European Commission

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COMISIÓN EUROPEA
Viviane Reding
Vicepresidenta de la Comisión Europea,
Comisaria Europea de Justicia, Derechos Fundamentales y Ciudadanía
¿Por qué necesitamos ahora unos Estados Unidos de
Europa?
Centro de Derecho Europeo de la Universidad de Passau / Passau
8 Noviembre 2012
SPEECH/12/796
Si de veras queremos una política presupuestaria sólida y sostenible, necesitamos un
ministro de Economía europeo responsable ante el Parlamento Europeo y dotado de
competencias claramente delimitadas frente a las de los Estados miembros. La
arbitrariedad de las agencias de notación no puede ciertamente colmar ese vacío.
En Maastricht se nos quiso hacer creer que era posible crear una Unión Monetaria y una
nueva moneda sin crear a la vez unos Estados Unidos de Europa. Fue un error, un error
que hemos de corregir ahora si queremos seguir viviendo en una Europa estable y
económicamente próspera.
Considero especialmente peligroso el hecho de que tanto el Mecanismo Europeo de
Estabilidad (MEDE) como el pacto fiscal sean construcciones improvisadas al margen de
los Tratados europeos. No fue posible actuar de otra forma en un contexto de crisis; era
imperioso negociar con rapidez. En una democracia parlamentaria, sin embargo, esta no
puede ni debe ser una solución duradera.
Para las decisiones adoptadas a nivel europeo, el control democrático debe ejercerse
también a nivel europeo. Por ello propugno incorporar a medio plazo tanto el pacto fiscal
como el MEDE a los Tratados Europeos, de forma que queden sometidos al control del
Parlamento Europeo.
Sería deseable que, en el futuro, la elección previa de los Comisarios Europeos como
miembros del Parlamento Europeo se convierta en la regla. De esta forma se reforzaría
la legitimidad democrática del Gobierno europeo.
Considero, y lo hago después de una profunda reflexión, que la idea de los Estados
Unidos de Europa es la más apropiada no solo para concitar un amplio respaldo popular,
sino porque describe con exactitud la Unión Europea a la que aspiramos.
En Europa necesitamos un sistema bicameral como el de los EE.UU. Quizá también
necesitemos que un día el presidente de la Comisión Europea sea elegido directamente.
En mi opinión, el concepto de Estados Unidos de Europa es el más apropiado para
superar la crisis actual, pero sobre todo para subsanar las deficiencias del Tratado de
Maastricht. Por último, como democristiana que soy, no puedo dejar que mi visión de
futuro venga dictada por el euroescepticismo británico.
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Señor Presidente,
queridos estudiantes de la Universidad de Passau,
querido Manfred,
profesores y profesoras,
señores y señoras:
Es un honor estar hoy aquí con ustedes en la Universidad de Passau. Es la primera vez
que visito la ciudad y les aseguro que estoy impresionada: una universidad moderna, a
orillas del Inn, con Austria a la vista, numerosos biergärten a la vuelta de la esquina, y
todo ello a tiro de piedra de la República Checa; así, también querría yo volver a ser
estudiante.
Ahora entiendo por qué son tantos los licenciados de la Universidad de Passau que
trabajan con ambición y empeño en Bruselas como juristas o economistas por la
construcción europea. En este lugar en el que colindan tres países, ¿cómo no ser
europeo? Como luxemburguesa, os entiendo perfectamente. En mi tierra, las fronteras
también son una experiencia cotidiana. Los luxemburgueses vivimos Europa cada día. No
en vano el Acuerdo de Schengen sobre la libre circulación de las personas se firmó en
Luxemburgo en 1985, en un barco que hacía la travesía del Mosela, justo en la frontera
entre Luxemburgo, Francia y Alemania. Será por eso que en esta bella ciudad de Passau,
en la que también confluyen tres ríos, me siento como en casa.
Tengo que dar las gracias por estar hoy aquí en primer lugar al eurodiputado Manfred
Weber, con el que trabajo en Bruselas y en Estrasburgo en asuntos de Justicia e Interior.
Ambos nos hemos pronunciado en los últimos meses en favor de reforzar la libertad de
viajar por toda Europa reconocida en el Acuerdo de Schengen. El derecho a la libre
circulación y a la libre elección del lugar de residencia en la UE es el derecho civil más
importante para el 48 % de los europeos. No debemos permitir, pues, que en estos
tiempos de crisis se intente, por motivos populistas, levantar de nuevo barreras en
Europa.
También quisiera mostrar mi agradecimiento al Centrum für Europarecht (Centro de
Derecho Europeo) de la Universidad de Passau, el CEP, que organiza este acto. Como
comisaria europea de Justicia y, por tanto, responsable de la Ciudadanía de la Unión,
quiero elogiar la labor del CEP, que dirige desde hace más de una década el llamado
Unionsbürgerzentrum (Centro de Ciudadanía de la Unión). Este Centro actúa
regularmente como interlocutor en la región cuando los ciudadanos se ven confrontados
con problemas relacionados con el paso de fronteras. ¿Puede un dentista de Passau abrir
una consulta del lado austriaco del Inn? ¿Tiene derecho una trabajadora húngara
residente en la Baja Baviera al subsidio de desempleo alemán? ¿Puede un estudiante de
Passau, de nacionalidad alemana pero con domicilio en la orilla austriaca del Inn,
participar allí en las elecciones europeas? El CEP ofrece asesoramiento jurídico gratuito
para contestar a todas estas preguntas. Se trata de una aportación muy concreta que
contribuye a la construcción europea y al prestigio de la Universidad de Passau, sobre
todo cuando las experiencias de esta labor de proximidad al ciudadano se trasladan al
campo de la enseñanza y la investigación, como es el caso, de forma ejemplar, en la
Universidad de Passau.
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Señores y señoras:
El tema de mi conferencia de hoy son los Estados Unidos de Europa. Se trata de una
visión fuerte, ambiciosa y, me temo, controvertida para el futuro de nuestro continente.
Estoy segura de que mi tesis, a saber, que ha llegado el momento, ahora que
trabajamos para encontrar una salida a la crisis financiera y de la deuda, de emprender
el camino hacia los Estados Unidos de Europa, suscitará un encendido debate al término
de mi intervención. Me complace poder entablar este debate con ustedes, pues estoy
convencida de que en estos tiempos de crisis es más importante que nunca que
intercambiemos ideas de forma abierta y honesta sobre las alternativas que hoy se
abren para Europa. Porque siempre hay alternativas y es responsabilidad de los políticos
electos designar y explicar estas alternativas de forma clara y sencilla para que los
ciudadanos y las ciudadanas puedan votar con conocimiento de causa en las elecciones
nacionales, en las elecciones en los Estados federados y en las elecciones europeas de
2014.
A continuación me gustaría hablarles del origen del concepto de Estados Unidos de
Europa y de su significado. Al hilo de esta reflexión, querría explicarles por qué en las
dos últimas décadas los políticos han evitado esta idea como el diablo el agua bendita y
por qué, de repente, vuelve a estar en el orden del día.
Empecemos, pues: ¿de dónde proviene y qué significa la idea de los Estados
Unidos de Europa?
Son muchas las personalidades que a lo largo de la historia han hecho referencia a los
Estados Unidos de Europa y se han rendido a este sueño, desde George Washington
hasta Richard Coudenhove-Kalergi, pasando por Napoleón Bonaparte o Giuseppe
Mazzini. La visión más clara y más concreta, sin embargo, es la que formuló en su día el
escritor francés Victor Hugo.
Esta visión solo se puede entender en un contexto preciso, el de las turbulencias que
sacudieron Europa en el siglo XIX y que el autor francés vivió en sus propias carnes:
guerras entre Francia y Alemania, exilio en las Islas del Canal británicas por su oposición
a Napoleón III, la traumática anexión de Alsacia y Lorena por Alemania tras la batalla de
Sedán y, por último, su colaboración en el penoso inicio de la joven Tercera República
francesa. No es de extrañar que Hugo anhelara un continente europeo democrático y en
paz. Su idea de los Estados Unidos de Europa la formuló en el Congreso Internacional de
la Paz, celebrado en París a mediados del siglo XIX, en estos términos:
«Llegará el día en el que dejaréis caer las armas de vuestras manos. Llegará el día en
que una guerra entre París y Londres, entre San Petersburgo y Berlín, entre Viena y
Turín, parecerá tan absurda como parece absurda hoy la idea de una guerra entre Ruán
y Amiens, entre Boston y Filadelfia. Llegará el día en que Francia, Rusia, Italia,
Inglaterra o Alemania, todas las naciones del continente en fin, sin perder ninguna de
sus peculiaridades ni su gloriosa individualidad, se fundirán estrechamente en una
unidad superior y constituirán la hermandad europea …
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Llegará el día en el que no habrá más campos de batalla que los mercados, abiertos al
comercio, y los espíritus, abiertos a las ideas. Llegará el día en que las balas y las
granadas serán sustituidas por los votos, por el sufragio universal de los pueblos, por el
venerable arbitraje de un gran senado soberano, que será para Europa lo que el
Parlamento es para Inglaterra o la Asamblea Legislativa para Francia. Llegará el día en
que los cañones no serán más que piezas de museo y nos extrañaremos que hayan
podido existir. Llegará el día que veremos a dos colosos, los Estados Unidos de América
y los Estados Unidos de Europa, uno enfrente del otro, tendiéndose la mano sobre el
océano, intercambiando sus productos, sus negocios, su industria, su arte, sus genios.
[...] Y para ese día, no tendremos que esperar cuatrocientos años, pues vivimos en un
tiempo en plena evolución.»
Queda claro que la idea de los Estados Unidos de Europa que tenía Victor Hugo era,
antes que nada, una idea de paz, pero también una idea de democracia, como se puede
ver en su temprana propuesta de un derecho de voto común y un gran Parlamento para
Europa. Por último, Hugo menciona de forma muy clara una prioridad central,
profundamente arraigada en la historia europea, que centra hoy cualquier debate sobre
la integración europea y que reviste para mí una especial importancia: las naciones de
Europa deben fundirse en una unidad superior, una gran fraternidad, «sin perder
ninguna de sus peculiaridades ni su gloriosa individualidad». «Unida en la diversidad»,
este lema europeo, consagrado explícitamente en el Tratado constitucional de 2003, se
encuentra ya en Victor Hugo.
Se entiende fácilmente el afán de Hugo por que Europa se dotase de una estructura
constitucional como la que ya existía del otro lado del Atlántico. A mediados del siglo
XIX, en efecto, los Estados Unidos de América eran, junto con Suiza, el único país del
mundo que constituía una entidad —que fue primero confederal y luego ser federal— de
Estados originalmente soberanos y completamente diferentes, que se extendía desde
Maine hasta Luisiana. Además, los EE.UU. eran, junto con Suiza, la única democracia
consolidada del mundo. Los Estados Unidos de América representaban pues, para el
demócrata y pacifista Hugo, el modelo ideal para su utópica propuesta de una futura
Europa unida.
Esta motivación de Hugo, de carácter primordialmente pacifista y democrático, explica
que su idea de los Estados Unidos de Europa suscitara un gran respaldo político en la
Primera Guerra Mundial y que este respaldo fuera aun mayor tras la catástrofe europea
de la Segunda Guerra Mundial.
¿Cabe sorprenderse de que ya en 1942 Altierio Spinelli, miembro de la resistencia
italiana y posteriormente uno de los padres fundadores de las Comunidades Europeas,
opusiera, en su manifiesto de Ventotene, a su experiencia de guerra y totalitarismo la
idea de unos Estados Unidos de Europa democráticos que debían incluir —y estamos en
1942— a una Alemania democrática y desnazificada. ¿O de que el democristiano alemán
Konrad Adenauer persiguiera abiertamente, después de haber vivido la guerra, la
dictadura nazi y las cárceles de la Gestapo, el objetivo de integrar a la joven República
Federal Alemana en unos Estados Unidos de Europa, a los que describía en sus
memorias «como la garantía mejor y más duradera para nuestros vecinos de Europa
occidental»? ¿O de que el luxemburgués Joseph Bech, ministro de Asuntos Exteriores
entre 1940 y 1945 en el Gobierno en el exilio del Gran Ducado, a la sazón ocupado por
los nazis, derivara su idea de Europa directamente de la visión de los Estados Unidos de
Europa, como reconoció en el discurso que pronunció con ocasión de la entrega del
premio Carlomagno de 1960?
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Especialmente digno de mención es el famoso discurso de Zúrich del primer ministro
británico Winston Churchill. En 1946, en la Universidad de Zúrich, Churchill habló sin
ambages sobre la situación de Europa en ese momento: un continente que, arrasado
una vez más por una guerra fratricida, yacía en ruinas y al que solo le quedaba una
posibilidad para garantizar la paz, la seguridad, la libertad y el bienestar a sus
ciudadanos: We must build a kind of United States of Europe. Era el llamamiento que
Churchill hacía a los gobiernos europeos. Según el estadista británico, estos Estados
Unidos de Europa debían asentarse en el principio de que las pequeñas y las grandes
naciones habían de tener el mismo peso en cuanto a derecho de voto, un punto en el
que yo, como luxemburguesa, coincido plenamente, sin que sirva de precedente, con la
idea británica de Europa. Como primer paso indispensable para la reconciliación de la
familia europea, Churchill veía ya en aquel entonces, y con razón, una alianza entre
Francia y Alemania. Gran Bretaña, por lo demás, no debía formar parte de los Estados
Unidos de Europa. Efectivamente, el Reino Unido lideraba aún la Commonwealth, una
entidad de escala mundial. Let Europe arise! Con este encendido llamamiento cerró
Churchill su discurso de Zúrich.
Se me dirá que todas esas ideas eran propias de la generación que había vivido la
guerra y que pronto se vio forzada a reconocer que la idea de unos Estados Unidos de
Europa estaba abocada al fracaso. ¿No debieron ser conscientes también de la
inviabilidad de sus sueños los entusiastas federalistas europeos al menos a partir del 20
de agosto de 1954? En esa fecha, como es sabido, la Asamblea Nacional francesa
rechazó el Tratado sobre la Comunidad Europea de Defensa, por lo que tampoco se pudo
ratificar el Tratado sobre la Comunidad Política Europea, negociado en paralelo, un
primer texto constitucional de recomendable lectura que propugnaba una Europa unida
políticamente. Después de esa fecha, la generación de políticos de la postguerra tenía
que enterrar su ambicioso sueño de unos Estados Unidos de Europa.
Pero fue así. Solo unos años más tarde, en 1957, la idea volvía a resurgir. Los Tratados
de Roma crearon la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la
Energía Atómica. Este nuevo impulso obedecía en primer lugar, qué duda cabe, a una
colaboración de carácter puramente económico y técnico, a una «integración funcional
de objetivos», como lo denominó el jurista alemán Hans Peter Ipsen. Tras las malas
experiencias de 1954, se procuró evitar la cooperación en cuestiones de cariz más
político. Sin embargo, ya entonces, la firme voluntad de los Estados fundadores de la
CEE era ir avanzando progresivamente, merced a la integración económica en un
Mercado Común, hacia una comunidad real tan sólida que hiciera que la integración,
limitada en un primer momento, acabase en una integración política de mayor calado. Y
este spill over conduciría directamente, así lo pensaban los padres fundadores de los
Tratados de Roma, a una forma de gobierno federal y, por ende, a los Estados Unidos de
Europa.
Así veía la cuestión, por ejemplo, el primer presidente de la Comisión, Walter Hallstein,
cuando presentó sus propuestas sobre el estado de las Comunidades Europeas en un
libro titulado significativamente «El Estado Federal incompleto». Esa era igualmente la
idea de los dos grandes partidos alemanes. El objetivo de unos Estados Unidos de
Europa figuró explícitamente en el programa de la CDU hasta 1992 y el SPD había
asumido esta reivindicación ya en su Programa de Heidelberg de 1925, que estuvo
vigente hasta 1959.
Esta idea siguió siendo popular también en las familias de partidos europeos. En
palabras del democristiano Jacques Santer, a la sazón primer ministro luxemburgués y
anteriormente presidente del Partido Popular Europeo, el 8 de noviembre de 1988:
«Nosotros, democristianos del Partido Popular Europeo, queremos que la Comunidad
Europea pase a ser los Estados Unidos de Europa».
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Entre los defensores a ultranza de esta idea cabe destacar a Helmut Kohl. En su
biografía del canciller alemán, publicada hace apenas unas semanas, Hans-Peter
Schwarz describe de forma muy gráfica hasta qué punto Kohl tenía las ideas claras a
este respecto. Las negociaciones del Tratado de Maastricht eran para él la clave de los
Estados Unidos de Europa. Mientras la mayoría de los políticos centraba su atención en
la Conferencia Intergubernamental sobre la Unión Económica y Monetaria y el estatuto
del Banco Central Europeo, Kohl seguía insistiendo en la necesidad de seguir avanzando
de forma decidida en la Conferencia Intergubernamental sobre la Unión Política,
convocada en paralelo. Para el canciller alemán, ambas conferencias eran igualmente
importantes. La unión monetaria y la unión política eran para él las dos caras de una
misma moneda.
El 31 de mayo de 1991, poco después de la firma del Tratado de Maastricht, Kohl
proclamó ante la ejecutiva federal de su partido que los Estados Unidos de Europa eran
un objetivo irreversible, aunque con el nuevo Tratado solo se había podido alcanzar una
unión monetaria y seguía sin hacerse realidad la unión política, como había esperado el
canciller alemán. En un discurso pronunciado el 3 de abril de 1092, Kohl valoraba el
Tratado de Maastricht en los siguientes términos:
«En Maastricht hemos puesto la piedra angular para completar la Unión Europea. El
Tratado de la Unión Europea abre una nueva y decisiva etapa en el proceso de
unificación europea, que en pocos años culminará en la realización de la Europa
moderna que soñaron los padres fundadores después de la última guerra: los Estados
Unidos de Europa».
No se podía ser más claro: Maastricht significó un paso de gigante hacia una moneda
europea común. El siguiente paso era evidente: la unión política que iba a conducir a los
Estados Unidos de Europa.
Y, sin embargo, ese paso no se dio. Al contrario, poco después el sueño de los
Estados Unidos de Europa desaparecía de la agenda política. Se puede observar
que, a partir de 1993, este término entra prácticamente en desuso. Hasta Helmut Kohl
dejó de utilizarlo.
¿Cómo se pudo llegar a este cambio de actitud? El principal motivo fue el compromiso
especial que los Estados miembros asumieron en 1991 en Maastricht en relación con la
arquitectura de la unión monetaria. Los Estados miembros se habían puesto de acuerdo
finalmente en la creación de una unión monetaria sin una unión política paralela. Se
puede ver en este desenlace un fracaso de las posiciones defendidas por Helmut Kohl
pero también por muchos políticos europeos, especialmente en el Benelux, que habían
apostado por una unión política paralela. En Maastricht triunfó una concepción distinta.
Se crearía un Banco Central Europeo independiente, pero no un gobierno económico
europeo. Al lado del todopoderoso presidente del BCE habría no un ministro de economía
Europeo sino diecisiete ministros de economía nacionales. Habría una moneda común
europea pero no un presupuesto común europeo propiamente dicho que pudiera fijar
objetivos en materia de política económica.
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Esta arquitectura asimétrica de Maastricht fue resultado de la concurrencia histórica de
dos corrientes políticas. Por una parte, el neoliberalismo, que estaba en boga a principios
de los noventa y al que se adhirieron numerosos jefes de Estado y de Gobierno
europeos. Al pensamiento neoliberal, la construcción asimétrica de Maastricht le venía
como anillo al dedo, ya que actuaba fortaleciendo los mercados y debilitando la política.
La estabilidad de la moneda única se dejaba en manos de la disciplina de los mercados,
consagrada en el Tratado. Una gestión de la política económica o financiera a escala
europea solo podía ocasionar distorsiones en los mercados. El hecho de que los Estados
miembros siguieran aplicando políticas económicas, presupuestarias, fiscales y sociales
propias y distintas no constituía, para el pensamiento neoliberal, una debilidad, sino uno
de los logros de Maastricht, pues de este modo las decisiones políticas en estos ámbitos
se debían tomar en competencia entre los distintos Estados.
El pensamiento neoliberal, entonces dominante, acudió a Maastricht haciendo gala de un
absoluto escepticismo sobre cualquier transferencia de competencias nacionales a la
Unión Monetaria y con la intención de defender en la medida de lo posible la soberanía
nacional. Así, la delegación británica en las negociaciones de Maastricht insistió en que
se suprimiera el término «federal» del borrador del tratado sobre la unión política. Para
los defensores de los Estados Unidos de Europa se trataba de una amarga derrota.
El hecho de que el resultado de Maastricht fuera la creación no de los Estados Unidos de
Europa sino de una unión incompleta, se debe, pues, a una concurrencia histórica de
neoliberalismo y soberanismo nacional. En Alemania, la sentencia de 1993 del
Bundesverfassungsgericht (Tribunal Constitucional Federal) sobre el Tratado de
Maastricht se alineó con esta orientación. El Tribunal dictaminó que, aun después del
Tratado de Maastricht, los Estados miembros seguían siendo «patrones de los Tratados»
y que, en su caso, Alemania podría incluso salir de la Unión Monetaria. Tanto para los
neoliberales como para la escuela soberanista se trataba de un triunfo abrumador.
«Adiós al superestado. No habrá Estados Unidos de Europa». Así resumía el filósofo
liberal-conservador alemán Herrmann Lübbe sus conclusiones sobre el Tratado de
Maastricht en un panfleto de 1994.
Helmut Kohl debió de vivir todo esto con gran congoja. Según su biógrafo, Hans-Peter
Schwarz, tras la sentencia sobre Maastricht, Kohl no volvió a utilizar el nombre de
Estados Unidos de Europa en público. No obstante, parece que en una reunión de la
ejecutiva de la CDU en 1994 declaró que este concepto había sido la niña de sus ojos.
Personalmente, sufrí en carne propia este clima de opinión en el Partido Popular
Europeo, que agrupa a los partidos democristianos europeos. Prácticamente al mismo
tiempo que las negociaciones del Tratado de Maastricht, habían comenzado las
conversaciones para incorporar al PPE a los ultraconservadores italianos de Forza Italia y
a los tories británicos. De esta forma, el PPE pasaba a convertirse en el grupo más fuerte
del Parlamento Europeo y lo seguiría siendo por mucho tiempo. Pero a cambio de esta
ganancia en términos de poder político hubo de pagar un precio elevado: el PPE tuvo
que aceptar que se suprimieran de los estatutos del partido el objetivo de una Europa
federal de inspiración cristiana y la idea de los Estados Unidos de Europa. Aún recuerdo
perfectamente los debates de entonces, en los que convicciones democristianas
fundamentales coexistían con consideraciones de cálculo político. Yo voté entonces, al
lado de un grupo de democristianos de Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo, contra
esta nueva orientación de PPE. Junto con otros que compartían nuestra opinión,
redactamos la Declaración democristiana de Atenas, que seguimos suscribiendo. Las
consideraciones de poder político primaron sobre la concepción que los padres
fundadores tenían de la unidad europea.
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Esta experiencia de Maastricht explica por qué la mayoría de los que entonces estaban a
favor —y sigue siendo un porcentaje importante de los políticos aún en activo—
describen con resignación su visión sobre el futuro de Europa en los siguientes términos:
«De joven, mi sueño eran los Estados Unidos de Europa. Hoy sé que no es posible;
hemos de ser realistas.» Este espíritu de resignación se agravó aún más cuando en
2005, el tratado constitucional europeo —en el último intento de convertir la Unión
Europea de Maastricht al menos en parte en una unión política— fue rechazado en
sendos referendos en Francia y en los Países Bajos, y ello a pesar de que dieciocho
Estados lo habían ratificado, dos de ellos —Luxemburgo y España— incluso en
referéndum. «Maastricht hubiera debido ser nuestra Constitución», así se lamentaba
nuestro primer ministro luxemburgués, Jean-Claude Juncker en 2001, con ocasión del
décimo aniversario del Tratado de Maastricht.
Cuando los ciudadanos nos preguntan a los políticos «¿qué va a ser de Europa?» o
«¿adónde conduce el tren de la unificación europea?», nos valemos, en general, de
subterfugios: «no queremos un superestado», solemos empezar aclarando, para disipar
posibles malentendidos con los neoliberales, los soberanistas o el Tribunal Constitucional
Federal. A continuación proseguimos la mayoría de las veces con vaguedades del estilo:
«sabe usted, la UE es una construcción sui generis», «nosotros no queremos un Estado
federal europeo, sino una construcción confederal o federal» o una «unión de Estados
nacionales».
Tras una dilatada experiencia, reconozco que tolero de buen grado estas florituras
verbales, aunque sé que les ponen los pelos de punta a los constitucionalistas. He de
confesar que en los últimos años yo misma me he servido de ellas. Sin embargo,
últimamente percibo que los ciudadanos las critican porque consideran que solo sirven
para escurrir el bulto y no les convencen. Hace poco me escribía un mensaje electrónico
un ciudadano con el que había tenido un encuentro en un ayuntamiento austriaco:
«Cómo ciudadano, ¿cómo puedo identificarme con ese proyecto europeo que tanto
encomia si ni siquiera es capaz de decirme claramente adónde nos lleva? Su definición
de Europa es tan tecnocrática y complicada que no debe extrañarse de que para
nosotros ustedes solo sean unos tecnócratas.» Este ciudadano, señoras y señores, no
andaba descaminado.
Y por eso hoy, pese a las experiencias traumáticas de Maastricht, nuestro objetivo es
volver a actualizar el concepto de Estados Unidos de Europa. Desde hace unos cuantos
meses, esta idea renace de las cenizas. Debido a la crisis, numerosos políticos de primer
nivel, en todos los partidos, se manifiestan abiertamente a favor de la creación de los
Estados Unidos de Europa, desde democristianos como la ministra de Empleo alemana,
Ursula von der Leyen, o mi colega en la Comisión, Günter Oettinger, hasta Daniel CohnBendit, el elocuente jefe del grupo parlamentario verde, pasando por socialdemócratas
como el antiguo canciller austriaco Alfred Gusenbauer y liberales como el ministro de
Asuntos Exteriores alemán, Guido Westerwelle. Incluso la patronal francesa MEDEF ha
iniciado en los últimos años una auténtica campaña en favor de los Estados Unidos de
Europa. Yo misma, como seguramente saben, desde principios de años me he
pronunciado abiertamente en varios discursos y artículos de prensa a favor de la visión
federal de los Estados Unidos de Europa. Por supuesto, tales iniciativas no siempre
quedan sin respuesta. Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo, y Volker
Kauder, presidente del grupo parlamentario de la CDU en el Bundestag, por ejemplo,
advierten claramente del peligro de volver a invocar como objetivo político los Estados
Unidos de Europa después de las malas experiencias del pasado. Estas posiciones son
legítimas, pero la realidad es que el concepto y el debate al respecto vuelven a ocupar
un lugar en el orden del día. Y está bien que así sea.
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Ello obedece, naturalmente, a la crisis financiera y de la deuda soberana actual. Europa
siempre ha encontrado en tiempos de crisis la energía necesaria para dar nuevo impulso
a la integración. Estoy convencida que así será también en esta ocasión y que Europa
saldrá reforzada de la crisis actual, que cobra especial importancia para la concepción de
una Europa federal. Porque esta crisis deja patente que la arquitectura asimétrica creada
en Maastricht gracias a la conjunción de neoliberales y soberanistas no es viable a largo
plazo.
Señores y señoras:
¿Cómo se puede creer que la disciplina del mercado y la normativa, por sí solas, harán
posible un presupuesto público saneado, cuando hemos visto que en los últimos veinte
años ni el mercado ni las normativas más estrictas han podido impedir un
sobreendeudamiento nacional en todos los Estados miembros, y Alemania fue
desgraciadamente durante mucho tiempo un ejemplo poco glorioso de ello. Si de veras
queremos una política presupuestaria sólida y sostenible, necesitamos un ministro de
Economía europeo responsable ante el Parlamento Europeo y dotado de competencias
de intervención claramente delimitadas frente a los Estados miembros. La arbitrariedad
de las agencias de notación no puede ciertamente colmar ese vacío.
¿Cómo se puede pensar seriamente que podemos gestionar una política económica
europea orientada al crecimiento si no dotamos a la Unión Europea de recursos
suficientes para ello? Debatimos acaloradamente si hay que consagrar al presupuesto
común de la Unión Europea el 1 % o el 1,05 % del producto interior bruto de Europa y
nos extrañamos de que tengamos más dificultades que los EE.UU. a la hora de movilizar
las fuerzas de crecimiento en nuestro continente. Pero los EE.UU. disponen en
Washington de un presupuesto federal que representa en torno al 35 % de su producto
interior bruto.
Señores y señoras:
¿Es verdaderamente tan asombroso que los EE.UU. no sufran en estos momentos una
crisis de confianza en el dólar, a pesar de que su deuda es mayor que las de la mayoría
de los Estados europeos y su déficit fiscal muy superior al de los Estados de la zona euro
y de que en los últimos años varias regiones de los EE.UU. se han declarado en
bancarrota? No, no lo es, pues, al contrario que en Europa, nadie en los EE.UU. duda de
que el país, pese a todas las dificultades económicas y fiscales, seguirá siendo una
federación. Nadie duda de que Minnesota seguirá formando parte de los EE.UU., y ello
aunque en julio de 2011 tuviera que declararse en suspensión de pagos. Ni siquiera bajó
por ello la cotización del dólar, y eso que el peso económico de Minnesota en los EE.UU.
es más o menos comparable al de Grecia en la Unión Europa.
En Maastricht se nos quiso hacer creer que era posible crear una Unión Monetaria y una
nueva moneda sin crear a la vez unos Estados Unidos de Europa. Fue un error, un error
que hemos de corregir ahora si queremos seguir viviendo en una Europa estable y
económicamente próspera. Y es bueno que, entretanto, los jefes de Estado y de
Gobierno de la mayoría de los Estados miembros se hayan percatado de ello. En 2010 se
inició un proceso que culminará en una remodelación completa de la Unión Monetaria
Europea. El Consejo Europeo trabaja estos días en la elaboración de un informe al
Presidente de las instituciones de la UE sobre cuatro nuevas etapas hacia la integración.
•
•
una unión bancaria europea con un mecanismo común de supervisión
bancaria;
una unión fiscal europea dotada, por un lado, de un mecanismo de control
reforzado sobre los presupuestos nacionales y, por otro, de capacidad
financiera propia;
10
•
una unión económica europea que pueda adoptar de forma conjunta
decisiones económicas, fiscales y sociopolíticas más ambiciosas que en el
pasado;
• y, por último, una unión política.
Este proceso ofrece oportunidades pero también entraña riesgos. Ofrece, sin duda, la
oportunidad de poner remedio a lo que se hizo mal en Maastricht en 1991, es decir, de
completar la unión política inacabada. Pero al mismo tiempo corremos el peligro de
limitarnos una vez más a unas cuantas reformas económicas y fiscales, desdibujando la
visión totalizadora de una unión política convincente, fuerte y democrática. Estos días se
observan en algunas capitales ciertas tendencias que son, desde mi punto de vista,
verdaderamente preocupantes.
Permítanme que hable claro: estos tres últimos años se han registrado notables avances
para estabilizar la unión monetaria. El nuevo Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE),
que puede activar hasta 500 mil millones EUR para estabilizar, en su caso, los países de
la zona euro, es un hito histórico. También lo es el pacto fiscal europeo, en virtud del
cual veinticinco Estados europeos se han comprometido a sanear sus finanzas públicas y
a poner a punto mecanismos nacionales que frenen el endeudamiento. La actuación del
Banco Central Europeo tiene asimismo una importancia inestimable para preservar la
estabilidad de nuestra moneda europea. Pero seamos francos: todas estas medidas, sin
duda importantes para luchar contra la crisis, permitirán ganar tiempo pero no pueden
hacer las veces de una estabilización duradera de la vacilante construcción salida de
Maastricht.
Considero especialmente peligroso el hecho de que tanto el MEDE como el pacto fiscal
sean construcciones improvisadas al margen de los Tratados europeos. No fue posible
actuar de otra forma en un contexto de crisis; era imperioso negociar con rapidez. En
una democracia parlamentaria, sin embargo, esta no puede ni debe ser una solución
duradera. En este contexto, las decisiones fundamentales sobre la orientación
económica, financiera y sociopolítica de las políticas en los países de la zona euro
deberán tomarse en el futuro a escala europea. Tales decisiones deben ser objeto a
diario de controles democráticos eficientes que, en mi opinión, no pueden ser llevados a
cabo en el marco de reuniones intergubernamentales de ministros y secretarios de
Estado, bajo la vaga supervisión de diecisiete parlamentos nacionales. Para las
decisiones adoptadas a nivel europeo, el control democrático debe ejercerse también a
nivel europeo. Por ello propugno incorporar a medio plazo tanto el pacto fiscal como el
MEDE a los Tratados Europeos, de forma que queden sometidos al control del
Parlamento Europeo.
No taxation without representation es un principio democrático importante que debemos
tomar muy en serio en el futuro diseño de Europa. Una mayor integración de Europa en
una auténtica unión económica y monetaria requerirá que, en el futuro, las decisiones
más sensibles se adopten a nivel europeo. No podemos dejar que troikas de expertos
financieros independientes tomen estas decisiones. Cuando se impone a Irlanda, en
interés de la urgente y necesaria consolidación de sus finanzas públicas, que, por
primera vez en su historia, se cobren tasas a la población por el servicio de distribución
de agua, tal decisión debe no solo ser correcta en el fondo, sino también estar
democráticamente legitimada por el Parlamento Europeo. Lo mismo se puede aplicar a
las recomendaciones de Bruselas sobre las privatizaciones en Grecia, a la indexación de
los salarios en Luxemburgo o a la separación de los ingresos de las parejas a efectos
fiscales en Alemania, cuestiones que ya fueron objeto de debate este año en el marco
del Semestre Europeo. En mi opinión, el marco en que se debe discutir, de forma
responsable y transparente, la idoneidad de las diferentes orientaciones es el Parlamento
Europeo.
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Todo esto exige reformas de la Unión Europea que exceden de la discusión sobre el
modo de funcionamiento de la unión monetaria. Es necesario profundizar en las bases
políticas y democráticas de la Unión Europea existente. Desgraciadamente, en los
documentos de trabajo que circulan estos días por las capitales europeas, esta cuestión
se aborda solo de pasada, en ocasiones bajo el epígrafe de «Unión política». Pienso que
para no repetir los errores de Maastricht hemos de ser mucho más ambiciosos a este
respecto. Necesitamos una visión clara y decidida para el futuro de nuestro continente,
concretada en una Europa fuerte y democrática, que es mucho más que un gran
mercado y una moneda estable.
En su discurso de septiembre sobre el estado de la Unión, el presidente Barroso hizo un
llamamiento para que en este debate sobre el futuro político de Europa no nos asusten
las palabras ni los conceptos y formulemos nuestras ideas de forma clara y decidida.
Creo que si queremos que los ciudadanos acepten esta visión, es especialmente
importante hablar claro.
Permítanme ilustrar lo dicho con un ejemplo: todos ustedes están acostumbrados a
llamar al ejecutivo de Bruselas «Comisión Europea». Pero piensen cómo les suena ese
término a los ciudadanos. En Bruselas, las decisiones las toman los comisarios, lo que,
para empezar, suena ya a algo tecnocrático y burocrático, no a decisiones políticas
legitimadas democráticamente. ¿Debe extrañarnos que el alcalde de un municipio
bávaro no encuentre atractivas las decisiones de esta «Comisión de la competencia» de
Bruselas? A principios de año, la canciller alemana Angela Merkel propuso transformar la
Comisión Europea en un gobierno europeo. Este cambio de denominación me parece no
solo apropiado sino también impostergable. Hace tiempo que la Comisión Europea dejó
de ser una instancia de expertos y tecnócratas no electos. En la actualidad sus miembros
son nombrados cada cinco años por los miembros del Parlamento Europeo, ellos mismos
elegidos directamente, y su composición es fiel reflejo de los resultados de las elecciones
europeas. Antes de ser designados, los comisarios deben someterse a «audiencias» de
tres horas ante las comisiones correspondientes del Parlamento Europeo. En estas
comparecencias se examinan con lupa sus conocimientos técnicos pero también sus
principios y su orientación política. Y el Parlamento Europeo no vacila en descartar a un
candidato que no reúna méritos suficientes, como puede confirmar Manfred Weber. Si
comparamos este procedimiento con procedimientos similares a nivel nacional, los
miembros de la Comisión Europea acceden a sus cargos a través de un procedimiento
más democrático que los ministros del Gobierno Federal o de los Estados Federados, que
son nombrados sin participación del Parlamento. A ello hay que añadir que numerosos
comisarios, antes de su toma de posesión, han sido elegidos miembros del Parlamento
Europeo. Yo misma he sido elegida cinco veces consecutivas al Parlamento Europeo por
los ciudadanos y ciudadanas de Luxemburgo. Sería deseable que, en el futuro, la
elección previa de los Comisarios Europeos como miembros del Parlamento Europeo se
convierta en la regla. De esta forma se reforzaría la legitimidad democrática del
Gobierno europeo.
Al describir cómo deseamos una Europa unida políticamente, debemos ser tan audaces
como la canciller alemana. Una Europa federal puede adoptar la forma de una
construcción inspirada en el federalismo suizo, de una república federal europea o de
unos Estados Unidos de Europa. Considero, y lo hago después de una profunda reflexión,
que la idea de unos Estados Unidos de Europa es la más apropiada no solo para concitar
un amplio respaldo popular sino también porque describe con exactitud la Unión Europea
a la que aspiramos.
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Una «Europa a la suiza» como visión de futuro no sería, pese a la gran simpatía personal
que siento por la república alpina, una referencia apropiada para la Europa unida. Esta
no será ciertamente un Estado neutral sino un agente político global, por no decir una
potencia a escala mundial. No olvidemos tampoco que en su denominación oficial Suiza
es descrita como confederatio, aunque hace ya tiempo que funciona como un Estado
federal bien consolidado. Una visión suiza de la Europa del futuro, lejos de aclarar la
situación, conduciría a nuevas controversias conceptuales.
En cuanto a una república federal europea, puedo entender que no falten aquí, en
Alemania, seguidores de este modelo. Seguramente la Europa federal del futuro puede
inspirarse en el exitoso federalismo alemán. Permítanme, sin embargo, que como vecina
luxemburguesa formule una objeción: quienes den la impresión de querer configurar el
mundo una vez más a la imagen de Alemania, aunque sea en materia de Derecho
constitucional, se ganarán pocos adeptos en otros Estados de la Unión.
Así pues, solo queda el concepto de «Estados Unidos de Europa». Volvamos, pues, a
Victor Hugo.
«Estados Unidos de Europa»: el objetivo de unificación que encierra este concepto tiene
su reflejo en la tradición pacifista de Victor Hugo, que sirve de inspiración antes y
después de la unificación europea, como nos recuerda la reciente concesión del Premio
Nóbel de la Paz a la Unión Europea. Nuestro continente hace bien en no olvidar las
lecciones de nuestra trágica historia.
«Estados Unidos de Europa»: el plural expresa claramente que no se trata de un Estado
unificado ni de un superestado sino de una construcción federal en la que una suma de
Estados individuales constituye una nueva entidad en la que se preservarán las
peculiaridades y la individualidad de los Estados, como subrayó con acierto Victor Hugo.
Por último, «Estados Unidos de Europa»: esta designación deja patente que aspiramos a
una forma constitucional democrática y federal semejante a la de los EE.UU. pero que
queremos llegar a ella en el contexto específico de la historia europea, de nuestros
valores y de la diversidad específica de nuestro continente. Sí, lo que necesitamos para
Europa es un sistema bicameral como el de los EE.UU. Quizá también necesitemos que
un día el presidente de la Comisión Europea sea elegido directamente, como ha
propuesto el ministro de Economía alemán Wolfgang Schäuble y como ha inscrito
recientemente en su programa el Partido Popular Europeo. En las últimas semanas, la
campaña electoral estadounidense ha puesto una vez más de manifiesto el
impresionante efecto movilizador que puede tener, para todo un continente, el hecho de
optar por un candidato u otro. Tal decisión requiere, sin embargo, una clase política que
sea capaz de y esté dispuesta a entablar un diálogo directo con los ciudadanos incluso
en el más recóndito ayuntamiento del Ohio profundo. En Europa, solo los candidatos que
conozcan varias lenguas tendrán posibilidades en este tipo de campaña electoral directa.
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«Estados Unidos de Europa»; esta denominación nos permite igualmente destacar muy
claramente lo que nos diferencia de los EE.UU. y por qué queremos adoptar en Europa
solo la estructura constitucional, pero no ciertamente cada aspecto de la realidad
constitucional de los EE.UU. En Europa tenemos, como consecuencia de nuestra historia,
una concepción de los valores y los derechos fundamentales a menudo distinta de la de
los EE.UU., como ilustran, sobre todo, nuestro rechazo de la pena de muerte,
consagrado en la Carta de los Derechos Fundamentales, y el mayor énfasis que ponemos
en los derechos fundamentales y la protección de los datos personales. También
concebimos de forma diferente la relación entre mercado y Estado, porque nuestro
objetivo no es una economía de mercado pura y dura sino una economía social de
mercado, aunque bajo la influencia del presidente Obama, los EE.UU. estén
evolucionando en la dirección europea, al menos en el ámbito de la salud. Y
naturalmente, en Europa tenemos una historia totalmente diferente debido a la
diversidad de nuestras culturas y de nuestras lenguas, si bien tampoco hay que olvidar
que hoy en los EE.UU. el 16 % de la población es de legua materna española y que esta
tendencia sigue creciendo.
Señores y señoras:
Me acerco ya al final de mi intervención. Sí, en mi opinión, el concepto de Estados
Unidos de Europa es el más apropiado para superar la crisis actual, pero sobre todo para
subsanar las deficiencias del Tratado de Maastricht. Porque, como democristiana que
soy, no puedo dejar que mi visión de futuro venga dictada por el euroescepticismo
británico. Constato asimismo con interés que, según una encuesta realizada por el diario
Die Welt, el 43 % de los alemanes están ya a favor de los Estados Unidos de Europa, y
eso que aun no se ha abierto el debate. Como punto de partida, no está nada mal.
Naturalmente, soy consciente de que no podremos hacer realidad los Estados Unidos de
Europa de un día para otro. Seguramente necesitaremos nuevos tratados y Alemania
tendrá que modificar su constitución pero, a este respecto, podemos confiar en el
Tribunal Constitucional Federal. Tendremos que responder asimismo a la pregunta de si
todos los Estados de la Unión Europea o solo los Estados del euro se atreverán a seguir
la senda de la futura Europa federal. En este contexto, el Reino Unido está llamado a
desempeñar un papel estratégico decisivo, aunque la posición británica respecto de los
Estados Unidos de Europa fue claramente formulada ya en 1946 por Winston Churchill
en su discurso de Zúrich, : «We will be for, but not with it». La frase resume
perfectamente esta posición, que sigue siendo válida hoy.
Pero pienso, al igual que Victor Hugo, que no tendremos que esperar cuatrocientos años
para hacer realidad los Estados Unidos de Europa. Dos guerras mundiales, sesenta años
de experiencia en la integración europea y la crisis actual han acelerado
considerablemente las cosas. Los economistas Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart
escriben en su libro «Esta vez es distinto», basándose en un análisis detallado de las
crisis financieras de los ocho últimos siglos:
«Bajo la presión de la crisis surgirá una dinámica que aún somos incapaces de imaginar
y que podría culminar en los Estados Unidos de Europa mucho antes de lo que la
mayoría piensa.»
Señores, señoras, estoy convencida de que, en todo caso, los estudiantes aquí presentes
tienen muchas probabilidades de ver hecha realidad la idea de unos Estados Unidos de
Europa.
Les agradezco su atención y espero que mi intervención dé pie a un interesante debate.
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