La Familia: Cuna de la Vida y espacio primordial de Humanización P. Manuel E. Cayo, SDB Quiero comenzar la charla de hoy compartiéndoles una imagen que puede ayudarnos a encuadrar el tema de la Familia al término de estas jornadas: La vida suele necesitar estructuras que no están destinadas a perdurar indefinidamente, pero que sin embargo son muy importantes. Diría que son fundamentalmente necesarias, pero radicalmente provisorias. Una de estas realidades es la espiga. Aparece en la planta en una determinada etapa de su crecimiento, cuando ya se ha completado su desarrollo. Es la estructura que agrupa los granos y les permite ir madurando en su individualidad. Curiosamente, en ella los granos viven un tiempo totalmente comunitario, pero su proceso de madurez es totalmente personal. Aunque cada uno necesite de la presencia de los demás y de su profunda conexión con la espiga misma. No es una estructura permanente. No está destinada a perdurar. Tiene un tiempo y una misión transitoria. Una vez madurados, los granos tendrán que separarse, a fin de poder continuar con su propio misterio de vida, que los llevará a la molienda para hacerse pan, o volverán a ser enterrados para brotar y florecer allí donde se los siembre. Y sin embargo, no podemos negar que la espiga es una estructura fundamental en esta etapa. Si ella está dañada, los granos sufrirán profundamente en su desarrollo, y hasta quizá quedarán mutilados para su futuro. De su salud depende la vida de cada uno de los granos. Pero éstos a su vez, serán responsables individualmente de su propia conexión con la espiga, y de la manera como integren la vida que de ella reciben. Los granos se sienten seguros y protegidos en la espiga. Pero no han nacido para quedarse allí. Tendrán que aceptar la desgranada. Y no lo podrán hacer en cualquier momento. Si lo hacen antes de tiempo, peligra su madurez. Si retrasan su desprendimiento, puede ser que el nuevo ciclo de siembras ya haya pasado y peligre su inserción en la nueva cosecha. El hogar es una de estas realidades. Mamerto Menapace, “El amor es cosa seria” Esta imagen nos da una pauta de qué entendemos cuando hablamos de familia como espacio de humanización: Generadora de comunión y estímulo a la participación que nos socializa: La misma experiencia de comunión y participación, que debe caracterizar la vida cotidiana en familia, representa su primera y fundamental aportación a la sociedad. La promoción de una auténtica y madura comunión de personas en la familia se convierte en la primera e insustituible escuela de sociabilidad. Ella representa un ejemplo y un estímulo para las más amplias relaciones interpersonales bajo el signo del respeto, de la justicia, del diálogo y del amor, lugar nativo e instrumento eficaz de humanización y de personalización de la sociedad. Alentadora de la gratuidad: Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están inspiradas y guiadas por la ley de la “gratuidad” que, respetando y favoreciendo en todos y en cada uno la dignidad personal como único título de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso, solidaridad profunda. Cultivadora de valores que permanecen más allá de las formas culturales: Cuando sirve a la vida, cuando forma a los ciudadanos de mañana, cuando les comunica los valores humanos que son fundamentales para la nación, cuando introduce a los hijos en la sociedad, la familia juega una función esencial: es patrimonio común de la humanidad. Cuidadora de la vida: El lugar en que la vida, don de Dios, puede ser adecuadamente acogida y protegida contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Espacio de formación: Todos somos conscientes de que los niños, muchachos y jóvenes, tienen necesidad de una educación humana y afectiva, que estimule su personalidad, su responsabilidad, su sentido de la fidelidad y de la iniciativa. Tienen necesidad de una educación de su sexualidad que, para ser válida y plenamente humana, debe caminar al mismo paso que el descubrimiento de la capacidad de amar, inscrita por Dios en el corazón del hombre. Se trata de una formación armónica para el amor responsable, guiada al mismo tiempo por la Palabra de Dios y por la razón. Escuela de compromiso social: Otro deber de la familia es formar a los propios hijos en el amor y practicar el amor en toda relación interpersonal, de modo que la misma familia no se cierre en el propio ámbito, sino que quede abierta a la comunidad, movida por el sentido de la justicia, de la solidaridad y de la solicitud hacia los demás, además del sentido del deber de la propia responsabilidad hacia la sociedad entera... Todos sabemos que la injusta distribución de los bienes entre el mundo desarrollado y el mundo en vías de desarrollo, entre ricos y pobres del mismo país, el uso de los recursos naturales sólo en beneficio de pocos, el analfabetismo de masa, el permanecer y resurgir del racismo, el florecer de conflictos étnicos y los conflictos armados han producido siempre un efecto devastador sobre la familia. Y, por otra parte, hay que notar cómo la familia es el primero y principal ámbito educativo donde pueden florecer valores diversos, inspirados en la comunión y en el amor. Hasta aquí ustedes me dirán que parecen desafíos y requerimientos a la Familia que son muy exigentes, que no se puede establecer fácilmente cómo la familia contribuye a esto. Aquí influyen los condicionantes genéticos, psicogenéticos, sociales, etc... Pero sin entrar en los detalles específicos que hacen a los procesos que desencadenan estas cualidades en la Familia, me gustaría compartirles una segunda imagen que nos muestra la manera básica en la cual se humaniza desde toda familia: De más está decir que es importante, fundamental y necesario para un avión contar con el aeropuerto. Muchos de estos aparatos, sobre todo si son pequeños, están en los hangares. Allí se los mueve manualmente, y se los puede tratar en forma directa. Muchos todavía están incompletos por eso están al resguardo, y el hangar les brinda protección y cuidado. No es bueno dejar los avioncitos a la intemperie. ¡Son tan frágiles! Los hangares son muy necesarios para estos aparatos que aún no podrían volar por su cuenta. El aeropuerto también tiene pistas. Son lugares especialmente liberados de obstáculos, a fin de que los aparatos puedan aprender a despegar. Aquí ya no se los puede manejar más que con señales. Las pistas son más necesarias que los hangares. A éstos, en definitiva, los podría reemplazar cualquier galpón bien equipado. En cambio las pistas son absolutamente indispensables para que los aparatos puedan volar. Es cierto que en los hangares, los aviones están más protegidos. Pero no fueron creados para eso. Su misión es desprenderse de la tierra y ganar las alturas. Si no cuentan con pista suficiente, nunca lo lograrán. O serán unos eternos despistados. Sin embargo descubrí también que los aeropuertos son vitales para los aviones que ya han despegado y están en vuelo. Ellos necesitan en forma imperiosa del aeropuerto. Tanto como lugar de aterrizaje, cuanto como punto de referencia para poder llegar a destino (el GPS y las señales de radio específicas orientan a los aviones en vuelo). Quizá su meta sea otra. Pero permanentemente dependen de su conexión con el aeropuerto para saber ubicarse en donde están. Y para localizar con precisión su lugar de aterrizaje. La presencia y armonía de los padres es importantísima para los pequeños. La pareja es el hangar donde se sienten protegidos y al resguardo de la intemperie de la vida. Allí se los va formando, tratando de que su persona se vaya modelando según una escala de valores. Y donde estos valores puedan ir coincidiendo con los sentimientos más profundos que se comparten en el hogar. Es frecuente que la presencia de los hijos, motive a los padres para superar dificultades surgidas entre ellos, o a tolerar aquéllas que no se puedan remediar. Y está bueno que así sea. Los hijos, y el buen clima que necesitan, son un argumento de peso para que cada uno ponga lo mejor de sí mismo a fin de que no se destruya el hogar. Insisto: el hangar es importantísimo para los avioncitos que aún se están formando. Pero en definitiva, quizá no sería imposible que otros ocuparan ese rol. En cambio, el papel de la pista es más difícil de suplir. La pareja paterna me parece aún más necesaria para los adolescentes. Y aquí la referencia a la familia puede hacerse muy necesaria. Aunque, curiosamente, ahora sean los mismos hijos los que permanentemente buscan estar fuera de casa. Lo cierto es que cuando se les pregunta a esos mismos adolescentes qué es lo que nunca quisieran perder, ponen a la familia como una de las primeras realidades de las que no quisieran nunca verse privados. Y lo dicen con sinceridad. Sobre todo si cuentan con un hogar que cumple bien con su misión de acompañarlos. Pero para quienes es indispensable el aeropuerto paterno es para los jóvenes que tienen que alejarse del hogar en forma permanente para dedicarse a los estudios, o a la preparación de su carrera profesional y vocacional. Uno podría creer que por el hecho de estar afuera, y de vivir con relativa independencia, la pareja paterna ya no sería tan necesaria para estos jóvenes. Y sin embargo, tal vez lo sea como nunca. Tan indispensable como el aeropuerto para los avioncitos que están en vuelo. Tanto como pista de aterrizaje para el retorno, cuanto como permanente punto de referencia durante sus ausencias. Ante esto último: puede ser muy doloroso para los padres, constatar que sus hijos ausentes ya no continúan organizando su vida conforme a los valores y prácticas aprendidas en el hogar. Y esto puede llevarlos a pensar que todo el esfuerzo ha sido inútil. O, lo que es peor, a creer que quizá hayan sido ellos mismos, los padres, los que se han equivocado. Sería una lástima que en una situación así se pusieran en duda los principios vividos, o se los abandonara. No me refiero a las costumbres. Que éstas sí, tendrán que variar según la geografía o la historia que a cada uno le toque vivir. Me refiero a los valores, expresados en principios que son la armazón de la vida. Estos no tienen que variar. Y aunque los jóvenes por el momento crean poder prescindir de ellos, es importantísimo que los sigan viendo fielmente vividos por la pareja de sus padres. Es el misterio del aeropuerto o de los faros. Aunque no sean el destino final de un vuelo, su misión sigue siendo fundamental como punto de referencia que permite a los navegantes ubicar su propia posición en la ruta, y por tanto les posibilita dar a su viaje la dirección correcta. Comprendo y comparto a menudo, la dolorosa soledad del faro. Y hasta, a veces, la sensación de inutilidad, y la tentación de abandonar la fidelidad al ritmo de su transmisión. Pero estoy profundamente agradecido a la fidelidad de aquellos que aceptaron vivir esa dolorosa fidelidad, y así me permitieron no equivocar mi ruta en los momentos difíciles. Quizá nunca lleguemos a saber los insomnios que le costaron a otros el habernos posibilitado ciertas seguridades que a nosotros nos permiten dormir tranquilos. LOS DOS PARAISOS En el patio de tierra de mi casa había dos grandes paraísos. De chico nunca me pregunté si ellos también habrían nacido, crecido, o sido trasplantados. Simplemente estaban allí, en el patio, como estaban en el cielo las estrellas, la cañada en el campo, y el arroyo allá adentro del monte. Formaban parte de ese mundo preexistente, de ese mundo viejo con capacidad de acogida que uno empezaba a descubrir con asombro. Eran lo más cercano de este mundo porque estaban allí nomás, en el medio del patio, con su ancho ramerío cubriéndolo todo y llenando de sombra toda la geografía de nuestros primeros gateos sobre la tierra. Ellos nos ayudaron a ponernos de pie, ofreciéndonos el rugoso apoyo de su fuerte tronco sin espinas. Encaramados a sus ramas miramos por primera vez con miedo y con asombro la tierra allá abajo, y un horizonte más amplio alrededor. Los pájaros más familiares, fue allí donde los descubrimos. En cambio los otros, los que anidaban en la leyenda y en el misterio de los montes, los fuimos descubriendo mucho después, cuando aprendimos a cambiar de geografía y a alejarnos de la sombra del rancho. Fue en ellos donde aprendimos que la primavera florece. Para setiembre, el perfume de los paraísos llenaba los patios, y el viento del este metía su aroma hasta dentro del rancho. No perfumaban tan fuerte como los naranjos, pero su perfume era más parejo. Parecía como que abarcara más ancho. A veces, un golpe de aire nos traía su aroma hasta más allá de los corrales. También nos enseñaron cómo el otoño despoja las realidades y las prepara para cuartear el invierno. Concentrando su savia por dentro en espera de nuevas primaveras, amarilleaban su follaje y el viento amontonaba y desamontonaba las hojas que ellos iban entregando. En otoño no se esperaba la tarde del sábado para barrer los patios. Se los limpiaba en cada amanecer. ¡Cuántas cosas nos enseñaron los dos viejos paraísos, nada más que con callarse! Fue apoyados en sus troncos, con la cara escondida por el brazo, donde puchereamos nuestros primeros lloros después de la paliza. Allí, en silencio, escuchaban el apagarse de nuestros suspiros entrecortados por palabras incoherentes que puntuaban nuestras primeras reflexiones internas de niños castigados. Y en el silencio de sus arrugas, guardaron con nuestros lagrimones esas primeras experiencias nuestras sobre la justicia, la culpa, el castigo y la autoridad. Y luego, cansados de una reflexión que nos quedaba grande, y agotada nuestra gana de llorar, nos alejábamos de sus troncos y reingresábamos a la euforia de nuestros juegos y de nuestras peleas. Cuando jugábamos a la mancha —"embopa", le decíamos— transformaban su quietud en la piedra del "pido", que nos convertía en invulnerables. Y en el juego de la "escondida" escuchaban recitar contra su tronco la cuenta que iba disminuyendo el tiempo para ubicar un escondite. Y luego serían la meta que era preciso alcanzar antes que el otro, para no quedar descalificado. Ellos participaron de todos nuestros juegos y fueron los confidentes de todos nuestros momentos importantes. Escondidos detrás de sus troncos, nuestra timidez y viveza de chicos de campo espiaba la visita de los forasteros, mientras escuchábamos nuevas palabras, otra manera de pronunciarlas y nuevos tonos de voz, que luego se convertían en material de imitación y de mímica para nuestras comedias infantiles en que remedábamos las visitas. Así fue como aprendí la palabra "etcétera", que me causó una profunda hilaridad, y que al repetirla luego a cada momento y para cualquier cosa, nos hacía reír a todos en la familia. En mi familia siempre producían hilaridad las palabras esdrújulas. Al llegar la noche, todo nuestro mundo amigo se atrincheraba alrededor de los paraísos. El farol que se colgaba de una de sus ramas creaba una pequeña geografía de luz que era todo lo que nos pertenecía en este mundo. Más allá estaba el reino de la noche desde donde nos venía el gemido de las ranas sorprendidas por las culebras; y hacia donde los perros hacían rápidas salidas para defender nuestro reino sitiado. Desde la noche sabía llegar hasta nuestro puerto de luz, algún forastero o algún amigo náufrago de las sombras, quien había logrado ubicar el faro de nuestra lámpara suspendida de las ramas de los paraísos. Desde lo más hondo de la noche remaban hacia la lámpara miles de insectos: las luciérnagas describían amplios círculos de luz alrededor de los paraísos, y a veces volvían a hundirse en la inmensidad sideral de la noche como pequeños cometas de nuestro pequeño sistema solar. Otras veces, encandiladas por la luz del farol, terminaban en nuestros manos llenándolas de todo eso misterioso que brillaba en las noches. Cuando me vine hacia el sur, la imagen de los paraísos se vino conmigo, y conmigo fue creciendo al ritmo de mi propio crecimiento. Los veía simplemente como parte de mi propia historia. Al volver luego de unos años, me impresionó ver nuevamente a mis dos viejos paraísos familiares. Sí. Eran los mismos: ocupaban el mismo sitio; los aseguraban las mismas raíces y los identificaba por las mismas arrugas de sus troncos amigos. Y sin embargo, me parecieron más pequeños. Cierto: la cabellera de sus copas había raleado, y tal vez sus ramas ya no fueran tan flexibles. Pero fundamentalmente habían quedado iguales; idénticos. No fue por haber cambiado por lo que me resultaron más pequeños. Yo diría que fue mi relación con ellos lo que había crecido, lo que me daba de ellos una visión distinta. Quizá no es que los viera más pequeños; sino que ya no me parecían tan altos, ni tan ancha su sombra, ni tan difíciles de subir, ni tan imprescindibles dentro de la geografía del mundo que me tocaba habitar. Mientras tanto yo ya había conocido otros árboles grandes, importantes, útiles o amigos, y a lo mejor había ido adornando inconscientemente con esas dimensiones a mis dos viejos paraísos familiares. Ahora, al verlos en su realidad concreta, desmitizados de mis adornos fantasiosos, comencé a darme cuenta de sus auténticos límites, de la dimensión concreta de sus ramas. Podría decir que casi afloró a mi conciencia un descubrimiento: —Mis dos viejos paraísos también tenían su historia. Historia personal, intransferible. Su existencia no era sólo relación conmigo. También ellos habían nacido en alguna parte, habían tenido su historia de crecimiento, para luego ser trasplantados juntos y compartir su historia en un mismo patio. El estar allí, el compartir su vida con nosotros, su sombra y el ciclo de sus otoños y primaveras, era el resultado de decisiones que bien hubieran podido ser distintas, y con ello totalmente otra mi propia historia y mi geografía personal. Me di cuenta de la tremenda responsabilidad de sus decisiones; cosa que ningún otro árbol había tenido, ni jamás podría tener en mi vida. Y pienso que, si hoy todo árbol es mi amigo, esto se debe a la calidez de amigo que supe encontrar, allá en mi emplumar, en aquellos dos paraísos familiares. Ellos dieron a mis ojos, a mi corazón y a mis manos, esa imagen primordial que luego en mi vida trataría de buscar en cada árbol. Insisto. Eso lo empecé a ver y a comprender cuando desmiticé a mis dos viejos paraísos de todo lo que no era auténticamente suyo. Cuando comprendí que también ellos tenían unas dimensiones concretas y relativamente pequeñas; cuando les descubrí sus carencias y cuando supe que su existencia almacenaba, como la mía, una cadena de decisiones personales, y no un mero sucederse de preexistencias sin historia. Cuando me di cuenta de que tenían menos dimensiones de las que yo imaginaba, y más méritos de los que yo suponía. Hoy, aquel patio familiar sólo existe en mi recuerdo. Los dos paraísos han dejado en pie dos huecos de luz. Buscando sus copas, mis ojos miran para arriba y se encuentran con el cielo. No han muerto. Y pienso que no morirán nunca, porque rama a rama se van quemando en el fogón familiar, y de cada astilla que se ha vuelto ceniza, se ha liberado la tibieza que calienta nuestros inviernos. Y sus troncos rugosos se han vuelto tablas de la mesa familiar que nos seguirá reuniendo a los hermanos distantes, para compartir el pan.