Textos premiados Deontología II por Isabel María Sánchez Castro Facultad de Ciencias de la Comunicación. Universidad de Málaga Asignatura: Fundamentos de Deontología II. Evaluación: Segunda Alumno: Amanda Harina Martín. Fecha: 17 de febrero de 2006 1.- Límites de la libertad en el ejercicio profesional y debate de la conciencia ética y la profesional en dicho ejercicio. 2.- Desarrolla tu propio código deontológico aplicable al ejercicio de cualquier profesión. ______________ El libre desarrollo de la actividad profesional se ve limitado por cuatro factores principales: la responsabilidad cívica, los deberes de la profesión, los derechos ajenos y la propia conciencia ética. De ellos se derivan los motivos restantes que coartarán al profesional la libertad en su trabajo. No sólo no podrá hacer lo que quiere, sino que, a menudo tampoco podrá hacer lo que debe. La deontología es la parte de la ética que estudia el aspecto moral en el ejercicio de una profesión que siempre deberá conjugar en un único acto la conciencia ética y la profesional. Ser eficaz y ético. Difícil conjugación. Cualquiera de nosotros podría rellenar cien hojas sobre esto. Yo podría escribir mucho sobre la duda de hacer algo tan ambicionado como inconveniente. Aunque nunca, antes de octubre, había escuchando la palabra ‘deontología’, he aprendido mucho sobre ella desde entonces y podría explicárselo desde una perspectiva más personal. Mucho más mortificante. Deontología me sonaba más al estudio de algún aspecto teológico. Aunque bien mirado, el cumplimiento abnegando de las leyes no escritas del comportamiento honrado se asemeja bastante a la incuestionabilidad religiosa. Y dudo: ¿Y podría delegar una imposición profesional por su libre voluntad? Imagina que tampoco. ¿Y el aspecto moral del propio comportamiento ético? ¿Y el debate entre la conciencia ética y la volitiva? Supongo que eso corresponderá a otra asignatura. A otra facultad. Y a otro profesor. Podría seguir dando respuesta a sus preguntas. Pero, ¿podría usted darlas a las mías? Era fácil adivinar qué iba a preguntar. La discreta gesticulación que le surgió cuando empezó con estos dos temas fue el indicador clave. Tenga cuidado con los cambiazos. Tan claro. Tan presentido. Tan deontológico. Quizá sea significativo su interés por la oposición entre el deber profesional y la moral. O podría seguir respondiendo y, aunque no me acercara a las notas altas –acabará compartiendo mi conclusión de que la deontología no es lo mío–, podría aprobar. Pero no me serviría de mucho porque ni siquiera estoy matriculada en esta asignatura. Por favor, no aparte este examen aún. Ahora mismo está aquí enfrente. Sereno como cada tarde, firme en apariencia, impermeable a todas las disyuntivas que explica. Y ajeno a lo que yo estoy contestando verdaderamente. Al menos por curiosidad, no aparte aún este examen. Llevo viniendo a verlo cinco meses. Lo vi llegar para su primera clase. Pantalón vaquero, jersey de cuello vuelto, bolsa de bandolera. Boca jugosa, manos enormes y patillas largas que casi se colaban dentro de su cuello vuelto. Tal vez, si esa tarde hubiera llegado con rebeca de señor y portafolios, no hubiera asistido a su siguiente clase; pero su boca y sus manos hubieran acabado atrapándome igual y la verdad, la rebeca y el portafolios sólo habrían retrasado un par de semanas mi nueva afición académica. El caso es que llegó de esa forma arrasadora y el caso es que yo nunca supe resistirme a unas patillas bien largas. Y asistí a mi primera hora de ética profesional. Comencé a ir a sus clases por puro deleite. Adoro las cosas bellas, las ilustraciones de Mucha, la música de Yan Tiersen, la Calle San Agustín. Usted. Puro deleite, de verdad. No tendría que haber ido a la siguiente clase. Pero fui. Y a la tercera y a la cuarta. Y perdí mi segunda, mi tercera y mi cuarta horas de Biofísica de membranas. Cada jueves, traicioné mi vocación por las Ciencias-Ciencias arrastrada por otra más poderosa: la de seguir mis impulsos, que por otro lado, son químicos y tan científicos como las membranas. Lo esperaba desde las cuatro y cincuenta minutos a la entrada del aula dieciséis para olerlo al entrar. ¿Será deontológico oler a un profesor? Hay que considerar el hecho de que, pese a haber pasado cuarenta y cinco horas fingiendo ser su alumna, usted no es ‘mi’ profesor, es ‘un’ profesor. Así que quizá la deontología no tenga nada que argumentar al respecto. Por favor, siga leyendo un poco más. Siempre me senté en la tercera fila. Es curioso cómo todos acabamos sentándonos siempre en el mismo sitio aunque podemos cambiarlo. Llegaba y sacaba algunos folios de mi carpeta llena de palabras que allí nadie entendía. Y me ponía a escuchar otras tantas que no entendía yo. Era como si hablara en otro idioma sólo para mí. Razones para una ética civil, formación del nuevo pluralismo social, dualidad moral profesional… Quizá sacara algo más que su suficiente. A veces, tomaba apuntes para disimular y que no descubriera que estaba fuera de contexto. Otras, porque así me parecía que estaba más atenta y retenía mejor sus palabras. Y lo miraba. Ser su alumna impostora me permitía mirarlo sin descanso sin que resultara llamativo. Es lo que tiene que quien te guste sea el profesor. Después, cada mañana pedía los apuntes de la clase que había perdido la tarde anterior. La Biofísica de membranas no tiene ninguna oportunidad frente a su forma de mover los labios cuando habla. Afortunadamente, Andrés sufrió a los doce años una enajenación similar con las medias con costura de su profesora de matemáticas y nunca objetó nada a mi reiterado parasitismo de sus apuntes. Lo malo es que, como las clases, también ha coincidido la hora del examen y no me ha servido de nada la concordia de Andrés, porque yo estoy aquí en mi acto kamikaze particular. No podía ser de otra forma. No iba a perder mi última hora frente a usted. Creo que llegado a este punto de mi inmolación, no te importará que te tutee. No me creas una estudiante víctima del síndrome de El graduado. Yo también intenté convencerme de que había sido dominada por mi fantasía cinéfila. Al principio me divertí pensándome el Hoffman femenino del remake fílmico. El componente sexual era ineludible en mi situación. Podría colarme en alguna de tus clases y distraerme mirándote cabizbaja desde la primera fila; o desde la barra de la cafetería, junto a ti, insistiendo en la doble humedad del borde del vaso corte y del de mis labios. Después, caí en la cuenta de que mi timidez endémica no respalda a mi cinefilia y que acertaría siquiera a dar un buche si mirar el varo. Que lo único que conseguiría así sería acabar no sólo enferma de amor, sino también de lujuria. Disculpe la indecisión, pero abandono el tuteo. No me hago. Conforme avanzó el otoño, se me fue desviando la mirada de sus labios jugosos, a sus ojos y otros detalles que evidenciaban la alarmante merma del componente sexual, a favor del sentimental. Y cuando llegó el invierno, se me escapó definitivamente. Lo supe cuando me descubrí la cuarta tarde consecutiva imaginando que lo besaba en vez de desnudarlo. No crea que le he estado guardando el celibato, abnegada a un platonismo profundo, pera la abstinencia se fue instalando en mí de pura desgana. Entonces fue cuando decidí faltar a sus clases, decidida a continuar con las membranas biológicas. Pero el retiro no duró mucho. Ya sabía que era un plan estúpido. No sobrevivió a verme buscando su nombre en las guías universitarias y poniendo siempre la 2 en televisión a ver si así al menos, oía algo sobre deontología. Era estúpido verlo ensimismada entre el anónimo público de su alumnado, pero más estúpido resultaba renunciar a ese placer escuchando datos sobre Biofísica de membranas, que igualmente no entendía y nunca entendería mientras siguiera escuchándolas a la misma hora que usted hablaba en la dieciséis. Como en cualquier diatriba ética o deontológica, yo sólo podía decidir de qué forma prefería salid perdiendo: haciendo lo que quería o haciendo lo que debía. Y yo quería verlo más de lo que quería olvidarlo. Más que cualquier otra cosa. A la vuelta, dejé de esperarlo junta a la puerta porque empezó a dolerme olerlo en la clandestinidad. No crea que soy la muchacha lánguida propensa a la tisis que idealiza la madurez de su pigmalión y cree desvanecer cuando lo ve acercarse en el pasillo y pase tan cerca que casi alcance a rozarlo. No. Yo podría rozarlo. Podría rozarlo mucho. Ni me desfallecería ni nada. Tal vez me temblaran las piernas un poco. Bueno, en caso de ser piel directa, me temblarían seguro. Soy alegre y guapa. Y sin ningún complejo que me lleve a dejar de hacer lo que quiero. Me maquillo a veces cuando la ocasión me apetece y soy amante del buen cine. Nada de Briget Jones o Julia Roberts, ni de orientales a lo Bergman. Puedo comer en hamburgueserías sin angustiarme por causas dietéticas o mercantiles. Leo cada vez menos pero espero leer más y ni siquiera me gusta la poesía. Ni duro más de dos minutos mirando el recorrido de la lluvia sobre un cristal. Me gustan mis padres y mis amigos me quieren. Incluso mis amigas. Pragmática, hedonista y esencialmente feliz. Así que espero no responder al perfil de fantasiosa adolescente tardía que le haga banalizar esta declaración, que en realizar responde sólo a la certeza mártir e inamovible de que ahora sólo respiro para llegar con vida a los jueves. De usted sé su nombre, su coche y su impecable gusto por las cosas bien hechas. Es puntual, alérgico a algo y coqueto. También sé que es torrencialmente atractivo (espero que ésta sea la única declaración de amor que tenga que corregir, al menos en esta clase). Y sé que sabe quien soy yo. No necesito saber más. ¿Qué es lo que se tiene que saber de alguien para quererlo? Y sé que hoy y mañana será usted, porque prefiero desempeñarme perdiendo mi único refugio desconocido a seguir engañándolo. Prefiero que continúe su camino de coherencia deontológico y que siga siendo usted. Cuerdo. Imposible. Sé que lo quiero porque quise esconderlo y no lo conseguí y lo encontré siempre. Porque dejé de mirarle los labios para mirarle los ojos. Porque toda la semana es sólo jueves, días antes del próximo jueves. Porque todo lo que pienso, lo organizo a su alrededor, en función de su jueves, de sus tardes, de su voz. Porque cualquier otro beso se pierde en mi boca. Y sé que lo quiero porque me duele. Y cuando a la segunda de sus preguntas previsibles, creo que lo escrito sirve de proclama completa y minuciosa de mi propio código deontológico, o antológico más exactamente, que me sirve para orientarme en las bifurcaciones del camino. Lo que me convence de que la acción al menos, nunca te dejará el vacío de la quietud y su duda. Que el precipicio, a veces es la mejor salida. Y que el deber no debe enterrar al querer. El amor es la respuesta. El amor es la desgracia. Dichosos los ignorantes. Pero a mí, el código que realmente me resulta interesante es el suyo. Ojalá usted también pudiera contestar a las preguntas desde una perspectiva más personal y mortificante. Y ahora, querría quedarme hasta el final, esperar a que Sonia Villalba entregue el que será seguro el último examen por entregar y levantarme de este asiento invadido. Sentarme en su mesa, dejar mi cabeza a la altura de su cuello y saltarme cualquier atisbo deontológico que pudiera quedar en su interior llegado a este punto del examen. Porque en el mío lo perdí por completo nada más verle los labios y las patillas largas. Pero me levantaré, meteré primera y tiraré por el barranco entregándole estas hojas. Y lo miraré por última vez antes de que sepa todo lo que sabe ahora y seguro me crea una adolescente pasada. Y le diré adiós y desearé que al menos, se me quede mirando unos segundos al salir. Derrotada y rota. Porque ya no tendré siquiera la oportunidad de mirarlo como lo hago ahora. Inconsciente. No obstante, ante el desconocimiento de mi reacción corporal con la ausencia de su dosis semanal de deleite puro, por si el romanticismo más feroz se venga de mi burla y al final, me vuelvo tísica, quizá vaya a la revisión de exámenes en marzo a verle las manos de nuevo. Porque a la cara no podré mirarlo, a menos que me sujete la mía y me la levante usted mismo. Espero que sea consecuente con el ético secreto profesional hasta que pueda convencerme de que no me va a querer nunca y sepa fingir que sigue sin saber que sufro y no denuncie mi farsa, si me vuelvo a colar en alguna de sus otras clases porque me venza el síndrome de abstinencia. Procuraré evitar la deontología, que no me conviene. Relato ganador del Certamen de Declaraciones de Amor 'Dime que me quieres' 2006