Sobre el misterio del sueño y el insomnio

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Sobre el misterio del sueño y el insomnio
Pocas cosas tan simpáticas y a la vez tan misteriosas como el sueño.
No me refiero a esa actividad del espíritu que se lanza hacia delante por
el blando cielo de los deseos, ni a aquel juguetón y escurridizo
fenómeno que nos visita mientras dormimos. Estoy escribiendo de
aquello cuya cuasi liturgia a todos nos divierte, pero que a la vez nos
maravilla en su modo de proceder; sobre eso que llamamos dormir, y
cuyo sustantivo es sueño, es sobre lo que quiero decir algunas cosas.
¿Simpático? Escuchar a quien nos cuenta sus costumbres y sus
modos de proceder en torno al sueño, según he podido vivir y observar
en muchos, casi siempre nos produce gracia, cuando no risa vivaz. Y
me resulta misterioso porque pensar en torno al porqué dormimos,
sobre el cómo se desencadenan los mecanismos del aletargamiento,
sobre cómo se produce el despertar, así como reflexionar sobre lo que
ocurre en quien sufre de insomnio, sobre porqué a medianoche hay
quien se despierta sistemáticamente para luego seguir durmiendo, y un
largo etcétera, produce no risa, ni gracia, sino casi perplejidad, la
sensación de que estamos ante un poderoso e inescrutable suceder que
nos domina y cuyos últimos porqués y explicaciones se nos escapan. Y
en este campo, como en muchos otros, cualquier cantidad de
información
fragmentaria,
que
reúnan
histórica,
los
cultural,
científicos
(siempre
condicionada
por
provisional,
su
misma
intervención, etc.) será insatisfactoria e inconclusiva: teorías, hipótesis,
leyes, y métodos y terapias que de ellos surjan, todo está sometido al
poder de lo misterioso e inescrutable, y por tanto no dejará nunca de
revisarse, cambiarse, contradecirse. Lo que hoy parece un dogma
mañana será objeto de risa, visto como tabú por alguna tribu posterior.
Y todo aquel que haya mirado este fenómeno como algo dominable por
la mente humana, por aquella razón controladora y deseosa de dominio,
será un insomne incurable, si no lo es ahora mismo. Por esto ya dicho
quiero evitar caer en ese dilema, y evito deliberadamente hablar como
científico y “argumentar” como tal∗.
Según he escuchado ha habido seres cuyo autodominio incluía este
campo de su “actividad”, y lograban positivamente lo que parece
esencialmente, en nuestra condición actual, negativo: “desconectarse”,
detener el funcionamiento habitual de sus potencias, “retirarse” del
mundo. Cuentan de Napoléon que, incluso en medio de la exigente
conducción de una batalla, podía descansar con el sueño al mandato de
su voluntad: allí, en medio del fragor que produce el encuentro de dos
ejércitos rivales, con el desasosiego y la intranquilidad que un suceso de
tal magnitud puede o debe producir, él podía, según su consciencia de
su necesidad de reposo se lo indicaba, disponer su cuerpo y su interior,
todo su ser, con aquellas condiciones necesarias para conciliar el sueño
(parece que él no necesitaba “conciliarse”: él lo gobernaba). Y dormía el
tiempo que necesitaba. Anécdotas similares se cuentan de De Gualle.
Si son ciertas o no no puedo asegurarlo. Me parecen un poco
inverosímiles pero también me parecen dignas de crédito. De hecho
conozco a algunos que no tienen inconveniente alguno con ese aspecto
de su vida, y sé de muchos que se despiertan cuando deben sin
necesitar siquiera del tan odiado despertador ni de una mamá cariñosa
(o “cantaletosa”) para salir de ese estado lamentable (y delicioso) de
aletargamiento y desvalidez en que los sume el sueño. Sea como sea
hay muchos que tienen algo que los demás envidiamos. Pues a algunos
de nosotros en condiciones de silencio, oscuridad, ropa apropiada,
posición horizontal, y al parecer con todo lo necesario, se nos abren los
ojos en cuanto nos acostamos, y no podemos, no logramos, no
conseguimos, o como queramos o podamos decirlo, dormir. Parecemos
lámparas que no se dejan apagar, motores que no “quieren” detenerse,
∗
Digámoslo de otro modo en atención a los espíritus científicos humildes, reverentes ante el misterio: todo cuanto digo
aquí puede ser un camino para quien se interese en el sueño y sus patologías. Lo que quiero mostrar es aquello que
debe atender y no perder de vista quienquiera que desee comprender y acaso ayudar a otros o a sí mismo en estas
materias. No me sitúo aquí por encima de nadie: reflexiono, y ofrezco el resultado de mis meditaciones, sobre el hecho
ineludible de nuestra enfermedad y la ineficacia de tantos de los caminos intentados. No saque el lector conclusión
alguna sobre mi postura ante la ciencia; déjeme decirle que todo saber, salvo aquel que verse sobre la experiencia del
mal y al que haya de llegarse mediante alguna acción mala, me parece digno del hombre. La ciencia puede ser uno de
estos saberes.
caballos encabritados y desbocados para los cuales no hay freno que
valga.
Del hecho de que todos hemos de dormir, de que es un bien deseado,
necesario, y de que a gran parte se le escapa el placer anhelado (o su
versión completa), nos preguntamos qué tipo de autocontrol, de dominio
de sí, de conocimiento propio, de sabiduría humana, de poder interior o
facultad psíquica se requiere para poder dejar el mundo de la vigilia,
conciliar el sueño, descansar del peso de la vida, y para hacerlo del
modo en que nuestro ser nos lo pide.
A mí me va pareciendo más claro cada día que el problema del
insomnio no se resuelve con drogas, yerbas, técnicas, métodos,
procedimientos o inducciones. Pues me voy convenciendo de que
aunque dormir parezca una función natural del cuerpo, y por tanto el
insomnio lo veamos como una disfunción orgánica o psicológica, el
sueño, realmente, es función natural del ser humano, de nuestro ser
espiritual y corporal en su totalidad, y hasta esa totalidad no llegan las
drogas, ni los métodos, como no logran drogas y terapias hacernos más
sensibles al dolor humano, o mejores espectadores de la belleza del
mundo. Si el asunto fuera cuestión del cuerpo un método nos curaría
(cuando cura en serio, lo hace por feliz accidente, como cuando nos
regalan algo por ser el comprador número tal). “La materia” ha de ser,
ni exclusivamente ni en primer lugar, el objeto de atención cuando del
misterio del sueño de un humano se está tratando. Y en este campo (en
el del dormir, no en el de la investigación) ni siquiera debemos pensar
en “trabajar”, en ejercer actividad alguna. No niego con esto que haya
disfunciones orgánicas que causan insomnio, o que tales anomalías
puedan ser controladas (¿curadas?) con sustancias químicas. Lo que
afirmo es que en la casi totalidad de los casos lo enfermo de modo
radical no es el cuerpo, que sólo se limita a padecer los daños que le
causa nuestro interior; y afirmo que para ordenar este aspecto de la
vida hace falta un saber más poderoso —y a la vez más sencillo y más al
alcance de todos, y en todo caso distinto— de aquel saber que se
adquiere en las facultades de medicina o de psicología (y con esto no
creo ofender a nadie: ¿acaso es ofensivo para un ingeniero mecánico
decirle que no es él, por haber estudiado esa ciencia, quien puede
enseñarme a manejar un carro?).
¿En qué consiste ese desarreglo interior que no nos deja “pegar ojo”
cuando lo deseamos y del modo en que lo deseamos? La revelación
puede venir precisamente de reflexionar en los modos en que
describimos a los “biendurmientes”: “duerme como un bendito”, o
“como un angelito”, o “como un niño”, o “duerme con una paz…”, son
algunas de esas maneras en que nos referimos a los que duermen
plácidamente cada noche y de modo habitual. Poco científicamente,
pero no por ello menos ciertamente, todos descubrimos una íntima
asociación entre el buen dormir y la paz interior, la ausencia de
problemas, la tranquilidad de que goza aquel que no se pre-ocupa con
los asuntos. Por lo que descubrimos en nuestra propia experiencia, y en
lo que podemos colegir de lo que vemos en los demás, la mayoría de las
veces los insomnes son personas que no pueden “desconectarse” de sus
negocios, que no pueden o no quieren soltar las riendas de ciertas
cosas, que andan cada minuto ocupados con lo presente y preocupados con lo futuro, que experimentan impaciencia ante el resultado
de ciertas acciones (propias o ajenas), que tienen la imaginación
siempre “prendida” y a veces desbocada —principalmente tan pronto
queda “libre”—.
Es muy variado, sin duda, el complejo mundo de las causas de
nuestra vigilia (tengo en mente a la mamá que se despierta con toda
facilidad tan pronto llega la hora de poner a marchar su hogar en la
mañana: su cuerpo duerme, pero su corazón vigila), como es
variadísimo el mundo de las causas de nuestro insomnio (pienso en la
mamá que no duerme mientras no llegan los hijos, en el ansioso que no
duerme por el viaje que emprenderá en la mañana, o en el nervioso, que
no duerme porque tiene su examen del día siguiente clavado en su
interior). Mas, por muy variado que sea, noto en las anomalías del
dormir algo común, algo que me parece una misma enfermedad pero
que puede y debe ser descrito de un modo plural. Se trata del deseo de
control sobre el mundo externo, que produce, en lógica consecuencia,
una disminución de nuestras capacidades de control interno. Es una
especie de conexión eterna con “el mundo” (me imagino la red
electrónica mundial, siempre activa), que gozan y padecen sobre todo
quienes no pueden evitar ese deseo de estar presente en todo cuanto
sucede, de no perderse nada, de saber qué ocurre en cada momento, lo
cual, sin lugar a dudas, está en estrecha relación con el actual afán de
noticias. Es esa especie de vigilancia ininterrumpida sobre lo propio
(posesiones, bienes, negocios). Es la incapacidad de despegarse del
mundo. Consiste en el continuo ejercicio de dominio, de gobierno, de
poder, que no sabe de delegación de responsabilidades, ni de algo aún
más importante: de la confianza en la marcha del todo. El campesino no
se desvela por si ha de salir mañana el sol, o pensando en si las
semillas sembradas darán su fruto, o en si la tierra seguirá produciendo
nutrientes. “Eternamente” ocupado con la marcha de las cosas el
insomne no pega el ojo y, para agravar su “enfermedad”, se ve atacado
por el deseo intenso del dormir, que le produce ansiedad, un intenso
ardor por no poder conquistar el bien deseado; ese ardor tampoco lo
deja dormir, y así se cierra cada vez más el círculo que estrecha y ahoga
a la víctima.
En resumen; percibo el insomnio como una enfermedad espiritual
que produce la dispersión interior, y cuyo núcleo puede ser el
desordenado afán de control sobre la propia vida, un control que se
quiere hacer extensivo a todo lo que sobre ella influye y que puede
implicar o proceder de la creencia en que alguna mente tendría que
ocuparse de la totalidad, así como en que, dado que no existe esa
mente, la tarea le corresponde a quien eso cree. Y hay que decir que ni
siquiera eso sería gobierno. Pienso que, de necesitarlo, Dios podría
dormir (como en aquella barca en medio de poderosa tempestad) por
cuanto gobierna ¡la totalidad de lo existente! con sabiduría, sin la
tiranía de quien no quiere que nada se le escape; por su parte el ojo del
mal no puede cerrarse, presa de una enloquecedora y desconfiada
vigilancia insomne que no cae en la locura por su inmenso poder —del
que el hombre carece—.
Si mis suposiciones son ciertas se comprende que de nada sirvan los
mil remedios inventados: si no atacan a la enfermedad —que no se
conoce, de la que no se sabe en qué consiste— nunca lograrán la cura
deseada —que por equivocación ofrecen—. Contra las enfermedades del
espíritu los remedios son los apropiados al espíritu, y he de decir que
no soy yo quien puede ofrecerlos. Será cada uno el que deba mirar en
su interior, o preguntar a personas sabias y con experiencia: de esas
cuyo gozo y paz son evidentes; o meditar seriamente en las vidas de
aquellos que consideramos más sanos en este aspecto (¿serán los
santos?), y observar mucho a los niños que por fortuna se tengan cerca.
Yo desconozco la cura, pero sé que ninguna terapia respiratoria, que
puede servir un día, ningún método de relajación, que puede ayudar
muchas noches, ningún inductor de sueño o ninguna pastilla, que
pueden servir noche tras noche, curan la enfermedad, o que si lo logran
es por razones que se escapan de su efecto directo. Quizás su constante
uso puede favorecer un estado espiritual propicio, pero ni se tratará de
un estado seguro ni será insobornable.
Lo que sí puedo decir con plena seguridad es que esa dispersión
interior —bien sea producida por angustia, estrés, imaginación
desbocada, preocupación, etc., y que en última instancia es lo que
mantiene el sistema nervioso en vigilia, y contra la que se pretende
luchar orgánica o psíquicamente—, solo puede ser combatida con
eficacia por el camino del que llamaría abandono de sí mismo y del
mundo (que no es desinterés irresponsable), uno que produce la unidad
y el equilibrio del espíritu, la paz y la tranquilidad interiores, el sosiego
y la confianza en que el mundo seguirá su marcha con o sin la propia
vigilancia (el día vendrá con o sin mi consentimiento: mi pretendido y
sonámbulo control no consigue nada).
Todos los remedios pretenden crear la condición necesaria para el
dormir: la que yo llamo “desconexión” del sistema nervioso. Bien sea
por medios químicos —que inducen la liberación de las sustancias que
producen el sopor, o la inhibición en la producción de otras que
producen la puesta en marcha del sistema nervioso en condiciones
mínimas para que haya vigilia—, bien sea por medios “psicológicos”
como la búsqueda de la concentración, como el esfuerzo por lograr un
único y controlado ejercicio mental, como el método que conduce a la
fijación de la atención en una sola cosa de nuestro interior (lo que logra
el conteo de ovejas, o la lectura), sea cual sea el camino seguido, digo,
todos buscan acondicionar hoy y ahora el organismo para que pueda
“quedarse dormido” —cuando no lo “duermen” a la fuerza—. Este tipo
de remedio no se dirige al núcleo de la cuestión, trabaja en la periferia.
Creo que mientras nos tratemos como máquinas que deben
repararse, tratando de conocer, por ejemplo, cómo funciona el sistema
nervioso, qué sustancias operan aquí y allá, qué patrones de conducta
se observan en unos u otros, etc., y mientras no nos comprendamos
como seres espirituales que han perdido la visión de lo que son y su
lugar en el universo (¿por qué ocuparme de aquello que realmente no
está bajo mi control?), no solo padeceremos de esa enfermedad, sino
que, de padecerla, no la curaremos. Puesto que lo que queremos es
dormir como ángeles, como niños, como aquellos que tienen la
conciencia tranquila, como “un bendito”, quizás el secreto está en ser
como ellos, lograr en nosotros lo que hay de común en ellos: paz,
abandono, gozo interior de no ser ni los únicos ni los de mayor
responsabilidad en lo que a la marcha del mundo se refiere.
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