Los procesos desamortizadores en el Madrid del siglo XIX Desde un punto de vista etimológico, desamortizar no es otra cosa que deshacer la amortización. En efecto, durante el Antiguo Régimen, una característica fundamental de buena parte del patrimonio de la iglesia es que estaba amortizado; es decir, no se podía vender, ni enajenar. De esta manera la iglesia se aseguraba la propiedad de estos bienes “por los siglos de los siglos”. Durante el siglo XIX la agricultura fue la actividad económica más importante. Más de la mitad de la renta nacional procedía del sector agrícola y ganadero, que ocupaba también un lugar destacado en el comercio de exportación. Sin embargo, tres notas caracterizan a la agricultura española de dicha centuria: su ancestral tecnología, su escaso espíritu innovador y la tradicional estructura de la propiedad. Seguía aferrada al arado romano yal cultivo de año y vez. Este estancamiento agrario explica, en gran parte, el retraso de la modernización económica del país. Por otra parte, España venía sufriendo, desde tiempo inmemorial, una des - i g u a l distribución de la tierra. Un pequeño número de familias aristocráticas y entidades eclesiásticas poseían grandes latifundios en la mitad sur de la Península. Mientras grandes extensiones de tierra, propiedad de la Iglesia o de la Corona, permanecían incultas por falta de capital o de iniciativa empresarial, un número muy elevado de braceros y jornaleros aspiraba a un trozo de tierra propia y sufría todo el rigor de las calamidades del campo. La preocupación por mejorar la agricultura y redimir las circunstancias del campesinado se pusieron de manifiesto desde el siglo XVIII, aunque entonces no pasaran de tímidos intentos. Antecedentes históricos: La agricultura fue sin duda uno de los temas que llamó poderosamente la atención de los ilustrados, debido sobre todo al aumento demográfico, la elevación de los precios agrícolas, el incremento de la renta en los arrendamientos y al descrédito de la Mesta, junto a las doctrinas fisiocráticas en auge. Fruto de aquella preocupación fue el expediente de la Ley Agraria de 1766, en el que se pedía a los intendentes que expusieran sus ideas respecta a los problemas del campo. Las respuestas emitidas constituyeron la base sobre la que debía redactarse la deseada Ley Agraria que, como tal norma general, nunca llegaría a nacer. Era pensamiento de la época que las tierras en poder de la Iglesia, así como las de los municipios o de otras "manos 1 muertas", rendían poco, estaban al margen del libre comercio y no tributaban a favor de la Hacienda Real. Hombres como Olavide (intendente de Andalucía) y Jovellanos coinc i d í a n e n l a conveniencia de convertir las tierras concejiles, en especial los baldíos, en bienes de propiedad privada, aunque diferían en el procedimiento. El "Plan" de Olavide (o "Código de Agricultura" como él lo llamaba) parece referirse sólo a la desamortización de los bienes baldíos. Mientras que Jovellanos en su Informe, aunque distingue entre los baldíos ("tierras vacantes") y "tierras concejiles", aconseja la reducción de todas estas fincas a bienes de propiedad privada, que estaban en régimen de “manos muertas” o improductivas. Legislación desamortizadora de Carlos III Ésta concierne sólo a los bienes municipales y tiene su raíz en la crisis agraria y los motines de subsistencia de 1766, el célebre de Esquilache. Nada que ver con la desamortización realizada en Nápoles durante su dilatado reinado en las Dos Sicilias, donde fueron incorporadas a la hacienda real todos los bienes que no pudieron justificar la titularidad de su propiedad, y al igual que a la oligarquía local, se les hizo extensiva la contribución fiscal. Además, limito el número de eclesiásticos tanto seculares como regulares, e incluso alentó una tibia desamortización de los bienes de la iglesia al incorporar a la hacienda aquellos bienes que estaban en lo que entonces ya se denominaba “manos muertas”, esto es, improductivos. Por el contrario, en España no se centró en los bienes de la iglesia. El conde de Aranda, en Real Provisión de ese año, mandaba que los baldíos y las tierras labrantías propias de los pueblos de Extremadura se dividiesen en arrendamiento e n t r e l o s v e c i n o s m á s n e c e s i t a d o s , a t e n d i e n d o , e n p r i m e r l u g a r , a l o s b r a c e r o s y jornaleros. Esta medida se extendió a todo el r eino en 1767. Su fin principal era el beneficio común, el fomento de la agricultura y el facilitar a los braceros terreno propio que cultivar. Pero la vigencia de estas Reales Provisiones duró poco, pues en 1770 fueron derogadas y las tierras que quedaban por repartir se decidió que se entregasen, en primer lugar, "a los labradores de una, dos y tres yuntas" y, en segundo lugar a los braceros y jornaleros. Con estas modificaciones se abandonaba la finalidad primitiva de las reales provisiones y su preocupación por una reforma social agraria. 2 Leyes desamortizadoras de Carlos IV La denominada desamortización de Godoy fue la primera desamortización propiamente dicha llevada a cabo en España. El objetivo de la desamortización fue hacer frente al enorme déficit y al asfixiante endeudamiento que padecía la Hacienda Real como consecuencia del gran incremento del gasto que supusieron las guerras de la Convención (193-1795) contra la Francia revolucionaria y de nuevo contra Gran Bretaña, iniciada en 1796 y que supuso un verdadero descalabro para la Monarquía de Carlos IV porque la Armada británica cortó las comunicaciones con el Imperio español de América, de donde procedían los principales ingresos para la Hacienda Real, tanto en metales preciosos como en derechos de aduanas. De este modo uno de los grandes retos que tuvo que afrontar Mariano Luis de Urquijo, tras la caída de Godoy en marzo de 1798 fue la práctica bancarrota de la Hacienda Real, cuyo déficit se había intentado sufragar hasta entonces con continuas emisiones de vales reales cuyo valor se había ido deteriorando, ya que el Estado tenía muchos problemas para pagar los intereses y los vencimientos de éstos. Para solucionar este problema Urquijo recurrió a una medida extraordinaria: la apropiación por el Estado de ciertos bienes "amortizados", su posterior venta y la asignación del importe al pago de la deuda a través de una Caja de Amortización. Lo paradójico fue que esta primera desamortización española fuera conocida como la "Desamortización de Godoy". Entre los bienes desamortizados se encontraban los de los Colegios Mayores, los bines que quedaban de os jesuitas, llamados temporalidades que les fueron confiscados durante el reinado de Carlos III y todos los bienes fundos pertenecientes a hospitales, hospicios, casas de misericordia, de reclusión y de expósitos, cofradías, memorias y obras pías y patronatos de legos, bajo el interés anual del tres por ciento a los desposeídos». Sin embargo, gran parte de los fondos de las ventas no fueron ingresados en la Caja de Amortización sino que fueron dedicados por Manuel Godoy, que volvió al poder a finales del año 1800, a los gastos de la nueva guerra con Gran Bretaña (1803-1808). Por eso Godoy negoció y obtuvo del papa Pío VII una nueva desamortización de bienes de la Iglesia. El 12 de diciembre de 1806 se promulgaba un breve pontificio por el que el papa concedía al rey Carlos IV la facultad de enajenar «la séptima parte de los predios pertenecientes a las iglesias, monasterios, conventos, comunidades, fundaciones y otras cualesquiera personas eclesiásticas, incluso los bienes patrimoniales de las cuatro Órdenes Militares y la de San Juan 3 de Jerusalén». A cambio recibirían el tres por ciento del valor de los respectivos bienes desamortizados. Con la llamada «desamortización de Godoy» en diez años se liquidó una sexta parte de la propiedad rural y urbana que administraba la Iglesia. Además las consecuencias sociales de la misma no deben ser desdeñadas, ya que la red benéfica de la Iglesia quedó prácticamente desmantelada. Y por otro lado la renta del 3% prometida a las instituciones cuyas propiedades habían sido desamortizadas pronto dejó de abonarse por la falta de fondos de la Caja de Amortización. Ni que decir tiene, que ante semejante panorama Fernando VII no tuvo más remedio que echar marcha atrás buena parte de las medidas desamortizadoras emprendidas. Se iniciaba así la desamortización tal como seguirá realizándose en el siglo XIX, es decir, mediante la apropiación par parte del Estado, y por decisión unilateral de éste, de bienes inmuebles pertenecientes a "manos muertas", venta de los mismos y asignación del importe obtenido con las ventas a la amortización de los títulos de la deuda. Esto es, fr e n t e a l p l a n t e a m i e n t o d e l o s i l u s t r a d o s ( d e s a m o r t i z a r p a r a r e f o r m a r l a a g r i c u l t u r a ) , s u r g e d e s a m o r t i z a r p a r a s a n e a r l a Hacienda Pública. Las desamortizaciones de José I Bonaparte y de las Cortes de Cádiz La desamortización de José I Bonaparte, fue previamente reglamentada por Real Decreto de Napoleón de 4 de diciembre de 1808, acabado el asedio de Madrid. Para llevarla a término desde el 20 de diciembre el consejero de Estado y canónigo de Toledo, Francisco Llorente se encontraba trabajando en el “Plan de Supresión de Conventos”, consistente en suprimir la tercera parte de los conventos existentes. Además de la reforma del clero, lo que realmente se pretendía era nacionalizar los bienes de la iglesia, subastarlos y obtener ingresos suficientes para financiar los costes de la guerra, sostener la depreciada deuda pública, contribuir al pago de la cóngrua de los curas y proporcionar una pensión a todos aquellos monjes que quedaran apartados de los monasterios. Para hacer efectiva la orden se aconsejaba la reunión de varias congregaciones de religiosos en una sola casa, se permitía a los clérigos regulares reconvertirse al clero secular y pastoral, y quedaba expresamente prohibido el ingreso de novicios en los conventos. 4 Las conclusiones de Llorente fueron bastantes esclarecedoras. En primer lugar ponía de relieve la paulatina reducción que se había producido en la población clerical desde finales del siglo XVIII. En segundo lugar y para que el rey y el Ministerio del Interior se hicieran una idea del patrimonio del clero madrileño, daba cuenta de las rentas anuales de las comunidades masculinas, que ascendían a un total de 4.608.390 reales procedentes de tierras y casas, censos, juros y efectos públicos. En tercer lugar, como perfecto conocedor de la estructura eclesiástica y de los planes urbanísticos que estaba elaborando el Ministerio del Interior, se permitía una serie de recomendaciones para hacer más efectiva y provechosa la supresión de conventos. Por ejemplo, sugería que a los edificios de conventos desamortizados se les diera un uso institucional o una utilidad pública, habida cuenta de las necesidades del nuevo organigrama político. Y es que a diferencia de la desamortización de Godoy, en la de Bonaparte primó el principio de la utilidad pública, de ahí que se prefiriera desamortizar antes a reformados y a descalzos que a observantes y escolapios. El 5 de enero de 1809, reinando José I, el gobierno aprobó el plan de Llorente, que iba a suponer exclaustrar y desamortizar 46 conventos (25 masculinos y 21 femeninos), que se vendrían a sumar a los seis que ya habían sido suprimidos desde que comenzó la invasión y algunos de sus edificios empleados como acuartelamientos (El Salvador, San Cayetano, San Gil, San Bernardino, Doña María de Aragón y Montserrat). Incluso se suprimieron otras instituciones eclesiásticas como los Hospitalarios de San Juan de Dios, siguiendo el dictado de la Junta General de Hospitales y las peticiones de los propios profesores de cirugía, pues, según éstos, los clérigos detraían las rentas y sus métodos no eran los mejores para los enfermos. Tras los primeros decretos que vinieron a desamortizar y derribar de forma individualizada a algunos conventos cuyos solares se iban a emplear para hacer reformas urbanas, fundamentalmente plazas públicas, en agosto de 1809 se decretó la exclaustración general, la expropiación y nacionalización de sus bienes, y la subasta de sus propiedades. Sin embargo, la desamortización de Bonaparte no tuvo los resultados esperados y tan sólo se derribaría una docena; esto es, los conventos de la Pasión, San Gil, antiguo de San José, de San Norberto, Santa Ana, Santa Catalina y Santa Clara; y las parroquias de San Juan, San Martín, San Miguel, San Ildefonso y Santiago. El resto de los conventos suprimidos y todas las 5 comunidades que se vieron afectadas por la desamortización recobraron sus propiedades o fueron indemnizadas cuando regresó Fernando VII. Lo paradójico de la situación es que en paralelo a la desamortización de Bonaparte, en 1811 se planteó en las Cortes de Cádiz el problema de la deuda pública. Una de las soluciones que se propusieron fue la de declarar la bancarrota, (es decir, que el Estado liberal no reconociese la deuda contraída por la monarquía absoluta). Pero un grupos de diputados se opuso a ello, consiguiendo mediante un decreto de 1813 que se ratificara el reconocimiento de la deuda que se pagaría con cargo a las rentas de tierras afectadas para tal fin: las de los jesuitas, las pertenecientes a las órdenes militares, conventos y monasterios suprimidos o destruidos durante la guerra; las de la recién a b o l i d a inquisición... y la mitad de los baldíos y realengos. Las fincas se venderían en pública subasta. Este decreto constituye la primera norma legal general desamortizadora del siglo XIX, pero apenas pudo aplicarse debido al inminente retorno de Fernando VII. Durante el trienio liberal, 1820-1823, se restableció la legislación desamortizadora de las Cortes de Cádiz. Por decreto de 1820 se suprimían todos los monasterios de las ó r d e n e s monacales. Con este decreto, uno de los más radicales en este sentido, l a desamortización eclesiástica ya no se reduce a medidas parciales, sino que se tratará de acometer de forma decidida, aunque por la brevedad del perioodo constitucional, habrá que esperar a la conocida desamortización de Mendizábal. La desamortización de Mendizábal Sin duda alguna fue la más importante de todo el siglo XIX, y aunque su mayor incidencia se produjo ente los años de 1836 y 1837, tuvo continuidad durante la regencia del general Espartero (1840-1843). Desde el punto de vista urbano, quizá fue en la ciudad de Madrid donde tuvo más incidencia, pues no sólo tenemos que ver los conventos e iglesias de la ciudad, sino todas las propiedades inmobiliarias de la iglesia, que eran muchas. Esto hizo que se movieran cientos de fincas urbanas que se distribuyeron entre unos cientos de compradores. Según Simón Segura, no ha habido otro momento en la historia de la ciudad en que en un tiempo tan reducido haya 6 tenido lugar un trasvase tan importante de fincas urbanas (alrededor de un 10%9, porcentaje que fue mucho mayor desde el punto de vista de su valor. De esta manera, si ya la de José I tuvo una importante incidencia urbana (apertura de la plaza de Oriente y de Santa Ana) la de Mendizábal alcanzó una mayor repercusión. Afectó a más de la mitad de los edificios eclesiásticos de la ciudad. De ellos la mayoría fueron demolidos originando amplias reformas urbanas que cambiaron la cara a la ciudad, de tal manera que Madrid dejó de ser –al menos por el momento- una ciudad conventual. Surgieron importantes plazas que produjeron un esponjamiento del apretado tejido urbano; la plaza del Progreso, la del Rey, la de Pontejos, la de los Mostenses, y más adelante la de Santo Domingo. En algunos casos, la desaparición de las vastas posesiones eclesiásticas originó nuevos barrios en los terrenos que ocupara el convento de los Agustinos Recoletos; también el barrio de Santa Bárbara, tras la demolición del convento de Santa Bárbara y más tarde la adaptación de las Salesas Reales. Otros establecimientos no fueron demolidos sino que fueron transformados para nuevos usos: Universidad Central (noviciado), Senado (Doña María de Aragón), Ministerio de Foemento (Trinidad, si bien más tarde acabó demoliéndose), cuarteles (Atocha, San Francisco y San Jerónimo) o cárcel (Montserrat). Pero una cuestión importante que nos debemos preguntar es si se consiguieron los propósitos perseguidos, y sobre todo quien se benefició de la desamortización. Nuestra opinión es que se hizo mal, y benefició únicamente a una élite liberal y burguesía especuladora. Las desamortizaciones urbanas no consiguieron una reforma agraria suficiente, y desde el punto de vista urbano, sobre todo en Madrid, se cercenó sin piedad el patrimonio cultural de la ciudad beneficiando únicamente lo que Ángel Bahamonde ha llamado la burguesía especuladora madrileña. En efecto, los principales compradores fueron ricos comerciantes, burgueses, terratenientes, y en suma, personas simpatizantes con el liberalismo político y económico, y que consiguieron ampliar sus fortunas consolidando definitivamente su posición o sufriendo un rápido ascenso social. 7 Así, entre los grandes compradores nos encontramos nombres como Ángel Indo (el principal comprador), Manuel y José Safont, José Finat, José Gaviria, o el marqués de Salamanca. De menor importancia, aunque también se enriquecieron, fueron nombres curiosos como Mesonero Romanos, quien adquirió propiedades en el solar del antiguo convento de los Capuchinos de la Paciencia (lo que actualmente es la plaza de Vázquez de Mella), o el propio desamortizador, Juan Álvarez de Mendizábal, quien adquirió el solar del convento de los Agustinos Recoletos; de hecho le llegaron a llamar Juan Palomo, por lo de yo me lo guiso yo me lo como. 8