LA ESPAÑA DEL SIGLO XVII Para diferenciarlos de sus predecesores (Austrias mayores), los tres monarcas que reinaron durante el XVII reciben el nombre de Austrias menores. Son Felipe III (1598-1621), Felipe IV (16211665) y Carlos II (1665-1700). La muerte de este último en el año 1700 puso fin a dos siglos de gobierno de la casa de los Austrias en España y supuso la llegada de los Borbones. Durante el siglo XVII, la monarquía española vivió una etapa de decadencia que puso fin a la expansión del XVI. Esta progresiva decadencia, iniciada en los últimos años del reinado de Felipe II, se manifestó en forma de crisis económica, en la quiebra interna de la monarquía y en la pérdida de presencia política en la escena internacional. 1.1. La figura del valido Una de las innovaciones que se consolidaron en el gobierno de la monarquía del siglo XVII fue la figura del valido o privado. Dos aspectos eran comunes a todos los validos: la amistad con el monarca y la intervención directa en el gobierno de la monarquía. En algunos casos la persona del valido se acabó convirtiendo en algo más parecido al propio rey que a un simple secretario. Tan sólo los nobles de mayor linaje y los altos cargos de la Iglesia con acceso a la vida cortesana pugnaron por controlar este cargo. La figura del valido sirvió a la alta nobleza para acceder a los puestos más importantes y decisivos de la monarquía, lo que supuso el regreso de la aristocracia latifundista al ejercicio directo del poder político. 1.2. Los órganos de gobierno La corrupción se extendió por toda la Administración, y la venta de cargos públicos ocasionó el aumento excesivo de la burocracia. El gobierno de la monarquía siguió encomendado a los Consejos. Durante el siglo XVII no experimentaron cambios ni en su número ni en su organización, aunque a las funciones propiamente consultivas, los Consejos fueron añadiendo tareas de gobierno y judiciales. Las Cortes de Castilla mantuvieron su composición y funciones, muy limitadas desde los primeros Austrias. La representación en las Cortes correspondía a las ciudades, a diferencia de las cortes de los territorios de la Corona de Aragón, donde estaban representados los tres estamentos. 2. Los conflictos internos A lo largo de toda la centuria, los Austrias menores tuvieron que hacer frente a graves problemas internos, algunos de ellos heredados del siglo XVI y otros relacionados directamente con la decadencia y la crisis económica. La conflictividad social del siglo XVII tuvo su origen en la extensión de la pobreza entre las capas populares y en el incremento de la presión señorial sobre vasallos y colonos para hacer frente a la crisis. De todos los conflictos internos el más trascendente fue el movimiento secesionista iniciado en 1640 en Cataluña y que se extendió a otros territorios de la monarquía. El resultado de esta crisis institucional fue la separación de Portugal. 2.1. La expulsión de los moriscos La revuelta de las Alpujarras, en 1568, determinó la dispersión de los moriscos granadinos por territorios de la Corona de Castilla. Con esta política de asentamientos, el problema se extendió a nuevas regiones y acrecentó la intolerancia hacia la minoría morisca. En abril de 1609 se decretó la expulsión para los moriscos del reino de Valencia, el núcleo más importante y poderoso; en diciembre, para los de Castilla, y en abril del año siguiente, a los de Aragón. La expulsión de los moriscos representó para el reino de Valencia la pérdida de casi una tercera parte de su población, y más de 270 000 personas salieron de la Península en un año camino principalmente del norte de África. Las consecuencias de la expulsión fueron demográficas y económicas. Económicamente los más perjudicados fueron los nobles valencianos, que se quedaron sin vasallos para cultivar sus tierras. Para compensar esta merma de recursos, la monarquía permitió a los señores valencianos apropiarse de los bienes que dejaron los moriscos y les dio libertad para instalar colonos cristianos en las tierras vacantes y para imponerles un régimen señorial especialmente duro para la época. 2.3. Las rebeliones internas: la crisis de 1640 A partir de 1618 la participación de España en la guerra de los Treinta Años (1618-1648) puso en evidencia la falta de recursos económicos y humanos de la monarquía. El conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV, quiso solucionar el problema con una reforma institucional. El proyecto, conocido como el Gran Memorial (1624), pretendía unificar legislativa e institucionalmente los diferentes reinos de la monarquía. Este programa unificador, que aspiraba a consolidar a Felipe IV como monarca absoluto del reino de España, tenía una contrapartida fiscal: la unidad de los reinos permitiría repartir más equitativamente las cargas fiscales del imperio. El Memorial de Olivares incluía el proyecto de la Unión de Armas (1625), que aspiraba a reclutar un Ejército de 140 000 hombres entre los diferentes Estados de la monarquía. La crisis de 1640 se manifestó en forma de movimiento secesionista que se inició en Cataluña y se extendió por Portugal, Andalucía, Aragón, Navarra, Nápoles y Sicilia. En casi todas partes el movimiento se inició en forma de revuelta popular y se acabó transformando en una revuelta con objetivos políticos. El conflicto se inició en Cataluña en forma de protesta contra los alojamientos de los tercios imperiales. Los choques entre soldados y campesinos fueron frecuentes, pues mantener al ejército en una coyuntura de crisis suponía un enorme sacrificio para los campesinos, que, además, debían soportar los desmanes cometidos por los soldados. En 1635 Francia declaró la guerra a España y la frontera catalana se convirtió en estratégica, por lo que Felipe IV envió más tropas y exigió el esfuerzo de los catalanes para sostener aquella guerra. A partir de enero de 1640, los enfrentamientos entre las tropas imperiales y los campesinos se hicieron más violentos hasta culminar en el llamado Corpus de Sangre (7 de junio, día del Corpus) cuando los campesinos se apoderaron de la ciudad de Barcelona y asesinaron al virrey, el conde de Santa Coloma. Ante el vacío de poder los dirigentes de la Generalitat optaron por encabezar la revuelta popular y añadir a los objetivos antiseñoriales los objetivos políticos de rechazo del programa unificador de Olivares. La ruptura con el Estado se produjo en enero de 1641, cuando la Generalitat proclamó una efímera república catalana. La diplomacia francesa, dirigida hábilmente por Richelieu, dio apoyo a los catalanes consiguiendo que éstos nombraran conde de Barcelona a Luis XIII. De esta forma, la rebelión catalana de 1640 se convirtió en un episodio local de la guerra de los Treinta Años (1618-1648), que no se cerró hasta la firma del Tratado de los Pirineos en 1659. Al mismo tiempo estalló el movimiento secesionista en Portugal. El malestar provocado por las disposiciones administrativas y fiscales del conde-duque de Olivares y el descontento de las clases dirigentes portuguesas por lo que consideraban una actuación poco enérgica de la monarquía en defensa del imperio colonial portugués, amenazado y atacado por los holandeses, favoreció el levantamiento. La rebelión se inició en Lisboa (enero de 1640) con el asesinato del secretario de Estado Miguel de Vasconcelos y la proclamación del duque de Braganza como Juan IV de Portugal. La victoria portuguesa en Montijo (1644) confirmó el éxito de la revuelta, aunque los enfrentamientos continuaron hasta la Paz de Lisboa (1688). De menor trascendencia fue la conspiración del duque de Medina Sidonia y del marqués de Ayamonte en Andalucia. Con unos objetivos políticos poco claros, se saldó con el destierro del duque, la entrega de Sanlúcar de Barrameda, y la decapitación del marqués de Ayamonte, 3. El sistema de Westfalia-Pirineos: el ocaso de los Austrias La política exterior los Austrias menores se puede dividir en dos etapas separadas por la Paz de Westfalia (1648). Este tratado consumó el fracaso del ideal de Carlos I de una Europa cristiana tutelada por los Austrias y colocó a la monarquía española en una posición de segunda fila en el nuevo ordenamiento europeo. En la primera mitad del XVII la monarquía española siguió interviniendo en los conflictos que comprometían la unidad católica frente al avance del protestantismo, lo que le llevó a participar en la guerra de los Treinta Años. Se trataba de mantener el prestigio de la monarquía española en el escenario europeo. En la segunda mitad del siglo, los monarcas españoles se vieron obligados a aceptar el triunfo del protestantismo y la consolidación de Francia como nueva potencia. 3.1. El pacifismo de Felipe III El reinado de Felipe III se ha considerado como una etapa pacifista en comparación con el costoso belicismo de los últimos años del gobierno de Felipe II y el posterior de Felipe IV. La voluntad del equipo del rey por resolver conflictos pendientes unida a la coincidencia en los deseos de paz de antiguos enemigos de la monarquía española permitieron la gradual disminución de los frentes de guerra. Se liquidó la guerra con Inglaterra (Tratado de Londres, 1604), tras el fracaso del desembarco de tropas españolas en la católica Irlanda (1601). También llegó la paz en la guerra en Flandes con la firma de la Tregua de los Doce Años con Holanda (Paz de Amberes, 1609), aunque la tregua no tenía vigencia en los territorios de ultramar, donde los holandeses siguieron castigando al imperio colonial portugués. Aunque la rivalidad con Francia fue el factor esencial de la política exterior española durante estos años, el asesinato de Enrique IV de Francia en 1610 supuso la desaparición de un enemigo potencial, ya que su viuda María de Médicis se mostró partidaria de la amistad española, como se demostró con el doble enlace matrimonial de Luis XII con Ana de Austria, hija de Felipe III, y de Isabel de Borbón con el futuro Felipe IV. A pesar de la relativa tranquilidad, hubo numerosos conflictos puntuales aunque de corto alcance que se generalizaron a partir de 1618. El control de los territorios italianos seguía teniendo un papel de primer orden en el juego político europeo. Los conflictos en Italia se plantearon con los estados vecinos del Milanesado: Saboya y Venecia. 3.2. La guerra de los Treinta Años y la Paz de los Pirineos Las causas de la guerra de los Treinta Años (1618-1648) fueron políticas, religiosas y económicas. Hay tres elementos que caracterizan el conflicto: la rivalidad religiosa en Alemania, las pretensiones de la Casa de Austria de restaurar la autoridad imperial y la política exterior francesa dirigida a acabar con la hegemonía de los Austrias. El comienzo de la guerra de los Treinta Años (1618) y el final de la tregua de los Doce Años (1621), que coincidió con la muerte de Felipe III, supusieron el final de la etapa pacifista. La reanudación de las hostilidades en Flandes tras el final de la tregua con los Países Bajos convirtió este territorio en uno de los escenarios de la guerra de los Treinta Años. El conflicto tuvo también una dimensión colonial por la ofensiva holandesa sobre las posesiones de la corona española, especialmente las portuguesas, de ultramar. La entrada de Francia en la guerra obligó a la monarquía española a un sobreesfuerzo para mantener el dominio sobre las posesiones europeas del norte, todas ellas fronterizas con Francia y vitales para mantener abierta la ruta por la que se conectaba Flandes con Italia. Declarada la guerra en 1635, los ejércitos españoles, al mando del cardenal Infante, obtuvieron los primeros éxitos con la conquista de Corbie, localidad cercana a París. Sin embargo, la guerra se fue inclinando del bando de Francia y sus aliados, ya que las dificultades para financiar el aparato militar (fracaso de la Unión de Armas) y los graves problemas internos de descomposición territorial que vivió la monarquía desde 1640 hicieron que el potencial bélico de los ejércitos españoles comenzara a decaer. La resistencia española sufrió dos graves reveses que marcaron el final de la guerra: en 1639 la flota española fue destruida por la flota holandesa en el Canal de la Mancha (batalla naval de las Dunas) y, en la batalla de Rocroi (1643), los tercios españoles fueron derrotados por el ejército francés. El final de la guerra de los Treinta Años llegó con la Paz de Westfalia (1648). La corona española reconoció definitivamente a los Países Bajos como Estado soberano e independiente (Tratado de Münster) pero no consiguió cerrar sus conflictos con Francia, que se reactivaron con el final de la revuelta de la Fronda en el país vecino (1653). La Paz de los Pirineos (1659) puso fin al conflicto entre las dos coronas. Las cláusulas del acuerdo representaron la entrega a Francia de una serie de plazas en los Países Bajos, y la pérdida del Rosellón y Alta Cerdaña que formaban parte de Cataluña. Francia también consiguió importantes ventajas comerciales. Una de las cláusulas de mayor trascendencia política fue el acuerdo matrimonial entre Luis XIV y María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, ya que abría las puertas del trono español a los Borbones. 3.3. El final de la hegemonía de los Austrias La política exterior de la segunda mitad del siglo estuvo dominada por la pérdida definitiva de Portugal y por el acoso francés a los territorios españoles en Flandes. Firmada la paz con Francia, los esfuerzos de Felipe IV en los últimos años de reinado se centraron en recuperar Portugal. El alzamiento en Portugal había sido objeto de poca atención por parte de Felipe IV, que consideraba prioritaria la defensa de Flandes y Cataluña. La ausencia de combates trascendentes permitió a la corte de Lisboa organizar la administración del Estado y consolidar la alianza con Inglaterra (Carlos II Estuardo) mediante matrimonio. Desde 1661 hasta 1665 se produjeron enfrentamientos entre los ejércitos anglo-portugueses, ayudados por Francia, y las tropas españolas, con ventaja siempre de las primeras. La derrota de los ejércitos españoles en la batalla de Villaviciosa (1665) acabó con las posibilidades de recuperar Portugal. El conflicto se mantuvo abierto tres años más hasta que se firmó el Tratado de Lisboa (1668), donde se reconocía la independencia de Portugal. Los enfrentamientos bélicos con Francia se prolongaron durante el reinado de Carlos II (16651700) pero, a diferencia del siglo XVI, ahora la iniciativa ya no correspondía a la casa de los Austrias sino a los Borbones. Las cuatro guerras que se libraron con Francia se saldaron con la pérdida de algunos territorios en el sur de los Países Bajos y el Franco Condado. En el último enfrentamiento del siglo con Francia (1688-1697), España intervino formando parte de la Liga de Augsburgo (Imperio alemán, Suecia, Holanda, Inglaterra) que tenía como objetivo frenar el imperialismo francés. En la Paz de Rijswijk (1697), Luis XIV devolvió a España todas las posesiones que tenía en Flandes desde la paz de Nimega (1678), pues su interés se centraba en asegurar la sucesión de su nieto Felipe de Anjou a la corona española. La muerte de Carlos II en 1700 sin descendencia cerró el siglo XVII español y supuso el final de la casa de los Austrias que había llevado a la monarquía española al dominio en Europa. 4. Evolución económica y social en el siglo XVII La etapa expansiva de la economía española se frenó a fines del siglo XVI y comenzó un período de estancamiento que se prolongó hasta finales del siglo XVII, momento en el que aparecieron los primeros signos del cambio de tendencia. La crisis económica, general en toda Europa, no afectó en la misma medida a todos los reinos de la monarquía. Castilla fue el territorio que más la acusó, pues fue la que casi en exclusiva mantuvo la política imperialista de los Austrias. Los territorios de la periferia peninsular, menos implicados en los proyectos de la Corona, sufrieron con menor intensidad los efectos del estancamiento económico.