arbitrariedad de los horarios”,
los “ojos alucinados y el habla inagotable y agotadora”. Si
la reacción previsible en una persona enferma es guardar
reposo, en Bolívar es jugar interminables partidas de cartas,
o echarse a nadar en un río a pesar de padecer una jaqueca
insoportable.
Otro aspecto de esta energía inagotable –que clínicamente
correspondería a un cuadro de hiperactividad– es la incapacidad para concentrarse. Bolívar dicta varias cartas de manera
simultánea, no puede mantener una sola relación sentimental o desprecia el ajedrez porque le demanda concentración.
Sus nervios no soportan la parsimonia.
62
12 personajes en busca de psiquiatra
Pero sin duda el mayor contraste frente la depresión de
la adultez son las vanidades y euforias de la juventud. En
El último rostro, Napierski ofrece dos pistas: se sorprende con
las uñas del héroe, “almendradas y pulcramente pulidas,
ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos sobrehumanos” (Mutis, ibídem, p. 126); y unas páginas más
adelante, el militar polaco nos recuerda el derroche que caracterizó la vida de Bolívar durante su juventud en Madrid
y París. Tenemos pues dos signos sutiles que nos permiten
sospechar que estamos ante un hombre más de veleidades
que de batallas.
Los relatos no se ponen de acuerdo sobre la actitud del
personaje en la guerra. Nos queda la duda de si era cobarde
o arrojado, pero todos sí coinciden en un punto: a Bolívar
le gustaban las fiestas, el baile y los desfiles pomposos, casi
napoleónicos, de los que era protagonista en cada ciudad
que visitaba victorioso. Evelio Rosero nos refiere los desfiles
en Caracas y Quito, en 1813 y 1822, respectivamente, en los
cuales la carroza de Bolívar no fue tirada por alazanes, sino
por doce niñas vestidas de blanco, ceñidas con coronas de
laurel, una de las cuales debía ponerle una guirnalda en la
cabeza como si se tratara de un homenaje real.
El mismo autor nos cuenta que en 1819 “Bolívar marchó
hacia Pamplona en donde gastó más de dos meses en bailes
y fiestas” (Rosero, ibídem, p. 161), mientras Gabo nos habla
de “banquetes multitudinarios y espléndidos” en los que el
Libertador “incitaba a sus invitados a comer y a beber hasta la embriaguez” (GGM, ibídem, p. 76) y bailaba hasta el
amanecer, “haciendo repetir la pieza cada vez que cambiaba
de pareja” (GGM, ibídem, p. 81).
En estos y otros ámbitos el Libertador no es ajeno a
ciertas extravagancias, al menos para los parámetros de su
época. Según el nobel se subía a bailar encima de la mesa
del comedor para expresar sus júbilos, y Rosero recuerda
Bolívar, dos hombres, un héroe
63
que gastaba altas sumas de dinero en perfumes y aceptaba
montar sobre el peruano Vidaurre, plenipotenciario para
la conferencia americana de Panamá, cuando este se ponía
en cuatro patas en las reuniones.
En nombre de la vanidad
La carroza de Bolívar es, definitivamente, la novela donde el
héroe sale peor librado. El argumento transcurre en los carnavales de Pasto de 1966. En ese contexto, el ginecólogo Justo Pastor Proceso diseña una carroza para burlarse del “mal
llamado Libertador”. La elaboración del carromato propicia entre los personajes diálogos y evocaciones a través de los
cuales se ponen de manifiesto la ira, la cobardía, la ambición, la vanidad y hasta las conductas sexuales de Bolívar.
Acá no hay espacio para ver la depresión. El personaje
presentado por Rosero es un megalómano. Vive obsesionado con entradas triunfales. Se cree Napoleón Bonaparte. Él
mismo se denominó Libertador. A su médico le dice al oído
que los tres más grandes majaderos de la historia han sido
Jesucristo, el Quijote y él. Calificarse de majadero apenas
sirve para despistar. Falsa modestia: en el fondo se percibe
como un mesías.
También escuchamos a un catedrático pastuso decir a sus
alumnos que Bolívar “se dedicó a dictar cartas por decenas
y centenas y por miles, a los lomos de su caballo o de su
hamaca, enviando a diestra y siniestra versiones de gloria
propia que nunca fueron reales, versiones que volaban a los
cuatro puntos cardinales reventando caballos con sus noticias de hijo primogénito de la gloria, elogio digno de él, si
no fue él quien lo fraguó” (Rosero, ibídem, p. 203).
Asimismo advertimos en el personaje una fuerte propensión a las mentiras, la explosividad y el rencor. Dos características que, no obstante, siempre estarán ligadas a su
64
12 personajes en busca de psiquiatra
egolatría y sed de poder. Por eso es común verlo apropiándose de triunfos ajenos, o enfurecido cuando su imagen no
sobresale como la de un genio militar y estadista. En un
banquete, tras enterarse de que los realistas han recuperado
Pasto, se le ve subido en una mesa pateando vajilla y cubiertos. Menos ácido, Gabo también nos ha insistido reiteradamente que el hombre es pésimo perdedor y vengativo, hasta
por las derrotas nimias de los juegos de naipes: “No tenía
la paciencia de los buenos jugadores, y era agresivo y mal
perdedor” (GGM, ibídem, p. 68).
A pesar de que estos síntomas nos sugieren un trastorno mental, tenemos que ser claros: no hay bipolar tonto e
inane. La megalomanía contribuyó a la causa del personaje.
Compartamos pues con Rosero que Bolívar fue “el auténtico pionero de la publicidad política contemporánea, a partir de una única agencia: él en su caballo dictando folletines
de grandiosidad a sus amanuenses, que debían ser relevados, extenuados de la epopeya interminable que el héroe
inventado dictaba de sí mismo” (Rosero, ibídem, p. 203).
El fantasma del insomnio
El insomnio es otro síntoma que campea durante la existencia del Libertador, tanto en el histórico como en el literario. Aparece como compañero solitario en las noches
eternas de Caracas, tratando de amainar la congoja de la
viudez, y años más tarde se convierte en frenesí: lo acompaña durante su vida palaciega en París y durante su viaje a pie
desde allí hasta Roma junto a Simón Rodríguez.
La poca necesidad de dormir es un síntoma primordial
en el trastorno bipolar. Pasó desapercibido tanto para el
Libertador como para sus allegados y aun para sus críticos. Sin embargo, García Márquez advierte: “Se quedaba
dormido a cualquier hora en mitad de una frase mientras
Bolívar, dos hombres, un héroe
65
dictaba la correspondencia, o en una partida de barajas, y
él mismo no sabía muy bien si eran ráfagas de sueño o desmayos fugaces, pero tan pronto como se acostaba se sentía
deslumbrado por una crisis de lucidez” (GGM, ibídem, p.
32). También señala que acostumbraba salir de la cama “y
deambular desnudo hasta el amanecer para entretener el
insomnio cuando no había nadie más en casa” (GGM, ibídem, p. 53). En la cama y en el juego
Llegamos pues a un último aspecto para cerrar nuestro
diagnóstico: la relación de Bolívar con las mujeres, que no
pasa inadvertida para ninguno de los tres autores. Cada uno
ofrece una visión distinta. Pasamos del tono elogioso de
Mutis –nos dice simplemente que el héroe fue un “hombre
en extremo afortunado con las mujeres”– a leer el relato
de unos comportamientos sexuales que podemos calificar
de curiosos en la pluma de García Márquez, y de patológicos en la de Rosero. Estos conforman un nuevo síntoma: la
tendencia a la promiscuidad, que en repetidas ocasiones se
acompañó de altas dosis de irresponsabilidad, de conductas
riesgosas y de comportamientos heteroagresivos.
En vísperas del último viaje, el general garciamarquiano
intenta más de una vez tener un último encuentro íntimo
con Manuela, pero el cuerpo lo traiciona. Otra cosa fueron
los años de gloria, en los que puso en riesgo su causa por
culpa del incontenible apetito sexual: “[…] se decía que por
lo menos tres batallas se habían perdido en las guerras de
independencia sólo porque él no estaba donde debía sino
en la cama de una mujer” (GGM, ibídem, p. 119).
Nos cuenta el nobel que en una estadía en Mompox tuvo
un encuentro con la blanquísima Josefa Sagrario, quien le
pidió una noche extra. Pese a informaciones según las cuales Santander lo derrocaría, se quedó diez más. Y por la
66
12 personajes en busca de psiquiatra
misma pluma sabemos que un lancero se mudó de la mansión presidencial de Lima porque no soportaba los alaridos
de los encuentros amorosos del Libertador.
El asunto se torna más grave cuando actúa contra la voluntad de las mujeres. En la capital peruana rasuró todo el
cuerpo, hasta las cejas, de una “doncella de vellos lacios que
le cubrían hasta el último milímetro de su piel de beduina”,
relata García Márquez (ibídem, p. 214). Y en La carroza de Bolívar el asunto pasa la raya: el prócer envía un destacamento
de jinetes a Pasto para raptar a Chepita Santacruz, de apenas
trece años. “A menos de una legua de allí la aguardaba el
Libertador. La usó de inmediato, y la siguió usando al descampado durante toda esa marcha forzada hasta las puertas
de Quito, seis días después. Sólo entonces la devolvió a Pasto” (Rosero, ibídem, p. 204).
El caso más intenso y dramático es el de Fátima Hurtado,
pastusa de catorce años que vivía al cuidado de su abuela. La
fama de su belleza llegó a oídos de Su Excelencia. Cuando el
general llegó a la casa, la abuela se la entregó en los brazos.
No pudo poseerla: la recibió muerta. La novela de Rosero
dice que la emprendió a patadas contra un árbol y luego se
arrodilló a vomitar.
La génesis de la bipolaridad
Serían necesarias algo más de dos décadas a partir de
nuestra consulta imaginaria con el Libertador para que la
psiquiatría conceptualizara su dolencia. A mediados del siglo XIX, Jules Baillarger y Pierre Falret hablaron de una enfermedad que tenía fases de manía y melancolía. El primero
la llamó locura de forma dual y el otro, locura circular. A comienzos
del siglo XX, Emil Kraepelin hizo una descripción más detallada que la de sus predecesores y acuñó el concepto de
psicosis maniacodepresiva, que desde 1994 se conoce como trastorno
Bolívar, dos hombres, un héroe
67
bipolar. No es de descartar que en un futuro lo llamen trastorno
de la regulación del afecto, como se sugiere para algunos cuadros
clínicos en una eventual quinta versión del Diagnostic and statistical manual of mental disorders (DSM-V),2 de la Asociación Esta-
dounidense de Psiquiatría.
Como se observa en nuestro paciente imaginario, es un
trastorno en el que alternan o coexisten episodios de gran
exaltación (manía) e hiperactividad (hipomanía) con momentos de depresión. Hoy en día sabemos que el trastorno
bipolar tiene un alto componente hereditario y se origina
en una alteración de los circuitos cerebrales que equilibran
el estado de ánimo.
Gracias a los estudios del psiquiatra suizo-estadounidense Jules Angst, se conoce que en la evolución de la enfermedad bipolar los cuadros de manía e hipomanía, tan floridos
y recurrentes en la adolescencia o la juventud temprana, se
tornan paulatinamente menos frecuentes. Entonces la depresión comienza a ser la protagonista, y con frecuencia
tiende a ser crónica, como lo describe Gabo en su novela.
Todos los seres humanos presentan variaciones anímicas
de acuerdo con las circunstancias ambientales y sus vivencias
íntimas. Se trata de periodos de alegría o de tristeza, relacionados y adecuados a la circunstancia, y siempre pasajeros.
Lo que marca la diferencia en el paciente bipolar es que sus
respuestas ante los estímulos son exageradas y prolongadas.
Los síntomas suelen aparecer desde la infancia. Primero
se manifiestan con comportamientos oposicionistas e hiperactividad, síntomas que el Bolívar histórico presentó en su
infancia y que hicieron que su padre y después su tío Carlos
Palacios cambiaran continuamente a sus institutores, incluidos los mismos Simón Rodríguez y Andrés Bello. También es probable que se presente cierta precocidad sexual.
2. Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales.
68
12 personajes en busca de psiquiatra
El paciente bipolar suele ser impulsivo. Tiene, por tanto,
mayor riesgo de abuso de sustancias y suicidio. En su corte
de pacientes bipolares suizos, Angst observó que el 29 por
ciento se quitaron la vida.
La psiquiatría paulatinamente ha aceptado algunas de las
categorías sugeridas por el psiquiatra armenioestadounidense Hagop Souren Akiskal para el trastorno bipolar: el
trastorno bipolar tipo I, que consiste en periodos de depresión que alternan con fases de manía en las que el paciente
pierde el contacto con la realidad; el trastorno bipolar tipo
II, el más frecuente y difícil de diagnosticar, en el que se
combina la depresión con la hipomanía, entendida como
hiperactividad y euforia; y el trastorno bipolar tipo III, que
corresponde a cuadros de hipomanía o manía desencadenados por el alcohol, las sustancias psicoactivas o algunos
fármacos como los antidepresivos tricíclicos.
En su tiempo, Bolívar habría tenido pocas esperanzas de
recibir un tratamiento apropiado. Fue en la mitad del siglo XX cuando se descubrieron las bondades del litio para
estabilizar a los pacientes, aunque la toxicidad derivada de
su uso fue cuestionada. Enfoques posteriores se centraron
en tratar cada fase sintomática –por un lado antidepresivos
para la melancolía y por otro antipsicóticos para la manía–
y años más tarde, a partir de los ochenta, se emplearon los
anticonvulsivantes y moduladores del ánimo. Estos fármacos, al estabilizar las alteraciones neurobiológicas de las redes y circuitos cerebrales que dan lugar al trastorno bipolar,
impiden la aparición de nuevos episodios afectivos. Ya sean
manifestaciones de tinte depresivo, maníaco o hipomaníaco, estos medicamentos estabilizan el comportamiento del
paciente y mejoran su calidad de vida. Mejor dosificado,
hoy vemos un resurgir del litio como terapia, así como la
aparición de nuevos estabilizadores del ánimo.
Bolívar, dos hombres, un héroe
69
Si apareciera en mi consultorio, a este Bolívar literario
yo le habría recetado un estabilizador del ánimo para yugular los síntomas de su bipolaridad, posiblemente de tipo II.
También le habría recomendado psicoterapia para monitorear el tratamiento y enseñarle a identificar los disparadores
de sus síntomas.
En conclusión, tenemos varios indicios para sospechar
que el Simón Bolívar descrito por Mutis, Gabo y Rosero es
bipolar y que le estamos dando el tratamiento acertado. Son
notorios los altibajos emocionales, el escaso control de sus
impulsos sexuales, la agresividad, la megalomanía, la distractibilidad y, en ciertos intervalos, momentos de frustración, pesimismo y tristeza.3
Sin embargo, cabe preguntarse: ¿es un mismo personaje
o son dos personajes distintos? ¿Es lícito amalgamar las visiones de tres escritores para hacer una sola interpretación?
En efecto, cuando se juntan opiniones diversas sobre una
persona, y entre estas opiniones se incluyen las de críticos
y admiradores, es casi inevitable concluir que esta presenta
un carácter dual, o al menos que es francamente inestable.
Aun así, para cualquier psiquiatra es verosímil que el Simón Bolívar de los tres escritores sea una misma persona.
En la personalidad bipolar pueden fácilmente convivir el
hombre reflexivo descrito por Mutis, el líder con sus debilidades humanas contado por Gabo y el promiscuo con
rasgos de sadismo que pinta Rosero. La moneda tiene dos
caras, pero siempre será una sola.
3. En este análisis nos valemos exclusivamente de los relatos construidos por los tres
escritores. Sin embargo, la bipolaridad en el Bolívar histórico ha sido analizada
por Isidoro Medina Patiño en su libro Bolívar, genocida o genio bipolar (2009).
4
El hijo de David
El duelo como eje central en la novela La luz difícil,
de Tomás González.
Camilo Umaña Valdivieso
CAMILO UMAÑA VALDIVIESO (Bucaramanga, Colombia, 1957). Médico psiquiatra desde 1986 y artista plástico desde 1969, es miembro activo de la Asociación
Colombiana de Psiquiatría; la Asociación Colombiana de Psiquiatría Biológica; la
Asociación Colombiana de Trastornos del Ánimo, y de la Asociación Colombiana
Contra la Depresión y el Pánico. Asimismo es psiquiatra fundador de la clínica
psiquiátrica Isnor, en Bucaramanga; director del programa radial Nuestra mente, en la
Radio UIS Bucaramanga; y colaborador del periódico Vanguardia Liberal. Como artista plástico ha realizado exposiciones individuales y colectivas en Colombia, Francia,
España e Italia.
En este escrito, el autor hace una reflexión sobre el duelo a partir de la experiencia
de David, personaje creado por Tomás González (Medellín, 1950) en la novela La
luz difícil, publicada en 2011.
Advertencia
Las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se
anotan los números de página correspondientes.
• GONZÁLEZ, Tomás. La luz difícil. Alfaguara, Bogotá,
2011.
Cuadro clínico El paciente presenta aislados episodios de lo que denomina
“melancolía”, confiesa que a veces siente “claustrofobia” y
que toma ansiolíticos para paliar su natural desazón: su hijo
está a punto de morir por decisión propia. No hay motivo
para recomendar terapia ni administración de fármacos. Su
duelo es una lección de vida.
T
odo duelo es una gama de sentimientos y pensamientos que desarrollamos para adaptarnos a una
pérdida, bien sea la de una persona, un objeto o
una abstracción que signifique un vínculo amoroso en
nuestra existencia. Solucionarlo es un proceso ineludible.
Por más que queramos evitarlo, el duelo nos persigue como
una sombra, nos envuelve de diversas maneras, muchas de
ellas absorbentes y oscuras como hoyos negros, de las que
es difícil escapar; pero otras tantas enriquecedoras y claras
como amaneceres, que nos ayudan a seguir viviendo.
Ese es el tema de La luz difícil: no un solo duelo, sino varios, y de diferentes vertientes, que se van enlazando en un
tejido sutil de experiencias vivificantes que iluminarán el
viaje de David, su protagonista, hacia la luz. La novela de
Tomás González está llena de símbolos literarios en relación con la muerte y el duelo, pero también de guiños terapéuticos sobre la forma como el duelo puede generar vida.
El bueno de David
A sus 76 años, y ya retirado en una pequeña finca de
La Mesa, Cundinamarca, donde vive solo al borde de un
abismo, David ha decidido escribir la historia de su vida. Y
76
12 personajes en busca de psiquiatra
ni siquiera. Es, en particular, el relato de cómo vivió él la
muerte de su hijo medio, Jacobo, quien decidió, con la venia de toda la familia, quitarse la vida, al no soportar más el
dolor intratable y permanente que le produjo tiempo atrás
un accidente de tránsito en el que perdió la movilidad de
las piernas. Y esta evocación le permite reflexionar sobre
su vida, sobre sus dolores y sus dichas, sobre sus yerros y sus
aciertos, sobre sus amores y sus conflictos, con la clarividencia del sabio que ha vivido y que, en la aparente oscuridad que significan las pérdidas, puede hallar plenamente
la luz.
Lo paradójico es que la luz del conocimiento se le muestra a David cuando ya prácticamente el velo de la ceguera
nubla su visión, esa que tanto disfrutó como pintor en sus
años vigorosos. A David le gustaba llevar al lienzo objetos en
ruinas, aquellos que bajo el óxido del tiempo dan testimonio de que “lo que el hombre abandona se deteriora y empieza a ser otra vez inhumano y bello” (González, ibídem,
p. 19). Se hace bello a través del arte, y David es un artista
que, justo en el momento en que encuentra con su familia
un lugar apacible, amplio e iluminado, el infortunio –que
“es siempre como el viento: natural, imprevisible, fácil”–
rompe de un tajo la armonía de su casa “cuando estaba pintando mejor que nunca” (González, ibídem, p. 20).
En el momento en que escribe, David ya ha perdido a
uno de sus hijos; ha perdido prácticamente la visión, y por
ende, la posibilidad de pintar; ha perdido a su esposa y a su
gato, al que todavía le parece sentir avanzar por la cocina;
y mientras escribe, también está despidiéndose de las palabras. Y sin embargo, cuanta más oscuridad hay a su alrededor, más luz hay en su corazón.
La luz difícil es una intensa reflexión sobre el proceso de
la vida y de la muerte. Si deseáramos traer una frase del libro que plasmara el duelo en toda su dimensión, sería esta:
El hijo de David
77
“[…] mi figura ha ido espiritualizándose o evaporándose.
Es decir, alejándose cada vez más de las cosas del mundo e
incursionando en la muerte, que no existe, y en el mundo
infinito en el que en realidad estamos” (González, ibídem,
pp. 53-54). Y si deseáramos pensar que el arte significa decir muchas cosas en un corto espacio, entonces La luz difícil
logra su cometido, pero aun así tendríamos que abrir varias
veces el libro tratando de extraer de la fruta el máximo jugo,
gracias a la vocación de David de enseñarnos con su propio
ejemplo que la vida es una combinación indescifrable de
dicha y dolor. En relación con el hijo de David, Jacobo, Tomás
González nos pone a identificarnos con la frase sentenciosa
del escritor japonés Haruki Murakami: “El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”. Cuando el dolor permanente del cuerpo se convierte en una razón válida para
querer morir, estamos hablando de sufrimiento, de un padecimiento que, según podemos interpretar en el autor, es
susceptible de ser soportado o no, decisión que queda a discreción de quien lo vive.
El encanto de transformar el duelo en vida
En todo duelo se mueven sensaciones encontradas, que
van desde la no aceptación de la pérdida hasta el profundo agradecimiento por haber podido compartir una dicha
transitoria con el que ya se fue. En medio de esta ambivalencia, es normal que se atraviesen emociones difíciles de
manejar, como el sentimiento de culpa por lo que se dejó de
hacer o por lo que creemos que hicimos mal. Lo que es inevitable es la resolución. El duelo es un tobogán imparable
hacia la aceptación final de la pérdida, aunque en esa caída
nos podamos desviar por senderos oscuros y turbios que nos
pueden llevar a la depresión simple o, más grave aún, a otras
cuevas de la psicopatología mental, como la psicosis.
78
12 personajes en busca de psiquiatra
Y esto ocurre porque, por más que finjamos estar preparados, toda pérdida genera un vacío existencial que solo
se puede experimentar cuando esa pérdida ocurre. La conciencia de los hechos es la que produce el duelo: la noticia de la muerte. A partir de ahí, todo depende de nuestra
maleta existencial, de lo que hayamos cultivado dentro de
nosotros para asumir esa pérdida como un proceso más en
el camino de la vida, o como una catástrofe superior a nosotros que amenaza con derrotarnos.
En el primer caso, lo normal es que nos dejemos invadir de tristeza, que nos concentremos en el dolor que nos
produce la partida, y entonces evoquemos los momentos
que vivimos al lado de esa persona, sus características más
sobresalientes que nos hicieron amarla. Ese dolor es sano
y, además, necesario, siempre y cuando seamos conscientes
de que será temporal, de que la pérdida es inevitable y el
único remedio es abrir los ojos de nuevo y avanzar. Es una
decisión personal. Al fin y al cabo, no ha sido el primero. Como transeúntes de la vida, perdemos cada día parte
de nuestro destino; vivimos haciendo duelos de todo tipo
y a cada instante, aunque solo tendemos a reconocer los
de mayor impacto, aquellos que nos recuerdan que somos
mortales, finitos ante la eternidad.
Los sentimientos que se evocan en este tipo de duelos
son generalmente de una magnitud proporcional a los que
se manifestaron durante la vida del que se fue. Así también
es el dolor. Experimentarlo como algo real que podemos
aceptar y cargar un tiempo mientras nos acostumbramos a
que “ya no está” es indispensable para que todas las emociones que nos acompañan se transformen en la sazón que
condimente nuestro recuerdo, y a la vez, sean esas las emociones que se reproduzcan en todos los duelos por venir.
La personalidad que nos adorna, nuestra forma de conectarnos con la realidad, no es ajena al proceso de duelo y
El hijo de David
79
nos acompaña en el proceso. Ella determina en gran medida la forma como lo manejemos. Cuando nuestras relaciones con la realidad son de apego pero sin independencia,
es decir, cuando es el apego el que nos gobierna, el duelo
se torna difícil porque nos impide actuar frente a él con
libertad. Las personas con este tipo de apegos esclavizantes
tienden a creer que la opción para no sufrir es condolerse,
mantener a todas horas el fuego de la muerte en los ojos, y
por ese camino, pierden la calma y se aproximan a un proceso depresivo que puede traer consecuencias adversas.
Un rasgo fundamental en el duelo es el cierre del ciclo. Generalmente, el proceso se inicia en el momento de
la muerte del ser querido, a partir del cual las personas se
pasean por el duelo durante el primer año, en una suerte
poética que los sitúa de nuevo en las fechas importantes de
los últimos doce meses del fallecido. Quien vive el duelo
acompaña su soledad de fechas simbólicas que recuerdan
el duelo: hay un primer cumpleaños sin esa persona, una
primera vacación, una primera Navidad… Y así va rememorando lo sucedido hasta la conmemoración del primer
año de la pérdida. Luego, todo es repetición. Si hemos sido
vivaces y altivos ante el dolor, dejaremos que el tiempo nos
diga que ha llegado el tiempo de cambiar el dolor por tranquilidad, de enfocar las energías a la alegría de haber disfrutado a esa persona, y de, en últimas, no haberla perdido.
Son formas de aceptación que están en nuestras manos, o
mejor, en nuestra mente.
En cambio, cuando la pérdida no se admite y el ciclo no se
cierra, la vida comienza a patinar sobre sí misma: no fluye.
En estos casos, la negación suele envolvernos bajo una sombra que nos arrebata la luz y nos conduce inevitablemente
hacia las tinieblas. Sentirse triste está bien, pero cuando la
aflicción es permanente, el duelo se torna insano.
80
12 personajes en busca de psiquiatra
Un mal duelo tiende a hacernos caer en la depresión.
Pero no es una depresión cualquiera. Es una sensación persistente de congoja que no permite sentir placer por nada.
El deprimido no solo se regodea en su pesar, sino que piensa consistentemente y durante un tiempo prolongado que
nada vale la pena y, por lo tanto, no tiene sentido ni siquiera despertarse. A veces la persona deprimida no pude
dormir, o se despierta de repente en la noche sin poder
conciliar de nuevo el sueño, pensando en ideas fijas como,
por ejemplo, la terrible pesadumbre de la pérdida que lo
agobia. Puede ocurrir también que escuche voces negativas
que recalquen el mensaje: “Tú no sirves para nada, ya no
queda nada por hacer”. Es la depresión psicótica, que poco
a poco va convenciendo a la persona de encontrar la mejor
salida a su dolor: la muerte. Y hasta puede que la persona
se concentre en adelante en planear el suicidio, y tenerlo de
tal forma elaborado que reavive súbitamente su entusiasmo,
que se le note contento, que parezca que ha salido adelante.
No es sino una falsa mejoría: se encuentra feliz porque ya
sabe cómo se va a matar.
El duelo patológico se presenta, y uno puede detectarlo
en consulta, cuando de manera permanente el individuo
no funciona, ni para sí ni para los demás, ni en su trabajo ni
en su casa, ni con su familia ni con sus amigos. No es capaz
de hacer nada, no tiene ningún vínculo con las cosas que
lo rodean ni con los recuerdos. Por supuesto, no todos los
síntomas se dan al mismo tiempo ni en todos los pacientes.
La labor del psiquiatra es ir evaluando los síntomas para
saber cómo y cuándo interceder.
Está visto, eso sí, que la soledad no suele ser una buena consejera, aunque haya personas capaces de superar el
duelo de esta forma. La compañía de las personas que nos
rodean y nos quieren, nos alivian el camino del dolor, así
como las distintas formas de religiosidad o el desarrollo de
El hijo de David
81
una filosofía de vida que nos haga aceptar las pérdidas como
parte de la existencia. Sea como fuere, el duelo se resuelve
en el momento en que uno acepta que la persona ya no está,
o mejor, que está dentro de uno; no el cadáver, sino la persona viva, el alma vibrante del que se fue, por quien vale la
pena regocijarse.
Eso es, ni más ni menos, lo que le sucede a David. A pesar de sus múltiples duelos, su espíritu continúa vivo. En
este sentido, son edificantes las permanentes reacciones que
tiene en la finca de La Mesa, cuando su mujer ya se ha ido.
Mientras escribe, imagina lo que habría opinado su esposa
si estuviera viva, y hasta se ríe de sus ocurrencias. El alma de
Sara permanece intacta en su corazón.
La solución estética
David se enfrenta de mil formas a la muerte. La muerte
de sus seres queridos, la muerte de la ilusión a través de
la razón científica, la muerte de la nitidez, la muerte de la
pintura. ¿Qué anclaje en la vida le queda entonces?
Como buen alquimista del arte, experto en la luz y en las
sombras, David detiene el paso del tiempo y de la muerte
en sus lienzos. El ojo del artista reconoce detalles a su alrededor que normalmente nuestros ojos no verían. Pinta
como entendiendo que todo tiene un final, que todo sufre
un desgaste, y que la belleza de la vida está más allá de lo que
comprendemos como perfección. Pareciera que nos dijese, gracias a su sensibilidad, que toda sombra guarda una
luz, un chorro de luz fugaz como un abrazo de vida ante la
muerte: “[…] solo voy a gozar de la luz de los sonidos, y de
la luz de la memoria y de su luz sin formas, pues mi vida se
está yendo sin remedio” (González, ibídem, p. 42).
Sin una visión estética del mundo, el paso del tiempo
para David habría sido insoportable. Así como recobró ob-
82
12 personajes en busca de psiquiatra
jetos olvidados en su entorno por el hombre y los llevó a la
pintura, asimismo, desde la vejez, recuperó para su mundo
interior el sentido del deleite por los mínimos detalles: el
jardín amorosamente cultivado por su amada Sara, la caricia indiferente del que fuera su gato Cristóbal, la mirada
inteligente de su hijo Jacobo, el carácter genuino de Ángela, su mucama… Todas estas son imágenes que su mente
recuerda y que, en un acto de absoluta vitalidad, plasma en
la escritura narrando su historia cuando paradójicamente
se le está yendo la luz.
David crea la bitácora de un navegante que llega a un abismo plasmado de color y de formas que se difuminan en la
medida que la ceguera avanza. Su bitácora es, precisamente,
esa actitud estética frente a la vida, a pesar de los óbices que
encuentra en su camino. Al final presenciamos, incluso, la
muerte de la palabra, cuando emerge con su disortografía
el vocablo “marabilloso”, que no lo podemos interpretar
de otra manera sino como la ruptura con las formas prediseñadas y rígidas de la gramática de la vida, que David ha
hecho por su profunda experiencia de la vida y de la muerte. ¿Por qué el duelo no puede llegar a tener su ganancia
dependiendo del punto de vista con que se mire? Quizás,
más allá de las formas o maneras en que se nos presenta la
vida, con sus dificultades, sus obstáculos, sus infortunios,
lo importante sea el milagro que anida en ella: lo marabilloso.
El remedio es aprender
Más que el duelo al que se aproxima David en La luz difícil,
lo que lo agobia es, realmente, lidiar con la anticipación,
esa larga espera hacia la muerte desde que su hijo decidió
que no soportaba seguir viviendo. Independientemente de
la discusión ética en que nos sitúa Tomás González alrededor de dejar o no a un hijo quitarse la vida por dolor –no
El hijo de David
83
lo pensaba “como un final sino como las puertas de su liberación, de su redención” (González, ibídem, p. 37)–, es
claro que David, al igual que su esposa, podían consentir,
pero no fingir.
En los meses previos a la defunción de Jacobo, David comienza a tomar ansiolíticos, en particular clonazepam. Dice
que se lo recetaron hace tres meses, pero no sabemos muy
bien quién ni por qué. Él dice que los toma cuando siente
que le va a dar claustrofobia, pero las circunstancias hacen
pensar que no se trata de claustrofobia sino de ansiedad. Es
probable –pero es solo una especulación psiquiátrica, pues
no tenemos más información que la que el propio David
nos ha querido soltar– que lo haya tomado y que incluso se
lo haya autorrecetado para aliviar el insomnio y su intranquilidad frente a lo que estaba por venir. David admite que
durante su vida ha tenido períodos de honda melancolía,
instantes en que se desconecta del mundo y se ensimisma.
Pero luego vuelve y la vida continúa, y su familia lo comprende y se lo respeta.
No hay ni en el carácter ni en el comportamiento de David un signo de alerta que nos lleve a vigilarlo de cerca. En
mi opinión, ni siquiera los ansiolíticos habrían sido necesarios. Mucho menos después del duelo, cuando David
asume la muerte como una experiencia más de la vida, o
mejor, como algo inexistente. La madurez de David para
superar el dolor y la muerte está suficientemente descrita
como para, además, intervenir terapéuticamente. La ayuda
solo es conducente cuando el duelo se encamina hacia el
llamado duelo patológico, cuando las negaciones a la pérdida nos sumergen en procesos depresivos que pueden acompañarse de formas psicóticas de negación. En estos casos se
requieren incluso medidas farmacológicas para retornar a
la vida social, académica y laboral sin limitaciones.
Sin embargo, el duelo es un proceso que se debe atravesar, ojalá, sin prescripción de medicamentos. Más cuando
se trata de una persona como David, un artista, a quien el
duelo lo hizo ver la vida de manera más profunda. Eso es lo
que deberíamos aprender de su duelo, y de su vida.
5
Florentino Ariza:
Quijote y Don Juan
Una patobiografía del protagonista de El amor en los tiempos
del cólera, de Gabriel García Márquez.
Pedro G. Guerrero G.
PEDRO G. GUERRERO G. (Bogotá, 1937) es médico psiquiatra y sexólogo;
profesor titular de la Facultad de Medicina de la Fundación de Ciencias de la Salud (Hospital San José); profesor de la Facultad Medicina de la Universidad del
Rosario, y profesor emérito del Hospital Militar Central de Bogotá. Es también
miembro asociado de la Sociedad Colombiana de Urología, miembro emérito de la
Asociación Colombiana de Psiquiatría y presidente exoficio de la Sociedad Bogotana de Sexología. Ha publicado varias obras como autor o coautor. Entre ellas, Sexo en
pareja (Editora Cinco, 1985), Sexualidad en los niños (Editora Cinco, 1986), Miedo al sexo
(Presencia, 1988), La obra de la sexualidad, el amor y la familia (Prolibros, 1995) y Lecciones
de sexología clínica (Altavoz, 2007). En coautoría con el doctor Alonso Acuña ha publicado los títulos El honorable miembro (Grijalbo, 1998), La pirámide del amor (Mondadori, 2001), La otra cara del amor (Mondadori, 2002) y El matrimonio virtual (Mondadori,
2003). En los periodos 1993-1995 y 1998-2000 dirigió el Proyecto de Educación
Sexual del Ministerio de Educación.
En este ensayo, el especialista analiza la personalidad de Florentino Ariza, protagonista de El amor en los tiempos del cólera (1985), de Gabriel García Márquez. El relato
cuenta la historia de los amores frustrados de Florentino y Fermina Daza, consumados después de más de medio siglo de espera.
Advertencia
Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han
sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro
del texto, entre paréntesis, se anotan los números de
página correspondientes.
•• GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel (GGM). El amor en
los tiempos del cólera. Editorial La Oveja Negra. Bogotá,
1985.
Cuadro clínico El personaje manifiesta haberse enfermado de amor en su
juventud, y exhibe con orgullo seis blenorragias contraídas
como resultado de relaciones con seis centenas de mujeres.
No se observa, sin embargo, trastorno mental ni necesidad de
tratamiento psiquiátrico. Se descarta tajantemente una adicción al sexo y se refuta la existencia de tal patología.
Nota del editor
¿Puede un hombre enfermar de amor? Ahí está el caso de Florentino Ariza. Su madre tenía que cuidarle las fiebres y el vómito típicos del cólera pero
que eran en realidad síntomas de que se estaba muriendo por Fermina Daza.
Comía flores de todos los calibres mientras le escribía cartas ardientes en sus
ataques de ansiedad y, ya de adulto, tras el rechazo de Fermina, se dedicó
a cultivar sus ansias de seductor profesional solo para paliar el dolor por la
pérdida irreparable que, sin embargo, él consideraba apenas pasajera. Tuvieron que pasar cincuenta y tres años, siete meses y once días antes de que
Florentino pudiera descargar su amor en los brazos ya seniles de Fermina. En
el interludio, sin embargo, se entregó a las faldas de amantes furtivas, convencido de que “el amor ilusorio por Fermina podía ser reemplazado por un
amor terrenal” (GGM, ibídem, p. 197); en su intento por “encontrar alivio
para el dolor de Fermina” y saciar un brío que él no sabía muy bien si “era una
necesidad de la conciencia o un simple vicio del cuerpo” (p. 239).
Uno podría colegir que este “halconero sin sosiego” (p. 256) era un adicto sexual, un ser incapaz de controlar sus ímpetus y encontraba cualquier cantidad de justificaciones para lograr sus cometidos, no todos ellos precisamente
responsables. “Levantaba sirvientas en los parques, negras en el mercado, cachacas en las playas, gringas en los barcos de Nueva Orleans” (p. 240). Alcanzó a sufrir seis blenorragias, pero lejos de preocuparse por ello, se jactaba
de que tal enfermedad era más bien un trofeo de guerra. Puso en riesgo la vida
90
12 personajes en busca de psiquiatra
de una de sus amantes, Olimpia, al escribirle en el vientre el letrero posesivo
de “Esta cuca es mía”, provocando así indirectamente el asesinato de la pobre
a manos de su marido, que vengó así su deshonra. Y en sus últimos años llegó
a seducir a una muchachita de catorce años (de la que era su tutor), quien
se entregó a sus brazos y luego no pudo soportar el rechazo de su amante por
Fermina y se quitó la vida.
Pero una cosa es lo que puede pensar un lector desprevenido y otra como
opera la psiquiatría. ¿Puede un hombre como Florentino enfermar de amor?
En el siguiente ensayo podemos obtener la respuesta.
Fernando Gómez Garzón
L
a división artificial entre materia y espíritu, entre
cuerpo y alma, hace parte de la herencia de nuestra
civilización occidental. En asuntos sentimentales las
ideas platónicas diferencian entre un Eros divino, consejero de amantes virtuosos, y un Eros vulgar que solo inspira
bajas pasiones y acciones perversas. Así pues, por la fuerza
de la costumbre y de acuerdo con nuestra ideología, dividimos el sentimiento amoroso en dos: de una parte, el amor
espiritual o “puro” y de la otra el amor concupiscente, el
amor carnal preñado, este sí, de erotismo y sensualidad.
Sin embargo, el amor es uno solo, bien si toma el camino
del placer y la satisfacción sexual o si se sublima y se disfraza
con los velos del pudor. El mejor ejemplo de este dualismo
en la narrativa colombiana es, sin duda alguna, Florentino
Ariza, el inolvidable protagonista de El amor en los tiempos del
cólera, de Gabriel García Márquez, cuya patobiografía intentaremos en el presente ensayo.
Sea el momento de una corta digresión, antes de entrar
en materia, para precisar algunas definiciones que nos parecen indispensables. Entendemos por sexualidad el conjunto de pensamientos, emociones, actitudes y conductas que
Florentino Ariza: Quijote y Don Juan
91
le permiten al ser humano la práctica de la función sexual; y
a esta, como el ejercicio consciente y voluntario del sistema
genital con fines placenteros, en primer lugar, y secundariamente reproductivos. En cuanto al vocablo erotismo, consideramos que expresa los factores culturales, enriquecedores de la voluptuosidad de la función sexual.
En cuanto al amor, son innumerables las definiciones que
se han hecho sobre el tema a través de la historia, casi todas
en los escenarios de la filosofía y del arte. Tan solo en las últimas décadas, las neurociencias, la genética y la bioquímica
nos han dado luces acerca de tal sentimiento. Recordemos
que el hombre está hecho de naturaleza y cultura, y en este
orden de ideas el amor es ante todo un sentimiento, una
pasión cuyo origen se encuentra en lo que nos resta del instinto sexual de los mamíferos, pero al ser moldeado por la
cultura nos permite la intimidad con otras personas.
Aclarado lo anterior, debemos retomar el hilo de nuestro discurso, cual es el estudio de la vida amorosa de Florentino Ariza, y determinar, si nos fuese posible, la normalidad o la patología de su conducta sexual. A pesar de ser un
personaje de ficción, su historia sentimental nos permite
entender con claridad la visión que una sociedad finisecular decimonónica, católica y conservadora, tenía acerca del
amor, la sexualidad y el matrimonio y, desde luego, la de
aquellos comportamientos que se apartaban de las normas
morales de la época.
Florentino Ariza y la psiquiatría
Siguiendo el texto de Gabriel García Márquez podemos
acercarnos a la personalidad de Florentino Ariza. Fue hijo
único de madre soltera y padre acaudalado casado con otra
mujer, pero responsable de su hijo hasta el momento de su
muerte. De sus estudios la novela no nos dice nada pero po-
92
12 personajes en busca de psiquiatra
demos suponer, dadas sus condiciones socioeconómicas y
las costumbres de la época, que debió de cursar la primaria y
algunos años de bachillerato. A no dudarlo, fue un hombre
inteligente, trabajador, responsable, de buenos sentimientos, honrado, buen hijo y buen ciudadano sin problemas
nunca con la justicia. Y, sobre todo, buen amigo… de sus
amigas. En resumen, un hombre de su tiempo y de su tierra,
pero por fuera de cualquier sospecha: una persona normal.
Sin embargo, un lector acucioso de los textos en estudio nos dirá que es muy difícil declarar como normal a un
hombre que desde joven dio muestras de sus desvaríos. No
hay más que recordar, nos dirá, que su madre tenía que curarle las fiebres y los vómitos típicos del cólera pero que en
realidad eran las manifestaciones de que estaba muriendo
de amor por Fermina Daza. Y ¿cómo explicar, continuará
nuestro amable amigo, que una persona en sus cabales pudiese comer flores de todos los colores mientras le escribía
cartas ardientes durante sus ataques de ansiedad?
En verdad ¿puede un hombre enfermarse de amores?
En primer lugar, debemos responderle a nuestro querido
y puntilloso opinante que escribimos sobre un personaje
de ficción, Florentino Ariza, hijo nada más y nada menos
que del creador de Macondo, aquel reino maravilloso en
donde casi todo puede ser posible, incluso morir de amor
con síntomas análogos a los del cólera. En segundo lugar,
“enfermar de amor” es una frase que ha ocupado miles y
miles de páginas, desde el comienzo de los tiempos en la
literatura de todas las culturas para designar aquellas manifestaciones somáticas que acompañan el enamoramiento.
Manifestaciones que se hacen más excitantes y evidentes en
los amores desairados hasta el punto de convertirse en emociones y sentimientos patológicos, todo ello por acción de
los neurotransmisores cerebrales. Es decir, que lamentablemente sí podemos enfermar de amor.
Florentino Ariza: Quijote y Don Juan
93
Desde el bando feminista se han proferido comentarios que ponen aún más en entredicho la salud mental de
nuestro personaje. Es el caso de un ensayo publicado en la
revista Poligramas y titulado “Del amor, la pederastia y otros
crímenes literarios: América Vicuña y las niñas de García
Márquez”, en el que la profesora Nadia V. Celis no solo
acusa a Florentino de abusador de menores, sino de incestuoso. La escena que despierta la indignación de la autora
aparece en los capítulos finales de la novela, cuando Florentino Ariza, a los 74 años, quedó al cuidado de América
Vicuña, una pariente de 14 recién cumplidos y con quien
tenía un “parentesco sanguíneo reconocido”.
Todavía era una niña en todo sentido, con sierras en los dientes y peladuras de la escuela primaria en las rodillas, pero él vislumbró de inmediato la clase de mujer que iba a ser muy pronto, y la cultivó para él en
un lento año de sábados de circo, de domingos de parques con helados,
de atardeceres infantiles con los que se ganó su confianza, se ganó su
cariño, se la fue llevando de la mano con una suave astucia de abuelo
bondadoso hacia su matadero clandestino (GGM, ibídem, p. 372).
Ante este episodio, cuyo desenlace es el suicidio de la
adolescente rechazada por su amante, Nadia V. Celis señala: “Las historias de amor de Ariza resultan tan atractivas
que nos tientan a leerlo como el amante ideal que él cree
que es, no como el manipulador mujeriego que salta de una
cama a otra causando considerable sufrimiento y múltiples
muertes violentas entre los objetos de su apetito sexual”.1
Contra estas aseveraciones, debemos señalar que es muy
discutible plantear un incesto, pues el parentesco era lejano
y Florentino no era el padre adoptivo de América. Y en segundo lugar, es necesario tener presente que, para los años
1. Celis, Nadia V. “Del amor, la pederastia y otros crímenes literarios: América Vicuña y las niñas de García Márquez”, en revista Poligramas. Universidad del Valle.
Número 33, junio de 2010, pág. 35.
94
12 personajes en busca de psiquiatra
de El amor en los tiempos del cólera, la edad mínima permitida
para contraer matrimonio era de doce años en las mujeres
y de catorce en los hombres.2 Hoy en día Florentino sería
objeto de un escándalo penal y mediático por estupro, pero
en su tiempo era un hombre que obraba dentro del marco
de lo normal. Además, debe advertirse nuevamente que este
personaje es el fruto de las hipérboles garciamarquianas: si
bien la narración goza de verosimilitud interna, las proezas
de Florentino resultan francamente sobrehumanas por fuera del relato. En otras palabras, siempre hay que tener presente que El amor en los tiempos del cólera es una obra de ficción.
Entonces, y para dar por terminada la controversia, nos
afirmamos en nuestra apreciación acerca de la salud mental de Florentino Ariza: es una persona normal, tan normal
como cualquier hombre que en el curso de su vida ha sentido
la necesidad de hablar, más de una vez, con un psiquiatra.
En cuanto a su vida sentimental, las cosas pueden no
ser tan sencillas a juicio de nuestros lectores. De un lado,
Florentino Ariza es el enamorado obsecuente y perenne de
Fermina Daza durante más de medio siglo, es la copia al
carbón de Don Quijote en cuanto a su veneración por Dulcinea. Pero del otro lado, mediante un extraño desdoblamiento, ese mismo enamorado fiel se transforma durante
los años del matrimonio de Fermina en un cazador furtivo,
en un seductor de mujeres, que de acuerdo con sus propios registros alcanzó la cifra de seiscientos veintidós amores continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces
que no merecieron ser contabilizadas. En esta encarnación
2. El Código Civil colombiano sancionado el 26 de mayo de 1873 rezaba en su
artículo 140: “El matrimonio es nulo y sin efecto […] Cuando se ha contraído
entre un varón menor de catorce años, y una mujer menor de doce, o cuando
cualquiera de los dos sea respectivamente menor de aquella edad”. En 2004 la
Corte Constitucional homologó los 14 años entre hombres y mujeres.
Florentino Ariza: Quijote y Don Juan
95
Florentino es una especie de Don Juan con características
de Casanova, dos estilos diferentes con un solo objetivo:
la conquista femenina. Pero mientras Don Juan utilizaba
el engaño y abandonaba a la víctima una vez satisfecho su
deseo, Casanova halagaba y seducía y jamás dejó insatisfecha a dama alguna. De otra parte, Don Juan era un noble
y apuesto caballero mientras Casanova, de humilde cuna,
estaba lejos de ser un hombre hermoso. Florentino Ariza, desde luego, tiene mucho más de Casanova que de Don
Juan; fue un perfecto seductor pero no necesitó nunca de
la mentira y jamás tuvo la intención de hacer daño alguno.
Entonces, nos preguntarán algunos si es posible calificar
de normal a una persona como Florentino Ariza después
del análisis de sus amores que hemos realizado en el párrafo anterior. ¿Cómo puede ser normal un epígono de Don
Juan o Casanova? ¿No estaremos más bien, frente a un sátiro, a un libertino, a un perverso, a un promiscuo; o, como
dicen ahora, a un adicto sexual? Abramos el debate.
El perverso es Freud
A partir de finales del siglo XIX y comienzos del XX, la
psiquiatría y el psicoanálisis transformaron el pecado en
anormalidad y convirtieron el viejo confesionario en el
diván del analista, desde donde decidieron lo normal y lo
patológico acerca de la conducta sexual. Así las cosas, Don
Juan y Casanova no pudieron escapar de la lectura moralista de psiquiatras y psicólogos, y entraron a hacer parte
de la larga lista de perversiones sexuales con el pomposo
nombre de donjuanismo. Según Freud, “el comportamiento
de Don Juan se debe, sin duda alguna, al complejo de Edipo. El don Juan busca en todas las mujeres a su madre y no
la puede hallar. Sus tendencias homosexuales inconscientes
pueden hacerlo sentir excitado por el contacto sexual con
96
12 personajes en busca de psiquiatra
mujeres pero no satisfecho. Una y otra vez buscará en vano
la satisfacción con otras mujeres”.3
Don Gregorio Marañón, eminente médico y humanista
español del siglo pasado, comparte las teorías del psicoanálisis, pues cree que Don Juan es un obseso por las mujeres.4 Y muchos años después, por la década de los noventa
del siglo XX, la Revista MD publicó una interesante patobiografía de Casanova escrita por el doctor Félix María Martí-Ibáñez en la que afirma: “Sus rasgos psicológicos son su
narcisismo, su irreligiosidad, su rebeldía contra la Ley, la
indiferencia de sus amantes, su cinismo sexual, su exhibicionismo y su agresividad de tipo psicópata, esquizomaníaco y extravertido”.5
De unos años acá, a comienzos del siglo XXI, reaparece
la vieja figura del perverso freudiano o del obseso de Marañón con un nuevo disfraz. Ahora Don Juan, Casanova y,
cómo no, Florentino Ariza, han dejado su vieja condición
de depravados y libertinos para convertirse por decisión de
los psicólogos en adictos sexuales.
Veamos algunos apartes de una columna publicada en las
páginas editoriales del diario bogotano El Tiempo, y firmada
por el doctor Juan Manuel Escobar, psiquiatra y psicoanalista jefe del Área de Psiquiatría de la Fundación Santa Fe
de Bogotá:
Existe la adicción al sexo en hombres y mujeres, pero por múltiples razones
es más frecuente en ellos […]. Detrás de la adicción al sexo hay varias
3. Freud, Sigmund. “Sobre una degradación de la vida erótica”, en Ensayos sobre
la vida sexual. Obras completas, volumen 1, editorial Biblioteca Nueva. Madrid,
1967.
4. Marañón, Gregorio. Don Juan: ensayos sobre el origen de su leyenda. Editorial EspasaCalpe. Madrid, 1975.
5. Martí-Ibáñez, Felix María. “Patobiografía de Casanova”, en Revista MD. Noviembre 1989- Febrero 1990.
Florentino Ariza: Quijote y Don Juan
97
patologías. Algunas corresponden a un trastorno de la personalidad
donde prima la escisión, la división del yo. Por ejemplo un hombre
puede, por un lado, ser un ejecutivo, un profesional exitoso además
de buen padre y esposo, y por otro con la parte escindida, un adicto al
sexo (con prostitutas, con personas que trabajan con él y son sus subalternas, entre otras) […]. ¿Existe la normalidad sexual? Obviamente
sí: es cuando lo sexual hace parte de la vida y el amor de la pareja, de su
comunicación, de su intimidad física y emocional […]. Posiblemente
esto es lo ideal.6
Como podemos ver, la adicción sexual, tan en boga en nuestro medio, no es otra cosa que una creación ideológica sin
ningún respaldo científico, que surge de la fe de psicoanalistas y psicólogos y que la identifica con la infidelidad masculina y con los perjuicios que esta pueda causar.
De otra parte, la palabra adicción se ha frivolizado y devaluado al punto de que ha desaparecido, tiempo ha, de los
manuales de diagnóstico y estadística de la psiquiatría actual
y de las publicaciones científicas de la especialidad, cuando
se refieren a los trastornos relacionados con el consumo de
sustancias psicoactivas.
Las opiniones de Freud, Marañón, Martí-Ibáñez y ahora
Juan Manuel Escobar, así como las de los psicólogos acerca de los adictos sexuales, parecen más una diatriba moral, un
juicio de valor, que un diagnóstico psiquiátrico. Nuestros
eminentes psicólogos no hacen diferencia entre ciencia e
ideología y se olvidan de que la ideología no necesita ser
demostrada pues solo basta con creer en ella. Porque la
moral cristiana no puede concebir como normal aquellas
conductas que se aparten de su ideal monogámico y heterosexual, los comportamientos “disipados” de Florentino
Ariza, en su faceta de seductor, deben ser vetados. Los cristianos están en su derecho de pensar así; pero la ciencia no
6. Escobar, Juan Manuel. “Adicción al sexo”, en periódico El Tiempo, 23 de febrero
de 2005.
98
12 personajes en busca de psiquiatra
acepta otra cosa que la del criterio de la demostración de
los hechos. Para la ciencia las cosas no son verdaderas por
la autoridad de quien las define como tales, sino porque
son demostrables.
Como herencia de la ideología platónica, expresiones tales como anormalidad, anomalía, alteración, perturbación, trastorno,
desorden etc. se emplean comúnmente como equivalentes de
patológico o de enfermedad, y como sinónimos de lo inmoral. Sin
embargo, puesto que la medicina encontró en la enfermedad el objeto de su estudio y en lo patológico desentrañó el
significado de lo normal, en términos estrictamente médicos lo normal sería aquello que se encuentra en la mayoría
de la especie humana o aquello que constituye el promedio
de una característica mesurable. Por ello se confunden y se
usan indistintamente los pares de conceptos salud-normal,
y patológico-anormal. Y desde el punto de vista científico,
lo normal nada tiene que ver con la moral.
La psiquiatría y la sexología, en tanto que disciplinas médicas, recogen los conceptos anotados en el párrafo anterior que corresponden a la normalidad o anormalidad de
sus estructuras biológicas: el cerebro en la primera, y el sistema nervioso, las hormonas y el endotelio de los efectores
en la segunda. Pero en cuanto que el hombre es un ser social, no es suficiente el concepto de la ciencia para predicar
la normalidad de sus conductas, pues desde el comienzo de
la civilización se hace menester el cumplimiento de las normas que se le imponen para permitir la convivencia dentro
de la sociedad. De manera que en este sentido, en el de las
normas, no podemos hablar de la verdad o falsedad de las
leyes sino de la justicia o injusticia de las mismas.
En este orden de ideas, solo podríamos considerar como
anormales, patológicas o inadecuadas aquellas conductas
sexuales cuando son intrínsecamente nocivas para la integridad de otras personas o para la del sujeto que las realiza.
Florentino Ariza: Quijote y Don Juan
99
Sobra decir que la nocividad debe ser objetivamente grave,
pues de otro modo podrían interpretarse como tales aquellos comportamientos que se aparten, simplemente, de los
considerados normales por la moral tradicional.
De acuerdo con todo lo anterior, nuestro veredicto
acerca de la vida amorosa de Florentino Ariza es que puede
considerarse como normal para un hombre de su tiempo,
soltero, Caribe, de clase media, enriquecido ya en su madurez, que amó con fervor durante toda su vida a Fermina
Daza, y que amó también a otras mujeres, “porque se puede
estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el
mismo dolor, sin traicionar a ninguna” (GGM, ibídem, p.
370). Pero nunca fue un libertino, un pervertido, un obseso o un adicto sexual. Sus esguinces sexosentimentales, por tanto,
no requieren tratamiento.
6
La vida en otra parte
Las euforias y las melancolías de Agustina Londoño,
protagonista de la novela Delirio, de Laura Restrepo.
Rodrigo Córdoba
RODRIGO CÓRDOBA. Nacido en Bogotá, desde hace 20 años es director de
postgrado en Psiquiatría de la Universidad del Rosario, de donde es egresado. Es
asesor de investigación del Centro de Investigaciones del Sistema Nervioso de Colombia y ha sido presidente tanto de la Asociación Colombiana de Psiquiatría como
de la Asociación Colombiana de Sociedades Científicas. Entre otros textos, es autor de los libros Detección temprana y manejo de los trastornos mentales (Noosfera Editores,
2006), en compañía de Carlos Felizzola Donado y Martha Isabel Jordán Quintero;
y Depresión para médicos no psiquiatras (Pfizer, 1996).
En este ensayo, el experto analiza el caso de Agustina Londoño, personaje central de la novela Delirio, de Laura Restrepo (Bogotá, 1950), ganadora del premio
Alfaguara 2004. En ella se narra no solo la vida de la protagonista sino de toda
su familia durante los tormentosos años que sufrió Colombia en los tiempos del
narcotraficante Pablo Escobar.
Advertencia
Las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se
anotan los números de página correspondientes.
•• RESTREPO, Laura. Delirio. Alfaguara, 2004.
Cuadro clínico La paciente evidencia un cuadro típico de trastorno afectivo
bipolar. Sufre de cambios drásticos de temperamento que la
llevan de la más desaforada euforia a la más profunda melancolía. Además, presenta eventos alucinatorios y delirios
místicos y de grandeza. Tiene antecedentes de crisis anteriores y también predisposición genética por parte de su abuelo materno. Se recomienda medicamentos específicos para
el control de los síntomas, como estabilizadores del ánimo,
anticonvulsivantes y antipsicóticos.
A
guilar encontró a Agustina en la habitación de un
hotel del norte de Bogotá, acurrucada en un rincón entre la mesa de noche y la ventana, mirando
hacia ninguna parte, sumida en su propio mundo. Atónito,
intentó sacarle alguna información, pero comprobó una y
otra vez, salvo por un instante de lucidez en el que corrió a
abrazarlo como si pidiera ayuda, que ella estaba sentada en
la acera de enfrente de la realidad. “La vi pálida y flaca y con
el pelo y la ropa ajados, como si durante días no hubiera
comido ni se hubiera bañado, como si de repente fuera la
ruina de sí misma, como si una vejación le hubiera caído
encima” (Restrepo, ibídem, p. 38).
Era domingo y Aguilar acababa de regresar de un viaje a
Ibagué, donde había permanecido desde el miércoles anterior. Cuando partió, su mujer se quedó pintando las paredes de la sala, sin síntomas que pudieran anunciar una alteración tan radical de su ánimo. Pero ahora se hallaba como
suspendida entre una burbuja transparente que la separaba
del mundo, o mejor, que la envolvía en su propio mundo.
Antes de devolverla a casa, Aguilar consideró prudente
pasar por la sala de urgencias de la Clínica del Country,
motivado por la sospecha de que Agustina hubiera ingerido
algún tipo de droga, con la esperanza de que lo que le ocu-
106
12 personajes en busca de psiquiatra
rría fuera pasajero. La encontraron “agitada y delirante”,
sin “rastro de sustancias extrañas en la sangre” (Restrepo,
ibídem, p. 24), cuenta Aguilar. Pero el diagnóstico resultó
confuso para él y no le ayudó a saber qué hacer. Ya en el
hogar, Agustina continuó ida, al menos ida de la presencia
de Aguilar. Experimentaba cambios bruscos de conducta.
Permanecía callada mucho tiempo, no comía, no se bañaba, ni siquiera se levantaba de su cama. Un día se dedicó a
hacer crucigramas y solo hablaba de ellos; en otros momentos se quedaba como absorta. Así, alelada, anotaría Aguilar,
recordaba “la bella indiferencia de las histéricas” (Restrepo, ibídem, p. 107). Cuando decidía levantarse, emprendía tareas inanes. Un día le dio por llenar peroles de agua
y distribuirlos por todo el apartamento, en una ceremonia
frenética que Aguilar no podía interrumpir ni alterar sin
suscitar su ira. Otro, resolvió dividir el apartamento en dos,
un lado para Aguilar y el otro para ella, desde donde anunciaba la inminente llegada de su padre, quien, sin embargo,
había muerto hacía diez años.
Un mes entero duró Agustina de paseo por los bordes de
una realidad paralela que alimentaba con episodios de su
infancia, mezclados y alterados a su antojo con premoniciones y otras quimeras de la imaginación. Aguilar habría
de admitir, contra su propia ilusión, que eso que parecía (o
que él deseaba que fuera) una crisis súbita, estaba precedido
de episodios similares. Durante los tres años que llevaban
viviendo juntos, Agustina ya había sufrido ciertos desatinos, pero Aguilar se negó siempre a reconocer que Agustina
estaba enferma. Así se lo confesó a Sofi, la tía de Agustina,
quien le ayudó a paliar la última crisis, y quien en un momento dado le increpó a Aguilar el hecho de no haberla
llevado a que la viera un especialista. Pero él tenía su propia
justificación: “Cuando Agustina está bien es una mujer tan
excepcional, tan encantadora, que a mí se me borran de
La vida en otra parte
107
la mente las demasiadas veces que ha estado mal, cada vez
que superamos una crisis, me convenzo de que esa fue la
última manifestación de un problema pasajero” (Restrepo,
ibídem, p. 273).
Pero no lo era. A pesar de la negación de la evidencia,
Aguilar terminaría por aceptar que, antes del viaje a Ibagué, había hecho todo lo posible por acabar de una vez con
aquellos episodios “pasajeros”: psicoanálisis, terapia de pareja, litio, antidepresivos, terapia conductista, gestalt. Puede
que, en este sentido, Aguilar haya exagerado para quedar
bien con la tía Sofi, pero es improbable que hubiera mentido sobre los síntomas que describió a continuación: altibajos de todos los colores y las tallas, “crisis de melancolía en
las que Angustina se retrae en un silencio cargado de secretos y pesares, épocas frenéticas en las que desarrolla hasta el
agotamiento alguna actividad obsesiva y excesiva; anhelos de
corte místico en los que predominan los rezos y los rituales; vacíos de afecto en los que se aferra a mí con ansiedad
de huérfano; períodos de distanciamiento e indiferencia en
los que parece que ni me ve ni me oye ni parece reconocerme siquiera, pero hasta ahora ningún trance tan hondo,
violento y prolongado como éste” (Restrepo, ibídem, pp.
273 y 274).
Los síntomas la delatan
Imaginemos que todo esto que Aguilar le confiesa a la tía
Sofi, y todo lo que, paralelamente, narra Laura Restrepo
acerca de Agustina Londoño, personaje central de Delirio,
bien por su propia cuenta, bien en la boca de otros personajes, lo relatan ambos durante una sesión psiquiátrica a
la que, resignados, han acudido en compañía de Agustina,
muda y extraviada, incapaz de decir por sí misma lo que le
ocurre. Un diálogo extenso con Aguilar, con Laura, incluso
con la tía Sofi, arrojarían suficiente luz sobre las tinieblas
108
12 personajes en busca de psiquiatra
de la mente de Agustina. Pero, lejos de las especulaciones,
las páginas de la novela son elocuentes para completar el
rompecabezas de la paciente.
Sabemos por Aguilar que Agustina, antes de su última
crisis, solía sumirse en silencios prolongados, períodos de
tristeza profunda alternados con momentos de enérgica actividad. Pasaba fácilmente de la “exaltación a la melancolía”
(Restrepo, ibídem, p. 55). Cinco meses antes de su última
crisis, le dio por escuchar una y otra vez los tríos de Schubert y lloraba horas enteras al compás de la música. Luego,
un buen día, se olvidó de ellos. Más adelante, cayó en un
letargo tan fuerte que Aguilar tuvo que llevarla al hospital
de la Hortúa, donde un médico la trató con amital sódico.
“Tres veces al día bajaba el efecto de la droga y yo debía darle
de comer y llevarla al baño, recuerda Aguilar, y así durante
algunos minutos su cuerpo volvía en sí pero su alma seguía
perdida, su mirada volcada hacia adentro y sus movimientos
mecánicos y ajenos, como los de una marioneta” (Restrepo,
ibídem, p. 283). Al cabo de cinco días, Aguilar decidió llevársela de nuevo para la casa.
Estos períodos contrastaban con otros de gran agitación,
como cuando le dio por conducir una empresa de exportación de telas estampadas en batik, con tanto empeño que
transformó la casa en un taller con todas las de la ley, con
pinturas, bastidores, rollos de algodón y masas pegajosas
que se prendían con facilidad a los tapetes y a los zapatos,
cúmulos de tinturas, telas y demás elementos propios de la
industria que se esparcían no solo por la sala y el comedor
sino por la cocina y los baños. Mientras tanto, Aguilar no
pronunciaba palabra porque Agustina estaba radiante “inventando diseños y ensayando mezclas de colores” (Restrepo, ibídem, p. 159), ocupando todo su tiempo y sus fuerzas
en una iniciativa que, no obstante, nunca dio frutos. Al final del año la empresa había quebrado por falta de clientes,
La vida en otra parte
109
y entonces Agustina se entregó de nuevo y con más veras a
una depresión inatajable.
El ritmo de su hiperactividad y de su melancolía se veía
de pronto y, finalmente, cruzado por instantes de lucidez
en los que Agustina parecía volver en sí para ser la de siempre, la mujer que Aguilar había conocido en la universidad
mientras él era profesor y ella su estudiante dieciséis años
menor. “En ciertos momentos excepcionales, a veces en
medio de las peores crisis, la normalidad parece apiadarse
de nosotros y nos hace breves visitas” (Restrepo, ibídem, p.
109). Un día, tras el episodio del hotel, que Aguilar llamaba “episodio oscuro”, Agustina había dado señales de estar
regresando de su mundo. Aguilar la encontró en la cocina,
preparando una sopa de verduras que procedió a servir y a
tomar con un insólito gesto de cotidianidad. Luego, ambos
subieron a la habitación a ver televisión como cualquier par
de cónyuges normales. Pero cuando terminó el programa,
Aguilar “sintió que ella volvía a mirarlo con expresión vacía
y supo que aquella tregua había llegado a su fin” (Restrepo,
ibídem, p. 112).
Desesperado, Aguilar no tendrá más remedio que admitir: “A Agustina, mi bella Agustina, la envuelve un brillo
frío que es la marca de la distancia, la puerta blindada de ese
delirio que ni la deja salir ni me permite entrar” (Restrepo,
ibídem, p. 112).
Las sospechas sobre su estado de salud
Delirio, que viene del latín delirare, significa ‘fuera del
surco’ y hace referencia a las huellas profundas que deja el
arado cuando rasga la tierra. Una persona delirante, desde
el punto de vista patológico, es aquella que se apropia de
verdades que carecen de lógica en la realidad. Una idea delirante es una alteración en el contenido del pensamiento,
110
12 personajes en busca de psiquiatra
una creencia falsa que surge sin una estimulación externa
apropiada y que se mantiene inamovible frente a la razón.
El delirio es un síntoma de lo que se denomina psicosis, término genérico que designa estar fuera de la realidad, de la
razón, y en general incluye enfermedades mentales como la
esquizofrenia, el trastorno afectivo bipolar, psicosis infantiles como el autismo y psicosis orgánicas producidas por
enfermedades generales o traumas.
Hay diferentes tipos de delirios. El más común es el delirio de persecución, que es la idea falsa de ser perseguido y
que generalmente se estructura en relación con alguien conocido: un familiar, un amigo, un vecino, un compañero
de trabajo o incluso seres o entidades con las que nunca ha
tenido relación.
Existe también el delirio de grandeza, mediante el cual
se llega a creer en poderes extraordinarios, en capacidades
exageradas. Los pacientes creen tener mucho poder, dinero, ser muy admirados. Y los delirios de referencia, durante los cuales se está convencido de que en cualquier suceso en el entorno tiene que ver la persona. Por ejemplo, si
alguien mira para cualquier lado, el paciente lo interpreta
como una señal de que se habla de él. Hay delirios místicos,
que tienen que ver con creencias religiosas: los pacientes
creen que tienen una misión especial, que son enviados de
Dios o que, sencillamente, son Dios. Los hay celotípicos:
se cree ciegamente en la infidelidad de la pareja y se monta
una persecución relacionada con todas las personas a su alrededor. Y de negación: se cree firmemente que no se tiene
un órgano, por ejemplo estómago, corazón o pulmones.
Agustina, quien desde pequeña había cultivado para sí
misma facultades adivinatorias, gracias a las cuales se volvió famosa por haber encontrado, mediante telepatía, “a
un joven excursionista colombiano que se había extraviado
en Alaska” (Restrepo, ibídem, p. 141), estaba convencida de
La vida en otra parte
111
esos poderes. Cierto día, tras haber sido diagnosticada con
preeclampsia cuando llevaba cinco meses de embarazo, se
sintió capaz de leer los pliegues de las sábanas. En la quietud de la cama en la que se hallaba postrada por prescripción médica, imaginaba que las arrugas le enviaban señales. “Quédate quieto un momento –le decía a Aguilar– que
quiero ver cómo amanecieron las sábanas”. Y luego aseguraba que los dobleces de la tela le auguraban un parto exitoso. Sin embargo, en ocasiones los presagios de las sábanas se
tornaban más oscuros y pesimistas. “Como si se tratara del
dictamen de un juez despiadado, los pliegues de las sábanas determinaban el destino nuestro y el de nuestro hijo, y
no había poder humano que hiciera reflexionar a Agustina
sobre lo irracional que era todo aquello” (Restrepo, ibídem, p. 159).
El tipo de delirio puede dar una orientación diagnóstica,
por ejemplo en el trastorno afectivo bipolar (TAB), que es
de lo que podría padecer Agustina. En las fases de manía
predominan las ideas delirantes de grandeza, como el tener
poderes adivinatorios o la creencia de realizar un gran negocio de características internacionales, mientras que en las
fases depresivas predominan las ideas delirantes negativas y
los “malos presagios”. Son pistas suficientes para encaminarnos en ese sentido.
El trastorno afectivo bipolar es una enfermedad que
afecta los mecanismos que regulan el estado de ánimo. Se
caracteriza por la alternación de elevados momentos de euforia con otros de profunda melancolía. La euforia suele venir acompañada de mucha actividad, grandes proyectos por lo general inconclusos, cambios de conducta y una
exagerada atención a todo, lo cual dispersa e impide sentir
cansancio. No parece haber necesidad de dormir y a veces
ni de comer. Durante este periodo de excitación pueden
surgir ideas delirantes y hasta alucinaciones. Hay un arreglo
112
12 personajes en busca de psiquiatra
personal exagerado y una gran familiaridad en el trato, aun
con extraños. Es lo que se denomina manía.
En contraste, en los episodios de melancolía predominan el ánimo triste, la falta de energía, la dificultad para
tomar decisiones o iniciativas, el cansancio, el desaliento,
las ideas de minusvalía, de soledad, de muerte. En ocasiones se llega a planear un suicidio e incluso a intentarlo. Hay
alteración del sueño y propensión a una total inmovilidad.
También pueden aparecer ideas delirantes de negación, de
culpa, y un descuido evidente en el cuidado personal. Es lo
que se conoce como depresión.
Las primeras descripciones del trastorno bipolar datan
de la Grecia Antigua. Hipócrates, Plutarco y Galeno hablaron con precisión de los síntomas de manía y de depresión y, además, las interrelacionaron como episodios de la
misma enfermedad. En la historia más reciente, en el siglo
XIX comenzó a llamarse locura circular, o locura de doble forma.
En 1882, el psiquiatra Karl Ludwig Kahlbaum describió
la manía y la melancolía como fases de un mismo mal. A
la forma leve la llamó ciclotimia, y la forma más grave la denominó vesania typica circularis. Kahlbaum propuso bautizarla
con el nombre de locura maníaco-depresiva. Luego fue llamada psicosis bipolar y actualmente se le conoce como trastorno
afectivo bipolar.
Sobre este trastorno hay puntos básicos que siempre se
han reconocido: es cíclico, con diferentes fases en su evolución y períodos de normalidad entre crisis. Los síntomas
principales están expresados en el área afectiva, y van de la
depresión a la manía, con todo un espectro de manifestaciones entre ambos estados de ánimo.
Muchos de estos síntomas saltan a la vista en Agustina.
Pero ¿de dónde vienen? ¿Pudo haberle ocurrido algo, acaso, un suceso traumático, tal vez, que le hubiera producido
la enfermedad? ¿Habría podido evitarse? La confusión en
La vida en otra parte
113
este sentido es, en muchas ocasiones, la causa de que cientos
de pacientes hayan sido mal diagnosticados.
El trastorno afectivo bipolar es una enfermedad biológica y genética en su origen, lo cual quiere decir que puede
ser hereditaria. Nuestros estados de ánimo están regulados
por el sistema límbico, que es algo así como el cerebro de
las emociones. Este cerebro es el que nos permite reaccionar de manera coherente con las circunstancias que vamos
experimentando a diario: sentir alegría frente a un éxito
empresarial y tristeza cuando estamos en duelo, por ejemplo. Pero cuando el sistema límbico funciona mal, las emociones, y por tanto nuestro estado de ánimo, se desordenan
sin que podamos evitarlo, produciendo topes de exaltación
o de congoja que no son coherentes con lo que estamos viviendo en la realidad. Hay una distorsión entre nuestro estado de ánimo y lo que nos sucede. Desde el punto de vista
biológico, los neurotransmisores juegan un papel crucial en
este desorden. Existen hipótesis sólidas de que, por ejemplo, hay un aumento de dopamina en las fases maníacas y
una disminución de serotonina durante la depresión. En
cualquier caso, todo esto ocurre sin que medie la voluntad.
La predisposición genética
Aunque el trastorno afectivo bipolar puede aparecer en
pacientes de primera generación, está claro que es una enfermedad hereditaria. En la historia familiar de Agustina
hay evidencia relacionada con su mal. En su árbol genealógico salta a la vista su abuelo materno, Nicolás Portulinus,
un músico alemán que terminó en Colombia componiendo bambucos y disfrutando del amable clima de Sasaima.
El abuelo sufría de trastornos que alternaban la depresión,
la irritabilidad y un aumento súbito de la actividad motora. Tenía ideas fijas delirantes y en ocasiones alucinaciones.
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12 personajes en busca de psiquiatra
Era habitual que confundiera el río Sasaima con el Rin alemán de su infancia, y que viera en un furtivo alumno de
piano una especie de enviado de los dioses. En sus delirios,
recitaba los nombres de los ríos de Alemania en orden alfabético. De niño, presentó dificultades para hablar y tartamudeaba. En su última crisis, se dejó llevar por las aguas
del río Sasaima y se ahogó. Portulinus, para completar, tuvo
una hermana mayor en Alemania que sufría de una enfermedad mental. Se masturbaba compulsivamente y, encerrada en su silencio, fue aislándose hasta que los médicos
de la época le diagnosticaron quiet madness o insania. Un día
no pudo más con el mal que la aquejaba, y que aterraba a
Portulinus, y se suicidó ahogándose en el Rin.
Más cercana tenemos a la mamá de Agustina, Eugenia,
descrita por la tía Sofi, su hermana, como una mujer hermosísima pero rara, y “como ausente”, con propensión a
deprimirse. Eugenia suele negarse a las evidencias, entre
ellas, precisamente, la muerte de su padre. Ella siempre les
sostuvo a sus hijos que Portunilus había abandonado a su
madre y regresado a Alemania, cuando en realidad se había ahogado por culpa suya, pues la familia la había dejado
cuidándolo por el riesgo de que cometiera algún desvarío,
como en efecto ocurrió. La verdad fue que ella se quedó
dormida mientras lo velaba y, al despertar, supo que, durante su breve sueño, el padre se había tirado al río. Luego
negaría también, contra toda evidencia, el hecho de que su
hermana hubiera sido amante de su esposo.
La predisposición genética, que en este caso se ve claramente en el abuelo Nicolás, en la tía abuela y en la madre
depresiva es, sin embargo, solo eso: una predisposición. Al
desorden biológico hay que añadirle dos factores: el sicológico, que es el que nos hace vulnerables a la enfermedad, y el sociocultural, que es el entorno en el que crecemos
y maduramos.
La vida en otra parte
115
Observemos a Agustina y su entorno sicológico. Es la segunda hija de tres hijos, dos hombres y una mujer, de una
familia acomodada. No hay datos del embarazo, parto y desarrollo sicomotor, pero parecen ser normales. Mantiene
una relación distante con el padre, al cual lo describe como
autoritario y agresivo física y verbalmente con el hermano
menor, el Bichi, porque tenía “una cierta tendencia hacia
lo femenino” y quería “corregir el defecto” (Restrepo, ibídem, p. 125).
Agustina siente adoración por el padre, aunque no puede contener la rabia y el odio cuando maltrata a su hermano
menor, a quien intenta siempre proteger con ceremonias
secretas y adivinaciones. Mientras tanto, a la madre la describe como fría y distante.
Estudió en un colegio de estrato alto de niñas, al parecer
con un rendimiento promedio, y luego no estudió. Refiere
que su temor mayor es “a la sangre derramada” y habla de
varios episodios. Uno, mientras le cortaba las uñas al hermano menor, y por error le corta el pulpejo del dedo medio. Entonces se asusta con el llanto del hermano, se siente
culpable por hacerle daño ya que es ella la que se cree protectora del dolor que le causa el padre. El segundo, cuando
asesinan al celador de los vecinos y muere en la puerta de su
casa, adonde se acercó a pedir ayuda. Es la primera vez que
ve morir a un hombre. El tercero, con la menarquia, que
sucede mientras jugaba en Sasaima en la piscina con los primos. Se asusta, llora, “le parecía horrible que la sangre se
le saliera por ese lado y le manchara la ropa y que su mamá
la mirara con cara de reproche, como se mira a alguien que
hace algo sucio” (Restrepo, ibídem, pp. 169-170).
Durante su infancia, desarrolló otros temores: a los leprosos; a los francotiradores del 9 de Abril, por las huellas
de balas que quedaron de esa época en los postigos de la
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12 personajes en busca de psiquiatra
casa; a “los estudiantes con cabeza rota y llena de sangre y
sobre todo la chusma enguerrillada que se tomó Sasaima”
(Restrepo, ibídem, p. 135). Ante estos temores, era la figura del padre la que le daba protección.
Tuvo dos abortos. El primero fue un aborto voluntario,
cuando quedó embarazada de un amigo de la familia, “el
midas” McAlister, lavador de dólares. Él no respondió. Y el
segundo, cuando le diagnosticaron preeclampsia al quinto mes de embarazo con Aguilar y se concentró en leer el
destino de su bebé en los pliegues de las sábanas. Abortó al
séptimo mes.
Vive con Aguilar hace tres años y antes de la crisis se ganaba la vida leyendo el tarot, adivinando la suerte e interpretando el I Ching. Su mayor destreza fue haber hallado por telepatía al excursionista colombiano que se perdió en Alaska.
Ahora observemos su entorno familiar. De Eugenia ya
hemos hablado, aunque valga añadir que no acepta a Aguilar por ser de otra clase social, porque él no se ha divorciado
de su primera mujer y porque es un simple profesor de literatura, un “manteco”. Tampoco acepta la enfermedad de
Agustina y, en cambio, justifica los síntomas de su hija por
la vida que lleva al lado de ese hombre.
Luego están su padre, Carlos Vicente Londoño, un hombre de alcurnia que al final había entrado al negocio de lavado de dólares para conservar su estatus, y los hermanos de
Agustina: Joaquín, el mayor, duro y agresivo como el padre,
aficionado a los caballos y a los lujos y quien continuó en el
negocio de lavar dólares; y Carlos Vicente, a quien le dicen
el Bichi y Agustina ama con locura. Por ser homosexual, era
rechazado tanto por su padre como por su hermano Joaco,
y en la adolescencia decide irse a vivir a México.
Por último, tenemos a la tía Sofi, la hermana menor de
Eugenia, quien ayudó a cuidar la casa y a criar a los hijos de
La vida en otra parte
117
su hermana por la depresión de esta, pero también terminó
en México, con el Bichi, cuando la familia se enteró de que
había sido amante de su cuñado.
Por lo que podemos observar, Agustina es una mujer
especialmente sensible y vulnerable, a quienes sus familiares
no prestaron suficiente atención para descubrir su anomalía.
Suele suceder en cualquier ámbito que el trastorno afectivo bipolar no sea detectado a tiempo para tratarlo por la
propensión a confundir la enfermedad con un rasgo de carácter: “Es que ella es así”. Tanto la madre, que culpa a la
relación que Agustina sostiene con Aguilar, como el propio Aguilar, que vive de creer que Agustina se va a recuperar por sí sola cuando pase la crisis, son dos ejemplos de
la susceptibilidad que existe para negar el problema en vez
de enfrentarlo.
Con razón, Aguilar terminará aceptando, uno, que el
delirio de Agustina “es de naturaleza devoradora y que puede engullirlo como hizo con ella, y dos, que el ritmo vertiginoso en que se multiplica hace que sea contra reloj esta
lucha que además emprende tarde, por no haberse percatado a tiempo de los avances del desastre” (Restrepo, ibídem,
p. 22). Una vez más, es lo que ocurre muchas veces con esta
enfermedad. Se niegan los primeros indicios dándole explicaciones racionales como “es cosa de su personalidad”,
o “es que ya va a pasar”, o “es por lo que le tocó vivir”, todas
explicaciones plausibles pero que no ayudan a aceptar una
enfermedad mental.
Análisis del caso
Agustina ha presentado en su última crisis cambios bruscos de ánimo, ansiedad y depresión. Duerme poco, producto del aumento de la actividad motora. Ha experimentado
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12 personajes en busca de psiquiatra
pensamientos mágicos y delirantes de grandiosidad, como
la espera de la venida del padre muerto para aumentar su
poder. Ha tenido momentos de agresividad verbal con la tía
y con Aguilar y períodos de aislamiento y mutismo.
Hay antecedente de crisis previas, algunas de tristeza a las
que le siguen episodios de hiperactividad y de negación de
los hechos traumáticos, como el aborto por preeclampsia al
que le sigue la idea de un negocio grandioso: la exportación
de telas teñidas, el cual fracasa aparentemente por la vuelta a
una depresión. Ha sido tratada con múltiples terapias que,
según el relato, no contribuyen a la mejoría de los síntomas. Por el contrario, estos se van haciendo más fuertes y
más prolongados. Mi impresión diagnóstica sobre Agustina
Londoño es trastorno afectivo bipolar. Fase actual: manía.
El tratamiento
Es muy importante que la persona y sus familiares entiendan que todos los cambios de conducta, es decir los
cambios notables en relación con el funcionamiento previo, la inestabilidad del ánimo y todo lo que sucede durante
una crisis, son una enfermedad.
En este sentido, la primera recomendación es conocer
la enfermedad y aceptarla. Hacer un análisis de en qué situaciones o en qué época se han presentado las crisis para,
en esos momentos, consultar cuanto antes al psiquiatra y
poder prevenir una crisis. Sobre todo, estar alerta a las alteraciones del sueño y al insomnio, que generalmente es el
primer síntoma de una crisis.
En segundo lugar, los medicamentos son importantísimos. Contra las crisis, se requieren medicamentos específicos para el control de los síntomas. Los indicados se conocen como estabilizadores del afecto, porque actúan sobre
los episodios maníacos o depresivos y previenen nuevas cri-
La vida en otra parte
119
sis. Existen tres grupos de estos medicamentos, comenzando por el carbonato de litio, primero en ser descubierto y
en ser utilizado para el TAB. El segundo grupo es el de los
anticonvulsivantes, que actúan como estabilizadores de la
membrana neuronal y han demostrado su utilidad. Los más
usados son el divalproato de sodio, la carbamazepina y la
lamotrigina. El tercer grupo es el de los antipsicóticos, que
cada vez son más usados en la fase de mantenimiento. Entre
los típicos se encuentran la pipotiazina de depósito, y entre
los nuevos la olanzapina, la risperidona, la quetiapina, el
aripiprazol y la paliperidona.
El trastorno afectivo bipolar se puede controlar, pero es
fundamental tomar el medicamento de forma permanente.
En consecuencia, un psiquiatra debe buscar el que menos
efectos molestos genere, dependiendo del paciente. Como
es una enfermedad, la voluntad no alcanza para mantenerse
bien. Sirve, sí, para aceptar lo que se sufre, y para adoptar
una vida con hábitos sanos de sueño, comida y ejercicios.
Justamente por eso es definitivo trabajar contra el estigma
de los males de la mente como el que sufre Agustina.
7
Del lado de allá
El síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple,
visto a través del análisis psiquiátrico de Esteban, Jung
y Paula, personajes de la novela El síndrome de Ulises,
de Santiago Gamboa.
Mario Alberto Peña García
MARIO ALBERTO PEÑA GARCÍA (Villavicencio, 1974) es médico y psiquiatra
de la Pontificia Universidad Javeriana y sexólogo clínico de la Fundación Universitaria Ciencias de la Salud. Actualmente es el director del Centro de Sexualidad y Salud
Mental, en Cali, Colombia. Entre 2009 y 2012 fue inmigrante en España, donde se
desempeñó como psiquiatra y sexólogo clínico, y como gerente médico de una compañía farmacéutica. En 2012 regresó al país para poner en marcha su propio centro
de sexología.
En este ensayo, el especialista analiza a tres personajes de la novela El síndrome de Ulises,
publicada en 2005. El análisis de la obra, del escritor Santiago Gamboa (Bogotá,
1965), permite descubrir cómo la psiquis de los personajes se ve afectada por su
condición de inmigrantes en París.
Advertencia
Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han
sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro
del texto, entre paréntesis, se anotan los números de
página correspondientes.
•• GAMBOA, Santiago. El síndrome de Ulises. Seix Barral.
Primera edición. Bogotá, 2005.
Cuadro clínico Jung y Esteban presentan claros síntomas de depresión y ansiedad como consecuencia de la migración. En el caso del
primero son mucho más notorios y la somatización es evidente. Su permanente sensación de zozobra, miedo, tristeza y sentimiento de culpa son dignos de alerta. En contraste,
Paula no parece presentar ningún trastorno, a pesar de sus
fuertes impulsos sexuales.
E
l título del libro es suficientemente explícito: El síndrome de Ulises. Fue descrito por el psiquiatra español
Joseba Achotegui, quien trabaja en el hospital San
Pedro Claver de Barcelona, en el servicio de atención psicopatológica y psicosocial a inmigrantes y refugiados. Hace
referencia a un síndrome padecido por los inmigrantes, caracterizado por estrés crónico y múltiple. Si bien los signos
y síntomas que lo componen podrían configurar el diagnóstico de otras entidades como depresión, estrés agudo o
trastorno adaptativo, en el contexto del inmigrante son lo
suficientemente específicos como para ser categorizados de
forma independiente en la nosología psiquiátrica. Aunque
muchos psiquiatras no están de acuerdo con la denominación, sí coinciden en que los inmigrantes se ven enfrentados a un gran número de situaciones vitales que generan
estrés durante el proceso de migración o adaptación, y que
pueden desencadenar una franca patología mental.
A pesar de que el síndrome de Ulises fue descrito en los
inmigrantes ilegales, todos los que migran han padecido alguno de los síntomas que lo conforman. Por esta razón, la
psiquiatría transcultural se está ocupando cada vez más del
asunto. “Existe una relación directa e inequívoca entre el
grado de estrés límite que viven estos inmigrantes y la apa-
126
12 personajes en busca de psiquiatra
rición de sus síntomas psicopatológicos”, ha escrito Achotegui.1 Y Santiago Gamboa se encarga de corroborarlo en
la ficción, contando la odisea de veintitrés inmigrantes que
han viajado a París desde distintas partes del mundo y que
comparten muchos de sus infortunios en el propósito común de salir adelante en un lugar que resulta inhóspito para
ellos, no solo por las diferencias culturales y de idioma, sino
por el hecho de sentirse ciudadanos de menor categoría.
Ya desde las primeras páginas del libro nos damos cuenta
de que la migración ha influido profundamente en la psique de los personajes. Sus padecimientos hacen eco en la
voz de Esteban, el protagonista, un estudiante bogotano de
doctorado en Literatura que reclama su lugar en el mundo
y que durante el relato nos invita a acompañarlo en esa búsqueda frenética por la supervivencia en una ciudad que le es
extraña y miserable. Aunque París atrae millones de turistas
por su belleza y prosperidad, es precisamente esta última la
que les es esquiva a Esteban y a la mayoría de los inmigrantes que se topan con él durante la novela. “Vivíamos peor
que los insectos y las ratas” (Gamboa, ibídem, p. 11), dice
Esteban, para situarnos más allá del encanto del turismo, en
unas condiciones que difícilmente perciben los visitantes.
Cuando uno no es turista sino inmigrante, sufre una serie de pérdidas (o duelos, como los llama Achotegui) que
hacen necesario un proceso de reorganización personal y
adaptación a los cambios que pone a prueba todos nuestros
mecanismos psicológicos sanos. En pocas palabras, nos estresamos ante las forzosas modificaciones relacionadas con
la familia, los amigos, el idioma, la cultura, la situación social, el contacto con otros grupos y el riesgo físico que a ve1. Achotegui, Joseba. “Emigrar en situación extrema: el síndrome del inmigrante
con estrés crónico y múltiple (síndrome de Ulises)”, en Norte de Salud Mental, número 21, 2004, pág. 51.
La vida en otra parte
127
ces implica tener que sobrevivir. Y ese estrés no es esporádico, como podría suceder frente a cualquier acontecimiento
imprevisto, sino “intenso y prolongado”, dependiendo de
las condiciones de nuestra migración, lo cual desencadena
una serie de síntomas psicológicos y físicos.
De acuerdo con la descripción del síndrome de Ulises
que expone Achotegui, son cuatro los síntomas cardinales
que padecen los pacientes: la soledad, por haberse separado
de los seres queridos; el sentimiento de fracaso, que generalmente tiene que ver con las falsas expectativas que se crea
el inmigrante en su imaginación, y que contrastan de manera brutal con la realidad a la que se enfrentan; la preocupación constante por cómo alimentarse y dónde vivir; y,
finalmente, el miedo, que es exacerbado por todos los anteriores motivos de estrés y que condiciona al inmigrante a
reaccionar con ansiedad ante futuras eventualidades.
En muchos de los personajes de la novela podríamos rastrear esta sintomatología, pero quiero concentrarme en tres
de ellos con el ánimo de ejemplificar los diferentes tipos
de migración, que a su vez, ayudan a poner en evidencia el
síndrome: Esteban, Jung y Paula. Cada uno de ellos vive su
estancia en París desde distintos ángulos. Esteban está allí
por decisión propia, porque busca encontrarse a sí mismo
en su camino a convertirse en escritor. Sus padecimientos
son, de alguna forma, consentidos. Jung, en cambio, es un
exiliado norcoreano que tras haber soportado las condiciones más adversas en su país, y luego huyendo de él, termina
en París por resignación, por ser la única posibilidad entre
muchas puertas que se le han cerrado de manera traumática. Finalmente, tenemos a Paula. El de ella es, si se quiere,
el paradigma de la migración ideal, y más adelante veremos
por qué. Limitémonos a decir por ahora que es una niña
rica que está de paso por la Ciudad Luz para aprender francés antes de regresar a la vida que sus padres le tienen pla-
128
12 personajes en busca de psiquiatra
neada en Bogotá: casarse y conseguir un excelente empleo
en las telecomunicaciones.
El caso de Esteban
Llevado quizás por la idea romántica de que en París se
cuecen mejores habas, Esteban se instala en Francia para
cursar un doctorado en Literatura, tras haber sido echado por su novia española, con quien vivía en Madrid. Sus
síntomas aparecen pronto: maldice por no haber escogido
otra ciudad, una más cálida y con gente más abierta. Sus expectativas iniciales contrastan pronto con la realidad y siente, de entrada, la frustración: resuelve que las cosas siempre
son mejores en otros lugares y que su decisión fue errónea. “El mundo giraba y estaba solo, hundido en un hueco
húmedo y pobre” (Gamboa, ibídem, p. 16), nos cuenta en
relación con la pequeña “chambrita” que ha conseguido,
de nueve metros cuadrados y sin vista a la calle. Este sentimiento de desamparo lo experimentan incluso quienes
viajan con parte de su familia, pero suelen ocultarlo por
orgullo, por no querer preocupar a sus parejas o porque
quieren demostrar que están firmes, que son un bastión sobre el que se pueden apoyar. Y más adelante, añorando a su
novia, Esteban confiesa: “Victoria viajaba en un tren hacia
una ciudad lejana, y al pensarlo lloré con todas mis fuerzas,
como si fuera la última noche de un hombre sobre la tierra.
Y supe lo que era la orfandad” (Gamboa, ibídem, p. 17). La
sensación de “orfandad” es justamente la que une a todos
los inmigrantes, los hace vivir cerca los unos de los otros, y
encontrarse una y otra vez para compartir sus lamentos.
Esteban, al igual que sus compañeros de “orfandad”,
también debe enfrentarse a una realidad común de la migración: resignarse al trabajo que le den y, por ende, sentirse un ciudadano de tercera. Su primer factor de estrés
La vida en otra parte
129
es conseguir una vivienda: “[…] pues por dura que sea la
vida cualquiera necesita un cuarto propio, como escribió
Virginia Woolf, un lugar a salvo de las miradas y charlas ajenas, donde uno pueda llorar o cortarse las venas en absoluta
libertad” (Gamboa, ibídem, p. 25). El segundo motivo de
preocupación es la cuenta bancaria, que va haciéndose cada
vez más escasa. Pronto consigue trabajo como profesor de
español, pero las clases no son suficientes para costearse su
manutención. Así, debe aceptar otro oficio: el de lavaplatos
en el segundo sótano de un restaurante coreano, a horas
imposibles, con tal de reunir el dinero suficiente para sobrevivir. “Un trabajo, algo que me quitara el miedo a no tener la plata del alquiler y verme en la calle, o el de no poder
comer bien y caer enfermo, y sobre todo el miedo a no poder soportar la vida que había elegido y tener que regresar a
Bogotá, derrotado” (Gamboa, ibídem, p. 50).
Poco a poco, se hace a una vida más llevadera por la posibilidad que le brinda conocer a otros inmigrantes quizás más pobres que él: exiliados de diversos países, entre
ellos varios exguerrilleros colombianos; mujeres de Europa
Oriental que ven en la prostitución una oportunidad para
progresar; personajes que lo conectan con su ámbito, el de
la literatura, y le permiten acceder a otros escritores ya reconocidos que pueden estimularlo en su lucha por no fracasar. Estas y otras esperanzas, como la de fantasear con el
regreso de Victoria, van alimentándole una ansiedad notable que se pone en evidencia en varios episodios en los que
no se atreve a salir de su “chambra” por esperar que suene
el teléfono.
Permanentemente, mientras nos va relatando la vida de
los demás inmigrantes que hacen parte de la novela, Esteban se atormenta con la duda de si eligió bien, de si todo no
fue más que un error; y se angustia con la probabilidad de
no salir nunca de esa pocilga y de la tortura que representa
130
12 personajes en busca de psiquiatra
aquel sótano húmedo y frío. Sufre claros síntomas depresivos y de ansiedad que, de haber tenido a mano a un psiquiatra, podría haber tratado adecuadamente, pero en su lugar,
sobrelleva con alcohol. En más de una ocasión, Esteban no
bebe para divertirse, sino para relajarse, para olvidarse de
su realidad y acceder a otras instancias de su ánimo. Sin
embargo, conforme va mejorando su vida (consigue una
mejor habitación, incrementa su vida sexual cuando menos
lo esperaba, sus ingresos aumentan y, sobre todo, conoce
a Paula, quien no solo le ayuda económicamente sino que
le sirve de tabla de salvación en sus crisis), los síntomas van
desapareciendo. Es, precisamente, lo que diferencia el síndrome de Ulises de otros males de la mente como el trastorno depresivo mayor. Esteban ve la vida oscura y desolada no
por una exageración de su psique, sino porque su vida es,
en realidad, oscura y desolada. En tanto mejoran sus condiciones de vida, los síntomas de su depresión y de su ansiedad van disminuyendo. Así suele ocurrir con la mayoría de
inmigrantes que padecen el síndrome.
Jung, el hombre derrotado
Un caso distinto es el de Jung, el norcoreano que Esteban conoce en el sótano de aquel restaurante en el que
trabaja como lavaplatos. Jung es su compañero de trastos, y
vive en un hotel de inmigrantes, según nos cuenta Esteban,
“uno de esos hostales que, además de los residentes fijos,
tiene por huéspedes a travestidos y putas, a toxicómanos que
buscan cobijo para inyectarse o fumar crack sentados en un
inodoro, hostales con escaleras que huelen a orines y a basura, con ratas y nidos de palomas en las ventanas” (Gamboa, ibídem, p. 53). Y sin embargo, la vida le sonríe ahora
en comparación con su pasado. Desde joven quiso escapar
de su país para “hacer lo que le diera la gana”. Pero antes se
La vida en otra parte
131
casó y tuvo una hija que murió a los siete años por desnutrición y su esposa no aguantó la pérdida: se intentó suicidar
(algo prohibido en Corea del Norte) y como sobrevivió, la
arrestaron y más tarde terminó recluida en un hospital psiquiátrico. Jung, mientras tanto, intentó escapar a China,
pero fue devuelto a la frontera y puesto en prisión por nueve penosos años. Finalmente pudo huir y tras un largo periplo de penurias, llegó a París donde consiguió el trabajo
de lavaplatos en el que se siente explotado pero aguanta con
resignación. Al menos tiene un techo donde vivir. “Pensé
que era un pobre desgraciado y que a nadie le importaría
si me cortaba las venas. Y eso me dio fuerzas. Cuando uno
es tan poca cosa para los demás tiende a cuidarse. Si tenía
suerte y me protegía, tal vez podría volver a vivir algo bello.
Un rato alegre, por ejemplo. O dejar de tener miedo. Desde hacía seis años tenía miedo” (Gamboa, ibídem, p. 56),
le contó a Esteban.
Y lo seguiría teniendo. A su sensación de zozobra permanente se le sumaba un sentimiento de culpa por haber
abandonado a su esposa. A diferencia de Esteban, quien
podía volver a Bogotá si quería, Jung sabía que su patria la
había perdido para siempre. Todo lo que tenía en su país,
incluida su mujer, lo había dejado atrás. Estaba convencido
de que su vida no iba a cambiar y, no obstante, guardaba la
remota esperanza de rescatar a su esposa y llevarla a París
junto a él. Pero incluso eso le daba miedo; miedo al reproche o a la posibilidad de que ella ni siquiera lo reconociera.
Un día, Esteban fue testigo de su padecimiento cuando
lo vio doblado por un dolor abdominal. Tuvieron que remitirlo a un hospital donde los médicos le diagnosticaron
“estrés crónico, cefalea y la probable somatización de un
estado de angustia, de ahí los dolores abdominales, algo que
muy bien podría corresponder con la vida del pobre Jung”.
(Gamboa, ibídem, p. 211).
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12 personajes en busca de psiquiatra
Por donde se le mirara, no cabía ninguna alternativa para
que su vida mejorara, de manera que su síndrome no podía
sino acrecentarse hasta aniquilarlo. A pesar de haber conseguido un préstamo para pagar el rescate de su esposa para
llevarla junto a él en París, terminó quitándose la vida justo
el día en que ella llegaba.
El cuadro de Jung en estas circunstancias podría confundirse con el de un trastorno depresivo mayor. Si a pesar de
las condiciones adversas los inmigrantes guardan un secreto
optimismo de que las cosas empiecen a cambiar para bien,
en Jung ya no había esperanza. Muchos de sus síntomas son
los de una depresión común: permanente tristeza, incapacidad para divertirse, quejas frecuentes, ausencia de humor,
pesimismo, autoculpabilización, baja autoestima, preocupación por fallar, pérdida de interés, ideas fijas y empobrecimiento de la vida social, entre otros; además de los corporales: colon irritable, migrañas, dolores musculares.
Aun así, en Jung es difícil delimitar la frontera a partir de
la cual el estrés crónico y múltiple deriva en una depresión,
o mejor, si fue la depresión y no el Síndrome de Ulises la
que lo llevó a terminar con su vida. Está suficientemente
documentado que el trastorno depresivo mayor contiene
un alto componente genético, una predisposición a sufrirlo que puede ser desencadenada por situaciones de intenso
estrés. No obstante, a diferencia de su esposa, que cayó en
depresión por no aceptar la pérdida de la hija, Jung luchó
hasta lo insufrible en adelante por sobrevivir, a pesar de haber estado sometido a la adversidad durante mucho tiempo,
y de no encontrar una salida muchas veces. A los depresivos
“clásicos” les suele faltar el deseo de vivir la vida.
En consecuencia, no tenemos suficiente información
para concluir cuáles fueron las causas que lo llevaron a suicidarse. Entre otras cosas porque, en muchos casos, el suicidio ni siquiera está relacionado con el trastorno del afecto
La vida en otra parte
133
en sí, sino que corresponde a una decisión vital, derivada
de la propia conceptualización de la existencia. ¿Qué pudo
pensar Jung para optar por la solución extrema? Podríamos
ofrecer distintas líneas de especulación, pero la verdad es
que ya no lo sabremos.
Paula, en busca de su individualidad
El mayor contraste con Esteban y Jung, e incluso con los
demás inmigrantes de la novela, lo marca Paula, una hermosa mujer de veintiséis años. De clase alta y signada por
la voluntad de sus padres que quieren que aprenda francés
durante un año, casarla luego en Bogotá con un pretendiente de alcurnia, y después dirigirla hacia una profesión
digna de sus aptitudes, bien sea en la televisión o la publicidad, Paula convierte su condena en una oportunidad
de liberación: “[…] tengo deseos y sueño con satisfacerlos”
(Gamboa, ibídem, p. 39), le comenta a Esteban. Sus deseos son sexuales y es evidente que no puede satisfacerlos
en Colombia, donde lo más probable es que su conducta
sea reprobada por su familia, por sus amigos y por su propio novio, con el que Paula confiesa que se siente aburrida
en el plano erótico. Ya en su adolescencia había descubierto el placer de una manera categórica y sin ningún tipo de
pudor: “el sexo desde la primera vez me dejó convertida”
(Gamboa, ibídem, p. 39). Pero ni siquiera pudo admitirle
sus experiencias a su prometido, por temor al escándalo y al
rechazo. Le habría encantado tener más de lo que obtiene
de su novio en el plano sexual, pero no es capaz de decírselo
porque sería un irrespeto. Esta situación es extremadamente frecuente en las relaciones de pareja, y muchos de quienes leen este artículo estarían de acuerdo con ella cuando
concluye: “[…] pero la verdad es que yo me muero de ganas
de que me irrespete” (Gamboa, ibídem, p. 39). Lo habitual
134
12 personajes en busca de psiquiatra
es que los individuos sostengan una determinada vida sexual
creyendo satisfacer a su pareja, y que luego se sorprendan
cuando en una disputa el otro confiese que habría esperado
mucho más.
Paula sentía enormes deseos de explorar su sexualidad,
pero en el ambiente donde creció era imposible. De manera que resolvió aprovechar su viaje a Francia, lejos de la
censura y de los juicios de valor, para darle rienda suelta a
su sensibilidad sexual. A diferencia de otros inmigrantes,
Paula no se separaba de su familia y de sus demás seres queridos: huía de ellos para su propio beneficio. Eso les sucede con mucha frecuencia a un buen número de migrantes:
sienten que el país a donde llegan les va a permitir expresar
su sexualidad con la libertad que han soñado, para gozar sin
sentir el reproche o el cuestionamiento permanente a sus
decisiones. Durante mi viaje por España, conocí muchos
casos de personas que se habían “exiliado” para poder ser
abiertamente homosexuales sin tener que enfrentarse a la
crítica de sus familias y de sus grupos sociales. El anonimato, que suele ser un motivo de estrés en ciertos migrantes,
era para Paula una garantía de su dicha.
Dentro de su agitada vida sexual, hay descripciones de
tríos, grupos, sexo anal, relaciones homosexuales y heterosexuales casuales y, en fin, casi cualquier práctica sexual
que se nos pueda ocurrir. Aquí lo importante es que ella
nos pone de manifiesto que las disfruta, que hacen parte de
su viaje hacia el conocimiento de sí misma. Incluso llega en
algún momento a cobrar por tener sexo, solo para satisfacer
su curiosidad. El éxito del viaje de Paula a París reside en
el ejercicio de su libertad, mediante la cual puede decidir
sobre su propia vida sexual y ser dueña de su cuerpo.
Curiosamente, lo que se percibe con más frecuencia en
los migrantes es que, por tener comprometido su estado de
ánimo, ven afectada también su vida sexual. Sin embargo,
La vida en otra parte
135
si no llegan a consulta para hablar sobre su estado de ánimo, menos lo harán para discutir sobre su apatía sexual.
En este sentido, Paula fue una tabla de salvación para Esteban, quien aprovechó los bríos eróticos de ella para descubrir un deleite de la actividad sexual que lo salvó de hundirse en la depresión.
Cada cual con su tratamiento, si lo requiere
Al analizar a los tres personajes de la novela en cuestión,
podemos sacar las siguientes conclusiones:
Esteban presentó inicialmente un cuadro compatible
con el síndrome de Ulises o, para quienes no quieran utilizar el epónimo, con el síndrome del inmigrante con estrés
crónico y múltiple, caracterizado por síntomas de ansiedad
y episodios depresivos. Pero luego fue saliendo adelante con
ayuda de Paula y con las oportunidades laborales que mejoraron progresivamente su calidad de vida. Si lo hubiera
tenido en mi consultorio no lo habría medicado, como no
habría medicado a ningún paciente que llegara con el síndrome de Ulises. A fin de cuentas, es normal que sientan
estrés crónico frente a situaciones adversas persistentes. Lo
que hay que cambiar es su realidad para que los síntomas
comiencen a disminuir. Sin embargo, sospecho que mis
colegas se habrían decantado, en el caso de Esteban, por
una aproximación psicoterapéutica dejando como posibilidad posterior la inclusión de algún fármaco: un ansiolítico,
por ejemplo, para paliar la ansiedad que evitaba con el alcohol, y de pronto un antidepresivo para mejorar su ánimo.
En cuanto a Jung, aunque no presenta todos los síntomas asociados con el síndrome de Ulises –pues a pesar de
todo vive mejor en París que como vivía en Corea o durante su larga travesía de escape–, su miedo y su tristeza son
evidentes y profundos; tanto, que afectan ostensiblemen-
136
12 personajes en busca de psiquiatra
te su cotidianidad. Jung no tiene futuro, sus expectativas
son escasas. Su cuadro sugiere la presencia de un trastorno depresivo en una persona que ha migrado, para cuyo
tratamiento se podría haber utilizado cualquiera de las diversas posturas vigentes en el momento que, de forma muy
general, se pueden resumir en tres: psicoterapia exclusiva,
medicación antidepresiva o una combinación de estas dos.
Este último abordaje, desde mi punto de vista profesional,
daría un cumplimiento más satisfactorio a las expectativas
del tratante y del paciente. Sin embargo, es posible que el
desenlace fuera el mismo, pues no contamos en la actualidad con ningún método infalible para prevenir ni para
evitar el suicidio. Tal vez se le habría podido ayudar a vivir
mejor la antesala a su muerte premeditada, pero está visto
que el que ha tomado la determinación real de quitarse la
vida, generalmente lo cumple.
Por último, aunque imagino que muchos lectores esperaban encontrar un análisis de la vida sexual de Paula digno
de su exuberancia y variedad, en mi opinión como sexólogo clínico no presenta ninguna patología específica y, por
tanto, no requiere tratamiento. Eso sí, habría sido conveniente orientarla en cuanto a la protección para evitar un
embarazo no deseado o una enfermedad de transmisión sexual. Nada más.
8
La enfermedad del olvido
Comentarios a la obra En la laguna más profunda,
de Óscar Collazos.
Francisco Lopera R.
FRANCISCO LOPERA R. es médico cirujano y neurólogo clínico de la Universidad de Antioquia, con una licencia especial en Neuropediatría con énfasis en
Neuropsicología en la Universidad Católica de Lovaina (UCL), en Bélgica. Es profesor titular en Neurología del Comportamiento en la Facultad de Medicina de la
Universidad de Antioquia, y fue jefe del Servicio de Neurología Clínica del mismo
centro educativo. Ha sido médico neurólogo en la Clínica León XIII de Medellín; médico rural y director del Hospital de Acandí, Chocó; y fundador y profesor
de la Sección de Investigaciones Psicológicas, hoy Departamento de Psicología de
la Universidad de Antioquia. Desde 1990 dirige el Grupo de Investigaciones en
Neurociencias de la Universidad de Antioquia. Ha participado en varios proyectos colaborativos internacionales con la Universidad de Harvard, la Universidad
de Washington, el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos, el Proyecto del
Genoma Humano, el Instituto Cajal de Madrid y el Centro de Neurociencias de
Cuba. También es autor y coautor de más 110 publicaciones en revistas científicas nacionales e internacionales sobre aspectos clínicos, neurológicos, neuropsicológicos, neurogenéticos y moleculares de trastornos neurodegenerativos como
las enfermedades de Alzheimer, Parkinson, Huntington, Wilson y Cadasil, y sobre
trastornos del neurodesarrollo como el déficit de atención con hiperactividad. Ha
presentado numerosas ponencias en congresos nacionales e internacionales y es autor o coautor de varios libros y capítulos de libros.
En este texto, el autor hace un análisis de la enfermedad que aqueja a Mamamenchu, la abuela de Alexandra, narradora de la historia de En la laguna más profunda, publicada en 2011. La novela de Óscar Collazos (Bahía Solano, 1942) reproduce las
memorias que la niña transcribe acerca de sus años al lado de su abuela, una mujer
encantadora que, sin embargo, va deteriorándose poco a poco a causa de la pérdida
de memoria.
Advertencia
Las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se
anotan los números de página correspondientes.
•• COLLAZOS, Óscar. En la laguna más profunda. Edito-
rial Norma. Bogotá, 2011.
Cuadro clínico La paciente, de 81 años, evidencia un cuadro típico de alzhéimer. Sufre de alucinaciones, olvida los rostros y los nombres de sus familiares más cercanos, y tiene dificultades para
recordar palabras. Se muestra irascible, confunde su propia ropa con la ajena, y formula las mismas preguntas una y
otra vez. Ha olvidado el uso de algunos utensilios y le cuesta
trabajo vestirse por sí misma. Para mejorar la memoria, se
recomiendan ejercicios físicos y de estimulación cognitiva,
y administración de inhibidores de la acetil colinesterasa o
moduladores del glutamato; también se aconsejan paliativos
para mejorar la calidad de vida, como medicamentos para regular el humor, el estado de ánimo y el sueño.
E
n la laguna más profunda narra la historia de una niña
de nueve años que va descubriendo gradualmente la
enfermedad del olvido en su abuela. La familia trataba de minimizar e ignorar los síntomas, pero la pequeña
descubría, cada vez con mayor claridad, tanto los signos de
la amnesia como los esfuerzos de sus padres por ocultarle el
drama de la enfermedad de Alzheimer en la abuela.
La mujer, a quien cariñosamente le dicen Mamamenchu, invita a la nieta a dar un paseo por su finca y le muestra
el lugar donde alucina con su esposo, ya fallecido, vestido
de gala. La nieta se da cuenta, pero le sigue la corriente. No
le discute su alucinación; es más, se la alimenta imaginándola bailando con su abuelo en trajes de gala en medio del
bosque, al lado del río.
Alucinaciones y delusiones (conceptos o imágenes que
no se atañen a la realidad) son dos tipos de síntomas relativamente comunes en la enfermedad del olvido. Las alucinaciones del alzhéimer generalmente son visuales, pero
a veces también pueden ser auditivas. En la alucinación, el
paciente ve lo que los demás no ven, como al abuelo ya fallecido vestido de gala que ve la abuela pero que no ve la
nieta, quien solo lo puede imaginar. Generalmente no son
tan dramáticas como las alucinaciones de los pacientes psi-
142
12 personajes en busca de psiquiatra
cóticos; las viven como algo muy natural, como le pasaba a
la abuela en la novela: simplemente le gustaba ir al mismo
lugar en el campo porque allí la visitaba su difunto esposo.
La abuela tenía el poder de convertir en alucinación su deseo para hacerlo real. Era capaz de transformar sus sueños
en alucinaciones.
Las delusiones son ideas delirantes, como creer, por
ejemplo, que alguien le tiene armado un complot a uno,
que lo quieren envenenar, que lo están robando, o que un
ser querido fallecido hace muchos años aún vive. La idea
delirante (o delusión) más frecuente en pacientes con alzhéimer es considerar que alguien ha robado todo lo que
embolata a causa de su mala memoria. Dado que el paciente
no es consciente de sus olvidos, es lógico que atribuya la
pérdida de sus cosas al espíritu malvado de alguien que se las
esconde o se las roba.
A Mamamenchu, las delusiones se le presentaron un
poco más tarde que las alucinaciones, pero en una forma
particular: en vez de quejarse porque le robaban las cosas
que se le perdían, se quejaba porque alguien le guardaba
ropa ajena en su armario, o se negaba a pagar una prenda en
un almacén porque la consideraba de su propiedad.
Las delusiones más fuertes las presentó la abuela cuando
su hija Esmeralda la llevó a una institución geriátrica. La
abuela narró entonces que el ese lugar era tremendo:
Furiosos, dice mi madre que dijo la abuela. Demonios furiosos. Le arrebataban las cobijas, la sacaban de la cama, la rodeaban y querían clavarle
en el cuerpo sus uñas filosas, esmaltadas como cuchillos de plástico. No
tenían ojos, algunos no tenían nariz, y los que tenían boca dejaban ver
unos colmillos espantosos […].
–No me quieren –decía–. Me hacen maldades (Collazos, ibídem,
p. 74).
Ninguna de esas maldades se las hacían sus compañeros
inofensivos; todas eran producto de su delirio. Como no le
La enfermedad del olvido
143
gustaba el sitio, se inventó todas esas delusiones o ideas delirantes, que ella vivía, al igual que todos los pacientes con
alzhéimer, como realidades.
La nieta observaba que a medida que le pasaban los
años, la abuela se volvía cada vez más irritable y de mal genio. Se ponía de mal humor por cualquier cosa. La madre,
que comprendía muy bien estas oscilaciones en el estado
de ánimo de la abuela, pedía que la dejaran tranquila. El
mal humor es un síntoma muy común en la enfermedad
de Alzheimer. El paciente se puede volver muy susceptible
y enojarse por cualquier cosa. Puede magnificar los eventos
de una manera exagerada. Ocasionalmente, la irritabilidad
puede llegar a grados de excitación y agresividad verbal o
física. A veces dicha agresividad está dirigida contra el cuidador o contra las personas más allegadas y queridas de su
familia. Es frecuente que la personalidad previa del paciente se intensifique. Por ejemplo, si el paciente era de mal
genio, su genio empeora.
Pero en ocasiones pueden observarse comportamientos
opuestos a los que tradicionalmente presentaba el paciente
en su vida previa. Aunque la abuela se volvió cada vez más
irritable con el curso de su enfermedad, no hizo graves
episodios de excitación y agresividad como puede suceder
excepcionalmente en algunos pacientes. Por lo general, el
paciente con demencia alzhéimer no representa un peligro para el cuidador en el sentido de que en una crisis de
agresividad le pueda ocasionar un daño. Cuando presentan
agresiones, en general son de tipo impulsivo más que conductas agresivas planificadas o elaboradas.
Tejer y destejer
Por otro lado, la nieta observaba que la abuela iba perdiendo sus habilidades, pero cuando se sentaba a tejer, dis-
144
12 personajes en busca de psiquiatra
frutaba más tejiendo que acabando el tejido. Tejía y destejía
en una perseverancia que no incluía terminar la tarea. En
esta descripción se incluyen dos signos muy frecuentes de la
enfermedad del olvido: la apraxia o pérdida del saber hacer,
y la perseverancia. El paciente pierde ciertas habilidades,
por ejemplo para cocinar, para vestirse o para hacer un oficio particular. En cambio, aumenta la perseverancia en una
tarea repetitiva determinada. Por ejemplo, tejer y destejer
sin objetivo, como lo hacía la abuela, simplemente por el
placer de tejer para nada.
Curiosamente, la abuela no olvidó cómo tejer, aunque
hubiese olvidado cómo hacer otras actividades. La apraxia del
tejer la conservaba intacta. Más allá de este recurso literario,
probablemente en la realidad del alzhéimer no es posible
conservar indefinidamente esta disociación entre conservar
la habilidad y el agravamiento de la conducta perseverante.
La acalculia, o dificultad para hacer cálculos matemáticos,
y las dificultades para reconocer las cantidades y usar adecuadamente el dinero al hacer compras, se altera rápidamente
al alcanzar el estado de demencia. Cuando la abuela empezó
a firmar cheques por una suma muy superior al valor de la
cuota de una hipoteca que había terminado de pagar diez
años atrás, y cuando empezó a confundir los nombres de
las personas y a saludar a desconocidos con abrazo como
si fueran personas muy allegadas, ya no quedaba ninguna
duda de que estaba picada por el alzhéimer, el terrible mal
del olvido.
¿Cómo es que se llama? Mejor me callo
La propanomia, u olvido de nombres propios, es, generalmente, el primer síntoma de anomia (el olvido de las palabras) en la enfermedad de Alzheimer. Los nombres propios son mucho más susceptibles al olvido que los nombres
La enfermedad del olvido
145
de objetos. Los falsos reconocimientos son tan comunes
como la dificultad para reconocer seres queridos, familiares
o amigos. Tan fácilmente el paciente puede no reconocer
un amigo o un familiar, como experimentar una sensación
de familiaridad con un extraño a quien considera conocido
previamente, y saludarlo, incluso, con abrazo como si fuese
una antigua conocida.
Luego de la propanomia, aparece la anomia. El olvido
no solo afecta a los almacenes de nombres propios, sino a
los almacenes de las palabras, de los nombres de las cosas,
de los sustantivos y de los adjetivos. Cuando la anomia se
fue haciendo grave, la abuela se demoraba tanto buscando
la palabra que quería decir que se rendía y prefería guardar
silencio. Así empezó la hipoespontaneidad verbal o, mejor,
la calladera, que finalmente llevó a la abuela al mutismo absoluto en la fase avanzada de la enfermedad.
Aunque la descripción de la enfermedad de la abuela corresponde a una persona afectada con alzhéimer, Alexandra, la nieta, no alcanza a percibir los primeros síntomas
del mal, que tienen que ver con la pérdida de la memoria
reciente. Su recuerdo se inicia con las alucinaciones, que
suceden cuando el paciente ya tiene demencia. Sin embargo, la abuela, según cuenta Alexandra, posee una excelente
capacidad de raciocinio y lucidez mental, al mismo tiempo
que “goza” de sus alucinaciones.
Por otra parte, hay una fase larga de la enfermedad, omitida por Alexandra quizás porque no la vivió, que puede
tomar entre dos y cinco años, que precede a la demencia y
se conoce como deterioro cognitivo leve. Este se caracteriza principalmente por un síndrome amnésico puro que afecta las
vivencias recientes pero no las vivencias del pasado, y que los
médicos conocemos como síndrome de amnesia anterógrada o amnesia hipocampal. El reconocimiento de esta etapa es minimizada por la familia de la abuela, como sucede muchas veces
146
12 personajes en busca de psiquiatra
en la enfermedad del olvido. Los familiares consideran que
los olvidos son olvidos tontos, olvidos sin importancia, nada
grave. La relevancia de estos síntomas en muchas ocasiones
solo se hace evidente cuando se salta del síndrome amnésico al síndrome demencial. La enfermedad, al igual que le
sucede a Mamamenchu, puede progresar silenciosamente y
por un tiempo indeterminado, antes de que sus allegados la
detecten como tal. Es una especie de mal traicionero que se
va robando las facultades mentales lenta y sistemáticamente
sin que pueda ser identificado desde el comienzo.
Justamente, el alzhéimer se inicia con una amnesia hipocampal porque los depósitos de basuras proteicas como el
amiloide y la proteína tau (basuras tóxicas que destruyen las
neuronas) empiezan por la corteza entorrinal. Este cuadro
amnésico, característico de la etapa inicial de la enfermedad
del olvido, se manifiesta en la repetidera, conducta descrita
también en el personaje de la abuela, pero un poco más
tarde en el curso de la evolución de su enfermedad. La repetidera es el primer síntoma de la enfermedad del olvido y
es el producto de una clara pérdida de la memoria reciente. Además de ser el primer síntoma, es el más frecuente.
Como olvida lo inmediato, la abuela no recuerda que acaba
de hacer una pregunta y la vuelve a formular, y así constantemente hasta agotar la paciencia de su interlocutor.
¿Ajiaco? No conozco ese postre
Al mismo tiempo que progresaban los problemas de memoria, los estados de confusión eran tan frecuentes en la
abuela que en un cumpleaños de su nieta creyó que se trataba de la celebración del suyo propio. Los estados de confusión son frecuentes en el estado intermedio entre el síndrome amnésico y el síndrome demencial, pero son mucho
más frecuentes cuando el paciente ya tiene demencia.
La enfermedad del olvido
147
Cuando la abuela ya había perdido demasiado la memoria reciente, comenzó a perder la memoria semántica. Esta
es una memoria mucho más resistente al olvido y empieza
a debilitarse cuando el alzhéimer está a medio camino. Su
principal manifestación es la pérdida del significado de las
palabras. La abuela llegó incluso a perder el significado de
la palabra ajiaco, que era su plato favorito. Decía que nunca
había oído hablar de ese postre. La misma abuela se burlaba
de su anomia. Añoraba las épocas en que podía hablar de
corrido. Ahora no lo podía hacer. En la mitad de una frase
se bloqueaba buscando una palabra en los almacenes vacíos
de su memoria.
Otro de los síntomas de la enfermedad de Alzheimer,
evidentes también en la abuela, son las conductas de desinhibición asociadas a las delusiones. La enfermedad provoca que la capacidad de autocrítica y el juicio moral desaparezcan. De ahí que a la abuela no le preocupara, como le
hubiese sucedido en el pasado, andar desnuda por su casa.
Así, entra desnuda al dormitorio donde su hija y su yerno
ven televisión, y empieza a reburujar su armario y a sacar y
tirar al piso prendas propias que no reconoce como suyas.
Asegura que alguien está guardando ropa en su clóset. Algo
similar le sucedió con su propia imagen: llegó el momento
en que no reconocía su rostro en el espejo y se asustaba, razón por la cual tuvieron que retirarle los espejos.
Pero así como a veces no reconocía lo suyo, en otras
ocasiones consideraba lo ajeno como propio. Sucedió en
una ocasión que se fue de la casa y tomó un vestido de un
almacén como si fuera suyo, y se negaba a pagarlo porque
consideraba que no tenía por qué pagar una prenda de su
propiedad. Su seguridad en esta idea la llevó a encontrarse
rodeada de un corrillo de personas que se aproximaron al
lugar del escándalo para observar el desenlace de la conducta infractora de la abuela.
148
12 personajes en busca de psiquiatra
Respecto al vestir, también aparecieron algunos signos
de desinhibición: elegía prendas de mucho colorido y no
apropiadas para su edad; buscaba su ropa en un armario
ajeno y se vestía con prendas de fiestas ajenas. Es muy común que en la demencia tipo alzhéimer se presenten dificultades para combinar adecuadamente las prendas de vestir, antes de que aparezca la apraxia del vestir o dificultad
para ponerse adecuadamente la ropa. Antes se pueden observar conductas de perseverancia, es decir, el uso repetido
de los mismos atuendos.
Con la apraxia del vestir pueden aparecer otras apraxias,
en especial la apraxia ideacional: un trastorno del saber hacer o saber utilizar los objetos, que es común en la enfermedad de Alzheimer. La abuela trataba de cortar la carne
con el tenedor o trataba de tomarse la sopa con el cuchillo
en vez de usar la cuchara. A medida que avanzaba la enfermedad, se le fue olvidando usar su dentadura y no podía
masticar alimentos muy sólidos o duros. Cada vez su dieta
tenía que ser más blanda o líquida por sus problemas para la
masticación. En estados avanzados de la enfermedad puede
suceder que el paciente deje de alimentarse y solo sea posible hacerlo por una sonda.
Primero la mente, luego el cuerpo
La enfermedad del olvido ataca primero la mente y después el cuerpo. El ataque a la mente se inicia contra la memoria reciente. El cerebro deja de almacenar nuevas experiencias y de construir nuevos recuerdos aunque conserva
las huellas de memoria del pasado. Más adelante, el alzhéimer comienza a destruir las huellas de memoria previamente almacenadas, y el cerebro se va vaciando de recuerdos. Es
un segundo ataque a la memoria semántica o memoria del
pasado. Más adelante, ataca otras funciones mentales como
La enfermedad del olvido
149
el lenguaje, la percepción, las habilidades, la atención, la
capacidad de análisis y de razonamiento y la conducta.
También puede afectar los recuerdos de emociones.
Cuando la mente ha quedado reducida a su mínima expresión y el sujeto se ha convertido en un cadáver ambulante,
la enfermedad ataca la motricidad; el paciente empeora su
marcha y termina postrado en una silla de ruedas. Luego,
la destrucción del control motor progresa hasta el punto
de postrar al cuerpo en la cama. Finalmente, el alzhéimer
acaba con las habilidades más primitivas e instintivas del
cuerpo, como comer, beber, respirar y los reflejos de deglución. El paciente viaja inevitablemente hacia un estado
terminal de postración y de inmovilidad que lo hace susceptible de infecciones y sepsis. A estas alturas la muerte,
causada generalmente por una complicación relacionada
con el síndrome de inmovilidad crónica, llega como una
salvación a la tragedia.
El diagnóstico sobre la abuela
No hay duda de que si hubiese podido ver a la abuela Mamamenchu en mi consultorio, le habría hecho el diagnóstico de enfermedad de Alzheimer. Lo que la abuela requería
cuando empezó con su mal era una evaluación médica, y
especialmente una evaluación de memoria, para confirmar
el tipo de memoria alterada y su severidad. Comprobado el
bajón en sus funciones mnésicas, le habría ordenado una resonancia magnética del cráneo para buscar signos de atrofia
temporo-parietal, que es el principal signo radiológico de
las etapas iniciales del alzhéimer. También le habría ordenado una batería de exámenes para comprobar el adecuado
funcionamiento de sus riñones, de su hígado, de su sistema
hormonal, y descartar otras causas de pérdida de memoria
como la depresión, el hipotiroidismo, las avitaminosis, las
150
12 personajes en busca de psiquiatra
infecciones del sistema nervioso central, etcétera. Descartadas todas estas causas secundarias de demencia, confirmaría
por descarte la enfermedad de Alzheimer.
En esas circunstancias, se habría justificado un tratamiento con medicamentos específicos: inhibidores de la
acetil colinesterasa, que aumentan los niveles de acetil colina en el cerebro mejorando la memoria, ya que ese es un
neurotransmisor que utilizan las neuronas que participan
en las funciones mnésicas; o moduladores del glutamato,
otro neurotransmisor de gran importancia en los circuitos
neuronales que participan en la memoria.
Paralelamente, la abuela podría haber recibido algunos
medicamentos paliativos para mejorar su calidad de vida.
En especial, contra la irritabilidad. En algunas ocasiones se
requieren, además, medicamentos para mejorar el estado
de ánimo y el sueño, y para evitar las convulsiones cuando
éstas se presenten.
Un futuro para la abuela
Hoy en día hay en el mundo aproximadamente 35 millones de personas con demencia, la mayoría de ellas causada
por la enfermedad de Alzheimer, y la prevalencia seguirá
subiendo hasta el año 2050 debido al incremento en la esperanza de vida, cuando habitarán el planeta casi 200 millones de personas con demencia. Por eso es considerada un
problema de salud pública.
La enfermedad es neurodegenerativa, lo cual consiste en
muerte neuronal progresiva por depósitos de basuras proteicas, debido a una posible combinación de factores genéticos y ambientales. Menos del cinco por ciento de las
personas con alzhéimer en el mundo tienen una variedad
hereditaria de inicio precoz, que se están convirtiendo en
una población muy importante para buscar soluciones para
La enfermedad del olvido
151
la forma esporádica mucho más común, por ser un grupo
poblacional portador de marcadores genéticos que determinan la aparición de la enfermedad.
La investigación ha identificado en el mundo aproximadamente 500 familias afectadas por alzhéimer hereditario
precoz causado por mutaciones en los genes de la proteína
precursora de amiloide o en los genes de presenilina 1 y 2 en
los cromosomas 21, 14 y 1. Los miembros de estas familias
portadores de uno de estos genes mutados tienen un ciento
por ciento de riesgo de desarrollar la enfermedad y se han
convertido en la diana perfecta para buscar por primera vez
una posible terapia preventiva, dado que las basuras proteicas de amiloide y tau se empiezan a depositar en el cerebro
hasta dos décadas y media antes del inicio de los síntomas.
En Antioquia, Colombia, donde residen veinticinco familias –unos cinco mil miembros– afectadas con una de estas formas de alzhéimer genético, se iniciará en 2013 uno
de los primeros estudios de terapia preventiva en la historia
y en el mundo. Trescientos sujetos jóvenes y sanos, miembros de estas familias, recibirán un tratamiento antiamiloideo por cinco años con la esperanza de prevenir o, por lo
menos, retrasar el inicio de la enfermedad.
Hoy en día no hay muchas esperanzas de curar la enfermedad que ya ha comenzado, de modo que los cuidados paliativos y el mejoramiento de la calidad de vida sigue siendo
lo mejor que le podemos ofrecer a los pacientes mientras
llegan opciones más esperanzadoras.
Sin embargo, la abuela Mamamenchu obtuvo lo más importante que un cuidador le puede brindar a un ser querido con alzhéimer: amor. Un cariñoso cuidado es la mejor
medicina contra la enfermedad del olvido. Aunque no le
ofrecieron nada de lo que se le puede ofrecer hoy, la abuela
recibió para la época –entre 2000 y 2003, más o menos–
lo mejor que, aun hoy, se le podía haber brindado: amor
152
12 personajes en busca de psiquiatra
y cuidados por parte de sus seres más queridos, en especial
de su nieta. Una nieta a la que le fascinaba aprender de la
abuela en sus paseos de campo, y minimizaba la tragedia alimentándole su inconsciencia del propio deterioro y la de su
derrumbe en la laguna más profunda del olvido.
9
La vida extrema
de Rosario Tijeras
Una aproximación a la psicopatología del personaje
de la novela homónima de Jorge Franco.
Silvia L. Gaviria Arbeláez
SILVIA L. GAVIRIA ARBELÁEZ es médica egresada de la Universidad CES de
Medellín, psiquiatra de la Universidad de Antioquia, directora del programa de
Psiquiatría de la Facultad de Medicina de la Universidad CES, y profesora en la misma universidad. Conferencista en los ámbitos nacional e internacional, con experiencia profesional en el área de psiquiatría de la mujer. Autora de varios artículos
publicados en revistas nacionales e internacionales. Coautora y editora de los libros
Afrodita y Esculapio: Una visión integral de la medicina de la mujer; y Climaterio: una visión integradora.
Ha contribuido con más de 15 capítulos de textos académicos para la enseñanza de
la psiquiatría en pregrado y posgrado, y es colaboradora de varias revistas internacionales en la revisión de los temas de género. Silvia Gaviria es también miembro
del Comité de Salud Mental de la Mujer de la Asociación Mundial de Psiquiatría
(WPA), directora del Comité para la Salud Mental de la Asociación Psiquiátrica
de América Latina (APAL), y miembro de la Junta Directiva de la Internacional
Association Women’s Mental Health. Cofundadora y miembro del Centro de Excelencia de Investigaciones para la Salud Mental de la Universidad CES (Cescism), y
Fundadora y directora del Congreso Internacional de Medicina y Salud Mental de
la Mujer, el cual se celebra en Medellín cada dos años.
En este ensayo, la especialista traza un perfil psiquitátrico de Rosario Tijeras, el
personaje principal de la novela homónima de Jorge Franco (Medellín, 1968), publicada en primera edición por Plaza & Janés en 1999. La novela narra la historia
de una joven sicaria de Medellín, al servicio de los jefes del narcotráfico, en la voz
de un muchacho de la clase alta de la sociedad antioqueña que se enamora de ella
y la sigue incondicionalmente en un intento infructuoso por descifrar su corazón.
Advertencia
Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han
sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro
del texto, entre paréntesis, se anotan los números de
página correspondientes.
•• FRANCO RAMOS, Jorge. Rosario Tijeras. Plaza & Ja-
nés, segunda edición, 1999.
Cuadro clínico La paciente presenta un cuadro típico de trastorno antisocial
de la personalidad. Desde niña ha desarrollado un escaso valor del sentido de la vida. Busca la satisfacción de sus placeres
inmediatos sin medir los riesgos y se irrita con facilidad si
alguien la contradice. Reacciona con violencia desproporcionada e injustificada frente a situaciones conflictivas a veces intrascendentes. No exhibe ninguna reacción emocional
ante los crímenes que comete y no registra culpa alguna en
compensación por el daño que inflige. Hay en su vida una
búsqueda permanente de emociones extremas sin considerar
las consecuencias.
“E
sa mujer es un balazo”, le dice Antonio a Emilio
sobre Rosario Tijeras. Antonio y Emilio son dos
muchachos de las clases altas de Medellín; en
cambio Rosario es de las comunas, de lo más bajo que pueda
producir una ciudad saturada de inmigrantes de ascendencia campesina que ya no caben en esas montañas atarugadas de pesebres. Y sin embargo, andan ambos enamorados
de ella, entregados a sus caprichos y a sus cóleras; de ella,
que es un enigma, que no tuvo ni apellido y le tocó forjarse
uno, que ni siquiera conoció a su padre y no se habla con
su madre, que a los ocho años conoció el terror “vestido
de hombre” y quién sabe cuántos muertos lleve ya encima
desde entonces. Quizás no encuentre Antonio una mejor
manera de definirla: “Esa mujer es un balazo” (Franco, ibídem, p. 25).
Analizar a Rosario Tijeras desde el punto de vista psiquiátrico es un desafío. No solo porque incursiono en un tipo
de literatura que va más allá de los habituales textos científicos, sino porque Rosario Tijeras es ya un personaje paradigmático de una época, un lugar y unos protagonistas que
no han sido lo suficientemente estudiados para entenderlos
en su completa dimensión. ¿La época? Las últimas dos décadas del siglo XX. ¿El lugar? La Medellín bajo el dominio
158
12 personajes en busca de psiquiatra
de Pablo Escobar. ¿Los protagonistas? Los sicarios de las
comunas, niños y adolescentes que se entregaron a la causa
asesina de el Capo para aliviar, sin medir las consecuencias,
sus carencias materiales… y tal vez también su orfandad.
Tratar de comprender a Rosario, siendo ella una joven
habitante de las zonas marginales de la ciudad, en un momento en el que la ley y los referentes eran los “duros”, es
decir, los traficantes de drogas, nos ubica en un contexto
singular, denso y hostil. Así como Rosario percibía a los
habitantes de la otra Medellín lejanos y dueños de ciertos
privilegios, los que estamos del lado de esos privilegios desconocemos la verdad total de lo que sucedía y aún sucede en
las comunas.
En algún momento de la novela, Antonio aventura una
hipótesis, que es la de los historiadores: “La pelea de Rosario no es tan simple, tiene raíces muy profundas, de mucho
tiempo atrás, de generaciones anteriores; a ella la vida le
pesa lo que pesa este país, sus genes arrastran con una raza
de hidalgos e hijueputas que a punta de machete le abrieron
camino a la vida, todavía lo siguen haciendo; con el machete
comieron, trabajaron, se afeitaron, mataron y arreglaron
las diferencias con sus mujeres. Hoy el machete es un trabuco, una nueve milímetros, un changón. Cambió el arma
pero no su uso” (Franco, ibídem, p. 40).
Es la historia de esa otra parte de la ciudad, ajena a la eterna
primavera, construida en las empinadas montañas por familias expulsadas del campo debido a la violencia o desplazadas por la falta de oportunidades y con grandes dificultades
para ubicarse y sobrevivir.
Sin embargo, sentir el problema como algo tan periférico genera ciertos sesgos de apreciación que deseo controlar para tratar de aproximarme sin prejuicios pero a la vez
de manera asertiva y objetiva frente a los valores sociales y
los principios como dos significados diferentes. Tener una
La vida extrema de Rosario Tijeras
159
postura firme frente a la universalidad de los principios y la
volatilidad de los valores podría ayudarme a interpretar las
actuaciones de Rosario, sus circunstancias, sus sentimientos, sus realidades, y comprender un poco más su personalidad y su conducta violenta.
Una aproximación a Rosario
Conocemos a Rosario Tijeras por la voz de Antonio, que
es el que nos narra la historia. Sabemos por él, con cuentagotas, que ella creció en las comunas, aunque los “duros”
le pagan un apartamento en un lujoso sector de Medellín.
Que no se habla con su madre, a quien denomina secamente como doña Ruby. Que nunca conoció a su padre y
que a los ocho años fue violada por uno de los compañeros
ocasionales de su mamá. El abuso fue sistemático hasta que
su hermano mayor, Johnefe, la vengó. Nos enteramos por
Antonio de que años después la volvieron a violar, pero que
esta vez ella se encargó, por sus propias manos, de desquitarse. Sedujo a su violador, quien al parecer no se acordaba
de ella, y en la cama lo castró con unas tijeras.
Sabemos, porque nos lo cuenta Antonio, que Rosario
trabaja haciéndoles “trabajos” a los “duros”, pero ni él mismo sabe cuántos muertos lleva encima. Tampoco conoce su
edad, aunque podemos colegir que es joven. Desde niña, su
vida ha estado signada por el abandono, la falta de cuidado
y de protección. Igualmente, desde muy pequeña empezó
a exhibir conductas agresivas, violentas y desafiantes que la
llevaron, incluso, a lesionarle la cara a una profesora con
unas tijeras. Por este motivo fue expulsada del colegio y Rosario se fue de la casa. Tenía once años.
Así, Antonio nos ofrece algunos elementos que ayudan
a aproximarnos a la psicopatología de Rosario. Su papel de
confidente y amigo incondicional nos da acceso a una parte
160
12 personajes en busca de psiquiatra
de la vida de Rosario, pero hay una que permanece oculta,
la que ella no le cuenta a Antonio, y otra que solo comparte
con Emilio su novio: la sexual.
Para acercarme a Rosario, evitaré, hasta donde pueda,
caer atrapada en el relato de Antonio, desprovisto de cualquier objetividad.
El primer rasgo de la personalidad de Rosario que me
llama la atención es el arrojo y la indiferencia que exhibía
después de cometer sus crímenes. A pesar de ser una mujer
con una historia marcada por los traumas, las carencias y la
ausencia de figuras ejemplarizantes significativas, es difícil
comprender la racionalidad de sus actos. La falta de sentimiento cuando acaba de matar a sus víctimas es sorprendente. Una noche, tras matar a un hombre en el baño de
una discoteca, dijo con frialdad: “Vámonos, ya me aburrí”
(Franco, ibídem, p. 46). Cogió su bolso, se pintó los labios
y se fue, como si lo que hubiese pasado minutos antes fuera
una trivialidad. Con razón, Antonio decía que Rosario, en
vez de ser la caperucita del cuento que regresa feliz con su
abuelita, ella se comía al lobo, a la abuelita y al cazador; era
la Blancanieves que masacraba a los enanitos.
Otro detalle que llama la atención es el placer que experimenta cuando relata las atrocidades de sus historias,
la forma morbosa como le pregunta a Antonio acerca de
lo que se rumora de ella. Da la impresión de que disfruta
cuando escucha lo que la gente dice sobre los muertos que
lleva a sus espaldas, que es hombre en vez de mujer, que tiene testículos; es como si el personaje de Rosario se hubiera
convertido en un mito urbano y ella se complaciera con el
imaginario construido en torno suyo.
Había períodos indeterminados durante los cuales Rosario se perdía, probablemente para cumplir las misiones que
le encomendaban sus jefes. Nadie sabía exactamente lo que
hacía. Luego reaparecía como si nunca se hubiera ausentado
La vida extrema de Rosario Tijeras
161
y comenzaba a comer compulsivamente, a ganar peso, aunque presiente Antonio que “su gordura postcrimen está más
relacionada con el miedo que con la tristeza por la pérdida”
(Franco, ibídem, p. 86). Comer ávidamente era, en todo
caso, una señal de que en algo sospechoso había estado.
Para Rosario el peligro, los cementerios, la muerte eran
estímulos excitantes. “La guerra era el éxtasis, la realización
de un sueño, la detonación de los instintos” (Franco, ibídem, p. 52). Su vida estaba hecha de emociones extremas.
Uno de estos excesos se reflejaba en el uso que hacía de las
drogas. Tenía épocas en las que se encerraba a consumir en
compañía de su novio y de su amigo, y podía pasar días sin
comer y sin dormir. No era necesario que estuviera bajo el
efecto de la droga para actuar con hostilidad e irascibilidad
y reaccionar desaforadamente frente a situaciones insignificantes, pero era una realidad que en los periodos de abstinencia se descontrolaba y se tornaba más intolerante.
Rosario es una sicaria y, como tal, su conciencia de la
vida es fugaz; mezcla lo religioso con el crimen, pero solo
en función de lograr su cometido, como un amuleto de
buena suerte. No hay nada de espiritual ni de trascendencia en el ritual de sus escapularios. No tiene dimensión del
valor de la vida, y el acceso a las cosas materiales prima sobre otros aspectos, incluso sobre la vida misma. Las razones
para actuar así no se pueden explicar suficientemente por
la rabia. No todos los que han sido víctimas se defienden o
se vengan de esta manera tan cruel y sin el menor remordimiento. La noche de la discoteca, cuando Antonio le preguntó, aterrado, por qué había matado a ese hombre, ella
le contestó: “Porque todo el que me faltonea las paga así”
(Franco, ibídem, p. 46). Ella se venga de la propia vida. Sin
embargo, hay relatos de Antonio en los que aparece una
Rosario frágil, romántica, la chica que canta y recita poemas de amor, ingenua, necesitada de ser amada y querida.
162
12 personajes en busca de psiquiatra
Momentos de verdadero dolor, como cuando enterró a su
hermano, Johnefe, y a uno de sus primeros amores, Ferney,
ambos miembros del mismo clan y ambos asesinados.
Rosario Tijeras es capaz de generar todo tipo de sentimientos encontrados: rabia, compasión, comprensión,
rechazo. Nada de grises. Y sin embargo, sigue siendo una
pintura abstracta, un enigma hecho de contradicciones.
Antonio le preguntaba dónde había estado, y ella respondía
como algo natural: “Por ahí, acabando con medio mundo”. Pero otras veces abría las compuertas de su corazón, y
entonces le confesaba: “No es culpa mía, cómo les dijera,
es como algo muy fuerte, más fuerte que yo y que me obliga
a hacer cosas que yo no quiero” (Franco, ibídem, p. 178).
Un análisis psicopatológico
Una cosa es leer desde la perspectiva desprevenida de
un lector cualquiera, emitir juicios y condenar al personaje
como una sicaria más; y otra es hacer un análisis psicopatológico en virtud de intentar comprenderla y ayudarla. Para
tal fin, necesito integrar los rasgos de su temperamento
con el influjo psicosocial que la afecta. En otras palabras,
mirar su biografía en el entorno sociocultural en el que se
ha desarrollado.
Poco sabemos de los antecedentes de la familia, solo aparecen la figura materna y la de su hermano Johnefe. No
hay datos e historia de otros familiares. Así que cualquier
interpretación del comportamiento de Rosario debe basarse en los datos que ofrecen tanto Antonio, como la realidad sociocultural que conocemos no solo por la novela. Y,
claro, en las apreciaciones y la experiencia adquirida como
psiquiatra desde la perspectiva clínica y vivencial.
En primer lugar, es necesario comprender, desde el
punto de vista del género, el papel que juega Rosario como
La vida extrema de Rosario Tijeras
163
mujer y las circunstancias que la llevan a actuar y meterse en un mundo que tradicionalmente ha sido patrimonio
de los hombres. En principio, Rosario es una víctima más
del maltrato y el abuso sexual que sufren las mujeres en el
duro contexto de las comunas y, en general, en todas las
situaciones de pobreza. Su existencia estuvo atravesada por
carencias y ausencias desde lo afectivo hasta lo material. Es
significativo que Rosario, a diferencia de los sicarios hombres, no haya tenido un vínculo fuerte con su madre. Probablemente esa gran distancia tiene raíces en la negligencia
de su progenitora (una mujer con múltiples compañeros
sexuales, cuyos hijos fueron el resultado de diferentes uniones) frente a la violación de Rosario por uno de sus compañeros ocasionales. Cuando Johnefe le contó lo sucedido, la respuesta de doña Ruby fue la menos esperada: “Esos
son cuentos de la niña que ya tiene imaginación de grande”
(Franco, ibídem, p. 20). Su padre se fue cuando ella nació,
así que el rol parental lo asumió su hermano, quien finalmente se constituyó en su figura de identificación. Por lo
tanto, su mundo estaba rodeado más de hombres que de
mujeres, y los hombres con quienes tenía mayor contacto
eran sicarios como su hermano.
En segundo lugar, la pobreza, la falta de un lugar y de
una identidad, explican de alguna manera la búsqueda que
tiene Rosario de reconocimiento, de hacerse sentir y de
ser respetada por cualquier medio. “A Rosario la vida no
le dejó pasar ni una, por eso se defendió tanto, creando a
su alrededor un cerco de bala y tijera, de sexo y castigo, de
placer y dolor” (Franco, ibídem, p. 15).
Rosario fue una protagonista más de lo que vivió Medellín en los años ochenta, época durante la cual el narcotráfico y la violencia marcaron la historia de la ciudad.
Como muchos otros jóvenes sin oportunidades ni acceso a
los derechos elementales y servicios (no sabemos qué grado
164
12 personajes en busca de psiquiatra
de escolaridad alcanzó), creció con grandes vacíos económicos y afectivos, y finalmente vio en el narcotráfico una
oportunidad de reconocimiento y ascenso social.
La impulsividad fue un rasgo de su personalidad. Era explosiva, intolerante y primaria a la hora de tomar decisiones. No tenía filtro para expresar sus emociones. Cometió
muchos asesinatos, consumió mucha droga, fue cómplice
de los hombres más perversos de su época, pero también
amó, lloro y sufrió por su pasado, protestó por las inequidades sociales a su manera, y fue consciente de la indiferencia con la cual la vida la trató. No obstante, el camino que
eligió para defenderse fue más cruel que su propia vida: fue
infeliz e hizo infeliz a muchos, y se encontró infinitamente
sola al morir y sin nada que realmente le perteneciera.
El diagnóstico sobre Rosario
Al reunir todos estos elementos, mi diagnóstico para Rosario Tijeras es: trastorno de personalidad antisocial (TPA).
La personalidad se refiere a las características únicas y singulares del comportamiento de un individuo; es decir, las
características más o menos consistentes y duraderas en
el tiempo que lo distinguen de los demás y que lo llevan
a relacionarse con el entorno. Es un todo integrado, con
componentes biológicos, psicológicos y sociales innatos y
aprendidos. El problema surge cuando este patrón de funcionamiento se torna fijo, inflexible, persistente y desadaptativo. Es decir, rígido: no se modifica para adaptarse a las
circunstancias, provocando significativo deterioro social,
laboral o de otras áreas importantes de la actividad del individuo. Aparece entonces el trastorno de la personalidad.1
1. López Miguel, M.J. y Núñez Gaitán, Carmen. “Psicopatía versus trastorno antisocial de la personalidad”, en Revista Española de Investigación Criminológica. Artículo
1, número 7. Sevilla, 2009.
La vida extrema de Rosario Tijeras
165
Existen varios trastornos de la personalidad descritos en
la literatura científica, los cuales han sido definidos mediante la observación del comportamiento de los individuos
a través de sus vidas. El trastorno de la personalidad antisocial se caracteriza por “un patrón general de desprecio y
violación de los derechos de los demás, que comienza en la
infancia o el principio de la adolescencia y continúa en la
edad adulta”.2
Las personas con TPA son extrovertidas e inestables emocionalmente y se caracterizan por su hostilidad, su rebeldía
social y la ausencia de conductas emocionales de miedo ante
el castigo y las situaciones arriesgadas. Suelen ser buscadores de sensaciones, no aprenden el valor de la gratificación demorada, tienden a la impulsividad, a la búsqueda
de satisfacción y placer sin considerar las consecuencias de
sus acciones.3 Estos individuos también se caracterizan por
la falta de remordimiento o culpa. Suelen vivir solos, les
es difícil adaptarse al trabajo en equipo, son incapaces de
mantener un trabajo estable o permanecer en un mismo
lugar. Tienen antecedentes de dificultad para adaptarse a
la norma como también transgredirla desde la infancia o
principios de la adolescencia.4
También se relaciona el TPA con la exagerada exaltación
de la propia personalidad. Su hedonismo se evidencia en
la ausencia de metas a largo plazo, viven en función del
presente. Otro aspecto relevante es que suelen atribuir los
acontecimientos que les suceden como resultado de fuerzas
ajenas o externas a ellos mismos, y que estas actúan inde2. Millon, T.; Meagher, S.; Ramnath, R.; Millon, C. Trastornos de la personalidad en
la vida moderna. Editorial Masson, segunda edición. Barcelona, 2006
3. Corral, P. “Trastorno antisocial de la personalidad”, en E. Echeburúa (ed.),
Personalidades violentas. Págs. 57-66. Ediciones Pirámide. Madrid, 1996.
4. Kendall T; tyrer P; connor D. “Guidelines borderline and antisocial personality disorders: summary of NICE guidance”. BMJ 2009; 338:b93.
166
12 personajes en busca de psiquiatra
pendientemente de sus actos,5 lo cual los lleva a pensar que
lo que les pasa no es su responsabilidad.
Todos estos rasgos están marcados en la personalidad y la
manera de actuar de Rosario, unos más sobresalientes que
otros. Pero en todo caso, permanecen estables a lo largo de
su vida y sin que ella, como se lo reconoció a Antonio, pudiera hacer mucho por evitarlo.
Un tratamiento probable
Así las cosas, si Rosario hubiese tocado a mi puerta en
busca de ayuda psiquiátrica, indudablemente tendría que
trabajar con ella tratando de lograr, primero que todo, un
acercamiento empático, tan difícil en esta clase de pacientes. La aproximación se facilitaría si hago un abordaje desde
la perspectiva de género, es decir, intentando interpretar
sus realidades no sólo como ser social sino como mujer en
el sentido integral de la palabra.
La historia de vida de Rosario ofrece una gran cantidad
de elementos que se constituyen en factores de riesgo para
cualquier persona. Los hechos ocurridos en su vida desde temprana edad son un caldo de cultivo para diferentes
trastornos mentales; no solo una personalidad patológica,
también trastornos depresivos, ansiedad, adicciones y comportamientos de riesgo de toda índole.
Es probable que la historia de Rosario hubiese sido diferente si tempranamente hubiera recibido atención, si por
lo menos hubiera tenido una figura parental sustituta adecuada, de la cual recibir apoyo y protección en una situación tan crítica como la de ella, indefensa y desprovista del
5. Herrero, Óscar; Ordóñez, Francisco; Salas, Aránzazu; Colom, Roberto.
“Adolescencia y comportamiento antisocial”, en Psicothema 2002. Vol. 14, número 2, págs. 340-343.
La vida extrema de Rosario Tijeras
167
cuidado de sus padres. Igualmente, la intervención de un
psiquiatra de niños y adolescentes podría haber ayudado a
contener la angustia, movilizar recursos para su protección
y ofrecer un acompañamiento contingente. Pero nada de lo
que hubiese mitigado un poco su crítica situación, ocurrió.
Volviendo a la realidad, es claro que la ayuda psiquiátrica es solo una parte del engranaje. La inversión social,
acompañada de unas políticas acordes con las necesidades
sentidas de la población más vulnerable, es indispensable.
Rosario, ya como adulta joven, podría beneficiarse de un
tratamiento integral, farmacológico y psicoterapéutico, y de
un programa de rehabilitación y reinserción social. Dada
su adicción a las drogas, habría necesitado someterse a un
tratamiento intrahospitalario, en el cual no solo se trabajaría su adicción sino otros aspectos y problemas de su esfera mental. Habría recibido el apoyo tanto individual como
grupal. Y compartiría con pacientes con otras historias de
vida pero con algo en común: la enfermedad mental.
Rosario Tijeras es la representación de una realidad
vigente con la cual convivimos pero que muchas veces no
vemos. Su vida sigue latente en cada una de las mujeres
que afrontan inequidades, exclusión social y falta de oportunidades para acceder a una vida más digna y gozar de
sus derechos.
10
Pobre viejecita!
!
Sobre los padecimientos mentales de la protagonista del
celebérrimo poema infantil de Rafael Pombo.
Noemí Sastoque Parisier
Con intervención de Fernando Gómez Garzón
NOEMÍ SASTOQUE PARISIER es médica de la Universidad Javeriana, y psiquiatra de la Universidad del Rosario. Actualmente trabaja como jefe del Servicio
de Salud Mental del Hospital Simón Bolívar, en Bogotá.
¿De qué puede sufrir la pobre viejecita del poema de Rafael Pombo, si tiene todo
lo que necesita? He aquí la respuesta. El análisis psiquiátrico fue realizado por la
doctora Noemí Sastoque. La versión en rima, que no pretende ser una obra de arte,
ni mucho menos, sino jugar con el ritmo de las cuitas de la pobre viejecita, es de
Fernando Gómez Garzón, editor de este libro.
La pobre viejecita, del poeta colombiano Rafael Pombo (1833-1912), apareció por primera vez en una colección de doce cuadernos titulada Cuentos pintados para niños (Nueva York, 1867).
Advertencia
El poema original, reproducido en cursivas, fue tomado de la edición abajo mencionada. Los fragmentos
textuales utilizados en el análisis en verso se reproducen
en la misma tipografía.
•• POMBO, Rafael. “La pobre viejecita”, en Cuentos pin-
tados, pág. 5. Biblioteca Virtual Biblioteca Luis Ángel
Arango. www.banrepcultural.org/blaavirtual/pombo
Cuadro clínico Pese a que bienes y criados abundan en su hogar, la paciente se queja de grandes carencias y soledad. También afirma
que encuentra a una persona distinta de sí misma cuando está
frente al espejo. La información es insuficiente. Se especula
una depresión o una demencia.
La pobre viejecita
(Rafael Pombo)
Érase una viejecita
Sin nadita qué comer
Sino carnes, frutas, dulces,
Tortas, huevos, pan y pez.
Nunca tuvo en qué sentarse
Sino sillas y sofás
Con banquitos y cojines
Y resorte al espaldar.
Bebía caldo, chocolate,
Leche, vino, té y café,
Y la pobre no encontraba
Qué comer ni qué beber.
Ni otra cama que una grande
Más dorada que un altar,
Con colchón de blanda pluma,
Mucha seda y mucho olán.
Y esta vieja no tenía
Ni un ranchito en qué vivir
Fuéra de una casa grande
Con su huerta y su jardín.
Y esta pobre viejecita
Cada año, hasta su fin,
Tuvo un año más de vieja
Y uno menos qué vivir.
Nadie, nadie la cuidaba
Sino Andrés y Juan y Gil
Y ocho criados y dos pajes
De librea y corbatín.
Y al mirarse en el espejo
La espantaba siempre allí
Otra vieja de antiparras,
Papalina y peluquín.
174
12 personajes en busca de psiquiatra
Y esta pobre viejecita
No tenía qué vestir
Sino trajes de mil cortes
Y de telas mil y mil.
Se murió de mal de arrugas,
Ya encorvada como un 3,
Y jamás volvió a quejarse
Ni de hambre ni de sed.
Y a no ser por sus zapatos,
Chanclas, botas y escarpín,
Descalcita por el suelo
Anduviera la infeliz.
Y esta pobre viejecita
Al morir no dejó más
Que onzas, joyas, tierras, casas,
Ocho gatos y un turpial.
Apetito nunca tuvo
Acabando de comer,
Ni gozó salud completa
Cuando no se hallaba bien.
Duerma en paz, y Dios permita
Que logremos disfrutar
Las pobrezas de esa pobre
Y morir del mismo mal.
¡P
obre viejecita!
Toda llenita de todo, se lleva de su parecer:
que no tiene quién le ayude, ni quién le dé
de comer;
que no tiene qué ponerse, ni agüita para beber;
que no tiene en qué sentarse, ni cama para caer;
no obstante teniendo todo de lo que dice carecer.
Señora tan quejumbrosa, ¡perfecta para un psiquiatra!
Ante tanto sufrimiento pocos la darían de alta.
¿De qué sufrirá la pobre, que nada la satisface?
Socavemos en su alma a buscar un desenlace.
Que son ideas de ruina, o bien de minusvalía;
que tal vez es la memoria, de la que menos se fía.
¿Qué tendrá la pobre vieja, que ni el espejo la encuentra?
Ni a sí misma se conoce cuando a su imagen se enfrenta.
Pobre viejecita!
!
Para diagnóstico noble con pocos datos contamos.
Atengámonos al texto y de salud nos curamos.
Que vivió sola parece, y que tuvo muchos años,
posiblemente soltera, sin familia y sin rebaños.
Sus pertenencias sugieren, o así nos da la impresión,
que su clase era muy alta y que tuvo educación.
De su historia no sabemos, ni antecedentes sumarios,
ni los síntomas en orden, solo que no son precarios.
¿Cuándo se presentaron, en su primera ocasión?
Nada nos dice el poema que nos dé satisfacción.
¿Sus empleados la trataban con especial atención,
o más bien se aprovechaban de su consideración?
Nada de eso tenemos, ni siquiera si a su edad
tenía registros antiguos de cualquier enfermedad.
¿Jarabes o medicinas que hubiese podido tomar?
No nos queda más remedio que empezar a especular.
Esta pobre viejecita ¿qué sufriría de especial?
La respuesta es solo una: diagnóstico diferencial:
un trastorno depresivo, de ese que llaman mayor,
o una demencia severa, por ser persona mayor.
Del trastorno depresivo, síntomas hay que añadir:
que se irrita en ocasiones, que se aburre hasta el hastío,
que triste vive y se siente, y que se muere de frío.
Mas si nos sirve de guía, no hay nada de eso en el texto;
en cambio sí las ideas de crucial minusvalía:
que de comer no tenía, ni una silla en qué sentarse,
ni vestidos ni zapatos, ni cama para acostarse.
175
176
12 personajes en busca de psiquiatra
Y se quejaba con ansia de no tener casi nada,
cuando su vida era simple: se sumía en la abundancia.
Hay otra idea evidente que le vino con la edad:
insistir, sin que sea cierto, que vivía en soledad:
Nadie, nadie la cuidaba
Sino Andrés y Juan y Gil
Y ocho criados y dos pajes
De librea y corbatín.
Veamos qué más sucede cuando existe depresión:
un aparente descuido, y casi ninguna ambición
por vestirse ni bañarse, ni disfrute personal
de moverse de la cama, ni de cambiar de canal.
También se nota en el cuerpo, con mareos y dolores,
en la espalda y la cabeza, en la nuca y los talones.
Y qué decir de la náusea, y del estómago duro,
la gastritis recurrente que dobla los cinturones.
Es una simple pereza que se vuelve radical
no querer ni que aparezca la visita parental.
Es un encierro absoluto en la casa y en la mente
que amenaza con el luto aun en gente decente.
La depresión en viejitos puede cambiar de apariencia.
Como falla la memoria, se confunde con demencia.
Andan todos iracundos, a veces sin advertirlo.
Sus hábitos van cambiando, y no pueden ni decirlo.
No saben lo que les pasa, la angustia los compromete,
les hace falta que llegue un psiquiatra y los alerte.
Parece una tontería, una tristeza ligera,
pero el riesgo no se aplaca con actitud lisonjera.
Pobre viejecita!
177
!
Es más frecuente en mujeres,
mas hombres también sucumben.
Pensionados, sin trabajo, enfermos con graves casos
la congoja los empuja a pensar en malos pasos:
dejar el mundo a la fuerza con muchísima oquedad
sobre todo al ir dejando pasar la tercera edad.
Aunque es un mal muy frecuente que causa mucho dolor,
detectarlo es todo un reto, pues es más bien interior.
Los médicos se distraen en molestias generales,
y los pacientes por seguirlos se vuelven más coloquiales.
Y así van de tumbo en tumbo hasta tener la impresión
de que el largo maleficio es más bien de depresión.
La familia se comporta con similar deferencia:
minimizan la conducta con especial indulgencia.
Se lo achacan a la edad, a los cambios naturales,
a los síntomas de marras y no a los emocionales.
Grave cosa pues se advierte que un paciente deprimido
escoge mejor la muerte al no saberse asistido.
¿Pudo nuestra viejecita morirse de la tristeza?
Lejos estamos nosotros de tener total certeza.
Apenas hay ciertos rasgos para ofrecerle clemencia.
Si no es depresión, entonces, ¿cuál puede ser la ocurrencia?
Si la duda nos envuelve, puede también ser demencia.
Cuadro común ya observamos, lo dice bien nuestra historia:
no recuerda que ha comido, fue perdiendo la memoria,
olvida lo más reciente, y las tareas que tiene.
Va borrando de la mente la pulcritud y la higiene,
no trae a cuenta su hoy, solo su ayer más fecundo.
Pobre nuestra viejecita, ya no recuerda su mundo.
178
12 personajes en busca de psiquiatra
Ya no sabe lo que tiene, ni lo que gusta cenar,
ni la gente que la cuida, ni lo que quiere ostentar.
Puede que no reconozca a sus personas cercanas
o que a los desconocidos los salude con más ganas;
puede que ya ni su imagen observe en el azulejo
y que una extraña la mire cuando se ve en el espejo.
Si no creen, es preciso que vuelvan sobre el poema,
y al leer este estribillo resolverán el dilema:
Y al mirarse en el espejo
La espantaba siempre allí
Otra vieja de antiparras,
Papalina y peluquín.
Puede que suene gracioso, pero no es tan divertido.
Los pacientes con demencia no saben si ya se han ido
o si han vuelto y los esperan, o si el deber han cumplido.
Confunden llave con lápiz, tenedores con cuchillos.
No saben abotonarse, vestirse no es ya sencillo.
Cruzan la calle y se pierden, no recuerdan el hogar,
se angustian de mala forma si los cambian de lugar.
Pueden tornarse agresivos y pelear por cualquier cosa,
y también ponerse tristes con lágrima empalagosa,
reclamando por el hambre a la que ahora están sometidos
por no recordar que comen a su hora muy cumplidos.
¡Que los tienen secuestrados! ¡Que no los dejan salir!
Todo eso los angustia por no poder colegir.
Progresiva es la demencia, y si al comienzo es sutil
es muy raro percibirla por ser muy poco febril.
Va calando poco a poco, y si el vacío no asoma
es porque a todos parece que se trata de una broma.
Lúcidos y perceptivos, simulan que están radiantes,
y así muy pocos les creen, los miran como a tunantes.
Pobre viejecita!
179
!
Los pacientes, sin embargo, van olvidando perplejos
desde las mínimas cosas hasta recuerdos complejos.
“Se acuerda si le conviene”, suelen recriminarles
sin saber que es un anuncio de problemas más cruciales.
Olvidan cerrar las llaves, del gas o del acueducto,
no pueden dejarlos solos, sería un total exabrupto.
Y así es que caen en la cuenta, los familiares y amigos,
que la demencia ha llegado, no hay que poner crucifijos.
Ideas la viejecita, las ha tenido anormales.
Es la demencia, insistimos, no por ser más racionales.
De ruina, como se ha dicho, son ideas delirantes
de haberlo perdido todo, en eso ha sido constante:
Érase una viejecita
Sin nadita qué comer
Sino carnes, frutas, dulces,
Tortas, huevos, pan y pez.
Los versos son claros, sencillos, se queja entre tanta plata.
Parece que no tuviera más razones que dar lata:
Y esta vieja no tenía
Ni un ranchito en qué vivir
Fuéra de una casa grande
Con su huerta y su jardín.
La demencia ha progresado, hasta postrar al enfermo.
No entiende lo que le dicen, la comida es un infierno.
Es necesaria una sonda, pues no saben digerir,
y hasta la ropa les ponen, pues no se pueden vestir.
180
12 personajes en busca de psiquiatra
De adulto parece un niño, y ya el niño es un bebé.
No le responde su cuerpo, la tienen que mantener.
La vida se le está yendo sin que la pueda vivir,
la mente se queda en blanco, lo que le resta es morir.
Son diagnósticos probables, de la pobre viejecita.
Faltarían muchas pruebas, y que acudiera a la cita.
Exámenes de cerebro, niveles de vitaminas
y un estudio detallado para medir la insulina.
Del tratamiento, ni hablemos: aquí las pastillas sobran.
Lo que requiere la vieja para frenar la zozobra
es que la quieran de veras, y que se dejen de vainas,
consentirla con afecto y alegrarla con dulzainas.
Para tener lo que tiene y quejarse de la ruina
es mejor estar atentos a manejar su infantina,
y paliarle sus dolores, los del alma y los del cuerpo,
con abrigos y caricias hasta que llegue su tiempo.
Esta pobre viejecita, la del poema ancestral,
más allá de la ironía nos puso a reflexionar
que si es depre o es demencia, la discusión es total.
Duerma en paz y Dios permita no morir del mismo mal.
Fernando Gómez Garzón
Editor
Desde su creación en 1849, Pfizer ha trabajado
por mejorar la calidad de vida de las personas.
Somos una compañía que aplica la ciencia y sus
recursos globales a favor de la salud y el bienestar
en todas las edades. Luchamos por establecer
estándares de calidad y seguridad en el descubrimiento, el desarrollo y la producción de
medicamentos. Nuestro diversificado portafolio
incluye medicamentos biológicos, pequeñas
moléculas y productos de consumo.
Los colegas de Pfizer trabajamos día a día en
mercados desarrollados y emergentes para
avanzar en la prevención, el tratamiento y la cura
de las más temidas enfermedades de nuestro
tiempo. Fieles a nuestra responsabilidad como la
compañía biofarmacéutica más importante del
mundo, también colaboramos con los profesionales de la salud, los gobiernos y las comunidades locales para generar acceso a programas
integrales de salud que sean socialmente responsables y económicamente viables.
Pfizer ha estado presente en Colombia desde
1953. Gracias a su investigación y desarrollo en
el ámbito de la salud mental, hoy es uno de los
laboratorios líderes en soluciones para el
tratamiento de la depresión en el país.
César Augusto Arango-Dávila · Rodrigo Córdoba · Silvia L. Gaviria Arbeláez
Pedro G. Guerrero G. · Francisco Lopera R. · Mario Alberto Peña García
David A. Pineda Salazar · Noemí Sastoque Parisier · Jorge Téllez Vargas
Camilo Umaña Valdivieso
Editor: Fernando Gómez Garzón
Fernando Gómez Garzón nació en Bogotá en
1967. Es periodista con amplia experiencia en la
redacción y edición de textos. Fue editor cultural
de la revista Semana entre 1991 y 1995, y subeditor
general de esta misma publicación entre 1995 y
1999, con especial énfasis en los temas de salud,
gente, vida moderna y cultura. Las mismas áreas
estuvieron bajo su responsabilidad durante 1999 y
2008, cuando trabajó como subeditor general del
semanario Cambio. Actualmente se desempeña
como jefe de redacción de la revista Cromos.
Durante su trayectoria ha sido autor de varios
artículos relacionados con la cultura y la salud. En
1993 fue finalista del concurso de cuento Carlos
Castro Saavedra. En 1994 recibió el Premio
Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la
categoría de mejor artículo cultural en prensa,
por el texto “Queremos tanto a Julio”, sobre el
escritor argentino Julio Cortázar. En 2003
publicó, en compañía de Alejandra Balcázar, el
libro La horrible noche, la fuga de Pablo Escobar, sobre los
acontecimientos que desembocaron en la fuga del
jefe del Cartel de Medellín de la cárcel de
Envigado.
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Fernando Gómez Garzón
Editor
Desde su creación en 1849, Pfizer ha trabajado
por mejorar la calidad de vida de las personas.
Somos una compañía que aplica la ciencia y sus
recursos globales a favor de la salud y el bienestar
en todas las edades. Luchamos por establecer
estándares de calidad y seguridad en el descubrimiento, el desarrollo y la producción de
medicamentos. Nuestro diversificado portafolio
incluye medicamentos biológicos, pequeñas
moléculas y productos de consumo.
Los colegas de Pfizer trabajamos día a día en
mercados desarrollados y emergentes para
avanzar en la prevención, el tratamiento y la cura
de las más temidas enfermedades de nuestro
tiempo. Fieles a nuestra responsabilidad como la
compañía biofarmacéutica más importante del
mundo, también colaboramos con los profesionales de la salud, los gobiernos y las comunidades locales para generar acceso a programas
integrales de salud que sean socialmente responsables y económicamente viables.
Pfizer ha estado presente en Colombia desde
1953. Gracias a su investigación y desarrollo en
el ámbito de la salud mental, hoy es uno de los
laboratorios líderes en soluciones para el
tratamiento de la depresión en el país.
César Augusto Arango-Dávila · Rodrigo Córdoba · Silvia L. Gaviria Arbeláez
Pedro G. Guerrero G. · Francisco Lopera R. · Mario Alberto Peña García
David A. Pineda Salazar · Noemí Sastoque Parisier · Jorge Téllez Vargas
Camilo Umaña Valdivieso
Editor: Fernando Gómez Garzón
Fernando Gómez Garzón nació en Bogotá en
1967. Es periodista con amplia experiencia en la
redacción y edición de textos. Fue editor cultural
de la revista Semana entre 1991 y 1995, y subeditor
general de esta misma publicación entre 1995 y
1999, con especial énfasis en los temas de salud,
gente, vida moderna y cultura. Las mismas áreas
estuvieron bajo su responsabilidad durante 1999 y
2008, cuando trabajó como subeditor general del
semanario Cambio. Actualmente se desempeña
como jefe de redacción de la revista Cromos.
Durante su trayectoria ha sido autor de varios
artículos relacionados con la cultura y la salud. En
1993 fue finalista del concurso de cuento Carlos
Castro Saavedra. En 1994 recibió el Premio
Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la
categoría de mejor artículo cultural en prensa,
por el texto “Queremos tanto a Julio”, sobre el
escritor argentino Julio Cortázar. En 2003
publicó, en compañía de Alejandra Balcázar, el
libro La horrible noche, la fuga de Pablo Escobar, sobre los
acontecimientos que desembocaron en la fuga del
jefe del Cartel de Medellín de la cárcel de
Envigado.
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