Fernando Gómez Garzón Editor Desde su creación en 1849, Pfizer ha trabajado por mejorar la calidad de vida de las personas. Somos una compañía que aplica la ciencia y sus recursos globales a favor de la salud y el bienestar en todas las edades. Luchamos por establecer estándares de calidad y seguridad en el descubrimiento, el desarrollo y la producción de medicamentos. Nuestro diversificado portafolio incluye medicamentos biológicos, pequeñas moléculas y productos de consumo. Los colegas de Pfizer trabajamos día a día en mercados desarrollados y emergentes para avanzar en la prevención, el tratamiento y la cura de las más temidas enfermedades de nuestro tiempo. Fieles a nuestra responsabilidad como la compañía biofarmacéutica más importante del mundo, también colaboramos con los profesionales de la salud, los gobiernos y las comunidades locales para generar acceso a programas integrales de salud que sean socialmente responsables y económicamente viables. Pfizer ha estado presente en Colombia desde 1953. Gracias a su investigación y desarrollo en el ámbito de la salud mental, hoy es uno de los laboratorios líderes en soluciones para el tratamiento de la depresión en el país. César Augusto Arango-Dávila · Rodrigo Córdoba · Silvia L. Gaviria Arbeláez Pedro G. Guerrero G. · Francisco Lopera R. · Mario Alberto Peña García David A. Pineda Salazar · Noemí Sastoque Parisier · Jorge Téllez Vargas Camilo Umaña Valdivieso Editor: Fernando Gómez Garzón Fernando Gómez Garzón nació en Bogotá en 1967. Es periodista con amplia experiencia en la redacción y edición de textos. Fue editor cultural de la revista Semana entre 1991 y 1995, y subeditor general de esta misma publicación entre 1995 y 1999, con especial énfasis en los temas de salud, gente, vida moderna y cultura. Las mismas áreas estuvieron bajo su responsabilidad durante 1999 y 2008, cuando trabajó como subeditor general del semanario Cambio. Actualmente se desempeña como jefe de redacción de la revista Cromos. Durante su trayectoria ha sido autor de varios artículos relacionados con la cultura y la salud. En 1993 fue finalista del concurso de cuento Carlos Castro Saavedra. En 1994 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la categoría de mejor artículo cultural en prensa, por el texto “Queremos tanto a Julio”, sobre el escritor argentino Julio Cortázar. En 2003 publicó, en compañía de Alejandra Balcázar, el libro La horrible noche, la fuga de Pablo Escobar, sobre los acontecimientos que desembocaron en la fuga del jefe del Cartel de Medellín de la cárcel de Envigado. *** Fernando Gómez Garzón Editor Desde su creación en 1849, Pfizer ha trabajado por mejorar la calidad de vida de las personas. Somos una compañía que aplica la ciencia y sus recursos globales a favor de la salud y el bienestar en todas las edades. Luchamos por establecer estándares de calidad y seguridad en el descubrimiento, el desarrollo y la producción de medicamentos. Nuestro diversificado portafolio incluye medicamentos biológicos, pequeñas moléculas y productos de consumo. Los colegas de Pfizer trabajamos día a día en mercados desarrollados y emergentes para avanzar en la prevención, el tratamiento y la cura de las más temidas enfermedades de nuestro tiempo. Fieles a nuestra responsabilidad como la compañía biofarmacéutica más importante del mundo, también colaboramos con los profesionales de la salud, los gobiernos y las comunidades locales para generar acceso a programas integrales de salud que sean socialmente responsables y económicamente viables. Pfizer ha estado presente en Colombia desde 1953. Gracias a su investigación y desarrollo en el ámbito de la salud mental, hoy es uno de los laboratorios líderes en soluciones para el tratamiento de la depresión en el país. César Augusto Arango-Dávila · Rodrigo Córdoba · Silvia L. Gaviria Arbeláez Pedro G. Guerrero G. · Francisco Lopera R. · Mario Alberto Peña García David A. Pineda Salazar · Noemí Sastoque Parisier · Jorge Téllez Vargas Camilo Umaña Valdivieso Editor: Fernando Gómez Garzón Fernando Gómez Garzón nació en Bogotá en 1967. Es periodista con amplia experiencia en la redacción y edición de textos. Fue editor cultural de la revista Semana entre 1991 y 1995, y subeditor general de esta misma publicación entre 1995 y 1999, con especial énfasis en los temas de salud, gente, vida moderna y cultura. Las mismas áreas estuvieron bajo su responsabilidad durante 1999 y 2008, cuando trabajó como subeditor general del semanario Cambio. Actualmente se desempeña como jefe de redacción de la revista Cromos. Durante su trayectoria ha sido autor de varios artículos relacionados con la cultura y la salud. En 1993 fue finalista del concurso de cuento Carlos Castro Saavedra. En 1994 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la categoría de mejor artículo cultural en prensa, por el texto “Queremos tanto a Julio”, sobre el escritor argentino Julio Cortázar. En 2003 publicó, en compañía de Alejandra Balcázar, el libro La horrible noche, la fuga de Pablo Escobar, sobre los acontecimientos que desembocaron en la fuga del jefe del Cartel de Medellín de la cárcel de Envigado. *** 12 personajes en busca de psiquiatra © PFIZER S.A.S., 2012 Avenida Suba No. 95-66 Teléfono (571) 600 2300 Bogotá, Colombia www.pfizer.com.co Sylvia Varela Gerente General Constanza Zambrano Directora de Unidad de Negocio Cuidado Primario y Productos Establecidos María del Pilar Rojas Gerente de Producto Línea Sistema Nervioso Central [email protected] Carlos Dáguer Gerente de Comunicaciones [email protected] Agradecemos a María Bernarda Caicedo y Giovanna Matiz por su atenta lectura, acertadas correcciones y oportunos consejos. Las opiniones expresadas en esta publicación son de los autores y no necesariamente representan el criterio de Pfizer. ISBN: 978-958-57611-0-0 Diseño: www.scd.com.co 12 personajes en busca de psiquiatra 10 especialistas diagnostican a 12 protagonistas de la literatura colombiana. César Augusto Arango-Dávila Rodrigo Córdoba Silvia L. Gaviria Arbeláez Pedro G. Guerrero G. Francisco Lopera R. Mario Alberto Peña García David A. Pineda Salazar Noemí Sastoque Parisier Jorge Téllez Vargas Camilo Umaña Valdivieso Editor Fernando Gómez Garzón CONTENIDO Introducción | Sylvia Varela | Pág. 7 1. El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño | Perfil psicopatológico y clínico de José Arcadio Buendía, fundador de Macondo | César Augusto Arango-Dávila | Pág. 9 2. La pesadilla de Dios | Del trastorno disocial al trastorno antisocial de la personalidad: una explicación a partir de Alexis, personaje de La Virgen de los Sicarios | David A. Pineda Salazar | Pág. 29 3. Bolívar: dos hombres, un héroe | La mente del Libertador en la pluma de Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez y Evelio Rosero | Jorge Téllez Vargas | Pág. 53 4. El hijo de David | El duelo como eje central en la novela La luz difícil, de Tomás González | Camilo Umaña Valdivieso | Pág. 71 5. Florentino Ariza: Quijote y Don Juan | Una patobiografía del protagonista de El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez | Pedro G. Guerrero G. | Pág. 85 6. La vida en otra parte | Las euforias y las melancolías de Agustina Londoño, protagonista de la novela Delirio, de Laura Restrepo | Rodrigo Córdoba | Pág. 101 7. Del lado de allá | El síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple, visto a través del análisis psiquiátrico de Esteban, Jung y Paula, personajes de la novela El síndrome de Ulises, de Santiago Gamboa | Mario Alberto Peña García | Pág. 121 8. La enfermedad del olvido | Comentarios a la obra En la laguna más profunda, de Óscar Collazos | Francisco Lopera R. | Pág. 137 9. La vida extrema de Rosario Tijeras | Una aproximación a la psicopatología del personaje de la novela homónima de Jorge Franco | Silvia L. Gaviria Arbeláez | Pág. 153 10.¡Pobre viejecita! | Sobre los padecimientos mentales de la protagonista del celebérrimo poema infantil de Rafael Pombo | Noemí Sastoque Parisier (con intervención de Fernando Gómez Garzón) | Pág. 169 INTRODUCCIÓN E ntre tantas respuestas que se han dado a por qué leemos novelas, hay una especialmente pertinente para esta ocasión: porque nos permiten habitar en la piel de los otros, experimentar vidas ajenas y adentrarnos en mentes distintas a la nuestra. Las novelas son, por tanto, una forma de conocer el mundo, aun cuando suelan levantarse sobre los pilares de la ficción. Pero conocer no siempre significa comprender. A veces ni los mismos seres humanos, presuntos dueños de sus actos, entienden los juegos de su mente. Por eso exigimos explicaciones para todas esas euforias, nostalgias, ilusiones, culpas, cóleras y olvidos; reclamamos respuestas racionales para adaptarnos al mundo y prodigarnos una mejor calidad de vida. Este libro tiene, en consecuencia, un propósito educativo. Por iniciativa de Pfizer Colombia, un selecto grupo de psiquiatras y neurólogos han sido invitados a responder cómo, a la luz de nuestro tiempo, habrían diagnosticado y tratado a diversos personajes de las letras colombianas ante el improbable escenario de que tocaran las puertas de sus consultorios. Como resultado, los lectores navegarán por las mentes de estos seres nacidos de la ficción –o de la realidad pero convertidos en ficción– y la comprenderán gracias a la interpretación que los especialistas aventuran a partir de los elementos disponibles en las narraciones. Esta publicación no reemplaza la lectura de las creaciones literarias. Simplemente, toma unas pocas citas de referencia y las aborda de manera exclusiva desde la perspectiva de la salud mental. Ofrece un contexto básico, sí, pero abierta- mente invita a volver a los anaqueles de la biblioteca, tomar las obras y leerlas –o releerlas– desde una dimensión pocas veces explorada. Con 12 personajes en busca de psiquiatra también deseamos que los lectores adquieran las herramientas básicas para identificar los trastornos mentales, reconsideren sus juicios frente a quienes los padecen y conozcan los avances científicos para su tratamiento. Para cumplir con el propósito educativo que nos hemos trazado, todos los colombianos pueden descargar gratuitamente este libro, en formato digital, desde nuestra página web (www.pfizer.com.co). La lectura de estas páginas permitirá a las personas ajenas al ámbito de la psiquiatría y la neurología derribar una buena cantidad de mitos: este libro ratifica las bondades de la medicación pero también confirma que no es un destino ineludible; revela los beneficios indirectos de los trastornos mentales pero pone de manifiesto el alto grado de incapacidad y sufrimiento que acarrean para el paciente y quienes lo rodean; muestra la complejidad de la ciencia pero enseña que no es ajena al entretenimiento, la poesía y el humor. Todos los atributos de este proyecto no serían tales sin la apertura y generosidad de la nómina de psiquiatras y neurólogos de primer nivel que pusieron su saber al servicio de los lectores, y sin la orientación de un editor, Fernando Gómez Garzón, que en este libro amalgama lo mejor de una carrera profesional a caballo entre el periodismo científico y el cultural. A ellos y a los lectores de este libro, ¡gracias! Con su conocimiento, su esfuerzo y su tiempo contribuyen a hacer de nuestro lema una realidad: trabajar juntos por un mundo más saludable. Sylvia Varela | Gerente General Pfizer Colombia 1 El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño Perfil psicopatológico y clínico de José Arcadio Buendía, fundador de Macondo. César Augusto Arango-Dávila CÉSAR AUGUSTO ARANGO-DÁVILA (Sevilla, Colombia, 1963) es médico cirujano de la Universidad del Quindío, psiquiatra de la Universidad Javeriana de Colombia, magíster en Ciencias Básicas Médicas, y PhD en Neurociencias de la Universidad del Valle, con posdoctorado del Instituto Ramón y Cajal de España. Autor de varias decenas de artículos científicos, es jefe del Área de Psiquiatría y Psicología de la Fundación Valle del Lili, y docente de la Facultad de Medicina de la Universidad Icesi, en Cali. Aparte de dirigir varios proyectos de investigación en Ciencias Básicas, es miembro activo de varias asociaciones científicas, como la Asociación Colombiana de Psiquiatría, la Asociación Colombiana de Psiquiatría Biológica, y el Colegio Colombiano de Neurociencias. También es miembro del comité editorial de la Revista Colombiana de Psiquiatría y de la publicación Carta de la Salud de la Fundación Valle del Lili. Es tutor de varios estudiantes de maestría y doctorado en la línea de investigación de isquemia cerebral experimental. Conferencista nacional e internacional. Fue galardonado con el Premio Internacional en Ciencias de la Salud Juan Jacobo Muñoz de la Organización Sanitas Internacional, versiones 2008 y 2011, y ha obtenido otros reconocimientos como el Premio Psiquiatra Excelencia de la Asociación Colombiana de Psiquiatría Biológica 2005, el Premio SONA de la Sociedad Neuropsicológica de Antioquia 1999, y otros premios a los mejores artículos publicados en la Revista Colombiana de Psiquiatría y posters nacionales e internacionales. En este ensayo, el especialista analiza a José Arcadio Buendía, uno de los personajes principales de Cien años de soledad, célebre novela de Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927) publicada en 1967. Fundador de Macondo, José Arcadio es el artífice de la saga de los Buendía, la familia sobre la cual gira la narración. Advertencia Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se anotan los números de página correspondientes. •• GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel (GGM). Cien años de soledad. Edición conmemorativa. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española. Alfaguara, 2007. Cuadro clínico El paciente presenta una pérdida acelerada del contacto con la realidad. Su inicial emprendimiento ha desembocado en un cúmulo de iniciativas fantásticas, aunque de poca utilidad. Ha descuidado su aspecto personal y dedica poca atención a su esposa y a sus hijos. Sufre alucinaciones visuales y auditivas. Duerme poco, habla solo y, en ocasiones, en un lenguaje ininteligible. Por no saber qué más hacer con él, sus familiares lo han amarrado al árbol de castaño, en el patio de la casa. El diagnóstico es esquizofrenia. Se recomienda intervención psicoterapéutica y administración de antipsicóticos. E ntre los personajes de Cien años de soledad, pocos tan fascinantes para la psiquiatría como José Arcadio Buendía. Ese “poeta de la ciencia”, como el propio García Márquez bautizó a los alquimistas en sus reportajes sobre los países de la Cortina de Hierro, no solo fue el artífice de la estirpe de los Buendía que da vida al libro, sino el gran “patriarca juvenil” alrededor del cual se construyó la monumental historia de Macondo. Eso sí, al precio de su propia locura, que es la que analizaremos a continuación. Dotado de un entusiasmo y una imaginación desbordados, José Arcadio Buendía se echó al hombro la responsabilidad de fundar un pueblo; aunque más tarde, maravillado por la ciencia que le prodigaba a puchos el gitano Melquíades, se entregó a empresas imposibles motivado por intuiciones bárbaras que lo separaron poco a poco de la realidad hasta sumirlo en un mundo propio del que ya no volvería nunca. Quizás donde se percibe mejor ese tránsito es en el pasaje en el que José Arcadio Buendía nota cierto desvarío en el tiempo. Entró al taller de su hijo Aureliano, le preguntó qué día de la semana era, y este le respondió que era martes. Sin embargo, al advertir que el cielo, las paredes y las begonias eran las mismas de la víspera, insistió en que seguía 14 12 personajes en busca de psiquiatra siendo lunes. Como la sensación se repitió el miércoles, el jueves y el viernes, el personaje “no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes” (GGM, ibídem, p. 96). Esta es una de las manifestaciones frecuentes de un trastorno mental que implica la pérdida del contacto con la realidad. La vivencia angustiosa de extrañeza en la cual se percibe algo intangible, es, casi siempre, una señal de desrealización, un fenómeno relacionado con la desestructuración del yo que consiste en una “alteración de la percepción de la experiencia del mundo exterior del individuo, de forma que aquel se presenta como extraño o irreal”.1 La comprensión actual de la enfermedad mental permite inferir que la desrealización resulta de una perturbación química del cerebro, de tal manera que la percepción y la vivencia del sí mismo y del entorno se manifiestan como algo nuevo, como algo diferente, usualmente incomprensible, que obliga al individuo a examinar los objetos en una búsqueda engañosa de lo novedoso:2 “Pasó seis horas examinando las cosas, tratando de encontrar una diferencia con el aspecto que tuvieron el día anterior, pendiente de descubrir en ellas algún cambio que revelara el transcurso del tiempo” (GGM, ibídem, p. 96). De hecho, en estos padecimientos es posible encontrar una manifestación clínica denominada signo del espejo, en la cual la persona se ve en la necesidad de mirar permanentemente su reflejo para no perder la noción de sí misma. La desrealizacion, por constituirse en una vivencia de extrañeza, genera miedo, un miedo que adquiere gran intensidad hasta convertirse en lo que se conoce como una 1. American Psychiatric Association. Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM-IV-TR. 2004. 2. Arango-Dávila, César. “El cerebro: de la estructura y la función a la psicopatología”. Segunda parte: “La microestructura y el procesamiento de la información”, en Revista Colombiana de Psiquiatría, vol. XXXIII, núm. 1, 2004, pp. 126-154. El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño 15 ansiedad psicótica o ansiedad flotante. Esta experiencia, con características de aniquilación, de pérdida de la noción del sí mismo o de la noción del entorno, puede desencadenar severas alteraciones de la conducta, como las experimentadas por José Arcadio Buendía: Entonces agarró la tranca de una puerta y con la violencia salvaje de su fuerza descomunal destrozó hasta convertirlos en polvo los aparatos de alquimia, el gabinete de daguerrotipia, el taller de orfebrería, gritando como un endemoniado en un idioma altisonante y fluido pero completamente incomprensible. Se disponía a terminar con el resto de la casa cuando Aureliano pidió ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez hombres para tumbarlo, catorce para amarrarlo, veinte para arrastrarlo hasta el castaño del patio, donde lo dejaron atado, ladrando en lengua extraña y echando espumarajos verdes por la boca (GGM, ibídem, p. 96). Un destino inevitable Antes de expresar estas señales de locura, José Arcadio era un hombre emprendedor y obstinado. Sin embargo, ese emprendimiento y esa obstinación tuvieron un origen que explican muy bien sus síntomas. En su adultez joven, se casó con su prima Úrsula Iguarán. Pero su matrimonio no fue consumado por más de un año, por el temor a tener hijos con cola de cerdo. Dentro de los antecedentes familiares había existido un Buendía casado con una prima, de cuya unión nació un hijo con una cola “cartilaginosa y en forma de tirabuzón con una escobilla de pelos en la punta”, que “pasó la vida con pantalones englobados y flojos” y que a la edad de cuarenta y dos años murió desangrado cuando un carnicero amigo se la cortó de un tajo (GGM, ibídem, p. 30). Por esta razón, Úrsula se negó a consumar el matrimonio y usaba un pantalón de castidad. Los encuentros de la pareja se limitaban a forcejeos, y la gente comenzó a rumorar que ella seguía siendo virgen porque su esposo era impotente. En una riña de gallos, cuando el animal de José Arcadio Buendía le ganó al de Prudencio Aguilar, este le gritó ante 16 12 personajes en busca de psiquiatra todas las personas de la gallera: “Te felicito. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer” (GGM, ibídem, p. 31). José Arcadio se sintió profundamente ofendido, lo retó a duelo y varios minutos después le atravesó el cuello con una lanza. Esta muerte fue interpretada como un duelo de honor. Sin embargo, dejó en José Arcadio Buendía y en Úrsula Iguarán un remordimiento que los obligó a emigrar del pueblo con un grupo de seguidores. Al no encontrar la ruta del mar, tras haber pasado la noche al lado de un río, José Arcadio suspendió la travesía influenciado por un sueño. “Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea” (GGM, ibídem, p. 35). No era otra que Macondo. En este relato hay varios aspectos que afectaron de forma importante las condiciones psicológicas de José Arcadio Buendía: 1. La experiencia de ver vulnerada su sexualidad y la noción de su masculinidad. Ante la negativa de su esposa, requirió reprimir durante mucho tiempo su pulsión genital, su necesidad de copulación. Es significativo que el arma utilizada por José Arcadio para matar a su agraviador haya sido precisamente una lanza, referente fálico que le clavó de forma certera y contundente, para después, esa misma noche, blandiendo la misma lanza, obligar a su mujer a no ponerse el pantalón de castidad y copular agresivamente con ella. Queda así establecido un complejo de sexualidad y muerte, muerte y copulación, descarga agresiva y descarga sexual, penetración a un hombre para penetrar a una mujer. Distorsión para siempre de la sexualidad que se asocia a la muerte y, finalmente, a la culpa. 2.Si bien el suceso en el que murió Prudencio Aguilar se definió como un duelo de honor, el resultado en José Arcadio Buendía fue un sentimiento de culpa desbor- El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño 17 dado que lo siguió acompañando el resto de su vida. El fantasma de Prudencio Aguilar comenzó a aparecerse de manera reiterada en la casa a pesar de las amenazas de José Arcadio para que se fuera. La tristeza que el muerto manifestaba lo privó de dormir bien, hasta que decidió irse del pueblo con los suyos. 3.El destierro de su propio pueblo, con el consiguiente desarraigo de sus orígenes, es la expresión más clara de la culpa de José Arcadio Buendía. Esta ruptura implicó generar una nueva identidad sobre un antecedente nefasto. Así, como se ve en la novela, la distancia geográfica no fue suficiente para desprenderse de las consecuencias del suceso. 4.Si bien lo ocurrido alteró la función erótica y copulatoria de la sexualidad, la función reproductora del sexo también quedó rarificada por el miedo de tener hijos con cola de cerdo, por el temor de ser partícipe del engendramiento de seres imperfectos que serían el reflejo del sí mismo, por la presunción de ser autor de la degeneración de la especie. Los anteriores sucesos definieron en la vida psicológica de José Arcadio Buendía una sensación de incertidumbre que deslegitimó para siempre sus actos, su vida personal, en pareja y en familia. Durante toda la novela es claro el distanciamiento emocional y de facto que tuvo José Arcadio Buendía de su esposa Úrsula. En la continuidad de su existencia, ambos vivieron más de la culpa, el temor y la adversidad que del acompañamiento, el afecto o el goce. La sexualidad, que pudo ser un acto de amor, pasó a ser más un acto agresivo y de honor, amenazado por el fantasma de la muerte. José Arcadio Buendía tuvo que asumir inevitablemente su vida sexual en función de afianzar su masculinidad y 18 12 personajes en busca de psiquiatra paliar su frustración. Sin embargo, al afrontarla, lo perseguían, por un lado, la culpa y el remordimiento, y por el otro, el temor de engendrar hijos defectuosos. De esta manera, tanto el hecho de evitar la sexualidad como el hecho de acceder a ella desembocaban en la adversidad. Esta vivencia, en la cual ninguna de las acciones asumidas puede ser reparadora, es lo que en psicología se denomina ambivalencia, la cual consiste en una sensación de contrariedad que deja al individuo sin posibilidad de resolución. El concepto de ambivalencia se refiere a una acentuada condición emocional en la que coexisten impulsos contradictorios que derivan de una fuente común y, por lo tanto, son interdependientes.3 Se trata de una constante oposición del tipo sí-no, en la que la afirmación y la negación son simultáneas e inseparables.4 El estado psicológico ambivalente, por no tener un desenlace satisfactorio por ninguna vía, genera una ansiedad y una tensión nerviosa que perturban de forma significativa la estabilidad del individuo. Los diferentes componentes traumáticos desencadenaron en José Arcadio Buendía una secuencia de movimientos psicológicos inicialmente adaptativos, pero que muy pronto evolucionaron hacia manifestaciones enfermizas cada vez más graves. Un emprendimiento sospechoso Al principio, Macondo floreció rápidamente gracias a la iniciativa descomunal, el sentido del orden y el trabajo de José Arcadio Buendía. El trazado que diseñó para el pueblo 3. Ciompi, L. “Affect logic: an integrative model of the psyche and its relations to schizophrenia”, en Br J Psychiatry Suppl. 1994 Apr;(23):51-5. 4. LAPLANCHE, J. y PONTALIS, J.B. Diccionario de psicoanálisis. Editorial Labor S.A, 1994. Pág. 535. El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño 19 permitió que todas las casas tuvieran un acceso igual de fácil al río, y recibieran el sol de manera equitativa a la hora de mayor calor. Macondo se convirtió así en la “aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes” (GGM, ibídem, p. 18). La loable organización que planteó ya era la exteriorización de su psicopatología. Algunos movimientos psicológicos defensivos para evitar la pérdida del juicio y del contacto con la realidad (psicosis) implican ordenar afuera como compensación del desorden interior. Esta fue su reacción inicial. En la novela hay varios ejemplos de esta tendencia obsesiva y perfeccionista. Sin embargo, mientras pudo intervenir y generar un control, este incluía un exceso de orden y equilibrio; pero tan pronto la complejidad requirió tener que aceptar cierto grado de desorden, su juicio empezó a perturbarse, obstinándose por proyectos magníficos e irreductibles que eran más el reflejo de su imaginación que el resultado de la confrontación con la realidad. Esta creatividad, esta necesidad de hacer descubrimientos salvadores, de encontrar resultados espectaculares, no fueron más que la consecuencia de su vivencia personal desestructurada, de su culpa, de su incertidumbre, de su ambivalencia, reflejadas en una necesidad inconmensurable de actuar para reparar. Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo […]. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio (GGM, ibídem, pp. 18-19). A pesar de las disuasiones de Melquíades, el gitano que llevaba los avances tecnológicos del mundo externo a Macondo, José Arcadio Buendía se obstinaba en sus propósitos 20 12 personajes en busca de psiquiatra de una manera irreflexiva y algunas veces riesgosa, como se observa en los siguientes ejemplos: Después de convencer a Úrsula para que le cediera sus ahorros de toda la vida, compró los imanes ofrecidos por los gitanos, convencido de que atraerían el oro. Utilizó el principio de la concentración de los rayos solares por la lupa para plantear un sistema ofensivo de guerra, el cual perfeccionó y quiso someter a las autoridades. Como resultado, sufrió quemaduras y estuvo a punto de incendiar la casa. Emprendió estudios de geografía y astronomía con la ayuda de instrumentos de navegación que le regaló Melquíades y casi se insola en la búsqueda de un método para encontrar el mediodía. Más tarde, sorprendió a sus hijos al contarles que había descubierto, por su propia especulación, que la tierra era “redonda como una naranja” (GGM, ibídem, p. 13). Utilizó las monedas de oro de Úrsula en su laboratorio de alquimia pretendiendo multiplicar mediante reacciones químicas el peso del oro, hasta convertir la herencia de Úrsula en un “chicharrón carbonizado” (GGM, ibídem, p. 16). Se ilusionó con las posibilidades urbanísticas que otorgaban las propiedades físicas del agua y pensó que era posible construir casas con bloques de hielo. Cuando la peste del insomnio atacó Macondo, quiso defender al pueblo de la enfermedad con la elaboración de un instrumento que ayudara a recobrar el recuerdo. Imaginó un diccionario giratorio, activado por una manivela. Logró escribir cerca de catorce mil fichas antes de que llegara Melquíades con la cura contra el olvido. Pretendió, mediante el uso del daguerrotipo, comprobar la existencia de Dios. Destrozó la pianola autónoma que les había enseñado a usar Pietro Crespi, “para descifrar su magia secreta”, y tras la muerte de Melquíades volvió a encerrarse en su laboratorio para construir nuevos inventos. “Vivía entonces en un paraíso de animales destripados, de El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño 21 mecanismos deshechos, tratando de perfeccionarlos con un sistema de movimiento continuo fundado en los principios del péndulo” (GGM, ibídem, p. 92). Y hasta tuvo éxito: conectó una bailarina al mecanismo del reloj de cuerda, y el juguete bailó durante tres días. “Pasaba las noches dando vueltas en el cuarto, pensando en voz alta, buscando la manera de aplicar los principios del péndulo a las carretas de bueyes, a las rejas del arado, a todo la que fuera útil puesto en movimiento” (GGM, ibídem, pp. 94-95). Una imaginación demasiado voraz Todas las desatinadas propuestas venían acompañadas de manifestaciones psicopatológicas que fueron corroborando cada vez más la presencia de un grave trastorno mental que hoy podemos definir como esquizofrenia. Al tiempo que descuidó su presentación y su aseo personal, José Arcadio Buendía desarrolló una imaginación fuera de lo normal cuando se entregó a sus empresas científicas. Así, mientras practicaba con el astrolabio, la brújula y el sextante, en su desaforado empeño por encontrar el mediodía, “tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete” (GGM, ibídem, p. 17). Estas expresiones tan desfasadas de la realidad son experiencias imaginarias sobredimensionadas que confluyen en alteraciones del comportamiento. El soliloquio es una manifestación de su vida mental perturbada, durante el cual responde a voces irreales, esto es a alucinaciones auditivas, o a percepciones visuales sin objeto, que son las alucinaciones visuales. Tan abstraído por su alteración mental, José Arcadio adquiere una de las características propias de la esquizofrenia: la conducta autista, en la cual el mundo externo real 22 12 personajes en busca de psiquiatra desaparece. En estas circunstancias, a las personas que lo rodean les es difícil contactarse con el enfermo y no entienden su comportamiento ni sus ideas: “No volvió a comer. No volvió a dormir. Sin la vigilancia y los cuidados de Úrsula se dejó arrastrar por su imaginación hacia un estado de delirio perpetuo del cual no se volvería a recuperar” (GGM, ibídem, p. 94). En la medida que su enfermedad progresó, José Arcadio Buendía se vio en la necesidad de redefinir su percepción del mundo en lo que se denomina la interpretación delirante, hasta hallar la respuesta que lo salvara de la irrealidad en lo que se denomina la iluminación delirante, para, finalmente, quedar atrapado en una idea delirante estructurada e irreductible, un mundo propio de tipo alucinatorio. Todo su esfuerzo de reparación a través de un Macondo perfecto y después mediante sus empresas desaforadas dirigidas a resolver los problemas del mundo, no fue suficiente para tranquilizarlo. Abatido por la ambivalencia irreductible que supuso la desestructuración de su yo hasta asumir un comportamiento autista ininteligible, creó su vivencia para abstraerse de la incertidumbre y de la ansiedad psicótica, es decir, para salvarse de la desrealización y de la aniquilación. El cerebro de José Arcadio Buendía fabricó una teoría que le diera sentido a su existencia, sin percatarse, como les ocurre a los esquizofrénicos, de que no tenía congruencia con la realidad. Y lo hizo con lo que tenía a mano en su biografía. Cumplió así el viejo aforismo psiquiátrico que dice que el paciente delira con lo que tiene. José Arcadio, amarrado al árbol de castaño, comenzó a ver a Prudencio Aguilar, y a conversar con él. Si bien esta es una experiencia psicótica, de desarraigo con la realidad, es una estructuración psicológica que le da sentido a José Arcadio. La idea delirante es la expresión creativa del pensamiento con el fin de reducir la incertidumbre y el caos. Incluso, José Arcadio El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño 23 estaba convencido de que Prudencio era el que lo consolaba y lo asistía en sus necesidades, cuando en realidad era Úrsula la que lo atendía, lo limpiaba y le daba de comer. Es claro en este pasaje el fenómeno de la ilusión, durante el cual el paciente esquizofrénico identifica los hechos reales de acuerdo con su creencia. Prudencio Aguilar, el personaje muerto y asesinado por José Arcadio Buendía, quien lo avergonzó señalando su supuesta fragilidad sexual, el generador de toda la tragedia de su vida, de su destierro, de la ambivalencia de la sexualidad, de la incertidumbre, finalmente fue el objeto de condensación para su delirio; se convirtió en su respuesta, en la salida a su fragilidad ambivalente; lo situó en la existencia, le permitió vivir su realidad resolutoria.5 García Márquez expresa magistralmente este fenómeno en el pasaje del sueño de los cuartos infinitos. José Arcadio Buendía soñaba que se despertaba en una habitación y pasaba a otra habitación idéntica, y luego a otra idéntica y así sucesivamente, y luego se devolvía al cuarto real, donde despertaba. Pero una vez Prudencio Aguilar lo despertó en uno imaginario, y ya no pudo regresar nunca al cuarto real (GGM, ibídem, p. 166). Un lenguaje para él solo En la reconstrucción de una realidad propia, ni siquiera el propio lenguaje es suficiente. Con frecuencia el esquizofrénico, en períodos avanzados de su enfermedad, acude a neologismos, que son palabras y frases propias ininteligibles para los otros, con significados únicos y propios que ya no cumplen una función comunicativa. El Padre Nicanor, el párroco del pueblo, descubrió que la jerga de José Arcadio 5. Berrios, G. Historia de los síntomas de los trastornos mentales: la psicopatología descriptiva desde el siglo XIX. Fondo de Cultura Económica, México, 2008. Pág. 702. 24 12 personajes en busca de psiquiatra Buendía correspondía al latín y se percató de que, a pesar de su trastorno mental tan severo, manejaba un sistema lógico propio de un individuo consciente. Está definido que la idea delirante, en su contexto, es lógica, pero no cumple con el principio de la realidad, por lo cual se define como un pseudosistema lógico. Por eso el padre Nicanor, “asombrado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le preguntó cómo era posible que lo tuvieran amarrado de un árbol”. “–Hoc est simplicisimun –contestó él–: porque estoy loco” (GGM, ibídem, p. 104). En medio de su condición delirante, la persona con esquizofrenia es consciente. Usualmente no se desorienta en espacio, en tiempo ni en persona. Su pensamiento responde a un pseudosistema lógico. Muchos, incluso, alcanzan a identificar que sus vivencias no son adecuadas y logran momentos de introspección, como se observa en la respuesta que le da José Arcadio al padre Nicanor. La esquizofrenia: una predisposición La esquizofrenia es una enfermedad del neurodesarrollo, es decir, un defecto de origen congénito que altera las conexiones de las neuronas. Esta alteración hace que el cerebro no se pueda adaptar a las circunstancias estresantes del desarrollo. José Arcadio Buendía tenía posiblemente esta predisposición, la cual hizo que se deteriorara significativamente hasta el punto de pasar una importante parte de su vida amarrado a un árbol de castaño en el patio de su casa. No fueron los sucesos traumáticos los causantes de su enfermedad, pero sí fueron estos sucesos los que facilitaron o desencadenaron la patología. Es posible que una persona con iguales traumas no desarrolle esquizofrenia si no está predispuesta a sufrir la enfermedad. El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño 25 La esquizofrenia corresponde a un grupo de trastornos mentales crónicos y graves, caracterizados por alteraciones en la percepción de la realidad. Causa, además, una mutación sostenida de varios aspectos del funcionamiento psíquico del individuo, principalmente de la conciencia de realidad, y una desorganización psicológica compleja, en especial de las funciones ejecutivas, que lleva a una dificultad para mantener conductas motivadas y dirigidas a metas, y una significativa disfunción social. Una persona con esquizofrenia, por lo general, muestra lenguaje y pensamientos desorganizados, delirios, alucinaciones, trastornos afectivos y conducta inapropiada. El diagnóstico se basa en las experiencias reportadas por el mismo paciente, en los antecedentes personales y familiares, y en el comportamiento observado por el examinador. Si José Arcadio Buendía hubiera tenido la oportunidad de tratarse médicamente, se habría beneficiado de las intervenciones psicológicas y psicofarmacológicas modernas, y no habría tenido el triste destino que le tocó asumir. En primer lugar, una intervención psicoterapéutica que le permitiera desculpabilizarse y paliar el temor y la ambivalencia, habría sido beneficiosa. En segundo lugar, los medicamentos antipsicóticos modernos no solo habrían mejorado los síntomas positivos de la enfermedad (alucinaciones, ilusiones, delirios), sino también los síntomas negativos (el retraimiento social, la desorganización comportamental, el deterioro cognitivo). Los antipsicóticos actúan sobre cierto tipo de receptores en el cerebro, mejorando los síntomas de la esquizofrenia. Su efecto más definido se da por modificaciones en la estructura cerebral, cambiando el número de neuronas y sus conexiones, y cambiando, por lo tanto, las condiciones funcionales del cerebro.6 26 12 personajes en busca de psiquiatra Si José Arcadio Buendía hubiera podido usar un medicamento antipsicótico, tal vez no habría llegado nunca a sus vivencias de los cuartos sucesivos con Prudencio Aguilar, ni a su aparatosa actividad delirante y alucinatoria. Habría estado al lado de su esposa, trabajando, preocupándose no solo por las condiciones emocionales de Úrsula sino también por la educación adecuada y el acompañamiento amoroso de sus hijos: José Arcadio, Aureliano y Amaranta. Pero José Arcadio Buendía, en sus empresas disparatadas y sus delirios alucinatorios, descuidó a su familia, no se interesó significativamente por la educación de sus hijos, quienes lo vieron casi siempre empecinado en sus proyectos inverosímiles, retraído emocionalmente, con aspecto de holgazán, y las más de las veces hablando de temas ininteligibles en un lenguaje incoherente. Este esquema de padre perturbado mentalmente deja huellas en los hijos, quienes no cuentan con una figura estructurada para identificarse. Si José Arcadio Buendía hubiera podido tener atención psiquiátrica y hubiera tomado medicamentos antipsicóticos, la historia de Macondo habría sido diferente. Quizás su hijo José Arcadio jamás se habría ido con los gitanos, ni le habría dado la vuelta al mundo 65 veces para regresar a Macondo con todo el cuerpo tatuado y con vicios de marinero; tal vez nunca se habría casado con Rebeca, su hermana de crianza, en un acto de perfil incestuoso. Aureliano Buendía no habría participado en 32 guerras civiles, no habría tenido 17 hijos con 17 mujeres distintas, y no habría sufrido de su incapacidad de amar. Amaranta, por su parte, no se habría vengado de su único amor rechazándolo hasta llevarlo al suicidio, ni se 6. Dwyer, Donard S (ed.). “Evidence for neuroprotective effects of antipsychotic drugs: implications for the pathophysiology and treatment of schizophrenia”, en The Pharmacology of Neurogenesis and Neuroenhancement. Louisiana State University USA. Academic Press Elsevier 2007, 107-178. El hombre que terminó amarrado a un árbol de castaño 27 habría quemado su mano envenenada de la rabia, ni abusado sexualmente de sus sobrinos. Tal vez no habría muerto soltera y virgen, embargada por un odio inconcebible. Si José Arcadio Buendía hubiera podido ser tratado con psicoterapia y medicamentos antipsicóticos, tal vez Macondo todavía existiría. 2 La pesadilla de Dios Del trastorno disocial al trastorno antisocial de la personalidad: una explicación a partir de Alexis, personaje de La Virgen de los Sicarios. David A. Pineda DAVID A. PINEDA (Barranquilla, Colombia, 1951) es médico cirujano de la Universidad de Cartagena; neurólogo de la Universidad de Antioquia; magíster en Neuropsicología de la Universidad de San Buenaventura, de Medellín; y doctor honoris causa en Psicología de la Universidad Maimónides, de Buenos Aires, Argentina. Actualmente, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, es profesor titular de Neurología y Neuropsicología, jefe del programa de posgrado de Neurología y coordinador del Grupo de Investigaciones Neuropsicología y Conducta. Es autor de más de setenta artículos científicos publicados en revistas indexadas en PubMed-MedLine, así como de más de una docena de capítulos de libros de Neurología editados por el CIB, Editorial Médica Panamericana y por Manual Moderno. También es compilador de cuatro textos de Neuropsicología editados por Prensa Creativa de Medellín. Participó como poeta y cuentista del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto, dirigido por Manuel Mejía Vallejo, y del taller de poesía de la misma biblioteca, dirigido por Jaime Jaramillo Escobar (X504). Tiene dos libros de poesía editados por la Biblioteca Pública Piloto de Medellín: La buhardilla del tiempo y De bronce y agua. En el siguiente ensayo, a partir de Alexis, uno de los personajes principales de La Virgen de los Sicarios, de Fernando Vallejo (Medellín, 1942), el especialista analiza el trastorno antisocial de la personalidad desde la perspectiva de las neurociencias sociales. La novela, publicada en 1994, hace una cruda descripción de la Medellín afectada por el crecimiento desmesurado de las comunas y por las bandas de delincuentes que la arrasan. Advertencia Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se anotan los números de página correspondientes. •• VALLEJO, Fernando. La Virgen de los Sicarios. Alfagua- ra, 2008. Cuadro clínico El paciente presenta un cuadro crónico de trastorno disocial y antisocial de la personalidad. Reacciona de manera desmedida frente a hechos triviales y no exhibe el menor pudor frente a las reglas de la sociedad. En su conducta no se perciben rasgos de culpa ni sentimientos de empatía. Por no ser un caso aislado, la recomendación no es particular sino general: trabajar de manera simultánea en todos los niveles de la actividad representacional del cerebro, lo que podría incluir el uso de medicamentos que permitan regular el ambiente neuroquímico del encéfalo, el entrenamiento empático, las modificaciones del procesamiento emocional y la reconstrucción de la cognición social. También es necesario intervenir en la construcción de representaciones sociales tolerantes. E n La Virgen de los Sicarios, el novelista Fernando Vallejo se ha impuesto la disciplina de contar en primera persona solo lo que ve y escucha, como un documentalista que plasma la realidad en un video: usa las palabras en lugar del registro visual, y en lugar de los trucos de la luz, lanza sus opiniones desaforadas como los proyectiles de una mini-Uzi. Y es que lo que ve y lo que escucha se asemejan mucho a las balas, a la ráfaga de una ametralladora que no deja espacio a la misericordia: la vida de los sicarios de Medellín, la tropa fiel de matones imberbes al servicio de Pablo Escobar que, tras la muerte del capo, han quedado desocupados y andan en busca de afinar su puntería con cualquier pretexto: porque un vecino puso la música duro, por un tropezón accidental en la calle, por una grosería, por la altanería de un taxista alevoso. O, sin ir más lejos, como lo dice la novela directamente: “Por la simplísima razón de andar existiendo” (Vallejo, ibídem, p. 78). Vallejo no intenta, como muchos otros escritores, entrar en la mente de estos precoces criminales para especular sobre los espíritus que gobiernan sus actos. Más bien, se limita a ser testigo de sus vidas a partir de la de Alexis, un 34 12 personajes en busca de psiquiatra muchachito que no llega a los dieciocho años y ya tiene más de cien muertos encima. De una forma similar, la cuarta edición del Manual estadístico para el diagnóstico de los trastornos mentales (DSM-IV)1 establece que, para construir las categorías de los desórdenes mentales, el clínico debe fijarse solo en los síntomas descritos por el paciente o por los familiares, sin hacer inferencias acerca de lo que el paciente está pensando y sin especular acerca de los orígenes y las motivaciones que desencadenan los desafueros de las conductas. No está permitido, como sí sucede en las novelas escritas por un narrador omnisciente, construir reflexiones psicológicas acerca de las preocupaciones y perversiones en las intenciones subyacentes de la psiquis de los pacientes. El DSM-IV parte del mismo principio objetivista de Fernando Vallejo, según el cual uno “no es Dostoievsky ni Dios padre para meterse en la mente de los otros” (Vallejo, ibídem, p. 17). En este caso, el principio se aplicaría a los psiquiatras y no a los escritores. Esta es la diferencia básica de la psiquiatría moderna –basada en la estadística y la epidemiología de las conductas desviadas de la norma– y el psicoanálisis. Este es el ámbito en el que nos moveremos para analizar las conductas de Alexis, el personaje principal de la novela junto con Fernando –el narrador– y, por asociación, las de Wílmar y los demás jóvenes de las comunas de Medellín. En ellos se concentra Vallejo para enrostrarnos la realidad de una ciudad convulsionada en la que la novela nos introduce desde sus primeras páginas: “Éramos, y de lejos, el país más criminal de la tierra, y Medellín la capital del odio” (Vallejo, ibídem, p. 10). 1. American Psychiatric Association. Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM-IV-TR. 2004. La pesadilla de Dios 35 El trastorno disocial Si un niño o un adolescente como Alexis, Wílmar o los jóvenes similares a ellos que van apareciendo en la novela despliega de forma persistente una serie de conductas que están dirigidas a violar los derechos y el bienestar de los demás, se dice que el menor presenta un trastorno disocial, de acuerdo con el DSM-IV. Para que se configure el diagnóstico, se establece que los padres y mentores deben informar que tres de las conductas perturbadoras deben haberse presentado, de manera sucesiva o simultánea, durante un año, y una de ellas debió ser constante y muy evidente durante seis meses consecutivos. Estos comportamientos han sido agrupados por el DSMIV en: a) conductas agresivas y violentas, b) daños a la propiedad y vandalismo, c) trampa, estafa y robo, y d) violaciones serias a las normas de disciplina. La dimensión de agresividad y violencia se refiere a conductas desplegadas por el muchacho que buscan amenazar, lesionar o someter a los demás en contra de su voluntad. También se incluye en esta dimensión de violencia las conductas de crueldad deliberada hacia los niños más pequeños e indefensos y contra los animales; y el uso de objetos (piedras, palos, bates, cadenas, etc.) para golpear o herir, o el uso de armas artesanales o industriales. La dimensión de daño a la propiedad y vandalismo son los comportamientos dirigidos de forma intencional a destruir objetos valiosos de los demás. Estas conductas se pueden desplegar de forma individual o colectiva. Incluye los incendios deliberados, independiente de si se hacen por placer, para destruir algo por venganza o para ocultar pruebas de otro tipo de delitos. La trampa, la estafa y el robo son conductas que llevan al despliegue de mentiras persistentes con el objetivo de ob- 36 12 personajes en busca de psiquiatra tener ventajas materiales. Incluye el hurto oportunista, el atraco y el entrar de manera violenta a las casas, los edificios o los carros para robar. La violación de normas de disciplina es la tendencia constante a evadir y rechazar cualquier tipo de límite social de la conducta. Es la propensión irrefrenable a hacer solo aquello que produce placer y recompensa inmediata, aunque implique daño a otros, o incluso riesgos para la salud o la vida. Adelantando de forma abusiva una especulación, y solo a manera de hipótesis, es como si las normas y las reglas fuesen elementos monstruosos de martirio inexplicable, que generaran repugnancia, fastidio o cualquier otro tipo de malestar emocional insoportable. La tendencia, entonces, es a volarse sin permiso de la casa, incluso durante varios días, a permanecer en la calle vagando o en actividades delictivas menores, cuando se debería estar en el colegio. Estos comportamientos van apareciendo en la novela bien por acción de Alexis o de Wílmar, bien por la descripción que hace Fernando, el narrador, de las costumbres insanas a las que se ve sometida Medallo. Alexis, por ejemplo, bota la casetera que le regaló Fernando por la ventana, sin prevención alguna de hacerle daño a un transeúnte, solo porque a Fernando no le gusta el ruido; coge el televisor a tiros por el mismo motivo; “quiebra” en la calle a un vecino punkero cuyo único pecado fue poner una noche la música a todo volumen, y más tarde a una mesera porque no les entregó una servilleta entera sino un triangulito con el que no podían limpiarse. Wílmar, por su parte, “le propinó un frutazo en el corazón” (Vallejo, ibídem, p. 115) a un hombre que silbaba por la avenida, solo porque a Fernando le fastidiaba el sonido. Y el propio Fernando le confiesa a Wílmar que alguna vez en su niñez quebró el mármol de una estatua en el parque Boston: “Y no había tampoco vidrio de casa que resistiera una andanada nuestra de piedras y de maldad” (Vallejo, ibídem, p. 123). La pesadilla de Dios 37 Vallejo va soltando entre página y página los síntomas de una ciudad trastornada: que en Medellín se roban hasta el papel higiénico; que el día de la inauguración del metro los visitantes se llevaron hasta los sanitarios; que algo parecido ocurrió con los rieles de la antigua estación del Ferrocarril de Antioquia; y que en el insulto de un gamín a un policía percibió un odio que no había notado nunca antes: Yo no sé por qué le pegaría el policía y si le pegó, pero la palabra en boca de ese niño era la más cargada de rencor y de odio que he oído en mi vida. ¡Y miren que he vivido! “¡Gonorrea!” El infierno entero concentrado en un taco de dinamita. “Si este hijueputica –pensé yo– se comporta así de alzado con la autoridad a los siete años, ¿qué va a ser cuando crezca? Este es el que me va a matar” (Vallejo, ibídem, p. 63). Se ha asimilado que este tipo de conductas son producto de la pobreza y de la adversidad social, incluso por investigadores sociales serios referenciados en el DSM-IV. Desde este sesgo sociológico, según el cual las comodidades materiales y económicas serían casi incompatibles con la conducta disocial, se asume que la pobreza es el principal factor de riesgo para la delincuencia infantil y juvenil. Dicho de una forma más grosera: los niños y adolescentes ricos estarían inmunizados genéticamente contra la delincuencia. Se presume, entonces, que la pobreza es hereditaria: “Que el gen de la pobreza es peor, más penetrante” (Vallejo, ibídem, p. 120). Sin embargo, estudios más rigurosos muestran que las conductas antisociales en menores ricos ocurren con igual o más frecuencia que en los jóvenes de las comunas pobres; lo que cambia es la instrumentación, la capacidad de ocultamiento y el estilo. Un niño, una niña o un adolescente de los estratos sociales altos puede desplegar conductas violentas, capacidad de hacer trampa, de estafar, de robar y de cometer vandalismo como un muchacho de los extramuros. No obstante, la divulgación social de estos comportamientos 38 12 personajes en busca de psiquiatra se matiza por la capacidad de ocultamiento que despliegan los padres y familiares de estos delincuentes ricos, gracias a la compra de silencios, que es posible y muy fácil cuando se manejan recursos económicos enormes. Este camuflaje social deliberado, de por sí, genera al menos dos delitos adicionales: la complicidad y el soborno. Desde una perspectiva menos cargada de ideología y discriminación social, se derivaría que lo realmente genético es la tendencia a la maldad o la necesidad irrefrenable de dañar a los demás.2 Además de los enemigos que les dejaron sus difuntos padres, hermanos y amigos, cada quien en las comunas se consigue por su propia cuenta los propios para heredárselos a su vez, todos sumados, a sus hijos, hermanos y amigos cuando lo maten. Es la herencia de la sangre, el río desbordado (Vallejo, ibídem, p. 99). El trastorno antisocial de la personalidad Cuando las conductas disociales aparecen a edades muy tempranas (antes de los seis años) y persisten a pesar de las modificaciones en las contingencias ambientales o en el contexto de condiciones económicas favorables, se presume que el trastorno tiene un poderoso componente genético. Cuánto hace que se murieron los viejos, que se mataron de jóvenes, unos con otros a machete, sin alcanzarle a ver tampoco la cara cuartiada a la vejez. A machete, con los que trajeron del campo cuando llegaron huyendo dizque de ‘la violencia’ y fundaron estas comunas sobre terrenos ajenos, robándoselos, como barrios piratas o de invasión. De ‘la violencia’… ¡Mentira! La violencia eran ellos. Ellos la trajeron, con los machetes. De lo que venían huyendo era de sí mismos (Vallejo, ibídem, p. 97). Además, se ha encontrado que tiene más probabilidades de persistir en el adulto, formando parte estructural del modo de interactuar del sujeto con su entorno y de asumir 2. McGuffin, Peter y thapar, Anita. “Genetic basis of bad behaviour in adolescents”, en The Lancet, 1997; 350: 411-4. La pesadilla de Dios 39 las relaciones con los demás. El adulto está convencido de que la forma adecuada y segura de lograr éxito y reconocimiento es a través de la trampa, de la imposición violenta, del sometimiento a los demás y del engaño. Es la construcción de la cultura del avivato, del astuto a toda prueba, del malicioso ventajista, del facineroso que alardea de su condición, del orgulloso forajido. En la novela, Vallejo (o Fernando, el narrador) se lo endilga a la conquista española y a la mezcla de razas: Españoles cerriles, indios ladinos, negros agoreros: júntelos en el crisol de la cópula a ver qué explosión no le producen con todo y la bendición del papa. Sale una gentuza tramposa, ventajosa, perezosa, envidiosa, mentirosa, asquerosa, traicionera y ladina, asesina y pirómana. Ésa es la obra de España la promiscua, eso lo que nos dejó cuando se largó con el oro (Vallejo, ibídem, p. 104). Se conforma de esta manera el trastorno antisocial de la personalidad, definido por el DSM-IV (aunque ha recibido otras denominaciones como psicopatía y sociopatía) como un patrón persistente de la conducta dirigido a violar los derechos de los demás, el cual empieza en la niñez, continúa en la adolescencia y transcurre de forma invariable en la adultez. Para hacer el diagnóstico, el individuo debe tener 18 años, debe haber tenido trastorno disocial antes de los 15 años y el patrón de conducta antisocial debe continuar con igual o mayor intensidad en la adultez. En general, estas conductas están prohibidas por la ley y configuran delitos que ameritan diversas sanciones legales, que van desde multas hasta encarcelamiento. Los sujetos con este problema son mañosos y manipuladores con el objeto de obtener beneficios económicos inmediatos que les generen grandes niveles de placer con aparente poco esfuerzo. Las decisiones que toman estas personas no consideran los sentimientos de los demás, ni el impacto que sus conductas pueden ocasionar a los otros o a sus familiares: 40 12 personajes en busca de psiquiatra Ni tiempo tuve de detenerlo. [Alexis] Corrió hacia el hippie, se le adelantó, dio media vuelta, sacó el revólver y a pocos palmos le chantó un tiro en la frente, en el puro centro, donde el miércoles de ceniza te ponen la santa cruz. ¡Tas! Un solo tiro, seco, ineluctable, rotundo, que mandó a la gonorrea esa con su ruido a la profundidad de los infiernos (Vallejo, ibídem, p. 30). Así obraban Alexis, Wílmar y los demás muchachos de su condición, sicarios desempleados desde la muerte de Escobar. Con razón Fernando sentenciará: “Mire parcero, no somos nada. Somos una pesadilla de Dios, que es loco” (Vallejo, ibídem, p. 47). Es imposible saber si Alexis o Wílmar eran nombres reales, pues la tendencia general de los sujetos con trastorno antisocial de la personalidad es a usar sobrenombres o alias, por ejemplo el Difunto, la Plaga, el Tira o cualquier otra referencia que implique alguna forma de reafirmación de poder especial para inspirar miedo o respeto. Es habitual que sean al extremo mentirosos e irresponsables. Por eso no se detienen en ampararse en la propia familia o en amigos cercanos ingenuos para estafar, obtener deudas y dejarlas sin pagar, abandonar a sus hijos y cometer todo tipo de acciones que llevan a la violación abierta de las leyes y las normas mínimas de ética. Para llevar esto a cabo buscan racionalizaciones triviales, que indican un nivel muy superficial de remordimiento: la vida es injusta, el perdedor merece perder, la vida es de los vivos, le iba a pasar eso de todas maneras, el derecho no es de nadie sino del que llegue primero: ¿Cómo puede matar uno o hacerse matar por unos tenis? preguntará usted que es extranjero. Mon cher ami, no es por los tenis: es por un principio elemental de Justicia en el que todos creemos. Aquel a quien se los van a robar cree que es injusto que se los quiten puesto que él los pagó; y aquel que se los va a robar cree que es más injusto no tenerlos (Vallejo, ibídem, p. 68). La pesadilla de Dios 41 Una característica llamativa de las personas con trastorno antisocial de la personalidad es su incapacidad para enmendarse o para reparar los daños causados, lo cual persiste a lo largo de la vida. Alexis era una especie de “ángel exterminador” que asesinaba con indolencia a cuanto ser le estorbara, y, sin embargo, no se desvelaba: “Alexis duerme abrazado a mí con su trusa y nada, pero nada, nada le perturba el sueño. Desconoce la preocupación metafísica” (Vallejo, ibídem, p. 46). El trastorno es, entonces, crónico, aunque las conductas tienden a disminuir en intensidad y en frecuencia después de los cuarenta años. Por esta razón la mortalidad entre las personas jóvenes con este problema es superior al treinta por ciento. Usualmente, el trastorno se asocia al alcoholismo, a la dependencia de sustancias, aunque no siempre. Sin embargo, suelen existir antecedentes familiares que hacen suponer la existencia de una predisposición genética. En ese sentido, no es raro que el padre de Alexis hubiera muerto asesinado, como moriría Alexis, en su ley, a manos de un joven similar a él. Una explicación desde las neurociencias sociales Las neurociencias sociales son un área nueva del conocimiento que pretende integrar las teorías derivadas de las ciencias sociales y de las ciencias neurológicas para tratar de explicar cómo el cerebro de un sujeto se representa las relaciones que existen con los demás. Se supone que las personas con trastornos en las relaciones sociales podrían tener alteraciones en la manera como el cerebro procesa la información social, independiente de si su causa es genética, aprendida o una de mezcla de las dos en diferentes proporciones. 42 12 personajes en busca de psiquiatra Las neurociencias sociales intentan responder a tres preguntas fundamentales: ¿cómo se representa el cerebro al otro?, ¿cómo construye el cerebro los sentimientos del otro? y ¿cómo se representa el cerebro la complejidad de la cultura y lo social? De las respuestas a estas tres preguntas han derivado sus respectivos modelos teóricos –que se pueden suponer como complementarios–, aunque las metodologías utilizadas para desarrollar sus conceptos sean diversas. 3 ¿Cómo se representa el cerebro al otro? El asunto de la empatía El concepto de empatía hace referencia a la capacidad que tendría una persona para ponerse en el lugar del otro, sobre todo en momentos de dificultades. Es la capacidad de ponerse en los zapatos de los demás y sentir el malestar que sienten en un mal momento. Tiene componentes representacionales tanto cognitivos como emocionales. Supone la estructuración de varias representaciones en el cerebro: 1) la preocupación empática, 2) la toma de perspectiva, 3) la fantasía empática y 4) el estrés personal por lo social. La preocupación empática se refiere a la capacidad que tendrían algunos circuitos cerebrales, situados en la parte inferior de los lóbulos frontales y en la parte medial de los hemisferios cerebrales (sistema límbico), para activarse, de forma retrospectiva y prospectiva, frente a los eventos con significado emocional que afectan a los demás. De esa forma, una persona con una actividad adecuada de estos circuitos podría disfrutar sinceramente con la noticia del grado del hijo de un vecino. También sería capaz de sentir pena y tristeza por la muerte del familiar de un amigo. De 3. Moya-Albiol, Luis; Herrero, Neus; Bernal, M. Consuelo. “Bases neurales de la empatía”, en Revista de Neurología, 2010; 50: 89-100. La pesadilla de Dios 43 igual forma se podría conmover, generando conductas de solidaridad, frente a las situaciones adversas de conocidos, a pesar de no ser cercanos. La preocupación empática llevaría naturalmente al ser humano a generar aproximaciones cognitivas y emocionales que le permitiría tener un entorno social de apoyo mutuo. La toma de perspectiva es un conjunto de habilidades cognitivas que permitirían construir abstracciones acerca de las situaciones o eventos que implican la interacción social entre las personas, con lo cual se generarían creencias relacionadas con el accionar propio en caso de encontrase en dichas situaciones. Es un algo así como ver los toros desde la barrera, pero en relación con la forma en que diferentes grupos reaccionan de manera individual y colectiva a los eventos sociales. Sería una representación metacognitiva de lo social, que dependería de los circuitos dorsolaterales de las áreas prefrontales del cerebro. Las del hemisferio izquierdo aportarían conceptos derivados directamente del lenguaje, mientras que el hemisferio derecho aportaría información derivada de abstracciones de la experiencia emocional, para construir algoritmos de acción para la movilización de sentimientos regulados. Este sistema sería un sistema organizador racional y civilizado de la actividad social, perfectamente controlado, si su actividad fuera la dominante en todos los cerebros humanos. Sin embargo, solo una pequeña proporción, probablemente no superior al 10 por ciento de todos los conglomerados humanos, tiene esta capacidad empática racional desarrollada de manera espontánea y dominante. Son los buenos por naturaleza, los solidarios sinceros, independiente de su situación social o económica. La fantasía empática o sensibilidad imaginada es la capacidad de desplegar sentimientos similares a los que sufren los protagonistas de una novela o de una película. Es la po- 44 12 personajes en busca de psiquiatra sibilidad de emocionarse frente a hechos que con anticipación sabemos que corresponden a una ficción. Moviliza circuitos del sistema límbico en conexión con áreas occipitales y parietales. Este tipo de componente permitiría a los novelistas, a los poetas, a los pintores, a los directores de cine, a los músicos y, en general, a los artistas construir y trasmitir sentimientos que movilizan emocionalmente a los demás. La mayoría podemos sentir la empatía imaginada y entenderla, pero son pocos los que tienen el talento de construirla en lo demás. El estrés personal frente a lo social es la capacidad de sentir emociones sinceras y reales frente a las situaciones emocionales de los demás. Supone la activación de zonas específicas del sistema límbico, especialmente un conglomerado de neuronas situado en la punta del lóbulo temporal, llamado núcleo amigdalino, y otro escondido en la unión de la parte posteroinferior del lóbulo frontal con el lóbulo temporal, llamado núcleo accúmbens, que tienen gran cantidad de receptores para neuroquímicos que regulan la activación de la parte del cerebro encargada del control de las actividades de todas las vísceras del cuerpo (corazón, vasos sanguíneos, estómago, intestino, glándulas de la boca y de los ojos, pupilas, etc.). Cada vez que nos emocionamos, nuestras vísceras modifican automáticamente, sin nuestro control voluntario, su actividad. Este sistema autonómico tiene conexiones con los otros sistemas de la empatía, para desplegar las emociones concordantes con las representaciones que tenemos de las emociones de los demás. ¿Cómo construye el cerebro los sentimientos del otro? El procesamiento emocional La observación de las interacciones entre los animales de la misma especie, especialmente para garantizar la supervivencia colectiva (la constitución de manadas en el caso de La pesadilla de Dios 45 los herbívoros, y de jaurías en el caso de los carnívoros), ha desarrollado una serie de teorías explicativas, a través de la etología, de las señales instintivas que mantienen la cohesión en el conjunto de las bestias. Uno de los hechos que más han llamado la atención a los etólogos es que, por lo general, la mayoría de las manadas y de las jaurías despliegan señales instintivas que impiden a los miembros de una misma especie matarse entre sí de forma intencional. Paradójicamente, a pesar de poseer dispositivos de agresión altamente eficaces para cazar a sus presas, parecería no existir el asesinato entre las bestias. Entonces, se supone que los seres humanos disponemos en nuestro cerebro de un sistema muy sutil de procesamiento de señales, especialmente gestuales, que nos permiten interpretar los sentimientos de los otros, a la vez que podemos transmitir los propios sentimientos, para mantener nuestra aproximación a los demás. Implica al menos cuatro dimensiones: 1) identificación, 2) facilitación, 3) comprensión y 4) manejo o regulación. La identificación se supone que es una habilidad perceptual, la cual se ha medido en estudios controlados, utilizando la capacidad para identificar de manera rápida y precisa las señales emocionales en los ojos, en los rostros o en las posturas presentadas en fotografías sucesivas o en videos en cámara lenta. El rigor del modelo, que deriva directamente de las teorías conductistas, no permite presentarlo o discutirlo de otra manera. Se supone que las personas con trastorno disocial o con trastorno antisocial de la personalidad pudieran presentar algún tipo de discapacidad para reconocer algunas de estas señales en los demás. Algunos teóricos explican el aumento de las agresiones interpersonales con el uso de las armas de fuego argumentando que la distancia en la que se pueden producir las lesiones no permite identificar las señales emocionales de la víctima.4 4. Moya-Albiol, Luis. “Bases neurales de la empatía”, en Revista de Neurología, 2004; 38: 1067-1075. 46 12 personajes en busca de psiquiatra La facilitación se refiere a la activación rápida de sistemas de reconocimiento emocional que hubiesen sido reforzados por aprendizaje operante o condicionado. Si los sistemas de procesamiento activados son de tipo emocional negativo, las personas solo podrán identificar las emociones negativas de los demás. Se supone que esto pudiera suceder en ambientes con altos niveles de conflicto y violencia, que llevaría a la facilitación de señales relacionadas con la amenaza, la agresión y el miedo. Mientras que sería imposible identificar señales más sutiles de emociones positivas, a menos que se expresaran de manera abierta y explícita. La comprensión emocional implica el enganche de las emociones con elementos cognitivos de representaciones complejas, específicamente del lenguaje. Esta capacidad permite hablar de las emociones propias y de los otros. Para tener esta habilidad se necesita un adecuado desarrollo intelectual y del lenguaje. Por esta razón es usual encontrar una gran proporción de sujetos como Alexis entre los delincuentes violentos, con capacidad intelectual baja y con deficiencia en la fluidez verbal.5 La regulación emocional sería el despliegue de conductas ajustadas al resto del procesamiento emocional. Estas conductas tendrían señales emocionales destinadas a los demás sujetos del conglomerado cercano. Implica el funcionamiento adecuado de circuitos de los lóbulos frontales. Se pone de manifiesto midiendo las respuestas conductuales y la regulación de la actividad visceral frente a situaciones (fotografías y videos) que se suponen con carga emocional positiva o negativa. El modelo asume que sería posible entrenar al sistema autónomo para dar respuestas emocionales 5. Puerta, Isabel Cristina; Martínez-Gómez, Jormaris; Pineda, David A. “Prevalence of mental retardation in teenagers with dissocial conduct disorder”, en Revista de Neurología, 2002; 35: 1014-1018. La pesadilla de Dios 47 adecuadas y regular la conducta violenta. Algo similar a lo mostrado en el entrenamiento conductual del protagonista de La naranja mecánica, de Stanley Kubrick. Como sucede en esta película, la mayoría de los científicos expertos en neurociencias parecen concordar en que este tipo de entrenamiento conductual solo construye delincuentes más solapados y con mejor control emocional, es decir más eficaces. Esta sería una explicación de los fracasos de la mayoría de los programas de reeducación social de antisociales en muchas sociedades. ¿Cómo se representa el cerebro la complejidad de la cultura y lo social? La cognición social. Las teorías derivan de los postulados de la psicología cognitivo-conductual, que hacen énfasis en las representaciones cerebrales de lo social: los esquemas, las creencias y las estructuras. Supone que, de la misma forma como funciona la percepción emocional, en el cerebro existen circuitos que se encargan de la percepción social, la cual se refiere a la capacidad para representarse los roles, las normas y el contexto social como elementos complejos cognitivos y emocionales, ligados de forma indisoluble a las proposiciones construidas con el lenguaje. La misma persona puede ser representada, dependiendo del contexto, como un próximo lleno de emociones positivas y conductas confiables y leales (amigo), como alguien distante e indiferente desde la perspectiva emocional (desconocido), o como una amenaza cargada de emociones negativas y peligrosas (enemigo). Esta construcción depende de señales sociales cargadas de valores positivos o negativos aprendidos previamente, a través de esquemas o creencias sociales creadas a lo largo de mucho tiempo. De esta forma, el compañero y colega de oficina, el amigo solidario para cualquier otra situación, 48 12 personajes en busca de psiquiatra pudiera convertirse en un enemigo peligroso y detestable durante el partido de fútbol dominical, simplemente porque viste la camiseta del equipo rival de plaza. Otro elemento conceptual del conocimiento social es la llamada teoría de la mente, que se define como la capacidad para hacer suposiciones o atribuciones acerca del contenido del pensamiento y de las intenciones ocultas en las palabras y en los comportamientos de los demás. Es lo que aborrece y rechaza Fernando Vallejo en relación con la narrativa omnisciente de la novela clásica de Víctor Hugo y de Fiódor Dostoievsky. En la interacción social, este tipo de representaciones complejas, llamado sistema atribucional, nos permite estar anticipando los pensamientos, las intenciones y las conductas del otro en relación con las situaciones emocionales complejas de los eventos sociales de la vida cotidiana. La mayoría de estos sucesos de la vida diaria no pasan de ser actividades triviales, no son verdaderos acontecimientos, no son hechos notables ni memorables, no tienen ningún objetivo diferente al de mantener la cohesión y la unidad de la actividad social per se. A pesar de su pobre sentido histórico, estas actividades simples de la cotidianidad permiten desplegar una de las principales capacidades del cerebro humano: la capacidad de predicción o anticipación, la construcción del futuro, de hechos que no han ocurrido todavía, en los que ya nuestra mente ha incluido a los otros (hijos, padres, hermanos, amigos, enemigos, etc.), con toda su carga emocional. Esta capacidad adquiere su carácter eminentemente humano en la habilidad de predecir lo que el otro piensa, lo que el otro quiere, lo que el otro va a hacer, para nosotros poder actuar de manera consistente, concordante y coherente. Se postula que en los trastornos en los que la interacción social está alterada, como sucede en el autismo, la esquizofrenia, el trastorno disocial y el trastorno antisocial de la La pesadilla de Dios 49 personalidad, hay falla severa en la teoría de la mente y en los esquemas sociales. Estas alteraciones en la cognición social pudieran originarse por interacciones complejas entre factores relacionados con predisposiciones genéticas (polimorfismos de genes de proteínas reguladoras de neuroquímicos cerebrales), con factores de vulnerabilidad biológica (problemas en el embarazo, dificultades en el parto, enfermedades neurológicas tempranas, traumas de cráneo de la infancia o alteraciones de nutrición) y aprendizajes estructurados por un contexto social caótico, permisivo, autoritario o violento. Estos problemas se acompañarían de trastornos en la empatía y en el procesamiento emocional. Por esa razón, la manera racional de intervenir el trastorno disocial y el trastorno antisocial de la personalidad, del que paceden Alexis y Wílmar, sería trabajar de manera simultánea en todos estos niveles de la actividad representacional del cerebro, lo que podría incluir el uso de medicamentos que permitan regular el ambiente neuroquímico del encéfalo, el entrenamiento empático, las modificaciones del procesamiento emocional y la reconstrucción de la cognición social. En cuanto a la prevención, también habría que intervenir en la construcción de representaciones sociales tolerantes, apacibles, flexibles, eliminando del imaginario social la validación de cualquier tipo de violencia como camino para la refrendación de derechos. Se argumenta que este tipo de sociedades son utópicas, que pensar de esta manera constituye un pacifismo ingenuo. Sin embargo, la realidad nos muestra conglomerados sociales muy próximos a este ideal: Austria, Suiza, Noruega, Suecia, Dinamarca, Holanda y Costa Rica. Otros, como Uruguay, lo tuvieron y lo perdieron, pero lo están volviendo a encontrar. Se argumentará, con toda razón, que estas sociedades civilizadas y pacíficas son menos felices porque tienen niveles más altos de depresión y de suicidios. Parece 50 12 personajes en busca de psiquiatra que en las representaciones cerebrales de lo social civilizado hay que pagar un precio: un aumento de los niveles de preocupación por uno, por los familiares, por los amigos y por los extraños. Este tipo de preocupación general parece aumentar los niveles de estrés, los niveles de ansiedad y finalmente el agotamiento y la depresión. La razón para que esto pase sería que una importante proporción de los cerebros humanos todavía no dispone de los dispositivos biológicos para funcionar con espontaneidad y eficiencia, sin esfuerzos, de esta forma racional y organizada. Por ahora habría que decidir por uno de los dos caminos sociales posibles. Uno es el camino de la felicidad del desorden folclórico e irresponsable (Colombia es uno de los países más felices del planeta), en donde cualquiera puede tomarse la atribución de quitarle al otro el derecho a seguir viviendo, con lo cual se garantiza una muerte “feliz y divertida” por mano ajena, a través del tiro de un sicario, o en la sala de espera de un hospital porque así lo determinó el gerente de una EPS, o por la irresponsabilidad de un constructor que hizo unas casas en terrenos inestables, o por la locura de un conductor borracho con investidura de parlamentario, o por la irresponsabilidad de un contratista que usaba una grúa inadecuada que se cayó sobre un bus lleno de pasajeros, o por otras miles de formas alternas de muerte indigna: la muerte inesperada en la mitad de la calle, sorpresiva, que lo alcanza a uno vestido de manera inapropiada, sin preparación ni ceremonia. El otro es el camino de la satisfacción de esforzarse civilizadamente por el bienestar propio y el de los demás, con el riesgo del aburrimiento, que pudiera llevar a la decisión de hacer uso soberano del derecho a morir cuando uno quiera y como uno quiera, que algunos llaman el derecho a la muerte digna, el cual debería ser consagrado como un derecho fundamental universal. La pesadilla de Dios 51 Por lo menos, así se ayudaría a frenar la ola de odio que tiñe de sangre las páginas de La Virgen de los Sicarios, y las calles de esas comunas donde un niño de doce años es “como quien dice un viejo: le queda tan poquito de vida… Ya habrá matado a alguno y lo van a matar” (Vallejo, ibídem, p. 33). 3 Bolívar: dos hombres, un héroe La mente del Libertador en la pluma de Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez y Evelio Rosero. Jorge Téllez Vargas JORGE TÉLLEZ VARGAS (Pamplona, Colombia, 1951) es médico psiquiatra. Autor de más de una docena de libros, dirige el área de Neuropsiquiatría del Instituto de Neurociencia de la Universidad El Bosque, en Bogotá, de la cual también es profesor titular. Además es miembro titular y fundador de la Asociación Colombiana de Psiquiatría Biológica; director científico y fundador de la Asociación Colombiana contra la Depresión y el Pánico (Asodep); secretario tesorero asociado de la Federación Mundial de Sociedades de Psiquiatría Biológica (WFSBP) y miembro fundador de la International Neuropsychiatric Association (INA). Entre otros títulos, ha publicado los libros Neuropsiquiatría: Imágenes del cerebro y la conducta humana (Nuevo Milenio, 1995), Vuelve a vivir: Estrategias para superar la depresión y la ansiedad con sus propios recursos (Oveja Negra, 1996), Afrodita y Esculapio: Una visión integral de la medicina de la mujer (Nuevo Milenio, 1999), Los rostros de la angustia (Asodep, 2002), Diálogos con mi enfermedad (Asodep, 2005), y tres tomos de Trastorno bipolar: De la clínica a la neuroprotección (Asociación Colombiana de Psiquiatría Biológica, 2007, 2008, 2010). En este ensayo, el especialista hace un perfil psiquiátrico de Simón Bolívar en cuanto personaje literario a partir de tres textos: el relato El último rostro, de Álvaro Mutis (Bogotá, 1923), publicada en 1978, y las novelas El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927), y La carroza de Bolívar, de Evelio Rosero (Bogotá, 1958). Advertencia Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han sido tomadas de las ediciones abajo mencionadas. Dentro del texto se anotará el nombre del autor de cada una y, entre paréntesis, el número de página correspondiente. •• MUTIS, Álvaro. “El último rostro”, en Relatos de mar y tierra. Págs. 123-142. Debolsillo, 2008. •• GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel (GGM). El general en su laberinto. Oveja Negra, 1989. •• ROSERO, Evelio. La carroza de Bolívar. Tusquets, 2011. Cuadro clínico Son notorios los altibajos emocionales del personaje, el escaso control de sus impulsos sexuales, la agresividad, la megalomanía, la distractibilidad, la hiperactividad, la escasa necesidad de dormir y, en ciertos intervalos, los momentos de frustración, pesimismo y tristeza. El paciente presenta un trastorno afectivo bipolar. Con el trascurrir de los años estos síntomas se han transformado en una depresión crónica. Se recomienda psicoterapia y administración de estabilizadores del ánimo. E n Colombia, Simón Bolívar salta de los libros de historia a las páginas de la ficción en dos circunstancias: cuando la ausencia de registros no deja más remedio que rellenar las fisuras con recursos de la imaginación, o cuando el rastro que dejó es tan turbio que los historiadores optan, como dicen ciertas damas, por “pasar caminando rápido para que la mancha no se note”. El último rostro, de Álvaro Mutis, y El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez, son ejemplos del primer caso: convierten en cuento y novela, respectivamente, el espacio indocumentado del último viaje por el río Magdalena y los días postreros del Libertador. La segunda circunstancia se evidencia en La carroza de Bolívar, de Evelio Rosero, novela donde el autor aprovecha la inmunidad que le garantiza este género literario para evocar el violentísimo paso de Bolívar por Pasto en 1822 y 1824, un episodio ante el que la mayoría de los historiadores han preferido pasar de largo. Aunque son tres textos que se comunican entre sí –Mutis es evocado por García Márquez, y García Márquez es citado por Rosero–, muestran dos Bolívares diferentes: uno joven e impetuoso; otro decadente y atribulado. Pero tienen un denominador común: describen los pensamientos más íntimos y los impulsos más básicos del Libertador. Paradoja 58 12 personajes en busca de psiquiatra de la literatura: en virtud de la ficción, el héroe parece más real. De hecho, más antihéroe. En el presente análisis no buscaremos una corroboración fáctica de los relatos. Nos importan los rasgos de personalidad, con frecuencia imaginados o intuidos, que cada autor atribuye al protagonista. En este sentido, asumiremos que dentro de los textos de marras el personaje llamado Simón Bolívar es tan ficticio como lo es el Quijote dentro de la obra de Cervantes. Una licencia que nos tomamos con la tranquilidad de que Mutis, Gabo y Rosero eligieron el cuento y la novela como géneros literarios; no la biografía. Aun cuando se nutren de la historia, los tres escritores privilegiaron la imaginación. Crearon a Bolívar, y esa creación será la fuente primaria de este perfil. Cualquier parecido con la realidad no será, sin embargo, pura coincidencia. Así pues, convertido en personaje literario, el prócer baja del pedestal. Su grandilocuencia se atenúa. Vuelve a ser humano. Tiene sexo, halitosis, sueña, sufre de insomnio, es iracundo, vanidoso, melancólico, impaciente. El talante estable del prócer que vemos en los libros escolares se llena de altibajos en la narrativa. De sus ínfulas gloriosas pasa a sentir compasión por sí mismo. Intensa agitación física e irascibilidad se interponen súbita y reiteradamente en momentos de abatimiento y frustración. En las obras más representativas de la literatura colombiana donde Bolívar es protagonista,1 el héroe esboza un talante maníaco-depresivo. Bolívar recreado por los escritores parece sufrir un trastorno afectivo bipolar. 1. Sería injusto desconocer que Fernando Cruz Kronfly se anticipó a García Márquez con su novela La ceniza del Libertador (Planeta, 1987), donde narra el último viaje de un Bolívar sumido en el delirio. La obra fue sin duda opacada por la posterior publicación de El general en su laberinto. Bolívar, dos hombres, un héroe 59 En consulta con el Libertador El Bolívar descrito en la narrativa de García Márquez y de Rosero evitó continuamente la atención de los médicos, y, según el primero, consultaba sus dolencias en un libro que siempre llevó consigo, La médecine a votre maniére, de Donostierre. Por lo tanto, si alguna vez tuvo conciencia de su insomnio, del frenesí con que dictaba cartas y proclamas en sus despertares tempranos, de sus crisis de irritabilidad y de sus episodios de melancolía, lo más probable es que no se le ocurriera visitar médicos, y mucho menos psiquiatras –que en honor a la verdad no había en la nueva Granada ni en la capitanía de Venezuela–, porque los consideraba unos “traficantes del dolor ajeno”. De hecho, esta resistencia y desconfianza nos da un indicio de cuán autosuficiente se percibe el personaje. Pero hagamos el esfuerzo de imaginarlo en una improbable consulta. Corren los días finales de 1830, tiene 47 años, está gravemente enfermo en Santa Marta y finalmente aceptó acudir al médico debido a una profunda melancolía. El general en su laberinto nos cuenta que ya desde mayo “sus ayudantes militares sentían que los síntomas del desencanto eran demasiado evidentes en el último año” (GGM, ibídem, p. 22). Esto significa que para ese diciembre nuestro personaje llevaba diecinueve meses con el ánimo abatido. El viaje por el Magdalena estuvo signado por la tristeza, la autocompasión y el pesimismo. Los síntomas depresivos asomaron en plena juventud pero pasaron inadvertidos para quienes le rodeaban. Sin embargo, para Bolívar fueron inquietantes y perturbadores a tal punto que en Honda, camino a Santa Marta, durante una cita furtiva con Miranda Lyndsay, se describió a sí mismo como el militar “más grande y solitario que ha existido jamás”, como lo refiere García Márquez (ibídem, p. 85). Asimismo nos enteramos 60 12 personajes en busca de psiquiatra de que en Puerto Real hizo bautizar con el nombre de Bolívar a un perro maltrecho y andariego que encontraron en el camino, y llegando a Mompox perdió el interés por los amaneceres y los crepúsculos y no les hizo a sus acompañantes “ninguna pregunta que permitiera vislumbrar un cierto interés por la vida” (GGM, ibídem, p. 107). Álvaro Mutis nos relata que en Cartagena recibió al coronel polaco Miecislaw Napierski, quien advierte la “melancólica amargura” del rostro del Libertador, sus silencios, su “hondo meditar”, su “mirada perdida”, su frustración y su autocompasión. El universo es oscuro a los ojos del prócer, el destino de la patria, el suyo propio. “Toda relación con los hombres deja un germen funesto de desorden que nos acerca a la muerte” (Mutis, ibídem, p. 140), le oye decir Napierski. Y al relatar un sueño en el que se le apareció un ciego, dice que se fue confundiendo con este, y cuando lo “invadía ya la oscuridad de su vista, una tristeza desgarradora, antigua y familiar” lo despertó bruscamente (ibídem, p. 142). En otro sueño, relatado por García Márquez y ocurrido en Soledad, el general “tocó fondo” y lloró dormido mientras escrutaba su pasado. Eran las primeras lágrimas de tristeza que su mayordomo le veía en la vida, porque las anteriores habían sido de rabia. Y ya en Santa Marta el médico consideró que los achaques físicos de su paciente eran tan graves como los morales. Cabe recordar que los clínicos franceses consideraban el dolor moral como un signo característico de la melancolía, término acuñado por Hipócrates que se utilizó durante más de veinte siglos, hasta cuando el psiquiatra suizo Adolf Meyer acuñó el concepto depresión en la primera mitad del siglo XX. Tenemos entonces un abanico de síntomas –tristeza prolongada, llanto fácil, autocompasión, pesimismo, dolor moral– que no nos dejan dudas: el general presenta un cuadro de melancolía o depresión crónica. Pero hay más. Bolívar, dos hombres, un héroe 61 Un tipo “intenso” En los tres relatos encontramos algunos comportamientos que asoman reiteradamente y nos impiden conformarnos con el diagnóstico anterior. Ese otro rostro apenas se intuye en Mutis, desempeña un papel secundario en la novela de García Márquez y es protagonista en la de Rosero. Es el rostro de la manía. A pesar del abatimiento físico que prima en los últimos días, Mutis, a través de Napierski, destaca en Bolívar el “poder de comunicación y la intensidad de su pensamiento”. Esa intensidad aparece en la pluma garciamarquiana de diversas maneras, muchas de ellas menos benevolentes. Cerca de Guadas, por ejemplo, el general despierta con un ánimo súbito, pide pluma y papel, se pone los lentes y escribe una carta a Manuela Sáenz. Este “golpe de inspiración insoportable” evoca “los actos impulsivos” del general y la “costumbre de despertar a sus amanuenses a cualquier hora para despachar la correspondencia atrasada, o para dictarles una proclama o poner en orden las ideas sueltas que se le ocurrían en las cavilaciones del insomnio” (GGM, ibídem, p. 63). La intensidad del protagonista de El general en su laberinto también se observa en la “arbitrariedad de los horarios”, los “ojos alucinados y el habla inagotable y agotadora”. Si la reacción previsible en una persona enferma es guardar reposo, en Bolívar es jugar interminables partidas de cartas, o echarse a nadar en un río a pesar de padecer una jaqueca insoportable. Otro aspecto de esta energía inagotable –que clínicamente correspondería a un cuadro de hiperactividad– es la incapacidad para concentrarse. Bolívar dicta varias cartas de manera simultánea, no puede mantener una sola relación sentimental o desprecia el ajedrez porque le demanda concentración. Sus nervios no soportan la parsimonia. 62 12 personajes en busca de psiquiatra Pero sin duda el mayor contraste frente la depresión de la adultez son las vanidades y euforias de la juventud. En El último rostro, Napierski ofrece dos pistas: se sorprende con las uñas del héroe, “almendradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos sobrehumanos” (Mutis, ibídem, p. 126); y unas páginas más adelante, el militar polaco nos recuerda el derroche que caracterizó la vida de Bolívar durante su juventud en Madrid y París. Tenemos pues dos signos sutiles que nos permiten sospechar que estamos ante un hombre más de veleidades que de batallas. Los relatos no se ponen de acuerdo sobre la actitud del personaje en la guerra. Nos queda la duda de si era cobarde o arrojado, pero todos sí coinciden en un punto: a Bolívar le gustaban las fiestas, el baile y los desfiles pomposos, casi napoleónicos, de los que era protagonista en cada ciudad que visitaba victorioso. Evelio Rosero nos refiere los desfiles en Caracas y Quito, en 1813 y 1822, respectivamente, en los cuales la carroza de Bolívar no fue tirada por alazanes, sino por doce niñas vestidas de blanco, ceñidas con coronas de laurel, una de las cuales debía ponerle una guirnalda en la cabeza como si se tratara de un homenaje real. El mismo autor nos cuenta que en 1819 “Bolívar marchó hacia Pamplona en donde gastó más de dos meses en bailes y fiestas” (Rosero, ibídem, p. 161), mientras Gabo nos habla de “banquetes multitudinarios y espléndidos” en los que el Libertador “incitaba a sus invitados a comer y a beber hasta la embriaguez” (GGM, ibídem, p. 76) y bailaba hasta el amanecer, “haciendo repetir la pieza cada vez que cambiaba de pareja” (GGM, ibídem, p. 81). En estos y otros ámbitos el Libertador no es ajeno a ciertas extravagancias, al menos para los parámetros de su época. Según el nobel se subía a bailar encima de la mesa del comedor para expresar sus júbilos, y Rosero recuerda Bolívar, dos hombres, un héroe 63 que gastaba altas sumas de dinero en perfumes y aceptaba montar sobre el peruano Vidaurre, plenipotenciario para la conferencia americana de Panamá, cuando este se ponía en cuatro patas en las reuniones. En nombre de la vanidad La carroza de Bolívar es, definitivamente, la novela donde el héroe sale peor librado. El argumento transcurre en los carnavales de Pasto de 1966. En ese contexto, el ginecólogo Justo Pastor Proceso diseña una carroza para burlarse del “mal llamado Libertador”. La elaboración del carromato propicia entre los personajes diálogos y evocaciones a través de los cuales se ponen de manifiesto la ira, la cobardía, la ambición, la vanidad y hasta las conductas sexuales de Bolívar. Acá no hay espacio para ver la depresión. El personaje presentado por Rosero es un megalómano. Vive obsesionado con entradas triunfales. Se cree Napoleón Bonaparte. Él mismo se denominó Libertador. A su médico le dice al oído que los tres más grandes majaderos de la historia han sido Jesucristo, el Quijote y él. Calificarse de majadero apenas sirve para despistar. Falsa modestia: en el fondo se percibe como un mesías. También escuchamos a un catedrático pastuso decir a sus alumnos que Bolívar “se dedicó a dictar cartas por decenas y centenas y por miles, a los lomos de su caballo o de su hamaca, enviando a diestra y siniestra versiones de gloria propia que nunca fueron reales, versiones que volaban a los cuatro puntos cardinales reventando caballos con sus noticias de hijo primogénito de la gloria, elogio digno de él, si no fue él quien lo fraguó” (Rosero, ibídem, p. 203). Asimismo advertimos en el personaje una fuerte propensión a las mentiras, la explosividad y el rencor. Dos características que, no obstante, siempre estarán ligadas a su 64 12 personajes en busca de psiquiatra egolatría y sed de poder. Por eso es común verlo apropiándose de triunfos ajenos, o enfurecido cuando su imagen no sobresale como la de un genio militar y estadista. En un banquete, tras enterarse de que los realistas han recuperado Pasto, se le ve subido en una mesa pateando vajilla y cubiertos. Menos ácido, Gabo también nos ha insistido reiteradamente que el hombre es pésimo perdedor y vengativo, hasta por las derrotas nimias de los juegos de naipes: “No tenía la paciencia de los buenos jugadores, y era agresivo y mal perdedor” (GGM, ibídem, p. 68). A pesar de que estos síntomas nos sugieren un trastorno mental, tenemos que ser claros: no hay bipolar tonto e inane. La megalomanía contribuyó a la causa del personaje. Compartamos pues con Rosero que Bolívar fue “el auténtico pionero de la publicidad política contemporánea, a partir de una única agencia: él en su caballo dictando folletines de grandiosidad a sus amanuenses, que debían ser relevados, extenuados de la epopeya interminable que el héroe inventado dictaba de sí mismo” (Rosero, ibídem, p. 203). El fantasma del insomnio El insomnio es otro síntoma que campea durante la existencia del Libertador, tanto en el histórico como en el literario. Aparece como compañero solitario en las noches eternas de Caracas, tratando de amainar la congoja de la viudez, y años más tarde se convierte en frenesí: lo acompaña durante su vida palaciega en París y durante su viaje a pie desde allí hasta Roma junto a Simón Rodríguez. La poca necesidad de dormir es un síntoma primordial en el trastorno bipolar. Pasó desapercibido tanto para el Libertador como para sus allegados y aun para sus críticos. Sin embargo, García Márquez advierte: “Se quedaba dormido a cualquier hora en mitad de una frase mientras Bolívar, dos hombres, un héroe 65 dictaba la correspondencia, o en una partida de barajas, y él mismo no sabía muy bien si eran ráfagas de sueño o desmayos fugaces, pero tan pronto como se acostaba se sentía deslumbrado por una crisis de lucidez” (GGM, ibídem, p. 32). También señala que acostumbraba salir de la cama “y deambular desnudo hasta el amanecer para entretener el insomnio cuando no había nadie más en casa” (GGM, ibídem, p. 53). En la cama y en el juego Llegamos pues a un último aspecto para cerrar nuestro diagnóstico: la relación de Bolívar con las mujeres, que no pasa inadvertida para ninguno de los tres autores. Cada uno ofrece una visión distinta. Pasamos del tono elogioso de Mutis –nos dice simplemente que el héroe fue un “hombre en extremo afortunado con las mujeres”– a leer el relato de unos comportamientos sexuales que podemos calificar de curiosos en la pluma de García Márquez, y de patológicos en la de Rosero. Estos conforman un nuevo síntoma: la tendencia a la promiscuidad, que en repetidas ocasiones se acompañó de altas dosis de irresponsabilidad, de conductas riesgosas y de comportamientos heteroagresivos. En vísperas del último viaje, el general garciamarquiano intenta más de una vez tener un último encuentro íntimo con Manuela, pero el cuerpo lo traiciona. Otra cosa fueron los años de gloria, en los que puso en riesgo su causa por culpa del incontenible apetito sexual: “[…] se decía que por lo menos tres batallas se habían perdido en las guerras de independencia sólo porque él no estaba donde debía sino en la cama de una mujer” (GGM, ibídem, p. 119). Nos cuenta el nobel que en una estadía en Mompox tuvo un encuentro con la blanquísima Josefa Sagrario, quien le pidió una noche extra. Pese a informaciones según las cuales Santander lo derrocaría, se quedó diez más. Y por la 66 12 personajes en busca de psiquiatra misma pluma sabemos que un lancero se mudó de la mansión presidencial de Lima porque no soportaba los alaridos de los encuentros amorosos del Libertador. El asunto se torna más grave cuando actúa contra la voluntad de las mujeres. En la capital peruana rasuró todo el cuerpo, hasta las cejas, de una “doncella de vellos lacios que le cubrían hasta el último milímetro de su piel de beduina”, relata García Márquez (ibídem, p. 214). Y en La carroza de Bolívar el asunto pasa la raya: el prócer envía un destacamento de jinetes a Pasto para raptar a Chepita Santacruz, de apenas trece años. “A menos de una legua de allí la aguardaba el Libertador. La usó de inmediato, y la siguió usando al descampado durante toda esa marcha forzada hasta las puertas de Quito, seis días después. Sólo entonces la devolvió a Pasto” (Rosero, ibídem, p. 204). El caso más intenso y dramático es el de Fátima Hurtado, pastusa de catorce años que vivía al cuidado de su abuela. La fama de su belleza llegó a oídos de Su Excelencia. Cuando el general llegó a la casa, la abuela se la entregó en los brazos. No pudo poseerla: la recibió muerta. La novela de Rosero dice que la emprendió a patadas contra un árbol y luego se arrodilló a vomitar. La génesis de la bipolaridad Serían necesarias algo más de dos décadas a partir de nuestra consulta imaginaria con el Libertador para que la psiquiatría conceptualizara su dolencia. A mediados del siglo XIX, Jules Baillarger y Pierre Falret hablaron de una enfermedad que tenía fases de manía y melancolía. El primero la llamó locura de forma dual y el otro, locura circular. A comienzos del siglo XX, Emil Kraepelin hizo una descripción más detallada que la de sus predecesores y acuñó el concepto de psicosis maniacodepresiva, que desde 1994 se conoce como trastorno Bolívar, dos hombres, un héroe 67 bipolar. No es de descartar que en un futuro lo llamen trastorno de la regulación del afecto, como se sugiere para algunos cuadros clínicos en una eventual quinta versión del Diagnostic and statistical manual of mental disorders (DSM-V),2 de la Asociación Esta- dounidense de Psiquiatría. Como se observa en nuestro paciente imaginario, es un trastorno en el que alternan o coexisten episodios de gran exaltación (manía) e hiperactividad (hipomanía) con momentos de depresión. Hoy en día sabemos que el trastorno bipolar tiene un alto componente hereditario y se origina en una alteración de los circuitos cerebrales que equilibran el estado de ánimo. Gracias a los estudios del psiquiatra suizo-estadounidense Jules Angst, se conoce que en la evolución de la enfermedad bipolar los cuadros de manía e hipomanía, tan floridos y recurrentes en la adolescencia o la juventud temprana, se tornan paulatinamente menos frecuentes. Entonces la depresión comienza a ser la protagonista, y con frecuencia tiende a ser crónica, como lo describe Gabo en su novela. Todos los seres humanos presentan variaciones anímicas de acuerdo con las circunstancias ambientales y sus vivencias íntimas. Se trata de periodos de alegría o de tristeza, relacionados y adecuados a la circunstancia, y siempre pasajeros. Lo que marca la diferencia en el paciente bipolar es que sus respuestas ante los estímulos son exageradas y prolongadas. Los síntomas suelen aparecer desde la infancia. Primero se manifiestan con comportamientos oposicionistas e hiperactividad, síntomas que el Bolívar histórico presentó en su infancia y que hicieron que su padre y después su tío Carlos Palacios cambiaran continuamente a sus institutores, incluidos los mismos Simón Rodríguez y Andrés Bello. También es probable que se presente cierta precocidad sexual. 2. Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. 68 12 personajes en busca de psiquiatra El paciente bipolar suele ser impulsivo. Tiene, por tanto, mayor riesgo de abuso de sustancias y suicidio. En su corte de pacientes bipolares suizos, Angst observó que el 29 por ciento se quitaron la vida. La psiquiatría paulatinamente ha aceptado algunas de las categorías sugeridas por el psiquiatra armenioestadounidense Hagop Souren Akiskal para el trastorno bipolar: el trastorno bipolar tipo I, que consiste en periodos de depresión que alternan con fases de manía en las que el paciente pierde el contacto con la realidad; el trastorno bipolar tipo II, el más frecuente y difícil de diagnosticar, en el que se combina la depresión con la hipomanía, entendida como hiperactividad y euforia; y el trastorno bipolar tipo III, que corresponde a cuadros de hipomanía o manía desencadenados por el alcohol, las sustancias psicoactivas o algunos fármacos como los antidepresivos tricíclicos. En su tiempo, Bolívar habría tenido pocas esperanzas de recibir un tratamiento apropiado. Fue en la mitad del siglo XX cuando se descubrieron las bondades del litio para estabilizar a los pacientes, aunque la toxicidad derivada de su uso fue cuestionada. Enfoques posteriores se centraron en tratar cada fase sintomática –por un lado antidepresivos para la melancolía y por otro antipsicóticos para la manía– y años más tarde, a partir de los ochenta, se emplearon los anticonvulsivantes y moduladores del ánimo. Estos fármacos, al estabilizar las alteraciones neurobiológicas de las redes y circuitos cerebrales que dan lugar al trastorno bipolar, impiden la aparición de nuevos episodios afectivos. Ya sean manifestaciones de tinte depresivo, maníaco o hipomaníaco, estos medicamentos estabilizan el comportamiento del paciente y mejoran su calidad de vida. Mejor dosificado, hoy vemos un resurgir del litio como terapia, así como la aparición de nuevos estabilizadores del ánimo. Bolívar, dos hombres, un héroe 69 Si apareciera en mi consultorio, a este Bolívar literario yo le habría recetado un estabilizador del ánimo para yugular los síntomas de su bipolaridad, posiblemente de tipo II. También le habría recomendado psicoterapia para monitorear el tratamiento y enseñarle a identificar los disparadores de sus síntomas. En conclusión, tenemos varios indicios para sospechar que el Simón Bolívar descrito por Mutis, Gabo y Rosero es bipolar y que le estamos dando el tratamiento acertado. Son notorios los altibajos emocionales, el escaso control de sus impulsos sexuales, la agresividad, la megalomanía, la distractibilidad y, en ciertos intervalos, momentos de frustración, pesimismo y tristeza.3 Sin embargo, cabe preguntarse: ¿es un mismo personaje o son dos personajes distintos? ¿Es lícito amalgamar las visiones de tres escritores para hacer una sola interpretación? En efecto, cuando se juntan opiniones diversas sobre una persona, y entre estas opiniones se incluyen las de críticos y admiradores, es casi inevitable concluir que esta presenta un carácter dual, o al menos que es francamente inestable. Aun así, para cualquier psiquiatra es verosímil que el Simón Bolívar de los tres escritores sea una misma persona. En la personalidad bipolar pueden fácilmente convivir el hombre reflexivo descrito por Mutis, el líder con sus debilidades humanas contado por Gabo y el promiscuo con rasgos de sadismo que pinta Rosero. La moneda tiene dos caras, pero siempre será una sola. 3. En este análisis nos valemos exclusivamente de los relatos construidos por los tres escritores. Sin embargo, la bipolaridad en el Bolívar histórico ha sido analizada por Isidoro Medina Patiño en su libro Bolívar, genocida o genio bipolar (2009). 4 El hijo de David El duelo como eje central en la novela La luz difícil, de Tomás González. Camilo Umaña Valdivieso CAMILO UMAÑA VALDIVIESO (Bucaramanga, Colombia, 1957). Médico psiquiatra desde 1986 y artista plástico desde 1969, es miembro activo de la Asociación Colombiana de Psiquiatría; la Asociación Colombiana de Psiquiatría Biológica; la Asociación Colombiana de Trastornos del Ánimo, y de la Asociación Colombiana Contra la Depresión y el Pánico. Asimismo es psiquiatra fundador de la clínica psiquiátrica Isnor, en Bucaramanga; director del programa radial Nuestra mente, en la Radio UIS Bucaramanga; y colaborador del periódico Vanguardia Liberal. Como artista plástico ha realizado exposiciones individuales y colectivas en Colombia, Francia, España e Italia. En este escrito, el autor hace una reflexión sobre el duelo a partir de la experiencia de David, personaje creado por Tomás González (Medellín, 1950) en la novela La luz difícil, publicada en 2011. Advertencia Las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se anotan los números de página correspondientes. • GONZÁLEZ, Tomás. La luz difícil. Alfaguara, Bogotá, 2011. Cuadro clínico El paciente presenta aislados episodios de lo que denomina “melancolía”, confiesa que a veces siente “claustrofobia” y que toma ansiolíticos para paliar su natural desazón: su hijo está a punto de morir por decisión propia. No hay motivo para recomendar terapia ni administración de fármacos. Su duelo es una lección de vida. T odo duelo es una gama de sentimientos y pensamientos que desarrollamos para adaptarnos a una pérdida, bien sea la de una persona, un objeto o una abstracción que signifique un vínculo amoroso en nuestra existencia. Solucionarlo es un proceso ineludible. Por más que queramos evitarlo, el duelo nos persigue como una sombra, nos envuelve de diversas maneras, muchas de ellas absorbentes y oscuras como hoyos negros, de las que es difícil escapar; pero otras tantas enriquecedoras y claras como amaneceres, que nos ayudan a seguir viviendo. Ese es el tema de La luz difícil: no un solo duelo, sino varios, y de diferentes vertientes, que se van enlazando en un tejido sutil de experiencias vivificantes que iluminarán el viaje de David, su protagonista, hacia la luz. La novela de Tomás González está llena de símbolos literarios en relación con la muerte y el duelo, pero también de guiños terapéuticos sobre la forma como el duelo puede generar vida. El bueno de David A sus 76 años, y ya retirado en una pequeña finca de La Mesa, Cundinamarca, donde vive solo al borde de un abismo, David ha decidido escribir la historia de su vida. Y 76 12 personajes en busca de psiquiatra ni siquiera. Es, en particular, el relato de cómo vivió él la muerte de su hijo medio, Jacobo, quien decidió, con la venia de toda la familia, quitarse la vida, al no soportar más el dolor intratable y permanente que le produjo tiempo atrás un accidente de tránsito en el que perdió la movilidad de las piernas. Y esta evocación le permite reflexionar sobre su vida, sobre sus dolores y sus dichas, sobre sus yerros y sus aciertos, sobre sus amores y sus conflictos, con la clarividencia del sabio que ha vivido y que, en la aparente oscuridad que significan las pérdidas, puede hallar plenamente la luz. Lo paradójico es que la luz del conocimiento se le muestra a David cuando ya prácticamente el velo de la ceguera nubla su visión, esa que tanto disfrutó como pintor en sus años vigorosos. A David le gustaba llevar al lienzo objetos en ruinas, aquellos que bajo el óxido del tiempo dan testimonio de que “lo que el hombre abandona se deteriora y empieza a ser otra vez inhumano y bello” (González, ibídem, p. 19). Se hace bello a través del arte, y David es un artista que, justo en el momento en que encuentra con su familia un lugar apacible, amplio e iluminado, el infortunio –que “es siempre como el viento: natural, imprevisible, fácil”– rompe de un tajo la armonía de su casa “cuando estaba pintando mejor que nunca” (González, ibídem, p. 20). En el momento en que escribe, David ya ha perdido a uno de sus hijos; ha perdido prácticamente la visión, y por ende, la posibilidad de pintar; ha perdido a su esposa y a su gato, al que todavía le parece sentir avanzar por la cocina; y mientras escribe, también está despidiéndose de las palabras. Y sin embargo, cuanta más oscuridad hay a su alrededor, más luz hay en su corazón. La luz difícil es una intensa reflexión sobre el proceso de la vida y de la muerte. Si deseáramos traer una frase del libro que plasmara el duelo en toda su dimensión, sería esta: El hijo de David 77 “[…] mi figura ha ido espiritualizándose o evaporándose. Es decir, alejándose cada vez más de las cosas del mundo e incursionando en la muerte, que no existe, y en el mundo infinito en el que en realidad estamos” (González, ibídem, pp. 53-54). Y si deseáramos pensar que el arte significa decir muchas cosas en un corto espacio, entonces La luz difícil logra su cometido, pero aun así tendríamos que abrir varias veces el libro tratando de extraer de la fruta el máximo jugo, gracias a la vocación de David de enseñarnos con su propio ejemplo que la vida es una combinación indescifrable de dicha y dolor. En relación con el hijo de David, Jacobo, Tomás González nos pone a identificarnos con la frase sentenciosa del escritor japonés Haruki Murakami: “El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”. Cuando el dolor permanente del cuerpo se convierte en una razón válida para querer morir, estamos hablando de sufrimiento, de un padecimiento que, según podemos interpretar en el autor, es susceptible de ser soportado o no, decisión que queda a discreción de quien lo vive. El encanto de transformar el duelo en vida En todo duelo se mueven sensaciones encontradas, que van desde la no aceptación de la pérdida hasta el profundo agradecimiento por haber podido compartir una dicha transitoria con el que ya se fue. En medio de esta ambivalencia, es normal que se atraviesen emociones difíciles de manejar, como el sentimiento de culpa por lo que se dejó de hacer o por lo que creemos que hicimos mal. Lo que es inevitable es la resolución. El duelo es un tobogán imparable hacia la aceptación final de la pérdida, aunque en esa caída nos podamos desviar por senderos oscuros y turbios que nos pueden llevar a la depresión simple o, más grave aún, a otras cuevas de la psicopatología mental, como la psicosis. 78 12 personajes en busca de psiquiatra Y esto ocurre porque, por más que finjamos estar preparados, toda pérdida genera un vacío existencial que solo se puede experimentar cuando esa pérdida ocurre. La conciencia de los hechos es la que produce el duelo: la noticia de la muerte. A partir de ahí, todo depende de nuestra maleta existencial, de lo que hayamos cultivado dentro de nosotros para asumir esa pérdida como un proceso más en el camino de la vida, o como una catástrofe superior a nosotros que amenaza con derrotarnos. En el primer caso, lo normal es que nos dejemos invadir de tristeza, que nos concentremos en el dolor que nos produce la partida, y entonces evoquemos los momentos que vivimos al lado de esa persona, sus características más sobresalientes que nos hicieron amarla. Ese dolor es sano y, además, necesario, siempre y cuando seamos conscientes de que será temporal, de que la pérdida es inevitable y el único remedio es abrir los ojos de nuevo y avanzar. Es una decisión personal. Al fin y al cabo, no ha sido el primero. Como transeúntes de la vida, perdemos cada día parte de nuestro destino; vivimos haciendo duelos de todo tipo y a cada instante, aunque solo tendemos a reconocer los de mayor impacto, aquellos que nos recuerdan que somos mortales, finitos ante la eternidad. Los sentimientos que se evocan en este tipo de duelos son generalmente de una magnitud proporcional a los que se manifestaron durante la vida del que se fue. Así también es el dolor. Experimentarlo como algo real que podemos aceptar y cargar un tiempo mientras nos acostumbramos a que “ya no está” es indispensable para que todas las emociones que nos acompañan se transformen en la sazón que condimente nuestro recuerdo, y a la vez, sean esas las emociones que se reproduzcan en todos los duelos por venir. La personalidad que nos adorna, nuestra forma de conectarnos con la realidad, no es ajena al proceso de duelo y El hijo de David 79 nos acompaña en el proceso. Ella determina en gran medida la forma como lo manejemos. Cuando nuestras relaciones con la realidad son de apego pero sin independencia, es decir, cuando es el apego el que nos gobierna, el duelo se torna difícil porque nos impide actuar frente a él con libertad. Las personas con este tipo de apegos esclavizantes tienden a creer que la opción para no sufrir es condolerse, mantener a todas horas el fuego de la muerte en los ojos, y por ese camino, pierden la calma y se aproximan a un proceso depresivo que puede traer consecuencias adversas. Un rasgo fundamental en el duelo es el cierre del ciclo. Generalmente, el proceso se inicia en el momento de la muerte del ser querido, a partir del cual las personas se pasean por el duelo durante el primer año, en una suerte poética que los sitúa de nuevo en las fechas importantes de los últimos doce meses del fallecido. Quien vive el duelo acompaña su soledad de fechas simbólicas que recuerdan el duelo: hay un primer cumpleaños sin esa persona, una primera vacación, una primera Navidad… Y así va rememorando lo sucedido hasta la conmemoración del primer año de la pérdida. Luego, todo es repetición. Si hemos sido vivaces y altivos ante el dolor, dejaremos que el tiempo nos diga que ha llegado el tiempo de cambiar el dolor por tranquilidad, de enfocar las energías a la alegría de haber disfrutado a esa persona, y de, en últimas, no haberla perdido. Son formas de aceptación que están en nuestras manos, o mejor, en nuestra mente. En cambio, cuando la pérdida no se admite y el ciclo no se cierra, la vida comienza a patinar sobre sí misma: no fluye. En estos casos, la negación suele envolvernos bajo una sombra que nos arrebata la luz y nos conduce inevitablemente hacia las tinieblas. Sentirse triste está bien, pero cuando la aflicción es permanente, el duelo se torna insano. 80 12 personajes en busca de psiquiatra Un mal duelo tiende a hacernos caer en la depresión. Pero no es una depresión cualquiera. Es una sensación persistente de congoja que no permite sentir placer por nada. El deprimido no solo se regodea en su pesar, sino que piensa consistentemente y durante un tiempo prolongado que nada vale la pena y, por lo tanto, no tiene sentido ni siquiera despertarse. A veces la persona deprimida no pude dormir, o se despierta de repente en la noche sin poder conciliar de nuevo el sueño, pensando en ideas fijas como, por ejemplo, la terrible pesadumbre de la pérdida que lo agobia. Puede ocurrir también que escuche voces negativas que recalquen el mensaje: “Tú no sirves para nada, ya no queda nada por hacer”. Es la depresión psicótica, que poco a poco va convenciendo a la persona de encontrar la mejor salida a su dolor: la muerte. Y hasta puede que la persona se concentre en adelante en planear el suicidio, y tenerlo de tal forma elaborado que reavive súbitamente su entusiasmo, que se le note contento, que parezca que ha salido adelante. No es sino una falsa mejoría: se encuentra feliz porque ya sabe cómo se va a matar. El duelo patológico se presenta, y uno puede detectarlo en consulta, cuando de manera permanente el individuo no funciona, ni para sí ni para los demás, ni en su trabajo ni en su casa, ni con su familia ni con sus amigos. No es capaz de hacer nada, no tiene ningún vínculo con las cosas que lo rodean ni con los recuerdos. Por supuesto, no todos los síntomas se dan al mismo tiempo ni en todos los pacientes. La labor del psiquiatra es ir evaluando los síntomas para saber cómo y cuándo interceder. Está visto, eso sí, que la soledad no suele ser una buena consejera, aunque haya personas capaces de superar el duelo de esta forma. La compañía de las personas que nos rodean y nos quieren, nos alivian el camino del dolor, así como las distintas formas de religiosidad o el desarrollo de El hijo de David 81 una filosofía de vida que nos haga aceptar las pérdidas como parte de la existencia. Sea como fuere, el duelo se resuelve en el momento en que uno acepta que la persona ya no está, o mejor, que está dentro de uno; no el cadáver, sino la persona viva, el alma vibrante del que se fue, por quien vale la pena regocijarse. Eso es, ni más ni menos, lo que le sucede a David. A pesar de sus múltiples duelos, su espíritu continúa vivo. En este sentido, son edificantes las permanentes reacciones que tiene en la finca de La Mesa, cuando su mujer ya se ha ido. Mientras escribe, imagina lo que habría opinado su esposa si estuviera viva, y hasta se ríe de sus ocurrencias. El alma de Sara permanece intacta en su corazón. La solución estética David se enfrenta de mil formas a la muerte. La muerte de sus seres queridos, la muerte de la ilusión a través de la razón científica, la muerte de la nitidez, la muerte de la pintura. ¿Qué anclaje en la vida le queda entonces? Como buen alquimista del arte, experto en la luz y en las sombras, David detiene el paso del tiempo y de la muerte en sus lienzos. El ojo del artista reconoce detalles a su alrededor que normalmente nuestros ojos no verían. Pinta como entendiendo que todo tiene un final, que todo sufre un desgaste, y que la belleza de la vida está más allá de lo que comprendemos como perfección. Pareciera que nos dijese, gracias a su sensibilidad, que toda sombra guarda una luz, un chorro de luz fugaz como un abrazo de vida ante la muerte: “[…] solo voy a gozar de la luz de los sonidos, y de la luz de la memoria y de su luz sin formas, pues mi vida se está yendo sin remedio” (González, ibídem, p. 42). Sin una visión estética del mundo, el paso del tiempo para David habría sido insoportable. Así como recobró ob- 82 12 personajes en busca de psiquiatra jetos olvidados en su entorno por el hombre y los llevó a la pintura, asimismo, desde la vejez, recuperó para su mundo interior el sentido del deleite por los mínimos detalles: el jardín amorosamente cultivado por su amada Sara, la caricia indiferente del que fuera su gato Cristóbal, la mirada inteligente de su hijo Jacobo, el carácter genuino de Ángela, su mucama… Todas estas son imágenes que su mente recuerda y que, en un acto de absoluta vitalidad, plasma en la escritura narrando su historia cuando paradójicamente se le está yendo la luz. David crea la bitácora de un navegante que llega a un abismo plasmado de color y de formas que se difuminan en la medida que la ceguera avanza. Su bitácora es, precisamente, esa actitud estética frente a la vida, a pesar de los óbices que encuentra en su camino. Al final presenciamos, incluso, la muerte de la palabra, cuando emerge con su disortografía el vocablo “marabilloso”, que no lo podemos interpretar de otra manera sino como la ruptura con las formas prediseñadas y rígidas de la gramática de la vida, que David ha hecho por su profunda experiencia de la vida y de la muerte. ¿Por qué el duelo no puede llegar a tener su ganancia dependiendo del punto de vista con que se mire? Quizás, más allá de las formas o maneras en que se nos presenta la vida, con sus dificultades, sus obstáculos, sus infortunios, lo importante sea el milagro que anida en ella: lo marabilloso. El remedio es aprender Más que el duelo al que se aproxima David en La luz difícil, lo que lo agobia es, realmente, lidiar con la anticipación, esa larga espera hacia la muerte desde que su hijo decidió que no soportaba seguir viviendo. Independientemente de la discusión ética en que nos sitúa Tomás González alrededor de dejar o no a un hijo quitarse la vida por dolor –no El hijo de David 83 lo pensaba “como un final sino como las puertas de su liberación, de su redención” (González, ibídem, p. 37)–, es claro que David, al igual que su esposa, podían consentir, pero no fingir. En los meses previos a la defunción de Jacobo, David comienza a tomar ansiolíticos, en particular clonazepam. Dice que se lo recetaron hace tres meses, pero no sabemos muy bien quién ni por qué. Él dice que los toma cuando siente que le va a dar claustrofobia, pero las circunstancias hacen pensar que no se trata de claustrofobia sino de ansiedad. Es probable –pero es solo una especulación psiquiátrica, pues no tenemos más información que la que el propio David nos ha querido soltar– que lo haya tomado y que incluso se lo haya autorrecetado para aliviar el insomnio y su intranquilidad frente a lo que estaba por venir. David admite que durante su vida ha tenido períodos de honda melancolía, instantes en que se desconecta del mundo y se ensimisma. Pero luego vuelve y la vida continúa, y su familia lo comprende y se lo respeta. No hay ni en el carácter ni en el comportamiento de David un signo de alerta que nos lleve a vigilarlo de cerca. En mi opinión, ni siquiera los ansiolíticos habrían sido necesarios. Mucho menos después del duelo, cuando David asume la muerte como una experiencia más de la vida, o mejor, como algo inexistente. La madurez de David para superar el dolor y la muerte está suficientemente descrita como para, además, intervenir terapéuticamente. La ayuda solo es conducente cuando el duelo se encamina hacia el llamado duelo patológico, cuando las negaciones a la pérdida nos sumergen en procesos depresivos que pueden acompañarse de formas psicóticas de negación. En estos casos se requieren incluso medidas farmacológicas para retornar a la vida social, académica y laboral sin limitaciones. Sin embargo, el duelo es un proceso que se debe atravesar, ojalá, sin prescripción de medicamentos. Más cuando se trata de una persona como David, un artista, a quien el duelo lo hizo ver la vida de manera más profunda. Eso es lo que deberíamos aprender de su duelo, y de su vida. 5 Florentino Ariza: Quijote y Don Juan Una patobiografía del protagonista de El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Pedro G. Guerrero G. PEDRO G. GUERRERO G. (Bogotá, 1937) es médico psiquiatra y sexólogo; profesor titular de la Facultad de Medicina de la Fundación de Ciencias de la Salud (Hospital San José); profesor de la Facultad Medicina de la Universidad del Rosario, y profesor emérito del Hospital Militar Central de Bogotá. Es también miembro asociado de la Sociedad Colombiana de Urología, miembro emérito de la Asociación Colombiana de Psiquiatría y presidente exoficio de la Sociedad Bogotana de Sexología. Ha publicado varias obras como autor o coautor. Entre ellas, Sexo en pareja (Editora Cinco, 1985), Sexualidad en los niños (Editora Cinco, 1986), Miedo al sexo (Presencia, 1988), La obra de la sexualidad, el amor y la familia (Prolibros, 1995) y Lecciones de sexología clínica (Altavoz, 2007). En coautoría con el doctor Alonso Acuña ha publicado los títulos El honorable miembro (Grijalbo, 1998), La pirámide del amor (Mondadori, 2001), La otra cara del amor (Mondadori, 2002) y El matrimonio virtual (Mondadori, 2003). En los periodos 1993-1995 y 1998-2000 dirigió el Proyecto de Educación Sexual del Ministerio de Educación. En este ensayo, el especialista analiza la personalidad de Florentino Ariza, protagonista de El amor en los tiempos del cólera (1985), de Gabriel García Márquez. El relato cuenta la historia de los amores frustrados de Florentino y Fermina Daza, consumados después de más de medio siglo de espera. Advertencia Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se anotan los números de página correspondientes. •• GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel (GGM). El amor en los tiempos del cólera. Editorial La Oveja Negra. Bogotá, 1985. Cuadro clínico El personaje manifiesta haberse enfermado de amor en su juventud, y exhibe con orgullo seis blenorragias contraídas como resultado de relaciones con seis centenas de mujeres. No se observa, sin embargo, trastorno mental ni necesidad de tratamiento psiquiátrico. Se descarta tajantemente una adicción al sexo y se refuta la existencia de tal patología. Nota del editor ¿Puede un hombre enfermar de amor? Ahí está el caso de Florentino Ariza. Su madre tenía que cuidarle las fiebres y el vómito típicos del cólera pero que eran en realidad síntomas de que se estaba muriendo por Fermina Daza. Comía flores de todos los calibres mientras le escribía cartas ardientes en sus ataques de ansiedad y, ya de adulto, tras el rechazo de Fermina, se dedicó a cultivar sus ansias de seductor profesional solo para paliar el dolor por la pérdida irreparable que, sin embargo, él consideraba apenas pasajera. Tuvieron que pasar cincuenta y tres años, siete meses y once días antes de que Florentino pudiera descargar su amor en los brazos ya seniles de Fermina. En el interludio, sin embargo, se entregó a las faldas de amantes furtivas, convencido de que “el amor ilusorio por Fermina podía ser reemplazado por un amor terrenal” (GGM, ibídem, p. 197); en su intento por “encontrar alivio para el dolor de Fermina” y saciar un brío que él no sabía muy bien si “era una necesidad de la conciencia o un simple vicio del cuerpo” (p. 239). Uno podría colegir que este “halconero sin sosiego” (p. 256) era un adicto sexual, un ser incapaz de controlar sus ímpetus y encontraba cualquier cantidad de justificaciones para lograr sus cometidos, no todos ellos precisamente responsables. “Levantaba sirvientas en los parques, negras en el mercado, cachacas en las playas, gringas en los barcos de Nueva Orleans” (p. 240). Alcanzó a sufrir seis blenorragias, pero lejos de preocuparse por ello, se jactaba de que tal enfermedad era más bien un trofeo de guerra. Puso en riesgo la vida 90 12 personajes en busca de psiquiatra de una de sus amantes, Olimpia, al escribirle en el vientre el letrero posesivo de “Esta cuca es mía”, provocando así indirectamente el asesinato de la pobre a manos de su marido, que vengó así su deshonra. Y en sus últimos años llegó a seducir a una muchachita de catorce años (de la que era su tutor), quien se entregó a sus brazos y luego no pudo soportar el rechazo de su amante por Fermina y se quitó la vida. Pero una cosa es lo que puede pensar un lector desprevenido y otra como opera la psiquiatría. ¿Puede un hombre como Florentino enfermar de amor? En el siguiente ensayo podemos obtener la respuesta. Fernando Gómez Garzón L a división artificial entre materia y espíritu, entre cuerpo y alma, hace parte de la herencia de nuestra civilización occidental. En asuntos sentimentales las ideas platónicas diferencian entre un Eros divino, consejero de amantes virtuosos, y un Eros vulgar que solo inspira bajas pasiones y acciones perversas. Así pues, por la fuerza de la costumbre y de acuerdo con nuestra ideología, dividimos el sentimiento amoroso en dos: de una parte, el amor espiritual o “puro” y de la otra el amor concupiscente, el amor carnal preñado, este sí, de erotismo y sensualidad. Sin embargo, el amor es uno solo, bien si toma el camino del placer y la satisfacción sexual o si se sublima y se disfraza con los velos del pudor. El mejor ejemplo de este dualismo en la narrativa colombiana es, sin duda alguna, Florentino Ariza, el inolvidable protagonista de El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, cuya patobiografía intentaremos en el presente ensayo. Sea el momento de una corta digresión, antes de entrar en materia, para precisar algunas definiciones que nos parecen indispensables. Entendemos por sexualidad el conjunto de pensamientos, emociones, actitudes y conductas que Florentino Ariza: Quijote y Don Juan 91 le permiten al ser humano la práctica de la función sexual; y a esta, como el ejercicio consciente y voluntario del sistema genital con fines placenteros, en primer lugar, y secundariamente reproductivos. En cuanto al vocablo erotismo, consideramos que expresa los factores culturales, enriquecedores de la voluptuosidad de la función sexual. En cuanto al amor, son innumerables las definiciones que se han hecho sobre el tema a través de la historia, casi todas en los escenarios de la filosofía y del arte. Tan solo en las últimas décadas, las neurociencias, la genética y la bioquímica nos han dado luces acerca de tal sentimiento. Recordemos que el hombre está hecho de naturaleza y cultura, y en este orden de ideas el amor es ante todo un sentimiento, una pasión cuyo origen se encuentra en lo que nos resta del instinto sexual de los mamíferos, pero al ser moldeado por la cultura nos permite la intimidad con otras personas. Aclarado lo anterior, debemos retomar el hilo de nuestro discurso, cual es el estudio de la vida amorosa de Florentino Ariza, y determinar, si nos fuese posible, la normalidad o la patología de su conducta sexual. A pesar de ser un personaje de ficción, su historia sentimental nos permite entender con claridad la visión que una sociedad finisecular decimonónica, católica y conservadora, tenía acerca del amor, la sexualidad y el matrimonio y, desde luego, la de aquellos comportamientos que se apartaban de las normas morales de la época. Florentino Ariza y la psiquiatría Siguiendo el texto de Gabriel García Márquez podemos acercarnos a la personalidad de Florentino Ariza. Fue hijo único de madre soltera y padre acaudalado casado con otra mujer, pero responsable de su hijo hasta el momento de su muerte. De sus estudios la novela no nos dice nada pero po- 92 12 personajes en busca de psiquiatra demos suponer, dadas sus condiciones socioeconómicas y las costumbres de la época, que debió de cursar la primaria y algunos años de bachillerato. A no dudarlo, fue un hombre inteligente, trabajador, responsable, de buenos sentimientos, honrado, buen hijo y buen ciudadano sin problemas nunca con la justicia. Y, sobre todo, buen amigo… de sus amigas. En resumen, un hombre de su tiempo y de su tierra, pero por fuera de cualquier sospecha: una persona normal. Sin embargo, un lector acucioso de los textos en estudio nos dirá que es muy difícil declarar como normal a un hombre que desde joven dio muestras de sus desvaríos. No hay más que recordar, nos dirá, que su madre tenía que curarle las fiebres y los vómitos típicos del cólera pero que en realidad eran las manifestaciones de que estaba muriendo de amor por Fermina Daza. Y ¿cómo explicar, continuará nuestro amable amigo, que una persona en sus cabales pudiese comer flores de todos los colores mientras le escribía cartas ardientes durante sus ataques de ansiedad? En verdad ¿puede un hombre enfermarse de amores? En primer lugar, debemos responderle a nuestro querido y puntilloso opinante que escribimos sobre un personaje de ficción, Florentino Ariza, hijo nada más y nada menos que del creador de Macondo, aquel reino maravilloso en donde casi todo puede ser posible, incluso morir de amor con síntomas análogos a los del cólera. En segundo lugar, “enfermar de amor” es una frase que ha ocupado miles y miles de páginas, desde el comienzo de los tiempos en la literatura de todas las culturas para designar aquellas manifestaciones somáticas que acompañan el enamoramiento. Manifestaciones que se hacen más excitantes y evidentes en los amores desairados hasta el punto de convertirse en emociones y sentimientos patológicos, todo ello por acción de los neurotransmisores cerebrales. Es decir, que lamentablemente sí podemos enfermar de amor. Florentino Ariza: Quijote y Don Juan 93 Desde el bando feminista se han proferido comentarios que ponen aún más en entredicho la salud mental de nuestro personaje. Es el caso de un ensayo publicado en la revista Poligramas y titulado “Del amor, la pederastia y otros crímenes literarios: América Vicuña y las niñas de García Márquez”, en el que la profesora Nadia V. Celis no solo acusa a Florentino de abusador de menores, sino de incestuoso. La escena que despierta la indignación de la autora aparece en los capítulos finales de la novela, cuando Florentino Ariza, a los 74 años, quedó al cuidado de América Vicuña, una pariente de 14 recién cumplidos y con quien tenía un “parentesco sanguíneo reconocido”. Todavía era una niña en todo sentido, con sierras en los dientes y peladuras de la escuela primaria en las rodillas, pero él vislumbró de inmediato la clase de mujer que iba a ser muy pronto, y la cultivó para él en un lento año de sábados de circo, de domingos de parques con helados, de atardeceres infantiles con los que se ganó su confianza, se ganó su cariño, se la fue llevando de la mano con una suave astucia de abuelo bondadoso hacia su matadero clandestino (GGM, ibídem, p. 372). Ante este episodio, cuyo desenlace es el suicidio de la adolescente rechazada por su amante, Nadia V. Celis señala: “Las historias de amor de Ariza resultan tan atractivas que nos tientan a leerlo como el amante ideal que él cree que es, no como el manipulador mujeriego que salta de una cama a otra causando considerable sufrimiento y múltiples muertes violentas entre los objetos de su apetito sexual”.1 Contra estas aseveraciones, debemos señalar que es muy discutible plantear un incesto, pues el parentesco era lejano y Florentino no era el padre adoptivo de América. Y en segundo lugar, es necesario tener presente que, para los años 1. Celis, Nadia V. “Del amor, la pederastia y otros crímenes literarios: América Vicuña y las niñas de García Márquez”, en revista Poligramas. Universidad del Valle. Número 33, junio de 2010, pág. 35. 94 12 personajes en busca de psiquiatra de El amor en los tiempos del cólera, la edad mínima permitida para contraer matrimonio era de doce años en las mujeres y de catorce en los hombres.2 Hoy en día Florentino sería objeto de un escándalo penal y mediático por estupro, pero en su tiempo era un hombre que obraba dentro del marco de lo normal. Además, debe advertirse nuevamente que este personaje es el fruto de las hipérboles garciamarquianas: si bien la narración goza de verosimilitud interna, las proezas de Florentino resultan francamente sobrehumanas por fuera del relato. En otras palabras, siempre hay que tener presente que El amor en los tiempos del cólera es una obra de ficción. Entonces, y para dar por terminada la controversia, nos afirmamos en nuestra apreciación acerca de la salud mental de Florentino Ariza: es una persona normal, tan normal como cualquier hombre que en el curso de su vida ha sentido la necesidad de hablar, más de una vez, con un psiquiatra. En cuanto a su vida sentimental, las cosas pueden no ser tan sencillas a juicio de nuestros lectores. De un lado, Florentino Ariza es el enamorado obsecuente y perenne de Fermina Daza durante más de medio siglo, es la copia al carbón de Don Quijote en cuanto a su veneración por Dulcinea. Pero del otro lado, mediante un extraño desdoblamiento, ese mismo enamorado fiel se transforma durante los años del matrimonio de Fermina en un cazador furtivo, en un seductor de mujeres, que de acuerdo con sus propios registros alcanzó la cifra de seiscientos veintidós amores continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces que no merecieron ser contabilizadas. En esta encarnación 2. El Código Civil colombiano sancionado el 26 de mayo de 1873 rezaba en su artículo 140: “El matrimonio es nulo y sin efecto […] Cuando se ha contraído entre un varón menor de catorce años, y una mujer menor de doce, o cuando cualquiera de los dos sea respectivamente menor de aquella edad”. En 2004 la Corte Constitucional homologó los 14 años entre hombres y mujeres. Florentino Ariza: Quijote y Don Juan 95 Florentino es una especie de Don Juan con características de Casanova, dos estilos diferentes con un solo objetivo: la conquista femenina. Pero mientras Don Juan utilizaba el engaño y abandonaba a la víctima una vez satisfecho su deseo, Casanova halagaba y seducía y jamás dejó insatisfecha a dama alguna. De otra parte, Don Juan era un noble y apuesto caballero mientras Casanova, de humilde cuna, estaba lejos de ser un hombre hermoso. Florentino Ariza, desde luego, tiene mucho más de Casanova que de Don Juan; fue un perfecto seductor pero no necesitó nunca de la mentira y jamás tuvo la intención de hacer daño alguno. Entonces, nos preguntarán algunos si es posible calificar de normal a una persona como Florentino Ariza después del análisis de sus amores que hemos realizado en el párrafo anterior. ¿Cómo puede ser normal un epígono de Don Juan o Casanova? ¿No estaremos más bien, frente a un sátiro, a un libertino, a un perverso, a un promiscuo; o, como dicen ahora, a un adicto sexual? Abramos el debate. El perverso es Freud A partir de finales del siglo XIX y comienzos del XX, la psiquiatría y el psicoanálisis transformaron el pecado en anormalidad y convirtieron el viejo confesionario en el diván del analista, desde donde decidieron lo normal y lo patológico acerca de la conducta sexual. Así las cosas, Don Juan y Casanova no pudieron escapar de la lectura moralista de psiquiatras y psicólogos, y entraron a hacer parte de la larga lista de perversiones sexuales con el pomposo nombre de donjuanismo. Según Freud, “el comportamiento de Don Juan se debe, sin duda alguna, al complejo de Edipo. El don Juan busca en todas las mujeres a su madre y no la puede hallar. Sus tendencias homosexuales inconscientes pueden hacerlo sentir excitado por el contacto sexual con 96 12 personajes en busca de psiquiatra mujeres pero no satisfecho. Una y otra vez buscará en vano la satisfacción con otras mujeres”.3 Don Gregorio Marañón, eminente médico y humanista español del siglo pasado, comparte las teorías del psicoanálisis, pues cree que Don Juan es un obseso por las mujeres.4 Y muchos años después, por la década de los noventa del siglo XX, la Revista MD publicó una interesante patobiografía de Casanova escrita por el doctor Félix María Martí-Ibáñez en la que afirma: “Sus rasgos psicológicos son su narcisismo, su irreligiosidad, su rebeldía contra la Ley, la indiferencia de sus amantes, su cinismo sexual, su exhibicionismo y su agresividad de tipo psicópata, esquizomaníaco y extravertido”.5 De unos años acá, a comienzos del siglo XXI, reaparece la vieja figura del perverso freudiano o del obseso de Marañón con un nuevo disfraz. Ahora Don Juan, Casanova y, cómo no, Florentino Ariza, han dejado su vieja condición de depravados y libertinos para convertirse por decisión de los psicólogos en adictos sexuales. Veamos algunos apartes de una columna publicada en las páginas editoriales del diario bogotano El Tiempo, y firmada por el doctor Juan Manuel Escobar, psiquiatra y psicoanalista jefe del Área de Psiquiatría de la Fundación Santa Fe de Bogotá: Existe la adicción al sexo en hombres y mujeres, pero por múltiples razones es más frecuente en ellos […]. Detrás de la adicción al sexo hay varias 3. Freud, Sigmund. “Sobre una degradación de la vida erótica”, en Ensayos sobre la vida sexual. Obras completas, volumen 1, editorial Biblioteca Nueva. Madrid, 1967. 4. Marañón, Gregorio. Don Juan: ensayos sobre el origen de su leyenda. Editorial EspasaCalpe. Madrid, 1975. 5. Martí-Ibáñez, Felix María. “Patobiografía de Casanova”, en Revista MD. Noviembre 1989- Febrero 1990. Florentino Ariza: Quijote y Don Juan 97 patologías. Algunas corresponden a un trastorno de la personalidad donde prima la escisión, la división del yo. Por ejemplo un hombre puede, por un lado, ser un ejecutivo, un profesional exitoso además de buen padre y esposo, y por otro con la parte escindida, un adicto al sexo (con prostitutas, con personas que trabajan con él y son sus subalternas, entre otras) […]. ¿Existe la normalidad sexual? Obviamente sí: es cuando lo sexual hace parte de la vida y el amor de la pareja, de su comunicación, de su intimidad física y emocional […]. Posiblemente esto es lo ideal.6 Como podemos ver, la adicción sexual, tan en boga en nuestro medio, no es otra cosa que una creación ideológica sin ningún respaldo científico, que surge de la fe de psicoanalistas y psicólogos y que la identifica con la infidelidad masculina y con los perjuicios que esta pueda causar. De otra parte, la palabra adicción se ha frivolizado y devaluado al punto de que ha desaparecido, tiempo ha, de los manuales de diagnóstico y estadística de la psiquiatría actual y de las publicaciones científicas de la especialidad, cuando se refieren a los trastornos relacionados con el consumo de sustancias psicoactivas. Las opiniones de Freud, Marañón, Martí-Ibáñez y ahora Juan Manuel Escobar, así como las de los psicólogos acerca de los adictos sexuales, parecen más una diatriba moral, un juicio de valor, que un diagnóstico psiquiátrico. Nuestros eminentes psicólogos no hacen diferencia entre ciencia e ideología y se olvidan de que la ideología no necesita ser demostrada pues solo basta con creer en ella. Porque la moral cristiana no puede concebir como normal aquellas conductas que se aparten de su ideal monogámico y heterosexual, los comportamientos “disipados” de Florentino Ariza, en su faceta de seductor, deben ser vetados. Los cristianos están en su derecho de pensar así; pero la ciencia no 6. Escobar, Juan Manuel. “Adicción al sexo”, en periódico El Tiempo, 23 de febrero de 2005. 98 12 personajes en busca de psiquiatra acepta otra cosa que la del criterio de la demostración de los hechos. Para la ciencia las cosas no son verdaderas por la autoridad de quien las define como tales, sino porque son demostrables. Como herencia de la ideología platónica, expresiones tales como anormalidad, anomalía, alteración, perturbación, trastorno, desorden etc. se emplean comúnmente como equivalentes de patológico o de enfermedad, y como sinónimos de lo inmoral. Sin embargo, puesto que la medicina encontró en la enfermedad el objeto de su estudio y en lo patológico desentrañó el significado de lo normal, en términos estrictamente médicos lo normal sería aquello que se encuentra en la mayoría de la especie humana o aquello que constituye el promedio de una característica mesurable. Por ello se confunden y se usan indistintamente los pares de conceptos salud-normal, y patológico-anormal. Y desde el punto de vista científico, lo normal nada tiene que ver con la moral. La psiquiatría y la sexología, en tanto que disciplinas médicas, recogen los conceptos anotados en el párrafo anterior que corresponden a la normalidad o anormalidad de sus estructuras biológicas: el cerebro en la primera, y el sistema nervioso, las hormonas y el endotelio de los efectores en la segunda. Pero en cuanto que el hombre es un ser social, no es suficiente el concepto de la ciencia para predicar la normalidad de sus conductas, pues desde el comienzo de la civilización se hace menester el cumplimiento de las normas que se le imponen para permitir la convivencia dentro de la sociedad. De manera que en este sentido, en el de las normas, no podemos hablar de la verdad o falsedad de las leyes sino de la justicia o injusticia de las mismas. En este orden de ideas, solo podríamos considerar como anormales, patológicas o inadecuadas aquellas conductas sexuales cuando son intrínsecamente nocivas para la integridad de otras personas o para la del sujeto que las realiza. Florentino Ariza: Quijote y Don Juan 99 Sobra decir que la nocividad debe ser objetivamente grave, pues de otro modo podrían interpretarse como tales aquellos comportamientos que se aparten, simplemente, de los considerados normales por la moral tradicional. De acuerdo con todo lo anterior, nuestro veredicto acerca de la vida amorosa de Florentino Ariza es que puede considerarse como normal para un hombre de su tiempo, soltero, Caribe, de clase media, enriquecido ya en su madurez, que amó con fervor durante toda su vida a Fermina Daza, y que amó también a otras mujeres, “porque se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna” (GGM, ibídem, p. 370). Pero nunca fue un libertino, un pervertido, un obseso o un adicto sexual. Sus esguinces sexosentimentales, por tanto, no requieren tratamiento. 6 La vida en otra parte Las euforias y las melancolías de Agustina Londoño, protagonista de la novela Delirio, de Laura Restrepo. Rodrigo Córdoba RODRIGO CÓRDOBA. Nacido en Bogotá, desde hace 20 años es director de postgrado en Psiquiatría de la Universidad del Rosario, de donde es egresado. Es asesor de investigación del Centro de Investigaciones del Sistema Nervioso de Colombia y ha sido presidente tanto de la Asociación Colombiana de Psiquiatría como de la Asociación Colombiana de Sociedades Científicas. Entre otros textos, es autor de los libros Detección temprana y manejo de los trastornos mentales (Noosfera Editores, 2006), en compañía de Carlos Felizzola Donado y Martha Isabel Jordán Quintero; y Depresión para médicos no psiquiatras (Pfizer, 1996). En este ensayo, el experto analiza el caso de Agustina Londoño, personaje central de la novela Delirio, de Laura Restrepo (Bogotá, 1950), ganadora del premio Alfaguara 2004. En ella se narra no solo la vida de la protagonista sino de toda su familia durante los tormentosos años que sufrió Colombia en los tiempos del narcotraficante Pablo Escobar. Advertencia Las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se anotan los números de página correspondientes. •• RESTREPO, Laura. Delirio. Alfaguara, 2004. Cuadro clínico La paciente evidencia un cuadro típico de trastorno afectivo bipolar. Sufre de cambios drásticos de temperamento que la llevan de la más desaforada euforia a la más profunda melancolía. Además, presenta eventos alucinatorios y delirios místicos y de grandeza. Tiene antecedentes de crisis anteriores y también predisposición genética por parte de su abuelo materno. Se recomienda medicamentos específicos para el control de los síntomas, como estabilizadores del ánimo, anticonvulsivantes y antipsicóticos. A guilar encontró a Agustina en la habitación de un hotel del norte de Bogotá, acurrucada en un rincón entre la mesa de noche y la ventana, mirando hacia ninguna parte, sumida en su propio mundo. Atónito, intentó sacarle alguna información, pero comprobó una y otra vez, salvo por un instante de lucidez en el que corrió a abrazarlo como si pidiera ayuda, que ella estaba sentada en la acera de enfrente de la realidad. “La vi pálida y flaca y con el pelo y la ropa ajados, como si durante días no hubiera comido ni se hubiera bañado, como si de repente fuera la ruina de sí misma, como si una vejación le hubiera caído encima” (Restrepo, ibídem, p. 38). Era domingo y Aguilar acababa de regresar de un viaje a Ibagué, donde había permanecido desde el miércoles anterior. Cuando partió, su mujer se quedó pintando las paredes de la sala, sin síntomas que pudieran anunciar una alteración tan radical de su ánimo. Pero ahora se hallaba como suspendida entre una burbuja transparente que la separaba del mundo, o mejor, que la envolvía en su propio mundo. Antes de devolverla a casa, Aguilar consideró prudente pasar por la sala de urgencias de la Clínica del Country, motivado por la sospecha de que Agustina hubiera ingerido algún tipo de droga, con la esperanza de que lo que le ocu- 106 12 personajes en busca de psiquiatra rría fuera pasajero. La encontraron “agitada y delirante”, sin “rastro de sustancias extrañas en la sangre” (Restrepo, ibídem, p. 24), cuenta Aguilar. Pero el diagnóstico resultó confuso para él y no le ayudó a saber qué hacer. Ya en el hogar, Agustina continuó ida, al menos ida de la presencia de Aguilar. Experimentaba cambios bruscos de conducta. Permanecía callada mucho tiempo, no comía, no se bañaba, ni siquiera se levantaba de su cama. Un día se dedicó a hacer crucigramas y solo hablaba de ellos; en otros momentos se quedaba como absorta. Así, alelada, anotaría Aguilar, recordaba “la bella indiferencia de las histéricas” (Restrepo, ibídem, p. 107). Cuando decidía levantarse, emprendía tareas inanes. Un día le dio por llenar peroles de agua y distribuirlos por todo el apartamento, en una ceremonia frenética que Aguilar no podía interrumpir ni alterar sin suscitar su ira. Otro, resolvió dividir el apartamento en dos, un lado para Aguilar y el otro para ella, desde donde anunciaba la inminente llegada de su padre, quien, sin embargo, había muerto hacía diez años. Un mes entero duró Agustina de paseo por los bordes de una realidad paralela que alimentaba con episodios de su infancia, mezclados y alterados a su antojo con premoniciones y otras quimeras de la imaginación. Aguilar habría de admitir, contra su propia ilusión, que eso que parecía (o que él deseaba que fuera) una crisis súbita, estaba precedido de episodios similares. Durante los tres años que llevaban viviendo juntos, Agustina ya había sufrido ciertos desatinos, pero Aguilar se negó siempre a reconocer que Agustina estaba enferma. Así se lo confesó a Sofi, la tía de Agustina, quien le ayudó a paliar la última crisis, y quien en un momento dado le increpó a Aguilar el hecho de no haberla llevado a que la viera un especialista. Pero él tenía su propia justificación: “Cuando Agustina está bien es una mujer tan excepcional, tan encantadora, que a mí se me borran de La vida en otra parte 107 la mente las demasiadas veces que ha estado mal, cada vez que superamos una crisis, me convenzo de que esa fue la última manifestación de un problema pasajero” (Restrepo, ibídem, p. 273). Pero no lo era. A pesar de la negación de la evidencia, Aguilar terminaría por aceptar que, antes del viaje a Ibagué, había hecho todo lo posible por acabar de una vez con aquellos episodios “pasajeros”: psicoanálisis, terapia de pareja, litio, antidepresivos, terapia conductista, gestalt. Puede que, en este sentido, Aguilar haya exagerado para quedar bien con la tía Sofi, pero es improbable que hubiera mentido sobre los síntomas que describió a continuación: altibajos de todos los colores y las tallas, “crisis de melancolía en las que Angustina se retrae en un silencio cargado de secretos y pesares, épocas frenéticas en las que desarrolla hasta el agotamiento alguna actividad obsesiva y excesiva; anhelos de corte místico en los que predominan los rezos y los rituales; vacíos de afecto en los que se aferra a mí con ansiedad de huérfano; períodos de distanciamiento e indiferencia en los que parece que ni me ve ni me oye ni parece reconocerme siquiera, pero hasta ahora ningún trance tan hondo, violento y prolongado como éste” (Restrepo, ibídem, pp. 273 y 274). Los síntomas la delatan Imaginemos que todo esto que Aguilar le confiesa a la tía Sofi, y todo lo que, paralelamente, narra Laura Restrepo acerca de Agustina Londoño, personaje central de Delirio, bien por su propia cuenta, bien en la boca de otros personajes, lo relatan ambos durante una sesión psiquiátrica a la que, resignados, han acudido en compañía de Agustina, muda y extraviada, incapaz de decir por sí misma lo que le ocurre. Un diálogo extenso con Aguilar, con Laura, incluso con la tía Sofi, arrojarían suficiente luz sobre las tinieblas 108 12 personajes en busca de psiquiatra de la mente de Agustina. Pero, lejos de las especulaciones, las páginas de la novela son elocuentes para completar el rompecabezas de la paciente. Sabemos por Aguilar que Agustina, antes de su última crisis, solía sumirse en silencios prolongados, períodos de tristeza profunda alternados con momentos de enérgica actividad. Pasaba fácilmente de la “exaltación a la melancolía” (Restrepo, ibídem, p. 55). Cinco meses antes de su última crisis, le dio por escuchar una y otra vez los tríos de Schubert y lloraba horas enteras al compás de la música. Luego, un buen día, se olvidó de ellos. Más adelante, cayó en un letargo tan fuerte que Aguilar tuvo que llevarla al hospital de la Hortúa, donde un médico la trató con amital sódico. “Tres veces al día bajaba el efecto de la droga y yo debía darle de comer y llevarla al baño, recuerda Aguilar, y así durante algunos minutos su cuerpo volvía en sí pero su alma seguía perdida, su mirada volcada hacia adentro y sus movimientos mecánicos y ajenos, como los de una marioneta” (Restrepo, ibídem, p. 283). Al cabo de cinco días, Aguilar decidió llevársela de nuevo para la casa. Estos períodos contrastaban con otros de gran agitación, como cuando le dio por conducir una empresa de exportación de telas estampadas en batik, con tanto empeño que transformó la casa en un taller con todas las de la ley, con pinturas, bastidores, rollos de algodón y masas pegajosas que se prendían con facilidad a los tapetes y a los zapatos, cúmulos de tinturas, telas y demás elementos propios de la industria que se esparcían no solo por la sala y el comedor sino por la cocina y los baños. Mientras tanto, Aguilar no pronunciaba palabra porque Agustina estaba radiante “inventando diseños y ensayando mezclas de colores” (Restrepo, ibídem, p. 159), ocupando todo su tiempo y sus fuerzas en una iniciativa que, no obstante, nunca dio frutos. Al final del año la empresa había quebrado por falta de clientes, La vida en otra parte 109 y entonces Agustina se entregó de nuevo y con más veras a una depresión inatajable. El ritmo de su hiperactividad y de su melancolía se veía de pronto y, finalmente, cruzado por instantes de lucidez en los que Agustina parecía volver en sí para ser la de siempre, la mujer que Aguilar había conocido en la universidad mientras él era profesor y ella su estudiante dieciséis años menor. “En ciertos momentos excepcionales, a veces en medio de las peores crisis, la normalidad parece apiadarse de nosotros y nos hace breves visitas” (Restrepo, ibídem, p. 109). Un día, tras el episodio del hotel, que Aguilar llamaba “episodio oscuro”, Agustina había dado señales de estar regresando de su mundo. Aguilar la encontró en la cocina, preparando una sopa de verduras que procedió a servir y a tomar con un insólito gesto de cotidianidad. Luego, ambos subieron a la habitación a ver televisión como cualquier par de cónyuges normales. Pero cuando terminó el programa, Aguilar “sintió que ella volvía a mirarlo con expresión vacía y supo que aquella tregua había llegado a su fin” (Restrepo, ibídem, p. 112). Desesperado, Aguilar no tendrá más remedio que admitir: “A Agustina, mi bella Agustina, la envuelve un brillo frío que es la marca de la distancia, la puerta blindada de ese delirio que ni la deja salir ni me permite entrar” (Restrepo, ibídem, p. 112). Las sospechas sobre su estado de salud Delirio, que viene del latín delirare, significa ‘fuera del surco’ y hace referencia a las huellas profundas que deja el arado cuando rasga la tierra. Una persona delirante, desde el punto de vista patológico, es aquella que se apropia de verdades que carecen de lógica en la realidad. Una idea delirante es una alteración en el contenido del pensamiento, 110 12 personajes en busca de psiquiatra una creencia falsa que surge sin una estimulación externa apropiada y que se mantiene inamovible frente a la razón. El delirio es un síntoma de lo que se denomina psicosis, término genérico que designa estar fuera de la realidad, de la razón, y en general incluye enfermedades mentales como la esquizofrenia, el trastorno afectivo bipolar, psicosis infantiles como el autismo y psicosis orgánicas producidas por enfermedades generales o traumas. Hay diferentes tipos de delirios. El más común es el delirio de persecución, que es la idea falsa de ser perseguido y que generalmente se estructura en relación con alguien conocido: un familiar, un amigo, un vecino, un compañero de trabajo o incluso seres o entidades con las que nunca ha tenido relación. Existe también el delirio de grandeza, mediante el cual se llega a creer en poderes extraordinarios, en capacidades exageradas. Los pacientes creen tener mucho poder, dinero, ser muy admirados. Y los delirios de referencia, durante los cuales se está convencido de que en cualquier suceso en el entorno tiene que ver la persona. Por ejemplo, si alguien mira para cualquier lado, el paciente lo interpreta como una señal de que se habla de él. Hay delirios místicos, que tienen que ver con creencias religiosas: los pacientes creen que tienen una misión especial, que son enviados de Dios o que, sencillamente, son Dios. Los hay celotípicos: se cree ciegamente en la infidelidad de la pareja y se monta una persecución relacionada con todas las personas a su alrededor. Y de negación: se cree firmemente que no se tiene un órgano, por ejemplo estómago, corazón o pulmones. Agustina, quien desde pequeña había cultivado para sí misma facultades adivinatorias, gracias a las cuales se volvió famosa por haber encontrado, mediante telepatía, “a un joven excursionista colombiano que se había extraviado en Alaska” (Restrepo, ibídem, p. 141), estaba convencida de La vida en otra parte 111 esos poderes. Cierto día, tras haber sido diagnosticada con preeclampsia cuando llevaba cinco meses de embarazo, se sintió capaz de leer los pliegues de las sábanas. En la quietud de la cama en la que se hallaba postrada por prescripción médica, imaginaba que las arrugas le enviaban señales. “Quédate quieto un momento –le decía a Aguilar– que quiero ver cómo amanecieron las sábanas”. Y luego aseguraba que los dobleces de la tela le auguraban un parto exitoso. Sin embargo, en ocasiones los presagios de las sábanas se tornaban más oscuros y pesimistas. “Como si se tratara del dictamen de un juez despiadado, los pliegues de las sábanas determinaban el destino nuestro y el de nuestro hijo, y no había poder humano que hiciera reflexionar a Agustina sobre lo irracional que era todo aquello” (Restrepo, ibídem, p. 159). El tipo de delirio puede dar una orientación diagnóstica, por ejemplo en el trastorno afectivo bipolar (TAB), que es de lo que podría padecer Agustina. En las fases de manía predominan las ideas delirantes de grandeza, como el tener poderes adivinatorios o la creencia de realizar un gran negocio de características internacionales, mientras que en las fases depresivas predominan las ideas delirantes negativas y los “malos presagios”. Son pistas suficientes para encaminarnos en ese sentido. El trastorno afectivo bipolar es una enfermedad que afecta los mecanismos que regulan el estado de ánimo. Se caracteriza por la alternación de elevados momentos de euforia con otros de profunda melancolía. La euforia suele venir acompañada de mucha actividad, grandes proyectos por lo general inconclusos, cambios de conducta y una exagerada atención a todo, lo cual dispersa e impide sentir cansancio. No parece haber necesidad de dormir y a veces ni de comer. Durante este periodo de excitación pueden surgir ideas delirantes y hasta alucinaciones. Hay un arreglo 112 12 personajes en busca de psiquiatra personal exagerado y una gran familiaridad en el trato, aun con extraños. Es lo que se denomina manía. En contraste, en los episodios de melancolía predominan el ánimo triste, la falta de energía, la dificultad para tomar decisiones o iniciativas, el cansancio, el desaliento, las ideas de minusvalía, de soledad, de muerte. En ocasiones se llega a planear un suicidio e incluso a intentarlo. Hay alteración del sueño y propensión a una total inmovilidad. También pueden aparecer ideas delirantes de negación, de culpa, y un descuido evidente en el cuidado personal. Es lo que se conoce como depresión. Las primeras descripciones del trastorno bipolar datan de la Grecia Antigua. Hipócrates, Plutarco y Galeno hablaron con precisión de los síntomas de manía y de depresión y, además, las interrelacionaron como episodios de la misma enfermedad. En la historia más reciente, en el siglo XIX comenzó a llamarse locura circular, o locura de doble forma. En 1882, el psiquiatra Karl Ludwig Kahlbaum describió la manía y la melancolía como fases de un mismo mal. A la forma leve la llamó ciclotimia, y la forma más grave la denominó vesania typica circularis. Kahlbaum propuso bautizarla con el nombre de locura maníaco-depresiva. Luego fue llamada psicosis bipolar y actualmente se le conoce como trastorno afectivo bipolar. Sobre este trastorno hay puntos básicos que siempre se han reconocido: es cíclico, con diferentes fases en su evolución y períodos de normalidad entre crisis. Los síntomas principales están expresados en el área afectiva, y van de la depresión a la manía, con todo un espectro de manifestaciones entre ambos estados de ánimo. Muchos de estos síntomas saltan a la vista en Agustina. Pero ¿de dónde vienen? ¿Pudo haberle ocurrido algo, acaso, un suceso traumático, tal vez, que le hubiera producido la enfermedad? ¿Habría podido evitarse? La confusión en La vida en otra parte 113 este sentido es, en muchas ocasiones, la causa de que cientos de pacientes hayan sido mal diagnosticados. El trastorno afectivo bipolar es una enfermedad biológica y genética en su origen, lo cual quiere decir que puede ser hereditaria. Nuestros estados de ánimo están regulados por el sistema límbico, que es algo así como el cerebro de las emociones. Este cerebro es el que nos permite reaccionar de manera coherente con las circunstancias que vamos experimentando a diario: sentir alegría frente a un éxito empresarial y tristeza cuando estamos en duelo, por ejemplo. Pero cuando el sistema límbico funciona mal, las emociones, y por tanto nuestro estado de ánimo, se desordenan sin que podamos evitarlo, produciendo topes de exaltación o de congoja que no son coherentes con lo que estamos viviendo en la realidad. Hay una distorsión entre nuestro estado de ánimo y lo que nos sucede. Desde el punto de vista biológico, los neurotransmisores juegan un papel crucial en este desorden. Existen hipótesis sólidas de que, por ejemplo, hay un aumento de dopamina en las fases maníacas y una disminución de serotonina durante la depresión. En cualquier caso, todo esto ocurre sin que medie la voluntad. La predisposición genética Aunque el trastorno afectivo bipolar puede aparecer en pacientes de primera generación, está claro que es una enfermedad hereditaria. En la historia familiar de Agustina hay evidencia relacionada con su mal. En su árbol genealógico salta a la vista su abuelo materno, Nicolás Portulinus, un músico alemán que terminó en Colombia componiendo bambucos y disfrutando del amable clima de Sasaima. El abuelo sufría de trastornos que alternaban la depresión, la irritabilidad y un aumento súbito de la actividad motora. Tenía ideas fijas delirantes y en ocasiones alucinaciones. 114 12 personajes en busca de psiquiatra Era habitual que confundiera el río Sasaima con el Rin alemán de su infancia, y que viera en un furtivo alumno de piano una especie de enviado de los dioses. En sus delirios, recitaba los nombres de los ríos de Alemania en orden alfabético. De niño, presentó dificultades para hablar y tartamudeaba. En su última crisis, se dejó llevar por las aguas del río Sasaima y se ahogó. Portulinus, para completar, tuvo una hermana mayor en Alemania que sufría de una enfermedad mental. Se masturbaba compulsivamente y, encerrada en su silencio, fue aislándose hasta que los médicos de la época le diagnosticaron quiet madness o insania. Un día no pudo más con el mal que la aquejaba, y que aterraba a Portulinus, y se suicidó ahogándose en el Rin. Más cercana tenemos a la mamá de Agustina, Eugenia, descrita por la tía Sofi, su hermana, como una mujer hermosísima pero rara, y “como ausente”, con propensión a deprimirse. Eugenia suele negarse a las evidencias, entre ellas, precisamente, la muerte de su padre. Ella siempre les sostuvo a sus hijos que Portunilus había abandonado a su madre y regresado a Alemania, cuando en realidad se había ahogado por culpa suya, pues la familia la había dejado cuidándolo por el riesgo de que cometiera algún desvarío, como en efecto ocurrió. La verdad fue que ella se quedó dormida mientras lo velaba y, al despertar, supo que, durante su breve sueño, el padre se había tirado al río. Luego negaría también, contra toda evidencia, el hecho de que su hermana hubiera sido amante de su esposo. La predisposición genética, que en este caso se ve claramente en el abuelo Nicolás, en la tía abuela y en la madre depresiva es, sin embargo, solo eso: una predisposición. Al desorden biológico hay que añadirle dos factores: el sicológico, que es el que nos hace vulnerables a la enfermedad, y el sociocultural, que es el entorno en el que crecemos y maduramos. La vida en otra parte 115 Observemos a Agustina y su entorno sicológico. Es la segunda hija de tres hijos, dos hombres y una mujer, de una familia acomodada. No hay datos del embarazo, parto y desarrollo sicomotor, pero parecen ser normales. Mantiene una relación distante con el padre, al cual lo describe como autoritario y agresivo física y verbalmente con el hermano menor, el Bichi, porque tenía “una cierta tendencia hacia lo femenino” y quería “corregir el defecto” (Restrepo, ibídem, p. 125). Agustina siente adoración por el padre, aunque no puede contener la rabia y el odio cuando maltrata a su hermano menor, a quien intenta siempre proteger con ceremonias secretas y adivinaciones. Mientras tanto, a la madre la describe como fría y distante. Estudió en un colegio de estrato alto de niñas, al parecer con un rendimiento promedio, y luego no estudió. Refiere que su temor mayor es “a la sangre derramada” y habla de varios episodios. Uno, mientras le cortaba las uñas al hermano menor, y por error le corta el pulpejo del dedo medio. Entonces se asusta con el llanto del hermano, se siente culpable por hacerle daño ya que es ella la que se cree protectora del dolor que le causa el padre. El segundo, cuando asesinan al celador de los vecinos y muere en la puerta de su casa, adonde se acercó a pedir ayuda. Es la primera vez que ve morir a un hombre. El tercero, con la menarquia, que sucede mientras jugaba en Sasaima en la piscina con los primos. Se asusta, llora, “le parecía horrible que la sangre se le saliera por ese lado y le manchara la ropa y que su mamá la mirara con cara de reproche, como se mira a alguien que hace algo sucio” (Restrepo, ibídem, pp. 169-170). Durante su infancia, desarrolló otros temores: a los leprosos; a los francotiradores del 9 de Abril, por las huellas de balas que quedaron de esa época en los postigos de la 116 12 personajes en busca de psiquiatra casa; a “los estudiantes con cabeza rota y llena de sangre y sobre todo la chusma enguerrillada que se tomó Sasaima” (Restrepo, ibídem, p. 135). Ante estos temores, era la figura del padre la que le daba protección. Tuvo dos abortos. El primero fue un aborto voluntario, cuando quedó embarazada de un amigo de la familia, “el midas” McAlister, lavador de dólares. Él no respondió. Y el segundo, cuando le diagnosticaron preeclampsia al quinto mes de embarazo con Aguilar y se concentró en leer el destino de su bebé en los pliegues de las sábanas. Abortó al séptimo mes. Vive con Aguilar hace tres años y antes de la crisis se ganaba la vida leyendo el tarot, adivinando la suerte e interpretando el I Ching. Su mayor destreza fue haber hallado por telepatía al excursionista colombiano que se perdió en Alaska. Ahora observemos su entorno familiar. De Eugenia ya hemos hablado, aunque valga añadir que no acepta a Aguilar por ser de otra clase social, porque él no se ha divorciado de su primera mujer y porque es un simple profesor de literatura, un “manteco”. Tampoco acepta la enfermedad de Agustina y, en cambio, justifica los síntomas de su hija por la vida que lleva al lado de ese hombre. Luego están su padre, Carlos Vicente Londoño, un hombre de alcurnia que al final había entrado al negocio de lavado de dólares para conservar su estatus, y los hermanos de Agustina: Joaquín, el mayor, duro y agresivo como el padre, aficionado a los caballos y a los lujos y quien continuó en el negocio de lavar dólares; y Carlos Vicente, a quien le dicen el Bichi y Agustina ama con locura. Por ser homosexual, era rechazado tanto por su padre como por su hermano Joaco, y en la adolescencia decide irse a vivir a México. Por último, tenemos a la tía Sofi, la hermana menor de Eugenia, quien ayudó a cuidar la casa y a criar a los hijos de La vida en otra parte 117 su hermana por la depresión de esta, pero también terminó en México, con el Bichi, cuando la familia se enteró de que había sido amante de su cuñado. Por lo que podemos observar, Agustina es una mujer especialmente sensible y vulnerable, a quienes sus familiares no prestaron suficiente atención para descubrir su anomalía. Suele suceder en cualquier ámbito que el trastorno afectivo bipolar no sea detectado a tiempo para tratarlo por la propensión a confundir la enfermedad con un rasgo de carácter: “Es que ella es así”. Tanto la madre, que culpa a la relación que Agustina sostiene con Aguilar, como el propio Aguilar, que vive de creer que Agustina se va a recuperar por sí sola cuando pase la crisis, son dos ejemplos de la susceptibilidad que existe para negar el problema en vez de enfrentarlo. Con razón, Aguilar terminará aceptando, uno, que el delirio de Agustina “es de naturaleza devoradora y que puede engullirlo como hizo con ella, y dos, que el ritmo vertiginoso en que se multiplica hace que sea contra reloj esta lucha que además emprende tarde, por no haberse percatado a tiempo de los avances del desastre” (Restrepo, ibídem, p. 22). Una vez más, es lo que ocurre muchas veces con esta enfermedad. Se niegan los primeros indicios dándole explicaciones racionales como “es cosa de su personalidad”, o “es que ya va a pasar”, o “es por lo que le tocó vivir”, todas explicaciones plausibles pero que no ayudan a aceptar una enfermedad mental. Análisis del caso Agustina ha presentado en su última crisis cambios bruscos de ánimo, ansiedad y depresión. Duerme poco, producto del aumento de la actividad motora. Ha experimentado 118 12 personajes en busca de psiquiatra pensamientos mágicos y delirantes de grandiosidad, como la espera de la venida del padre muerto para aumentar su poder. Ha tenido momentos de agresividad verbal con la tía y con Aguilar y períodos de aislamiento y mutismo. Hay antecedente de crisis previas, algunas de tristeza a las que le siguen episodios de hiperactividad y de negación de los hechos traumáticos, como el aborto por preeclampsia al que le sigue la idea de un negocio grandioso: la exportación de telas teñidas, el cual fracasa aparentemente por la vuelta a una depresión. Ha sido tratada con múltiples terapias que, según el relato, no contribuyen a la mejoría de los síntomas. Por el contrario, estos se van haciendo más fuertes y más prolongados. Mi impresión diagnóstica sobre Agustina Londoño es trastorno afectivo bipolar. Fase actual: manía. El tratamiento Es muy importante que la persona y sus familiares entiendan que todos los cambios de conducta, es decir los cambios notables en relación con el funcionamiento previo, la inestabilidad del ánimo y todo lo que sucede durante una crisis, son una enfermedad. En este sentido, la primera recomendación es conocer la enfermedad y aceptarla. Hacer un análisis de en qué situaciones o en qué época se han presentado las crisis para, en esos momentos, consultar cuanto antes al psiquiatra y poder prevenir una crisis. Sobre todo, estar alerta a las alteraciones del sueño y al insomnio, que generalmente es el primer síntoma de una crisis. En segundo lugar, los medicamentos son importantísimos. Contra las crisis, se requieren medicamentos específicos para el control de los síntomas. Los indicados se conocen como estabilizadores del afecto, porque actúan sobre los episodios maníacos o depresivos y previenen nuevas cri- La vida en otra parte 119 sis. Existen tres grupos de estos medicamentos, comenzando por el carbonato de litio, primero en ser descubierto y en ser utilizado para el TAB. El segundo grupo es el de los anticonvulsivantes, que actúan como estabilizadores de la membrana neuronal y han demostrado su utilidad. Los más usados son el divalproato de sodio, la carbamazepina y la lamotrigina. El tercer grupo es el de los antipsicóticos, que cada vez son más usados en la fase de mantenimiento. Entre los típicos se encuentran la pipotiazina de depósito, y entre los nuevos la olanzapina, la risperidona, la quetiapina, el aripiprazol y la paliperidona. El trastorno afectivo bipolar se puede controlar, pero es fundamental tomar el medicamento de forma permanente. En consecuencia, un psiquiatra debe buscar el que menos efectos molestos genere, dependiendo del paciente. Como es una enfermedad, la voluntad no alcanza para mantenerse bien. Sirve, sí, para aceptar lo que se sufre, y para adoptar una vida con hábitos sanos de sueño, comida y ejercicios. Justamente por eso es definitivo trabajar contra el estigma de los males de la mente como el que sufre Agustina. 7 Del lado de allá El síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple, visto a través del análisis psiquiátrico de Esteban, Jung y Paula, personajes de la novela El síndrome de Ulises, de Santiago Gamboa. Mario Alberto Peña García MARIO ALBERTO PEÑA GARCÍA (Villavicencio, 1974) es médico y psiquiatra de la Pontificia Universidad Javeriana y sexólogo clínico de la Fundación Universitaria Ciencias de la Salud. Actualmente es el director del Centro de Sexualidad y Salud Mental, en Cali, Colombia. Entre 2009 y 2012 fue inmigrante en España, donde se desempeñó como psiquiatra y sexólogo clínico, y como gerente médico de una compañía farmacéutica. En 2012 regresó al país para poner en marcha su propio centro de sexología. En este ensayo, el especialista analiza a tres personajes de la novela El síndrome de Ulises, publicada en 2005. El análisis de la obra, del escritor Santiago Gamboa (Bogotá, 1965), permite descubrir cómo la psiquis de los personajes se ve afectada por su condición de inmigrantes en París. Advertencia Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se anotan los números de página correspondientes. •• GAMBOA, Santiago. El síndrome de Ulises. Seix Barral. Primera edición. Bogotá, 2005. Cuadro clínico Jung y Esteban presentan claros síntomas de depresión y ansiedad como consecuencia de la migración. En el caso del primero son mucho más notorios y la somatización es evidente. Su permanente sensación de zozobra, miedo, tristeza y sentimiento de culpa son dignos de alerta. En contraste, Paula no parece presentar ningún trastorno, a pesar de sus fuertes impulsos sexuales. E l título del libro es suficientemente explícito: El síndrome de Ulises. Fue descrito por el psiquiatra español Joseba Achotegui, quien trabaja en el hospital San Pedro Claver de Barcelona, en el servicio de atención psicopatológica y psicosocial a inmigrantes y refugiados. Hace referencia a un síndrome padecido por los inmigrantes, caracterizado por estrés crónico y múltiple. Si bien los signos y síntomas que lo componen podrían configurar el diagnóstico de otras entidades como depresión, estrés agudo o trastorno adaptativo, en el contexto del inmigrante son lo suficientemente específicos como para ser categorizados de forma independiente en la nosología psiquiátrica. Aunque muchos psiquiatras no están de acuerdo con la denominación, sí coinciden en que los inmigrantes se ven enfrentados a un gran número de situaciones vitales que generan estrés durante el proceso de migración o adaptación, y que pueden desencadenar una franca patología mental. A pesar de que el síndrome de Ulises fue descrito en los inmigrantes ilegales, todos los que migran han padecido alguno de los síntomas que lo conforman. Por esta razón, la psiquiatría transcultural se está ocupando cada vez más del asunto. “Existe una relación directa e inequívoca entre el grado de estrés límite que viven estos inmigrantes y la apa- 126 12 personajes en busca de psiquiatra rición de sus síntomas psicopatológicos”, ha escrito Achotegui.1 Y Santiago Gamboa se encarga de corroborarlo en la ficción, contando la odisea de veintitrés inmigrantes que han viajado a París desde distintas partes del mundo y que comparten muchos de sus infortunios en el propósito común de salir adelante en un lugar que resulta inhóspito para ellos, no solo por las diferencias culturales y de idioma, sino por el hecho de sentirse ciudadanos de menor categoría. Ya desde las primeras páginas del libro nos damos cuenta de que la migración ha influido profundamente en la psique de los personajes. Sus padecimientos hacen eco en la voz de Esteban, el protagonista, un estudiante bogotano de doctorado en Literatura que reclama su lugar en el mundo y que durante el relato nos invita a acompañarlo en esa búsqueda frenética por la supervivencia en una ciudad que le es extraña y miserable. Aunque París atrae millones de turistas por su belleza y prosperidad, es precisamente esta última la que les es esquiva a Esteban y a la mayoría de los inmigrantes que se topan con él durante la novela. “Vivíamos peor que los insectos y las ratas” (Gamboa, ibídem, p. 11), dice Esteban, para situarnos más allá del encanto del turismo, en unas condiciones que difícilmente perciben los visitantes. Cuando uno no es turista sino inmigrante, sufre una serie de pérdidas (o duelos, como los llama Achotegui) que hacen necesario un proceso de reorganización personal y adaptación a los cambios que pone a prueba todos nuestros mecanismos psicológicos sanos. En pocas palabras, nos estresamos ante las forzosas modificaciones relacionadas con la familia, los amigos, el idioma, la cultura, la situación social, el contacto con otros grupos y el riesgo físico que a ve1. Achotegui, Joseba. “Emigrar en situación extrema: el síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple (síndrome de Ulises)”, en Norte de Salud Mental, número 21, 2004, pág. 51. La vida en otra parte 127 ces implica tener que sobrevivir. Y ese estrés no es esporádico, como podría suceder frente a cualquier acontecimiento imprevisto, sino “intenso y prolongado”, dependiendo de las condiciones de nuestra migración, lo cual desencadena una serie de síntomas psicológicos y físicos. De acuerdo con la descripción del síndrome de Ulises que expone Achotegui, son cuatro los síntomas cardinales que padecen los pacientes: la soledad, por haberse separado de los seres queridos; el sentimiento de fracaso, que generalmente tiene que ver con las falsas expectativas que se crea el inmigrante en su imaginación, y que contrastan de manera brutal con la realidad a la que se enfrentan; la preocupación constante por cómo alimentarse y dónde vivir; y, finalmente, el miedo, que es exacerbado por todos los anteriores motivos de estrés y que condiciona al inmigrante a reaccionar con ansiedad ante futuras eventualidades. En muchos de los personajes de la novela podríamos rastrear esta sintomatología, pero quiero concentrarme en tres de ellos con el ánimo de ejemplificar los diferentes tipos de migración, que a su vez, ayudan a poner en evidencia el síndrome: Esteban, Jung y Paula. Cada uno de ellos vive su estancia en París desde distintos ángulos. Esteban está allí por decisión propia, porque busca encontrarse a sí mismo en su camino a convertirse en escritor. Sus padecimientos son, de alguna forma, consentidos. Jung, en cambio, es un exiliado norcoreano que tras haber soportado las condiciones más adversas en su país, y luego huyendo de él, termina en París por resignación, por ser la única posibilidad entre muchas puertas que se le han cerrado de manera traumática. Finalmente, tenemos a Paula. El de ella es, si se quiere, el paradigma de la migración ideal, y más adelante veremos por qué. Limitémonos a decir por ahora que es una niña rica que está de paso por la Ciudad Luz para aprender francés antes de regresar a la vida que sus padres le tienen pla- 128 12 personajes en busca de psiquiatra neada en Bogotá: casarse y conseguir un excelente empleo en las telecomunicaciones. El caso de Esteban Llevado quizás por la idea romántica de que en París se cuecen mejores habas, Esteban se instala en Francia para cursar un doctorado en Literatura, tras haber sido echado por su novia española, con quien vivía en Madrid. Sus síntomas aparecen pronto: maldice por no haber escogido otra ciudad, una más cálida y con gente más abierta. Sus expectativas iniciales contrastan pronto con la realidad y siente, de entrada, la frustración: resuelve que las cosas siempre son mejores en otros lugares y que su decisión fue errónea. “El mundo giraba y estaba solo, hundido en un hueco húmedo y pobre” (Gamboa, ibídem, p. 16), nos cuenta en relación con la pequeña “chambrita” que ha conseguido, de nueve metros cuadrados y sin vista a la calle. Este sentimiento de desamparo lo experimentan incluso quienes viajan con parte de su familia, pero suelen ocultarlo por orgullo, por no querer preocupar a sus parejas o porque quieren demostrar que están firmes, que son un bastión sobre el que se pueden apoyar. Y más adelante, añorando a su novia, Esteban confiesa: “Victoria viajaba en un tren hacia una ciudad lejana, y al pensarlo lloré con todas mis fuerzas, como si fuera la última noche de un hombre sobre la tierra. Y supe lo que era la orfandad” (Gamboa, ibídem, p. 17). La sensación de “orfandad” es justamente la que une a todos los inmigrantes, los hace vivir cerca los unos de los otros, y encontrarse una y otra vez para compartir sus lamentos. Esteban, al igual que sus compañeros de “orfandad”, también debe enfrentarse a una realidad común de la migración: resignarse al trabajo que le den y, por ende, sentirse un ciudadano de tercera. Su primer factor de estrés La vida en otra parte 129 es conseguir una vivienda: “[…] pues por dura que sea la vida cualquiera necesita un cuarto propio, como escribió Virginia Woolf, un lugar a salvo de las miradas y charlas ajenas, donde uno pueda llorar o cortarse las venas en absoluta libertad” (Gamboa, ibídem, p. 25). El segundo motivo de preocupación es la cuenta bancaria, que va haciéndose cada vez más escasa. Pronto consigue trabajo como profesor de español, pero las clases no son suficientes para costearse su manutención. Así, debe aceptar otro oficio: el de lavaplatos en el segundo sótano de un restaurante coreano, a horas imposibles, con tal de reunir el dinero suficiente para sobrevivir. “Un trabajo, algo que me quitara el miedo a no tener la plata del alquiler y verme en la calle, o el de no poder comer bien y caer enfermo, y sobre todo el miedo a no poder soportar la vida que había elegido y tener que regresar a Bogotá, derrotado” (Gamboa, ibídem, p. 50). Poco a poco, se hace a una vida más llevadera por la posibilidad que le brinda conocer a otros inmigrantes quizás más pobres que él: exiliados de diversos países, entre ellos varios exguerrilleros colombianos; mujeres de Europa Oriental que ven en la prostitución una oportunidad para progresar; personajes que lo conectan con su ámbito, el de la literatura, y le permiten acceder a otros escritores ya reconocidos que pueden estimularlo en su lucha por no fracasar. Estas y otras esperanzas, como la de fantasear con el regreso de Victoria, van alimentándole una ansiedad notable que se pone en evidencia en varios episodios en los que no se atreve a salir de su “chambra” por esperar que suene el teléfono. Permanentemente, mientras nos va relatando la vida de los demás inmigrantes que hacen parte de la novela, Esteban se atormenta con la duda de si eligió bien, de si todo no fue más que un error; y se angustia con la probabilidad de no salir nunca de esa pocilga y de la tortura que representa 130 12 personajes en busca de psiquiatra aquel sótano húmedo y frío. Sufre claros síntomas depresivos y de ansiedad que, de haber tenido a mano a un psiquiatra, podría haber tratado adecuadamente, pero en su lugar, sobrelleva con alcohol. En más de una ocasión, Esteban no bebe para divertirse, sino para relajarse, para olvidarse de su realidad y acceder a otras instancias de su ánimo. Sin embargo, conforme va mejorando su vida (consigue una mejor habitación, incrementa su vida sexual cuando menos lo esperaba, sus ingresos aumentan y, sobre todo, conoce a Paula, quien no solo le ayuda económicamente sino que le sirve de tabla de salvación en sus crisis), los síntomas van desapareciendo. Es, precisamente, lo que diferencia el síndrome de Ulises de otros males de la mente como el trastorno depresivo mayor. Esteban ve la vida oscura y desolada no por una exageración de su psique, sino porque su vida es, en realidad, oscura y desolada. En tanto mejoran sus condiciones de vida, los síntomas de su depresión y de su ansiedad van disminuyendo. Así suele ocurrir con la mayoría de inmigrantes que padecen el síndrome. Jung, el hombre derrotado Un caso distinto es el de Jung, el norcoreano que Esteban conoce en el sótano de aquel restaurante en el que trabaja como lavaplatos. Jung es su compañero de trastos, y vive en un hotel de inmigrantes, según nos cuenta Esteban, “uno de esos hostales que, además de los residentes fijos, tiene por huéspedes a travestidos y putas, a toxicómanos que buscan cobijo para inyectarse o fumar crack sentados en un inodoro, hostales con escaleras que huelen a orines y a basura, con ratas y nidos de palomas en las ventanas” (Gamboa, ibídem, p. 53). Y sin embargo, la vida le sonríe ahora en comparación con su pasado. Desde joven quiso escapar de su país para “hacer lo que le diera la gana”. Pero antes se La vida en otra parte 131 casó y tuvo una hija que murió a los siete años por desnutrición y su esposa no aguantó la pérdida: se intentó suicidar (algo prohibido en Corea del Norte) y como sobrevivió, la arrestaron y más tarde terminó recluida en un hospital psiquiátrico. Jung, mientras tanto, intentó escapar a China, pero fue devuelto a la frontera y puesto en prisión por nueve penosos años. Finalmente pudo huir y tras un largo periplo de penurias, llegó a París donde consiguió el trabajo de lavaplatos en el que se siente explotado pero aguanta con resignación. Al menos tiene un techo donde vivir. “Pensé que era un pobre desgraciado y que a nadie le importaría si me cortaba las venas. Y eso me dio fuerzas. Cuando uno es tan poca cosa para los demás tiende a cuidarse. Si tenía suerte y me protegía, tal vez podría volver a vivir algo bello. Un rato alegre, por ejemplo. O dejar de tener miedo. Desde hacía seis años tenía miedo” (Gamboa, ibídem, p. 56), le contó a Esteban. Y lo seguiría teniendo. A su sensación de zozobra permanente se le sumaba un sentimiento de culpa por haber abandonado a su esposa. A diferencia de Esteban, quien podía volver a Bogotá si quería, Jung sabía que su patria la había perdido para siempre. Todo lo que tenía en su país, incluida su mujer, lo había dejado atrás. Estaba convencido de que su vida no iba a cambiar y, no obstante, guardaba la remota esperanza de rescatar a su esposa y llevarla a París junto a él. Pero incluso eso le daba miedo; miedo al reproche o a la posibilidad de que ella ni siquiera lo reconociera. Un día, Esteban fue testigo de su padecimiento cuando lo vio doblado por un dolor abdominal. Tuvieron que remitirlo a un hospital donde los médicos le diagnosticaron “estrés crónico, cefalea y la probable somatización de un estado de angustia, de ahí los dolores abdominales, algo que muy bien podría corresponder con la vida del pobre Jung”. (Gamboa, ibídem, p. 211). 132 12 personajes en busca de psiquiatra Por donde se le mirara, no cabía ninguna alternativa para que su vida mejorara, de manera que su síndrome no podía sino acrecentarse hasta aniquilarlo. A pesar de haber conseguido un préstamo para pagar el rescate de su esposa para llevarla junto a él en París, terminó quitándose la vida justo el día en que ella llegaba. El cuadro de Jung en estas circunstancias podría confundirse con el de un trastorno depresivo mayor. Si a pesar de las condiciones adversas los inmigrantes guardan un secreto optimismo de que las cosas empiecen a cambiar para bien, en Jung ya no había esperanza. Muchos de sus síntomas son los de una depresión común: permanente tristeza, incapacidad para divertirse, quejas frecuentes, ausencia de humor, pesimismo, autoculpabilización, baja autoestima, preocupación por fallar, pérdida de interés, ideas fijas y empobrecimiento de la vida social, entre otros; además de los corporales: colon irritable, migrañas, dolores musculares. Aun así, en Jung es difícil delimitar la frontera a partir de la cual el estrés crónico y múltiple deriva en una depresión, o mejor, si fue la depresión y no el Síndrome de Ulises la que lo llevó a terminar con su vida. Está suficientemente documentado que el trastorno depresivo mayor contiene un alto componente genético, una predisposición a sufrirlo que puede ser desencadenada por situaciones de intenso estrés. No obstante, a diferencia de su esposa, que cayó en depresión por no aceptar la pérdida de la hija, Jung luchó hasta lo insufrible en adelante por sobrevivir, a pesar de haber estado sometido a la adversidad durante mucho tiempo, y de no encontrar una salida muchas veces. A los depresivos “clásicos” les suele faltar el deseo de vivir la vida. En consecuencia, no tenemos suficiente información para concluir cuáles fueron las causas que lo llevaron a suicidarse. Entre otras cosas porque, en muchos casos, el suicidio ni siquiera está relacionado con el trastorno del afecto La vida en otra parte 133 en sí, sino que corresponde a una decisión vital, derivada de la propia conceptualización de la existencia. ¿Qué pudo pensar Jung para optar por la solución extrema? Podríamos ofrecer distintas líneas de especulación, pero la verdad es que ya no lo sabremos. Paula, en busca de su individualidad El mayor contraste con Esteban y Jung, e incluso con los demás inmigrantes de la novela, lo marca Paula, una hermosa mujer de veintiséis años. De clase alta y signada por la voluntad de sus padres que quieren que aprenda francés durante un año, casarla luego en Bogotá con un pretendiente de alcurnia, y después dirigirla hacia una profesión digna de sus aptitudes, bien sea en la televisión o la publicidad, Paula convierte su condena en una oportunidad de liberación: “[…] tengo deseos y sueño con satisfacerlos” (Gamboa, ibídem, p. 39), le comenta a Esteban. Sus deseos son sexuales y es evidente que no puede satisfacerlos en Colombia, donde lo más probable es que su conducta sea reprobada por su familia, por sus amigos y por su propio novio, con el que Paula confiesa que se siente aburrida en el plano erótico. Ya en su adolescencia había descubierto el placer de una manera categórica y sin ningún tipo de pudor: “el sexo desde la primera vez me dejó convertida” (Gamboa, ibídem, p. 39). Pero ni siquiera pudo admitirle sus experiencias a su prometido, por temor al escándalo y al rechazo. Le habría encantado tener más de lo que obtiene de su novio en el plano sexual, pero no es capaz de decírselo porque sería un irrespeto. Esta situación es extremadamente frecuente en las relaciones de pareja, y muchos de quienes leen este artículo estarían de acuerdo con ella cuando concluye: “[…] pero la verdad es que yo me muero de ganas de que me irrespete” (Gamboa, ibídem, p. 39). Lo habitual 134 12 personajes en busca de psiquiatra es que los individuos sostengan una determinada vida sexual creyendo satisfacer a su pareja, y que luego se sorprendan cuando en una disputa el otro confiese que habría esperado mucho más. Paula sentía enormes deseos de explorar su sexualidad, pero en el ambiente donde creció era imposible. De manera que resolvió aprovechar su viaje a Francia, lejos de la censura y de los juicios de valor, para darle rienda suelta a su sensibilidad sexual. A diferencia de otros inmigrantes, Paula no se separaba de su familia y de sus demás seres queridos: huía de ellos para su propio beneficio. Eso les sucede con mucha frecuencia a un buen número de migrantes: sienten que el país a donde llegan les va a permitir expresar su sexualidad con la libertad que han soñado, para gozar sin sentir el reproche o el cuestionamiento permanente a sus decisiones. Durante mi viaje por España, conocí muchos casos de personas que se habían “exiliado” para poder ser abiertamente homosexuales sin tener que enfrentarse a la crítica de sus familias y de sus grupos sociales. El anonimato, que suele ser un motivo de estrés en ciertos migrantes, era para Paula una garantía de su dicha. Dentro de su agitada vida sexual, hay descripciones de tríos, grupos, sexo anal, relaciones homosexuales y heterosexuales casuales y, en fin, casi cualquier práctica sexual que se nos pueda ocurrir. Aquí lo importante es que ella nos pone de manifiesto que las disfruta, que hacen parte de su viaje hacia el conocimiento de sí misma. Incluso llega en algún momento a cobrar por tener sexo, solo para satisfacer su curiosidad. El éxito del viaje de Paula a París reside en el ejercicio de su libertad, mediante la cual puede decidir sobre su propia vida sexual y ser dueña de su cuerpo. Curiosamente, lo que se percibe con más frecuencia en los migrantes es que, por tener comprometido su estado de ánimo, ven afectada también su vida sexual. Sin embargo, La vida en otra parte 135 si no llegan a consulta para hablar sobre su estado de ánimo, menos lo harán para discutir sobre su apatía sexual. En este sentido, Paula fue una tabla de salvación para Esteban, quien aprovechó los bríos eróticos de ella para descubrir un deleite de la actividad sexual que lo salvó de hundirse en la depresión. Cada cual con su tratamiento, si lo requiere Al analizar a los tres personajes de la novela en cuestión, podemos sacar las siguientes conclusiones: Esteban presentó inicialmente un cuadro compatible con el síndrome de Ulises o, para quienes no quieran utilizar el epónimo, con el síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple, caracterizado por síntomas de ansiedad y episodios depresivos. Pero luego fue saliendo adelante con ayuda de Paula y con las oportunidades laborales que mejoraron progresivamente su calidad de vida. Si lo hubiera tenido en mi consultorio no lo habría medicado, como no habría medicado a ningún paciente que llegara con el síndrome de Ulises. A fin de cuentas, es normal que sientan estrés crónico frente a situaciones adversas persistentes. Lo que hay que cambiar es su realidad para que los síntomas comiencen a disminuir. Sin embargo, sospecho que mis colegas se habrían decantado, en el caso de Esteban, por una aproximación psicoterapéutica dejando como posibilidad posterior la inclusión de algún fármaco: un ansiolítico, por ejemplo, para paliar la ansiedad que evitaba con el alcohol, y de pronto un antidepresivo para mejorar su ánimo. En cuanto a Jung, aunque no presenta todos los síntomas asociados con el síndrome de Ulises –pues a pesar de todo vive mejor en París que como vivía en Corea o durante su larga travesía de escape–, su miedo y su tristeza son evidentes y profundos; tanto, que afectan ostensiblemen- 136 12 personajes en busca de psiquiatra te su cotidianidad. Jung no tiene futuro, sus expectativas son escasas. Su cuadro sugiere la presencia de un trastorno depresivo en una persona que ha migrado, para cuyo tratamiento se podría haber utilizado cualquiera de las diversas posturas vigentes en el momento que, de forma muy general, se pueden resumir en tres: psicoterapia exclusiva, medicación antidepresiva o una combinación de estas dos. Este último abordaje, desde mi punto de vista profesional, daría un cumplimiento más satisfactorio a las expectativas del tratante y del paciente. Sin embargo, es posible que el desenlace fuera el mismo, pues no contamos en la actualidad con ningún método infalible para prevenir ni para evitar el suicidio. Tal vez se le habría podido ayudar a vivir mejor la antesala a su muerte premeditada, pero está visto que el que ha tomado la determinación real de quitarse la vida, generalmente lo cumple. Por último, aunque imagino que muchos lectores esperaban encontrar un análisis de la vida sexual de Paula digno de su exuberancia y variedad, en mi opinión como sexólogo clínico no presenta ninguna patología específica y, por tanto, no requiere tratamiento. Eso sí, habría sido conveniente orientarla en cuanto a la protección para evitar un embarazo no deseado o una enfermedad de transmisión sexual. Nada más. 8 La enfermedad del olvido Comentarios a la obra En la laguna más profunda, de Óscar Collazos. Francisco Lopera R. FRANCISCO LOPERA R. es médico cirujano y neurólogo clínico de la Universidad de Antioquia, con una licencia especial en Neuropediatría con énfasis en Neuropsicología en la Universidad Católica de Lovaina (UCL), en Bélgica. Es profesor titular en Neurología del Comportamiento en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, y fue jefe del Servicio de Neurología Clínica del mismo centro educativo. Ha sido médico neurólogo en la Clínica León XIII de Medellín; médico rural y director del Hospital de Acandí, Chocó; y fundador y profesor de la Sección de Investigaciones Psicológicas, hoy Departamento de Psicología de la Universidad de Antioquia. Desde 1990 dirige el Grupo de Investigaciones en Neurociencias de la Universidad de Antioquia. Ha participado en varios proyectos colaborativos internacionales con la Universidad de Harvard, la Universidad de Washington, el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos, el Proyecto del Genoma Humano, el Instituto Cajal de Madrid y el Centro de Neurociencias de Cuba. También es autor y coautor de más 110 publicaciones en revistas científicas nacionales e internacionales sobre aspectos clínicos, neurológicos, neuropsicológicos, neurogenéticos y moleculares de trastornos neurodegenerativos como las enfermedades de Alzheimer, Parkinson, Huntington, Wilson y Cadasil, y sobre trastornos del neurodesarrollo como el déficit de atención con hiperactividad. Ha presentado numerosas ponencias en congresos nacionales e internacionales y es autor o coautor de varios libros y capítulos de libros. En este texto, el autor hace un análisis de la enfermedad que aqueja a Mamamenchu, la abuela de Alexandra, narradora de la historia de En la laguna más profunda, publicada en 2011. La novela de Óscar Collazos (Bahía Solano, 1942) reproduce las memorias que la niña transcribe acerca de sus años al lado de su abuela, una mujer encantadora que, sin embargo, va deteriorándose poco a poco a causa de la pérdida de memoria. Advertencia Las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se anotan los números de página correspondientes. •• COLLAZOS, Óscar. En la laguna más profunda. Edito- rial Norma. Bogotá, 2011. Cuadro clínico La paciente, de 81 años, evidencia un cuadro típico de alzhéimer. Sufre de alucinaciones, olvida los rostros y los nombres de sus familiares más cercanos, y tiene dificultades para recordar palabras. Se muestra irascible, confunde su propia ropa con la ajena, y formula las mismas preguntas una y otra vez. Ha olvidado el uso de algunos utensilios y le cuesta trabajo vestirse por sí misma. Para mejorar la memoria, se recomiendan ejercicios físicos y de estimulación cognitiva, y administración de inhibidores de la acetil colinesterasa o moduladores del glutamato; también se aconsejan paliativos para mejorar la calidad de vida, como medicamentos para regular el humor, el estado de ánimo y el sueño. E n la laguna más profunda narra la historia de una niña de nueve años que va descubriendo gradualmente la enfermedad del olvido en su abuela. La familia trataba de minimizar e ignorar los síntomas, pero la pequeña descubría, cada vez con mayor claridad, tanto los signos de la amnesia como los esfuerzos de sus padres por ocultarle el drama de la enfermedad de Alzheimer en la abuela. La mujer, a quien cariñosamente le dicen Mamamenchu, invita a la nieta a dar un paseo por su finca y le muestra el lugar donde alucina con su esposo, ya fallecido, vestido de gala. La nieta se da cuenta, pero le sigue la corriente. No le discute su alucinación; es más, se la alimenta imaginándola bailando con su abuelo en trajes de gala en medio del bosque, al lado del río. Alucinaciones y delusiones (conceptos o imágenes que no se atañen a la realidad) son dos tipos de síntomas relativamente comunes en la enfermedad del olvido. Las alucinaciones del alzhéimer generalmente son visuales, pero a veces también pueden ser auditivas. En la alucinación, el paciente ve lo que los demás no ven, como al abuelo ya fallecido vestido de gala que ve la abuela pero que no ve la nieta, quien solo lo puede imaginar. Generalmente no son tan dramáticas como las alucinaciones de los pacientes psi- 142 12 personajes en busca de psiquiatra cóticos; las viven como algo muy natural, como le pasaba a la abuela en la novela: simplemente le gustaba ir al mismo lugar en el campo porque allí la visitaba su difunto esposo. La abuela tenía el poder de convertir en alucinación su deseo para hacerlo real. Era capaz de transformar sus sueños en alucinaciones. Las delusiones son ideas delirantes, como creer, por ejemplo, que alguien le tiene armado un complot a uno, que lo quieren envenenar, que lo están robando, o que un ser querido fallecido hace muchos años aún vive. La idea delirante (o delusión) más frecuente en pacientes con alzhéimer es considerar que alguien ha robado todo lo que embolata a causa de su mala memoria. Dado que el paciente no es consciente de sus olvidos, es lógico que atribuya la pérdida de sus cosas al espíritu malvado de alguien que se las esconde o se las roba. A Mamamenchu, las delusiones se le presentaron un poco más tarde que las alucinaciones, pero en una forma particular: en vez de quejarse porque le robaban las cosas que se le perdían, se quejaba porque alguien le guardaba ropa ajena en su armario, o se negaba a pagar una prenda en un almacén porque la consideraba de su propiedad. Las delusiones más fuertes las presentó la abuela cuando su hija Esmeralda la llevó a una institución geriátrica. La abuela narró entonces que el ese lugar era tremendo: Furiosos, dice mi madre que dijo la abuela. Demonios furiosos. Le arrebataban las cobijas, la sacaban de la cama, la rodeaban y querían clavarle en el cuerpo sus uñas filosas, esmaltadas como cuchillos de plástico. No tenían ojos, algunos no tenían nariz, y los que tenían boca dejaban ver unos colmillos espantosos […]. –No me quieren –decía–. Me hacen maldades (Collazos, ibídem, p. 74). Ninguna de esas maldades se las hacían sus compañeros inofensivos; todas eran producto de su delirio. Como no le La enfermedad del olvido 143 gustaba el sitio, se inventó todas esas delusiones o ideas delirantes, que ella vivía, al igual que todos los pacientes con alzhéimer, como realidades. La nieta observaba que a medida que le pasaban los años, la abuela se volvía cada vez más irritable y de mal genio. Se ponía de mal humor por cualquier cosa. La madre, que comprendía muy bien estas oscilaciones en el estado de ánimo de la abuela, pedía que la dejaran tranquila. El mal humor es un síntoma muy común en la enfermedad de Alzheimer. El paciente se puede volver muy susceptible y enojarse por cualquier cosa. Puede magnificar los eventos de una manera exagerada. Ocasionalmente, la irritabilidad puede llegar a grados de excitación y agresividad verbal o física. A veces dicha agresividad está dirigida contra el cuidador o contra las personas más allegadas y queridas de su familia. Es frecuente que la personalidad previa del paciente se intensifique. Por ejemplo, si el paciente era de mal genio, su genio empeora. Pero en ocasiones pueden observarse comportamientos opuestos a los que tradicionalmente presentaba el paciente en su vida previa. Aunque la abuela se volvió cada vez más irritable con el curso de su enfermedad, no hizo graves episodios de excitación y agresividad como puede suceder excepcionalmente en algunos pacientes. Por lo general, el paciente con demencia alzhéimer no representa un peligro para el cuidador en el sentido de que en una crisis de agresividad le pueda ocasionar un daño. Cuando presentan agresiones, en general son de tipo impulsivo más que conductas agresivas planificadas o elaboradas. Tejer y destejer Por otro lado, la nieta observaba que la abuela iba perdiendo sus habilidades, pero cuando se sentaba a tejer, dis- 144 12 personajes en busca de psiquiatra frutaba más tejiendo que acabando el tejido. Tejía y destejía en una perseverancia que no incluía terminar la tarea. En esta descripción se incluyen dos signos muy frecuentes de la enfermedad del olvido: la apraxia o pérdida del saber hacer, y la perseverancia. El paciente pierde ciertas habilidades, por ejemplo para cocinar, para vestirse o para hacer un oficio particular. En cambio, aumenta la perseverancia en una tarea repetitiva determinada. Por ejemplo, tejer y destejer sin objetivo, como lo hacía la abuela, simplemente por el placer de tejer para nada. Curiosamente, la abuela no olvidó cómo tejer, aunque hubiese olvidado cómo hacer otras actividades. La apraxia del tejer la conservaba intacta. Más allá de este recurso literario, probablemente en la realidad del alzhéimer no es posible conservar indefinidamente esta disociación entre conservar la habilidad y el agravamiento de la conducta perseverante. La acalculia, o dificultad para hacer cálculos matemáticos, y las dificultades para reconocer las cantidades y usar adecuadamente el dinero al hacer compras, se altera rápidamente al alcanzar el estado de demencia. Cuando la abuela empezó a firmar cheques por una suma muy superior al valor de la cuota de una hipoteca que había terminado de pagar diez años atrás, y cuando empezó a confundir los nombres de las personas y a saludar a desconocidos con abrazo como si fueran personas muy allegadas, ya no quedaba ninguna duda de que estaba picada por el alzhéimer, el terrible mal del olvido. ¿Cómo es que se llama? Mejor me callo La propanomia, u olvido de nombres propios, es, generalmente, el primer síntoma de anomia (el olvido de las palabras) en la enfermedad de Alzheimer. Los nombres propios son mucho más susceptibles al olvido que los nombres La enfermedad del olvido 145 de objetos. Los falsos reconocimientos son tan comunes como la dificultad para reconocer seres queridos, familiares o amigos. Tan fácilmente el paciente puede no reconocer un amigo o un familiar, como experimentar una sensación de familiaridad con un extraño a quien considera conocido previamente, y saludarlo, incluso, con abrazo como si fuese una antigua conocida. Luego de la propanomia, aparece la anomia. El olvido no solo afecta a los almacenes de nombres propios, sino a los almacenes de las palabras, de los nombres de las cosas, de los sustantivos y de los adjetivos. Cuando la anomia se fue haciendo grave, la abuela se demoraba tanto buscando la palabra que quería decir que se rendía y prefería guardar silencio. Así empezó la hipoespontaneidad verbal o, mejor, la calladera, que finalmente llevó a la abuela al mutismo absoluto en la fase avanzada de la enfermedad. Aunque la descripción de la enfermedad de la abuela corresponde a una persona afectada con alzhéimer, Alexandra, la nieta, no alcanza a percibir los primeros síntomas del mal, que tienen que ver con la pérdida de la memoria reciente. Su recuerdo se inicia con las alucinaciones, que suceden cuando el paciente ya tiene demencia. Sin embargo, la abuela, según cuenta Alexandra, posee una excelente capacidad de raciocinio y lucidez mental, al mismo tiempo que “goza” de sus alucinaciones. Por otra parte, hay una fase larga de la enfermedad, omitida por Alexandra quizás porque no la vivió, que puede tomar entre dos y cinco años, que precede a la demencia y se conoce como deterioro cognitivo leve. Este se caracteriza principalmente por un síndrome amnésico puro que afecta las vivencias recientes pero no las vivencias del pasado, y que los médicos conocemos como síndrome de amnesia anterógrada o amnesia hipocampal. El reconocimiento de esta etapa es minimizada por la familia de la abuela, como sucede muchas veces 146 12 personajes en busca de psiquiatra en la enfermedad del olvido. Los familiares consideran que los olvidos son olvidos tontos, olvidos sin importancia, nada grave. La relevancia de estos síntomas en muchas ocasiones solo se hace evidente cuando se salta del síndrome amnésico al síndrome demencial. La enfermedad, al igual que le sucede a Mamamenchu, puede progresar silenciosamente y por un tiempo indeterminado, antes de que sus allegados la detecten como tal. Es una especie de mal traicionero que se va robando las facultades mentales lenta y sistemáticamente sin que pueda ser identificado desde el comienzo. Justamente, el alzhéimer se inicia con una amnesia hipocampal porque los depósitos de basuras proteicas como el amiloide y la proteína tau (basuras tóxicas que destruyen las neuronas) empiezan por la corteza entorrinal. Este cuadro amnésico, característico de la etapa inicial de la enfermedad del olvido, se manifiesta en la repetidera, conducta descrita también en el personaje de la abuela, pero un poco más tarde en el curso de la evolución de su enfermedad. La repetidera es el primer síntoma de la enfermedad del olvido y es el producto de una clara pérdida de la memoria reciente. Además de ser el primer síntoma, es el más frecuente. Como olvida lo inmediato, la abuela no recuerda que acaba de hacer una pregunta y la vuelve a formular, y así constantemente hasta agotar la paciencia de su interlocutor. ¿Ajiaco? No conozco ese postre Al mismo tiempo que progresaban los problemas de memoria, los estados de confusión eran tan frecuentes en la abuela que en un cumpleaños de su nieta creyó que se trataba de la celebración del suyo propio. Los estados de confusión son frecuentes en el estado intermedio entre el síndrome amnésico y el síndrome demencial, pero son mucho más frecuentes cuando el paciente ya tiene demencia. La enfermedad del olvido 147 Cuando la abuela ya había perdido demasiado la memoria reciente, comenzó a perder la memoria semántica. Esta es una memoria mucho más resistente al olvido y empieza a debilitarse cuando el alzhéimer está a medio camino. Su principal manifestación es la pérdida del significado de las palabras. La abuela llegó incluso a perder el significado de la palabra ajiaco, que era su plato favorito. Decía que nunca había oído hablar de ese postre. La misma abuela se burlaba de su anomia. Añoraba las épocas en que podía hablar de corrido. Ahora no lo podía hacer. En la mitad de una frase se bloqueaba buscando una palabra en los almacenes vacíos de su memoria. Otro de los síntomas de la enfermedad de Alzheimer, evidentes también en la abuela, son las conductas de desinhibición asociadas a las delusiones. La enfermedad provoca que la capacidad de autocrítica y el juicio moral desaparezcan. De ahí que a la abuela no le preocupara, como le hubiese sucedido en el pasado, andar desnuda por su casa. Así, entra desnuda al dormitorio donde su hija y su yerno ven televisión, y empieza a reburujar su armario y a sacar y tirar al piso prendas propias que no reconoce como suyas. Asegura que alguien está guardando ropa en su clóset. Algo similar le sucedió con su propia imagen: llegó el momento en que no reconocía su rostro en el espejo y se asustaba, razón por la cual tuvieron que retirarle los espejos. Pero así como a veces no reconocía lo suyo, en otras ocasiones consideraba lo ajeno como propio. Sucedió en una ocasión que se fue de la casa y tomó un vestido de un almacén como si fuera suyo, y se negaba a pagarlo porque consideraba que no tenía por qué pagar una prenda de su propiedad. Su seguridad en esta idea la llevó a encontrarse rodeada de un corrillo de personas que se aproximaron al lugar del escándalo para observar el desenlace de la conducta infractora de la abuela. 148 12 personajes en busca de psiquiatra Respecto al vestir, también aparecieron algunos signos de desinhibición: elegía prendas de mucho colorido y no apropiadas para su edad; buscaba su ropa en un armario ajeno y se vestía con prendas de fiestas ajenas. Es muy común que en la demencia tipo alzhéimer se presenten dificultades para combinar adecuadamente las prendas de vestir, antes de que aparezca la apraxia del vestir o dificultad para ponerse adecuadamente la ropa. Antes se pueden observar conductas de perseverancia, es decir, el uso repetido de los mismos atuendos. Con la apraxia del vestir pueden aparecer otras apraxias, en especial la apraxia ideacional: un trastorno del saber hacer o saber utilizar los objetos, que es común en la enfermedad de Alzheimer. La abuela trataba de cortar la carne con el tenedor o trataba de tomarse la sopa con el cuchillo en vez de usar la cuchara. A medida que avanzaba la enfermedad, se le fue olvidando usar su dentadura y no podía masticar alimentos muy sólidos o duros. Cada vez su dieta tenía que ser más blanda o líquida por sus problemas para la masticación. En estados avanzados de la enfermedad puede suceder que el paciente deje de alimentarse y solo sea posible hacerlo por una sonda. Primero la mente, luego el cuerpo La enfermedad del olvido ataca primero la mente y después el cuerpo. El ataque a la mente se inicia contra la memoria reciente. El cerebro deja de almacenar nuevas experiencias y de construir nuevos recuerdos aunque conserva las huellas de memoria del pasado. Más adelante, el alzhéimer comienza a destruir las huellas de memoria previamente almacenadas, y el cerebro se va vaciando de recuerdos. Es un segundo ataque a la memoria semántica o memoria del pasado. Más adelante, ataca otras funciones mentales como La enfermedad del olvido 149 el lenguaje, la percepción, las habilidades, la atención, la capacidad de análisis y de razonamiento y la conducta. También puede afectar los recuerdos de emociones. Cuando la mente ha quedado reducida a su mínima expresión y el sujeto se ha convertido en un cadáver ambulante, la enfermedad ataca la motricidad; el paciente empeora su marcha y termina postrado en una silla de ruedas. Luego, la destrucción del control motor progresa hasta el punto de postrar al cuerpo en la cama. Finalmente, el alzhéimer acaba con las habilidades más primitivas e instintivas del cuerpo, como comer, beber, respirar y los reflejos de deglución. El paciente viaja inevitablemente hacia un estado terminal de postración y de inmovilidad que lo hace susceptible de infecciones y sepsis. A estas alturas la muerte, causada generalmente por una complicación relacionada con el síndrome de inmovilidad crónica, llega como una salvación a la tragedia. El diagnóstico sobre la abuela No hay duda de que si hubiese podido ver a la abuela Mamamenchu en mi consultorio, le habría hecho el diagnóstico de enfermedad de Alzheimer. Lo que la abuela requería cuando empezó con su mal era una evaluación médica, y especialmente una evaluación de memoria, para confirmar el tipo de memoria alterada y su severidad. Comprobado el bajón en sus funciones mnésicas, le habría ordenado una resonancia magnética del cráneo para buscar signos de atrofia temporo-parietal, que es el principal signo radiológico de las etapas iniciales del alzhéimer. También le habría ordenado una batería de exámenes para comprobar el adecuado funcionamiento de sus riñones, de su hígado, de su sistema hormonal, y descartar otras causas de pérdida de memoria como la depresión, el hipotiroidismo, las avitaminosis, las 150 12 personajes en busca de psiquiatra infecciones del sistema nervioso central, etcétera. Descartadas todas estas causas secundarias de demencia, confirmaría por descarte la enfermedad de Alzheimer. En esas circunstancias, se habría justificado un tratamiento con medicamentos específicos: inhibidores de la acetil colinesterasa, que aumentan los niveles de acetil colina en el cerebro mejorando la memoria, ya que ese es un neurotransmisor que utilizan las neuronas que participan en las funciones mnésicas; o moduladores del glutamato, otro neurotransmisor de gran importancia en los circuitos neuronales que participan en la memoria. Paralelamente, la abuela podría haber recibido algunos medicamentos paliativos para mejorar su calidad de vida. En especial, contra la irritabilidad. En algunas ocasiones se requieren, además, medicamentos para mejorar el estado de ánimo y el sueño, y para evitar las convulsiones cuando éstas se presenten. Un futuro para la abuela Hoy en día hay en el mundo aproximadamente 35 millones de personas con demencia, la mayoría de ellas causada por la enfermedad de Alzheimer, y la prevalencia seguirá subiendo hasta el año 2050 debido al incremento en la esperanza de vida, cuando habitarán el planeta casi 200 millones de personas con demencia. Por eso es considerada un problema de salud pública. La enfermedad es neurodegenerativa, lo cual consiste en muerte neuronal progresiva por depósitos de basuras proteicas, debido a una posible combinación de factores genéticos y ambientales. Menos del cinco por ciento de las personas con alzhéimer en el mundo tienen una variedad hereditaria de inicio precoz, que se están convirtiendo en una población muy importante para buscar soluciones para La enfermedad del olvido 151 la forma esporádica mucho más común, por ser un grupo poblacional portador de marcadores genéticos que determinan la aparición de la enfermedad. La investigación ha identificado en el mundo aproximadamente 500 familias afectadas por alzhéimer hereditario precoz causado por mutaciones en los genes de la proteína precursora de amiloide o en los genes de presenilina 1 y 2 en los cromosomas 21, 14 y 1. Los miembros de estas familias portadores de uno de estos genes mutados tienen un ciento por ciento de riesgo de desarrollar la enfermedad y se han convertido en la diana perfecta para buscar por primera vez una posible terapia preventiva, dado que las basuras proteicas de amiloide y tau se empiezan a depositar en el cerebro hasta dos décadas y media antes del inicio de los síntomas. En Antioquia, Colombia, donde residen veinticinco familias –unos cinco mil miembros– afectadas con una de estas formas de alzhéimer genético, se iniciará en 2013 uno de los primeros estudios de terapia preventiva en la historia y en el mundo. Trescientos sujetos jóvenes y sanos, miembros de estas familias, recibirán un tratamiento antiamiloideo por cinco años con la esperanza de prevenir o, por lo menos, retrasar el inicio de la enfermedad. Hoy en día no hay muchas esperanzas de curar la enfermedad que ya ha comenzado, de modo que los cuidados paliativos y el mejoramiento de la calidad de vida sigue siendo lo mejor que le podemos ofrecer a los pacientes mientras llegan opciones más esperanzadoras. Sin embargo, la abuela Mamamenchu obtuvo lo más importante que un cuidador le puede brindar a un ser querido con alzhéimer: amor. Un cariñoso cuidado es la mejor medicina contra la enfermedad del olvido. Aunque no le ofrecieron nada de lo que se le puede ofrecer hoy, la abuela recibió para la época –entre 2000 y 2003, más o menos– lo mejor que, aun hoy, se le podía haber brindado: amor 152 12 personajes en busca de psiquiatra y cuidados por parte de sus seres más queridos, en especial de su nieta. Una nieta a la que le fascinaba aprender de la abuela en sus paseos de campo, y minimizaba la tragedia alimentándole su inconsciencia del propio deterioro y la de su derrumbe en la laguna más profunda del olvido. 9 La vida extrema de Rosario Tijeras Una aproximación a la psicopatología del personaje de la novela homónima de Jorge Franco. Silvia L. Gaviria Arbeláez SILVIA L. GAVIRIA ARBELÁEZ es médica egresada de la Universidad CES de Medellín, psiquiatra de la Universidad de Antioquia, directora del programa de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de la Universidad CES, y profesora en la misma universidad. Conferencista en los ámbitos nacional e internacional, con experiencia profesional en el área de psiquiatría de la mujer. Autora de varios artículos publicados en revistas nacionales e internacionales. Coautora y editora de los libros Afrodita y Esculapio: Una visión integral de la medicina de la mujer; y Climaterio: una visión integradora. Ha contribuido con más de 15 capítulos de textos académicos para la enseñanza de la psiquiatría en pregrado y posgrado, y es colaboradora de varias revistas internacionales en la revisión de los temas de género. Silvia Gaviria es también miembro del Comité de Salud Mental de la Mujer de la Asociación Mundial de Psiquiatría (WPA), directora del Comité para la Salud Mental de la Asociación Psiquiátrica de América Latina (APAL), y miembro de la Junta Directiva de la Internacional Association Women’s Mental Health. Cofundadora y miembro del Centro de Excelencia de Investigaciones para la Salud Mental de la Universidad CES (Cescism), y Fundadora y directora del Congreso Internacional de Medicina y Salud Mental de la Mujer, el cual se celebra en Medellín cada dos años. En este ensayo, la especialista traza un perfil psiquitátrico de Rosario Tijeras, el personaje principal de la novela homónima de Jorge Franco (Medellín, 1968), publicada en primera edición por Plaza & Janés en 1999. La novela narra la historia de una joven sicaria de Medellín, al servicio de los jefes del narcotráfico, en la voz de un muchacho de la clase alta de la sociedad antioqueña que se enamora de ella y la sigue incondicionalmente en un intento infructuoso por descifrar su corazón. Advertencia Salvo que se indique otra cosa, las citas textuales han sido tomadas de la edición abajo mencionada. Dentro del texto, entre paréntesis, se anotan los números de página correspondientes. •• FRANCO RAMOS, Jorge. Rosario Tijeras. Plaza & Ja- nés, segunda edición, 1999. Cuadro clínico La paciente presenta un cuadro típico de trastorno antisocial de la personalidad. Desde niña ha desarrollado un escaso valor del sentido de la vida. Busca la satisfacción de sus placeres inmediatos sin medir los riesgos y se irrita con facilidad si alguien la contradice. Reacciona con violencia desproporcionada e injustificada frente a situaciones conflictivas a veces intrascendentes. No exhibe ninguna reacción emocional ante los crímenes que comete y no registra culpa alguna en compensación por el daño que inflige. Hay en su vida una búsqueda permanente de emociones extremas sin considerar las consecuencias. “E sa mujer es un balazo”, le dice Antonio a Emilio sobre Rosario Tijeras. Antonio y Emilio son dos muchachos de las clases altas de Medellín; en cambio Rosario es de las comunas, de lo más bajo que pueda producir una ciudad saturada de inmigrantes de ascendencia campesina que ya no caben en esas montañas atarugadas de pesebres. Y sin embargo, andan ambos enamorados de ella, entregados a sus caprichos y a sus cóleras; de ella, que es un enigma, que no tuvo ni apellido y le tocó forjarse uno, que ni siquiera conoció a su padre y no se habla con su madre, que a los ocho años conoció el terror “vestido de hombre” y quién sabe cuántos muertos lleve ya encima desde entonces. Quizás no encuentre Antonio una mejor manera de definirla: “Esa mujer es un balazo” (Franco, ibídem, p. 25). Analizar a Rosario Tijeras desde el punto de vista psiquiátrico es un desafío. No solo porque incursiono en un tipo de literatura que va más allá de los habituales textos científicos, sino porque Rosario Tijeras es ya un personaje paradigmático de una época, un lugar y unos protagonistas que no han sido lo suficientemente estudiados para entenderlos en su completa dimensión. ¿La época? Las últimas dos décadas del siglo XX. ¿El lugar? La Medellín bajo el dominio 158 12 personajes en busca de psiquiatra de Pablo Escobar. ¿Los protagonistas? Los sicarios de las comunas, niños y adolescentes que se entregaron a la causa asesina de el Capo para aliviar, sin medir las consecuencias, sus carencias materiales… y tal vez también su orfandad. Tratar de comprender a Rosario, siendo ella una joven habitante de las zonas marginales de la ciudad, en un momento en el que la ley y los referentes eran los “duros”, es decir, los traficantes de drogas, nos ubica en un contexto singular, denso y hostil. Así como Rosario percibía a los habitantes de la otra Medellín lejanos y dueños de ciertos privilegios, los que estamos del lado de esos privilegios desconocemos la verdad total de lo que sucedía y aún sucede en las comunas. En algún momento de la novela, Antonio aventura una hipótesis, que es la de los historiadores: “La pelea de Rosario no es tan simple, tiene raíces muy profundas, de mucho tiempo atrás, de generaciones anteriores; a ella la vida le pesa lo que pesa este país, sus genes arrastran con una raza de hidalgos e hijueputas que a punta de machete le abrieron camino a la vida, todavía lo siguen haciendo; con el machete comieron, trabajaron, se afeitaron, mataron y arreglaron las diferencias con sus mujeres. Hoy el machete es un trabuco, una nueve milímetros, un changón. Cambió el arma pero no su uso” (Franco, ibídem, p. 40). Es la historia de esa otra parte de la ciudad, ajena a la eterna primavera, construida en las empinadas montañas por familias expulsadas del campo debido a la violencia o desplazadas por la falta de oportunidades y con grandes dificultades para ubicarse y sobrevivir. Sin embargo, sentir el problema como algo tan periférico genera ciertos sesgos de apreciación que deseo controlar para tratar de aproximarme sin prejuicios pero a la vez de manera asertiva y objetiva frente a los valores sociales y los principios como dos significados diferentes. Tener una La vida extrema de Rosario Tijeras 159 postura firme frente a la universalidad de los principios y la volatilidad de los valores podría ayudarme a interpretar las actuaciones de Rosario, sus circunstancias, sus sentimientos, sus realidades, y comprender un poco más su personalidad y su conducta violenta. Una aproximación a Rosario Conocemos a Rosario Tijeras por la voz de Antonio, que es el que nos narra la historia. Sabemos por él, con cuentagotas, que ella creció en las comunas, aunque los “duros” le pagan un apartamento en un lujoso sector de Medellín. Que no se habla con su madre, a quien denomina secamente como doña Ruby. Que nunca conoció a su padre y que a los ocho años fue violada por uno de los compañeros ocasionales de su mamá. El abuso fue sistemático hasta que su hermano mayor, Johnefe, la vengó. Nos enteramos por Antonio de que años después la volvieron a violar, pero que esta vez ella se encargó, por sus propias manos, de desquitarse. Sedujo a su violador, quien al parecer no se acordaba de ella, y en la cama lo castró con unas tijeras. Sabemos, porque nos lo cuenta Antonio, que Rosario trabaja haciéndoles “trabajos” a los “duros”, pero ni él mismo sabe cuántos muertos lleva encima. Tampoco conoce su edad, aunque podemos colegir que es joven. Desde niña, su vida ha estado signada por el abandono, la falta de cuidado y de protección. Igualmente, desde muy pequeña empezó a exhibir conductas agresivas, violentas y desafiantes que la llevaron, incluso, a lesionarle la cara a una profesora con unas tijeras. Por este motivo fue expulsada del colegio y Rosario se fue de la casa. Tenía once años. Así, Antonio nos ofrece algunos elementos que ayudan a aproximarnos a la psicopatología de Rosario. Su papel de confidente y amigo incondicional nos da acceso a una parte 160 12 personajes en busca de psiquiatra de la vida de Rosario, pero hay una que permanece oculta, la que ella no le cuenta a Antonio, y otra que solo comparte con Emilio su novio: la sexual. Para acercarme a Rosario, evitaré, hasta donde pueda, caer atrapada en el relato de Antonio, desprovisto de cualquier objetividad. El primer rasgo de la personalidad de Rosario que me llama la atención es el arrojo y la indiferencia que exhibía después de cometer sus crímenes. A pesar de ser una mujer con una historia marcada por los traumas, las carencias y la ausencia de figuras ejemplarizantes significativas, es difícil comprender la racionalidad de sus actos. La falta de sentimiento cuando acaba de matar a sus víctimas es sorprendente. Una noche, tras matar a un hombre en el baño de una discoteca, dijo con frialdad: “Vámonos, ya me aburrí” (Franco, ibídem, p. 46). Cogió su bolso, se pintó los labios y se fue, como si lo que hubiese pasado minutos antes fuera una trivialidad. Con razón, Antonio decía que Rosario, en vez de ser la caperucita del cuento que regresa feliz con su abuelita, ella se comía al lobo, a la abuelita y al cazador; era la Blancanieves que masacraba a los enanitos. Otro detalle que llama la atención es el placer que experimenta cuando relata las atrocidades de sus historias, la forma morbosa como le pregunta a Antonio acerca de lo que se rumora de ella. Da la impresión de que disfruta cuando escucha lo que la gente dice sobre los muertos que lleva a sus espaldas, que es hombre en vez de mujer, que tiene testículos; es como si el personaje de Rosario se hubiera convertido en un mito urbano y ella se complaciera con el imaginario construido en torno suyo. Había períodos indeterminados durante los cuales Rosario se perdía, probablemente para cumplir las misiones que le encomendaban sus jefes. Nadie sabía exactamente lo que hacía. Luego reaparecía como si nunca se hubiera ausentado La vida extrema de Rosario Tijeras 161 y comenzaba a comer compulsivamente, a ganar peso, aunque presiente Antonio que “su gordura postcrimen está más relacionada con el miedo que con la tristeza por la pérdida” (Franco, ibídem, p. 86). Comer ávidamente era, en todo caso, una señal de que en algo sospechoso había estado. Para Rosario el peligro, los cementerios, la muerte eran estímulos excitantes. “La guerra era el éxtasis, la realización de un sueño, la detonación de los instintos” (Franco, ibídem, p. 52). Su vida estaba hecha de emociones extremas. Uno de estos excesos se reflejaba en el uso que hacía de las drogas. Tenía épocas en las que se encerraba a consumir en compañía de su novio y de su amigo, y podía pasar días sin comer y sin dormir. No era necesario que estuviera bajo el efecto de la droga para actuar con hostilidad e irascibilidad y reaccionar desaforadamente frente a situaciones insignificantes, pero era una realidad que en los periodos de abstinencia se descontrolaba y se tornaba más intolerante. Rosario es una sicaria y, como tal, su conciencia de la vida es fugaz; mezcla lo religioso con el crimen, pero solo en función de lograr su cometido, como un amuleto de buena suerte. No hay nada de espiritual ni de trascendencia en el ritual de sus escapularios. No tiene dimensión del valor de la vida, y el acceso a las cosas materiales prima sobre otros aspectos, incluso sobre la vida misma. Las razones para actuar así no se pueden explicar suficientemente por la rabia. No todos los que han sido víctimas se defienden o se vengan de esta manera tan cruel y sin el menor remordimiento. La noche de la discoteca, cuando Antonio le preguntó, aterrado, por qué había matado a ese hombre, ella le contestó: “Porque todo el que me faltonea las paga así” (Franco, ibídem, p. 46). Ella se venga de la propia vida. Sin embargo, hay relatos de Antonio en los que aparece una Rosario frágil, romántica, la chica que canta y recita poemas de amor, ingenua, necesitada de ser amada y querida. 162 12 personajes en busca de psiquiatra Momentos de verdadero dolor, como cuando enterró a su hermano, Johnefe, y a uno de sus primeros amores, Ferney, ambos miembros del mismo clan y ambos asesinados. Rosario Tijeras es capaz de generar todo tipo de sentimientos encontrados: rabia, compasión, comprensión, rechazo. Nada de grises. Y sin embargo, sigue siendo una pintura abstracta, un enigma hecho de contradicciones. Antonio le preguntaba dónde había estado, y ella respondía como algo natural: “Por ahí, acabando con medio mundo”. Pero otras veces abría las compuertas de su corazón, y entonces le confesaba: “No es culpa mía, cómo les dijera, es como algo muy fuerte, más fuerte que yo y que me obliga a hacer cosas que yo no quiero” (Franco, ibídem, p. 178). Un análisis psicopatológico Una cosa es leer desde la perspectiva desprevenida de un lector cualquiera, emitir juicios y condenar al personaje como una sicaria más; y otra es hacer un análisis psicopatológico en virtud de intentar comprenderla y ayudarla. Para tal fin, necesito integrar los rasgos de su temperamento con el influjo psicosocial que la afecta. En otras palabras, mirar su biografía en el entorno sociocultural en el que se ha desarrollado. Poco sabemos de los antecedentes de la familia, solo aparecen la figura materna y la de su hermano Johnefe. No hay datos e historia de otros familiares. Así que cualquier interpretación del comportamiento de Rosario debe basarse en los datos que ofrecen tanto Antonio, como la realidad sociocultural que conocemos no solo por la novela. Y, claro, en las apreciaciones y la experiencia adquirida como psiquiatra desde la perspectiva clínica y vivencial. En primer lugar, es necesario comprender, desde el punto de vista del género, el papel que juega Rosario como La vida extrema de Rosario Tijeras 163 mujer y las circunstancias que la llevan a actuar y meterse en un mundo que tradicionalmente ha sido patrimonio de los hombres. En principio, Rosario es una víctima más del maltrato y el abuso sexual que sufren las mujeres en el duro contexto de las comunas y, en general, en todas las situaciones de pobreza. Su existencia estuvo atravesada por carencias y ausencias desde lo afectivo hasta lo material. Es significativo que Rosario, a diferencia de los sicarios hombres, no haya tenido un vínculo fuerte con su madre. Probablemente esa gran distancia tiene raíces en la negligencia de su progenitora (una mujer con múltiples compañeros sexuales, cuyos hijos fueron el resultado de diferentes uniones) frente a la violación de Rosario por uno de sus compañeros ocasionales. Cuando Johnefe le contó lo sucedido, la respuesta de doña Ruby fue la menos esperada: “Esos son cuentos de la niña que ya tiene imaginación de grande” (Franco, ibídem, p. 20). Su padre se fue cuando ella nació, así que el rol parental lo asumió su hermano, quien finalmente se constituyó en su figura de identificación. Por lo tanto, su mundo estaba rodeado más de hombres que de mujeres, y los hombres con quienes tenía mayor contacto eran sicarios como su hermano. En segundo lugar, la pobreza, la falta de un lugar y de una identidad, explican de alguna manera la búsqueda que tiene Rosario de reconocimiento, de hacerse sentir y de ser respetada por cualquier medio. “A Rosario la vida no le dejó pasar ni una, por eso se defendió tanto, creando a su alrededor un cerco de bala y tijera, de sexo y castigo, de placer y dolor” (Franco, ibídem, p. 15). Rosario fue una protagonista más de lo que vivió Medellín en los años ochenta, época durante la cual el narcotráfico y la violencia marcaron la historia de la ciudad. Como muchos otros jóvenes sin oportunidades ni acceso a los derechos elementales y servicios (no sabemos qué grado 164 12 personajes en busca de psiquiatra de escolaridad alcanzó), creció con grandes vacíos económicos y afectivos, y finalmente vio en el narcotráfico una oportunidad de reconocimiento y ascenso social. La impulsividad fue un rasgo de su personalidad. Era explosiva, intolerante y primaria a la hora de tomar decisiones. No tenía filtro para expresar sus emociones. Cometió muchos asesinatos, consumió mucha droga, fue cómplice de los hombres más perversos de su época, pero también amó, lloro y sufrió por su pasado, protestó por las inequidades sociales a su manera, y fue consciente de la indiferencia con la cual la vida la trató. No obstante, el camino que eligió para defenderse fue más cruel que su propia vida: fue infeliz e hizo infeliz a muchos, y se encontró infinitamente sola al morir y sin nada que realmente le perteneciera. El diagnóstico sobre Rosario Al reunir todos estos elementos, mi diagnóstico para Rosario Tijeras es: trastorno de personalidad antisocial (TPA). La personalidad se refiere a las características únicas y singulares del comportamiento de un individuo; es decir, las características más o menos consistentes y duraderas en el tiempo que lo distinguen de los demás y que lo llevan a relacionarse con el entorno. Es un todo integrado, con componentes biológicos, psicológicos y sociales innatos y aprendidos. El problema surge cuando este patrón de funcionamiento se torna fijo, inflexible, persistente y desadaptativo. Es decir, rígido: no se modifica para adaptarse a las circunstancias, provocando significativo deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad del individuo. Aparece entonces el trastorno de la personalidad.1 1. López Miguel, M.J. y Núñez Gaitán, Carmen. “Psicopatía versus trastorno antisocial de la personalidad”, en Revista Española de Investigación Criminológica. Artículo 1, número 7. Sevilla, 2009. La vida extrema de Rosario Tijeras 165 Existen varios trastornos de la personalidad descritos en la literatura científica, los cuales han sido definidos mediante la observación del comportamiento de los individuos a través de sus vidas. El trastorno de la personalidad antisocial se caracteriza por “un patrón general de desprecio y violación de los derechos de los demás, que comienza en la infancia o el principio de la adolescencia y continúa en la edad adulta”.2 Las personas con TPA son extrovertidas e inestables emocionalmente y se caracterizan por su hostilidad, su rebeldía social y la ausencia de conductas emocionales de miedo ante el castigo y las situaciones arriesgadas. Suelen ser buscadores de sensaciones, no aprenden el valor de la gratificación demorada, tienden a la impulsividad, a la búsqueda de satisfacción y placer sin considerar las consecuencias de sus acciones.3 Estos individuos también se caracterizan por la falta de remordimiento o culpa. Suelen vivir solos, les es difícil adaptarse al trabajo en equipo, son incapaces de mantener un trabajo estable o permanecer en un mismo lugar. Tienen antecedentes de dificultad para adaptarse a la norma como también transgredirla desde la infancia o principios de la adolescencia.4 También se relaciona el TPA con la exagerada exaltación de la propia personalidad. Su hedonismo se evidencia en la ausencia de metas a largo plazo, viven en función del presente. Otro aspecto relevante es que suelen atribuir los acontecimientos que les suceden como resultado de fuerzas ajenas o externas a ellos mismos, y que estas actúan inde2. Millon, T.; Meagher, S.; Ramnath, R.; Millon, C. Trastornos de la personalidad en la vida moderna. Editorial Masson, segunda edición. Barcelona, 2006 3. Corral, P. “Trastorno antisocial de la personalidad”, en E. Echeburúa (ed.), Personalidades violentas. Págs. 57-66. Ediciones Pirámide. Madrid, 1996. 4. Kendall T; tyrer P; connor D. “Guidelines borderline and antisocial personality disorders: summary of NICE guidance”. BMJ 2009; 338:b93. 166 12 personajes en busca de psiquiatra pendientemente de sus actos,5 lo cual los lleva a pensar que lo que les pasa no es su responsabilidad. Todos estos rasgos están marcados en la personalidad y la manera de actuar de Rosario, unos más sobresalientes que otros. Pero en todo caso, permanecen estables a lo largo de su vida y sin que ella, como se lo reconoció a Antonio, pudiera hacer mucho por evitarlo. Un tratamiento probable Así las cosas, si Rosario hubiese tocado a mi puerta en busca de ayuda psiquiátrica, indudablemente tendría que trabajar con ella tratando de lograr, primero que todo, un acercamiento empático, tan difícil en esta clase de pacientes. La aproximación se facilitaría si hago un abordaje desde la perspectiva de género, es decir, intentando interpretar sus realidades no sólo como ser social sino como mujer en el sentido integral de la palabra. La historia de vida de Rosario ofrece una gran cantidad de elementos que se constituyen en factores de riesgo para cualquier persona. Los hechos ocurridos en su vida desde temprana edad son un caldo de cultivo para diferentes trastornos mentales; no solo una personalidad patológica, también trastornos depresivos, ansiedad, adicciones y comportamientos de riesgo de toda índole. Es probable que la historia de Rosario hubiese sido diferente si tempranamente hubiera recibido atención, si por lo menos hubiera tenido una figura parental sustituta adecuada, de la cual recibir apoyo y protección en una situación tan crítica como la de ella, indefensa y desprovista del 5. Herrero, Óscar; Ordóñez, Francisco; Salas, Aránzazu; Colom, Roberto. “Adolescencia y comportamiento antisocial”, en Psicothema 2002. Vol. 14, número 2, págs. 340-343. La vida extrema de Rosario Tijeras 167 cuidado de sus padres. Igualmente, la intervención de un psiquiatra de niños y adolescentes podría haber ayudado a contener la angustia, movilizar recursos para su protección y ofrecer un acompañamiento contingente. Pero nada de lo que hubiese mitigado un poco su crítica situación, ocurrió. Volviendo a la realidad, es claro que la ayuda psiquiátrica es solo una parte del engranaje. La inversión social, acompañada de unas políticas acordes con las necesidades sentidas de la población más vulnerable, es indispensable. Rosario, ya como adulta joven, podría beneficiarse de un tratamiento integral, farmacológico y psicoterapéutico, y de un programa de rehabilitación y reinserción social. Dada su adicción a las drogas, habría necesitado someterse a un tratamiento intrahospitalario, en el cual no solo se trabajaría su adicción sino otros aspectos y problemas de su esfera mental. Habría recibido el apoyo tanto individual como grupal. Y compartiría con pacientes con otras historias de vida pero con algo en común: la enfermedad mental. Rosario Tijeras es la representación de una realidad vigente con la cual convivimos pero que muchas veces no vemos. Su vida sigue latente en cada una de las mujeres que afrontan inequidades, exclusión social y falta de oportunidades para acceder a una vida más digna y gozar de sus derechos. 10 Pobre viejecita! ! Sobre los padecimientos mentales de la protagonista del celebérrimo poema infantil de Rafael Pombo. Noemí Sastoque Parisier Con intervención de Fernando Gómez Garzón NOEMÍ SASTOQUE PARISIER es médica de la Universidad Javeriana, y psiquiatra de la Universidad del Rosario. Actualmente trabaja como jefe del Servicio de Salud Mental del Hospital Simón Bolívar, en Bogotá. ¿De qué puede sufrir la pobre viejecita del poema de Rafael Pombo, si tiene todo lo que necesita? He aquí la respuesta. El análisis psiquiátrico fue realizado por la doctora Noemí Sastoque. La versión en rima, que no pretende ser una obra de arte, ni mucho menos, sino jugar con el ritmo de las cuitas de la pobre viejecita, es de Fernando Gómez Garzón, editor de este libro. La pobre viejecita, del poeta colombiano Rafael Pombo (1833-1912), apareció por primera vez en una colección de doce cuadernos titulada Cuentos pintados para niños (Nueva York, 1867). Advertencia El poema original, reproducido en cursivas, fue tomado de la edición abajo mencionada. Los fragmentos textuales utilizados en el análisis en verso se reproducen en la misma tipografía. •• POMBO, Rafael. “La pobre viejecita”, en Cuentos pin- tados, pág. 5. Biblioteca Virtual Biblioteca Luis Ángel Arango. www.banrepcultural.org/blaavirtual/pombo Cuadro clínico Pese a que bienes y criados abundan en su hogar, la paciente se queja de grandes carencias y soledad. También afirma que encuentra a una persona distinta de sí misma cuando está frente al espejo. La información es insuficiente. Se especula una depresión o una demencia. La pobre viejecita (Rafael Pombo) Érase una viejecita Sin nadita qué comer Sino carnes, frutas, dulces, Tortas, huevos, pan y pez. Nunca tuvo en qué sentarse Sino sillas y sofás Con banquitos y cojines Y resorte al espaldar. Bebía caldo, chocolate, Leche, vino, té y café, Y la pobre no encontraba Qué comer ni qué beber. Ni otra cama que una grande Más dorada que un altar, Con colchón de blanda pluma, Mucha seda y mucho olán. Y esta vieja no tenía Ni un ranchito en qué vivir Fuéra de una casa grande Con su huerta y su jardín. Y esta pobre viejecita Cada año, hasta su fin, Tuvo un año más de vieja Y uno menos qué vivir. Nadie, nadie la cuidaba Sino Andrés y Juan y Gil Y ocho criados y dos pajes De librea y corbatín. Y al mirarse en el espejo La espantaba siempre allí Otra vieja de antiparras, Papalina y peluquín. 174 12 personajes en busca de psiquiatra Y esta pobre viejecita No tenía qué vestir Sino trajes de mil cortes Y de telas mil y mil. Se murió de mal de arrugas, Ya encorvada como un 3, Y jamás volvió a quejarse Ni de hambre ni de sed. Y a no ser por sus zapatos, Chanclas, botas y escarpín, Descalcita por el suelo Anduviera la infeliz. Y esta pobre viejecita Al morir no dejó más Que onzas, joyas, tierras, casas, Ocho gatos y un turpial. Apetito nunca tuvo Acabando de comer, Ni gozó salud completa Cuando no se hallaba bien. Duerma en paz, y Dios permita Que logremos disfrutar Las pobrezas de esa pobre Y morir del mismo mal. ¡P obre viejecita! Toda llenita de todo, se lleva de su parecer: que no tiene quién le ayude, ni quién le dé de comer; que no tiene qué ponerse, ni agüita para beber; que no tiene en qué sentarse, ni cama para caer; no obstante teniendo todo de lo que dice carecer. Señora tan quejumbrosa, ¡perfecta para un psiquiatra! Ante tanto sufrimiento pocos la darían de alta. ¿De qué sufrirá la pobre, que nada la satisface? Socavemos en su alma a buscar un desenlace. Que son ideas de ruina, o bien de minusvalía; que tal vez es la memoria, de la que menos se fía. ¿Qué tendrá la pobre vieja, que ni el espejo la encuentra? Ni a sí misma se conoce cuando a su imagen se enfrenta. Pobre viejecita! ! Para diagnóstico noble con pocos datos contamos. Atengámonos al texto y de salud nos curamos. Que vivió sola parece, y que tuvo muchos años, posiblemente soltera, sin familia y sin rebaños. Sus pertenencias sugieren, o así nos da la impresión, que su clase era muy alta y que tuvo educación. De su historia no sabemos, ni antecedentes sumarios, ni los síntomas en orden, solo que no son precarios. ¿Cuándo se presentaron, en su primera ocasión? Nada nos dice el poema que nos dé satisfacción. ¿Sus empleados la trataban con especial atención, o más bien se aprovechaban de su consideración? Nada de eso tenemos, ni siquiera si a su edad tenía registros antiguos de cualquier enfermedad. ¿Jarabes o medicinas que hubiese podido tomar? No nos queda más remedio que empezar a especular. Esta pobre viejecita ¿qué sufriría de especial? La respuesta es solo una: diagnóstico diferencial: un trastorno depresivo, de ese que llaman mayor, o una demencia severa, por ser persona mayor. Del trastorno depresivo, síntomas hay que añadir: que se irrita en ocasiones, que se aburre hasta el hastío, que triste vive y se siente, y que se muere de frío. Mas si nos sirve de guía, no hay nada de eso en el texto; en cambio sí las ideas de crucial minusvalía: que de comer no tenía, ni una silla en qué sentarse, ni vestidos ni zapatos, ni cama para acostarse. 175 176 12 personajes en busca de psiquiatra Y se quejaba con ansia de no tener casi nada, cuando su vida era simple: se sumía en la abundancia. Hay otra idea evidente que le vino con la edad: insistir, sin que sea cierto, que vivía en soledad: Nadie, nadie la cuidaba Sino Andrés y Juan y Gil Y ocho criados y dos pajes De librea y corbatín. Veamos qué más sucede cuando existe depresión: un aparente descuido, y casi ninguna ambición por vestirse ni bañarse, ni disfrute personal de moverse de la cama, ni de cambiar de canal. También se nota en el cuerpo, con mareos y dolores, en la espalda y la cabeza, en la nuca y los talones. Y qué decir de la náusea, y del estómago duro, la gastritis recurrente que dobla los cinturones. Es una simple pereza que se vuelve radical no querer ni que aparezca la visita parental. Es un encierro absoluto en la casa y en la mente que amenaza con el luto aun en gente decente. La depresión en viejitos puede cambiar de apariencia. Como falla la memoria, se confunde con demencia. Andan todos iracundos, a veces sin advertirlo. Sus hábitos van cambiando, y no pueden ni decirlo. No saben lo que les pasa, la angustia los compromete, les hace falta que llegue un psiquiatra y los alerte. Parece una tontería, una tristeza ligera, pero el riesgo no se aplaca con actitud lisonjera. Pobre viejecita! 177 ! Es más frecuente en mujeres, mas hombres también sucumben. Pensionados, sin trabajo, enfermos con graves casos la congoja los empuja a pensar en malos pasos: dejar el mundo a la fuerza con muchísima oquedad sobre todo al ir dejando pasar la tercera edad. Aunque es un mal muy frecuente que causa mucho dolor, detectarlo es todo un reto, pues es más bien interior. Los médicos se distraen en molestias generales, y los pacientes por seguirlos se vuelven más coloquiales. Y así van de tumbo en tumbo hasta tener la impresión de que el largo maleficio es más bien de depresión. La familia se comporta con similar deferencia: minimizan la conducta con especial indulgencia. Se lo achacan a la edad, a los cambios naturales, a los síntomas de marras y no a los emocionales. Grave cosa pues se advierte que un paciente deprimido escoge mejor la muerte al no saberse asistido. ¿Pudo nuestra viejecita morirse de la tristeza? Lejos estamos nosotros de tener total certeza. Apenas hay ciertos rasgos para ofrecerle clemencia. Si no es depresión, entonces, ¿cuál puede ser la ocurrencia? Si la duda nos envuelve, puede también ser demencia. Cuadro común ya observamos, lo dice bien nuestra historia: no recuerda que ha comido, fue perdiendo la memoria, olvida lo más reciente, y las tareas que tiene. Va borrando de la mente la pulcritud y la higiene, no trae a cuenta su hoy, solo su ayer más fecundo. Pobre nuestra viejecita, ya no recuerda su mundo. 178 12 personajes en busca de psiquiatra Ya no sabe lo que tiene, ni lo que gusta cenar, ni la gente que la cuida, ni lo que quiere ostentar. Puede que no reconozca a sus personas cercanas o que a los desconocidos los salude con más ganas; puede que ya ni su imagen observe en el azulejo y que una extraña la mire cuando se ve en el espejo. Si no creen, es preciso que vuelvan sobre el poema, y al leer este estribillo resolverán el dilema: Y al mirarse en el espejo La espantaba siempre allí Otra vieja de antiparras, Papalina y peluquín. Puede que suene gracioso, pero no es tan divertido. Los pacientes con demencia no saben si ya se han ido o si han vuelto y los esperan, o si el deber han cumplido. Confunden llave con lápiz, tenedores con cuchillos. No saben abotonarse, vestirse no es ya sencillo. Cruzan la calle y se pierden, no recuerdan el hogar, se angustian de mala forma si los cambian de lugar. Pueden tornarse agresivos y pelear por cualquier cosa, y también ponerse tristes con lágrima empalagosa, reclamando por el hambre a la que ahora están sometidos por no recordar que comen a su hora muy cumplidos. ¡Que los tienen secuestrados! ¡Que no los dejan salir! Todo eso los angustia por no poder colegir. Progresiva es la demencia, y si al comienzo es sutil es muy raro percibirla por ser muy poco febril. Va calando poco a poco, y si el vacío no asoma es porque a todos parece que se trata de una broma. Lúcidos y perceptivos, simulan que están radiantes, y así muy pocos les creen, los miran como a tunantes. Pobre viejecita! 179 ! Los pacientes, sin embargo, van olvidando perplejos desde las mínimas cosas hasta recuerdos complejos. “Se acuerda si le conviene”, suelen recriminarles sin saber que es un anuncio de problemas más cruciales. Olvidan cerrar las llaves, del gas o del acueducto, no pueden dejarlos solos, sería un total exabrupto. Y así es que caen en la cuenta, los familiares y amigos, que la demencia ha llegado, no hay que poner crucifijos. Ideas la viejecita, las ha tenido anormales. Es la demencia, insistimos, no por ser más racionales. De ruina, como se ha dicho, son ideas delirantes de haberlo perdido todo, en eso ha sido constante: Érase una viejecita Sin nadita qué comer Sino carnes, frutas, dulces, Tortas, huevos, pan y pez. Los versos son claros, sencillos, se queja entre tanta plata. Parece que no tuviera más razones que dar lata: Y esta vieja no tenía Ni un ranchito en qué vivir Fuéra de una casa grande Con su huerta y su jardín. La demencia ha progresado, hasta postrar al enfermo. No entiende lo que le dicen, la comida es un infierno. Es necesaria una sonda, pues no saben digerir, y hasta la ropa les ponen, pues no se pueden vestir. 180 12 personajes en busca de psiquiatra De adulto parece un niño, y ya el niño es un bebé. No le responde su cuerpo, la tienen que mantener. La vida se le está yendo sin que la pueda vivir, la mente se queda en blanco, lo que le resta es morir. Son diagnósticos probables, de la pobre viejecita. Faltarían muchas pruebas, y que acudiera a la cita. Exámenes de cerebro, niveles de vitaminas y un estudio detallado para medir la insulina. Del tratamiento, ni hablemos: aquí las pastillas sobran. Lo que requiere la vieja para frenar la zozobra es que la quieran de veras, y que se dejen de vainas, consentirla con afecto y alegrarla con dulzainas. Para tener lo que tiene y quejarse de la ruina es mejor estar atentos a manejar su infantina, y paliarle sus dolores, los del alma y los del cuerpo, con abrigos y caricias hasta que llegue su tiempo. Esta pobre viejecita, la del poema ancestral, más allá de la ironía nos puso a reflexionar que si es depre o es demencia, la discusión es total. Duerma en paz y Dios permita no morir del mismo mal. Fernando Gómez Garzón Editor Desde su creación en 1849, Pfizer ha trabajado por mejorar la calidad de vida de las personas. Somos una compañía que aplica la ciencia y sus recursos globales a favor de la salud y el bienestar en todas las edades. Luchamos por establecer estándares de calidad y seguridad en el descubrimiento, el desarrollo y la producción de medicamentos. Nuestro diversificado portafolio incluye medicamentos biológicos, pequeñas moléculas y productos de consumo. Los colegas de Pfizer trabajamos día a día en mercados desarrollados y emergentes para avanzar en la prevención, el tratamiento y la cura de las más temidas enfermedades de nuestro tiempo. Fieles a nuestra responsabilidad como la compañía biofarmacéutica más importante del mundo, también colaboramos con los profesionales de la salud, los gobiernos y las comunidades locales para generar acceso a programas integrales de salud que sean socialmente responsables y económicamente viables. Pfizer ha estado presente en Colombia desde 1953. Gracias a su investigación y desarrollo en el ámbito de la salud mental, hoy es uno de los laboratorios líderes en soluciones para el tratamiento de la depresión en el país. César Augusto Arango-Dávila · Rodrigo Córdoba · Silvia L. Gaviria Arbeláez Pedro G. Guerrero G. · Francisco Lopera R. · Mario Alberto Peña García David A. Pineda Salazar · Noemí Sastoque Parisier · Jorge Téllez Vargas Camilo Umaña Valdivieso Editor: Fernando Gómez Garzón Fernando Gómez Garzón nació en Bogotá en 1967. Es periodista con amplia experiencia en la redacción y edición de textos. Fue editor cultural de la revista Semana entre 1991 y 1995, y subeditor general de esta misma publicación entre 1995 y 1999, con especial énfasis en los temas de salud, gente, vida moderna y cultura. Las mismas áreas estuvieron bajo su responsabilidad durante 1999 y 2008, cuando trabajó como subeditor general del semanario Cambio. Actualmente se desempeña como jefe de redacción de la revista Cromos. Durante su trayectoria ha sido autor de varios artículos relacionados con la cultura y la salud. En 1993 fue finalista del concurso de cuento Carlos Castro Saavedra. En 1994 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la categoría de mejor artículo cultural en prensa, por el texto “Queremos tanto a Julio”, sobre el escritor argentino Julio Cortázar. En 2003 publicó, en compañía de Alejandra Balcázar, el libro La horrible noche, la fuga de Pablo Escobar, sobre los acontecimientos que desembocaron en la fuga del jefe del Cartel de Medellín de la cárcel de Envigado. *** Fernando Gómez Garzón Editor Desde su creación en 1849, Pfizer ha trabajado por mejorar la calidad de vida de las personas. Somos una compañía que aplica la ciencia y sus recursos globales a favor de la salud y el bienestar en todas las edades. Luchamos por establecer estándares de calidad y seguridad en el descubrimiento, el desarrollo y la producción de medicamentos. Nuestro diversificado portafolio incluye medicamentos biológicos, pequeñas moléculas y productos de consumo. Los colegas de Pfizer trabajamos día a día en mercados desarrollados y emergentes para avanzar en la prevención, el tratamiento y la cura de las más temidas enfermedades de nuestro tiempo. Fieles a nuestra responsabilidad como la compañía biofarmacéutica más importante del mundo, también colaboramos con los profesionales de la salud, los gobiernos y las comunidades locales para generar acceso a programas integrales de salud que sean socialmente responsables y económicamente viables. Pfizer ha estado presente en Colombia desde 1953. Gracias a su investigación y desarrollo en el ámbito de la salud mental, hoy es uno de los laboratorios líderes en soluciones para el tratamiento de la depresión en el país. César Augusto Arango-Dávila · Rodrigo Córdoba · Silvia L. Gaviria Arbeláez Pedro G. Guerrero G. · Francisco Lopera R. · Mario Alberto Peña García David A. Pineda Salazar · Noemí Sastoque Parisier · Jorge Téllez Vargas Camilo Umaña Valdivieso Editor: Fernando Gómez Garzón Fernando Gómez Garzón nació en Bogotá en 1967. Es periodista con amplia experiencia en la redacción y edición de textos. Fue editor cultural de la revista Semana entre 1991 y 1995, y subeditor general de esta misma publicación entre 1995 y 1999, con especial énfasis en los temas de salud, gente, vida moderna y cultura. Las mismas áreas estuvieron bajo su responsabilidad durante 1999 y 2008, cuando trabajó como subeditor general del semanario Cambio. Actualmente se desempeña como jefe de redacción de la revista Cromos. Durante su trayectoria ha sido autor de varios artículos relacionados con la cultura y la salud. En 1993 fue finalista del concurso de cuento Carlos Castro Saavedra. En 1994 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la categoría de mejor artículo cultural en prensa, por el texto “Queremos tanto a Julio”, sobre el escritor argentino Julio Cortázar. En 2003 publicó, en compañía de Alejandra Balcázar, el libro La horrible noche, la fuga de Pablo Escobar, sobre los acontecimientos que desembocaron en la fuga del jefe del Cartel de Medellín de la cárcel de Envigado. ***