Últimas plegarias Alberto Puebla A Carolina Rincón, Con todo mi cariño. PROLOGO Provincia de Bs As 18 de octubre 1945 La niebla se movía lúgubre entre los pinos y un establo abandonado clavaba una sombra aguda en el terreno junto a un tractor tan oxidado que no servía ni de chatarra. El padre Anselmo Palomino había llagado en la camioneta Chevrolet de la parroquia. Del asiento trasero bajó al hombro el cuerpo de un hombre maduro que parecía medio muerto. Tenía el pelo cano, la barba quijotesca, el torso desnudo y estaba tan delgado como un cristo de capilla. Dejó el cuerpo en el suelo tal como si fuera una bolsa de arena. Clavó unas estacas en el suelo y luego amarró al hombre a ellas. Anudó las cuerdas a los extremos de sus miembros. Le dejó las piernas bien abiertas. Era media noche en aquél campo abandonado. La luna tenía un párpado de nubes. Y una extensa lengua de niebla tocaba la apartada arboleda que los cubría. Ni un alma en un kilómetro a la redonda. El padre Anselmo Palomino hizo la señal de la cruz y comenzó a mover los labios. Susurraba en latín. . Páter poster, que es in celáis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum. Fiat voluntas tua, sicut in caelo et in terra… El hombre, estacado en el suelo, lo miraba fijo con la expresión de alguien que ve un camión venir de frente. ---- Te has confesado ya, pero todavía no te he dado el sacramento—Dijo el sacerdote. Desde el suelo, al abrir la boca, no le salió sonido alguno pero mostraba que le faltaban los dientes delanteros y que unos hilos de sangre seca le salían por las comisuras de la boca y las fosas nasales. Un gran moretón le cubría esa zona de la cara. Desde la cartuchera del cinto en su pantalón, Palomino obtuvo una tijera grande. Se puso a horcajadas y cortó los pantalones en la zona de la bragueta hasta formar un hueco. Tomo el trocito de carne que sobresalía de allí y efectuó en él un corte con ambos filos. Se produjo una hemorragia lenta y surgieron algunos hilitos de vapor sanguinolento. El moribundo empezó a temblar como un epiléptico y se mordió la lengua con un ronquido que fue un grito ahogado. Las luces de posición de la Chevrolet en la que habían llegado parpadeaban entre los arbustos. Algo se movía sin cesar desde el interior cubierto de la cajuela de carga. Era un sacudimiento impaciente y pertinaz. Desde el vidrio de la puerta trasera asomaba la cabeza de un perro negro con bozal. Un perro de mirada semejante a dos amatistas incandescentes. El padre Anselmo reparó en la cajuela trepidante y se dirigió a ella... --- ¡Calma cancerbero! ¡Sosiego!--Llegó a la parte trasera del vehículo y le echó un vistazo al animal a través de las ventanillas. La nariz del canino liberaba vapor y dejaba marcas en el lado interior del vidrio. --- ¿Te molesta el bozal? ¿Si te lo quito te portarás bien?--El perro se agitó repentinamente y se fue al fondo de la cajuela. Retornó con un salto queriendo derribar la puerta como respuesta a la pregunta de Palomino. --- ¿No sabes tu que los mansos heredaran el reino de los cielos?--- Palomino rió…se dio la vuelta y buscó algo en el asiento delantero. Era un palo con clavos de hierro en la punta y una cadena. Las luces bajas de la camioneta resplandecían. Las sombras de su frente ceñuda y las profundas ojeras se acentuaron por el contraste, deformando sus facciones. Su cara a la luz del día, sin embargo, a más de un feligrés le recordaba un beato de estampita. Pero las bondades de sus facciones, contrastaban con dos ojos acerados que poco parpadeaban y la compleción recia de su torso atlético. Una masa compacta de músculos y huesos a lo largo de casi dos metros de estatura. El hombre amarrado en el suelo quiso tener fuerzas para ponerse en pié. El espíritu se le desubicaba por el esfuerzo. La sed persistente laceraba sus entrañas y torturaba su boca donde el regusto ferroso del sabor a sangre se resecaba como una especie de veneno. La entrepierna le quemaba como si allí tuviera un par de brazas. El cura apretó los labios contra el crucifijo que tenía colgando en el pecho. Contrajo aún más el entrecejo, cerró los ojos y se le fruncieron los parpados. Luego preparó el gancho de la cadena y aprestó el palo con el brazo derecho para dominar al animal. Abrió la puerta y le acertó el gancho en el collar aferrado a su cuello. El perro pegó un salto desde la cajuela y encontró dos límites: El largo de la cadena y el bien conocido palo punzante de su amo. --- ¿Nos entendemos amigo?---Dijo blandiendo el palo. Enseguida procedió a la maniobra de liberación del bozal. La madre de cancerbero había sido un bulterrier y su padre quien sabe. Sin embargo debía de haber sido un perro grande. Su marcada musculatura revestida de un pelaje con manchas marrones mostraba nerviosos destellos llenos de bravura. Abrió su mandíbula con una apertura tal que parecía una sonrisa macabra y apuntó infalible su hocico en dirección a la sangre que olía a unos metros. Palomino avanzó con el animal que tiraba frenético y liberaba su larga furia con ladridos de pura bestialidad. Rebotaban en los arbustos y eucaliptos con una acústica de cementerio. El hombre en el piso, con sus últimas fuerzas luchaba inútilmente para liberarse de sus ataduras. Con los ojos desorbitados, gritó con todas sus ganas de vivir. UNO Iglesia de Remedios 9 octubre de 1945 ---He pecado padre---susurró la joven señora arrodillada en el confesionario. Emanaba de ella, olor a verdura fresca y notas graves de vino tinto. Debajo de su viejo abrigo marrón, todavía tenía puesto el delantal de servicio. ---Explica tu falta, hija.---Dijo Palomino. ---Padre, he pecado, le saqué dos bifes de ternera a la señora donde trabajo. Fui a hacer la compra que me mandó y al volver escondí la carne en mi cartera--Anselmo mientras escuchaba, se imaginaba la cartera y el botín. Vio como ponía los bifes en el sartén, con ajo y tal vez un poco de perejil o cebolla. Luego se los serbia a los niños. Uno de seis y el otro de cinco. Eran dos niños que venían a la escuela de su parroquia. El marido la había abandonado el año anterior probablemente porque que el menor de los niños, nació sin brazos y además, ella se había puesto bastante gorda por un problema endocrino. La aconsejó, le prometió que la anotaría en la lista especial de la cooperadora de la parroquia y luego le explicó las expiaciones. La sirvienta se fue y le tocó el turno a la mucama de la familia Arismendi. Una muchacha de provincias con muy poco estudio y cenos prominentes. ---Padre, ya no soy virgen. Bueno, se acuerda que le conté, ¿no? En fin, ahora no tengo nada con nadie y se me suben los calores y bueno...---- ¿y bueno qué?---Se fastidió. ---Que la señora se fue al centro y me quedé sola con el marido.---Dijo con un desamparo idiota. ---Fui al galponcito del fondo donde el hombre hace carpintería ¿vio? Y le ofrecí un café de esos que yo hago batidos con… -----En qué haz ofendido al Señor.---Dijo Palomino cortante, con la cabeza sumergida en el abismo de la íntima penumbra. Se sentía fatigado y se tocó ambas muñecas alternativamente. Le ardían y frunció el entrecejo. Tenía bajo las mangas un par de laceraciones. Esas marcas correspondían a unas esposas que había comprado en un montepío de San José de Flores. Se preguntaba si habrían pertenecido a un policía o habrían llegado en la maleta de un inmigrante. ---Bueno, en realidad no estoy segura del todo de haber pecado mucho, el que hizo todo fue el señor. Quiero decir el marido de la señora…-----Cometiste un pecado, explícate---Exigió Palomino y miró la hora en su reloj de bolsillo, gracias a un fino rayo de luz que entraba por la rejilla lateral. Recapacitó, que en vez de esas viejas esposas, debería usar otra cosa… ¿pero qué cosa podría usar para bloquearse las manos, cinta aislante, unas cuerdas de carrero, un trozo de riendas de caballo? Ninguna opción le pareció práctica. ---Bueno, yo, cometer no cometí nada, ---seguía la sirvienta-- el que cometió todo fue él, padre. Claro que yo dejé que lo…cometiera—señalo resignada---Me recostó sobre el sofá viejo que antes estaba en el living, al que se le rompió la pata y...-----Déjate de vueltas y explícate que hay otras personas esperando---Se enojó Palomino. ---Hay Bueno Padre, que me alzó la falda del uniforme y me tocó justo ahí. Después en fin…-- dijo y se sonó la nariz con su pañuelito a florcitas--- Me lijó como lima nueva, pienso que mi pecado fue que me gustó---Dijo. Anselmo Palomino Guardó silencio y le pareció que el cubículo le inducia un principio de asfixia…Tomó una inspiración y exhaló. Miró hacia el enrejado en elipse donde se adivinaba el rostro de la joven pecadora y la memes de aquel rostro no le inspiró ninguna compasión cristiana. --- ¿Cómo escapar de las tentaciones?---Preguntó la chica con algunos bemoles de lascivia --- Me la paso limpiando y lavando ropa todo el día y una no está hecha del sebo de las velas, Padre. --Palomino se masajeó la frente con la mano donde brillaba su anillo con un diminuto grabado de la virgen. “No eres más que una puta mugrosa, tienes el nivel de consciencia de una perra”. De inmediato rechazó aquél pensamiento. Se compuso recordando las actividades que restaban al día y ya no era tan temprano. Se aclaró la garganta, convencido que aconsejar era del todo en vano. --- ¿Padre?--Anselmo Explicó la penitencia y luego agregó: ---Ahora bien, si vas a venir aquí a describirme tus cochinadas, sin mostrar el más mínimo arrepentimiento, lo mejor sería que no volvieras más.--Anunció Palomino. La chica se acomodó el brassier que le picaba. Sin decir ni una palabra, se puso de pié y se marchó. La vio caminar por el pasillo tras la ventanilla enrejada. Las nalgas movedizas mordían la raya del medio del apretado vestido. Enseguida, le tocó el turno a una colegiala con coleta y voz meliflua. La sotana estaba limpia pero el olor del interior del confesionario era algo pesado. Pensó que un ratón podría estar muerto bajo la tabla. ---Padre, mi primo me besó en el sótano de su casa---Dijo. De golpe en la pantalla de su mente Palomino vio con claridad a la colegiala suspirando con el primito en el sótano. Se tocaban. Hubiera querido tener un martillo para romper en pedazos esa imagen dentro suyo. Puso fin a las confesiones y comenzó su acostumbrado paseo por el templo. Los santos indiferentes desde sus altares lo miraban con sus ojos de falsos destellos vitales y los resplandores oblicuos del templo lo iluminaban con rayos coloreados de santidad. Pronto se cumpliría un año de su nombramiento. Seis años en el seminario y dos años de servicio en una capilla de frontera en un cuartel del ejército, había sido el sacerdote más joven de aquella región. Le había costado su triunfo. Porque para Anselmo Palomino, haber perseverado en el camino de la fe y la entrega a Dios no le había resultado nada fácil. Conseguir ese nombramiento había sido una verdadera acción de la divina providencia. Daba las gracias. De hecho, no podía negar que pese a una infancia tan oscura y solitaria había recibido ayuda providencial. Su mentor, el Padre Atanasio lo había tomado de la mano por el sendero y con su guía había podido estudiar primero en una parroquia al cuidado de las monjas y después entrar en el seminario hasta desarrollar una personalidad más o menos agradable en el mundo de la curia de Buenos Aires. Su aspecto fisco a veces no lo ayudaba, lo veían demasiado fuerte. Robusto. En aquellos días se consideraba que un novicio robusto rara vez llegaba a ordenarse sacerdote. Su actividad física no era la razón de su desarrollo muscular, sino simplemente su natural complexión atlética, heredada seguramente de su padre, a quien no había conocido. Más cuando se abocó a la oración y tomó los votos religiosos se reconoció que tenía un verdadero temperamento eclesiástico, incluso monacal. Su vocación era sincera. Su mentor, lo había atemperado durante años. A punto estuvo de internarse en la orden franciscana, mas no quiso perder su guía metódica y apasionada por cristo. Atanasio Bermúdez había sido como su verdadero Padre. Ahora, en aquel pueblo, él estaba solo. El Padre Atanasio permanecía en una arquidiócesis apartada y se veían con poca frecuencia. Concurría a la curia lo estrictamente necesario y no tenia amistad alguna con ningún otro sacerdote. Porque Anselmo, creía con sinceridad que amaba su aislamiento, él creía de cierto que podía llegar a ser feliz por disfrutar de los encantos de la completa entrega espiritual, del ayuno y de los periodos de intensa oración en la gracia del espíritu santo. Porque así había sido en su largo periodo en el seminario.