Del monumento a la escultura - Grado de Historia del Arte UNED

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Capítulo 8
Del monumento a la escultura
1. Introducción
A modo de introducción al tema indicar que fue Winckelmann, teórico neoclásico, el que
fundamentó los principios del movimiento, basándose especialmente en la escultura clásica
conocida. Efectivamente, los descubrimientos arqueológicos de Pompeya (1748) y Herculano
(1738) permitirán La de de la escultura.
Los dos principales maestros neoclásicos son del más distinto origen, italiano Antonio Canova y
danés Bertel Thorvaldsen, y ambos dan forma definitiva al estilo en Roma, que continuará
siendo –ya por muy poco tiempo-, la capital de la escultura. Ambos son imitadores del arte
clásico y dedicados, con sus diferencias, al mundo de los dioses. Houdon, Sergel o Shadow,
aunque también interesados por el arte clásico, representan una tendencia más sensitiva y
psicológica, centrando su atención en la representación del hombre.
2. La búsqueda del ideal: Cánova y Thorvaldsen
Antonio Canova como retratista del Imperio, el recuerdo del barroco
Antonio Canova nació en Possagno (Venecia) en 1757, donde comenzó su formación dentro
del barroco veneciano de la mano de G. Bernardi. Sus primeras obras venecianas, como Orfeo
y Eurídice o Dédalo e Ícaro, están impregnadas todavía del espíritu barroco que reinaba en la
ciudad de la laguna, especialmente de los
juegos de luces y claroscuros reconocibles
en su escultura. Hacia 1780 se desplaza a
Roma donde, inspirado en la Antigüedad
clásica y poderosamente influido por los
principios teóricos de Winckelman y Milizia,
definió el estilo que le caracteriza. En Roma
se acercó a los escultores del momento y
frecuentó muy especialmente el taller de
Cavaceppi, escultor conocido por sus copias
de la antigüedad y por sus restauraciones;
asistió a la Academia de Francia, tomó
apuntes de la colección vaticana y visitó las
ruinas de Pompeya y Herculano orientando,
de este modo, sus intereses artísticos hacia
el mundo antiguo.
Instalado definitivamente en Roma en 1781
como artista conocido y admirado, inicia
Antonio Canova: Teseo y el Minotauro, c.1781-1783.
una serie de obras de temática mitológica que recrean el arte antiguo siguiendo las teorías
neo-clásicas ya comúnmente aceptadas. Sin embargo, aún siendo el más próximo a los ideales
winckelmannianos, conserva la gracia naturalística de su formación véneta. Las obras de
Canova fueron fruto de una larga elaboración, de una ejecución realizada con un detallismo
casi artesanal; forjado a través del estudio y el trabajo, mediante la práctica diaria del dibujo
perfeccionó el desnudo y superó las deficiencias de sus primeros estudios anatómicos.
De esta etapa romana destacan obras como Teseo y el Minotauro, donde se manifiesta la
maestría técnica y la perfección en el acabado y en el pulido que le serán característicos.
Realizó Canova también numerosos monumentos funerarios para pontífices, príncipes y
personajes destacados, desde Napoleón hasta Catalina la Grande de Rusia, creando una
tipología que sería seguida por los escultores del momento y los posteriores. El más célebre
fue el de María Cristina de Austria, en la Iglesia de los Agustinos de Viena.
Canova encarna el gusto de su tiempo, plasmando la belleza natural en reposo, libre de
movimientos espontáneos que contrastan con la etapa precedente. De este modo fija las
bases del Neoclasicismo, desempeñando el papel de ideal estilístico de una época al saber
moldear la materia, crear la sensación de mórbida carnalidad y jugar con el efecto de la luz.
A.Canova: Mausoleo de Clemente XIII, 1792.
A.Canova: Ángel de la muerte del Mausoleo de
Clemente XIII, 1792.
Sus obras reflejan su propia concepción de belleza, que nace de la humanización y vivificación
de los modelos ideales de la antigüedad. Así encontramos que tres serán las corrientes
principales de la producción artística de Canova:
1. Desnudos de gran sensualidad, traducción aplicada a la escultura del concepto de
gracia de Winckelmann. Las tres Gracias encarnan el desnudo femenino en toda su
perfección, y en ellas el artista parece querer reflejar algo de su mundo interior.
2. Estatuas o relieves de obras de la antigüedad, a veces reelaboradas y otras
corregidas.
3. Retratos realistas, donde, superada la tradición véneta de los siglos XVII y XVIII,
trabaja el mármol como si fuera un medio plástico, de precisa factura en los acabados
de los particulares crea un tipo de retrato realista e ideal a la vez.
Canova, al igual que otros escultores del momento,
fue llamado a París también por Napoleón en varias
ocasiones; preocupado por rodearse de los mejores
artistas empleó también el emperador a los
escultores franceses formados en Roma y que
habían trabajado bajo la dirección de David. El arte
juega en este momento un papel propagandístico
de primer orden al centrarse en el culto a la persona
de Napoleón: sus retratos se propagaron por todo el
imperio, siendo evidente la voluntad de sentirse
heroificado, actitud acorde con los ideales
neoclásicos.
Canova: Napoleón Bonaparte, 1806.
Canova llegó a Paris en 1802 para esculpir un busto
del emperador y en 1806 realiza su Napoleón como
Marte Pacificador, que sostiene en una mano el
globo con la victoria. La representación es heroica y
sublime, el emperador desnudo (como una
divinidad romana) sosteniendo la victoria sobre el
mundo en su mano derecha que parece no fue del
agrado del retratado.
Ya en el ámbito del retrato
idealizado
–donde
se
compara al personaje con
una divinidad-, de esta época
imperial encontramos las
obras Leticia Bonaparte,
como Agripina sentada, y el
retrato de Paulina Borghese
Bonaparte como Venus
vencedora.
Canova: Paulina Borghese, Roma, h. 1804.
Su fama como artista le abrió
numerosas puertas y lo
convirtió en un hombre
enormemente influyente, a
quien el Papado encomendó
algunas misiones delicadas,
como la recuperación de las obras de arte expoliadas por Napoleón. Canova fallecería en
Venecia el 13 de octubre de 1822.
Canova: Letizia ramolino, h. 1804.
Canova: Las tres Gracias.
El modelo griego de B. Thorvaldsen
Es Thorvaldsen junto al italiano Antonio Canova la figura de mayor relieve de la escultura
neoclásica, además de la encarnación de sus ideales. Nacido en Dinamarca en 1770 llega a
Roma en1797, tras estudiar en la Academia de Bellas Artes con Abildgaard.
En Roma se dio a conocer en 1803 con la obra,
encargada por Thomas Hope, Jasón; esta
escultura es de estatura colosal, 242 cm., a través
de la cual se expresa su carácter heroico. Basada
en el Doríforo de Policleto, esta obra conquista
de inmediato la admiración de todos debido a su
nobleza, la perfección de sus formas y el
equilibrio de sus volúmenes, que no se va
perturbado por la expresión de contenidos
pasionales.
B. Thorvalsen: Jasón, 1838.
Define la figura de la estatua según cánones o
sistemas de proporciones, sacrificando el
movimiento y la luz a un exacto contrapeso de
los volúmenes. Sus mármoles afinados, pulidos,
tienen cierto encanto de reposo, son lo que
podríamos llamar bien dibujados, en ellos no hay
errores, pero tampoco ofrecen grandes
novedades, son versiones nobles y amables del
cuerpo humano.
Intentó hacer revivir la sublimidad de la escultura griega, pero nunca visitó Grecia y basó su
admiración principalmente en las copias de la época helenística o romana. Comparado con
Canova, sus obras resultan frías, sus esculturas están trabajadas con más lógica y tienen una
gran precisión y claridad,
pero les falta la sensibilidad
de Canova.
Sus obras de tema clásico o
mitológico son innumerables
hasta que se sintió atraído
por el arte religioso, en el
que buscaba también lo
sublime. De hecho sus obras,
paganas o religiosas, sólo se
diferencian
por
el
tratamiento de las vestiduras
y los atributos.
Cultivó el género del relieve
de acuerdo a un estilo lineal
B. Thorvalsen: Júpiter y Gamínedes, 1818.
por influencia de los modelos romanos y de los dibujos de Flaxman; la temática de estos suele
ser mitológica, basada en episodios homéricos, o alegórica. En este campo cultivó también la
restauración, actuando sobre los mármoles de Egina; esto trajo consigo un alejamiento de los
modelos helenísticos admirados por Winckelmann y un acercamiento hacia los más antiguos.
El testimonio de su devoción arqueológica hacia el arcaísmo griego queda reflejado en obras
como el Autorretrato realizado en 1839.
B. Thorvalsen: Las tres Gracias, 1817-1819.
B. Thorvalsen: Cristo, 1821.
Thorvaldsen, interesado por la escultura griega y la cerámica etrusca, llevó a su extremo el
rigorismo clasicista de Winckelman, es decir, no intenta imitar la belleza del modelo antiguo
sino traducir la figura humana en forma ideal. Esto le lleva a abandonar todo aquello sensorial
o sentimental, de tal manera que sus figuras parecen absortas en la meditación, sin pasión
alguna. En su obra Jasón y el vellocino de oro (1803), inspirada en el Doríforo de Policleto,
Jasón aparece como un joven con el vellocino en su brazo izquierdo; la flecha apoyada en su
espalda, el puñal colgando y el casco nos lo muestran como un guerrero, pero ya no se trata
del guerrero activo en plena batalla, sino más bien un héroe victorioso en un momento de
reflexión después de la lucha. Su cuerpo desnudo y la cabeza de perfil remiten al mundo
clásico, pero no a la etapa helenística, de donde habitualmente se extraían los modelos, sino al
siglo de Pericles. En su cuerpo idealizado no encontramos el reflejo de la pasión y el
sentimiento, sino la "noble sencillez y serena grandeza" que, según Winckelmann, convertía a
la estatuaria griega en la mejor producción de toda la historia del arte. En Ganímedes nos
relata la leyenda de “el más bello de los mortales", príncipe de la familia real de Troya y
descendiente de Dárdano, que cuando pastoreaba con su rebaño sobre una montaña, cerca de
Troya, Zeus lo vio y se enamoró apasionadamente de él. El dios se transformó entonces en
águila y se lo llevó por los aires hasta el Olimpo, donde le convirtió en copero de los dioses. Allí
vertía el néctar en la copa de Zeus. El águila que le transportó por el aire fue convertida en
constelación.
Unos han alabado la nobleza y tranquilidad clásica que emana de sus obras; otros las han
rechazado por insípidas y vacías. Su estilo, por tanto, difiere del de Canova por lo que cada uno
tuvo sus defensores acérrimos y sus seguidores.
3. Hacia el eclecticismo
Canova y Thorvaldsen marcaron la escultura de la primera mitad del s. XIX. Según John
Flaxman (1755-1826) los artistas antiguos sublimaron los sentimientos en sus obras.
David D’Angers (1788-1856) se situa entre el clasicismo y el
romanticismo con su 500 medallones individualizados de
escritores y artistas. Su cabeza de Chateaubriand (1829),
desea captar la interioridad del retratado, reflejar sus
valores, el espíritu del romanticismo. D’Angers también
realizó obras públicas como el monumento funerario al
General Bonchamps (1822), ejemplo de pervivencia de los
modelos griegos.
Las experiencias escultóricas del pintor Théodore Géricault
(1791–1824) –unos pocos grupos de pequeño tamañopermanecen como los primeros intentos (aunque aislados,
desde luego, por la muerte del artista y por lo alejados que
quedaban de cuanto entonces se hacía) de extraer de la
David D’Angers; Chateaubriand, 1829. materia la expresión se un sentimiento apasionado y
violento.
David D’Angers: Monumento funerario al general Bonchamps, 1819.
romanticismo.
El grupo de Ninfa y sátiro
(1820), tallado directamente
sobre la piedra, es un
anuncio
del
fecundo
entusiasmo que habría de
suscitar Miguel Ángel entre
todos los grandes escultores
del siglo: la figura femenina
se inclina trágicamente
resignada,
mientras
la
inacabada masa del sátiro
emerge como una sombra
que alcanza un violento
dramatismo. La violencia de
la relación amorosa es un
tema del más exacerbado
Los problemas de la
escultura para
plasmar el nuevo
estilo romántico
En el siglo XVIII, el término
Romanticismo designaba un
ambiente, un paisaje. No era
un adjetivo favorable ni
desfavorable; nadie suponía
que bajo ese nombre se iban a
librar grandes batallas en los
campos artísticos y literarios
europeos.
Como sabemos, lo que
determina el Romanticismo
Théodore Géricault: Ninfa y Sátiro.
será la unanimidad de todos
sus componentes para adoptar una nueva concepción de belleza. Lo bello, para los
románticos, no estará basado en un inventario oficial de caracteres y elementos, sino que será
revelado por la emoción siendo, la belleza, algo divino, inmortal. Esta declaración está implícita
en el manifiesto del Romanticismo alemán del Sturm und Drang, cuando expone que el
principio del arte es una manifestación divina, reclamando –tanto para el artista como para el
espectador-, una verdadera devoción, necesaria tanto para componer como para disfrutar de
la obra creada.
Será el Salón de París de 1831 donde empiezan a
presentarse obras escultóricas que insinúan una
evolución hacia el espíritu romántico; será este
Salón, por tanto, el Primer Salón Romántico en lo
que se refiere a la escultura. Entre las obras
presentadas destacan Ángel rebelde de Ch.
Marochetti; Rolando furioso de Jean Duseignier o
la Lucha del tigre y el cocodrilo de Barye. Rude, el
gran escultor romántico, presenta en este Salón la
escultura Joven pescador napolitano, donde busca
la más exacta representación del natural.
J. B. Carpeaux: La danza, 1867.
Uno de los intereses fundamentales de la escultura
romántica es su preferencia por dar a conocer la
fuerza expresiva. Describir pasiones, movimientos,
expresiones como el dolor manifestado por las
bocas abiertas y exclamativas o los brazos tendidos
y las manos crispadas serán las particularidades
manifiestas del estilo, como así podemos observar
en las obras de Rude La marcha de los voluntarios o
Marsellesa o en la del también francés J. B . Carpeaux La danza.
Sin embargo, y como afirman Dolores Antigüedad y Sagrario Aznar, la escultura está sometida
en la mayoría de los casos al más estricto dogma académico no siendo capaz (excepto
excepciones) de ofrecer más que obras frías cargadas de un absurdo eclecticismo, a pesar de la
cantidad de obras conservadas y admiradas.
Estas mismas autoras nos recuerdan como Baudelaire, en su ensayo titulado “Por qué la
escultura es aburrida” alude, desde un punto de vista estético, a los peligros que el estilo
academicista imponía, convirtiendo a la escultura en algo monótono y rígido que no aportaba
nada a la nueva sensibilidad moderna. Y parece que su llamada de atención tuvo resonancia
años después: Rodin reivindicando el fragmento inconcluso fuera del pedestal, y después
Picasso “dibujando el espacio”, sentaron las bases para que la escultura volviera a jugar un
papel imprescindible en la historia del arte.
Las mismas autoras afirman que los términos romanticismo y clasicismo son difíciles de usar en
un sentido estricto, ya que para la escultura no ha sentido este movimiento como tal, ni en un
sentido plástico ni literario. Pero ¿Por qué ocurre en escultura y no en el resto de las
manifestaciones artísticas?, la respuesta podemos encontrarla en la propia aplicación del
término; en Inglaterra se aplicaba a aquello que poseyera visos de irrealidad o de pintoresco;
en Alemania para designar la contraposición entre lo medieval y lo antiguo, reclamando así el
estilo gótico como reacción al Imperio napoleónico.
Por otro lado existía la convicción de que la escultura había alcanzado la perfección, y por
tanto era insuperable, en la antigua Grecia. Además la escultura sólo podía expresar atributos
externos como fuerza, serenidad o gracia y no la vida interior como sí podía revelar la pintura,
tan importante para los románticos.
Por todo ello la escultura romántica se
desarrolla bajo los esquemas de la exaltación e
las glorias nacionales, la inspiración literaria,
los
retratos,
los
monume
ntos
conmemorativos y los funerarios. Las nuevas
aportaciones a estas representaciones las
encontramos en el retrato caricaturesco y en el
monumento funerario.
François Rude (1784–1855) es, sin duda, el
escultor más importante del momento. Se dio
a conocer con la obra Pescador napolitano,
presentada en el Salón de 1831, que
determinaría su fama y en la que se hacen
evidentes las líneas hacia las que se
encaminaría su escultura.
En 1807 se trasladó a París, desde Dijón,
frecuentando los talleres de P. Cartellier y de
François Rude: Partida de voluntarios en 1792 (La
Marsellesa), h. 1833.
Gaulle. Tras la restauración borbónica partió para Bélgica exiliado al ser partidario de
Napoleón, donde realizó decoraciones en estilo neoclásico y el Busto de Jacques Louis David.
Su reconocimiento como escultor vino de la mano del altorrelieve realizado para el Arco del
Triunfo de l’Étoile, conocido popularmente como La Marsellesa, y donde se glorifica a la
Revolución Francesa. Este trabajo deja ver un estilo totalmente personal en el tratamiento de
aquella diosa alada de la libertad que destaca sobre los expedicionarios con un gesto de
avance, empuñando la espada con su mano derecha y lanzando un grito de venganza y libertad
en sus labios.
Otras obras de Rude son el Retrato del mariscal de Saxe (1835) , La Virgen y San Juan de la
iglesia de Sant Vicent de Paul de París (1848– 1852) o Juana de Arco (1845) guardada en el
Museo del Louvre de París.
Pero sus mejores obras son las realizadas durante los años 1836 y 1848 que serán expresión
directa de sus ideales políticos. En 1846, por encargo de un antiguo capitán de granaderos
bonapartista (Noisot), realiza un modelo totalmente gratis para levantar un monumento al
emperador en las tierras que este capitán tenía en Fixin (Côte d’Or); el resultado fue la obra
Napoleón despertando a la inmortalidad, un monumento en el que evoca la visión de
Napoleón que vuelve lentamente a la vida, desprendiéndose de su mortaja con su brazo
derecho, y que se eleva hacia la gloria con su cabeza coronada de laurel. Es esta obra un
ejemplo de cómo Napoleón fue, durante el periodo romántico, una importante fuente de
inspiración.
Antoine Louis Barye (1796–
1875), hijo de un orfebre
parisino, comienza su vida
artística como pintor siendo
discípulo del Barón de Gros e
inspirándose en las pinturas
de Géricault y Delacroix.
Quiso estudiar en Roma sin
conseguirlo y comienza a
trabajar con el orfebre
Fauconnier, momento en el
comienza a modelar la
escultura animalística a la
que deberá su fama. Su
formación
artística
la
completa con el escultor F. J.
Bosio.
Es su especialidad la
escultura animalística donde
jaguares, tigres, leones…,
generalmente en lucha, llenan su estudio; Barye resucita un género que sólo desde la antigua
Roma, y esporádicamente con el tardomanierista Tacca, había tenido cierto esplendor. Sus
Antoine-Louis barye: León y serpiente, 1832-1835.
Antoine-Louis Barye: León y serpiente. 1832-1835.
grupos de animales están realizados con precisión
científica y de sus manos surgen exactas
representaciones casi coincidentes con las escenas
pintadas por Delacroix.
James Pradier: Odalisca sentada, 1841.
Entre sus obras destacan León y serpientes, Tigre y
cocodrilo (1831) y Lobo y cierva, conservadas en el
Museo del Louvre de París, o Tigre devorando un
ciervo (1834) del Museo de Bellas Artes de Lyon;
todas ellas son fruto de la una observación naturalista
derivada del estudio de la anatomía y de la disección
de animales en el Jardín des Plantes. La escultura de
Barye alcanza una gran tensión dramática gracias al
vigor de las masas y los efectos del claroscuro, de tal
modo que hasta la silueta y el vacío que deja la
ocupación de los espacios contribuye a subrayar la
fuerza agitada de lo representado.
Barye realizó también algunas obras para ensalzar la memoria de Napoleón. Sus estatuas
ecuestres de Ajaccio y Grenoble son muestra de ello. Inspirado en la mitología clásica, Barye
esculpió también Teseo luchando contra el Minotauro (1846-1848), conservada en el Museo
del Louvre.
Juanto a estos artistas que cultivan lo pintoresco también los hay que manipularon el canon
clásico para agradar a un público ya no tan interesado por la belleza clásica. James Pradier
(1790-1852) con Odalisca sentada (1841) enlaza con las de Ingres, llenas de erotismo.
En caricatura destaca el pintor e ilustrador francés
Honoré Daumier (1808–1879), cuyas obras están tratadas
desde una óptica de muy marcada protesta social. Es
Ratapoil, probablemente la caricatura de un político, un
personaje flaco y tenso que camina velozmente
produciendo una impresión de inacabado aunque lo está
hasta los más mínimos detalles.
Daumier modela alrededor de cuarenta bustos, en barro
crudo pintados al óleo, de los cuales sólo subsisten los
treinta y seis que se conservan en el Museo de Orsay, las
Célébrités du Juste Milieu (Celebridades del justo medio).
Honoré Daumier: Ratapoil, c. 1850.
Estos bustos le sirvieron a Daumier como modelos para
las litografías publicadas en La Caricature y Le Charivari.
De este modo, diputados, pares de Francia y también
amigos de Daumier conviven en una galería de retratos a
veces crueles, pero siempre divertidos, que superan el
simple envite de la caricatura.
Edgas Degas y la búsqueda del
movimiento
La renovación de la escultura en la
segunda mitad del siglo XIX tiene lugar
bajo el signo de la pintura . Los
precursores del nuevo rumbo habían sido
pintores como Géricault y Daumier, con
sus incursiones en la talla y el modelado,
respectivamente. Al final del siglo XIX y
comienzos del XX, Degas,
Honoré daumier: Laurent Cunin.
Gauguin y Matisse (así como Renoir y
Bonnard) cultivaron la escultura de
manera más o
menos
regular,
produciendo muchos experimentos y
algunas piezas maestras. Incluso la obra
del más grande escultor de la época,
Rodin, está impregnada de rasgos
pictóricos que lo aproximan a los
impresionistas: la búsqueda de efectos de
luz y movimiento tendentes a disolver la
forma.
Degas llevó a cabo, coetáneamente a sus cuadros de bailarinas, bañistas o caballos, piezas
escultóricas con temas similares, aunque sólo en la exposición impresionista de 1881 dio a
conocer públicamente una de estas obras, una figura de cera que representaba una bailarina.
En su estudio, sin embargo, conservaba muchas más, como El baño, entonces conocidas por
unos pocos, que fueron fundidas en bronce después de su muerte. Todas eran pequeñas, en
un material tan poco perdurable como la cera y
de apariencia fragmentaria y experimental. A
pesar de ello, ni en el más amplio sentido
podrían merecer el calificativo de impresionistas,
pero encierran aspectos de gran interés. Son
piezas radicalmente diferentes a las “nobles”
esculturas cargadas de contenido que se
exponían en los salones exaltando valores
permanentes.
Edgar Degas: Pequeña bailarina.
Su ilusionismo, fundamentado en la captación de
un instante concreto e, incluso, eventualmente
reforzado con elementos reales –pelo, telas-,
resulta, paradójicamente, muy provocador,
porque obliga a forzar el pensamiento; el
instante no puede ser tan duradero como la
permanente materia escultórica sugiere, de tal
manera que genera una tensión extraña entre la
idea y su forma.
Degas había comenzado a modelar estatuillas de caballos y bailarinas para resolver ciertos
problemas planteados por su pintura, pero, paulatinamente (y a medida que su vista se hacía
más débil) les dedicó cada vez más tiempo y esfuerzo. En una de sis figuras de bailarinas se
advierte, como en su pintura, la búsqueda del movimiento instantáneo, sin renunciar a cierto
equilibrio clásico.
La bailarina de Degas puede compararse con la estatua de Rodin, Iris, mensajera de los dioses,
que exhibe en todo caso una expresión más intensa y violenta. En pleno salto de danza (una
bailarina de cancán posó para el artista), las piernas abiertas forman un arco en la máxima
tensión – el arco iris que une el cielo y la tierra- cuyo centro es el sexo. Igual que Degas cortaba
a veces sus figuras en el borde del lienzo, Rodin prescinde de la cabeza y el brazo de la figura, y
así concentra la expresión en los miembros restantes.
Auguste Rodin (1840-1917) y la emancipación del monumento
Aunque las experiencias de Meunier y Rosso y, probablemente, la misma renuncia de Degas a
exponer sus trabajos escultóricos se producen después de que la obra de Rodin fuera conocida
públicamente, la personalidad de este escultor es tan grande –sin duda, la mayor del siglo- que
sus aspiraciones son mucho más complejas y, como toda figura genial, su obra se proyecta,
desde la mejor tradición escultórica occidental, más allá de los iniciales problemas meramente
realistas y visuales, hasta enlazar con el Simbolismo.
La carrera profesional de Rodin, es decir, su
formación, promoción personal y reconocimiento
público, siguió un proceso relativamente similar al
vivido por cualquier otro escultor francés de su
tiempo; es cierto que fracasó en sus intentos de
entrar en la Escuela de Bellas Artes y trabajó
como ayudante de decoración, al tiempo que
asistía a los cursos de dibujo de Barye, pero sus
obras más conocidas y populares están
estrechamente relacionadas con su respaldo
oficial. Ello revela en qué medida un escultor
moderno –al menos tan moderno como los
impresionistas- dependía de un sistema artístico
completamente tradicional (academia, salones,
encargos públicos), al que los pintores más
avanzados de su generación ya habían
renunciado. De hecho, las primeras piezas que
Rodin dio a conocer en los salones de los años
setenta eran desnudos masculinos que
Rodin: Un hombre andando.
conciliaban el realismo anatómico con una cierta
sensualidad inspirada en Donatello y Miguel
Ángel, que era muy familiar para el público de París, aunque en ellos se intuía ya el vigor y la
plasticidad del material que habrían de tener sus obras posteriores.
En 1880, el gobierno francés
encargó a Rodin las puertas del
Museo de Artes Decorativas de
París,
que
nunca
se
construirían. Algunas de las
piezas que inicialmente fueron
pensadas como partes de se
conjunto, el más importante
trabajo de su carrera, se
encuentran entre las más
populares esculturas de todos
los tiempos, de modo que,
hasta cierto punto, Las puertas
del
infierno
pueden
considerarse una fuente de
ideas. Bajo el recuerdo de las
Puertas del Paraíso de Ghiberti,
Rodin se inspira en el canto del
“Infierno” de la Divina Comedia
de
Dante,
aunque
probablemente
su
interpretación tenga más que
ver con la trágica visión que se
desprende de Las flores del mal
de Baudelaire, donde pasiones
culpables
y
deseos
insatisfechos arrastran a la
desesperante
condición
Rodin: Las puertas del Infierno.
humana; los cuerpos, que
parecen hundirse y emerger de
un fluido turbulento, se encabalgan como poseídos por un patetismo impotente que los
conduce al abismo. Los episodios principales son la pareja enlazada de Paolo y Francesca, a la
izquierda, origen del célebre Beso, y las figuras de Ugolino y sus hijos, a la derecha, también
conocido de manera exenta, como si el escultor hubiese sucumbido a la tentación de “liberar”
de aquel espacio cavernoso a tales criaturas. De hecho, los únicos elementos que
originariamente parecen ya tener una concepción claramente independiente son el grupo de
Las tres sombras, que remata el conjunto, esencialmente la misma figura interpretada desde
distintos ángulos a partir del modelo de Adán, testimonio singular de su modo de trabajar, y El
pensador, cuya meditabunda pose se contrapone a la agitada escena del dintel. El poder
expresivo de esta escultura, concebida en principio como El poeta, retrato simbólico de Dante
que contempla en su pensamiento las escenas que suceden a su alrededor, se transforma
sugestivamente al quedar extraída de aquel contexto por el propio Rodin, de modo que su
significado se multiplica, aunque también se banaliza, grandeza y miseria de las creaciones
simbolistas, y, en general, de todas aquellas obras de arte convertidas en iconos.
Esta conciliación entre lo tradicional y lo nuevo fue segurame nte determinante para que el
gobierno francés le encargara Las puertas del infierno, el más importante trabajo de toda su
carrera, en relación con el cual se encuentran sus piezas más famosas, como El pensador o El
beso. Paralelamente, Rodin se ganó una merecida reputación como retratista tanto por su
habilidad en la descripción física como en la psicológica. Sus bustos llegaron, incluso, a
trascender la caracterización de seres concretos para convertirse, casi, en prototipos humanos.
El prestigio público que Rodin había
alcanzado en los años ochenta le
facilitó también la realización de varios
monumentos conmemorativos que se
encuentran entre los más singulares
del género. El primero de ellos fue el
dedicado a Los burgueses de Calais, en
honor de Eustache de Saint-Pierre y
sus cinco compañeros entregados al
rey inglés Eduardo III durante el sitio
de la ciudad. Este grupo de mártires
patriotas alcanza su grandeza desde su
condición ciudadana, por lo que no
necesita pedestal: Rodin analiza cada
respuesta individual, al tiempo que las
seis figuras –en esencia un fragmento,
lejos de la jerarquía impuesta por los
tradicionales monumentos- quedan
integradas sólo por la emoción
derivada
de
sus
actitudes,
Rodin: Danaide.
paradójicamente más propia de lo
privado que de lo público. Su otro gran
monumento –al igual que el de Calais, “antimonumental”- fue dedicado a Balzac, al que
presenta en pie, como si una extraña energía le despegase del suelo, cuya espectral presencia
se impone avasalladoramente. En 1900, al mismo tiempo que se celebraba en París la
Exposición Universal, una instalación retrospectiva reunía una gran parte de su obra, lo que
sirvió para reforzar su audiencia internacional. Sus conquistar formales, consecuencia de un
concepto escultórico nuevo, eran ya patrimonio de todos.
Su escultura no obedecía a una descripción plástica pormenorizada, consecuencia de una
percepción externa que condujese a un resultado cerrado y completo, sino que como la
Danaide, sugiere siempre una constante y sugestiva transformación visual derivada de su
condición fragmentaria: la figura emerge de una masa que parece recibir vida desde el interior
para irradiarla en el exterior. Pero su renovación fue, incluso, mayor: inició el ensamblaje más
o menos aleatorio de piezas previamente modeladas por él, de modo que dejaba intuir las
posibilidades de una “construcción arbitraria”, y exploró, conscientemente, el alcance
expresivo de la textura, tanto de los materiales en general como del acabado concreto de cada
uno de ellos.
La fugacidad de Medardo
Rosso (1858-1928)
El escultor que más se aproximó a una
representación fugaz de las cosas visibles
fue el italiano Medardo Rosso. Sus temas,
absolutamente intrascendentes, como la
La edad de oro, que representa a una
madre con su hijo, suponen, en sí mismos,
un radical distanciamiento de cualquier
teoría escultórica sustentada en la
interpretación espacial de objetos
tangibles, y, por consiguiente, están lejos
de ser concebidos como soportes de un
discurso literario. Ese sentido sus obras,
también realizadas en cera, están en la
misma línea que las de Degas, es decir, son
fruto de una visión transitoria.
Medardo Rosso: La portera (arriba), 1883; y Niño enfermo
(abajo), 1889.
Sin embargo, Rosso fue mucho más allá en
dos sentidos, en primer l ugar, en el
modelado, que deja de ser compacto para
explorar la posibilidad de destruir, al fina,
los límites materiales, intuirlos o
desvanecerlos como si la pieza fuera
verdaderamente un fragmento de la
realidad y no un simple ensayo, y, en
segundo lugar, en la transformación
perceptiva que supone una variable
incidencia de la luz sobre el objeto –lo que,
de hecho, constituye el paralelismo más
cercano del impresionismo- de modo que
la
pieza
adquiere
una
cierta
inmaterialidad, al menos visual, que llega a
sugerir una fusión con el espacio
circundante. En Niño al sol, de 1892 la
variable incidencia de la luz en la superficie
traslúcida de la cera, que parece
desvanecerse, constituye un elemento
esencial de esta obra.
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