El análisis conductista del pensamiento humano

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acta comportamentalia
Vol. 20, Monográfico pp. 49-68
El análisis conductista del pensamiento humano
(The behavioral analysis of human thinking)
Ricardo Pérez-Almonacid1
Universidad Veracruzana-CEICAH
(México)
(Invited article)
El estudio del pensamiento ha sido una labor constitutiva de la psicología desde sus inicios como empresa
científica (cf. Humphrey, 1973). Cualquier enfoque psicológico debe dar cuenta de forma suficiente sobre
los fenómenos que se han cubierto bajo ese término; o bien, por lo menos explicitar las razones por las cuales
no tendría sentido dar cuenta de ellos o excluir un fenómeno de los límites de su dominio.
El objetivo con el presente documento es revisar el estado actual del estudio del pensamiento desde
la tradición conductual en psicología, haciendo especial énfasis en el Análisis de la Conducta (AC) y los
sistemas allegados. Es un lugar común el hecho de que el AC ha estado rezagado (Marr, 1984; Overskeid, 2000; Crone-Todd, 2011) en el estudio de los llamados procesos psicológicos superiores, dándole
prioridad a la comprensión de los procesos de condicionamiento animal. Sin embargo, ha habido un interés
renovado en las últimas décadas sobre este particular, dando lugar a controversias conceptuales interesantes
y a paradigmas experimentales novedosos que pretenden ganarse un lugar dentro de las discusiones científicas en el área. Se considerarán las discusiones, sus avances y sus problemas, señalando cómo podría ser
una alternativa al análisis del pensamiento dentro de esta tradición. La propuesta surge de la convicción
de que es posible un análisis conductista del pensamiento, no necesariamente basado en la teoría del condicionamiento, clásico u operante, como tradicionalmente se asumiría, que tenga en cuenta los aspectos que
cualifican a tal fenómeno, recuperados por otras tradiciones en psicología.
Pensamiento y lenguaje ordinario
Una aproximación psicológica centrada en el análisis de relaciones funcionales entre la actividad de los
organismos y eventos ambientales (cf. Watson, 1913; Skinner, 1938; Kantor, 1924, entre otros) define su
objeto de estudio no a partir de la geografía lógica de los términos del lenguaje ordinario (Ryle, 1949/2005),
sino como tipificación de tales relaciones funcionales. Esto conduce a la conveniencia de delimitar el fenómeno de interés más allá de su coincidencia o no con un término del lenguaje ordinario. Al hacer eso, se
pueden hacer coincidir tipos de relaciones funcionales muy distintas con el mismo término pensamiento,
o bien, puede resultar que un mismo tipo de relación funcional podría ser descrita en el lenguaje ordinario
como pensamiento, o como memoria, o como razonamiento, etc. De este modo, una primera precaución que
asumimos es identificar el tipo de fenómenos que nos interesa caracterizar. En particular, interesarán para
este análisis aquellos procesos de los que tenemos evidencia sólo en humanos, posibilitados por el lenguaje
y que se han asociado con sus logros más complejos y exclusivos, como por ejemplo muchos casos del teorizar, de la demostración formal y la producción de nuevos sistemas conceptuales. Por conveniencia se hará
1) Dirigir correspondencia al correo: [email protected]
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referencia a ese campo de fenómenos como casos de conducta humana compleja. Su delimitación obedece
a que representa el punto de referencia para evaluar el grado de madurez que ha alcanzado el conductismo
y en particular el AC en la explicación de la conducta humana, y por ser el campo en el que es evidente el
mayor contraste con los desarrollos de otras aproximaciones en psicología, como la psicología cognoscitiva
(vgr. Holyoak & Morrison, 2005; Adler & Rips, 2008).
El conductismo y el estudio de la conducta humana compleja
El conductismo surgió como una alternativa a la psicología experimental centrada en el análisis de la conciencia y en su lugar propuso a la conducta en sí misma, en tanto actividad, como el objeto de estudio psicológico
(cf. Watson, 1913a). La actividad de interés sería la que se establece en función de eventos durante la ontogenia
animal, de modo que así se establecía una distinción clara con la actividad que le interesaba al fisiólogo. La
posibilidad de encontrar orden en estas relaciones funcionales se expresó como la búsqueda de la predicción y
el control del comportamiento: “En un sistema psicológico completamente elaborado, dada la respuesta pueden
predecirse los estímulos; dados los estímulos puede predecirse la respuesta” (Watson, 1913a, p. 167).
El rango de fenómenos que se incluían en este proyecto era vasto aunque muchos estaban en el límite de las preguntas fisiológicas y por tanto, no era de extrañar que el modelo adoptado fuera tácitamente
el de éstas (Kantor, 1969). La puesta en marcha del proyecto y su consolidación consistió en sistematizar
y desarrollar esas líneas de trabajo, lo cual implicó dos cosas: por un lado, la confirmación de que era un
proyecto plausible y prometedor, pero por otro, el surgimiento de críticas y reservas sobre su alcance en la
explicación del comportamiento humano que parecía no adecuarse al tipo de fenómenos más representativos
de su interés.
En cualquier caso, la producción teórica y experimental sobre la conducta humana compleja en la
tradición conductista no ha sido ingente (Marr, 1984; Tonneau, 2001a; Schlinger, 2004; Overskeid, 2000;
Crone-Todd, 2011). Las principales aportaciones no prosperaron en sentido estricto, aunque de una u otra
forma los desarrollos posteriores las implicaron, como es el caso del trabajo experimental de Hull (1920)
sobre formación de conceptos. Respecto a los escasos desarrollos conceptuales, el trabajo de Watson (1913a;
1913b; 1919; 1920; 1924a; 1924b) ilustra un caso en el que la historia desdibujó el detalle de las reflexiones
y hoy en día se presentan con una simplificación irrisoria. Por ejemplo, es común que se presente la concepción watsoniana del pensamiento simplemente como actividad laríngea (v.gr. Powell, Symbaluk & Honey,
2009), cuando una revisión cuidadosa de su obra indica que llegó a plantear la conducta compleja como una
organización del comportamiento basado en tres tipos de respuestas (kinestésicas, viscerales y verbales-que
no vocales), con dominancia de estas últimas, según una relación de sustitución de estímulos y respuestas.
El proyecto conductista era variopinto: el watsoniano, sin dudas, fue el más promocionado y es el de
mayor repercusión histórica, pero por la época surgieron otros de mayor o menor envergadura, como el de
Holt (1915a; 1915b), el de Weiss (1925) y el de Kantor (1924). Todos estos estaban de acuerdo en que el foco
de análisis sería la conducta, ampliamente concebida, pero rechazaron el modelo fisiologicista que se leía en
Watson, en el que la conducta podía equiparse finalmente a respuestas más o menos complejas, linealmente
causadas. En consecuencia, propusieron modelos molares de la conducta, enfatizando que ésta era fundamentalmente una relación u organización de relaciones e incluían recursos conceptuales adicionales para
cubrir mejor varios aspectos de la conducta humana (v.gr. las respuestas biosociales de Weiss, las funciones
estimulativas institucionales de Kantor, y la conducta moral de Holt, por citar algunos).
El desarrollo del conductismo privilegió algunos enfoques más que otros, que descendían directa
o indirectamente de los anteriores pero finalmente fue el sistema de Skinner (1938) el que llegó a ser dominante desde la década de los cuarenta. En adelante, para muchas generaciones ser conductista significó
ser skinneriano, y cualquier intento de abordaje psicológico desde esa filosofía significaba enmarcar los
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problemas desde las categorías de las contingencias de reforzamiento y castigo. Pero el conductismo como
filosofía ampara a muchas modalidades científicas, y por tanto, es legítimo pensar un proyecto conductista
para estudiar la conducta humana compleja desde categorías no-skinnerianas, si es que éstas llegan a valorarse como no suficientes o adecuadas.
El Análisis de la Conducta y el estudio
de la conducta humana compleja
El AC es la disciplina impulsada por B.F. Skinner y que aún vincula la mayoría de los esfuerzos de la comunidad conductista. Dado que Skinner presentó en su obra el vocablo pensamiento, seremos fieles entonces a
su uso, aunque como se verá, no en todos se coincida con lo que se acotó como conducta humana compleja
previamente.
Skinner (1957) insistió en que el pensamiento es conducta sin importar su carácter verbal o no verbal,
encubierto o no encubierto, considerando que esta última distinción sería accesoria. No obstante, el autor
afirmó en otro lugar y posteriormente (Skinner, 1974/1977), que el pensamiento correspondía al caso de
solución encubierta de problemas: “El caso encubierto, al cual se le puede aplicar mejor el término “pensamiento”, no goza de especiales ventajas como no sean la rapidez y la confidencia” (p. 107). Además, aunque
haya afirmado que podría ser verbal o no verbal, terminó afirmando que la conducta de pensar sería un tipo
de respuesta que tactaría las contingencias complejas y al hacerlo, ubicó al pensar como conducta verbal.
El principal aporte skinneriano a este asunto es el concepto de conducta gobernada por reglas (Skinner, 1969/1979, cap. 6). Según el autor, esta conducta está controlada por estímulos antecedentes de carácter
verbal y no por sus consecuencias, los cuales señalan la ocasión para el reforzamiento, por lo que funcionan
como estímulos discriminativos verbales; a éstos Skinner los denominó reglas. El autor afirmó que tales
reglas son construidas como resultado de una exposición variada a situaciones donde se presenta una regularidad, de forma que el individuo construye la regla que a su vez afecta su conducta subsiguiente.
Tal como Skinner propone la construcción, se trata de un proceso de control de estímulos con el elemento adicional de requerir respuestas verbales. Esto se articula con la propuesta esbozada en 1957 de definir el pensamiento como tacto complejo, pues el tactar complejo estaría definido como la respuesta verbal
ante propiedades complejas del mundo; es decir, ante las situaciones variadas que presentan una regularidad,
lo que se relaciona entonces con la construcción de la regla. Tal respuesta se trataría de una operante pero
sus variables de control son diferentes de la consecuencia; en específico, es el estímulo antecedente el que
resulta crítico para su control aunque tal respuesta se haya adquirido por sus consecuencias, que a su vez
podrían ser demoradas. De este modo, entonces, este tipo de conducta gobernada por reglas se diferenciaría
de la moldeada por contingencias por la fuente de control, aunque tal distinción implicaría modificar la definición original de operante (cf. Skinner, 1938).
La distinción entre ambos tipos de conductas es problemática, pues el autor reconoce que en últimas todo comportamiento está determinado por consecuencias (Skinner (1969/1979, 119; 121). Además
no distingue funcionalmente el seguimiento de una indicación no construida por el individuo, de aquel
seguimiento de una indicación sí construida; ni elabora lo que significa construir o formular una regla, más
allá de afirmar que es un procedimiento discriminativo ante contingencias “complejas u oscuras” (Skinner,
1969/ 1979, p. 118). Tampoco es claro si finalmente el pensamiento es el tactar complejo, asociado con la
formulación de reglas, el seguimiento de reglas o ambos.
Respecto a la conducta humana implicada en la solución de problemas asociada con lo que se llama razonar, Skinner (1974/1977) afirmó: “razonar sobre un problema supone examinar las contingencias
problemáticas más que alterarlas meramente mediante procedimientos ya establecidos de solución de problemas” (p. 122), pero no aclaró qué es examinar, conductualmente. Así mismo, hizo referencia al logro
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intelectual de Newton, quien reconocía y conjeturaba sobre problemas novedosos que no siempre terminaba
por probar. Skinner argumenta, que tal logro no está producido por una formulación matemática o lógica
sino que aquél precede a ésta. El autor afirma: “la etapa intuitiva inicial que corresponde al conductista, es
mucho más refractaria. No hay nada que hacer con esto realmente; es un campo muy difícil. Sin embargo,
reconocer su naturaleza es ya un primer paso” (p. 126). Y en el resumen de su libro afirma: “Nadie puede dar
una explicación adecuada de gran parte del pensamiento humano. Después de todo, tal vez éste sea el tema
más complejo que jamás se haya sometido a análisis” (p. 202).
El concepto de conducta gobernada por reglas abrió paso a una serie de estudios relacionados con
seguimiento de instrucciones y la distinción entre conducta gobernada por reglas y moldeada por contingencias (p.ej. Kaufman, Baron y Kopp, 1966; Galizio, 1979; Matthews, Shimoff, Catania y Sagvolden, 1977;
Shimoff, Catania & Matthews, 1981) pero no sobre formulación de reglas, que sería una aproximación al
tipo de conducta humana compleja de interés en este documento.
El problema central del abordaje del AC a la conducta humana
compleja
Un problema central en el tratamiento skinneriano de las relaciones verbales es tratarlas como cualitativamente idénticas a las no verbales pero implicando una diferencia en cualidad (para un análisis detallado,
Pérez-Almonacid y Quiroga, 2010). El asunto tiene su trasfondo en los supuestos mismos sobre los que se
erigió el conductismo, como lo revela la formulación watsoniana de la sustitución de objetos por palabras
(Watson, 1924a), según la cual el individuo responde a la palabra “mesa” como si fuera una mesa, porque
ambos eventos estimulativos se han asociado. En ese sentido, “mesa” se constituye en objeto estimulativo
en cuyo lugar pudo haberse establecido otro con el que se pretendiera una equivalencia con aquel objeto. De
acá que el asunto de la equivalencia funcional se ha posicionado como un tema obligado para el estudio de
la relaciones verbales (cf. Hull, 1939; Sidman y Tailby, 1982; Tonneau, 2001a). Skinner (1957) critica esa
concepción señalando que ante la palabra “zorro” no nos comportamos como si tuviéramos un zorro en frente, y afirma: “Sólo cuando los conceptos de estímulo y respuesta se usan de forma muy ligera, el principio
de condicionamiento sirve como un prototipo biológico de la simbolización” (p.87).
Pavlov (1951, como se cita en Vygotsky 1931/1997) hizo un señalamiento semejante respecto a la
distinción entre las relaciones condicionadas y las que implicaban palabras:
Para el hombre, la palabra es el mismo estímulo real condicionado como todos los demás que tiene
en común con los animales, pero al mismo tiempo, más que cualquier otro estímulo, abarca tantas
cosas que no puede ser comparado en este aspecto, ni cuantitativa ni cualitativamente con los estímulos condicionados para los animales (p.37).
No obstante, el sistema conductista no tenía lugar para relaciones cualitativamente distintas a las de condicionamiento. Lovejoy (1922) lo resaltó de esta forma, en el contexto de una discusión con Watson al
respecto:
La categoría “tratar sobre”, la concepción de “referencia a”, no tiene un lugar legítimo en el sistema
conductista. No es una relación definible en términos físicos; y todas las relaciones no definibles en
términos físicos son (reconocidamente) excluidas del universo del conductista” (p.144).
El sistema conductista cubre relativamente bien la explicación de relaciones asociativas o condicionales
entre eventos de estímulos basados en sus propiedades físico-químicas como la intensidad, el tamaño, la
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frecuencia, etc., que pueden contactarse con sistemas reactivos igualmente físico-químicos (Kantor, 1924;
Ribes y López, 1985). Sin embargo, las relaciones a las que se refiere Lovejoy (1922) trascienden a la potencia reactiva de estos sistemas.
El tratamiento de Skinner (1957) de la conducta verbal incurrió inevitablemente en este asunto pero
no se resolvió de forma satisfactoria. Según él, en lugar de que la palabra funcione como un estímulo condicional, funciona como un estímulo discriminativo, asunto que desarrollaría luego cuando intentó abordar
la conducta del escucha en la forma de conducta gobernada por reglas. Sin embargo, le añadió la función
de “especificar” la contingencia (Skinner 1969/1979, p.138), lo cual supone atender a su contenido, y su
sistema teórico no sustenta eso.
La forma en la que Skinner (1957) intentó resolver la definición de lo propio de la conducta verbal
restringiendo la mediación del escucha a casos en donde su respuesta haya sido condicionada para reforzar
la conducta del hablante (p.225), pero esto lleva al absurdo de afirmar que la conducta verbal es aquella
reforzada por una persona cuya respuesta fue condicionada para reforzar la conducta verbal. Además, tardíamente (cf. Skinner, 1986, p.121), precisó que la conducta verbal es la que refuerza otra persona cuando
ésta se comporta en una forma moldeada y mantenida por un ambiente verbal o lenguaje. Es decir, que la
diferencia estaría dada por la cualidad del ambiente, pero no especificó qué implicaba esa cualidad, o que
diferencias (porque tendría que haberlas para haberlo introducido como precisión) representaba en términos
del tipo de conducta resultante por su acción.
Quizás el ejemplo más claro del problema de tratar las relaciones verbales como del mismo tipo de
las no verbales, se evidencia cuando Skinner (1957) plantea las respuestas a la “conducta cubierta” como
una modalidad de tacto. En extenso:
En la medida en que la conducta cubierta sigue estimulando al individuo, como debe hacerlo si
lo refuerza, puede controlar otra conducta. Cuando esta última es verbal y en la forma de tactos,
decimos que el hablante está “describiendo” su propia conducta cubierta. La comunidad verbal
establece muchas respuestas semejantes-a menudo, como respuesta a preguntas como: “¿En qué
estás pensando? (p.142)
Pero el autor previamente había caracterizado al tacto como operante verbal bajo el control de objetos o
eventos particulares o sus propiedades, que conforman “el conjunto del ambiente físico-el mundo de cosas y
eventos, que se dice, es “sobre las cuales habla” el hablante” (p.81). Así, el individuo no podría decir en qué
está pensando, o qué se está diciendo, sino sólo tactar las palabras que está diciéndose en tanto eventos del
ambiente físico. Las palabras en este abordaje serían del mismo tipo de estimulación que una silla, un color,
o variedades “extendidas”, pero no aborda a la palabra u oraciones como unidades funcionales convencionales, y por tanto, sólo serían definibles a partir de sus propiedades físicas.
Este hecho ha sido reconocido por varios autores conductistas. Por ejemplo, Hayes y Hayes (1992)
controvierten la idea de que una palabra funja como estímulo discriminativo para un oyente porque no se hace
frente a la palabra “perro” igual que ante el perro. El asunto lo elabora con mucha claridad Schlinger (1993),
para quien es necesario distinguir entre estímulos discriminativos de los estímulos alteradores de funciones,
entre los cuales se encuentran los verbales. El argumento es sencillo: si un estímulo verbal es discriminativo,
entonces debe ser idéntico funcionalmente a los discriminativos no verbales y en efecto, eso es precisamente lo
que no ocurre. Por ejemplo, la expresión “cuando suene la campana, levántese”, no cualifica como discriminativo porque no señala la ocasión de reforzamiento; en cambio, el sonido de la campana sí.
Lo anterior sugiere que las categorías skinnerianas tradicionales no han sido suficientes para tratar
con las relaciones verbales. El paradigma de base sustentado en el modelo del condicionamiento impone que
sean vistas sólo respecto a lo que comparten con las relaciones no verbales, es decir, como relaciones que
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incluyen estímulos señales (cf. Pavlov, 1927), respuestas discretas y recurrentes, y consecuencias reforzantes y punitivas (para una crítica al paradigma y su relación con el lenguaje, véase Ribes, 1999). Es decir, se
estaría dando cuenta sólo de las propiedades condicionables de la conducta verbal.
Pero, ¿pueden ser las relaciones asociativas suficientes para dar cuenta de las relaciones verbales?
Veámoslo.
Las relaciones de condicionamiento están basadas en relaciones tipo señal (cf. Pavlov, 1927; Skinner, 1938) en las que a partir de una asociación consistente o contingencia entre eventos de estímulo y/o
de respuesta, se organiza la actividad individual. Esta relaciones asociativas tipo señal son muy sensibles a
variables temporales y pueden establecerse en intervalos de tiempos de distinta duración (v.gr. Rescorla y
Cunningham, 1979; Keenan & Watt, 1990) siempre y cuando no se pierda la eficacia funcional del estímulo
señal (condicional o discriminativo). A estas relaciones de condicionalidad entre eventos establecidas en
función de parámetros espacio-temporales, Ribes (1997) las denomina contingencias de ocurrencia: si A
ocurre ahora B sucederá después, por ejemplo. La consistencia en esta presentación o asociación entre A y
B permite que se responda ante A en términos de la ocurrencia de B, o lo mismo, que A señale la ocurrencia
de B. Lo interesante conductualmente es que a partir de tales condicionalidades, emergen contingencias de
función, pues la función estimulativa de A ahora depende de la función estimulativa de B (por ejemplo, ser
señal apetitiva).
Una gran parte de la conducta de los organismos se organiza en función de tales contingencias, ya sea
que el establecimiento de la contingencia de ocurrencia no dependa (condicionamiento clásico) o sí (condicionamiento operante) de la actividad del organismo. Considerar este paradigma para abordar la conducta
verbal y toda la conducta compleja humana implica considerar a éstas como relaciones tipo señal; y aunque
en muchos casos esto puede ser cierto y relevante, ya se ha señalado que fracasa como modelo para explicar
todas las propiedades de la conducta verbal (cf. Lovejoy 1922; Pavlov, 1951, como se cita en Vygostky,
1931/1997; Hayes y Hayes, 1992).
Teóricos de diferentes épocas y latitudes han llamado la atención sobre este hecho y han sido críticos
con la insistencia conductual de extender forzosamente ese esquema para dar cuenta de la conducta humana
compleja (Vygotstky, 1931/1997; White, 1940; Deacon, 1997, para nombrar sólo algunos). Por ejemplo,
Vygotsky (1931/1997) señala: “El habla fue comparada en su rol en el experimento psicológico con los
estímulos sensoriales ordinarios y esencialmente la ubicó en el mismo lugar que ellos” (p.35). Y luego afirma: “…[el método conductual] es insuficiente para el estudio de las funciones superiores, inadecuado a su
naturaleza, dado que las captura sólo en lo que tienen en común con procesos inferiores pero no su cualidad
específica” (p.37). Lo propio de esos procesos inferiores es la relación de señalización: “La señalización modificable que resulta de la formación de conexiones temporales, condicionales, especiales entre el organismo
y el ambiente, es un prerrequisito indispensable de la actividad superior que llamamos arbitrariamente como
significación, y está en su base” (p.55).
Vygostky precisa cómo concibe la relación entre los “procesos inferiores” y los “procesos superiores”: …”de la premisa correcta “todo depende del reflejo” se alcanza una conclusión errónea: “todo es reflejo”” (p.66). Posteriormente propone que los procesos elementales están subordinados a los superiores y por
eso muchos científicos se dedican a estudiarlos como su tarea básica en el estudio de la conducta compleja
(p.81).
Deacon (1997) ofrece ideas semejantes al respecto y que pueden ser útiles para precisar cuál es la
particularidad de los “procesos superiores”, como diferentes a los del condicionamiento. Según el autor, la
particularidad de las relaciones lingüísticas es su arbitrariedad y su convencionalidad (p.59), y por tanto
deben verse “no sólo como sonidos, configuraciones de tinta en un papel o luz en la pantalla de un computador” (p62). Basado en el trabajo de Pierce (1978), el autor resalta tres tipos de relaciones entre un signo,
que por conveniencia entenderemos como un segmento estimulativo, y un objeto. La primera está definida
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por la semejanza morfológica entre signo y objeto, y en la que el primero es un ícono; la segunda se define
por la asociación física o temporal entre ambos, siendo el signo visto como índice; y la tercera basada en la
convención o acuerdo social, en la que el signo se considera símbolo. En cualquier caso, que un signo cumpla con una u otra función depende de cómo se responde a él, por lo que no se puede hablar de un símbolo
o un índice en sí mismo.
El carácter jerárquico de estos tres tipos de “procesos conductuales”, si se asume que se habla de
relaciones funcionales, se concreta en el hecho de que la relación simbólica se fundamenta en relaciones
entre señales, y éstas a su vez en relaciones entre íconos (p.83). El establecimiento de relaciones simbólicas
comienza con el de correlaciones espacio-temporales pero una vez logrado aquello, las relaciones entre
palabras distan de ser asociativas o basadas en la correlación. Las relaciones simbólicas se organizan en
sistemas de relaciones convencionales; de hecho, es a partir del sistema que se adquiere la auténtica función
simbólica.
Desde este punto de vista, lo que cualificaría a la conducta humana compleja sería su constitución
como organización de relaciones simbólicas basadas en la convención. Esto mismo respaldaría la idea de
una diferencia en cualidad de la conducta humana respecto a la animal (cf. White, 1940) aunque compartan
otros principios más básicos como los de condicionamiento, que son aquellos a los que la tradición conductista ha prestado todo su esfuerzo y atención. La tesis que se sostiene es que es posible y necesario un
proyecto conductista para el estudio científico de la conducta humana compleja, que incorpore dentro de su
agenda el estudio sistemático de relaciones simbólicas basadas en la convención.
La insistencia conductista para tratar las relaciones verbales como asociativas refleja una dominancia
categorial de un sistema de conceptos que se estableció para describir unos hechos asociativos, pero también
se debe al principio de simplicidad según el cual la mejor estrategia científica es agotar los principios más
básicos y generales para cubrir la mayor cantidad de fenómenos (Skinner, 1953). Esto es legítimo siempre
y cuando no se sacrifique la sensibilidad de las categorías respecto las propiedades relevantes de lo que
pretende describir. Además, el principio se aplica al supuesto de la continuidad conductual entre especies
con toda justeza, pero también es defendible la existencia de diferencias conductuales entre las mismas y la
necesidad de nuevos principios sin excluir lo primero (véase un argumento detallado en Pérez-Almonacid
y Peña, 2011).
La respuesta post-skinneriana al desafío de las relaciones verbales y
la conducta humana compleja
Sidman y Tailby (1982), inauguraron una nueva vía de indagación de los procesos verbales y complejos,
añadiendo dos conceptos: emergencia de relaciones y clases de estímulos equivalentes. No es lugar para
reseñar el área sino sólo para indicar la forma como se respondió al desafío de la conducta compleja sin
abandonar la lógica del condicionamiento. Se hizo un énfasis en la arbitrariedad de las relaciones entre
estímulos que se establecían como funcionalmente equivalentes por medio de contingencias de ocurrencia y
en la emergencia de nuevas relaciones a partir de aquéllas, como modelo experimental y conceptual de las
relaciones verbales.
La clase equivalente se define por presentar propiedades de reflexividad, simetría y transitividad,
implicando con esto que se reproduce la bidireccionalidad característica de las relaciones verbales. De este
modo, las propiedades más relevantes de éstas que debían ser representadas experimentalmente fueron la arbitrariedad y la emergencia de relaciones con propiedades de equivalencia matemática (ver Tonneau, 2001a
para una crítica sobre la relevancia de esto último).
Aunque ciertamente la emergencia y la equivalencia funcional entre estímulos pueden ser relevantes en el estudio de las relaciones verbales, no parecen ser exclusivas de éstas, como lo atestiguan los
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estudios sobre condicionamiento de segundo orden, precondicionamiento sensorial (cf. Rizley & Rescorla,
1972), etc., lo que hay llevado a considerar que los procesos implicados en estas tareas son suficientemente
descritos como pavlovianos o basados en apareamientos consistentes entre estímulos (cf. L. Hayes, 1992;
Tonneau, 2001a; 2001b).
La arbitrariedad de las morfologías estimulativas utilizadas en los procedimientos de equivalencia de
estímulos (figuras no icónicas) amplía el espectro de funciones de estímulo que pueden adquirirse y por tanto
se presta para la evaluación de la bidireccionalidad y de una emergencia más flexible de relaciones. La bidireccionalidad es una propiedad de las relaciones verbales pero no es una característica exclusiva de éstas y se
observa también en procedimientos pavlovianos como los del condicionamiento hacia atrás, modulada eso
sí, por las propiedades físico-químicas y biológicas de los estímulos (v.gr. Chang, Blaisdell & Miller, 2003).
En cualquier caso, el fenómeno que se estudia permanece en el nivel de las relaciones asociativas tipo
señal y la emergencia probada es un resultado esperable a partir de las funciones adquiridas por un estímulo
a partir de su correlación con otro, y más cuando la arbitrariedad de su morfología permite la actualización
de funciones múltiples. Corresponde a la demostración del alcance de procesos de condicionamiento cuando
se utilizan morfologías arbitrarias de estímulo por la ausencia de correspondencia formal entre éstas y los
objetos del mundo. No es de extrañar que sólo organismos con repertorios relativamente más diferenciados
pueden actualizar la multifuncionalidad potencial de esos estímulos arbitrarios y por eso correlacione con
pruebas de habilidad lingüística (cf. Carr, Wilkinson, Blackman & McIlvane, 2000). Pero no satisfacen los
criterios de las relaciones simbólicas basadas en la convención que se han mencionado previamente. El
hecho de que éstas incluyan componentes asociativos, no significa que un modelo asociativo sea suficiente
para explicar tales relaciones, y por ende, la conducta humana compleja.
A pesar de lo anterior, un sector de la comunidad conductista consideró que el paradigma de equivalencia de estímulos respondía suficientemente a la distinción resaltada por Deacon (1997), planteando que
las relaciones asociativas eran la que se entrenaban mientras que las simbólicas eran las emergentes, pues
éstas eran más flexibles e independientes de la situación original de adquisición (Wilkinson y McIlvane,
2001; Wilkinson, Rosenquist, y McIlvane, 2009). Otros han sido más conservadores al considerar que las
relaciones simbólicas incluyen necesariamente a las relaciones emergentes, pues éstas garantizan el contacto
con los objetos naturales. Según esta concepción, la relación simbólica sería una en el mismo nivel de la red
emergente pero más distante de las relaciones directamente entrenadas (Place 1995/6; Dickins & Dickins,
2001),
Hayes & Hayes (1989; 1992) y Hayes, Barnes-Holmes & Roche (2001) notaron que las relaciones
emergentes en el paradigma sidmaniano estaban acotadas a la equivalencia funcional, en el sentido de que
un estímulo adquiría la misma función que otro con el que se asociaba y las relaciones que emergían se basaban en la misma equivalencia de funciones. Esto es natural para un enfoque basado en clases pues éstas se
definen precisamente por tal equivalencia, pero resultaba insuficiente para dar cuenta de la conducta humana
compleja dado que las personas respondemos de acuerdo con relaciones distintas entre estímulos, como por
ejemplo a relaciones comparativas, jerárquicas, de oposición, etc. En efecto, cualquier explicación de la
conducta humana compleja necesita tener esto en cuenta para ser satisfactoria.
La Teoría de Marcos Relacionales (TMR) propuesta por Hayes y cols. (2001) propone superar esa
dificultad proponiendo un enfoque basado en relaciones múltiples entre estímulos en lugar de uno basado
en clases (p.51). Sin embargo, a pesar de esto, insisten en que su enfoque hace parte de la tradición operante
(Barnes-Holmes, Rodríguez y Whelan, 2005) y que el enmarcar relacional es una operante puramente funcional (Healy, Barnes-Holmes & Smeets, 2000; Barnes-Holmes & Barnes-Holmes, 2000), aunque sea un
lugar común que una operante es un concepto de clase (cf. Skinner, 1938; 1953). Dos cosas significa que
enmarcar relacionalmente sea una operante puramente funcional: que no es definible ni puede corresponder
con una sola morfología de respuesta, y que se establece como una disposición a responder ante relaciones
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como tipo de conducta y no como una respuesta a una relación particular (cf. Barnes-Holmes & BarnesHolmes, 2000).
Con esta idea central TMR se ofrece como la alternativa conductual para tratar la conducta humana
compleja superando las deficiencias tanto de la postura skinneriana como de la sidmaniana. Si esto es así,
entonces, podría esperarse que supere la visión asociativa de relaciones tipo señal que reiteradamente se ha
visto como insuficiente para tal empresa. ¿Cuáles son los recursos conceptuales que le permitiría hacerlo?
En esencia, la clave contextual y la aplicación arbitraria. Con éstos, las relaciones derivadas –ya no emergentes- entre estímulos no se agotarían en los procesos tipo condicionamiento (cf. Hayes y Hayes, 1992) y
abarcarían aquellas simbólicas que hemos señalado. ¿Cómo es esto posible?
Según los autores, el responder ante relaciones no arbitrarias se puede establecer bajo el control de
claves o características del contexto o situación (Hayes y cols., 2001, p.25). De este modo, el responder no
queda controlado por las características físicas de lo estímulos en relación sino por una clave del contexto,
de tal manera que si ésta está presente, entonces es más probable responder ante ella que en su ausencia, en
términos de una relación entre estímulos aun cuando éstos sean arbitrarios. Así, la función de tal clave es
discriminativa y con cobertura transituacional. Por ejemplo, Barnes & Roche (1997 explican:
Inicialmente, cada interacción puede requerir reforzamiento explícito para que llegue a establecerse
firmemente en el repertorio conductual del niño, pero después de que se entrene un número de ejemplares de nombre-objeto y objeto-nombre, se establecerá la clase de respuesta operante generalizada
de la “nominación” derivada. De hecho, el entrenamiento en ejemplares múltiples gradualmente
establece claves contextuales específicas como discriminativos para la respuesta de nominación
derivada (p.120, cursivas añadidas; ver también: Barnes-Holmes & Barnes-Holmes, 2000; BarnesHolmes, Barnes-Holmes, Smeets, Cullinan & Leader, 2004; Barnes-Holmes y cols., 2005).
Dado que una clave contextual puede ser una característica ambiental no verbal, como un objeto, o un procedimiento como la igualación de la muestra (cf. Barnes-Holmes y cols., 2004), o un segmento verbal como
una figura no icónica, una palabra, una frase (cf. Hayes y Hayes, 1992; Hayes y cols., 2001), o incluso una
categoría (cf. Barnes-Holmes, Hegarty & Smeets, 1997), es confuso su carácter de estímulo y además de
tipo discriminativo. Además, si las claves son palabras o expresiones (como “¿qué es esto?” –Hayes y cols.,
2001, p.26) sucumben en los problemas que se señalaban previamente y que resaltó Schlinger (1993) sobre
la dificultad de tratar expresiones verbales como estímulos discriminativos, pues el concepto no aplica.
Un ejemplo de lo anterior se encuentra en la siguiente cita de Barnes-Holmes y cols. (1997), en la
que explican cómo las relaciones analógicas –como características de la conducta humana compleja- pueden
abordarse desde la TMR:
Considere… la siguiente pregunta basada en el clásico esquema de proporción (A:B::C:?); “manzana es
a naranja como perro es a: (i) oveja, o (ii) libro?”. Si “manzana” y “naranja” participan en una relación
de equivalencia en el contexto “fruta”, y “perro” y “oveja” participan en una relación de equivalencia
en el contexto “animales” entonces esperaríamos que una persona seleccione “oveja” como la respuesta
correcta” (p.3).
Se presentan las categorías “frutas” y “animales” como contextos. ¿Cuál es la clave de esos contextos en
el esquema de proporción? ¿En qué sentido algo que no está presente en tal esquema funge como estímulo
discriminativo o incluso como clave? Si hubieran claves en el esquema serían quizás los conectores de
proporcionalidad “:” y “::” pero sólo con éstos no se puede resolver la analogía, pues tales conectores son
independientes de los dominios y sus categorías y éstos definen lo que es pertinente relacionar análogamente
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(ver también lo reportado por Stewart, Barnes-Holmes, Roche & Smeets, 2001; Stewart & Barnes-Holmes,
2004; y por Stewart & Barnes-Holmes, 2001, para el caso de la metáfora). Los conceptos y la lógica del condicionamiento operante no aplican, entonces, para describir esto y parece que el campo reclama categorías
que sean sensibles a relaciones distintas a las establecidas sólo por asociación y sus derivadas.
La tesis que se plantea entonces es que aunque la TMR reconoce un espectro de fenómenos más rico
para cubrir, aún no desalienta la duda sobre la suficiencia y coherencia de sus categorías para dar cuenta
de relaciones no asociativas entre estímulos. La creciente evidencia de que los hallazgos característicos de
la tradición empírica de TMR pueden replicarse con procedimientos tipo pavlovianos (Tonneau, Arreola y
Martínez, 2006; Delgado y Medina, 2011; Minster, Elliffe, & Muthukumaraswamy, 2011) apoyan la idea
de que se trata de un proceso asociativo complejo y que no requiere apelar a conductas más complejas, ni
siquiera, a la conducta operante.
La investigación derivada de TMR ha sido constativa de que las relaciones asociativas entre estímulos arbitrarios, condicionadas por la presencia de otro estímulo equivalente a una relación no arbitraria,
permiten la derivación de redes de relaciones que pueden ser muy extensas (cf. Dymond, May, Munnelly
y Hoon, 2010, para una revisión). Esto se replica una y otra vez. La explicación de por qué esto ocurre ya
está sugerida (aunque desafiada por los estudios que muestran que pueden obtenerse los mismos resultados
por procedimientos tipo pavlovianos, citados en el párrafo previo) y no es claro hacia dónde más puede
dirigirse más allá de probar la extensión de las redes de relaciones derivadas, las modalidades de respuesta
(productivas, de reconocimiento, etc.), correlaciones con pruebas psicométricas, teniendo como meta la
prueba de validez de constructo mas no un análisis paramétrico sistemático de la conducta humana compleja
(cf. Barnes-Holmes y cols., 2005).
Quizá la meta tecnológica de predicción e influencia (cf. Hayes y cols, 2001, p.6), propia de la tradición operante, haya acotado el interés hacia el origen, mantenimiento y cambio de funciones conductuales,
pero es legítima la pregunta sobre si es todo lo que puede preguntarse un enfoque conductista sobre la
conducta humana compleja, en particular. ¿La TMR ofrece categorías suficientes si se pretende indagar la
relación entre la escritura y la abstracción conceptual, por ejemplo? Esta es una pregunta razonable para
cualquiera que se percate de que cuando la gente teoriza generalmente escribe. Se puede anticipar lo que
resultaría: que la respuesta de escribir relaciones jerárquicas se puede aplicar arbitrariamente bajo el control
de una clave contextual. Al final, no se sabría nada más allá de lo que son los propios supuestos de la teoría.
Paradójicamente como teoría conductista de la conducta humana compleja, la TMR resta énfasis en
lo que las personas hacen para establecer relaciones simbólicas basadas en la convención, y en su lugar
pone el énfasis en respuestas instrumentales para establecer relaciones asociativas que pueden presentarse
sistemáticamente sin la mediación de tales respuestas (cf. Tonneau y cols., 2006). No resulta convincente
que la complejidad de la conducta humana quede representada como la extensión de una red de relaciones
derivadas cuyas funciones estimulativas fueron “heredadas automáticamente en red”, sin una participación
mediadora de la propia actividad convencional humana.
Una propuesta conductista alternativa para el estudio de la conducta
humana compleja
Es útil hacer un recuento de las principales dificultades identificadas en el estudio conductista operante de la
conducta humana compleja, como criterio de lo que requiere superarse:
1.
El esquema de ED-R-C, característico de la tradición operante lleva a suponer que la conducta es una
respuesta, que mantiene una relación de contingencia entre un estímulo discriminativo y una consecuencia. Esto ha llevado a problemas irresolubles basados en el supuesto de que el “pensamiento” es
Vol. 20, Monográfico
2.
3.
4.
5.
ANÁLISIS CONDUCTISTA DEL PENSAMIENTO59
una respuesta “privada”, discreta y repetitiva (v.gr. Anderson, Hawkins, Freeman & Scotti, 2000); que
deben especificarse sus fuentes contiguas de control aunque no sean aparentes, etc.
Tal esquema induce necesariamente a preguntas sobre el origen, mantenimiento y cambio de las
respuestas, pues se trata de identificar si aumenta o disminuye su tasa de ocurrencia en función de la
consecuencia (ver, por ejemplo, el monográfico del The Behaviorist Analyst Today de diciembre de
2011, en el que se pretendía hacer un número especial sobre pensamiento y conducta. Sin embargo,
todos los artículos están orientados al desarrollo de tecnología para promover que las personas hagan
más algo). El asunto es si eso es lo más relevante para estudiar sobre la conducta humana compleja,
o si es necesario preguntarse además otras cosas.
Las relaciones de condicionamiento son relaciones establecidas por la consistencia asociativa espacio-temporal, tipo señal, entre eventos de estímulo y/o de respuesta. Aunque la conducta humana
compleja puede contener en su organización relaciones de este tipo, históricamente ha sido difícil
caracterizarla sólo como eso, pues las relaciones simbólicas humanas no se basan en la contigüidad
espacio-temporal ni en la repetición sino en la convención.
La arbitrariedad de los estímulos es una característica de los estímulos verbales que potencia sus
funciones psicológicas. Sin embargo, cuando aquélla se integra con relaciones asociativas, sólo se
expresa en términos de la flexibilidad y emergencia de nuevas relaciones basadas en las asociaciones
directas pero no como soporte de relaciones simbólicas y convencionales. Así, se ha confundido arbitrariedad y emergencia con complejidad cualitativa.
Cuando se ha procurado abordar las relaciones simbólicas y convencionales con el modelo de condicionamiento directo o extendido, se han forzado sus categorías pues éstas fueron establecidas para
describir fenómenos basados en la consistencia espacio-temporal y en propiedades físicas de los
objetos, que no requieren un modo convencional de responder.
Una alternativa conductual para el estudio de la conducta humana compleja, tendría que superar estas dificultades. Se considera que la conducta tendría que concebirse radicalmente como relación; con un objetivo
científico que supere la pregunta por el origen, mantenimiento y cambio; que integre de forma no trivial la
dependencia social de tal relación en el caso humano; que plantee un criterio cualitativo de complejidad y no
sólo cuantitativo; y que ofrezca categorías sensibles a estos fenómenos que no signifique violentar las que
fueron creadas para otros propósitos.
El estudio de la conducta humana compleja necesita una concepción molar de conducta (Littman, 1950;
Kitchener, 1977). Esto significa que se concibe a la conducta como una organización funcional y no como actividad o respuestas solamente. No hace referencia al sentido de extensión temporal con el que se ha asociado en
la discusión sobre conducta de elección (cf. Baum, 2004), sino que la conducta en sí misma es una estructura de
contingencias de función (condicionalidades entre propiedades de eventos de estímulo y/o respuesta), que tiene
propiedades cualitativamente distintas a las que tienen sus componentes. Este criterio deja de lado pseudoproblemas sobre lo privado y lo público, lo externo y lo interno, etc., pues la corporalidad y sus límites no son
criterios útiles para caracterizar tal estructura de relaciones (cf. Ribes, 1990; Roca, 2001).
La discusión entre las concepciones molares y moleculares ha sido permanentes en psicología (Boring, 1950/1990) y quizás una de las más importantes, pues apunta directamente a la unidad de estudio
pertinente. La versión clásica la ofrecieron precisamente los asociacionistas, como molecularistas, y los gestaltistas como molaristas, aunque el debate estuvo centrado en la conciencia como objeto de análisis. La idea
central de los molaristas era que los fenómenos de interés psicológico constituían organizaciones, pues éstas
contenían propiedades emergentes que no se encontraban en sus componentes aislados ni en la composición
aditiva de éstos. En la historia del conductismo el debate se consolidó a partir del trabajo de Tolman (1932),
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como molarista, y con Hull (v.gr. 1930) como molecularista. Pero en el terreno del “pensamiento”, dado que
no ha sido un área representativa, la discusión no se ha dado.
En Vygotsky (1931/1997) se encuentra una propuesta molar para el estudio del pensamiento, desarrollada en una forma que no contradice en lo fundamental los supuestos conductistas. Él lo plantea como un
análisis estructural en el que se explican las relaciones que existen entre elementos de estímulo y respuesta,
y que configuran un tipo de actividad con una cualidad distintiva. A esta cualidad de la estructura total le
confiere especial énfasis: “…tiene sus propiedades específicas y es prioritario determinar las propiedades y
funciones de las partes que la constituyen” (p.83). Lo que define a una estructura funcional en contraste con
otra, es la forma en la que se relacionan sus partes lo cual es un asunto de cualidad y no de cantidad. Por
eso, los “procesos superiores” son de un tipo distinto de los “procesos inferiores” y éstos no alcanzarán el
estatus de superiores por un criterio de cantidad: la mayor extensión o derivación de relaciones asociativas
sólo apunta a una complejidad cuantitativa pero no cualitativa. Los procesos inferiores, sin embargo hacen
parte de los superiores, pero sometidos a una nueva modalidad de organización que los altera, según el autor.
La cualidad distintiva de los procesos superiores según Vygotsky (1931/1997) es que las relaciones
entre los eventos se estructuran a partir de la mediación de la actividad del individuo, introduciendo nuevos
estímulos que determinarán la forma que adoptará el comportamiento. En este sentido, la actividad mediadora se concibe como significación, es decir, introducción y uso de signos, en lugar de la señalización
como relación asociativa entre un estímulo y otro. En sus términos: “en la estructura de orden superior, el
signo y sus métodos de uso son funcionales, determinando al todo o centrando el proceso completo” (p.84).
Inicialmente el signo es medio de socialización y posteriormente se convierte en un medio de la conducta
individual. El lenguaje escrito facilita el desarrollo de sistemas de signos, que devienen símbolos, cuyo
efecto último se registra en el modo en que define los cursos de acción individual. Esto último coincide con
la conducta humana compleja.
Ribes y López (1985), Roca (2001), inspirados en la psicología interconductual de Kantor (1924;
1959/1978), ofrecen también una aproximación molar a la conducta humana compleja, en particular, y a la
conducta en general, planteando como objeto de análisis estructuras funcionales desarrolladas en la ontogenia. El objetivo científico que se persigue es la caracterización de la estructura funcional, sus componentes y
parámetros relevantes. No excluye la pregunta por las condiciones favorables al desarrollo de tales componentes sino que resalta el estudio de su dinámica, sus relaciones paramétricas, transiciones, etc. La predicción y el control se conciben como objetivos de una tecnología pero no de una ciencia del comportamiento
(Ribes, 2010). De este modo, el análisis de la conducta humana compleja no se ve forzado a la pregunta
por el origen, mantenimiento y cambio de la actividad, ni adoptar las categorías diseñadas para describir
esto sino que se permite la pregunta por relaciones paramétricas entre los componentes y modalidades de la
estructura funcional de interés.
En particular, desde la obra de Ribes y López (1985; ver también, Ribes, 1997), se plantea que lo que
se estudia es una estructura de contingencias de función, es decir, condicionalidades entre propiedades de
eventos de estímulo y/o respuesta, que resultan de contingencias de ocurrencia o condicionalidades espaciotemporales entre instancias de eventos de estímulo y/o respuesta (es decir, si se presenta consistentemente A
antes que B, entonces las funciones de B llegarán a condicionar las funciones de A). Sin embargo, el concepto de contingencia no significa contigüidad sino condicionalidad (Ribes, 1997), de modo que la contigüidad
es sólo una dimensión espacio-temporal en la que se puede establecer una contingencia.
La cualificación del tipo de relaciones que podemos caracterizar como conducta humana compleja,
coincide en lo esencial con Vygotsky (1931/1997) pero requiere precisiones adicionales. Su estudio requiere
una interpretación fuerte de su dependencia de un ambiente social y sus propiedades, lo cual introduce el
asunto de la convencionalidad como una dimensión necesaria para el análisis. Esta cualidad del ambiente
humano, sugerida por Skinner (1986) pero no incorporada de forma trascendente en su análisis, define di-
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ANÁLISIS CONDUCTISTA DEL PENSAMIENTO61
ferencias en cualidad en la conducta humana respecto a la no humana, y entre tipos de conducta humana.
El trabajo de Weiss (1925), Kantor (1924; 1982) y Mead (1934) son ejemplos de una implicación fuerte
del ambiente social en la conducta humana. Esto no implica desconocer que la conducta humana comparte
procesos con la conducta no humana (cf. Pérez-Almonacid y Peña, 2011), pero, como señala Vygotsky
(1931/1997), ésos son procesos necesarios que componen los de orden superior.
La complejidad conductual la podemos caracterizar de acuerdo con tres ejes: a) la dependencia de la
actividad individual en el establecimiento de la organización funcional, aspecto que Ribes y López, 1985,
tratan como mediación; b) la naturaleza de las propiedades funcionales, o funciones de estímulo, a las que
se responde, y que se tipifican en Ribes y López, 1985, como fisicoquímicas, organísmicas y convencionales; y c) la dependencia de la respuesta respecto a propiedades físicas de los objetos de estímulo, aspecto
que Ribes y López, 1985, trata como desligamiento funcional. Esto ofrece un continuo de complejidad que
no podemos agotar en este escrito, pero que va desde la conducta (o estructura funcional) que se establece
por correlación entre eventos de estímulo independientes de la actividad animal, y en donde las funciones
de estímulo relevantes son respecto a propiedades físicas del objeto, como su ubicación temporal y espacial, su carácter apetitivo o no, etc., hasta la conducta que se establece sólo si un individuo establece una
condicionalidad entre eventos basada exclusivamente en funciones de estímulo convencionales. Esto implica que la complejidad es un asunto relativo y por tanto, una conducta podrá ser más o menos compleja que
otra según tales ejes.
Establecer una organización contingencial convencional significa que con su actividad, una persona
vincula condicionalmente dos eventos según propiedades asignadas por acuerdo, dando lugar a que se establezca una contingencia de ocurrencia que de otro modo no se habría establecido. Es decir, ahora B ocurre
después de A debido a que hay una función convencional de A que es pertinente a una función convencional
de B, y no por una correlación espacio-temporal arbitraria, o establecida por meras funciones de tipo perceptual (físicas).
Al principio las contingencias de ocurrencia son la condición para la emergencia de contingencias
de función, y la arbitrariedad morfológica de los eventos participantes pueden hacer más o menos flexible
la red de relaciones implicadas por la contingencia de ocurrencia, dando lugar a contingencias de función
derivadas. Por ejemplo, la presentación consistente de A1B1 y de A1C1, permite la emergencia de la contingencia de función C1A1 (esto es lo que se ha trabajado en la tradición de equivalencia de estímulos).
O bien, una contingencia de función dada, pero no mediada por la actividad de la persona, puede ser
condición para la derivación de otras contingencias de función. Por ejemplo, si se presenta que A1 es opuesto a B1 y que A1 es idéntico a C1, entonces se completa una contingencia de función cuando se responde
que B1 y C1 son opuestos (esto es lo que se ha trabajado en la tradición de marcos relacionales). Más allá
de que la persona nomine o no durante la prueba de derivación de esta contingencia de función (cf. Horne y
Lowe, 1996, y la evidencia que refuta la necesidad de nombrar los estímulos en estas tareas, cf. Dickins &
Dickins, 2001), lo que se resalta es que en ambos casos no es una contingencia de función mediada o establecida por la actividad de la persona sino por la presentación sistemática inicial de la condicionalidad. La
respuesta de la persona consiste sólo en ser diferencial a las contingencias posibles por medio de la selección
del estímulo que cumple la contingencia, y probablemente a veces responder verbalmente puede soportar
que se complete.
El establecimiento de una organización contingencial convencional se da cuando la exposición a una
condicionalidad de ocurrencia o función, como relación repetida, no es condición suficiente para la derivación de una contingencia de función y sí es necesaria la actividad de la persona de vinculación de eventos
respecto a funciones acordadas. Por ejemplo, aunque seguramente son derivables relaciones convencionales
entre el símbolo “E” y otros símbolos y eventos, así como entre los símbolos “m” y c2” a partir de una asociación repetida entre algunos de ellos, no fue suficiente eso para que pudiera formularse la expresión E=mc2.
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Fue necesario que Einstein hiciera explícita por escrito la red de dependencias convencionales derivables
(ya no sólo arbitrarias), tropezara en el proceso con relaciones plausibles pero incoherentes, con otras no
obvias, e incluso, que tuviera que añadir algo para establecer una relación donde no la había. Y al final, en
lugar de repetir la red completa, formuló una expresión simbólica, es decir una que condensa las funciones
de múltiples eventos en un objeto de estímulo con morfología arbitraria. Esto no excluye que las relaciones
asociativas estén en la base del proceso y que al final se pueda responder a E=mc2 asociativamente (cf.
White, 1940), pero la organización resultante tuvo lugar gracias a una persona relacionando eventos basados
en funciones convencionales acotadas sistémicamente. Además, esto llevó a que se reorganizaran sistemas
de contingencias de las situaciones de conducta de Einstein y de otras personas, en función de aquellas
funciones convencionales establecidas. A este resultado lo denominan Ribes y López (1985) sustitución de
contingencias, y representa para los autores un logro conductual exclusivamente humano.
Esta concepción tiene por lo menos tres implicaciones que requieren resaltarse: a) la naturaleza operatoria de la conducta humana compleja y no sólo de reactividad diferencial a relaciones implicadas a partir
de una asociación directa; b) la relación con el símbolo, la abstracción, las categorías y conceptos; y c) la
relación con la discusión sobre procesos básicos propia del conductismo.
Respecto a lo primero, Kantor (1940; 1950) ofrece un punto de vista enfático: la conducta intelectual
consiste en operaciones específicas llevadas a cabo por personas con objetos, en circunstancias definidas.
La característica más general de este tipo de conducta según el autor es la construcción de sistemas de acciones, objetos o eventos, naturales o abstractos, como sistemas categoriales, lo cual es coincidente con la
concepción de otros teóricos clásicos del intelecto (Piaget, 1964/1979; Luria, 1993; Berlyne, 1965/1976),
por lo menos respecto a la naturaleza práctica del intelecto, más allá de otros supuestos o interpretaciones
accesorios. La mayor paradoja es que la insistencia conductista de explicar desde su marco de referencia
los “eventos privados” por la supuesta inapariencia del pensar (v.gr. Moore, 2000), lo llevó a postular clases
extensibles de respuestas, generalizadas, etc., que restaron el interés en describir el tipo de operaciones específicas que las personas hacen cuando definen organizaciones funcionales convencionales.
En segundo lugar, la estructuración de relaciones funcionales convencionales no se da en un mismo
nivel de ordenamiento, como ocurre cuando el fenómeno se aborda sólo como un responder diferencial y
preciso a relaciones derivadas entre estímulos arbitrarios. Una cosa es que las personas relacionen estímulos
de acuerdo con una relación de oposición en un contexto, y otra que abstraigan la oposición como tal, como
concepto, y operen con ella. No hay evidencia empírica de esto último aún en la tradición conductual.
En un estudio preliminar (Pérez-Almonacid, en preparación) algunos sujetos experimentales respondieron correctamente a relaciones de identidad, semejanza, diferencia, menor que, igualdad, mayor que,
inclusión, exclusión y singularidad, en contextos diferenciales indicados por estímulos arbitrarios (tres estímulos distintos para cada relación, es decir, habían tres para identidad, otras tres para semejanza, etc.), y en
un dominio de figuras geométricas. Posteriormente se probó si estos estímulos eran suficientes para controlar
las respuestas de igualación ante relaciones del mismo tipo en otros dominios distintos al geométrico (iconos
que podían guardar entre sí tales relaciones, palabras semánticamente relevantes y expresiones aritméticas)
y los resultados indicaron que no fue posible en la mayoría de los casos. Finalmente, se probó si se respondía
a esos mismos estímulos como símbolos de la relación que seleccionaban, y no sólo como claves contextuales. Para lograrlo, se probó si eran categorizados bajo una misma relación más abstracta pero no fue así.
Lo mismo sucedió cuando se probaron relaciones tipo analogía, coherentes entre las figuras arbitrarias de
primer nivel y las de segundo nivel.
Resultados como estos sugieren que las personas no abstrajeron cada relación como entidad lingüística y por tanto, no podían trascender a otros dominios y relaciones. No se actualizó la función simbólica de
esas figuras, pues no eran indicativas de un sistema completo de relaciones convencionales (cf. Vygotsky,
1934/1981; Deacon, 1997), como los dominios lo permitían. Un símbolo lo es en la medida en que haga
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ANÁLISIS CONDUCTISTA DEL PENSAMIENTO63
parte de un sistema convencional que abstrae: el símbolo $ puede funcionar de varias formas, pero cuando se
pregunta ¿qué simboliza?, la respuesta remite a un sistema de relaciones abstractas y no sólo a una palabra.
En este contexto no es preciso afirmar que $ es un símbolo sin atender a la forma como se responde a él; no
hay símbolos morfológicamente definidos. Pero tampoco lo es si respondo ante la figura arbitraria del mismo
modo que respondo a algo con lo que se asocia porque lleva al supuesto de considerar que toda conducta
humana o no humana, basada en relaciones pavlovianas, es simbólica, y así, el concepto pierde todo sentido.
De este modo, entonces, la estructuración de sistemas convencionales no se agota en relaciones en
un mismo nivel sino que ascienden y descienden funcionalmente, segmentando relaciones convencionales
(abstrayéndolas) y respondiendo a ellas en términos de símbolos, que a su vez se relacionan de múltiples
formas deliberadamente establecidas por quien “piensa”. Esto se logra especialmente escribiendo, de ahí que
la escritura sea un foco de análisis clave para la comprensión de la conducta humana compleja (Vygotsky,
1931/1997). La pertinencia y coherencia de tal estructuración se relaciona con lo que tradicionalmente se
concibe como conceptualización y categorización, y se aleja de nociones de esto basadas en clases de objetos
naturales, solamente (cf. Urcuioli, Zentall y Smeets, 1996). Esto es pertinente, por ejemplo, para el análisis
del “razonamiento analógico”, en donde algunos autores (v.gr. Flemming, 2010) distinguen entre relaciones
analógicas auténticas basadas en un concepto abstraído (por ejemplo, frutas o animales, en el ejemplo tratado anteriormente) de precursores analógicos, en los que sólo se relacionan relaciones, con base en un entrenamiento asociativo. De este modo, pueden distinguirse casos de proto-categorización, proto-simbolización,
proto-analogía, etc., de aquellos que en efecto son relaciones establecidas basadas en la convención y el
contacto lingüístico explícito con el sistema que se construye.
Finalmente, la pregunta por la forma como esto se posiciona frente al debate de la transferencia
o transformación de funciones y sus principios explicativos (cf. Tonneau, 2004; Tonneau y cols., 2006;
Dymond y Rehfeldt, 2000), no es posible responderla con suficiencia en este espacio, pero sí por lo menos
anticipar algunos ejes de la respuesta. La reflexión apunta a revisar el estatus conceptual del establecimiento
de un sistema contingencial funcional convencional por medio del responder lingüístico: ¿es un principio
o un proceso distinto o es sólo una descripción más económica y molar de procesos de nivel inferior? ¿su
emergencia es suficiente a partir de los demás principios conocidos o se requerirían otros?
El enfoque es viable dentro del conductismo (cf. O’Donohue & Kitchener, 1998), pues se estudia la
conducta como relación entre la actividad individual y los eventos ambientales y no un proceso adicional a
ella; es sensible a la integración de los procesos y principios científicamente reconocidos; y no apela a constructos hipotéticos (cf. MarCorquodale & Meehl, 1948) para la explicación de la conducta sino que busca
vincularla con principios más abarcadores. Además, apoyaría la generación de preguntas de investigación y
coordenadas de análisis distintas. Llevarlas a cabo abriría una agenda de investigación alternativa que por
lo menos, dinamizaría la discusión académico dentro de la comunidad conductual respecto a las formas más
complejas de conducta.
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Ricardo Pérez-Almonacid
2012
Resumen
Se revisa el estatus conceptual y experimental del análisis conductista del pensamiento humano. Se hace un
análisis crítico del estado del arte principalmente dentro del Análisis de la Conducta, planteando que entre
sus problemas se encuentra el basarse en categorías propias para relaciones asociativas, forzándolas para dar
cuenta de aquello que las rebasa, en plantearse como objetivos científicos sólo la predicción y el control, y
en confundir la complejidad cualitativa con la cuantitativa. Finalmente, se esboza una alternativa conductual
basada en una concepción molar, que reconoce contingencias convencionales mediadas por respuestas lingüísticas, que considera como fundamental trascender el abordaje asociativo para su establecimiento y que
defiende objetivos científicos distintos a los de la predicción y el control.
Palabras clave: Pensamiento, conductismo, asociación, molar, conducta simbólica, contingencias
convencionales.
Abstract
The conceptual and experimental status of behaviorist analysis of human thinking is reviewed. A critical
analysis is made about its state of art within the Behavior Analysis, proposing that among its problems is to
be based on categories appropriated to associative relationships, forcing them for explain which it exceeds,
proposing as only scientific goals the prediction and control, and to confuse qualitative complexity with
quantitative one. Finally, a behavioral alternative is outlined, based on a molar conception that recognizes
conventional contingencies mediated by linguistic responses, that regards as essential to transcend the associative approach for establishing it, and defends other scientific goals different to prediction and control.
Key words: Thinking, behaviorism, association, molar, symbolic behavior, conventional contingencies.
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