LA VISITA DE 60 SACERDOTES DE MOCTEZUMA I A AZTLAN

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LA VISITA DE 60 SACERDOTES
DE MOCTEZUMA I A AZTLAN
Relato basado en los datos proporcionados por Gutiérre Tibón en “Historia del
nombre y de la fundación de México” (FCE, 1993, 3ª. edición) quien a su vez
consigna que obtuvo el relato de Fray Diego Durán (“Historia de los indios de la
Nueva España”) y de Tezozómoc (“Crónica Mexicáyot”l).
Recién llegado al trono, el emperador
Moctezuma Primero tuvo el deseo de conocer algo
más acerca de la tierra de sus antepasados, la
legendaria Aztlan, aquel lugar que abandonaron sus
antepasados hacía ya más de quinientos años, en
busca del lugar en el que ahora se asentaba el
imperio mexica.
Un anciano sacerdote llamado Cuauhcóatl fue
llevado ante él para que le dijera todo lo que sabía
acerca del legendario lugar. Es poco lo que aquel
hombre podía decir. “Nuestro padres moraron en
aquel feliz y dichoso lugar que llamaron Aztlan1 (…)
en el que hay un gran cerro en medio del agua, que
llaman Culhuacan, porque tiene la punta algo retuerta hacia abajo (…) En este
cerro había (…) unas cuevas donde habitaron nuestros padres y abuelos por
muchos años”.
El anciano recalca que allá en Aztlan vivía Coatlicue, la madre del dios
Huitzilopochtil. Intrigado por todo esto, Moctezuma decide enviar un grupo de
embajadores a la lejana Aztlan para que conozcan y le informen del estado de
Coatlicue y el lugar de origen de los antepasados de los mexicas.
Mandó buscar en todo el imperio a los sacerdotes más sabios y la
búsqueda no cesó hasta que el número de ellos llego a sesenta. Les explicó el
objetivo de su misión, les entregó lo más valioso que pudo encontrar entre sus
tesoros y que consideró apropiado para obsequiarlo a la madre del dios
Huitzilopochtli, les entregó todo lo necesario para que sobrevivieran en el viaje y
les ordenó salir enseguida.
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En el texto se respeta el nombre de Aztlan sin acento ya que el idioma náhuatl no existían las palabras
agudas.
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Entre los tesoros más valiosos que envió como
regalo estaban “finísimos trajes de mujer, joyas de oro y
de piedras preciosas, las plumas más bellas, mucho
cacao con vainilla y flores teonacaztli para aromatizarlo
más”, dice Gutiérre Tibón.
Partieron los sesenta sacerdotes y llegaron al
cerro de Coatépec en Tula. Ahí se pusieron los
ungüentos rituales, formaron el círculo mágico y “todos
juntos hicieron sus cercos e invocaciones al demonio”,
dice Fray Diego Durán. Gutiérre Tibón, más realista,
supone que ingirieron hongos y algunas otras bebidas
“mágicas”.
Los sacerdotes se convierten en pumas, osos,
jaguares, aves, ardillas, etc., y así inician su viaje cuya
duración fue casi instantánea porque, de repente, se
encuentran a la vista de Chicomóstoc y “vieron alguna gente andar en canoas, en
pescas y en sus granjerías”. Esos pescadores llevan a los sesenta brujos a un
cerro que estaba en medio de la laguna y los dejan ante el ayo de Coatlicue, que
por cierto era “un anciano viejo”, es decir, un hombre con muchos, muchos años
de edad.
Este hombre, al enterarse que son mexicas, les pregunta acerca de los
siete caudillos, de los siete barrios, de las siete cuevas, que muchos siglos antes
salieron de ahí, “el último de los cuales se llamaba Tenuch”, les dice. Se espantó
mucho cuando los sesenta sacerdotes le informaron que hacia siglos que todos
ellos murieron.
Aquel “anciano viejo” les explicó que en Aztlan todos seguían viviendo, que
ahí no se conocía a la muerte. Y preguntó quien era actualmente el ayo de
Huitzilopochtil. Le dijeron que un joven llamado Cuauhcóatl.
Mientras
esto
platicaban, empezaron a
subir el cerro “del centro de
la laguna”. Pero a medida
que ascendían, sus pies se
iban enterrando más y más
en la arena hasta que, al
llegarles a la cintura, no
pudieron avanzar más.
Asombrados, vieron que
aquel
“anciano
viejo”
caminaba con ligereza, no
se hundía y que terminó
por lamentar que ellos no
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pudiesen seguir adelante, pero se ofreció a llevar todos los regalos a Coatlicue e
informarle que estaban ahí, a mitad del cerro.
El “anciano viejo” subió y entregó a Coatlicue los obsequios y le informó la
llegada de enviados de Moctezuma.
Esperaron los
sesenta
sacerdotes
medio enterrados en
la arena. De repente
vieron
que
se
acercaba una mujer la
cual
cargaba
los
preciosos regalos que
le habían traído. Los
llevaba
con
indiferencia y quizá
con desaprobación.
Al verla más de
cerca a Coatlicue, “la
diosa de la tierra, la
radiante madre del sol, la sin par Coatlicue”, dice Gutiérre Tibón, vieron a “una
mujer ya de grande edad, según mostraba en su aspecto, y la más fea y sucia que
se puede pensar e imaginar”.
Al llegar ante ellos les dio una bienvenida no alegre, sino amarga y soltó el
llanto: “Después que se fue vuestro dios y mi hijo Huitzilopochtli, estoy en llanto y
tristeza esperando su regreso, y desde aquel día no me he lavado la cara ni
peinado mi cabeza, ni mudado mi ropa, y seguiré así hasta que él vuelva”, les dijo.
Ante ese rostro tan lleno de suciedad y ante una mujer tan abominable y
fea, los sesenta sacerdotes…se humillaron.
Iniciaron entonces los sacerdotes y la diosa un diálogo en el cuál ella quiso
saber si todavía vivían su hijo y los líderes de las siete tribus. Al enterarse de que
habían muerto, quiso saber quién los había matado. Luego, poco a poco entendió
lo que había sucedido allá, en lo que era Tenochtitlan. Y es que, al llegar a aquella
tierra en donde encontraron el águila sobre el nopal, devorando a la serpiente, los
hombres debían morir…aunque nadie los matara.
Explicó a los sacerdotes que por ser ellos de esa naturaleza no habían
podido llegar a cima del cerro. Les dio obsequios, especialmente una manta, un
braguero y unos cacles para Huitzilopchtli y el mensaje de que “recordara a su
madre que lo esperaba y lo seguiría esperando”. Para Moctezuma envió aves,
peces y frutos de Aztlan y, mazorcas. Entonces, les pidió que regresaran.
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Los sesenta sacerdotes empezaron a
bajar del cerro y, a medida que lo hacían, sus
cuerpos iban desenterrándose. Coatlicue les
pidió que esperaran y observaran al “anciano
viejo”. Éste comenzó a bajar del cerro y a
medida que lo hacía, rejuvenecía. Cuando llegó
al pie del cerro era un mancebo lleno de fuerza
y vigor. Luego, comenzó a subir y a envejecer
más y más conforme estaba más alto.
Terminado esto, Coatlicue les dio la
espalda y desapareció. Los sesenta sacerdotes
volvieron a sus rituales para el retorno. Una vez más se convirtieron en diversos
animales, pero cuando volvieron en sí, descubrieron que sólo eran cuarenta.
Veinte habían desaparecido, quizá devorados por fieras, quizá no resistieron las
dosis rituales.
Llegados a Tenochtitlan, contaron todo a Moctezuma, quien los escuchó
asombrado y recibió los regalos que eran para él y, con el sacerdote ayo de
Huitzilopochtli, llevó a la estatua de éste. la manta, el braguero y los cacles, todo lo
cual colocaron cuidadosamente sobre la efigie del dios.
Los
cuarenta
sacerdotes
sobrevivientes
fueron
recompensados y regresaron en paz a sus lugares de origen.
ampliamente
“Hoy en Aztlan hay alegría. Coatlicue se ha lavado el rostro,
se ha bañado, se ha peinado, ha rejuvenecido, es, otra vez, la
radiante hija del sol. Huitzilopochtli ha vuelto. Viene subiendo el
cerro, con la manta, el braguero y los cacles que ella, hace cerca de
treinta años, le envió con unos sacerdotes”.
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