Actividad 1: El hombre, ser social. El contrato. Señale cuáles de las

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Fco. Javier Maderuelo Muñoz
Actividad 1: El hombre, ser social. El contrato.
Señale cuáles de las siguientes conceptos de la sociabilidad humana pueden
rastrearse en cada uno de los autores recogidos en la unidad.
Sociabilidad convencional.
Sin duda hemos de comenzar por los sofistas, al menos por algunos de ellos.
Al reflexionar sobre la “polis”, uno de los debates a los que dieron lugar estriba
precisamente en determinar si la ciudad misma, sus leyes, su gobierno, etc., son por
naturaleza o fruto únicamente de la convención: ¿”polis” por “physis”? ¿”Physis” o
“nomos”? Como en tantos otros aspectos de su pensamiento, la concepción
aristotélica de la sociedad como natural (del hombre como ser social por naturaleza)
es una reacción contra los sofistas.
La segunda parte del texto de Maquiavelo permite incluirle entre los
convencionalistas si entendemos “fundación de ciudades” como “causa” de
sociedades: su origen se explica desde “necesidades” no naturales (disminuir la
población, defensa de tierras conquistadas, aumentar la propia gloria).
Evidentemente, Thomas Hobbes justifica su aparición en este apartado como
uno de sus grandes teóricos: la sociedad, fruto de un “pacto de renuncia”, aparece
para impedir o, al menos, remediar la “guerra de todos contra todos” a la que nos
conduce nuestra naturaleza.
Con no menos “mérito” que Hobbes ha de aparecer en escena Rousseau,
aunque la causa de la existencia de la sociedad es “marxista antes de Marx”: la
propiedad privada emponzoña lo que era naturalmente bueno, y un “contrato”, no de
renuncia como en Hobbes, ha de poner remedio a una humanidad dañada: la
voluntad general, que tanto inspiró a Kant, hará posible la convivencia entre los
humanos.
“Para vivir seguros y lo mejor posible, los hombres tuvieron que unir
necesariamente sus esfuerzos” de modo que todos pudieran poseer el derecho a
todo que por naturaleza tenían, pero ya no determinado por la fuerza de cada uno,
sino “según el poder y la voluntad de todos a la vez”, dice Spinoza para justificar
aquí su presencia (adelantándose, de paso, a Rousseau en el uso de la idea
“voluntad de todos”).
Quizá con condiciones, pero hay algún sentido en el que John Locke puede
también formar parte de este “club”: el hombre viviría bien en su estado natural,
aislado, independiente, pero carecería de poder para castigar a quien no respetara
su ley; para remediarlo estableció el orden social, el poder civil.
Sociabilidad natural.
Aristóteles ha de ocupar, sin duda, el primer lugar, y no sólo en el orden del
“chronos”, sino también en el del “logos”: su definición del ser humano como “animal
de la “polis”, y las razones que aduce para ello, serán la base teórica para cuantas
“confirmaciones” de su aserto se produzcan en el futuro.
Quizá Tomás de Aquino tan sólo hubo de añadir a la afirmación aristotélica
que las cosas son así porque Dios así, como ser sociable, “pensó al hombre” desde
toda la eternidad.
Kant, aunque sea “partido por la mitad”, admite nuestra sociabilidad
(insociable, desde luego) natural: “el hombre posee una propensión a entrar en
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sociedad, porque en tal estado se siente más como hombre, es decir, siente el
desarrollo de sus disposiciones naturales”. No podemos prescindir del contacto con
los demás hombres, a los que, al mismo tiempo no podemos soportar. ¿El resultado
de esta “argucia de la Providencia”? El progreso, la cultura, la ley, la moral.
Imaginar un “estado de naturaleza” en el que el ser humano viviría solo y
aislado (el “hombre rousseauniano”) no es, para John Stuart Mill, más que una
fabulación teórica, sin correlato en la realidad: el hombre vive naturalmente en
sociedad: es su deseo y su necesidad.
“El trabajo hace al hombre”, piensa Marx, pero el trabajo es una actividad
social: si el hombre “es” en el trabajo y éste es social, el hombre solamente “es”
cuando “es en sociedad”: en este ámbito se aliena, en este ámbito ha de producirse
su liberación.
Algo, por lo demás, que le parece evidente a D. Miguel de Unamuno: el
“hecho” es la sociedad, el vivir con otros; en ello reside el comienzo de lo
específicamente humano: la razón.
Más matizada quizá que en Unamuno, quizá excesivamente matizada, ésta
es la idea de Ortega y Gasset: lo primero, porque sin ello no habría posibilidad de
ninguna otra cosa, pacto incluido, es la convivencia, el vivir con otros seres
humanos; paradójicamente, este convivir nos despersonaliza, nos hace inhumanos,
pero en ello consistimos, ello es nuestra “segunda naturaleza”. Kant lo dijo antes y
con más gracia: somos insocialmente sociables.
Sociabilidad como decisión divina.
Hace aquí su aparición el Platón habituado a resolver dificultades teóricas
contando “cuentos” (de hombres prisioneros en una caverna, de caballos dóciles y
caballos díscolos) o recurriendo a “cuentos” ya contados: la orfandad, la indefensión
original de los hombres sólo podía encontrar remedio en la unión, en la sociedad,
pero éstas no podían originarse en los propios hombres, incapaces de formular sus
fundamentos. Un Zeus a fin de cuentas apiadado intervino (mediante intermediarios,
claro) decisivamente para remediar la situación.
Solamente en un sentido indirecto (“retorcido” sería más preciso) podría
figurar aquí San Agustín: para él, evidentemente, el destino último del hombre es
personal, de cada hombre. Pero este destino se alcanza, o no, durante una vida en
la que el hombre termina enrolándose en una de las “dos ciudades” existentes.
Prescindiendo de disquisiciones teológicas, podríamos decir que la “ciudad” (una de
las dos) es, por decisión divina, el marco en el que el ser humano se juega la
eternidad.
Se cierra este apartado con John Locke: Dios decidió hacer del hombre una
criatura social, proporcionándole los instrumentos necesarios para ello: la razón y el
lenguaje.
La indefensión humana obliga a la vida en sociedad.
Comenzaba el apartado anterior con Platón y a él debemos retornar: al fin y
al cabo, es la paupérrima situación humana, expuesta a todos los peligros, la que
“hace recapacitar” a Zeus y le determina a dotar al hombre del sentido moral y la
justicia, únicos cimientos sobre los que puede asentarse la ciudad.
Hay en Tomás de Aquino elementos bastantes para que su mención aquí
no resulte injustificada: tal como Dios hizo al hombre, éste es por sí mismo
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insuficiente para afrontar con alguna garantía su vida: la razón y el apoyo de los
demás, que amplían su conocimiento y sus recursos materiales, le permiten suplir
esas carencias y aspirar a algo “más que humano”, a un destino sobrenatural.
La misma conciencia de fragilidad del hombre aislado encontramos en Ibn
Khaldûn: “Un hombre solo no puede subvenir a todas sus necesidades”. Se impone,
por tanto, la unión de sus esfuerzos con los de sus semejantes. Solamente hay
humanidad si hay sociedad.
Con licencia excesiva, quizá, dividí antes el texto de Maquiavelo, empleando
solamente su parte final. Es el momento de usar el comienzo para ver cómo en él
queda reflejado que el origen de las ciudades obedece al hecho de que los hombres
dispersos “no se sienten seguros… de modo que, para huir de estos peligros, por
propia iniciativa o convencidos por alguno que tenga entre ellos mayor autoridad, se
reúnen para habitar juntos en un lugar elegido por ellos, donde la vida sea más
cómoda y la defensa más fácil”.
La “indefensión” que haría incluir aquí a Spinoza tiene un carácter peculiar:
no se trata tanto de la incapacidad, estando aislados, para sobrevivir (en el mismo
sentido que lo hacen los animales), sino para sobrevivir como humanos, es decir,
como seres racionales; para esto se necesita ocio (ya lo había visto así Aristóteles),
y éste sólo puede producirse como “excedente” de la unión con los demás para
satisfacer las necesidades primarias. Podríamos hablar de una “indefensión
intelectual”.
La mirada de Rousseau sobre el “hombre en estado de naturaleza” ilumina,
sobre todo, su fragilidad, su “pobreza” individual, solamente remediada en la unión
con otros “indigentes”.
El lenguaje como clave de la sociabilidad.
Aquí ya no hablamos del origen, sino de lo que sustenta a la sociedad
humana una vez constituida. Que ese cimiento es el lenguaje es una idea común a
Platón y Aristóteles: ambos piensan que somos sociales (y no meramente
gregarios) porque somos “loquentes”. Locke lo ratificará afirmando que el lenguaje
es “el instrumento y vínculo común con la sociedad”.
La razón como clave de la sociabilidad.
Si, como suele hacerse, traducimos “logos” como razón, no como palabra,
entonces tendríamos que afirmar que es Aristóteles el primero en advertir que la
racionalidad, la inteligencia discursiva humana es la clave de su sociabilidad. Lo
mismo habría que afirmar de Locke, quien afirma que Dios nos dotó de inteligencia
para hacer posible nuestra forzosa (pues Él mismo nos obligó) entrada en sociedad.
Y Hume, para quien el hombre es “un ser sociable, no menos que racional”, cerraría
esta relación, pues de sus palabras se deduce que racionalidad es sociabilidad.
Epicteto no hace residir en la razón la sociabilidad, pero sí afirma que ésta,
entendida como algo más que un mero “estar juntos”, es su fruto.
Rivalidad como parte de la naturaleza humana.
Sin “ciencia política”, sin sentido de la justicia y la moralidad, los hombres se
atacan unos a otros, por lo que Zeus decide intervenir para evitar nuestra
destrucción, cuenta Platón. Interpretado en términos “cristianos”, diríamos que
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abandonados a nuestra naturaleza agonística, pereceríamos, por lo que
necesitamos de una sobrenaturalaza que nos salve. Hobbes resume en la expresión
“guerra de todos contra todos” la situación que sería la lógica consecuencia de
nuestra más profunda naturaleza: envidiosos de cuanto otro tiene, procuraríamos
arrebatárselo por cualquier procedimiento, lo que acabaría con nosotros. De ahí la
necesidad de un pacto, de un contrato que antes he calificado como de “renuncia” (a
esa naturaleza belicosa). Quizá sea Kant quien con más elegancia y profundidad
alude a este rasgo de nuestra naturaleza: somos insocialmente sociables. Dotados
por la naturaleza (otras veces la llama Providencia) de distintas disposiciones
naturales, los hombres las utilizamos para combatirnos, para emularnos, para vencer
a otros y destacar, sabiendo, por otro lado, que ellos harán lo mismo. Mientras tanto,
la naturaleza (o Providencia) esboza una gran sonrisa al contemplar cómo nosotros,
ignorantes de sus propósitos, los cumplimos ciegamente, pues esa rivalidad, esa
“insociable sociabilidad” es la que nos hace alcanzar los fines que ella misma ha
prescrito para nosotros.
Razón como origen de la sociedad.
En sus Meditaciones, Marco Aurelio manifiesta su convencimiento de que
hay pruebas suficientes para pensar que vivir en sociedad es el bien propio de los
seres racionales; separados ocasionalmente por rencillas, nuestra condición racional
nos lleva de nuevo a reunirnos.
¿Cómo una persona que, según Kant, es un “fin en sí misma”, puede reunirse
con otros y actuar en ese escenario que es la sociedad? Rawls, en un primer
momento, piensa, como tantos otros, que ese escenario es conflictivo, pues en él se
“representan” intereses contrapuestos. Sin embargo, él mismo describe la sociedad
como una “empresa cooperativa encaminada al beneficio mutuo”. Conciliar ambas
perspectivas es, por tanto, la tarea necesaria. Rawls cree que limar los conflictos
sólo puede hacerse desde unos principios de “justicia” comúnmente aceptados, pero
no por un pacto (entendido al modo tradicional), sino desde el logro de un punto de
partida: la discusión racional. La sociedad sólo será beneficiosa para los humanos si
es justa, y sólo será justa si es racional. La racionalidad, pues, “crea” sociedad
humana (debe crearla, sería más justo decir).
Desde otro punto de vista se acerca Salvador Giner a este problema. Según
él, el ser humano es posterior a la aparición del modo de vida gregario (más que
social), característico de algunos animales, en su mayoría mamíferos. Sin embargo,
el peculiar animal que es el ser humano ha llevado ese modo de vida a una
dimensión distinta y superior a la que se encuentra en cualquier otro grupo animal.
Esta peculiaridad, originada en su “inacabamiento biológico”, en su carencia de
“especialización”, es la razón, la inteligencia, que impulsa al ser humano más allá de
su naturaleza, transformando la “manada” en sociedad y la vida instintiva en cultura.
Razón como resultado de la sociedad.
Forzando, quizá excesivamente, el sentido de la expresión contenida en La
Ideología alemana –“no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que
determina la conciencia”- , podríamos proponer a Marx como representante de esta
opinión. La vida humana es trabajo, actividad socialmente realizada: ahí
encontramos al ser humano, o a su despojos (el ser humano “fuera de sí”). A este
despojamiento contribuye decisivamente la razón, que fabrica cuantas “ideologías”
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sean necesarias para que el hombre así alienado identifique la realidad con lo que
ellas dicen que es la realidad, aceptando mansamente las condiciones vitales
(materiales, jurídicas, culturales, religiosas, etc.) que esta realidad falsificada le
impone. Una sociedad alienada produce y reproduce una razón alienada también.
Para no dejar solo a Marx en este apartado y porque, además, es justo
incluirle en él, hago comparecer a D. Miguel de Unamuno. Según pensaba, el
hombre es siempre un “ser con otros hombres”, nunca un ser aislado. De ahí deduce
que la sociedad es previa a la razón y, por tanto, su origen, su productora.
Justicia y moralidad como clave para hablar de sociedad.
Platón, en el cuento antes aludido, hace que Zeus envíe a Hermes para
proporcionar a los hombres, antes de que desaparezcan, “el sentido moral y la
justicia, para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad”.
También Aristóteles, en su conocidísimo texto de la Política, justifica la
sociabilidad natural del ser humano en el hecho de poseer un lenguaje (sermo, no
meramente vox como los animales), una palabra mediante la cual puede “manifestar
lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a
los demás animales, el tener, él solo, el sentido del bien y del mal (…) y la
comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad”.
Por último, ha de mencionarse a Epicteto. El texto de las Máximas que se
cita en los materiales es todo él una ejemplificación de cómo y por qué hay sociedad
cuando la justicia y la moralidad son los fundamentos en los que ella se sustenta.
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