68 competición Esgrima El sentimiento de la Espada Texto por Luis del Río Malo El príncipe de Salina entra en el gran salón de baile del palacio de Ponteleone. Su aire envejecido revela un cansancio que no oscurece el porte señorial que aún mantiene la solidez de su linaje. Cruza unas palabras con un amigo, otro viejo león, elegante y distinguido, que como él acepta que quizás sean ellos los últimos caballeros de un tiempo que se acaba. Son personajes que pueblan la historia y la literatura, paseándose distantes, majestuosos, impregnados de una recia cultura aristocrática. Los vemos en sus gabinetes rodeados de arte, diletantes, atesorando en sus bibliotecas vetustos volúmenes, o administrando sus propiedades como antes lo hicieran sus padres, sus abuelos... Y los imaginamos practicando esgrima. competición 69 l deporte actual de la esgrima pertenece a ese tipo de actividades que entroncan con la naturaleza noble de quien lo ejercita. Uno no puede evitar sentirse parte de una tradición ancestral cuando empuña y domina armas como el sable, la espada o el florete, las tres disciplinas que hoy vertebran la competición. Algo permanece de un tiempo en el que acomodar una espada entre las ropas simbolizaba al mismo tiempo poder, fe y honor. Un noble, heredero de aquellos guerreros que iniciaron el culto a las armas en guerras y justas recreativas, necesitaba de su espada para integrarse en su estamento. Gobernar con maestría la espada era para el erudito italiano Baltasar de Castiglione componente primordial del perfecto cortesano: “Un hombre que tenga la espada en la mano ha de hacerlo de forma desenvuelta, en dispuesta actitud, con tal facilidad que parezca que el cuerpo y sus miembros están en esa disposición de forma natural y sin ningún esfuerzo, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, mostrando una extrema perfección en el ejercicio.” E La espada es la inteligencia frente a la tosquedad de la infantería, y con más razón cuando en torno a 1450 las armas negras, las endemoniadas, las de fuego, empiezan a imponerse poco a poco a las blancas en el campo de batalla. En el siglo XVI España crea la “espada ropera”, antecesora de las armas de hoy, y Carlos V se la lleva por toda Europa para ser moda gentil en las ciudades. Cada espada es cómo una pequeña ave. Sujétala con demasiada fuerza y se ahogará; con demasiada ligereza y saldrá volando La nueva arma da paso al florete francés, más ligero, y éste engendra por primera vez verdaderas academias y maestros de esgrima encargados de forjar al caballero civilizado: “Venga, señor; el saludo. El cuerpo recto. Un poco inclinado sobre el muslo izquierdo. No tan separadas las piernas. Los pies en la misma línea. La muñeca ante vuestra cadera. La punta de la espada en la línea de vuestro hombro. La mirada resuelta. Avanzad. El cuerpo firme. Avanzad. ¡En garde, monsieur, en garde!”. De los siglos XVII a XIX Francia da forma a lo que será la esgrima moderna. Sin embargo, el duelo es el auténtico precursor de la esgrima. Nace como elemento judicial en el siglo VI d. C., auspiciado por la Iglesia como un juicio de fe, y pese a intentarse ya en el siglo XIV su prohibición, nada ha podido eliminar de la conciencia europea su papel como mediador en los lances de honor. Como una fiebre incurable, ofensores y ofendidos se baten denodadamente cada vez que se les presenta la ocasión. Las sales d’armes y los clubs de esgrima se llenan. A partir del siglo XIX los duelistas se ciñen a estrictos códigos, que parten en su mayoría de lo que estableció el conde de Chateauvillard en su “Essai sur le duel”, de 1836. El duelo ha de celebrarse durante las 70 competición 48 horas siguientes a la ofensa, en un lugar apartado para no ser molestados, en presencia de padrinos y jueces, y en general se terminaba tras la primera sangre. Llegó a ser un pasatiempo para la juventud, parte de la educación de la futura clase dirigente, casi una religión. Las hermandades universitarias alemanas establecían los duelos como ritos de paso hasta hace poco, y lucían con orgullo las heridas infligidas; las del rostro eran las más deseadas, y las ostentaban con verdadero orgullo. El escritor Joseph Conrad, que se vio envuelto en algún duelo en su juventud, hacía confesar a uno de los personajes de su relato Los Duelistas: “Sin el reto victorioso de un duelo, la vida se me antojaba desprovista de su encanto, simplemente porque nada la amenazaba ya.” En Rusia, camuflado entre el afrancesamiento de la Gant nos traslada, a través de su colección, a las viejas “sales d´armes”. sociedad acomodada, el duelo se cobró la vida de escritores como Pushkin, o Lérmontov, que había consagrado su obra maestra Un héroe de nuestro tiempo a Pechorin, un ambiguo y atormentado duelista. La esgrima de hoy mantiene una deuda con los esgrimistas de la primera mitad del siglo XX. Fue un deporte olímpico desde sus inicios en 1896. Tiradores franceses, italianos o húngaros, todavía deudores de la tradición militar, cruzaron magistralmente sus hierros por la supremacía de sus naciones en la pista. La cosecha de esos años encumbró a grandes maestros, como Eduardo Mangiarotti y Nedo Nadi para Italia, o Lucien Gaudin y Christian d’Oriola para Francia, artífices de una esgrima de corte clásico, basada en la belleza de la ejecución. La elegancia de esta forma de batirse perdió peso cuando en los años 50 se impuso la electrificación de armas y vestimenta. Esta nueva forma de puntuación ha democratizado la esgrima, y otras escuelas como la alemana, la rusa o cubana han accedido a lo más alto. Pero actualmente un movimiento clasicista pretende restar importancia a la máquina para que la antigua forma de blandir la espada, más estética, más profunda, con más confianza en la opinión de los jueces, recobre su terreno perdido. Una nueva perspectiva que puede devolver al arte de la esgrima, al noble oficio de las armas, una renovada forma de sentir la espada.