Insigne y Nacional Basílica de Santa María de Guadalupe www.virgendeguadalupe.org.mx Festejos Guadalupanos 2015 DOZAVARIO Homilía pronunciada por S. E. Mons. Carlos Briseño Arch, Vicario General de la II Vicaría, en el Décimo Día del Dozavario a la Virgen de Guadalupe. 10 de diciembre de 2015 LA MISERICORDIA DE DIOS EN LAS PARÁBOLAS DEL REINO La iniciativa amorosa de Dios la vemos reflejada en toda la Sagrada Escritura en especial, en los Evangelios. ¿Y por qué en especial en los evangelios? Porque ahí se muestra Cristo, que es la imagen perfecta del Padre, como Él mismo lo dice: quien me ve a mí ve al Padre. Todas las Sagradas Escrituras son una parábola de la manifestación del amor de Dios a los hombres. Todas las acciones de Dios, en relación con los demás, muestran su misericordia. Por eso sabemos, en sentido amplio, que no sólo las parábolas hablan de ella; incluso en aquellos pasajes donde parecería que no está presente la misericordia de Dios, como lo es: la expulsión de los mercaderes o las amonestaciones que hace Jesús a los escribas, fariseos y letrados, ahí también está presente este brío amoroso de Dios. La Primera Lectura que acabamos de escuchar del segundo Isaías, son textos del libro de la Consolación. Y nos presentan a un pueblo que ha sido casi aplastado y aniquilado. Y reducido a algo tan insignificante, como un gusano o una oruga. Dios a través del profeta que escribe este libro, lanza un grito de esperanza hacia ese pueblo desolado. Le promete un nuevo éxodo; es decir, una nueva intervención de Dios en la historia. Usa un lenguaje poético, subrayando la verdadera divinidad que se revela al pueblo de Israel, frente a las falsas divinidades que se promueven en los pueblos circunvecinos a Israel. Por eso frente a estos pueblos que aparecen grandes, como montañas, le dará Dios al pueblo de Israel una fuerza que convertirá a este pueblo en polvo. La sed que presenta ese pueblo desolado de Israel, será satisfecha por ríos y manantiales, transformando los desiertos y estepas en un lugar de vegetación, donde sembrará grandes árboles. Por eso le recuerda al pueblo de Israel y en él a nosotros, que debemos y podemos contar con el Señor. Pues, Él quiere y puede salvamos. Muchas veces en el mundo que nos toca vivir también encontramos una cierta desolación. Sobre todo cuando vemos aquellos que adoran falsos dioses, esos dioses modernos que se presentan a través del poder, del placer o del dinero, triunfan y oprimen al pobre y desvalido. El Señor nos anima a buscar en Él nuestra fuerza y ver en su efímero triunfo algo volátil. Para poder recibir esa salvación de Dios, el pueblo de Israel y por tanto nosotros, debemos reconocer nuestra miseria y nuestra sed. Miseria y sed que no la podemos calmar desde nosotros mismos, sólo desde Dios. Y hacia nosotros se dirige la iniciativa amorosa de Dios. El Señor puede y hará que broten ríos y fuentes para saciar esa sed de cada uno de nosotros. Por eso, al contemplar el amor de Dios a nosotros, en el Salmo Responsorial decíamos: el Señor es bueno. Y es bueno con todas sus criaturas, es bueno con cada uno de nosotros, nunca nos deja de su mano. En el Evangelio, que acabamos de escuchar, Jesús dice que todo el que se dispone a entrar en el orden nuevo de salvación, en la economía del Reino, el más pequeño, goza de la incomparable dignidad de Hijo de Dios, dignidad que incluso lo hace sobrepasar a la enorme altura moral de Juan, el Bautista, y en su altísimo papel de precursor. Juan es grande porque pudo vislumbrar la salvación de Dios. Sin embargo, la dignidad del cristiano parte de Cristo, que no solamente nos redimió con su sangre y nos salvó, también nos otorgó la filiación divina, haciéndonos participar de la vida divina. Pero nos podríamos preguntar ¿Cómo vivir esa dignidad de bautizados? La respuesta es sencilla, conservando esa Gracia de Dios que recibimos en el bautismo o recobrándola si la hemos perdido a través del Sacramento la Reconciliación, donde el Señor nos recibe con los brazos abiertos y nos muestra su gran misericordia. Esto supone imitar a San Juan Bautista, haciéndonos violencia. Esta actitud ascética en este Tiempo de Adviento nos lleva a descubrir nuestra vocación, como le llevó a descubrir su vocación al precursor, a reconocer a Dios, como le llevó al precursor a reconocer al Mesías y guiar a sus discípulos a Él, a ser cada uno de nosotros misioneros en medio de la comunidad que nos toca vivir. Combate que supone, salir de nosotros mismos para amar mejor, servir mejor y hacer mejor las cosas. Existen dos parábolas donde esa misericordia está muy claramente manifestada. Son la parábola del Buen Samaritano y la del Hijo Prodigo, que algún autor reciente dice que más bien se debería de titular la parábola del Padre Misericordioso. Cada una de estas dos parábolas nos lleva a descubrir algunos aspectos del amor misericordioso de Dios. También nos invita a imitar esa actitud divina y para ello debemos de hacernos esa violencia a la que hoy nos invita Dios en el Evangelio. El Buen Samaritano no sólo trata de sanear al asaltado por el camino, sino que busca que recobre su dignidad. Frente a los judíos ortodoxos que despreciaban a los samaritanos y los consideraban semi-paganos, Jesús subraya donde se encuentra la grandeza del ser humano. La dignidad del Samaritano se encuentra en su grandeza de corazón, en esa grandeza con la que actúa. En cuanto lo ve, se compadece de él, olvida los asuntos que seguramente iba a tratar o que iba a atender, inclinándose hacia él y dándole los primeros auxilios, limpiándole sus heridas. Por último lo lleva a una posada, paga con generosidad al posadero por adelantado los posibles gastos adicionales y la asistencia necesaria. Y piensa volver para seguirlo acompañando. Esta actitud bondadosa contrasta con la pobreza de corazón del Levita y del sacerdote, quienes presentan desdibujada su misericordia y su dignidad, pues, pasan del largo ante la víctima del asaltado que yacía en la zanja. Por eso, la dignidad del ser humano no radica en la posición social que tenga, en las cosas que posea, en la familia o pueblo al que pertenezca, sino en su capacidad de amar. Solamente el misericordioso puede ayudar a otro a recobrar su dignidad, como bien sabemos que nadie puede dar lo que no tiene. Por eso la dignidad que se ofrece al otro se otorgará siempre y cuando, la posea, es decir; cuando actúo dignamente, cuando sea misericordioso con mis semejantes. En la parábola del Hijo Pródigo aparece, con más claridad, este aspecto. Vemos que el Padre acepta a su hijo no como un peón más sino que le devuelve su dignidad de hijo al ponerle: las sandalias, el anillo y el vestido nuevo, un vestido digno. Con ello nos muestra la alegría del Padre, concluye con un acto de suma generosidad. Hace una fiesta y manda a preparar el mejor becerro. Al hijo le da lo mejor. Y así actúa nuestro Padre Dios, nos da lo mejor de Sí, para que nosotros compartamos su vida divina. Si todo esto lo vivimos en profundidad podremos reconocer en estos personajes la grandeza de la dignidad a la que Dios nos llama. Nuestra Madre del Cielo supo escuchar estas Palabras de Dios. Y se abrió a ese amor misericordioso de Dios. Por eso pudo convirtiéndose Ella, en refugio de los pecadores, como recitamos en las Letanías del Santo Rosario. Es decir, en el rostro misericordioso de Dios. Ese amor misericordioso le llevó a acercarse a un ser humano humilde y necesitado de la misericordia de Dios, como fue san Juan Diego: soy hoja... manda a uno de los principales, para mostrar la riqueza del amor de Dios a los otros. En el Acontecimiento Guadalupano, Ella nos invita a nosotros a convertirnos en el rostro misericordioso de Dios, imitando las actitudes del Buen Samaritano y del Padre Misericordioso, que meditamos en esta reflexión. Que cada uno de nosotros, por intercesión de nuestra Madre del Cielo, debemos abrirnos a la misericordia de Dios, para poder así reflejar esa misericordia en nuestros hermanos. Que así sea.