FORMAS EXPRESIVAS

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FORMAS EXPRESIVAS
Concierto del 6 de febrero de 2007
(Auditorio Nacional, Sala Sinfónica)
Joaquín Soriano, piano
Libor Pesek, director
Franz Joseph HADYN (1732-1809):
Sinfonía nº 39 en sol menor
Dentro de la gigantesca producción sinfónica de Franz Joseph Haydn, se
encuentran numerosas obras que marcan giros en la orientación estilística. Una de
ellas, perteneciente a las partituras fechadas antes de que el músico cumpliera los
cuarenta años, es la Sinfonía nº 39 en sol menor. Sin embargo, sólo en los últimos
decenios puede considerarse que esta página ha sido bien comprendida y valorada.
Para empezar, algunos problemas con la datación llevaban a situarla varios años
después de la fecha que ahora parece su verdadero momento de escritura. El estilo
Sturm und Drang, impregnado de una fuerte expresividad que prefiguraba el
romanticismo, hace un claro acto de presencia en los movimientos primero y
último, y ello indujo a los estudiosos haydnianos a situar la Sinfonía en sol menor
hacia 1768-70. Una reconsideración más pormenorizada del lenguaje, así como de
la plantilla instrumental empleada, persuadió a los musicólogos de que la obra debe
ser anterior en varios años, situándola en concreto hacia 1765-1766, por lo que se
alzaría como un ejemplo solitario en el grupo de las piezas orquestales de esos años.
La orquestación brinda algunas peculiaridades: dos oboes, cuatro trompas —en
grupos de dos, en sol y en si bemol, y raramente usados simultáneamente—, cuerda
y la prescripción, en ese momento ya bastante arcaizante, de un bajo continuo
integrado por fagot y clave. Precisamente acerca de este último punto, la necesidad
o no de utilizar el bajo continuo en la interpretación de las sinfonías más antiguas
de Haydn, hubo una extensa polémica hace unos años, que afectó particularmente a
la musicología británica. En la actualidad, el continuo puede darse por desaparecido
de la práctica orquestal aplicada a nuestro autor, salvo en el caso de grupos muy
reducidos especializados en la recreación de la música barroca y primer clasicismo.
Varios rasgos producen las indudables sensaciones de novedad y
originalidad aportadas por la Sinfonía nº 39. Un conciso discurrir, que no supera los
veinte minutos, canaliza una música que tiende a un tono general de severidad,
potenciado por el uso de la tonalidad en menor. Si la cronología ahora aceptada es
correcta, la composición tendría también una indudable importancia histórica, en
tanto que sería la primera de esta clase escrita por Haydn en modo menor. Fuera
como fuese, su influencia fue considerable sobre multitud de sinfonías clásicas,
toda una corriente que desembocó en la “pequeña” en sol menor de Mozart, la
Sinfonía nº 25 K. 183.
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Comienza la obra, sin introducción alguna y con una dinámica en piano,
con el Allegro assai, por medio de un diseño nervioso en la cuerda. Se instala
inmediatamente una tensa atmósfera, gracias a los contrastes dinámicos y la
inestabilidad introducida por un uso magistral de los silencios. El movimiento es
monotemático, pero ya en el desarrollo demuestra Haydn su dominio de las
técnicas contrapuntísticas en una fecha tan temprana de su carrera. El amable
Andante, confiado únicamente a la cuerda, suscitó en el insigne experto haydniano
Robbins Landon un comentario crítico, en el sentido de que el compositor no
habría sabido mantener de principio a fin de la obra la tensión y la fuerza del
primer movimiento. Otros autores, en cambio, señalan —y parece que no les falta
razón— que pedirle a este encantador movimiento cantable una reflexión profunda
y pesimista sería una postura anacrónicamente romántica. El Menuet, en su
seriedad, encaja apropiadamente con el plan del resto de la sinfonía. La danza cobra
aquí un curioso sesgo que ha sido definido de “balcanismo”, aunque lo cierto es
que en cuanto a talante evoca el desasosiego del primer tiempo y prepara
eficazmente el Finale. Sólo en el Trío, en si bemol mayor, donde las trompas pasan
a primer plano, hay lugar para una sonriente jovialidad. El incansable movimiento
del Allegro di molto, con forma de sonata, produce una impresión de fugacidad.
Los continuos cambios dinámicos aparecen utilizados para obtener un efecto de
dramática urgencia.
2
Franz LISZT (1911-1886):
Totentanz
Son muy numerosos los tópicos sobre el origen y el significado de Totentanz de
Liszt, pero la narración que más suele repetirse es la que plantea que al húngaro le
vino la idea de escribir esta pieza, de rasgos indudablemente tremendistas, por una
visita al Campo Santo de Pisa, en compañía de su amante, Marie d’Agoult, en el
curso de un viaje en 1838. Allí pudo admirar el pianista y compositor los
impresionantes frescos sobre el Juicio final y, sobre todo, El triunfo de la muerte. Ese
mismo año de 1838 la obra estaba ya acabada en una primera versión, aunque luego
la revisaría en 1853 y 1859. No es necesario acudir a la leyenda del influjo del
demonismo paganiniano para explicar la concepción de Totentanz, una página en la
que Liszt habría puesto en sonidos una idea de larguísima tradición en la cultura
cristiana, la de la danza de la muerte, cuyos ejemplos iconográficos por toda Europa
son innumerables desde su manifestación más primitiva en el siglo XIV como pieza
escenificable. Liszt construye en realidad un concierto para piano y orquesta
totalmente atípico a partir del asunto mortuorio, algo que, con sus extremos en
toda la escala de lo macabro, era un tema inequívocamente romántico. La forma
aplicada a la idea es la de unas variaciones fundamentalmente brillantes, que sin
pudor alguno buscan el mayor efecto posible sobre el oyente. La imagen sonora de
la muerte aparece representada por un motivo musical de larga fecha, la secuencia
gregoriana del Dies iræ, perteneciente a la liturgia de la misa de difuntos. Muchos
han sido los compositores que a lo largo de la historia se han servido de esta
secuencia de enorme plasticidad aun en su sencillez, pero en el caso de Totentanz la
referencia a la Sinfonía fantástica —donde se utiliza el Dies iræ en el movimiento
descrito como un aquelarre— de Berlioz es por demás evidente. Liszt se sintió
inmediatamente fascinado por la visionaria obra del compositor francés, que pudo
escuchar el día mismo del estreno, pues ya en 1833 —la Fantástica data de
únicamente tres años antes— realizó La idée fixe, para piano, a partir de un tema de
la sinfonía. La parte pianística de Totentanz atiende a dos de las ideas-guías de Liszt
en tanto que compositor y como intérprete: en las fechas de su nacimiento, se
concibió sin paliativos como inejecutable para nadie que no fuera el propio Liszt y
desarrolla al máximo el concepto del teclado como “orquesta para un solo
ejecutante”.
El original concierto, en cuyo interior se distinguen tres movimientos
encadenados, Andante-Allegro-Allegro animato, presenta de modo imponente el
enunciado del tema en las trompas, tras el ominoso ritmo introducido por el
teclado y los timbales. Luego, las variaciones, en general urgentes y dramáticas, van
alternando entre el solista y la orquesta las diversas formas que va tomando el Dies
iræ, que figura en primer plano, se fragmenta, metamorfosea o se oculta
brevemente, en un crescendo anímico de obvia finalidad trágica. Alguna variación,
a tempo más lento, se recoge en un gesto de intimidad, produciendo el piano las
sonoridades líquidas tan caras al compositor. No obstante, el pasaje de virtuosismo
supremo, una auténtica monstruosidad en términos de la fecha de composición de
la pieza, que funciona como la cadencia de este “concierto”, lleva a la consecución
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del objetivo del teclado como orquesta imaginaria. El Finale es una desbocada
iconografía sonora del Juicio final, que vuelve a evocar los excesos de la conclusión
de la Fantástica.
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Antonín DVORÁK (1841-104):
Sinfonía nº 7 en re menor, op. 70
La persona y la música de Antonín Dvorák estuvieron muy pronto estrechamente
unidas a Gran Bretaña, país que siempre ha apreciado de manera extraordinaria su
arte y ha dado algunos de los mejores estudiosos de su obra fuera de la patria checa.
Fue precisamente una comisión de la Sociedad Filarmónica de Londres, que
nombró al músico miembro honorario en junio de 1884, el hecho que propiciaría
el nacimiento de la Séptima Sinfonía en re menor, la única de las suyas escrita bajo
encargo. Dvorák dirigió el estreno en la sede de esa asociación, St. James Hall, el 22
de abril de 1885, después de entregarse a un febril trabajo creativo de diciembre de
1884 a marzo de 1885, tal como testimonia su correspondencia privada. En palabras
del mismo compositor a su editor, Simrock, la nueva composición “tuvo un éxito
extraordinario”, dato que en efecto aparece confirmado por la prensa de la época.
Ahora bien, algunas de las comparaciones que suscitó entre los críticos británicos
del momento nos parecen ahora bastante descarriadas, en especial la que
relacionaba la pieza del autor checo con la Sinfonía nº 9, la llamada “Grande”, de
Schubert. Otros, en cambio, adscribieron la partitura a la órbita de Brahms, lo que
concuerda mucho más exactamente con el juicio de la historia, porque la Séptima
responde inequívocamente al plan sinfónico del mayor representante de la
corriente opuesta a la música del porvenir. Brahms fue, obviamente, el autor más
influyente sobre el estilo del autor de Rusalka, bien que en esta partitura ese peso
figure atemperado por unos inequívocos aires nacionalistas checos; pero Dvorák
sostuvo a lo largo de su quehacer, al igual que su gran modelo alemán, las grandes
formas tradicionales de la música orquestal y de cámara. La sombra de Brahms
sobre la Sinfonía nº 7 de Dvorák es de carácter general, a pesar de que no falten
autores que incidan en el ejemplo concreto de la Tercera Sinfonía del germano.
La composición, en tonalidad menor, posee una fuerza trágica, una
vehemencia expresiva y una coloración sombría que no vuelven a encontrarse en
ninguna otra de las sinfonías de Dvorák. En ese aspecto, el lenguaje adoptado suena
probablemente mucho más “internacional”, con los elementos nacionalistas muy
suavizados, salvo por el Scherzo, en una decisión de su autor basada muy
probablemente en la necesidad de llegar al mayor número posible de oyentes fuera
de su propio país. La plantilla de la orquesta es amplia mas no gigantesca, con la
madera a dos, cuatro trompas, dos trompetas, tres trombones, timbales y cuerda.
El Allegro maestoso inicial nos introduce en un mundo de extraña
severidad, casi amenazante, que apenas encaja con el Dvorák más feliz de tantas
otras obras. El primer diseño se presenta en violas y violonchelos sobre un tapiz de
las trompas, los contrabajos y los timbales. De inmediato estalla un tema enérgico
que conduce a un primer clímax; la tensión acumulada por toda esta parte
expectante se descarga en la liberación melódica del segundo tema. El desarrollo
demuestra las potencialidades del material, llegándose a una culminación de
indudable raíz brahmsiana. La reexposición propone los temas en orden invertido.
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En el Poco adagio, que despega con una melodía en el clarinete, las resonancias de
la música del mentor de Dvorák parecen hacerse mucho más tenues, dando el
creador checo rienda suelta a su incomparable vena lírica. La cuerda y la madera
colaboran en la ascensión melódica. Algunos autores se refieren aquí a Wagner —y
sobre todo a Tristán e Isolda—, un compositor que sin duda marcó de manera
determinante las manifestaciones más primerizas del sinfonismo del músico checo,
pero que a esta altura de su carrera puede considerarse ya un referente bastante
lejano. El Scherzo: vivace es sin duda el movimiento de adscripción nacionalista
más obvia: de hecho, el ritmo —sincopado y con acentos en sforzando— de esta
parte se asemeja al de un furiant, un danza folclórica bohemia. El Trío contrastante
de la parte central —como tal actúa, aunque Dvorák se apartó de esta
denominación— se pliega sobre un gesto melódico, en lo que constituye acaso una
visión de la naturaleza. La marcialidad del motivo principal del Allegro, tras la
original sección introductoria, con el que se cierra la obra, acaba por imponer una
sensación positiva, incluso triunfal. Un movimiento repleto de ideas —incluida la
casi cita de un ritmo brahmsiano procedente de la Primera Sinfonía de éste, que se
diluye con un sesgo orientalizante—, construido con forma de sonata, que corona
espectacularmente una de las mejores obras de Dvorák en el campo de la sinfonía.
Enrique Martínez Miura
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