La Fuerza Creadora de la Mente Por: H. Spencer Lewis, F.R.C. Era costumbre aceptada de los gobernantes de la antigüedad el comenzar algún decreto o "manifiesto", más o menos con estas palabras: "En virtud del Poder de que estoy investido, dispongo, etc., etc." La idea que sirve de base a ésta y otras frases semejantes es la de que en virtud del poder o la fuerza física inherente a la posición que ocupaban, disponían u ordenaban que se hicieran ciertas cosas. En la mayoría de los casos, aquellos gobernantes no poseían otra fuerza para respaldar sus decretos que la de sus ejércitos, y personal e individualmente rara vez tenían la energía mental o física necesaria para combatir los ataques del último de sus siervos. Pero era tan grande el poder de la posición que ocupaban y de su autoridad, que las naciones muchas veces temblaban ante alguna de esas proclamas. Esos autócratas, serenamente seguros entre la custodia en que vivían, y omnipotentes en virtud de una fuerza extraña a su propio ser, algunas veces fueron conquistados por el mandato y la influencia poderosa de alguna mentalidad descollante. Cuando Raymundo VI, conde de Toulouse, poderoso gobernante de una importante provincia de Francia, resolvió oponerse a los edictos de la iglesia y de las clases altas, logró conquistar las fuerzas formidables de militares y políticos, como su gran antepasado Raymundo IV (de St-Gilles) lo había hecho en las Cruzadas de Jerusalem. En toda la historia hallamos las victorias maravillosas y las extraordinarias hazañas de hombres y mujeres que poseyeron y ejercieron un poder que no era físico ni dependía de ninguna constitución física. Esas personas han dominado a reyes, potentados y gobernantes y han conmovido naciones e imperios sólo por su personalidad magnética y por una fuerza invisible que podía lograr el cumplimiento de sus deseos. ¿Cuál es esta extraña fuerza, y cómo se la hace funcionar? Ante todo, debemos tener presente que la fuerza mayor, la más poderosa y formidable que existe en este lado del círculo Cósmico, reside en el propio ser espiritual del hombre. Todo poder físico que el hombre pueda heredar de un ancestro limpio y substancioso, y todo otro poder que pueda adquirir o desarrollar en su cuerpo físico, depende, después de todo, de la mente que reside en el cuerpo para dirigirlo y manejarlo. La mente del hombre tiene la facultad natural de atraer hacia sí, de poner a funcionar en su favor, un poder que el hombre pocas veces comprende. El hombre es, en esencia, una contraparte de Dios, creado a la imagen divina y espiritual de Dios. Dios dotó al hombre, en cierto grado, del poder dirigente y creador que el mismo Dios posee. Analicemos esto un poco: tenemos el cuerpo físico del hombre, polvo de polvo, "sal de la tierra", organismo maravilloso, mecanismo maravilloso. Por sí mismo el cuerpo posee no sólo fuerza suficiente para mantener juntas sus células individuales o para mantenerse erecto, sin necesitar para esto la fuerza que reside únicamente en la conciencia espiritual o en el cuerpo psíquico que está dentro del cuerpo físico. El cuerpo psíquico, invisible para la mayoría, reconocido por algunos, es el poder divino, el único poder que el hombre posee. El cuerpo físico no es más que su herramienta, su burdo mecanismo para llevar a cabo algunas pocas de aquellas actividades que merecen la ocupación y devoción del hombre. Podemos comparar esta combinación a los grandes motores eléctricos que funcionan en las grandes fábricas. El creador de estos motores trabajó con cuidado y diligencia en los detalles mecánicos y orgánicos, y hasta en agregar algo de gracia y belleza a la forma externa, teniendo siempre presente dos cosas fundamentales: que debe funcionar bien y que será el instrumento de la fuerza que se le infundirá cuando esté terminado. Pero, aunque el hombre ha aprendido que ningún motor es mayor que la fuerza que lo hace funcionar, ha llegado sin embargo a considerar a su propio cuerpo y sus demostraciones de fuerza como si fuera una criatura maravillosamente independiente, que poseyera en su constitución física un poder que no está relacionado con la fuente divina de todo poder. Verdaderamente, el hombre ha aprendido que sus facultades personales y actividades físicas dependen de la vida, esa fuerza misteriosa que distingue lo animado de lo inanimado. Pero rara vez llega a darse cuenta de que la vida, como una vitalidad de la carne, no es el poder directo que le da los otros poderes de que goza. Pensad en el cuerpo del hombre en estado inconsciente. La vida, como vitalidad, como energía, como acción química, está allí todavía, pero ese hombre es un ser inútil. La vida, como vitalidad de la carne, no es suficiente para hacer al hombre poderoso en todas las cosas que constituyen su Divina Herencia. La mente, el segmento inseparable de la Divina Voluntad, que reside en el hombre como principio creador, tiene que funcionar para que el hombre pueda utilizar y demostrar la verdadera fuerza que posee. El hombre tiene la facultad de dirigir su maravilloso poder creador, en ondas invisibles, a todos los puntos de su cuerpo y a todos los puntos que están fuera de su cuerpo. Cuando el hombre decide tomar un lápiz que está en su escritorio, la mente dirige los músculos del brazo y de los dedos, enviando ahí la fuerza necesaria que los mueve. La mente envía más fuerza a las mismas partes del cuerpo si decide, por ejemplo, levantar del suelo un peso de veinte kilos. Cuando el hombre piensa, medita, visualiza o deforma imágenes mentales, está dirigiendo las ondas de su fuerza creadora hacia los centros de su mente. Esas ondas son ondas de energía y de fuerza; pueden ser dirigidas a cualquier punto que esté fuera de la conciencia, de manera más uniforme y segura de lo que pueden dirigirse las ondas del radio desde la antena de una estación difusora. Pero muy pocos conocen y aprecian esta verdad; de aquí la falsa creencia de que la fuerza física demostrada por el cuerpo es la única fuerza que el hombre posee y la única manera de poner en manifestación el poder personal. Cuando el hombre llega a saber que por medio de la concentración de la mente en un punto, en un principio, en un deseo, se irradia un poder hacia ese punto, de índole creadora y con facultad de funcionamiento, el hombre entonces piensa con más cuidado, de manera más constructiva y eficaz; entonces la imagen de Dios comenzará a despuntar en la conciencia del hombre, para su mayor gloria y para la adoración eterna de su Creador.