La lírica está muerta

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La lírica está muerta
Ezequiel Zaidenwerg
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Zaidenwerg, Ezequiel
La lírica esta muerta. - 1a ed. - Bahía Blanca : Vox Senda, 2011.
60 p. ; 20x14 cm.
ISBN 978-987-1073-38-2
1. Poesía Argentina. I. Título
CDD A861
Fecha de catalogación: 09/08/2011
La reproducción total o parcial no autorizada por los editores viola derechos reservados.
Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.
Ilustración de tapa:
Diseño y maquetería: Carlos Mux / Amílcar P. Gutierrez
Fundación Senda / Ediciones VOX
E-mail: [email protected] / www.proyectovox.org.ar
Tel. 0291 - 488-0381
Nicaragua 2070 / (8000) Bahía Blanca / Buenos Aires / Argentina
Impreso en Argentina / Printed in Argentina
©2011 Ediciones VOX
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La lírica está muerta
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Para A. C. y H. B. V.
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1. La lírica está muerta
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I. La lírica está muerta:
se quedó
varada en un remanso hipnótico del sueño,
mientras que más allá del coágulo final de la conciencia,
en torno al lecho con dosel de plata,
junto a la cama pobre de madera y espina,
se reunían los deudos,
aguardando el instante de iniciar
la sucesión.
Con todos los sentidos humanos agotados,
la cápsula de viento que tenía su espíritu
se alzó rumbo a las auras, desleída en una racha
centrífuga de luz, igual que Elías en la tempestad, arrebatado
sobre un carro de fuego.
Y aunque murió la vida,
no dejó harto consuelo su memoria: nadie partió las aguas,
ni surgió un Eliseo como sucesor.
Ajenos al prodigio,
en contubernio, se llevaron el cadáver
y vino un impostor para dictar un testamento espurio,
que se arropó con sus cobijas, tibias
todavía.
La lírica
está muerta. “De muerte natural”,
según manifestaron a través de un portavoz,
“tras batallar durante largos años
contra una cruel enfermedad”.
(Fin del comunicado).
“Con profundo
pesar, sus hijos y sus hijas,
sus nietos y sus nietas y su abnegado esposo
participan de su fallecimiento
y ruegan una oración en su memoria”.
Está muerta,
la lírica. Hace ya siglo y medio,
y aunque sus herederos todavía parecen ser los mismos
–aún no peinan canas y caminan erectos, sin ayuda de nadie–,
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recién ahora el expediente
(LÍRICA S/SUCESIÓN AB INTESTATO),
tras mil y una ofensivas judiciales,
tiene sentencia firme, y es posible dar curso
a la liquidación definitiva del acervo hereditario:
PROPIEDADES OFRECIDAS:
Gran oportunidad. Se vende torre. Únicamente en block.
Importantes detalles en marfil sobre fachada.
Destino: comercial o dependencias estatales.
A reciclar. Sin baños ni aberturas.
Gran profusión de espejos.
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II. El matadero
La lírica está muerta. Vinieron a buscarla
después que se cargaron a judíos, católicos,
comunistas, etcétera; una vez que borraron
a todos, en resumen, los que seguían creyendo
en algo todavía. Yo no me preocupé
cuando se la llevaron. (Supongo que a esta altura
se imaginan el resto). Es mentira que todos
seamos necesarios, y además el poema,
muchachos, no es de Brecht.
(¿Que qué pasó? Perdonen que me vaya
por las ramas). Fue por semana santa,
a plena luz del día. Casualmente,
yo estaba por ahí, y pude verlo todo:
ella andaba en su auto (muy caro, hay que decirlo,
para ir por esos barrios); de repente se cruza
un camión frigorífico. Frenan los dos de golpe.
Un tipo desdentado, de melena grasienta,
con anteojos de culo de botella,
se baja del camión y se pone a increparla. (En realidad,
todo estaba orquestado
de antemano). Se baja ella del auto. “Por favor”,
le pide, “tranquilícese”. “Yo no
me tranquilizo nada”, dice el tipo de los dientes y de pronto saca un arma
que tenía escondida entre la ropa,
y espejeaba ahora al sol.
A partir de ese punto,
en el recuerdo, se acelera todo.
El tipo le gritó que fuera para adentro,
a la parte de atrás, a hacerles compañía
a las reses. Pero ella se negó. Y ante la negativa,
el tipo la golpeó con la culata del arma,
y la tiró sobre el capot del auto.
Forcejearon,
y el tipo de los dientes se le pegó de atrás,
y le subió el vestido. Ella gritó
algo que no recuerdo, y un torrente de sangre
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le brotó por la boca, a borbollones. (Explotó de repente,
igual que una morcilla que se deja
demasiado en el fuego. Y yo pensé
–de eso sí me acuerdo– en la justicia
poética).
La última
imagen que me queda en la memoria
es la de un taco de ella, partido, en el asfalto,
y la luna, joyesca, que rielaba
sobre el charco de sangre.
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III. Alfredo Yabrán
La lírica está muerta. No se olviden.
Personalmente, yo prefiero recordarla
como en la única foto que se filtró a los medios:
los ojos que de tan celestes parecían
vacíos, el abdomen broncíneo, la cabeza
orgullosa cubierta de un matorral de plata;
la misma que en la inmensa soledad de los llanos,
sabiéndose cercada, hizo estallar
en un borrón granate.
No se olviden,
no nieguen que está muerta: es literal, las pruebas
saltaron a la vista, y aunque algunos especulan todavía con que vive,
que plantaron el cuerpo de un doble (¡o de un muñeco!),
que cruzó la frontera y está a salvo, riéndose de nosotros
mientras toma un daikiri que dura para siempre
en la postal perpetua del verano del trópico,
fueron ustedes los que la mataron:
con sus provocaciones, los ataques
repetidos a su privacidad y las acusaciones
–empresas espectrales
y legión de proteicos testaferros, conexiones con las mafias
más diversas, y vínculos con el poder y los servicios de seguridad
de una docena de países–
la fueron empujando lentamente,
centímetro a centímetro hasta cruzar el límite;
y aunque sostengan que, si de verdad murió, ajenos a los hechos,
de todos modos juzgan que era necesario,
una bomba de tiempo que podía explotarle a cualquiera en la cara
(¿qué mejor que la suya?), y nieguen que encontraron
su cabeza de turco,
ustedes son culpables,
la mataron ustedes.
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IV. Las manos
Una vez dentro del sepulcro, nadie
quería hablar, y sólo se escuchaba,
en el hondo silencio de la bóveda,
el ruido de los grupos electrógenos.
Bajaron la escalera caracol
de mármol blanco, estrecha, que llevaba
a los subsuelos. Pronto apareció
un siniestro presagio: comprobaron
que había alrededor de veinte golpes
en el vidrio blindado y, en el medio,
un agujero. Luego notarían
que faltaba el poema manuscrito
depositado por la viuda (“…llega
tu mano de amor / como mariposas
blancas…”), que debería haber estado
sobre el cajón.
Acto seguido, el juez
ordenó abrir las cuatro cerraduras
del nicho, y cuando eran ya la nueve
y media de la noche, comenzaron
a abrir el ataúd. En un principio
parecía cerrado, pero pronto
hubo de comprobarse que también
estaba agujereado. Sin embargo,
era de la opinión de los peritos
que los profanadores habían hecho
el boquete en el vidrio con el fin
de distraer: probablemente habrían
accedido al cadáver con las llaves
y la complicidad de los serenos
del cementerio.
Tras abrir la tapa,
vieron al fin el cuerpo, que lucía
sus galas de teniente general,
con colores azul, rojo y dorado;
tenía sobre el pecho aún la banda
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presidencial, unida al cinturón.
Los presentes notaron enseguida
que las muñecas del cadáver, donde
se le había inyectado tras su muerte
formol para evitar que se pudriera,
estaban descubiertas, y que había
polvillo de los huesos entre el cuerpo
y el cajón.
Cara y cuerpo se encontraban,
de manera increíble, casi intactos,
como momificados. Su piel era
de una tonalidad marrón verdosa,
y conservaba su cabello negro
pegado al cráneo. Dentro del sarcófago
se veía la gorra de oficial
superior, pero el sable estaba ausente.
La bandera, que antes envolvía
el féretro por fuera, apareció
dentro del ataúd. Sobre su pecho
se halló el rosario que llevaba antes
entre las manos. La muñeca izquierda
aparecía seccionada al borde
del límite inferior. En la otra, en cambio,
el corte se había hecho más arriba.
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V. Ernesto Rafael Guevara de la Serna
La lírica está muerta.
En esa foto
que dio la vuelta al mundo, en torno del cadáver
se ve una extraña compañía: tres
civiles (dos lo observan curiosos y el tercero
desvía la mirada); dos gendarmes
con cara de asustados; un fotógrafo
que aparece de espaldas, con tres cuartos del cuerpo
fuera de cuadro; y dos
oficiales que visten uniformes con galones:
uno mira a la cámara que le apunta el fotógrafo
mientras sostiene la cabeza inerte,
posando como un cazador con su trofeo;
el otro, que aparenta tener el mayor rango,
señala con el índice de su mano derecha
el lugar donde antes latía el corazón,
como si con su toque pudiera reanimarlo.
Con los ojos abiertos y la mirada clara,
el cuerpo pareciera querer incorporarse como un Lázaro
que volviese a la vida por un instante apenas,
para hundirse de nuevo, de inmediato,
en la muerte.
La lírica está muerta.
Y me imagino
lo que estarán diciendo quienes creían en ella
para justificarlo
(lo de siempre):
que no era ella la luz,
sino que había venido en testimonio de la luz;
que vino entre los suyos,
pero los suyos no la recibieron.
Lo cierto es que fue así:
era de madrugada cuando la capturamos,
herida de un balazo en una pierna
luego de una emboscada que se había prolongado
del mediodía hasta muy tarde,
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bien entrada la noche.
En esas condiciones, así y todo,
-aparte de la pierna, el asma le oprimía
los pulmones-, había persistido en el combate,
hasta que su fusil quedó inutilizado por completo
por un disparo que le destruyó el cañón;
además, la pistola que portaba tenía
el cargador vacío.
Trasladada al cuartel,
que era una escuela, al ser interrogada,
dijo que la belleza era paciencia
y nos habló del lirio -pero ¿cómo
es un lirio?, yo acá nunca vi uno-,
y de cómo en el campo,
después de tantas noches bajo tierra,
del tallo verde a la corola blanca
irrumpe un día.
Pero por estas latitudes
todo crece en desorden, sin propósito,
y yo, que vine al mundo y me crié
salvajemente contra todo y a pesar de todo,
como el pasto que surge entre las grietas del asfalto
y que los coches pisan al pasar -pero acá
no tenemos caminos asfaltados, y autos casi no hay-,
no la podía comprender, a ella que había nacido para todo,
un cálculo preciso de sus padres,
una inversión de cara hacia el futuro
-el tiempo para ella era una flecha que avanzaba con conciencia
hacia su conclusión, mientras que para mí era un ciclo regulado
no por la urgencia del deseo ni las sordas impresiones del instinto,
sino más bien por algo sagrado, aunque remoto-;
no podía entender que hubiera abandonado
lo que fuera que hubiese dejado atrás (¿la falta de propósito
de una existencia cómoda o tal vez el exceso
de determinación?) por venir a este páramo
en donde todo crece pero nada
abunda más que el hambre,
a dar vueltas en círculos y ver cómo caían uno a uno
los compañeros, en combate contra un adversario innumerable
pero infinitamente dividido, por la gloria
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triunfante de una Idea: nosotros, que nacemos
en este rincón último,
en donde la naturaleza aún
existe separada de la voluntad del hombre,
aprendemos temprano en nuestras vidas que la libertad
no es cosa de este mundo, y que el amor
es acto y no potencia.
Pero no dije nada.
Después se hizo un silencio:
mientras la interrogábamos, nos había llegado
la orden de matarla. (Lo de las manos fue después de muerta,
pero yo no lo vi. Me contaron, incluso,
que habían ordenado cortarle la cabeza
y que alguien se negó).
Pasaron unas horas.
Un superior nos dijo que esperáramos
para ver si no había contraorden,
que no llegó (en la radio ya anunciaban su muerte).
Llegaba el mediodía. Había que matarla.
Y en cuanto al desenlace que tuvieron los hechos,
no es verdad lo que dicen: que no nos atrevíamos,
que nos emborracharon para darnos coraje,
y que ni así podíamos.
Nosotros simplemente
hicimos lo que nos habían ordenado;
entramos en el aula en donde la teníamos
y la matamos como se mata a un animal
para comer.
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VI. Dr. Pedro Ara
…y así, después de aquella falsa alarma
de la anterior semana, iban pasando
los días sin que síntoma ninguno
viniera a marchitarme la esperanza
de que tal vez se hubieran olvidado
de mí, pero a las cinco de la tarde
de esa jornada histórica, llamaron
para avisarme que a las seis vendrían
a buscarme. Yo, contra mi costumbre
de ser siempre confiado en demasía,
resolví por primera vez actuar
con orden y cautela, y me dispuse
a redactar un borrador, con todas
las condiciones a exigir a cambio
de la tarea; por elemental
cortesía política, entre ellas
no se incluía la financiación.
En eso estaba, cuando aparecieron
el doctor y sus hombres, que llegaron
mucho después de lo anunciado. Hubo
un escueto intercambio de palabras:
la lírica, según mis visitantes,
agonizaba, y con seguridad
ya habría fallecido en el momento
en que llegásemos allá.
La radio
no había anunciado la noticia aún;
y, sin embargo, ya la policía
había acordonado toda el área
e interrumpido el tránsito. No obstante,
una gran multitud se iba reuniendo,
ante las verjas de la residencia
y en algunos jardines aledaños,
en silencio. En la noche del invierno,
arrodilladas en el suelo húmedo,
con velas encendidas en las manos,
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rezaban las mujeres. Junto a ellas,
cientos o miles de hombres en silentes
grupos. Nadie sabía quiénes éramos;
pero, al ver que los guardias nos abrían
paso, nos preguntaban: “¿Es verdad
que la lírica ha muerto?”.
Proseguimos
sin contestarles, muy impresionados,
y penetramos en la residencia,
donde nos escoltaron a un salón.
Enseguida, llegó el Ministro y dijo:
“La lírica, a las ocho y veinticinco
de hoy, ha pasado a la inmortalidad.
El Presidente quiere que prepare
el cadáver, para exponerlo al pueblo,
y ser depositado en una cripta
monumental que hemos de construir”.
Luego de presentarle una objeción
–que sería tal vez más conveniente
encargarle el trabajo a algún experto
del país–, que me fue desestimada,
le entregué el borrador de condiciones
–aunque sin mencionar las económicas–,
y el Ministro volvió en pocos minutos
con la conformidad presidencial.
No había tiempo que perder: muy pronto
reuní los elementos necesarios;
el problema de hallar un ayudante
era de más difícil solución:
por suerte me acordé de un compatriota,
sencillo, honrado y fuerte, acostumbrado
a la labor forense. No fue fácil
encontrarlo; vivía en un barrio extremo
y oscuro, por el cual di muchas vueltas
entre baches y charcos con mi coche,
hasta acertar. No le conté qué haríamos
ni dónde. Pero le hice prometer
que lo que aquella noche oyera o viese
no lo hablaría ni con su familia.
De camino, compramos unas cosas
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más, y pronto llegamos a la casa
presidencial. Mi amigo no cabía
en su sorpresa al ver que el Presidente
le tendía la mano y lo abrazaba.
Entramos en la cámara mortuoria
los dos juntos. Dormía sobre el lecho
para siempre el espectro de una rara
y tranquila belleza, libre, al fin,
de la materia con su cruel tormento,
corroída hasta el límite. La ciencia
la había sometido a una tortura
mental, con la esperanza del milagro,
prolongando el suplicio. Junto a ella
se encontraba su médico, que al verme
se dispuso a salir. Un sacerdote
a los pies de la muerta, y otros médicos,
la familia cercana y los amigos,
rezaban en voz alta. La primera
en levantarse fue la madre, que
juntó las manos, me miró en un gesto
como de súplica y salió apoyándose
en sus hijos; y pronto la siguieron
los otros, y al final el sacerdote,
que me dijo al pasar: “¡Dios le ilumine!”
Y nos quedamos solos en la estancia.
Yacente ante nosotros, consumida
hasta el extremo de lo imaginable,
se hallaba la mujer más admirada,
temida, amada, odiada de su tiempo.
Había combatido con fiereza
contra los grandes y ahí estaba ahora,
derrotada por lo infinitamente
pequeño. Pero no debió temer
la muerte: la esperó como esperamos
a un huésped recibido sin sorpresa.
¿Se preparó a morir desde los días
rosas de su apogeo? ¿A quién pensaba
que encontraría en la otra orilla? Yo
apenas sé que en la otra orilla está
la Historia, a la que no cualquiera llega…
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VII. Harún al-Rashid
La lírica está muerta.
Cuentan que,
exasperada por la complacencia
de sus visires, chambelanes, alcahuetes y edecanes,
de los chongos dotados del harén y los eunucos,
solía salir de noche, sin custodia, disfrazada
de mendiga (¿o era de comerciante?),
a recorrer los últimos barrios de la ciudad
para saber lo que en verdad pensaban
sus súbditos de ella.
Una noche en que hervían el calor
y el insomnio, y soplaban, abrasivas, unas ráfagas
de polvo del desierto, se vistió, como tantas otras veces,
con sus patillas falsas y sus greñas cosméticas,
y salió del palacio de la cúpula verde y la puerta de oro
sin ser notada.
Fueron
quedando atrás los altos minaretes
ahora silenciosos, el cuartel de la guardia, las plazas y los parques
y las tiendas a oscuras del mercado,
hasta que al fin traspuso las murallas circulares,
con la tácita anuencia de un sereno
dormido.
Una vez fuera de la ciudadela,
una brisa del río, pestilente,
la recibió golpeándola en la cara;
caminó por las anchas avenidas
donde rugía el tráfico nocturno,
y siguiendo una arteria lateral,
vino a parar a un callejón mugriento,
rodeada de borrachos que tosían
dormidos, entre pilas de cartón
mojado por la orina de los perros
y la lluvia grasosa.
De repente,
oyó un grito, seguido del estruendo
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de un objeto golpeando contra el piso
y unos pasos cercanos.
Asustada,
corrió sin rumbo fijo, hasta que dio
con la presencia tranquilizadora
de las vías del tren, que ocultó, luego,
un vasto laberinto de containers
a la altura del puerto; y continuó
bordeando el paredón perimetral,
y retomó el camino tantas veces
recorrido.
Enseguida divisó
la autopista y los pocos edificios
que en ese asentamiento se atrevían
a alzarse sobre el suelo.
Al acercarse,
y ver la calle principal de tierra,
las casuchas precarias de ladrillo
y chapas de desguace, y el trazado
de pasillos oscuros, sintió miedo;
pero los dientes se le hacían agua,
y atravesó los pasadizos sórdidos
hasta la puerta conocida.
Adentro
volvió a darse la escena consabida:
tras cruzar la primera habitación
donde una chica amamantaba a un hijo
y los otros dormían en el suelo,
entró al cuarto de atrás. Los mismos hombres
de mirada perdida se aburrían
frente al televisor. Todo fue casi
igual que siempre; y ya estaba por irse
apretando en el puño las bolsitas,
pero uno de los hombres, esta vez,
al contar los billetes, extrañado
y divertido, reparó en la efigie
impresa en el papel, que repetía
las facciones de aquel cliente asiduo:
soltó una carcajada, y tras mostrársela
a los otros, que rieron, disparó.
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La lírica está muerta. Ya no existe
el califato, hundido entre sus vicios;
pero, ¿cuántos añoran sin saberlo
sus oropeles, su esplendor barato,
la eterna adolescencia del espíritu?
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VIII. Las ropas nuevas
La lírica está muerta. De vergüenza.
La historia la conoce todo el mundo:
a la ciudad llegaron unos hombres,
que eran, según dijeron, grandes sastres,
y, tras pedirle audiencia, le ofrecieron
coserle un traje con un paño, único
por su delicadeza y hermosura,
que sería invisible, sin embargo,
a todo aquel que en realidad no fuera
hijo del padre que creía ser.
Entusiasmada con la perspectiva
de desenmascarar a los bastardos
y asegurarse la pureza étnica
de sus dominios, se mostró de acuerdo.
Ordenó que les dieran un palacio
y la plata y el oro que pidiesen.
Los hombres instalaron sus telares,
y daban a entender que todo el día
tejían en el paño; y uno de ellos
luego de un tiempo fue a anunciar que el traje,
que ya estaba empezado, era la cosa
más hermosa del mundo. Para verlo
la soberana despachó a un acólito,
su camarero personal, que dijo
haberlo visto, y confirmó las señas
que habían dado de él sus fabricantes,
por miedo de que su linaje fuese
puesto en tela de juicio. Luego, otro
súbdito fue enviado ante los sastres
para fiscalizar su actividad,
y luego otro, y otro; y cada uno
corroboraba las versiones previas.
Hasta que vino una gran fiesta, y todos
le reclamaron a su soberana
que estrenase el vestido. En el palacio
se presentaron los expertos sastres
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con los paños cortados y cosidos
para vestir a la monarca. Pronto
se hubo cumplimentado la labor
y partió a la ciudad la soberana
para el desfile. Al ser verano, el traje
le sentaba muy cómodo. Enseguida
hizo su aparición ante las masas
congregadas.
La lírica está muerta
de vergüenza: en la ingle oculta un tímido
badajo, un ramillete tembloroso
comido por las moscas, todo envuelto
en el ligero celofán del aire;
y nadie, mientras ríe, la señala.
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IX. Sibila de Cumas
La lírica está muerta,
pero la última vez que fui a tomarle el pulso
todavía vivía:
confinada a una cárcel de hojalata y alambre
(¿o era un bidón de plástico? –la verdad, no me acuerdo–),
pendía de los cables de una torre
de alta tensión en un suburbio humilde.
Cada vez más anciana, astrosa y encorvada,
era pasto de piojos y palomas, y los chicos del barrio
jugaban a golpear con la pelota los barrotes,
complaciéndose en ver cómo perdía el equilibrio;
y cuando se cansaban le decían:
“¿Qué querés? Pero, ¿qué es lo que querés?”
Y respondía ella: “¿Yo…? Morirme, quiero”.
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X. Muerte de Orfeo
La lírica está muerta. Eso es un hecho
incontestable. Pero, en rigor de verdad,
y si sirviere de consuelo a alguien,
en su final estaba su principio.
Mientras que con su canto
arrastraba los bosques tras de sí, guiaba en procesión los animales,
y hacía que las rocas la siguieran, ocurrió que unos hombres,
ebrios por el licor vertido y el deseo no libado, la divisan desde el borde
de un promontorio, al tiempo que tañía la lira,
acompañando sus canciones. Y uno,
desarreglados los cabellos por la suave brisa, “Ahí,
ahí está”, exclama, “la que nos desairó”,
y apuntando a la boca abierta en pleno canto, le dispara una rama
que por estar cubierta de follaje
deja una marca sin herida. El arma
de otro es una piedra, que lanzada en el aire es derrotada
por el concierto de la voz y de la lira,
para caer al fin ante sus pies, como si le pidiera
perdón por semejante atrevimiento.
Es entonces que toda moderación se pierde
y estalla, temeraria, la violencia,
porque sus proyectiles, amansados por el canto
se habrían detenido, inofensivos, en mitad del aire,
si el estruendo de palmas, cornetas y tambores
y su ulular frenético no hubiesen sofocado el sonido de la cítara:
las piedras, al no oírla ya (dichosas ellas porque ahora
no sentían) se sonrojaron con su sangre.
Pero en primer lugar, la privan del sinfín
de aves encantadas por su voz, de las serpientes
y el tropel de animales, galardón de su triunfo.
Finalmente, se vuelven contra ella, con las manos
rezumantes de sangre, y la persiguen
arrojándole tirsos verdecidos de guirnaldas,
hechos para otro fin. Unos lanzan terrones,
otros le avientan ramas arrancadas a algún árbol,
otros le tiran rocas; y no faltan
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armas a su furor, porque unos bueyes
sometían los campos al arado,
y no lejos de allí había unos labriegos que cavaban la tierra
para ganar, con el sudor, su fruto,
que al ver la multitud enardecida
huyen, dejando atrás sus herramientas de trabajo:
yacen desperdigadas por los campos vacíos
palas, largos rastrillos y pesados azadones.
Munidos de esas armas, se entretienen
primero con los bueyes, haciéndolos pedazos,
y luego se apresuran al plato principal:
sacrílegos, despojan de la luz a quien tendía
las manos, suplicante, y por primera vez
pronunciaba palabras sin efecto,
sin poder conmoverlos con su voz.
Por esa misma boca, que escucharon las piedras
y hasta los animales supieron comprender,
al expirar, el alma se encamina de regreso hacia los vientos.
¡Y cómo te lloraron las aves sin consuelo,
la turba de las fieras, y hasta las duras rocas y los bosques,
que tan frecuentemente se plegaran
a tu canto! Los árboles, apenas sensitivos,
te lloraron, dejando caer su cabellera tonsurada
como señal de duelo. Incluso dicen
que a causa de las lágrimas
los ríos aumentaron su caudal. Sus miembros
yacen diseminados en diversos sitios;
la cabeza y la lira, casualmente
juntas, vienen a dar a un río de la zona;
ése es el escenario del prodigio:
mientras corriente abajo se deslizan
por el medio del río, rumbo al mar,
exánime, la lengua todavía murmura, lacrimosa;
responden, lacrimosas, las orillas,
y la lira, sin mano que la pulse,
se queda balbuciendo un no se qué.
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XI. Sodoma y Gomorra
La lírica está muerta.
Y aunque muchas
veces le pedí a Dios que la matase
y terminara con mis sufrimientos,
ahora la recuerdo con nostalgia
agridulce.
Fue hace ya muchos años:
harto del ajetreo de la urbe,
huí de la Capital con mi familia
a un pueblito perdido en la mitad
de la llanura.
Los primeros meses
transcurrieron felices, sin apuros,
entre el aburrimiento del trabajo,
la vida familiar y las continuas
siestas.
Los fines de semana íbamos
a la tarde a dar vueltas a la plaza
y a saludar con la cabeza siempre
a aquellas mismas caras somnolientas,
cuyos ojos se iluminaban sólo
si alguien contaba un chisme con malicia
trivial.
Mis hijos, los varones, fueron
los primeros –como era predecible–
en habituarse a aquella vida: pronto
trabaron amistad con los locales,
mezclándose hasta casi confundirse
con ellos, entre charlas de cerveza,
fútbol, autos, mujeres. A los otros
–mi mujer y mis hijas, y yo mismo–
nos costó un poco más aclimatarnos,
a pesar de que el tiempo era benigno,
con excepción de la humedad.
De todas
formas, la placidez de aquellos días
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tendría que acabar tarde o temprano:
a comienzos de otoño me di cuenta
de que, tras la cansina sencillez
de aquellos pajueranos, se ocultaba
una perversidad que no quisiera
verme obligado a detallar.
Así
fue que empezaron los recelos mutuos;
sólo de nuestra parte en un comienzo,
pero ellos no tardaron demasiado
en percibirlo: un sesgo en la sonrisa,
un bajar con apuro la mirada
al saludar.
Conforme avanzó el año
y los días se hicieron cada vez
más cortos, la tensión fue incrementándose,
aunque recién se manifestaría
de forma abierta en el invierno.
Fue
una noche muy fría. Casualmente
habían venido desde la ciudad
unos parientes de visita. Estábamos
sentados a la mesa, compartiendo
la carne, el pan y el vino, y de repente
tocaron a la puerta: cuando abrimos,
ya todo el pueblo se encontraba afuera,
reunido frente a nuestra entrada. Entonces
uno de los vecinos, que era el líder,
en apariencia al menos, de esa turba
enardecida, dijo:
“¿Dónde están
los que vinieron esta noche a verlos?
Sáquenlos para que los conozcamos”.
Salí, cerrando tras de mí la puerta,
y les rogué que por favor se fuesen,
pero ellos se burlaron:
“¿Te pensabas
que podías venir de la ciudad
a decirnos qué hacer?”.
Cuando advirtieron
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que mis esfuerzos eran infructuosos,
mis hijas se asomaron a la puerta
y, a cambio de que no nos molestaran,
les ofrecieron ir con ellos, pero
tampoco así pudieron persuadirlos.
Mis parientes, entonces, alargaron
la mano desde adentro y, tras meterme
en la casa otra vez, cerraron bien
la puerta.
Afuera, mientras, los del pueblo
intentaban echarla abajo; y otros,
tomados de las rejas que guardaban
las ventanas, hacían morisquetas
y gestos de amenaza; y nos habrían
hecho sus prisioneros, o quizá
algo peor, de no haber sucedido
lo inesperado:
un sol de medianoche
de repente se alzó por la llanura
y se hizo de día. Encandilados,
los del pueblo cesaron un instante
en su violencia; entonces, una lluvia
ligera comenzó a caer del cielo,
y desde adentro vimos que la gente
levantaba las manos recibiéndola
con alegría, y que iban, una a una,
quitándose las prendas que llevaban
puestas.
Así, los hombres con el torso
desnudo y las mujeres en corpiño
se pusieron de súbito a bailar
a pesar de la lluvia que arreciaba,
aunque no había música. El vapor
iba empañando las ventanas más
y más, hasta que al fin no se veía
ya nada desde el interior. La luz
pareció hacerse más intensa afuera
y sentimos de pronto que el calor
iba aumentando cada vez más rápido:
veíamos correr por los cristales,
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ahora turbios, unos goterones,
y el sudor nos cubría todo el cuerpo;
mientras tanto, la lluvia retumbaba
y hacía imposible que cualquier sonido
del exterior llegara hasta nosotros.
Eso duró una hora u hora y media.
Después sentimos que el calor bajaba
y de repente se apagó la luz.
Con timidez abrí la puerta; un viento
helado me golpeó. Busqué un abrigo
y salí hacia la noche, iluminada
apenas por la luna: en el lugar
donde hace instantes se erigiera un pueblo,
veía ahora un campo de cenizas
y el suelo mismo despedía un vaho
vagamente dulzón.
Sin más demora
reuní a mis familiares y emprendimos
la marcha, sin saber muy bien adónde;
una vez que dejamos finalmente
atrás ese perímetro arrasado
que había sido el pueblo, mi mujer
se dio vuelta a mirar y, con los ojos
llorosos y la voz casi quebrada,
me dijo:
“El humo sube de la tierra
como el humo de un horno”.
Al verla rígida,
yo le tiré con fuerza de la mano
para obligarla a reaccionar.
En breve
llegamos a la ruta y la seguimos,
caminando durante varias horas,
hasta que divisamos el cartel
precariamente iluminado de una
estación de servicio. Desde ahí
llamamos por teléfono pidiéndoles
auxilio a otros parientes, que llegaron
al mediodía a rescatarnos; luego
iniciamos la vuelta a la ciudad,
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de donde nunca más nos volveríamos
a mover.
Pasó el tiempo. Y con su paso,
el hábito
fue haciendo su tarea: pronto el resentimiento
por el horror pasado se transformó en olvido,
y el olvido cedió ante el trabajo diario
de desear lo que falta, en que se consumieron
mis días.
Sin embargo, ahora muchas veces
me despierta de noche la sospecha angustiosa
de que los habitantes de aquel lugar actuaban
en nombre de un amor exactamente igual
al mío, y me carcome por dentro la certeza
de que todo fue en vano:
renegar
de los otros y de nosotros mismos,
para seguir viviendo
igual que siempre,
igual
que en todas partes.
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XII. La matanza de los pretendientes
La lírica está muerta. O eso dicen:
que hace ya veinte años que está ausente,
que sus huesos se pudren en la tierra
o que el mar los arrastra con su oleaje,
mientras los pretendientes de su esposa
se devoran su hacienda.
Pero vive,
y está siempre volviendo. En este instante,
sola en su barca en medio del océano,
relee con insistencia aquel poema
célebre de Kavafis (me pregunto:
¿logrará persuadir a quien en una
época se jactaba de su ingenio
–”la fecunda en ardides”, la llamaban–
la idea remanida de que el viaje
está en el interior de cada uno?)
y sueña con el día en que retorne
al hogar, disfrazada de mendiga,
y aguante con orgullo, estoicamente,
los insultos, los golpes y vejámenes
de los que aspiran a usurpar su trono.
Sueña despierta con el hijo único,
su legítima sangre, e imagina
el reencuentro emotivo en esa choza
bucólica, con música de fondo,
debidamente lacrimosa. Trama
ya la alianza de clases con la plebe,
en la que afianzará su reconquista
del poder. Y ya puede verse, casi,
yaciendo con su esposa, en aquel lecho
que con sus propias manos construyera
en un tronco de olivo. Sin embargo,
la escena que proyecta una y otra
vez en su mente es congregar a todos
en el patio, alegando alguna excusa,
cerrados previamente los accesos;
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y con la sola ayuda de su hijo
y de los pocos servidores fieles
que le quedan, mostrarles quién es ella
a esos usurpadores, y matarlos,
y matarlos a todos: se imagina
con lujo de detalles, con lujuria,
revolverle las tripas con la espada
a un enemigo; acribillarle a otro
el cuerpo entero con sus proyectiles;
y el corazón de otro palpitante
aún en su puño, luego de arrancárselo.
Pero un reflujo corrosivo asciende
por sus entrañas y le explota súbito
en la garganta y la nariz, y rompe
aquella ensoñación triunfal. Molesta,
sacude la cabeza, inspira hondo,
se tranquiliza al fin y mira al frente
y ve que sigue en medio del océano,
que no hay tierra a la vista y, resignada,
toma otra vez los remos y hace fuerza.
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XIII. De la guerra civil
La lírica está muerta. Finalmente.
Ha llegado el momento que esperábamos todos.
Ya podemos decirlo sin ambages:
es el fin de una era. El magno orden de los siglos
se vuelve a barajar en fundación renovada.
Nace un niño de hierro para la poesía,
y con su advenimiento, tras dimitir la vieja estirpe de oro,
se alzará en su lugar una progenie
férrea: de todos modos, ya va siendo hora
de que empecemos a cantar
cosas más importantes.
Nace un niño de hierro
para la poesía, y una única incógnita ensombrece el horizonte:
¿conocerá a sus padres sonriendo con dulzura?
¿Les soltará una carcajada amarga?
¿Los verá con desprecio? ¿Con sospecha? Acaso,
lo que es peor: ¿les pagará la vida y su sostén
con una mueca apática?
La lírica
está muerta. Así es, aunque su muerte
–mal que les pese a aquellos
que hoy se la adjudican– fue sin ceremonia: como cae un árbol,
tronco sin nombre en la mitad del bosque
por donde nadie pasa,
así cayó. La técnica también estuvo ausente:
ni siquiera las tablas precarias de la cruz,
los clavos enmohecidos, la corona trenzada con agujas,
el paño avinagrado que alguna vez urdiera
con módica pericia mano de hombre,
tuvieron parte en el asunto,
que ocurrió sin testigos, sin castigo ejemplar,
sin demasiada premeditación
ni marca.
Está muerta. Así es.
Y un acerbo destino arrastra a los poetas
y el crimen de la muerte fraternal,
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desde el momento en que se derramó en la tierra,
como una maldición para sus descendientes,
su sangre:
fue en un descampado; el golpe
la sorprendió de espaldas.
Está muerta.
La lírica está muerta.
No murió como Cristo, la mataron
como a Abel.
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2. Lo que el amor les hace a los poetas
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Lo que el amor les hace a los poetas
no es trágico: es atroz. Les sobreviene
una luctuosa ruina a los poetas que el amor captura,
sin importar su orientación o identidad
poética. El amor lleva al total desastre
de la uniformidad a los poetas gay,
a los poetas pansexuales y bisiestos,
y a las poetas y poetrices feministas, fementidas o veraces;
a los obsesionados con el género
y a los degenerados por igual, y a los perversos polimorfos:
y hasta los fetichistas de los pies
del verso capitulan a las plantas del amor,
que no distingue ideología,
programa ni poética. A los vates de la torre de marfil
los precipita del penthouse ebúrneo
directo a planta baja. A los apóstoles
del Zeitgeist, que proclaman sin empacho que la lírica está muerta,
les permite insistir en el error
y en sus prolijas parrafadas. Les produce una hemorragia palatal
a los que comban parcos aforismos diagonales,
a los herméticos de lata, a los que envasan
sus versos al vacío, a los falsarios del silencio,
y a los que fraguan haikus castellanos
al itálico modo. A los puristas de la voz les corta en seco
su dulce lamentar, y a los maniáticos del ritmo
les quiebra las falanges, y estropea
el íntimo metrónomo que llevan junto al corazón
para marcar el paso de sus versos. Les compone el sensorio
a los videntes y malditos y demás
rebeldes e insurrectos sin razón ni causa
poética, y les cura el desarreglo razonado
de todos los sentidos. Desaloja de su noche oscura
a los que piden luz para el poema
en las cavernas del sentido, y los devuelve sin escalas
a la trasnoche de la carne literal. Lo que el amor
les hace a los poetas, con paciencia y mansedumbre,
mientras las mariposas lentamente les ulceran el estómago
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y el páncreas poco a poco deja de funcionar,
es harto inconveniente. A los que buscan con ahínco
y precisión de cirujano la palabra justa, les arruina
el pulso, y en lugar de dar la vida, la aniquilan en su afán.
Y a los que con ardor y devoción persiguen
un absoluto en el poema, como un grial
todo de luz, tirante, diáfana y febril,
les nubla las certezas, y el deseo mismo
de saciar su ansiedad. Lo que el amor
les hace a los poetas, inadvertidamente,
mientras cosen y cantan y se atoran de perdices, es agudo, terminal
y fulminante. Es un torrente arrollador
de prosa, que espolea y multiplica, en progresión exponencial,
a los zopencos y palurdos de la poesía:
a los que cortan sin razón sus versos diminutos;
a los jinetes compulsivos;
a los diseñadores tipográficos del verso;
a los que quiebran la sintaxis sin saber
torcerla; a los que escarban en el éter a la busca de inauditos
neologismos inaudibles;
a los modernos sin pretexto; a los que creen descubrir
la pólvora en sus versos balbucientes;
a los contestatarios automáticos y a los porno-poetas;
a los que sueltan grandes nombres por la densa
fronda de sus poemas, como Hansel y Gretel esparcían
migas; a los que impostan en su voz
vacante los mohines de una infancia lobotomizada;
a los poetas bellos y felices, caprichosos;
a las tribus urbanas y los groupies de la poesía pubescente;
a los poetas pop y los rockstars del verso;
a los videopoetas y performers;
a los ovni-poetas, voladores o rastreros, identificados;
a los objetivistas sin objeto
ni vista; a los que exigen que el poema
se vista de mendigo; a los filósofos poetas;
y a los cultores convencidos
de la “prosa poética”. El amor,
que mueve el sol y a los demás poetas,
los lleva hasta el postrero paroxismo: los convierte
en tierra, en humo, en sombra, en polvo, etcétera:
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en polvo enamorado.
Y si resulta todavía que entre ellos
se aman amorosos los poetas pares,
felices en su amor solar sin escansión,
como si fueran en verdad el uno para el otro
un agujero negro de opiniones nebulosas,
tácitas palmaditas en la espalda y comentarios tibios al pasar,
enanos, enfriándose, se absorben entre sí
y desaparecen.
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Se
terminó
de imprimir
en junio de 2011
bajo el cuidado de Ediciones VOX
Nicaragua 2070 / 8000 Bahía Blanca
Buenos Aires / República Argentina.
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