MISIÓN DE LA FAMILIA EN LA SOCIEDAD Objetivo Descubrir la Misión trascendente que tiene la propia familia y comprometerse con ella. MISIÓN DE LA FAMILIA EN LA SOCIEDAD Preguntas iniciales ¿Qué significa para ti, qué te dice, la siguiente parábola evangélica? “El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la maña a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió luego hacia las 9 de la mañana, vio otros que estaban en la plaza desocupados y les dijo: ‘Id también vosotros a mi viña’. Todavía salió a eso de las cinco de la tarde, vio otros que estaban ahí, y les dijo: ‘¿Por qué estáis aquí todo el día parados?’ Le respondieron: ‘Es que nadie nos ha contratado’. Y Él les dijo: ‘Id también vosotros a mi viña’ ” (Mt 20,1-7). 2 MISIÓN DE LA FAMILIA EN LA SOCIEDAD Introducción Estamos por terminar el último módulo de nuestro “Proyecto Familia”. Hasta ahora nos hemos dedicado a ver y analizar todo aquello que debemos como padres de familia dar a nuestros hijos para educarlos correctamente. Ahora toca hablar de lo que esa familia está llamada a dar como tal, pues es claro que todo lo que hemos estado viendo no puede quedarse encerrado en el núcleo familiar. Está llamado, por vocación de esa misma familia, a ser irradiado hacia el exterior, hacia otras familias, hacia la misma Iglesia. Origen de la vocación misionera de la familia La constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo, Gaudium et Spes, dice que la familia, según designio divino, está constituida como una “íntima comunidad de VIDA y de AMOR” (GS, 48). Es ahí donde se hacen las experiencias más profundas y significativas de lo que son el verdadero amor y la verdadera vida. Es un ambiente, el familiar, que por esencia de su misma vocación, está todo hecho de vida y de amor. No hay lugar mejor donde la vida y el amor sean el motor y al mismo tiempo el fruto. “La familia cristiana está llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia... poniendo al servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar” (FC, 50). ¿Y cuál es su propio ser y obrar sino el de ser transmisora y protectora de la vida y fuente del verdadero amor? En efecto, “el sacramento del matrimonio... constituye a los cónyuges y padres cristianos..., como propios y verdaderos “misioneros” del amor y de la vida” (FC, 54). No se trata por tanto de una opción, de una posibilidad, es una obligación grave; la familia está llamada por vocación a transmitir estos bienes inmensos que son el amor y la vida, pues como dice Santo Tomás, “el bien es por naturaleza difusivo”; no se puede encerrar, si son amor y vida verdaderos, en las cuatro paredes del hogar, sino que deben llegar al mundo entero y renovarlo en Cristo. 3 La familia, célula fundamental de la sociedad, debe transformarla con la fuerza que ella lleva inscrita en su centro. Esas experiencias significativas de amor, de verdad, de pureza, de Dios, etc., que se hacen dentro de la familia deben ser compartidas con el mundo. La familia, comunidad de santificación Llamada por vocación a ser una comunidad donde se forjan hombres y mujeres santos. Si no cumple este cometido no se realiza como tal. Más allá de un nivel puramente humano, la familia incide en el plano espiritual y se convierte en una auténtica casa de formación de hombres y mujeres de Dios, de apóstoles, de catequistas, de comprometidos con la acción social. Ahí se aprenden las virtudes específicas del Evangelio como son: La mansedumbre: esa bondad que brota del Corazón de Dios, que está abierto a todos los hombres, que iluminado por la luz del Espíritu Santo, sabe acoger con especial paciencia y comprensión. La justicia: que significa, ante todo, aprender a dar a Dios y a nuestros hermanos lo que les corresponde. La misericordia: que perdona siempre a todos, alejando todo asomo de rencor, odio, envidia, etc. Misericordia que es amor comprensivo y paciente. La castidad: que enseña a los hijos a vivir su dignidad de persona en el respeto a sí mismo y a los demás. La paz: es el ambiente propio de una familia bien constituida. Ahí la ley que reina es la del amor y el amor engendra la paz. La pureza del corazón: que enseña a la persona a actuar con recta intención por encima de sus tendencias egoístas. En definitiva, la vocación misionera de la familia obliga, en primera instancia, a los padres a enseñar dentro del hogar a sus hijos a: Mantener una auténtica relación con Dios, hecha de amor, fidelidad, oración y obediencia (FC, 60). Fomentar la santidad de los hijos. Hacer dóciles los corazones de los hijos, para escuchar la voz del Buen Pastor que llama a cada hombre y mujer a seguirlo y buscar en primer lugar el Reino de Dios y su justicia. 4 La familia, primera promotora de misioneros “La familia debe formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios. Efectivamente, la familia que está abierta a los valores trascendentes, que sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor seminario de vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios. El ministerio de evangelización y catequesis de los padres debe acompañar la vida de los hijos también durante su adolescencia y juventud, cuando ellos, como sucede con frecuencia, contestan o incluso rechazan la fe cristiana recibida en los primeros años de su vida. Y así como en la iglesia no se puede separar la obra de evangelización del sufrimiento del apóstol, así también en la familia cristiana los padres deben afrontar con valentía y gran serenidad de espíritu las dificultades que halla a veces en los mismos hijos su ministerio de evangelización” (FC, 53). Funciones de la familia en este campo ¿De dónde salen las vocaciones, sino de las familias auténticamente cristianas? Preparar, cultivar y defender las vocaciones que Dios pueda suscitar en el seno de la familia. Para lograr lo anterior, la familia debe enriquecerse con valores espirituales y morales, tales como: Una religiosidad convencida y profunda Una conciencia apostólica y eclesial Un exacto conocimiento de la vocación. El paso decisivo se encuentra en acoger al Señor Jesús como centro y modelo de vida: en Él y por Él, tomar conciencia de ser el lugar privilegiado para un auténtico crecimiento vocacional. 5 Acoger como una gracia el don que Dios hace de llamar a un hijo a la consagración. Lograr la fuerza y la estabilidad del entramado familiar cristiano como condición primera para el crecimiento y maduración de las vocaciones. La familia, Iglesia doméstica Si cada familia llega a verse así, “iglesia doméstica”, santuario de la vida y del amor, signo del “gran misterio”, entonces con facilidad puede descubrir su propia vocación evangelizadora. Ella misma es buena nueva del matrimonio y la familia y de modo semejante a como se decía que es la célula de la sociedad, lo mismo se dice aplicado a la Iglesia: ella es la célula fundamental de la Iglesia, es su imagen. Por eso podemos decir que la familia es fruto del Evangelio, y por su mismo ser, está al servicio del Evangelio. Como la iglesia misma, la iglesia doméstica ha recibido de Dios la misión de difundir el Evangelio, de ser comunidad salvadora, pues a través de la familia discurre la historia de la salvación de la humanidad. Ella es apta para anunciar, celebrar y servir el evangelio de la vida. Como la Sagrada Familia de Nazaret, tiene a Cristo y lo da al mundo. Así, familia es: Lugar donde Cristo vive y obra la salvación de los hombres: ministerio de evangelización. La familia ha de acoger el Evangelio y madurar la propia fe. Lugar donde Cristo obra el crecimiento del Reino de Dios. Lecturas recomendadas Familia, ¡Sé Fuerte! (Temas 10 y 11) Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México. La familia Cristiana en la enseñanza de JP II Ediciones Paulinas. 6 Tareas para la semana Generar en familia un compromiso de evangelización, una actividad muy concreta. Conocer el apostolado de Familia Misionera. 7 Reflexión en Grupo Objetivo: Reflexionar sobre la misión evangelizadora que tenemos como familia cristiana y determinarnos a trabajar a para construir el Reino de Cristo. Instrucciones I. II. III. Leer en voz alta uno de los dos textos: a) Del Concilio Vaticano II: Lumen Gentium, N° 35. b) Exhortación apostólica Christifideles Laici Nos. 33 y 34 (S.S. Juan Pablo II). Trabajar en pareja. Elaborar las conclusiones en grupo. Puntos para la Reflexión 1. ¿Cuáles son las ideas centrales de cada lectura? 2. Sintetizar en algunas frases, las ideas más impactantes. 3. Las ideas de estos documentos señalan un ideal a alcanzar en la familia. ¿Qué obstáculos encuentran para lograr este ideal? 4. Propongan medios muy concretos y oportunos para alcanzar este ideal. 5. A la luz de estas ideas-ideales a alcanzar, ¿cómo se encuentran ustedes como esposos, como familia? ¿Muy distantes del ideal? ¿Muy cercanos? ¿Por qué? 8 Lumen Gentium El testimonio de su vida 35. Cristo, el gran Profeta, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes por ello constituye en testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Act 2,17-18; Ap 19,10), para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana familiar y social. Ellos se muestran como hijos de la promesa cuando fuertes en la fe y la esperanza aprovechan el tiempo presente (cf. Ef 5,16; Col 4,5) y esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rom 8,25). Pero que no escondan esta esperanza en la interioridad del alma, sino manifiéstenla en diálogo continuo y en el forcejeo "con los espíritus malignos" (Ef 6,12), incluso a través de las estructuras de la vida secular. Así como los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se nutre la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap 21,1), así los laicos se hacen valiosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos (cf. Hebr 11,1), así asocian, sin desmayo, la profesión de fe con la vida de fe. Esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo, pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo. En este quehacer es de gran valor aquel estado de vida que está santificado por un especial sacramento, es decir, la vida matrimonial y familiar. Aquí se encuentra un ejercicio y una hermosa escuela para el apostolado de los laicos, cuando la religión cristiana penetra toda institución de la vida y la transforma más cada día. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación para que ellos, entre sí, y sus hijos, sean testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama muy alto tanto las presentes virtudes del Reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, arguye al mundo el pecado e ilumina a los que buscan la verdad. 9 Por tanto, los laicos, también cuando se ocupan de las cosas temporales, pueden y deben realizar una acción preciosa en orden a la evangelización del mundo. Porque si bien algunos de entre ellos, al faltar los sagrados ministros o estar impedidos éstos en caso de persecución, les suplen en determinados oficios sagrados en la medida de sus facultades, y aunque muchos de ellos consumen todas sus energías en el trabajo apostólico, conviene, sin embargo, que todos cooperen a la dilatación e incremento del Reino de Cristo en el mundo. Por ello, trabajen los laicos celosamente por conocer más profundamente la verdad revelada e impetren insistentemente de Dios el don de la sabiduría. 10 Christifideles Laici Anunciar el Evangelio 33. Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana y por los dones del Espíritu Santo. Leemos en un texto límpido y denso de significado del Concilio Vaticano II: «Como partícipes del oficio de Cristo sacerdote, profeta y rey, los laicos tienen su parte activa en la vida y en la acción de la Iglesia (...). Alimentados por la activa participación en la vida litúrgica de la propia comunidad, participan con diligencia en las obras apostólicas de la misma; conducen a la Iglesia a los hombres que quizás viven alejados de Ella; cooperan con empeño en comunicar la palabra de Dios, especialmente mediante la enseñanza del Catecismo; poniendo a disposición su competencia, hacen más eficaz la cura de almas y también la administración de los bienes de la Iglesia» (122). Es en la evangelización donde se concentra y se despliega la entera misión de la Iglesia, cuyo caminar en la historia avanza movido por la gracia y el mandato de Jesucristo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15); «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). «Evangelizar —ha escrito Pablo VI— es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (123). Por la evangelización la Iglesia es construida y plasmada como comunidad de fe; más precisamente, como comunidad de una fe confesada en la adhesión a la Palabra de Dios, celebrada en los sacramentos, vivida en la caridad como alma de la existencia moral cristiana. En efecto, la «buena nueva» tiende a suscitar en el corazón y en la vida del hombre la conversión y la adhesión personal a Jesucristo Salvador y Señor; dispone al Bautismo y a la Eucaristía y se consolida en el propósito y en la realización de la nueva vida según el Espíritu. En verdad, el imperativo de Jesús: «Id y predicad el Evangelio» mantiene siempre vivo su valor, y está cargado de una urgencia que no puede decaer. Sin embargo, la actual situación, no sólo del mundo, sino 11 también de tantas partes de la Iglesia, exige absolutamente que la palabra de Cristo reciba una obediencia más rápida y generosa. Cada discípulo es llamado en primera persona; ningún discípulo puede escamotear su propia respuesta: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16). 12 Ha llegado la hora de emprender una nueva evangelización 34. Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateismo. Se trata, en concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una existencia vivida «como si no hubiera Dios». Ahora bien, el indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y desoladores que el ateísmo declarado. Y también la fe cristiana —aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales— tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más significativos de la existencia humana, como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de interrogantes y de grandes enigmas, que, al quedar sin respuesta, exponen al hombre contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la tentación de suprimir la misma vida humana que plantea esos problemas. En cambio, en otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto de múltiples procesos, entre los que destacan la secularización y la difusión de las sectas. Sólo una nueva evangelización puede asegurar el crecimiento de una fe límpida y profunda, capaz de hacer de estas tradiciones una fuerza de auténtica libertad. Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Pero la condición es que se rehaga la cristiana trabazón de las mismas comunidades eclesiales que viven en estos países o naciones. Los fieles laicos —debido a su participación en el oficio profético de Cristo— están plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia. En concreto, les corresponde testificar cómo la fe cristiana —más o menos 13 conscientemente percibida e invocada por todos— constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud. Repito, una vez más, a todos los hombres contemporáneos el grito apasionado con el que inicié mi servicio pastoral: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe! Tantas veces hoy el hombre no sabe qué lleva dentro, en lo profundo de su alma, de su corazón. Tan a menudo se muestra incierto ante el sentido de su vida sobre esta tierra. Está invadido por la duda que se convierte en desesperación. Permitid, por tanto —os ruego, os imploro con humildad y con confianza— permitid a Cristo que hable al hombre. Sólo Él tiene palabras de vida, ¡sí! de vida eterna» (124). Abrir de par en par las puertas a Cristo, acogerlo en el ámbito de la propia humanidad no es en absoluto una amenaza para el hombre, sino que es, más bien, el único camino a recorrer si se quiere reconocer al hombre en su entera verdad y exaltarlo en sus valores. La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos sabrán plasmar, será el más espléndido y convincente testimonio de que, no el miedo, sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos modos de vida más conformes a la dignidad humana. ¡El hombre es amado por Dios! Este es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti; para ti Cristo es «el Camino, la Verdad, y la Vida!» (Jn 14,6). 14 Esta nueva evangelización —dirigida no sólo a cada una de las personas, sino también a enteros grupos de poblaciones en sus más variadas situaciones, ambientes y culturas— está destinada a la formación de comunidades eclesiales maduras, en las cuales la fe consiga liberar y realizar todo su originario significado de adhesión a la persona de Cristo y a su Evangelio, de encuentro y de comunión sacramental con Él, de existencia vivida en la caridad y en el servicio. Los fieles laicos tienen su parte que cumplir en la formación de tales comunidades eclesiales, no sólo con una participación activa y responsable en la vida comunitaria y, por tanto, con su insustituible testimonio, sino también con el empuje y la acción misionera entre quienes todavía no creen o ya no viven la fe recibida con el Bautismo. En relación con las nuevas generaciones, los fieles laicos deben ofrecer una preciosa contribución, más necesaria que nunca, con una sistemática labor de catequesis. Los Padres sinodales han acogido con gratitud el trabajo de los catequistas, reconociendo que éstos «tienen una tarea de gran peso en la animación de las comunidades eclesiales» (125). Los padres cristianos son, desde luego, los primeros e insustituibles catequistas de sus hijos, habilitados para ello por el sacramento del Matrimonio; pero, al mismo tiempo, todos debemos ser conscientes del «derecho» que todo bautizado tiene de ser instruido, educado, acompañado en la fe y en la vida cristiana. 15