EDUCACIÓN PARA UNA CULTURA DEMOCRÁTICA. (La democracia como fundamento de la integración latinoamericana) Armando Di Filippo1 En la actualidad pueden discernirse dos nociones diferentes de integración regional, que corresponden a dos diferentes expresiones históricas de este proceso que se han verificado en América Latina. A la primera de esas expresiones la podemos denominar integración multidimensional o integración de naciones, y a la segunda, podemos designarla integración unidimensional o integración de mercados. La integración multidimensional por su lado ha respondido a una “filosofía de la integración” cuya expresión más concreta y más clara es la experiencia de la Unión Europea. De otro lado la integración unidimensional o de mercados, ha respondido esencialmente a la filosofía libremercadista asociada a organismos multilaterales como la Organización Mundial del Comercio, o el Fondo Monetario Internacional. Actualmente en América Latina operan simultáneamente ambos tipos de integración, y el tema que nos ocupa en esta ocasión requiere una visión multidimensional en la cual encuadrar las sugerencias que incluiré respecto de la educación para una cultura democrática. La evolución histórica que condujo a ambos tipos de integración regional en América Latina puede resumirse esquemáticamente. En América Latina y el Caribe, el proceso de integración se inició en los años sesenta del siglo pasado con la creación de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio y el Mercado Común Centroamericano. Era un momento histórico especial en que corrían vientos de reforma por toda la región. Fue la década de la Revolución Cubana, de la Alianza para el Progreso, del auge de las ideas de CEPAL liderada por Raul Prebisch, y de la iniciación de las actividades del Banco Interamericano del desarrollo, también conocido como Banco de la Integración, bajo la presidencia del chileno Felipe Herrera. La integración se concibió como un instrumento de desarrollo para ampliar los mercados de América Latina y poder aprovechar los beneficios de las economías de escala y especialización que los mercados de mayor tamaño permiten aplicar. Si profundizara en estos hechos históricos no me quedaría tiempo para ir al meollo del tema que hoy nos convoca. Bástenos decir que a fines de la década de los años sesenta, la insatisfacción de los países Andinos ante el tratamiento que les propinaban los países grandes de la región (en esa época representados por Brasil, México y Argentina), los indujo a crear el Pacto Andino. A diferencia de ALALC, los países miembros del Pacto Andino se plantearon desde el inicio una forma de integración explícitamente multidimensional, no sólo económica sino también social, cultural y política. El paradigma de la integración europea fue tomado muy en cuenta y los mismos países que constituyeron el Pacto Andino en 1969, fundaron en 1970 el Convenio Andrés Bello. Una manera de leer los rasgos y orientaciones de los procesos de integración regional es vincularlos a los estilos y estrategias de desarrollo en que dichos esfuerzos de Notas presentadas al Seminario Internacional: “40 años de educación para la integración” organizado por la Secretaría Nacional del Convenio Andrés Bello de Chile, Santiago, martes 7 de diciembre de 2010. 1 1 integración se insertan. Durante los años sesenta y parte de los setenta, el modelo de desarrollo protegido hacía difícil inculcar una mentalidad recíprocamente aperturista entre los países latinoamericanos que eran proteccionistas no sólo frente al resto del mundo sino también entre ellos. Las democracias era febles e inestables, los nacionalismos generaban roces limítrofes, y los autoritarismos militares se alternaban con fugaces experiencias democráticas. El resultado fue que la integración de los mercados no prosperó, tampoco lo hizo la integración de las naciones, y la estrategia integradora se relajó tras la Fundación de ALADI en reemplazo de la ALALC. Se eliminaron las metas ambiciosas y los plazos estrictos dando lugar a una multiplicidad de acuerdos de alcance parcial librados a los intereses de los propios contratantes de cada acuerdo. Tras la gran recesión de los años ochenta, que condujo a la crisis de la deuda de América Latina y las condicionalidades posteriores de la Banca Acreedora y de los organismos intergubernamentales, se inicia en los años noventa, un nuevo período que en lo económico estará caracterizado por lo que, de manera científicamente imprecisa pero inequívoca en su significación histórica se denominó el modelo neoliberal, vinculado a la así denominada Revolución Conservadora y a los postulados del Consenso de Washington. Este nuevo proceso económico propio de la integración a la economía global actual, fue acompañado en toda América Latina por un restablecimiento de la democracia política que ya lleva más de veinte años de vigencia generalizada. La propagación de estas nuevas instituciones políticas y económicas tuvo lugar entonces simultáneamente a comienzos de la década de los noventa. La década de los años noventa marca una nueva era en el funcionamiento de los acuerdos de integración en América Latina. Esta comprobación es coherente con nuestra afirmación anterior de que el significado o sentido de los acuerdos de integración no puede desligarse con facilidad de los estilos de desarrollo económico, sociocultural y político de las naciones que se integran. A partir de esa fecha, las naciones de América Latina se han abierto a las reglas de juego de la economía global y se han re-democratizado en la esfera política, aunque sus parámetros distributivos sigan siendo los más desiguales del mundo. Por lo tanto estos nuevos estilos y estrategias de desarrollo, han dado lugar a los dos tipos de acuerdo que mencionábamos al comienzo: de un lado, los unidimensionales inspirados en las nociones de libre comercio y de libre mercado sustentadas desde la OMC y el FMI, y, de otro lado, los acuerdos multidimensionales (económicos, socioculturales y políticos) inspirados en la experiencia de la Unión Europea. En el primer tipo de acuerdos opera una racionalidad microeconómica, otorgándole un papel protagónico en la asignación de los recursos a las grandes firmas corporativas transnacionales (incluyendo en esa denominación a los grupos económicos latinoamericanos así denominados “translatinas”). A partir de los años noventa Estados Unidos lideró las reglas de juego que se negocian en estos acuerdos, participando activamente en los mismos a través de instancias tales como La Iniciativa para las Américas, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el fracasado Acuerdo de Libre Comercio para las Américas, y los más recientes como el CAFTA (Central American Free Trade Agreement), o los tratados bilaterales ya firmados o negociados 2 con Chile, Perú, y Colombia. En la filosofía del libre mercado bajo el protagonismo de las grandes firmas corporativas en el proceso de asignación de recursos, los acuerdos de este tipo excluyen totalmente los aspectos sociales y culturales que, en todo caso se tratan en otras instancias pero nunca en el interior de los propios tratados unidimensionales de integración. En el segundo tipo de acuerdos (los multidimensionales), sin excluir los compromisos de mercado, ni la presencia de los intereses transnacionales, se abordan también las visiones multidimensionales que son propias de una estrategia integradora de largo plazo entre naciones y no entre mercados. Puesto que aquí opera la filosofía integradora profunda en la línea de la Unión Europea, no es de extrañar que los Acuerdos de Asociación firmados por este bloque en América Latina (incluido el acuerdo con Chile), dejen abierta la puerta para formas de integración y cooperación no sólo en la esfera económica sino también en la esfera sociocultural y política. Otra prueba de esta actitud integradora multidimensional por parte de los países europeos la encontramos en el propio Convenio Andrés Bello que incluye a España como uno de sus socios. Haciendo una caricatura peligrosamente esquemática de los dos tipos de integración aludidos – el multidimensional y el unidimensional- desde el punto de vista de los derechos involucrados podríamos decir que los acuerdos unidimensionales se fundan en la defensa y especificación de los derechos de propiedad requeridos para dar certeza jurídica al inversionista transnacional. Por otro lado los acuerdos multidimensionales hacen énfasis en los derechos políticos, socioeconómicos, y culturales de los ciudadanos de las naciones latinoamericanas. Unos expresan el espíritu del capitalismo global y, los otros expresan el espíritu de la democracia reconquistada por las naciones latinoamericanas. Sin embargo dentro de ciertos límites estos dos tipos de acuerdos no se han evidenciado como excluyentes y actualmente coexisten en América Latina. Esta versión un poco maniquea y dicotómica de los dos tipos de acuerdo y su respectiva clasificación como representando de un lado las instituciones y prácticas del capitalismo y del otro lado las instituciones y prácticas de la democracia, está por supuesto sujeta a muchas críticas por su carácter simplista, pero en honor a la brevedad y para poder pasar algún mensaje significativo me arriesgo a formularla. Digamos entonces algunas palabras sobre los acuerdos multidimensionales, me refiero a la integración regional de las naciones, por oposición a la integración de los mercados globales. Los bloques subregionales tales como MERCOSUR, la CAN, el MCCA, y el CARICOM, todos ellos se plantean de manera explícita la necesidad de avanzar multidimensionalmente en la integración no sólo de los mercados sino también de las instituciones económicas, políticas y culturales. Como estos acuerdos se predican respecto de las naciones y no sólo de los mercados, son por lo tanto necesariamente multidimensionales. Las dimensiones políticas y sociales de estos acuerdos se han ido acentuando a partir del siglo XXI con la fundación de UNASUR. Se me ha pedido que reflexione sobre alternativas y perspectivas para una nueva fase de funcionamiento del Convenio Andrés Bello en la presente etapa histórica. Que especule sobre algún foco de acción orientadora que pudiera abrir espacios nuevos de comunicación en materia de cultura y educación. 3 Se me ocurre que sin perjuicio de todos los temas que de manera fecunda y variada han estado siendo tratados por el Convenio Andrés Bello, cabría profundizar en un nuevo foco de acción: el de la educación para una cultura democrática en América Latina. Es más, sería deseable hacer de esta cultura democrática el fundamento más profundo de la integración regional de América Latina. Creo que la creación de una cultura democrática puede promoverse, de manera explícita, a todos los niveles educacionales: primario, medio y universitario. Esta noción va mucho más allá de impartir algunas lecciones elementales de instrucción cívica en la escuela media, o de un fortalecimiento de las nociones democráticas en los cursos de ciencias sociales. Todos los contenidos educacionales podrían quedar permeados por una cultura democrática, basada en un examen sistemático de los derechos y obligaciones que emanan de la convivencia ciudadana en las sociedades democráticas. El análisis sistemático comparado de las constituciones políticas democráticas de nuestros países podría arrojar luces sobre los componentes comunes del espíritu democrático compartido. Estos estudios no sólo comprometen a los cientistas políticos sino también a los estudiosos de filosofía moral y a los historiadores que nos pueden recordar las vicisitudes y peripecias por las que atravesaron nuestras naciones antes de llegar a la presente meseta relativamente estabilizada de continuidad democrática, tremendamente imperfecta pero infinitamente preferible a los pasados autoritarios que padeció América Latina. El tema de la integración regional está directamente relacionado con el tema de la democracia ya que tanto en el caso de Europa Occidental como en el de América Latina, se estableció un nítido círculo virtuoso, entre los procesos de integración y democratización. En el caso de la UE la adopción de regímenes democráticos de gobierno es y ha sido condición necesaria para la incorporación al bloque, y las socialdemocracias de posguerra dieron un contenido mucho más rico, no sólo político sino también económico, social y cultural, a la noción de democracia. En el caso de América Latina, los vínculos positivos entre democratización e integración se han manifestado, por ejemplo, en las recientes intervenciones tanto de MERCOSUR como de UNASUR orientadas a preservar el orden democrático en diferentes países de América Latina. El tema es de gran vigencia, y lo que ha dado en denominarse la “cláusula democrática” está presente de manera unánime en todos los bloques de integración subregionales, en las reglas de UNASUR, y a partir de la semana pasada en las normas de las Cumbres Iberoamericanas, cuya última versión (3-4 de diciembre de 2010) acaba de terminar. Dicho sea de paso, en esta última cumbre los dos temas relevantes fueron precisamente la democracia y la educación, examinados desde la perspectiva de la integración. Volviendo al Convenio Andrés Bello, confieso carecer de las capacidades y conocimientos para penetrar críticamente en sus orientaciones recientes o para predicar políticas o acciones específicas de carácter alternativo. Sin embargo creo que el tema de la educación para la construcción regional de una cultura democrática, abre un campo 4 extraordinariamente legítimo que invita a una exploración más profunda en términos de acciones concretas. El foco de la cuestión está en el rol que los sistemas educacionales podrían cumplir en la propagación de una cultura democrática. Además de un mejor conocimiento de los regímenes de gobierno que operan en nuestros países el meollo del esfuerzo podría dirigirse a la consideración sistemática de los derechos y deberes de los ciudadanos en la línea profundizada por las social democracias europeas. De un lado con especial referencia a sus necesidades esenciales en materia de educación, salud, vivienda, seguridad, acceso a la justicia, etc. Y de otro lado atendiendo a los deberes y obligaciones de quienes acceden a niveles superiores de educación universitaria y de posgrado para ocupar posteriormente posiciones de liderazgo en la sociedad, en disciplinas tales como las ejemplificadas más arriba. La educación para una cultura democrática podría contribuir a hacer explícitos y públicamente transparentes los derechos y obligaciones de los ciudadanos, consagrados por las leyes que actualmente rigen nuestros países. La preparación regionalmente armonizada de estudios en que participen educadores de todos los países latinoamericanos, con la meta concreta y específica de crear cursos sobre cultura democrática con contenidos comunes estaría orientada a enfatizar el carácter compartido del ideal democrático definido ante todo por la especificación de los derechos humanos y las obligaciones correlativas de los ciudadanos. La ventaja de este tema sería la de promover un conocimiento recíproco de la cultura democrática y de su historia en las diferentes naciones de América Latina. La expresión cultura democrática que estoy usando exige una dilucidación rigurosa, pero grosso modo alude a la vigencia y efectiva interiorización social de las libertades, garantías, derechos y obligaciones ciudadanas que surgen de la participación democrática bajo instituciones y prácticas consagradas en las constituciones políticas de nuestros estados. El tema no se circunscribe a la dimensión política de la democracia sino que es claramente multidimensional. En efecto, si nos focalizamos en las garantías, libertades, derechos y deberes ciudadanos emergen los contenidos más ricos de la noción de democracia. Por el lado de los derechos ciudadanos, al menos desde el surgimiento de las socialdemocracias europeas existe una clara conexión con la noción de bienes públicos tales como la educación, la salud, la vivienda, la nutrición, el disfrute de ambientes descontaminados, la seguridad, el acceso a la justicia, etc. Todos estos campos son hoy objeto de candentes debates públicos y pueden ser examinados desde el punto de vista de su interiorización por parte de los ciudadanos. Los derechos ciudadanos suponen una adecuada información comunicación y conocimiento de esos derechos por parte de la población en su conjunto, y esa es una parte importante de la noción de cultura democrática, el conocimiento de los derechos vigentes y de las maneras de hacerlos valer y reclamarlos. De otro lado el tema incluye las obligaciones, deberes, y responsabilidades de aquellos directa o indirectamente encargados de proveer esos bienes públicos, y dicen relación con los códigos de conducta de las autoridades de gobierno, con la responsabilidad social empresarial, con los deberes legales y morales de los colegios profesionales, y en general con la responsabilidad de aquellas personas y organizaciones dotadas de poder a la luz de las normativas establecidas en las constituciones políticas y leyes fundamentales de nuestras naciones. 5 Los frutos más específicos de esta acción serían la creación de cursos, cátedras o asignaturas de diferentes niveles de complejidad para las escuelas básicas, medias, universitarias y de posgrado, que estuvieran sujetos a una armonización temática de manera que los estudiantes de América Latina estuvieran debatiendo, confrontando e involucrándose en los mismos grandes asuntos que nos son comunes. También la enseñanza común de la historia latinoamericana debería incluir un componente importante de la evolución de los ideales democráticos en América Latina desde la Independencia hasta ahora. Por último el ideal integracionista debería permear el desarrollo de estas iniciativas. Es claro que hay otros temas de inmenso impacto cultural que merecen ser rescatados en el siglo XXI, en particular los desafíos que para la cultura latinoamericana emanan de la las Tecnologías de la Información, de la Comunicación y del Conocimiento (TIC), pero conviene no mezclar las tecnologías mismas con los contenidos culturales que esos mecanismos propagan. Los intereses que promueven la globalización capitalista se preocupan sobremanera de la difusión de estas tecnologías, y su adopción en la esfera de la cultura es una cuestión de recursos suficientes para comprar los equipos y aprender a utilizarlos. Pero aquí se están enfatizando los contenidos de la cultura. Aquellos que aluden a valores transhistóricos que son entrañables de la cultura occidental: la verdad, el bien, la belleza, la justicia, y también todos los que van siendo incluidos en una cultura de la democracia. Es una cuestión de fines y valores y no de medios e instrumentos. Por lo demás el uso de la TIC está abriendo amplios espacios para la introducción de nuevas prácticas en el ejercicio de los derechos y las obligaciones de los ciudadanos en las sociedades democráticas. También sin duda se trata de un instrumento formidable para la propagación de una cultura democrática. Pero las TIC son un medio en tanto que la cultura de la democracia es un fin. Hecha esta distinción fundamental todos los mecanismos de las TIC son instrumentos potenciales para la propagación de una cultura democrática como fundamento de la integración regional. Nótese por último que el tema de la cultura democrática no es jurídico ni legal, no atañe a las leyes como tales, que muchas veces son “letra muerta”, sino a la “letra viva” de las instituciones que son reglas vigentes internalizadas por los seres humanos sometidos a dichas leyes. Las instituciones conforman en su conjunto la estructura de la sociedad y recogen ante todo sus rasgos culturales fundamentales. La idea es impregnar las instituciones de las sociedades latinoamericanas con los rasgos de una cultura democrática común. Muchas Gracias. 6