Teresa Zafra Molina Seudónimo: Vuelcapeta Priego de Córdoba (Córdoba) TODO EL MUNDO ES MI FAMILIA En la otra parte del mundo, pero en casa Miró el reloj, las agujas marcaban las 12 y 28 minutos; cerró el libro, cogió la maleta y empezó a nadar con paso decidido. La puerta de embarque estaba a punto de abrir, echó un último vistazo atrás, sus ojos envolvían la nostalgia adelantada, y la emoción de lo desconocido hacía brillar una chispa especial con ellos. Cruzó la puerta de embarque y, entonces, recordó esa frase de una canción que llevaba acompañándole toda la semana. “el valor para marcharse, el miedo a llegar”. Sentado, agarró inconscientemente la cruz que llevaba al cuello y, con la última mirada a tierra firme vio como el avión despegaba hacia un futuro incierto, desconocido, soñado, anhelado y; mientras cerraba los ojos despidiéndose de España y evitando que una lágrima recorriera su rostro, confió. Desde que sus pasos pisaron por primera vez continente asiático; los días en el calendario se habían ido tachando a una velocidad que daba vértigo. Llevaba ya dos meses en China, y aquel día de principios de septiembre en el que comenzaba su aventura se le antojaba ya demasiado lejano. Una sonrisa iluminaba su rostro ahora, y aunque los ojos se le empañaban por momentos, el correr las agujas del reloj y lo cotidiano de su día a día en el descubrir cosas nuevas, no le dejaba que su sonrisa se le perdiese. Su aventura había comenzado mucho mejor de lo esperado, la universidad le había dado alojamiento en el Campus, compartía habitación con un chico inglés con el que había congeniado muy bien y las clases de chino, aunque le requerían mucho tiempo, le permitían empezar a comunicarse con algunos de sus compañeros. Tenía ya un buen grupo de amigos, cuyo sello de identidad era la internacionalidad; las fiestas, las risas y los viajes estaban asegurados. En dos meses había visitado más lugares y realizado más excursiones que en todos los años que había estado como universitario en España. Tenía una vida que todos podrían calificar de ideal, él mismo pensaba en ella como la situación que tantas veces había soñado antes de decidirse a dar el paso de cruzar kilómetros y kilómetros con un billete de avión en el bolsillo en que figuraba la fecha de ida, pero no la de vuelta. Sus amigos en España lo envidiaban y sus padres, ya tranquilos, irradiaban la felicidad propia que produce el orgullo cuando tus hijos cumplen sus sueños. Si embargo, había momentos en los que una soledad pesado lo envolvía; y aún cuando intentaba refugiarse en la música, los paseos o la lectura, su mano agarraba de nuevo la cruz que se sujetaba en su cuello. Y entonces comprendía que echaba demasiado de menos una realidad que creía haber abandonado al coger ese avión, una comunidad que era su vida entera, un compartir diario que sostenía su alegría. El ir y venir de los días seguía su curso y los momentos de tristeza pronto ser arreglaban con una cerveza en buena compañía. Una tarde, cuando volvía al Campus paseando alegremente, reparó en un cartel que, en inglés, el chino aún no conseguía dominarlo, invitaba a una oración de jóvenes. Sorprendido, pues nada había visto hasta entonces que hablase de religión católica por aquellas tierras lejanas, y con la escondida pero latente esperanza en su corazón de que aquello podía aportarle algo, entró. Se encontró en una pequeña sala en la que sonaba música y las luces estaban apagadas. Tan sólo unas cuantas velas colocadas aleatoriamente daban claridad y belleza al entorno. Escogió el último banco, el sitio más alejado y oscuro y, justo cuando acabó de quitarse el abrigo empezaron a sonar los acordes de una guitarra. Ensimismado en sus propios pensamientos se reconoció de pronto cantando, la sorpresa le hizo reparar en que la canción que sonaba que sonaba era la misma que cantaba una y otra vez con su familia universitaria, y la emoción hizo brotar las lágrimas que tanto tiempo llevaba conteniendo. Agarró su cruz con fuerza y unió sus voces a una comunidad que con un acento extraño entonaba un “Nada nos separará, nada nos separará del Amor de Dio”. Y, entonces, de golpe, lo comprendió todo. Entendió aquellas palabras que su cura le había dicho la tarde que se despidieron, entendió aquellas frases que sus amigos le habían escrito en el Power Point de despedida, y se sintió en familia. Comprendió entonces que era verdad, que la belleza de iglesia, es que te acoge allá donde vayas, y te hace sentir en casa, que la gran familia de la que formaba parte no se había quedado en España, sino que se le presentaba allí con otros rostros, que los lazos formados con Cristo se alargan de un continente a otro, pero nunca se rompen. Consiguió ver a sus amigos en el Sagrario y, cogiendo su cruz, comprendió que ésta no estaba sostenida en su cuello; sino que él entero estaba sostenido por la Cruz. Entonces, con una alegría que llevaba demasiado tiempo sin experimentar, se sintió en casa; se supo, por fin, en familia.