reflexiones sobre el republicanismo español del siglo xix

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REFLEXIONES SOBRE EL REPUBLICANISMO
HISTÓRICO ESPAÑOL
Antonio Rivera García
Este breve texto trata del republicanismo histórico español, el del
sexenio democrático y de la Restauración, y no de ese
republicanismo renovado que emerge poco antes de la II República
(Partido Radical Socialista, Acción Republicana, etc.). Me centraré
sobre todo en los hombres de la I República. Tal republicanismo
histórico no sólo fue una filosofía política incapaz de aunar a todos
los españoles, sino que, además, ni siquiera pudo aparecer como un
partido o movimiento político homogéneo y coherente. Uno de los
principales problemas del republicanismo español del siglo XIX,
pero también del XX, fue su disgregación en pequeños partidos, y la
extrema dificultad, a pesar de ensayarse innumerables uniones o
coaliciones, para conseguir la unidad de acción y programas
comunes
No obstante, sí se pueden observar algunas características comunes
a todas las tendencias republicanas. Ante todo, se caracterizaron por
su anticlericalismo y por la defensa de un Estado laico. En segundo
lugar, apostaron por la forma republicana de Estado. Ahora bien, el
republicanismo español, al menos el histórico o puro, por concentrar
casi todos sus esfuerzos en combatir la forma de Estado monárquica,
se olvidó, en ocasiones, de cómo los pensadores del pasado habían
definido la praxis republicana. Parece como si en España sólo
hubiera triunfado el concepto formal de República, en virtud del cual
la República, al estar vinculada a la jefatura del Estado, se define por
su oposición a la Monarquía. Mas, desde un punto de vista material,
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el concepto opuesto a república no es el de monarquía, sino, como
señalaba Kant, el de despotismo o dominio según los intereses de
algunos individuos o de un determinada clase social. A diferencia de
nuestros políticos y pensadores republicanos, los escritores ingleses
de la Commonwealth, o los ilustrados más famosos, como Rousseau
o Kant, no consideraban a priori que el gobierno monárquico fuera
contrario a los principios republicanos.
Los hombres del confuso Partido Demócrata, y más tarde
Republicano, coincidían básicamente en la necesidad de derrotar a la
monarquía y de constituir una República en sentido formal. Fernando
Garrido desde luego no era un lector de Rousseau y de Kant, cuando
en su folleto de 1854 El pueblo y el trono, consideraba que un rey
constitucional no es un rey, pues, a su juicio, todo monarca auténtico
o es un déspota o es un gobernante absoluto. Y Castelar señalaba que
la monarquía era incompatible con la soberanía nacional y la
ilegislabilidad de los derechos humanos.
Asimismo, los republicanos español lucharon por la extensión de
los derechos individuales. El programa republicano incluía una
amplísima declaración de derechos naturales, que no podían ser
limitados por ninguna legislación (principio de la ilegislabilidad de
los derechos). Defendieron con especial ardor la abolición de la pena
de muerte y de la esclavitud (todavía era permitida en Ultramar, en
Puerto Rico y Cuba), ya que tales instituciones eran contrarias al
derecho a la vida y a la libertad.
También coincidían los republicanos en propugnar la abolición de
las quintas. Recordemos a este respecto que el reclutamiento forzoso
de jóvenes era un sistema injusto porque sólo afectaba a las clases
más pobres, las únicas que no podían eludir el alistamiento mediante
una redención en metálico o pagando a un sustituto. Y, por último,
todo ellos estaban preocupados por la condición de la mujer, y
trataron fundamentalmente de liberarla del dominio del clero.
Además, el último tercio del siglo XIX es la época en la que
comienzan a fundarse asociaciones republicanas femeninas.
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Más allá de estas coincidencias, hay dos cuestiones, la social y
federal, que separan a los republicanos. En primer lugar, la cuestión
social o el problema del socialismo divide a los republicanos en dos
grandes facciones: la liberal de los republicanos benévolos y la
socialista o anarquista de los federalistas intransigentes. En cierta
forma, las figuras de Castelar y Pi y Margall encarnaban ambas
facciones: mientras Castelar o Rivero deseaban arrinconar el
socialismo y pensaban en un partido republicano de centro muy
próximo a partidos liberales y democráticos, como el progresista; Pi
y Margall o Fernando Garrido pretendían una alianza con el
socialismo. Castelar, el gran republicano liberal, el defensor de las
libertades económicas e individuales, no creía, a diferencia de Pi y
Margall, que la democracia en Europa siempre hubiera sido
socialista.
A juicio de Castelar, Pi confundía la sociedad y el Estado,
planteando una reglamentación de la primera que ahogaría la
libertad. El socialismo autoritario y gubernamental, añadía, era
reaccionario porque, con la excusa de acabar con la desigualdad
material, legitimaba la instauración de una tiranía. Rivero llegará a
proponer incluso en 1864 la expulsión de los socialistas del Partido
Demócrata porque seguían diferentes procedimientos y aspiraban a
fines opuestos.
Sin embargo, como es sabido, el socialismo va a impregnar al
republicanismo más renovador del siglo XX, fundamentalmente al
Partido Radical Socialista. Por eso, los republicanos más
significativos de este siglo, Albornoz, Marcelino Domingo, Azaña o
el primer Araquistain, sí apostaron, sobre todo a partir de la dictadura
de Primo de Rivera, por la conjunción de republicanos y socialistas.
Albornoz señalaba incluso en 1925 que el Partido Socialista era el
heredero del antiguo partido republicano. En su opinión, “las
soluciones que permitan salvarla [la crisis del espíritu liberal] ha de
ofrecerlas el liberalismo gubernamental; pero las condiciones, el
medio, el ambiente, han de ser la aportación de las extremas
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izquierdas a la obra de todos los liberales, obra indispensable y
urgente, de civilidad y de humanismo”.
El problema de la organización territorial del Estado español, la
cuestión federal, también dividió a los republicanos en dos facciones,
en unitarios y federalistas. Si bien ambos sectores coincidían en
salvar la integridad de la nación, los unitarios sólo deseaban, en la
línea de los progresistas, una mayor descentralización. La famosa
Declaración de la prensa republicana, firmada por el sector próximo
a Castelar, Salmerón o Figueras y por la mayoría de la prensa
republicana como La discusión o El amigo del pueblo, resume la
posición de los unitarios. Ciertamente, los republicanos unitarios no
querían ser confundidos con el “unitarismo a la francesa,
centralizador, absorbente y autocrático”, pues reconocían la
autonomía del municipio y de la provincia para la gestión de sus
intereses políticos, administrativos y económicos. No obstante,
afirmaban que las naciones son un todo orgánico e indivisible no
formado por la agregación de partes; razón por la cual no admitían la
teoría pimargalliana del contrato bilateral o sinalagmático como
origen de la nación.
De sobra es conocido que la obra de Pi y Margall, el líder natural de
los federales, en especial su libro Las Nacionalidades escrito en 1877
tras el fracaso de la I República, constituye una de las cumbres del
pensamiento federal europeo, en donde, entre otras valiosas
reflexiones, encontramos una firme defensa de la segunda cámara
federal, o la idea, avanzada para su tiempo, de “un poder federal
latino o de un poder federal europeo” como única solución para
acabar con los separatismos del continente. El principal problema de
este sistema federal, construido de abajo arriba, radicaba en que no
podía implantarse sin la revolución, sin la ruptura violenta con el
principio unitario. En mayo de 1869 todavía podemos escuchar a un
Pi y Margall intransigente y antigubernamental, un político para
quien la república sólo puede instaurarse después de una insurrección
violenta: “la República –pronuncia en un discurso parlamentario de
estas fechas– no saldrá nunca sino de las bayonetas del pueblo. Creer
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que puede salir de la Asamblea es una locura, es un delirio”. Hasta la
llegada de ese momento, la minoría parlamentaria republicana debía
“encerrarse en el terreno de la negación”. La prognosis de Pi no
podía ser más errónea, pues la I República llegó de forma pacífica.
Tal error le obligó a dar un sorprendente viraje ideológico. Esta es la
época del lema “orden y progreso”, la de un republicano de orden y
de gobierno que defiende el “imperio de la ley” y condena el derecho
de insurrección de los cantones españoles. En contradicción con
todos sus escritos anteriores, Pi y Margall señala ahora que la
federación debe construirse de arriba abajo. “Sostenía –escribe Pi
para explicar un cambio tan significativo– esa teoría en el concepto
de que mi partido viniese a ocupar el poder por medio de una
revolución a mano armada. Habría sido entonces natural que la
revolución se hiciese de abajo arriba; pero la República ha venido
por el acuerdo de una Asamblea, de una manera legal y pacífica”.
Del tono de esta declaración parece deducirse un cierto lamento
porque la República no llegara por una vía violenta.
Para terminar estas breves reflexiones, expondré tres críticas que, de
acuerdo con el pensamiento republicano más coherente, se puede
formular al republicanismo histórico del siglo XIX.
En primer lugar, desde Salmerón hasta Albornoz, los republicanos
han criticado a sus partidos, sobre todo los del siglo XIX, porque
apenas hicieron nada para acabar con la triste tradición española de
violencia política, en virtud de la cual el poder se conquista por la
fuerza, y no por las urnas. El derecho de insurrección contra los
gobiernos que no asumieran su aspiración máxima, la república en un
sentido formal, fue defendido por muchos republicanos; en especial
por los federales o intransigentes, ya que los benévolos siempre
fueron más hombres de discusión parlamentaria, a menudo estéril,
que de acción revolucionaria. Entre las consecuencias de la defensa
de este derecho cabe mencionar el revolucionarismo de los
pronunciamientos y del juntismo, el militarismo, ya que el ejército
era reclamado por todos los bandos, bien para conservar el régimen
bien para derribarlo, y, por último, la falta de educación política del
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pueblo sobre cómo debía funcionar un régimen constitucional
estable.
En segundo lugar, tampoco el republicanismo histórico o puro, tan
denostado por Araquistain y cuyo principal objetivo era poner un
presidente en lugar de un rey, ayudaba a superar esta tradición de
violencia cuando optaba por la deslegitimación de todas las
instituciones que, aun siendo democráticas, no fueran republicanas en
sentido formal. El apartamiento voluntario de las instituciones fue
una decisión adoptada no sólo durante los gobiernos de Isabel II, sino
incluso tras la revolución de 1868, hasta el punto de que ni Castelar
ni Pi aceptaron el ofrecimiento de Prim para ser ministros.
Los republicanos no se mostraron leales a la Asamblea democrática
surgida después de la caída de los Borbones. Desde el principio, los
militares republicanos, como Pierrad o Contreras, comenzaron a
preparar un pronunciamiento federal, pues creían, frente al resultado
de las urnas que había dado la mayoría a los partidos monárquicos,
que sólo ellos encarnaban la voluntad del pueblo. Pi y Margall nunca
creyó que la república llegaría pacíficamente, y, como no lo creyó,
hizo todo lo posible para desestabilizar el régimen y crear ese
Behemoth, el cantonalismo, que acabaría más tarde con su mismo
gobierno.
Un nuevo ejemplo de intransigencia e incongruencia lo tenemos
cuando los republicanos, tras votar contra la Constitución del 69,
expresaron que “acatarían, pero no aceptarían la Constitución”. Esta
fórmula creada por Figueras significaba, según Castelar, que,
“establecidos por la Constitución dos poderes, la Corona y la
soberanía nacional, sólo aceptarían lo que viniera de este segundo
poder”. Mas esta distinción era falsa porque sólo existía un poder
supremo, el de la nación; el poder del rey emanaba y estaba sometido
a la voluntad del soberano. En el fondo, con aquella fórmula los
republicanos pretendían deslegitimar al nuevo régimen y favorecer la
vía revolucionaria.
En tercer lugar, los republicanos adolecieron de un exceso de
utopismo e ingenuidad. Este amateurismo, propio de quien se dedica
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a la política especulativa o racional y no tiene responsabilidades de
gobierno, desemboca, en ocasiones, en un pensamiento político
incapaz de apreciar con claridad la realidad estatal dentro de la cual
deben aplicarse sus teorías; y, en otras, da lugar a una política
intrasigente, irresponsable y contradictoria. El mismo Castelar era
consciente de este problema cuando decía: “tenemos un grave
defecto para mandar, el defecto de vivir en el seno de las ideas, en el
seno de la filosofía, el de estar en las cátedras, en los Ateneos, en las
Academias y somos un poco utópicos, lo confieso”.
Albornoz, en La tragedia del Estado español, señalaba que en
nuestro país la política parecía un coto cerrado para los profesionales
de la abogacía y de la Universidad. De los primeros se nutrieron los
partidos conservadores. Maura resumía, según Albornoz, toda la
esterilidad e ineficacia de la política abogadesca, que una veces
defendía el pro y otras el contra. Esa era la política práctica del
liberalismo doctrinario y de la Restauración. Los profesionales de la
Universidad eran nuestros republicanos que, como los letterati del
siglo XVIII, casi siempre antepusieron los grandes ideales difíciles
de alcanzar a los pequeños logros políticos. En 1955, el Araquistáin
del exilio, señalaba, con cierta razón, que la II república –y lo mismo
podría decirse de la primera– no hubiera caído tan pronto si, en lugar
de “los oradores grandilocuentes” del pasado, como Azaña o el
intachable Salmerón, el autor de la teatral frase que se encuentra
detrás del fin de la I República, el “perezca la República, sálvense los
principios”, hubiéramos dispuesto de políticos menos idealistas e
ingenuos y más pragmáticos.
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