Memorias de un fracasado Cada día mis paseos se hacen más

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Memorias de un fracasado
Cada día mis paseos se hacen más pesados, el camino más largo aunque la
distancia sea la misma. ¿Mi nombre?, no importa, soy uno más entre tanta
gente que pasa desapercibida en un mundo cada vez más hostil.
Estoy cansado, muy cansado, mis pies parecen plomo en lo que creo
será mi último paseo. Eso sí, nunca me había detenido a contemplar la belleza
que nos rodea, un árbol, una flor, la sonrisa de un niño, el ladrido de un perro,
incluso el ir y venir de los coches me parece hermoso.
Otra carta en el buzón, la recojo con un suspiro y llamo al ascensor,
tampoco me había parado nunca a escuchar el ruido de la polea, ese chirrido
inquietante de un edificio en franca decadencia.
“Clac”, “clac”, mis pasos, a lo largo del rellano parecen un reloj, la cuenta
atrás me atrevería a decir, mi cuenta atrás. Entro en casa despacio, sin
ninguna prisa, me abofetea el olor de una casa que no se limpia desde hace
meses, dejo la carta sobre la mesa, ya debe de haber unas treinta
amontonadas, fantaseo con la idea de prenderles fuego, y río con mi ocurrencia
imaginando la situación
Abro la nevera, está prácticamente vacía, pero rescato tres lonchas de
salchichón, un brick de vino y un trozo de pan de hace tres o cuatro días que
descansa sobre la encimera entre platos y vasos por fregar. En fin, no es que
sea una cena suculenta precisamente, pero para matar el hambre está que te
cagas. Matar el hambre, hoy estoy chistoso, y vuelvo a reír.
Mi vida la imaginé de muchas maneras, pero nunca, ni en mis más
hermosos sueños o las más escalofriantes de las pesadillas, la concebí tal y
como es ahora. Mientras me como el salchichón, que por cierto, está un algo
rancio, pienso en el pasado, en lo enamorado que me casé, en como ella se
largó cuando las cosas se pusieron feas de cojones. Paloma, tan bella, tan
mujer, tan hija de puta. Yo trabajaba en una fábrica de azulejos, era un puntito
entre toda la gente, la fábrica, esa que se fue a la mierda y nos arrastró a
todos.
Los primeros dos años no fueron tan malos, con mi prestación de
desempleo y el trabajo de Paloma salíamos adelante, pero el paro fue
agotándose, no me llamaban de ningún sitio (cuando tienes cuarenta y cinco
años eres demasiado joven para jubilarte, pero demasiado viejo para que te
contraten), los ahorros fueron agotándose, y hace diez meses Paloma se fue,
justo el mismo día que recibí la primera carta del banco.
Cuando me cortaron la luz, vendí el televisor, luego se fue a la mierda el
teléfono, y mañana, si mal no recuerdo, finiquitan el agua. Pero me la suda, me
la suda el agua, Paloma, me la suda que dentro de una semana el banco se
quede con el piso, me da exactamente igual todo.
Empiezo a contar las pastillas, cuarenta y dos capsulas de fluoxetina, no
sé si me dejará frito, así que voy a meter también diez de diazepan. Mira por
donde lo que me recetó la zorra de la psiquiatra me va a servir de algo. Dios,
estoy que me salgo, y vuelvo a reír, esta vez con tantas ganas que incluso se
me saltan las lágrimas.
Por la ventana entre abierta entra una ráfaga de aire perfumado, bueno,
tal y como huele la casa últimamente, cualquier cosa es perfume. Es un olor
como a caramelo y chocolate, una mezcla singular y que hacía años no olía.
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Ese olor que en un tiempo pasado, muy pasado, era lo que más me
preocupaba en el mundo.
Con el vino, me trago las cincuentaidós pastillas que, cuidadosamente,
he ido amontonando delante de mí, sobre la mesa. Me tumbo en el sofá y
espero. Poco a poco, un suave sopor se va apoderando de mi mente, y aún me
queda tiempo para una última sonrisa, la que supongo, quedará marcada como
a fuego en mi rostro, al imaginar, ya como cayendo en espiral a lo desconocido,
la cara de los que vengan a echarme. Y este es mi último pensamiento, con mi
último suspiro, y acompañado de un dolor que me quiebra el alma con este
acto de cobardía y de rendición. Que se jodan.
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