170. Domingo 29 del Tiempo Ordinario 17.X.2010

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Domingo 29 del Tiempo Ordinario
17 de octubre de 2010
Ex 17, 8-13. Estaré en pie en la cima del monte, con el bastón maravilloso de Dios en la mano.
Sal 120. El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
2Tm 3, 14-4, 2. Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, exhorta…
Lc 18, 1-8. Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
Nada hay más responsable que orar
Con frecuencia, en nuestro ministerio pastoral, se nos pregunta por la oración. Personas
adultas y también jóvenes presentan interrogantes que son un eco de muchas experiencias bíblicas
de quienes buscan a Dios y anhelan relacionarse con Él. La frase «no sé orar» vivida en unos como
lamentación y en otros como pobreza interior, nos hace ver la necesidad que todos tenemos de algo
que es fundamental para el cristiano. Nos quejamos de todo lo que aparentemente nos incapacita
para el encuentro con Dios. Digo «aparentemente» porque la realidad puede ser totalmente otra:
sólo un corazón pobre y humilde puede orar porque está abierto al Dios que se le da a conocer y le
ama. «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces
tratando a solas con quien sabemos que nos ama» (Santa Teresa de Jesús).
Empecemos, pues, por ahí. «Si existe en ti el humilde deseo de amar a Dios, que eso sea
suficiente, porque el simple deseo de Dios ya es el inicio de la fe, el inicio de una vida de comunión
con Dios. Puede que llegues a notar el sentimiento de una presencia, pero si no lo notas, no te
preocupes. También hay momentos en la vida en los que la conciencia de la presencia de Dios
desaparece; sin embargo está ahí, incluso cuando parece que no lo sentimos. La presencia de Dios,
de Cristo, del Espíritu Santo es continua, siempre se nos da» (H. Roger Schutz, de Taizé).
Puede ayudarnos la experiencia de los santos. No sólo son testigos y ejemplo de una íntima
relación con Dios, sino que nos hablan de ella como aquello que da sentido a su vida. ¿Qué
significa orar? Santa Teresa del Niño Jesús dice: «para mí, la oración es un impulso del corazón,
una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto en medio de
la prueba como en la alegría». San Agustín afirma que «la humildad es una disposición necesaria
para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios». De Moisés dirá
el libro de los Números que era un hombre humilde (cf. Nm 12,3) y que habla abiertamente con Dios
(cf. Nm 12,7-8). Esta familiaridad nos da una nueva clave para la oración, clave que el Concilio
Vaticano II ha querido poner de manifiesto cuando dice que «en la revelación, Dios invisible,
movido de amor, habla a los hombres como amigos» (Dei Verbum, 2).
En la oración, ciertamente, experimentamos una necesidad, pero la iniciativa del encuentro
es siempre de Dios. ¿Quién tiene sed de quién? «La maravilla de la oración se revela precisamente
allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser
humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega
desde las profundidades de Dios que nos desea, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y
la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él» (Catecismo de la Iglesia Católica,
2560). Entonces, ¿cómo provocar esta sed, cuando estamos constatando un alejamiento masivo de
la fuente, que es Dios, y que puede saciarnos de verdad si accedemos a beber?
En primer lugar, pedirla. Pedir el deseo de Dios, pedir la presencia del Espíritu Santo, tomar
conciencia de su necesidad desde el vacío de la propia vida, sobretodo cuando se padece la soledad
como situación personal o como alejamiento de los demás. En una escena como la que nos presenta
hoy el libro del Éxodo, contemplamos una figura bíblica fundamental para entender lo que es la
relación con Dios: Moisés y su permanente y persistente actitud orante. Con su oración sostiene
todo el pueblo. Ve a Dios como el Dios único, y a la vez lo descubre como su amigo y confidente,
de quien quiere conocer lo que piensa y lo que quiere. Esta cercanía hace posible que a Dios se lo
pueda decir «todo» y en ese todo estará no solamente conocer la misión recibida, sino la constante
intercesión por su pueblo. En segundo lugar, ser fiel a la Palabra recibida de parte de Dios y a la
palabra dada como respuesta. La oración siempre es diálogo, y para que éste se dé con toda
transparencia se hace necesaria la escucha y la voluntad de respuesta.
Demos un paso más de la mano del Evangelio. Jesús es el modelo decisivo de oración por la
relación de amor y confianza con Dios, a quien llama «su» Padre y «nuestro» Padre. Llegamos a
Dios por Jesús. Él se hace nuestro interlocutor y, con relación a Dios, nuestro intermediario. Los
discípulos le piden a Jesús que les enseñe a orar (cf. Lc 11,1) precisamente cuando le encuentran
orando. El ejemplo que reciben es el mejor mensaje y Jesús se convierte en el mejor pedagogo.
Apliquémoslo a la relación padres-hijos, educadores-educandos, adultos-jóvenes… Sólo se enseña a
rezar rezando, testimoniando con la propia vida la relación de confianza e interioridad que contiene
la oración. Toda la vida de Jesús, pues, se hace pedagogía de la oración, ya que nunca prescinde de
ella, incluso no sólo cuando se refiere a las actitudes, sino cuando pone sus mismas palabras en
nuestros labios como en la enseñanza del Padrenuestro.
En el Evangelio de hoy, a través de la parábola del juez y la viuda, Jesús quiere que nos
percatemos de la necesidad de orar siempre, sin desfallecer y sin perder la esperanza. Dios escucha
siempre. La comparación de un juez deshonesto con una viuda pobre, que, para hacerse escuchar no
dispone de otros recursos que su reiterada insistencia, nos hace ver una vez más la predilección de
Jesús por los más pobres que pasan siempre por la injusticia de no ser atendidos en sus
reclamaciones. Son éstos los que más padecen el abandono de los ricos y de los que tendrían que
administrar justicia con equidad y sin admitir sobornos. Ante esta impresión generalizada, Jesús
propone la oración como gesto de confianza en Aquel que todo lo puede y que, porque es
misericordioso, se pone totalmente de parte de quien padece más necesidad.
La pregunta de Jesús «cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»
(Evangelio), hemos de acogerla como una exhortación a perseverar en la fe y ser fieles en la oración y
en la actuación cristiana. Ambas realidades no están separadas, se complementan mutuamente; es
con la oración que nuestros compromisos personales y sociales adquieren mayor firmeza y se
enraízan en la Palabra de Dios. Dice el Compendio de doctrina social de la Iglesia que «la síntesis
entre fe y vida requiere un camino regulado sabiamente por los elementos que caracterizan el
itinerario cristiano: la adhesión a la Palabra de Dios; la celebración litúrgica del misterio cristiano;
la oración personal; la experiencia eclesial auténtica; el ejercicio de las virtudes sociales y el
perseverante compromiso de formación cultural y profesional» (CDSI, 546). «La Palabra de Dios
puede darte la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación» (2ª lectura). Que
sea, pues, la Palabra de Dios la que, a través de la oración, ilumine constantemente nuestra vida. Y
Jesús, Palabra hecha carne, sea el alimento espiritual que nos mantenga en forma para toda obra
buena.
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