Don Jaime de Borbón y Battenberg es un miembro casi desconocido de la rama más trágica de los Borbones, brotada del árbol genealógico que inauguró Felipe V con su llegada a España. Pero, a diferencia de otros Borbones que han merecido el elogio de sus partidarios, desde Felipe V a don Juan Carlos, pasando por Carlos III, Isabel II, Alfonso XII, Alfonso XIII o el mismo don Juan, don Jaime ha sido ignorado deliberadamente o vituperado incluso por los propios monárquicos, que siempre le han considerado un incordio. Prueba de ello es que, postergado de la sucesión por su propio padre, el lector tiene ahora en sus manos su primera biografía; de don Jaime se conocen tan sólo unas memorias incompletas, colmadas de errores e imprecisiones, que firmó su secretario Ramón Alderete, a las que deben sumarse el esbozo de su figura que compuso admirablemente el periodista Juan Balansó, junto a otro interesante estudio del también periodista Joaquín Bardavío. Y, por supuesto, las reveladoras memorias de la primera mujer de don Jaime, Emanuela de Dampierre, en colaboración con Begoña Aranguren, publicadas en esta misma editorial, y las de su hijo Alfonso de Borbón Dampierre, dictadas por él a Marc Dem poco antes de morir. Anteriormente, la revista ¡Hola! había publicado otras memorias más breves de Emanuela de Dampierre (1991) y del duque de Cádiz (1990). Pero, entre la multitud de obras sobre la monarquía de Alfonso XIII y sus descendientes, el lector que quiera conocer de cerca a don Jaime se sentirá sin duda defraudado. La vida de este incómodo personaje, al que algunos han preferido silenciar, comenzó a ser desgraciada al poco de nacer, cuando se temió que el niño pudiera ser sordo y, como consecuencia de ello, mudo. Un año antes, sus padres, Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg, sufrieron el primer aldabonazo del destino al constatar que su primogénito Alfonso, príncipe de Asturias, era hemofílico; igual que el infante don Gonzalo, benjamín de la familia. Tanto don Alfonso, como don Gonzalo, perecieron a causa de hemorragias internas tras sendos accidentes de tráfico. No así don Jaime, a quien el azar reservó una muerte si cabe más trágica, como a su hijo Alfonso de Borbón Dampierre, cuyo primogénito Fran, por si fuera poco, murió también en un accidente de automóvil. Tampoco se libró de esa especie de maldición don Juan de Borbón, tercer vástago de los reyes, cuyo hijo, el infante don Alfonso de Borbón, falleció fortuitamente con casi quince años de un disparo en la frente procedente de una pistola que manejaba su hermano don Juan Carlos, de dieciocho. Con razón, don Jaime aludió más de una vez a que iluminó su vida y la de su familia. De joven, representó a su padre, el rey Alfonso XIII, en numerosos actos oficiales, recorriendo algunas ciudades del país junto al dictador Miguel Primo de Rivera. Tras la renuncia efectuada por su hermano mayor Alfonso, en 1933, se convirtió automáticamente en príncipe de Asturias y heredero de su padre al trono. Pero la ilusión le duró tan sólo diez días, hasta que un grupo de conspicuos monárquicos -José Calvo Sotelo, entre ellos-, alentado por su propio padre, le convenció para que renunciara a la Corona de España, en la habitación de un hotel de Fontainebleau, alegando que era incapaz incluso de mantener una conversación telefónica. Como en tantas otras ocasiones, don Jaime dio ejemplo entonces de sumisión y docilidad, estampando su firma en el documento que le entregaron, sin notario presente que diese fe del acto. Durante gran parte de su vida luchó contra su grave limitación, ayudado por unas monjitas que le enseñaron a leer en los labios. Viajó a Inglaterra, Francia e Italia para someterse a dolorosos tratamientos con los más renombrados expertos en otorrinolaringología, pero ninguno de ellos pudo hacer nada para curarle. Su carácter se forjó así, desde niño, en la adversidad. Tenía un gran corazón, era afable y cariñoso, adoraba a su madre y a su hermano mayor, temía a su autoritario padre, y se dejaba influir por quienes le rodeaban, haciéndose así en extremo dependiente, lo que, sin duda, fue el peor de sus defectos y la causa de su perdición. Precisamente la completa dependencia de su entorno, alentada por la inseguridad que le generaba su grave minusvalía, es la clave para entender su existencia plagada de contradicciones. No en vano acató primero la voluntad de su padre, reconociendo a su hermano don Juan como legítimo heredero, para luego reclamar sus derechos a la Corona de España declarando nulas todas sus renuncias, y defender a continuación los intereses sucesorios de su hijo Alfonso de Borbón Dampierre frente a los de su sobrino Juan Carlos. Con respecto a Franco le sucedió algo parecido: elogió primero las conquistas de su régimen y más tarde condenó a éste ante las Naciones Unidas, volviendo luego a bendecirlo. Pero tampoco podría entenderse la actitud de don Jaime sin reparar en la trascendencia de la Ley de Sucesión promulgada por aquél en 1947; una ley que convertía a España en reino, dieciséis años después de la proclamación de la República. La norma legal habilitaba a don Jaime y a su hijo, el duque de Cádiz, como candidatos a la Corona de España, al exigir que el futuro sucesor en la Jefatura del Estado fuese de estirpe regia y hubiese cumplido los treinta años, requisitos que, como era evidente, ambos cumplían. La ley franquista relegaba al mismo tiempo a un segundo plano las disputas sucesorias que mantenían don Juan y don Jaime en el seno de la dinastía, por la sencilla razón de que el único que podía instaurar la Monarquía en España era Franco con su nuevo código. De todas formas, en el ámbito estrictamente dinástico, Alfonso XIII demostró no tenerlas todas consigo al preparar un matrimonio apartado del círculo de la realeza para su hijo Jaime, después de que éste formulase su primera renuncia en Fontainebleau. Fue así como don Jaime se desposó con Emanuela de Dampierre, la cual le abandonaría para contraer segundas nupcias con Antonio Sozzani, un antiguo amigo suyo. Poco después, don Jaime se unió a la prusiana Carlota Tiedemann, que le llevaría a la ruina económica y existencial. La agitada vida sentimental de don Jaime ofrece grandes paralelismos con la de su hijo Alfonso, cuyo matrimonio con Carmen Martínez-Bordiú, nieta de Franco, fue anulado eclesiásticamente. Igual que su padre, el duque de Cádiz mantuvo numerosos escarceos amorosos, hasta hallar refugio en otra mujer, la actriz hispanoargentina Mirta Miller, con la que compartió nueve años de su vida. Pero si hubo una mujer que marcó el destino de don Jaime, ésa fue la ambiciosa e intrigante Carlota Tiedemann, a la que conoció sin duda bajo el influjo de su mala estrella. He aquí, ahora, el relato de las vicisitudes de este desgraciado infante de España.