LA_SOCIEDAD_DEL_CONOCIMEITNO_WIEVIORKA.pdf

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La sociedad del conocimiento. Exclusión y
fragmentación social*
Michel Wieviorka
Los recientes acontecimientos –me refiero al terrorismo que se abatió sobre Estados Unidos el último 11 de septiembre- han sido interpretados a veces como una
validación de la famosa tesis del politólogo americano, Samuel Huntington.
Entonces se dijo también que eran una expresión del choque de civilizaciones, que
marcaban el conflicto entre occidente y el islam. Y desde luego algunas voces se
alzaron entonces, para decir que islam y occidente pueden, muy al contrario, conciliarse, que el islam no se reduce al terrorismo islamista. Me gustaría avanzar
un poco más por esta segunda vía, y decir que contrariamente a Samuel Huntington, pienso que el problema principal no está en los riesgos de choque entre
nosotros y otras civilizaciones, otros conjuntos culturales. Está en la dificultad
que encuentran nuestras sociedades que están enfrentadas a la existencia y al
empuje de afirmaciones culturales en su seno. Si el islam nos concierne, por ejemplo, no es solamente porque se trata de la religión principal, incluso única, de
otros muchos países distintos a los nuestros. Es también porque se está convirtiendo en una religión importante en nuestra casa, en nuestros países. Hablamos
de Francia, de varios millones de musulmanes, y está claro que se ha convertido
en la segunda religión de este país.
¿Entonces, cuáles son estas afirmaciones culturales, cómo aparecen, cómo se
desarrollan, qué pretenden? ¿Qué debates suscitan, qué respuestas políticas ocasionan? He aquí las cuestiones que querría abordar, como sociólogo preocupado
por comprender los problemas internos de nuestras sociedades, pero que sabe
bien que con la globalización económica, la comunicación y las redes modernas,
planetarias, la generalización de la cultura y del consumo de masas ya no es posible limitar la reflexión al marco único de los Estados-Naciones.
*
El presente artículo corresponde a la ponencia presentada por el autor en el seminario “La
Sociedad del Conocimiento”, ciclo de seminarios Vicente Pérez Plaza. Este seminario se celebró los días 26 y 27 de noviembre de 2001 y fue fruto de la colaboración entre la Embajada de
Francia (Servicio para la Ciencia y la Tecnología), el Instituto Francés de Valencia y el Instituto de Gestión de la Innovación y del Conocimiento (INGENIO, UPV-CSIC).
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Los hechos
Partiré de los hechos, es decir, de la descripción de lo que pasa en el mundo entero desde finales de los años sesenta. Dos fenómenos principales merecen que nos
detengamos.
El primero es la aparición en esta época de conflictos culturales nuevos o renovados, que solicitan que haya un reconocimiento de la identidad del actor, en
diversos ámbitos. Así es cómo aparecen, o reaparecen, movimientos étnicos, regionalistas o nacionalistas -en Francia, por ejemplo, el movimiento bretón, el movimiento occitan, un poco más tarde el movimiento corso, o, más débilmente, el
movimiento vasco, el movimiento catalán-; así es cómo nace un movimiento homosexual, así es cómo el feminismo vuelve a ser una fuerza importante de contestación; así es cómo, en ciertos países, los judíos dejan de ser “israelitas”, es decir, ciudadanos para los que la identidad religiosa era privada, y cómo comienzan, si se
me permite esta expresión provocadora, a “etnizarse”, a volverse visibles en el
espacio público; así es cómo los discapacitados, víctimas de enfermedades graves
o crónicas, tales como los sordomudos, tratan de transformar su deficiencia en
diferencia -en Francia, por ejemplo, el movimiento de los sordomudos solicita que
se deje de ponerlos delante de una elección terrible: o vivir en guetos, donde pueden hablar entre ellos mediante el lenguaje de signos, o bien vivir como todo el
mundo, haciendo como si no tuvieran ningún problema. Lo que se pide, es poder
participar en la vida general de la ciudad mediante el lenguaje de signos-. Una
gran característica de esta primera ola de nuevos movimientos identitarios, es
que su carga social parece débil o indeterminada. No podemos decir que sus
demandas de reconocimiento estén fuertemente lastradas por una temática
social, que hablen para una clase dominada, para los pobres, para las víctimas de
injusticias propiamente sociales. Es verdad que estos movimientos se constituyen
antes de la guerra del Kippour y de la crisis del petróleo, antes de la gran crisis
económica inaugurada hacia 1973-1974.
Una segunda ola se desarrolla más tarde, a partir de finales de los años 70,
teniendo como característica principal, al contrario que la anterior, la de conjugar
demandas de reconocimiento cultural, y demandas sociales. Comporta, por lo
esencial, dos tipos de actores. Por una parte, aquellos para los que la exclusión o
las desigualdades sociales, cada vez más fuertes, y eventualmente conjugadas con
discriminaciones raciales, se saldan con la afirmación de una identidad cultural
para poder afrontar una existencia difícil, en la cual ya no es posible o deseable
luchar socialmente: algunas personas se refieren a indicaciones culturales empezando por aquellas que ofrece la religión. Así es como en Francia, las poblaciones
salidas de la inmigración se vuelven mayoritariamente hacia el islam, no tanto o
solamente por fidelidad a los valores de sus padres, sino porque esta religión da
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un sentido a su existencia en una sociedad que tiende a despreciarles, a descalificarles y a excluirles.
Y por otra parte, ciertos sectores de la población se identifican con una identidad
nacional que estaría amenazada desde fuera, por la globalización económica, por
el debilitamiento del Estado, por su pérdida de soberanía, y encuentran en esta
identidad referencias que les permiten marcar una distancia frente a los pobres,
los inmigrados o también frente a regiones que consideran como factores de dificultad aumentadas para ellos.
Así es como el nacionalismo del Frente Nacional en Francia, pero también de la
Liga del Norte en Italia, del Vlaams Block en Flandes, del FPÖ de Haider en Austria, etc., es dirigido por personas de las cuales unos tienen miedo al fracaso social
y quieren prevenirse, o bien lo viven, y otros tienen más bien como preocupación
deshacerse del peso que constituye regiones en crisis según ellos (la Valonia para
los flamencos del Vlaams Block) o estructuralmente retrasadas, o incontrolables
(el sur de Italia para la Liga del Norte).
Así, la primera ola de las identidades culturales muestra que la diferencia cultural plantea cuestiones específicas, apunta hacia posturas que le son propias; y la
segunda ola indica que mantiene lazos con los problemas sociales, con la desigualdad, la injusticia social. Digamos en términos más generales que la diferencia cultural no debe ser confundida con la jerarquía o la dominación social, sino
que no es totalmente distinta o alejada.
Un conjunto diferenciado
Es absurdo poner al mismo nivel fenómenos tan diferentes como la “etnización”
de los judíos, el empuje del islam, las luchas por el lenguaje de signos o los movimientos gays y lesbianas, y es ciertamente útil proponer un marco general que
permita distinguir algunas grandes familias de identidades. Así es como distinguiré:
Las identidades “primeras”, como por ejemplo la de los indios en las tres Américas, o de los aborígenes de Australia, que existían antes de que se formase una
nación y una sociedad modernas. A primera vista, estas identidades constituyen
lo que subsiste, lo que resistió a la modernidad.
Las minorías anteriores a la sociedad y a la nación dominantes, también
modernas ellas mismas, los regionalismos por ejemplo, que también ellos, a primera vista, parecen ser lo que resistió a la centralización política o al mercado y
a la extensión del capitalismo.
Las minorías involuntarias, según la expresión del sociólogo americano John
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Ogbu, que son las herederas de poblaciones forzadas a formar parte de las sociedades modernas -pensamos en particular en las víctimas de la esclavitud y en sus
descendientes en los Estados Unidos, que evidentemente no escogieron este país.
Las poblaciones provinientes de la inmigración, a las que se describe la mayoría
de veces, en las ciencias sociales, diciendo que llegan a la sociedad de acogida con
sus particularismos naturales, su religión, su modo de alimentarse y de vestirse,
su lengua, sus costumbres, y que posteriormente renuncian a todo eso en mayor
o menor grado en una o dos generaciones, incluso si después, una segunda o una
tercera generación, les devuelve un poco vida. Aquí, la diferencia es percibida
como aportada desde fuera, y llamada a disolverse, por lo menos en gran parte.
Y podríamos añadir otras categorías, que afectan al género y al sexo, o a la salud
y a la deficiencia.
Tal distinción es útil. Pero corre el peligro de enmascarar lo esencial, a saber, que
en todos los casos, dos tipos de lógica obran: lógicas de reproducción y de resistencia, y lógicas de invención o de producción de la diferencia. Y -insisto- hay que
admitir que allí dónde, a primera vista, actúa sola o casi una lógica de reproducción, de hecho, hay que saber descubrir procesos donde la diferencia cultural es
una producción social. Voy a ilustrar esta observación mediante la primera categoría -la de las minorías “primeras” que parecen a priori alejadas de señalar lógicas de producción-. Tomemos un ejemplo: la cultura aborigen en Australia, destruida por dos o tres siglos de colonización. Lo que queda de ésta se descompone
en dos. Por una parte, algunos aborígenes viven aislados de la ciudad, del mercado, de la modernidad y son a menudo unos andrajos, desechos, sometidos a la
miseria, a la enfermedad y al alcohol. Y por otra parte existen aborígenes que
mantienen su identidad produciendo obras de arte para el mercado, ocupando su
lugar en la modernidad, participando en los Juegos Olímpicos –en definitiva,
manteniendo la identidad aborigen, reinventándola en el seno de la modernidad,
dándole un sentido que evidentemente no es el del pasado.
Podría hacer el mismo razonamiento para las otras categorías que he distinguido, y que, ellas también, incluyen mucha más invención y producción que lo que
se cree espontáneamente. Por ejemplo, la identidad bretona en Francia está
sumamente representada por la música bretona, cuyo representante más conocido es Alan Stivell. Y bien, si usted escucha a Stivell eso no tiene nada que ver con
lo que podía ser la música en Bretaña hace uno, dos o cinco siglos. Es una producción moderna. Y bretona.
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El fin del evolucionismo
Voy a decirlo de otro modo: debemos considerar todas las identidades de las que
he hablado no como tradiciones que se oponen a la modernidad que las disuelve,
lo que es el punto de vista evolucionista clásico, sino como elementos inscritos en
la modernidad, inventados o producidos por ella. Incluso voy a decirlo de un modo
todavía más brutal: cuanto más modernas son nuestras sociedades, hipermodernas -algunos dirían posmodernas, pero no entraré aquí en esta discusión- más
diferencias inventan, incluso dándoles el aspecto de la tradición, “construyendo”
lo que inventan a partir de materiales tomados del pasado, de costumbres, de tradiciones, etc.
Lo que me permite pasar un instante del análisis sociológico al diagnóstico histórico. Si lo que acabo de decir es justo, si nuestras sociedades producen tantas
más diferencias culturales cuanto que son hipermodernas, esto quiere decir que
hemos entrado, desde finales de los años 60, en una nueva era histórica, y que
cuanto más avancemos en el tiempo, más diferencias inventarán nuestras sociedades. Los fenómenos de los que hablo no son la expresión de una crisis provisional, un momento de retroceso de la modernidad, y de triunfo no menos provisional de las tradiciones, sino la marca de una era nueva, en la cual los procesos de
fragmentación cultural, de descomposición y de recomposición de las identidades
son unos procesos decisivos. Hay que dejar de decir que nuestras sociedades
pasan de la tradición a la modernidad, lo que era el discurso evolucionista por
excelencia, hay que decir que nuestras sociedades son tanto más modernas cuanto que viven tensiones crecientes entre la razón y las identidades culturales que
producen y que no solamente acogen o reproducen.
¿Cómo se efectúa la producción de las diferencias?
Si las diferencias son producidas, y ni siquiera reproducidas, hay que decir cómo
lo son. Me gustaría insistir aquí en una noción compleja, y que puede parecer
paradójica, la noción de individualismo moderno.
Contrariamente a una idea simplista, en efecto, querría demostrar ahora que la
producción de las identidades colectivas está vinculada a lo que podría parecer su
contrario, pero que no lo es: el empuje del individualismo moderno. Éste presenta dos caras. Por una parte, el individualismo remite a la participación de cada
uno, como individuo, en la vida moderna: el individuo consume, cada uno a su
manera, trabaja -o es excluido del empleo- accede al dinero, a la educación, a la
salud. Y por otra parte, cada uno quiere construir sus alternativas, dominar su
existencia, definir él mismo su experiencia, ser sujeto personal. Entonces si la
participación individual en la vida moderna es difícil o juzgada insatisfactoria,
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una respuesta podrá ser elegir referirse a una identidad colectiva, bien para participar mejor, gracias a la presión que puede ejercer una comunidad sobre el poder
por ejemplo, o gracias a la solidaridad que se ejerce en su seno, o bien para sustituir señales simbólicas a la participación imposible o insatisfactoria. Y si la identidad colectiva es escogida, y no solamente el fruto automático de la reproducción,
es a causa de una decisión subjetiva. Así es, para tomar un ejemplo que he encontrado a menudo en las investigaciones, cómo los jóvenes musulmanes en Francia
dicen a menudo dos cosas. Por una parte, que hicieron la elección personal del
islam, que es una decisión deliberada, altamente subjetiva. Y por otra parte, que
el islam les permite aguantar frente a una sociedad racista, y donde las condiciones de existencia son difíciles -el islam, en este caso, no los aísla de la sociedad,
les permite contentarse con un acceso limitado a los recursos de la vida moderna,
o en todo caso soportarla y esperar días mejores.
Pero no creamos que la elección o la invención de una identidad colectiva corresponde a procesos fáciles de dirigir. Al contrario, a menudo se trata de procesos
difíciles, costosos psicológicamente, en los cuales la persona concernida, o el grupo
concernido, remplazan una identidad negativa, o inexistente, por una identidad
positiva, por una afirmación. Voy a decirlo más concretamente. A menudo, al principio, hay un sentimiento de tener una identidad vergonzosa, que no merece tener
su sitio, que debe estar más o menos escondida, porque no es la de la mayoría,
porque está asociada a imágenes que la descalifican, porque está estigmatizada.
Por ejemplo: ser homosexual, hace treinta o cuarenta años, debía ser escondido
absolutamente. También, la identidad debe permanecer discreta porque si no,
somos sospechosos de querer ocupar el sitio de otros, cuestionar los valores dominantes. Por ejemplo durante mucho tiempo, ser judío, en Francia, debía permanecer en privado, si no la identidad judía podía dar la impresión de cuestionar la
Nación o, sobre todo, los valores universales de una República que sólo quiere
reconocer individuos libres e iguales en derechos. Afirmarse, es molestar a los
otros, reclamar un reconocimiento, decir que su identidad colectiva merece su
sitio, que no es una infamia, o una barbarie, o la señal de una inferioridad, como
dice el discurso dominante. Es cambiar completamente una definición negativa,
o que hace de usted un ser inexistente, en una definición positiva –ni que decir
tiene-.
Y en cuanto una identidad colectiva se construye, conoce rápidamente toda suerte de tensiones internas. Por un lado, puede ser tentada por el fundamentalismo,
el integrismo o el comunitarismo, que tiende a cerrar el grupo sobre sí mismo.
Desde entonces, en su seno, los individuos deben someterse a la ley del grupo, o
de sus líderes, y las primeras en sufrirlo son a menudo las mujeres –todos tenemos, por ejemplo, en mente las fotos terribles de mujeres afganas violadas por los
talibanes. Además, una comunidad replegada sobre sí misma no sabe comunicar
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con el exterior, y es susceptible de radicalizarse, incluso de ser tentada por la violencia.
Por otra parte, la identidad colectiva debe autorizar a sus miembros a hacer elecciones individuales, debe aceptar la vida democrática y el individuo moderno, por
lo menos en nuestras sociedades. Lo que hace que corra peligro constantemente
de descomponerse, de ver a sus miembros alejarse si eligen retirarse, de perder
pues su sentido, su valor. Lo propio de las identidades colectivas es estar bajo tensión, entre lógicas de cierre y lógicas de apertura. Y estas tensiones revisten una
forma que varía constantemente, que nunca está estabilizada.
Un gran debate de filosofía política
Se entiende bien, puesto que las diferencias colectivas se manifestaron cada vez
con más insistencia a partir de la crisis de los años 60, que debates llenos de
pasión se instalasen entonces para saber lo que es deseable, o no, promover para
ellas. ¿Qué es bueno o malo, justo o injusto, bien o mal, para proponer como respuesta a este desafío inmenso del empuje de las identidades?
En el mundo anglosajón, el debate se organizó alrededor de una oposición aparentemente dividida entre dos orientaciones principales: la de los “liberales”
opuestos a los “comunitaristas”. Dentro de lo mejor que tuvo este debate, se planteó la siguiente cuestión: si deseamos que nuestras sociedades fabriquen cada vez
más sujetos personales, capaces de producir su propia existencia como seres
libres y responsables, qué es mejor: ¿educar a los niños nacidos de minorías en sus
particularismos culturales (religiosos, étnicos, de origen nacional por ejemplo) o
extraerlos de ellos para hacerlos acceder directamente a lo universal, es decir, a
la cultura general de la sociedad?
Este debate se desarrolló a partir de algunos países, Canadá, Estados Unidos particularmente, y por lo esencial entre los filósofos políticos. Conoció diversas
variantes, y por ejemplo, en Francia, tomó el cariz de una disputa entre “republicanos” y “demócratas”. Los “republicanos” a la francesa, bajo la dirección intelectual de Régis Debray, defendieron la idea de que en el espacio público, sólo debe
haber individuos libres e iguales en derechos, dijeron que la República era “una e
indivisible”, y generalizaron en cierto modo una fórmula puesta en marcha
durante la Revolución francesa por el conde de Clermont-Tonnerre que dijo: hay
que darles a los Judíos todo como individuos, y nada como Nación. Dicho de otro
modo, no hay que reconocer ninguna identidad cultural particular en el espacio
público, aquí sólo debe haber individuos. Y aquellos que Debray llamó “demócratas” pidieron, al contrario, que se aportara un tratamiento político a las demandas de reconocimiento que emanaban de minorías culturales, que se les reconociera. Más concretamente, frente a las derivas comunitaristas que surgen en
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nuestras sociedades, reales o ficticias, se desarrollaron tres actitudes políticas. La
primera es la del asimilacionismo: es necesario que los particularismos culturales no sólo no sean visibles en el espacio público, sino que además se disuelvan en
el “melting pot”, el crisol de la nación y por tanto de la identidad dominante de la
sociedad. La segunda es la de la tolerancia: hay que tolerar las diferencias, no
solamente en la vida privada, sino también en el espacio público, mientras que no
creen dificultades, que no turben el orden público, que no generen violencia o conflicto. Por último, la tercera orientación, minoritaria y que he defendido desde
hace quince años, es la del reconocimiento: hay que reconocer los derechos culturales de las minorías, no tolerarlos, pero reconocerlos en la medida en que no
cuestionan los valores universales, la razón, los derechos del hombre.
No entraré hoy en estos debates complejos. Simplemente diré que están un poco
agotados, como si todo hubiese sido dicho. Así es por ejemplo cuando oímos a algunos filósofos decir que son “liberales” frente a adversarios “comunitaristas” pero
que mantienen propósitos “comunitaristas” cuando su público es demasiado “liberal”. Total, que todo esto se enreda un poco. Me gustaría decir más bien cómo se
relanza el debate después de algunos años.
Todas estas discusiones sobre las diferencias culturales se interesan por fenómenos que se pueden definir bastante bien, por identidades colectivas que se pueden
especificar bastante bien. Decir: el islam, el judaísmo, la cultura vasca, por ejemplo, es designar conjuntos bastante claros. Pero no sólo hay identidades relativamente bien definidas, también hay, en nuestras sociedades, fenómenos considerables de mezcla, de mestizaje cultural, de hibridación, que hacen que las culturas
se entremezclen, se informen mutuamente, se transformen constantemente. Lo
que a veces es fuente de creatividad, de inventiva, y entonces, encontrarán investigadores para hacer la apología del mestizaje; lo que a veces es, por el contrario,
fuente de trastornos de la personalidad, de dificultades existenciales, de odio de
sí mismo. Lo que, sobre todo, hace vanas las discusiones que he evocado con anterioridad. Porque igual que una diferencia cultural estable y clara puede presentar reivindicaciones de reconocimiento, y en todo caso interpelar a los responsables políticos, a la misma vez las identidades siempre en movimiento, mezclándose sin cesar, se preocupan por proyectarse sobre la escena pública, por ser
representadas por actores colectivos, e incluso de transcribirse en demandas de
un tipo u otro. Igualmente, para decirlo de otro modo, funcionan a un nivel infrapolítico, allí dónde las diferencias colectivas se alzan cada vez más a un nivel político.
Así, la cuestión de las diferencias culturales no debe limitarse a la de las diferencias estables, bien circunscritas, debe incluir los fenómenos del mestizaje y de
la mezcla y, como ya dije, no es totalmente disociable de la cuestión social, de las
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desigualdades, de la injusticia social, incluso de la exclusión, y de la precarización. Requiere, evidentemente, un tratamiento político. Este será el último punto
que abordaré.
El multiculturalismo
Según las orientaciones filosóficas que se privilegian, según la cultura política
también, el tipo de diferencias culturales que se encuentran en un país dado, el
tratamiento político puesto en marcha o propuesto puede variar considerablemente. Entre las respuestas concretas, las más novadoras de los treinta últimos
años son a menudo designadas por la palabra “multiculturalismo”. Daré a esta
palabra un sentido preciso: el de una política, inscrita en las instituciones, en el
derecho, en la acción gubernamental (o local) para dar a las diferencias culturales un cierto reconocimiento en el espacio público. De hecho, dos grandes modelos
de multiculturalismo se encuentran, concretamente, y se distinguen por su concepción de los problemas sociales de los que sufren eventualmente las minorías.
El primero es el multiculturalismo integrado que se hace cargo, en la misma
acción, de las peticiones de reconocimiento, y de la lucha política contra las desigualdades sociales. En Canadá, en Australia, en Suecia, particularmente, el multiculturalismo se esfuerza, a la misma vez, por reconocer los particularismos culturales de ciertos grupos, en particular salidos de la inmigración, y por ayudar
socialmente a sus miembros a acceder al empleo, a la educación, a la vivienda, a
la salud, etc. Es la misma política que reconoce las lenguas de origen, la historia
particular, las tradiciones de una minoría, y que pone medios particulares a la
disposición de sus miembros para que tengan posibilidades reales de no ser encerrados en la pobreza o la exclusión social. El adjetivo “integrado” se justifica aquí
ya que este tipo de política pretende también reforzar a la nación, poniendo el
reconocimiento de la diversidad cultural y el combate contra la injusticia social al
servicio de la unidad nacional: no se trata de segregar, sino de dar prueba de apertura de espíritu democrático, y de un sentido amplio de la solidaridad.
Y al segundo tipo de multiculturalismo, en oposición al primero, se le puede denominar “disgregado”, porque separa el tratamiento de la diferencia cultural del de
las desigualdades sociales. Así es como en los Estados Unidos, particularmente,
hay por un lado políticas de reconocimiento cultural, por ejemplo en la enseñanza, cuando los manuales de historia o de literatura reconocen la aportación de las
culturas minoritarias a la historia del país, o cuando autores africanos encuentran su sitio en esos manuales. O también cuando los Negros, después de haber
sido mucho tiempo “negros”, después “blacks” se convierten en “Afroamericanos”,
es decir, seres dotados de una historia, de un pasado, de una cultura propia. Y por
otra parte, existe la “affirmative action” que no es una política de reconocimiento
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cultural, contrariamente a lo que se dice demasiado a menudo, sino una política
social: se dan mejores oportunidades sociales a individuos para paliar las desventajas de las que estructuralmente sufren a causa de su pertenencia a ciertos
grupos minoritarios maltratados por la historia. Decir que los Negros deben acceder más fácilmente al empleo público, o a la enseñanza superior, esto no es reconocer una cultura, es luchar de manera voluntarista contra desigualdades que si
no se reproducen y se refuerzan.
De esta manera, las cuestiones que plantea la diferencia cultural son numerosas,
y las maneras de responder a ellas no son unívocas. Concluiré insistiendo en el
principal reto que aguarda a nuestras sociedades en este ámbito. En efecto, dos
derivas nos amenazan. La primera, la más evidente, es la del comunitarismo, que
surge cuando una diferencia se aísla en sí misma, quita toda libertad a sus miembros como individuos, les prohíbe desarrollarse como sujetos, y corre el peligro de
tomarla de un modo violento con el resto de la sociedad. La segunda, al contrario,
es la del universalismo abstracto, que considera que hay que tender hacia un
ideal donde el espacio público estaría poblado únicamente por individuos, y para
el que las identidades particulares son amenazas que hay que rechazar -un poco
como cuando Voltaire hablaba de “aplastar al infame”. Todo el problema para una
democracia es aprender a circular entre estos dos peligros, el de la negación de
personas singulares y el de la negación de particularismos identitarios. Debemos
aprender a dejar de oponer lo particular y lo universal para, al contrario, articularlos.
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