La referencia político-criminal en el derecho penal contemporáneo (¿Es el derecho penal la barrera infranqueable de la política criminal, o se orienta por ella?)(*) Por Íñigo Ortiz de Urbina Gimeno (**) 1.- Introducción: el surgimiento del derecho penal político-criminalmente orientado Aunque aún existen diferencias en la sistematización y especificación del contenido de las categorías que componen la teoría jurídica del delito (diferencias que son más numerosas que importantes para la práctica del derecho), sí parece haberse logrado un amplio acuerdo en que ambas tareas han de venir presididas por la orientación a la política criminal. El grado de consenso sobre este extremo es tan amplio que en la actualidad resulta muy difícil encontrar autores que se pronuncien contra la preeminencia de las consideraciones político-criminales en la labor jurídico-penal. Esta circunstancia resulta prima facie positiva, toda vez que parece reflejar la unidad de criterio entre los practicantes de la disciplina respecto a cuáles han de ser los criterios orientadores de su actividad.Sin embargo, el juicio prima facie positivo decae en cuanto se profundiza un poco en la cuestión, ya que al no definirse con una mínima concreción qué quiere decir “política criminal”, con su alusión no se ha adelantado ni un solo criterio material de adecuación. Se sabe que hay que aplicar un baremo, el de la relevancia político-criminal, pero no se sabe qué criterios lo conforman; de este modo, más que ante un baremo que guíe la labor del intérprete, estamos ante un expediente retórico cuya alegación tiene como resultado efectivo incrementar la libertad de quien lo aduce, al tiempo que la encubre bajo el manto de la elaboración técnicojurídica[1]. “Comprometerse” con una manifestación tan genérica y susceptible de ser interpretada de modos tan diferentes es lo mismo que no comprometerse en absoluto.Por supuesto, la insuficiencia de la manifestación en pro de la orientación político-criminal no ha pasado desapercibida para la doctrina. Así, se ha afirmado que no basta con proclamar que el derecho penal se orienta político-criminalmente, sino que ello “debe conducir a dilucidar qué quiere decir Política Criminal, cómo se accede a sus principios y cómo se orienta el sistema a los mismos” (Silva, 1997, p. 19). En la misma línea se ubica la crítica de Puppe a Schünemann, quien habría afirmado que “la imputación objetiva ha de ser rechazada si no tiene sentido político-criminal y ser aceptada si lo tiene”. No le falta un ápice de razón a esta autora cuando afirma que la anterior fórmula “deberá su aplicación universal a todos los problemas de la imputación objetiva sólo al hecho de que no dice nada” (Puppe, 2001, p. 6). Cuanto menos, no dice nada más que lo que es obvio: si la política criminal se ocupa de determinar qué medidas son adecuadas (no sólo “útiles” o “eficaces”) en el tratamiento del fenómeno delictivo, es evidente, por tautológico, que una institución de la que dependen ciertas consecuencias jurídico-penales deberá aceptarse o no en función de su sentido político-criminal[2]. Pero, sin una ulterior profundización en los criterios de adecuación, seguimos sin saber cuándo podremos decir que una institución “tiene sentido” políticocriminal.Si la situación es la que se describe, ¿cómo se explica el innegable éxito de la nuda referencia a la política criminal entre los penalistas? En este punto conviene acudir a la sociología de las disciplinas científicas y a la distinción que allí se realiza entre el éxito teórico y el éxito entre los teóricos, toda vez que las razones que explican uno y otro son distintas[3]. Como se ha puesto de manifiesto, “los académicos, como todo el mundo, están sujetos a los efectos de cascada. Empiezan, se unen y aceleran los efectos de enganche (bandwagons)[4]. Más concretamente, están sujetos a las señales informativas que envían las acciones y manifestaciones de terceros. Participan en la creación de las mismas señales a las que responden. Los académicos, como todo el mundo, también son sensibles a las presiones reputacionales impuestas por la opinión que se piensa que tienen los demás. Responden a estas presiones, y al hacerlo ayudan a amplificarlas” (Sunstein, 2001, p. 1.251).- No son pocos los casos en los que la adhesión a ciertos tópicos o ideas se produce antes por su contribución a la solidez e independencia de la disciplina de que se trate que por su rendimiento teórico. Un excelente ejemplo lo proporciona la magnitud de la influencia lograda entre los economistas por el artículo de Milton Friedman “The Methodology of Positive Economics”, en el que el autor proponía su famoso “instrumentalismo metodológico”[5] y que ha sido considerado “con mucho, el artículo de metodología más influyente del siglo” (Hausman, 1992, p. 162). No se trata de negar los méritos del artículo de Friedman (al igual que no se pretende afirmar que la idea de la orientación político-criminal de la labor jurídicopenal sea estéril), sino de resaltar que, más allá de estos méritos, el espectacular éxito del artículo se debió a su aparición en un contexto histórico en el cual las tesis que en él se mantenían vinieron a liberar a multitud de economistas de las dudas sobre el estatuto epistemológico de su disciplina, entonces bajo severo ataque[6]. ¿Puede haber ocurrido algo similar en el caso de la labor jurídico-penal? Entiendo que la evolución histórica permite responder afirmativamente a esta pregunta: No se debe olvidar el contexto histórico en el que se consolida la referencia a la política criminal como fuente de criterios orientadores de la labor jurídico-penal y en concreto de la dogmática, la Alemania de los años sesenta y setenta[7]. En aquél entonces, al hilo de una discusión más general producida en torno a las ciencias y especialmente las ciencias sociales[8], se generó una gran insatisfacción con la elaboración jurídica “tradicional”, a la que se achacaba un alto grado de abstracción y de conservadurismo[9]. La discusión adquirió unos tintes y unos ímpetus que hoy resultan difíciles de creer y que motivaron a los juristas teóricos a buscar salida a estas acusaciones. Sin duda se puede coincidir con uno de los grandes protagonistas de la época de la que se habla en que la doctrina jurídico-penal se encontraba ante lo que él in situ calificó de “deprimentes dificultades” (Roxin, 1970, p. 23).En realidad, los reproches que en aquel entonces se hicieron a la dogmática y a la elaboración jurídico-teórica en general fueron tan exagerados e indiscriminados que no puede dudarse de su inadecuación. La situación recuerda a la que se produjo en la criminología por esa misma época: al igual que en su primera fase la criminología crítica pretendió deslegitimar el derecho penal y el sistema de justicia penal basándose en su selectividad y efectos negativos, olvidando (o al menos desconsiderando gravemente) los intereses de las eventuales víctimas[10], también la crítica a la elaboración dogmática y la sistematización obvió los importantes intereses a los que éstas atienden. Al margen de los méritos de los argumentos, en ambos casos los movimientos críticos lograron poner a la corriente mayoritaria contra la pared. Sin embargo, la reacción de criminólogos y juristas fue muy distinta: - Advirtiendo la parte de razón que existía en las críticas y mostrando una madurez disciplinar envidiable, en la criminología se produjo una ampliación del objeto de la disciplina, que pasó de ocuparse sólo del delincuente a ocuparse de éste y del sistema de justicia criminal. Las consecuencias de este cambio de perspectiva, cuya realidad y vigencia actual puede comprobarse abriendo cualquier manual de criminología, son por todos conocidas y tienen mucho que ver con la evolución de la criminología desde su consideración de “ciencia auxiliar” del derecho penal a componente, en pie de igualdad, del conjunto de disciplinas que integran la política criminal.- En abierto contraste, las concesiones hechas desde la doctrina jurídico-penal han sido más retóricas que materiales. La doctrina de la época pretendió distanciarse de las críticas que la asediaban magnificando las supuestas limitaciones metodológicas de las corrientes anteriores y enfatizando sus propios avances, entre los que se encontraría el renovado interés por el estudio de la política criminal y la exigencia de la inclusión de argumentos de este tipo dentro de la propia teoría jurídica del delito, superando su consideración como un saber con relevancia limitada a la elaboración lege ferenda. Sin embargo, las urgencias coyunturales llevaron a un diagnóstico equivocado de la situación, y los factores que se señalaron como responsables de la poca relevancia práctica de la elaboración jurídico-penal anterior no tienen en realidad gran influencia sobre tal circunstancia[11]. Como suele ocurrir con las propuestas de intervención que se apoyan en un diagnóstico equivocado, los cambios propuestos en el modo de llevar a cabo la labor doctrinal no han podido conseguir el objetivo que se proponían, esto es, incrementar la relevancia práctica de la labor doctrinal.En el caso específico de la “nueva” referencia a la política criminal resulta que, si se opera con las definiciones de ésta imperantes en la doctrina a partir de los años setenta, es sencillamente imposible afirmar que las consideraciones de esta índole no tuvieran cabida en la labor jurídico-penal anterior, incluyendo la elaboración dogmática. Asumamos a efectos expositivos que la política criminal es el análisis del tipo de política que conviene seguir con respecto al crimen (política criminal normativa) o la descripción de tal política en un ámbito histórico-geográfico concreto (política criminal positiva). Siguiendo estas concepciones, cualquier reflexión sobre la configuración del derecho penal que tenga consecuencias extrasistemáticas tendrá por definición carácter político-criminal[12]. La anterior afirmación, como se ha dicho, incluye a la elaboración dogmática: salvo que se haga por motivos puramente estéticos[13] y/o utilizando procedimientos aleatorios de construcción conceptual, la dogmática es una actividad prácticamente orientada que tiene como objetivo facilitar la labor del aplicador del derecho. En esta tarea, y ante las múltiples posibilidades de elección que inevitablemente se le presentan al dogmático, éste habrá de orientarse conforme a fines que, en virtud de la definición de “política criminal” con la que se viene operando a efectos expositivos, han de ser fines político-criminales.De este modo, conforme a la mayor parte de las definiciones de política criminal al uso, tanto la decisión sobre la conveniencia de la sistematización (el si de la sistematización) como la ulterior elaboración de los requisitos de la responsabilidad penal, (el cómo se procede en la sistematización), son cuestiones político-criminales. Como todas las corrientes de derecho penal existentes a lo largo de los últimos dos siglos han tenido que pronunciarse sobre estos aspectos, al hacerlo han hecho política criminal[14].En este punto, por lo tanto, no hay diferencias relevantes entre la nueva manera de representarse la actividad jurídico-penal y las anteriores. Si antes no se hablaba expresamente de la conveniencia de tener en cuenta las consideraciones político-criminales en la argumentación lege lata o en la teoría jurídica del delito, ello se debía a que no se utilizaba un concepto de política criminal tan amplio como el que se viene empleando desde los años setenta sino que, siguiendo la obra de von Liszt, el término se reservaba preferentemente para referirse a la argumentación lege ferenda[15]. Si se trasciende la disparidad terminológica y se atiende al plano material, fácilmente se advierte que las argumentaciones que ahora se denominan “político-criminales” habrían sido lisa y llanamente consideradas “teleológicas” en momentos anteriores, sin pérdida de contenido informativo alguno[16]. Creo que, antes de felicitarse por la nueva terminología, habría que considerar seriamente si ésta no ha supuesto una “estafa de etiquetas”, o al menos un mero cambio de odres del mismo viejo vino: en la argumentación teórica corresponde a quien introduce una nueva distinción probar su superioridad sobre las existentes, y la dogmática contemporánea no lo ha hecho.En conclusión, la “victoria” sobre concepciones anteriores que supone la mayor relevancia de la política criminal en la labor jurídico-penal se ha conseguido a través del juego con las definiciones. Este tipo de victorias, sin embargo, acostumbran a ser pírricas, y el caso que nos ocupa no es una excepción: lejos de suponer un avance, la generalizada adhesión verbal a la orientación a la política criminal tiene actualmente efectos netos negativos, ya que crea una situación de buena conciencia que desincentiva la investigación del papel político-criminal que efectivamente cumple la doctrina jurídico-penal en nuestros sistemas jurídicos. El primer paso para realizar tal investigación pasa por obtener un poco más de claridad respecto a qué significa la expresión “política criminal”.2.- La definición de “política criminal” Recogiendo una clasificación simple pero efectiva, las definiciones se pueden dividir en “léxicas” y “estipulativas”. Grosso modo, la diferencia entre ambas está en que, mientras que las definiciones léxicas describen el uso de un término en una comunidad de hablantes (y por lo tanto tiene sentido hablar de “verdad” y “falsedad” de la definición, según coincidan o no el uso y la definición), las estipulativas prescriben cuál ha de ser tal uso (de modo que no tiene sentido decir que son verdaderas o falsas, sino que han de ser juzgadas conforme a su utilidad)[17]. La clasificación anterior es útil no sólo por lo que incluye, sino también por lo que excluye: no tiene en cuenta las denominadas definiciones “reales” o “esenciales”, que entienden que detrás de los nombres y conceptos se ocultan “esencias” que descubrimos a través de estos[18].- Una vez descartado que en algún lugar exista algo llamado “política criminal” cuya esencia debamos acertar a capturar con nuestras definiciones, de lo que se trata es de ver qué usos lingüísticos rigen en una determinada comunidad (la de los penalistas) y, de modo principal, de proponer una definición estipulativa que reduzca la pluralidad existente y facilite la labor conceptual, permitiendo discutir sobre conceptos, más allá de la discusión sobre su denominación.Hechas estas acotaciones, un primer paso útil a la hora de definir “política criminal” es distinguir entre la política criminal como actividad política y como actividad teórica[19]. Describir la relación conceptual entre ambas es relativamente sencillo, ya que la política criminal como actividad política es el objeto de la política criminal como actividad teórica, un objeto que se analiza tanto desde el punto de vista normativo (análisis del tipo de política que conviene seguir con respecto al crimen, atendiendo a consideraciones valorativas e instrumentales) como desde el punto de vista positivo (la descripción de la situación existente y la predicción de los efectos que se prevé que tendrá una determinada decisión políticocriminal)[20].Debido a la preocupante polisemia que el término “normativo” presenta en derecho penal, no está de más aclarar que los términos “normativo” y “positivo” se utilizan aquí con el sentido que habitualmente se les atribuye en las ciencias sociales.Así, el discurso positivo es aquél que se refiere a la realidad, bien a objetos o estados de cosas existentes en un momento dado, bien a predicciones sobre su futura evolución. De este modo, dentro del ámbito de lo positivo se incluyen tanto proposiciones del tipo “está –o ha estado- lloviendo” como otras del tipo “mañana va a llover”[21].El discurso normativo suele asociarse con el “deber ser”. Decir sólo esto, sin embargo, es insuficiente, ya que dentro de lo que se denomina “deber ser” -y debería más propiamente llamarse “razón práctica”- se incluyen de manera general dos tipos de enunciados que es necesario distinguir.Por un lado están los enunciados que denominaré “normativo-éticos”, que se refieren a la adecuación valorativa de un estado de cosas, existente o propuesto, conforme a un código ético determinado.Por otro lado, existe un tipo de enunciados, que llamaré “normativo-técnicos”, que se ocupan de la relación entre los medios y los fines. Aquí no se juzga la adecuación ética de una medida, sino que se dan instrucciones sobre cómo conseguir un concreto resultado (políticocriminal, en este caso, pero no tiene por qué: “para hervir el agua hay que ponerla a cien grados de temperatura” es un juicio normativo-técnico que da instrucciones sobre cómo conseguir un objetivo)[22].Una cuestión diferente, si bien relevante tanto para la política criminal como actividad teórica como para la política criminal como actividad política, es la determinación de su ámbito u objeto. Éste es precisamente el aspecto en el que difieren los dos grandes grupos de definiciones de política criminal actualmente existentes: mientras que algunas consideran que ésta tiene como objeto las decisiones relativas al derecho penal[23], otras lo amplían al tratamiento del fenómeno delictivo en sentido más extenso, incluyendo medidas de intervención que no tienen carácter jurídico-penal[24].En lo que sigue voy a abogar por la utilización de una definición amplia de política criminal[25]. Las definiciones amplias tienen la ventaja, entiendo que determinante, de reflejar mejor las posibilidades de tratamiento real del fenómeno criminal, que de modo evidente no se reducen al derecho penal. Usando términos tomados de la medicina, en la criminología actual las posibles medidas de intervención se clasifican en primarias, secundarias y terciarias[26], atendiendo a su propósito: - Las medidas de prevención primaria se dirigen a evitar la existencia de circunstancias que fomenten la criminalidad, y pueden ser de muy diferentes tipos (así, desde el establecimiento de un subsidio de desempleo o de cualesquiera sistemas de seguridad social hasta la construcción de centros juveniles en barrios marginales). El leit motiv de estas medidas es la conocida observación de von Liszt (1898, pp. 244-246) sobre cómo “una política social tranquila pero segura, que tenga como fin la mejora de la condición global de la clase trabajadora es, al mismo tiempo, la mejor y la más productiva política-criminal”[27].- Las medidas de prevención secundaria se dirigen a dificultar la propia comisión del acto delictivo, y se pueden referir tanto a la actividad policial (que afecta a la probabilidad de aprehensión) como a la legislación penal (un incremento de pena o una nueva tipificación) o a la propia situación delictiva (la denominada prevención situacional del crimen).- Las medidas de prevención terciaria tienen como objetivo la actuación sobre el sujeto que ya ha delinquido para evitar la repetición de actos de tales características. Esta categoría coincide casi por completo con la de la prevención especial entendida en sentido amplio, incluyendo las medidas de suspensión del proceso y de la pena y los sustitutivos penales: “la primera cuestión en este ámbito no es ya el cómo procede ejecutar una determinada sanción, sino si acaso es preciso ejecutar materialmente las sanciones” (Silva, 2000, p. 255)[28].La definición amplia de política criminal se corresponde mejor con la división de las tareas preventivas en estos tres grupos, facilitando tanto el intercambio disciplinar como la coordinación de los conocimientos de las distintas disciplinas por parte de las autoridades a quienes corresponde decidir. Es además la más adecuada para quienes consideren que la cooperación entre criminología y derecho penal se debe hacer a través de una instancia ulterior que las abarque conceptualmente[29].La posición que entiende que la política criminal se refiere exclusivamente a las medidas de configuración del derecho penal no niega en cualquier caso que existan medidas distintas de la intervención punitiva que pueden ser tan o más efectivas que ésta en la lucha contra el delito; la separación se suele preferir por motivos conceptuales, suponiendo que la introducción dentro del concepto de política criminal de la ingente diversidad de medidas que puedan afectar al desarrollo de la criminalidad embrollaría el análisis de la cuestión (Zipf, 1980, pp. 3-7, en relación con las pp. 167-170; Würtenberger, 1965, p. 53). En mi opinión, sin embargo, tal “embrollamiento” no es una circunstancia negativa, al menos en este nivel de abstracción conceptual. Con carácter general, es innegable que la introducción de un mayor número de factores no contribuye a simplificar el análisis; pero también es cierto que en el caso que nos ocupa el objeto que se pretende analizar no es simple, y que se relaciona de manera efectiva con todos esos factores. Si lo que se pretende es pulcritud analítica, ésta se puede lograr dentro de la propia concepción amplia de la política criminal, mediante el análisis separado de las medidas de intervención punitiva. Siendo posible obtener mayor precisión analítica en ulteriores niveles, en lo que hace al propio concepto de política criminal es más adecuado sostener una definición amplia que recuerde continuamente que, en lo que atañe al fenómeno criminal, la contribución de los juristas es una entre otras, y no siempre la más efectiva o eficiente. En definitiva, y tal y como puso de manifiesto uno de los autores que con mayor claridad y apertura de miras ha reflexionado sobre la cuestión, una definición amplia de política criminal como la que se propone tiene la virtud de subrayar que, “si bien el derecho penal tiene mucho que ver con la política criminal, la política criminal tiene poco que ver con el derecho penal” (Noll, 1980, pp. 73-74).Finalmente, mediante esta perspectiva más amplia se trata de tener siempre presente el incontestado pero poco desarrollado principio de ultima ratio de la intervención penal, algo para lo cual es muy recomendable, si no imprescindible, partir de un marco más amplio que el que ofrece la perspectiva jurídico-penal, y muy especialmente la dogmática. Repárese que esta última se ocupa del “caso” una vez que éste ya existe como entidad con relevancia jurídico-penal, y sólo de manera parcial se atiende a las causas que explican su existencia. De este modo, se corre el peligro de ignorar o cuanto menos minusvalorar las políticas sociales alternativas que se dirigen a superar estas causas (Amelung, 1980, p. 40), así como el posible uso de mecanismos jurídicos de actuación distintos del derecho penal (es sabido que, cuando el único instrumento del que se dispone es un martillo, uno tiende a ver todos los problemas como clavos). Más grave aún resulta que, si se pierde de vista el marco en el que hay que evaluar el principio de mínima intervención, también se hace más difícil recordar cuáles son las consecuencias que de tal principio se derivan de cara a la legitimidad de la intervención punitiva[30]: al igual que si un conflicto social admite una solución razonable mediante un mecanismo distinto del derecho penal no es legítimo acudir al mismo, un Estado que invierte poco en medidas distintas de las punitivas pierde legitimación a la hora de utilizar éstas[31]. Este planteamiento de la cuestión responde a la visión global de von Liszt[32], motivo por el cual, con todas sus diferencias en lo concreto, la orientación político-criminal del Proyecto Alternativo Alemán de 1966 se puede considerar una continuación de la obra de este autor[33]. Precisamente una famosa frase suya es la que se utiliza habitualmente para describir la relación entre el derecho penal y la política-criminal. Según ésta, “el derecho penal es la barrera infranqueable de la política-criminal”. El siguiente apartado se dedica al análisis de la adecuación de tal descripción.3.- La relación entre la política-criminal y el derecho penal: ¿es o puede ser el derecho penal la barrera infranqueable de la política criminal? Tanto si se sigue la definición amplia como la definición estrecha de política criminal como disciplina teórica, a ésta le corresponde el estudio de las medidas a tomar en el tratamiento del delito como fenómeno social, incluyendo la conveniencia o no de tipificar como delictivo un determinado comportamiento y la extensión de tal tipificación (admisión de la comisión por imprudencia, punición de actos preparatorios, tipo y extensión de las consecuencias jurídicas, posibilidad de sustitución o suspensión de las penas, etc.). Parece pues lógico pensar que entre tales medidas deberían encontrarse aquellas que se refieren a qué requisitos se estiman necesarios para declarar a una persona responsable de un delito, esto es, que la teoría jurídica del delito debería construirse conforme a criterios político-criminales y, en este sentido, se encuentra sometida a éstos[34].Sin embargo, no ha sido ésta la visión de la relación entre política-criminal y dogmática predominante entre los penalistas, y probablemente no lo sea tampoco hoy en día. Siguiendo una influyente manifestación de von Liszt, según la cual “el código penal es la magna carta del delincuente” y el derecho penal “la barrera infranqueable de la política criminal”[35], una parte muy importante de la doctrina interpreta que la relación entre el derecho penal y la política criminal es precisamente una de oposición, o al menos de freno[36]. Como al mismo tiempo se afirma que el derecho penal se orienta político-criminalmente, nos encontramos con la paradoja anunciada en el subtítulo de este artículo: por un lado, el derecho penal aparece como barrera de la política criminal; por otro, orientándose conforme a ella. Sin embargo, resulta evidente que no es posible sostener coherentemente ambas afirmaciones al tiempo... a menos que alguna de las expresiones (“derecho penal”, “política criminal”) o ambas se estén utilizando con distinto sentido en cada frase.Los siguientes apartados se proponen estudiar si existe alguna manera de explicar esta aparente contradicción entre el objeto que se asigna a la política criminal (la determinación de las medidas de intervención jurídico-penal o jurídica en general sobre el fenómeno delictivo) y la relación que se considera existente entre ésta y el derecho penal. Partiendo de que la idea del derecho penal como límite a la política criminal se suele articular en torno a la clásica frase de von Liszt, estas reflexiones comenzarán por ahí. ¿Se puede explicar de alguna manera la aparente contradicción de estas manifestaciones de von Liszt con su amplio entendimiento de la política criminal? Responder a esta pregunta requiere en primer lugar contextualizar las afirmaciones de este autor (A), para luego ver si, de acuerdo con su planteamiento teórico, existe alguna interpretación de esta frase que permita subsanar la aparente contradicción (B). Tras comprobar el entonces importante pero hoy limitado alcance que el propio von Liszt otorgaba a su frase, resta por analizar qué puede querer decir en la actualidad que el derecho penal sea la barrera infranqueable de la política criminal (C) y qué problemas ocasiona la pervivencia de esta frase en la discusión político-criminal actual (D).A.- La afirmación de von Liszt en su contexto Es ampliamente conocido que para von Liszt la principal tarea de la dogmática jurídica consiste en la sistematización del derecho positivo a partir del texto de la ley, mediante un procedimiento inductivo de determinación de los axiomas iniciales de la teoría[37] y una posterior inferencia deductiva de las consecuencias que de ellos se derivan (Liszt, 1888, p. 2; 1919, pp. 1-2). Si a este planteamiento respecto del método dogmático se une la famosa declaración sobre la oposición entre derecho penal y política criminal, parece abonada la idea de que en von Liszt la dogmática es un procedimiento que sirve a la mecánica resolución de casos litigiosos, mientras que las valoraciones serían competencia exclusiva de la políticacriminal.- Para atacar la consideración de von Liszt como un autor formalista en lo que hace a la actividad jurídico-penal más técnica, la dogmática, se ha subrayado el hecho de que otorgara una importancia decisiva a los conceptos de bien jurídico y de norma, a los que erige en pilares de la elaboración dogmática[38].En cuanto al concepto de bien jurídico, von Liszt (1886, p. 233) entiende que a través de éste “se introduce el pensamiento final en la teoría jurídica, empieza la consideración teleológica del derecho y acaba la lógico-formal. También es evidente que tal consideración está completamente justificada (...) lo único que puede cuestionarse es si entender el Derecho desde el punto de vista de la racionalidad final debe todavía considerarse parte de la ciencia jurídica o ya es parte de otra ciencia, por ejemplo de la teoría del Estado. Yo ya he contestado esta pregunta, diciendo que en mi opinión el concepto de bien jurídico es un concepto fronterizo”.Según la conocida interpretación de Amelung (1972, pp. 94-95), todos los planteamientos sobre el bien jurídico pueden ser reconducidos a las posiciones de Binding y de von Liszt. El primer autor, renunciando al ideal ilustrado de encontrar un concepto material de bien jurídico que mostrara cuáles son las condiciones atemporales de la vida social, habría transformado una cuestión que se planteaba en términos de búsqueda de la verdad en un problema de voluntad política, asignando al concepto de bien jurídico un valor puramente descriptivo del objeto de protección legal, elegido libremente por el legislador sin más límites que los que le impone la lógica (Amelung, 1972, p. 77-82; Ehret, 1996, 157-161). Von Liszt, por el contrario, mantendría un concepto de bien jurídico material y pre-jurídico al que habría elevado a categoría fundamental de su sistema dogmático.La anterior interpretación del concepto de bien jurídico en Liszt, sin embargo, desconoce que éste diferenciaba claramente entre la elaboración normativa (referida a aquello que el Estado debería hacer y cómo) y la positiva (aquello que el estado efectivamente hace)[39]. La estricta separación entre ambos órdenes de cuestiones se muestra rotundamente en pasajes como el que sigue: “El fin de la vida en comunidad, cuya posibilidad es la tarea más importante del ordenamiento, exige que en caso de colisión sea sacrificado el interés menos valioso, cuando sólo de este modo sea posible conservar el bien más valioso. De ahí se deriva que la lesión o puesta en peligro de un bien jurídico sólo es materialmente antijurídica cuando contradiga la finalidad reguladora de la vida social del ordenamiento jurídico. Será, a pesar de su ejecución contra intereses jurídicamente protegidos, materialmente jurídica cuando y mientras sea conforme a las finalidades del ordenamiento jurídico y por tanto de la vida social. Este concepto material (antisocial) del injusto es independiente de su adecuada recepción por el legislador (es ‘metajurídico’). La norma jurídica lo encuentra ya conformado, no lo crea. La antijuridicidad formal y material pueden coincidir, pero también pueden no hacerlo. Tal contradicción entre el contenido material de una acción y su valoración jurídico-positiva no es probable, pero tampoco puede ser excluida y, en el caso de darse, el juez está ligado a la ley. La corrección del derecho vigente queda más allá de las fronteras de su competencia” (von Liszt, 1919, p. 133, énfasis mío) [40].El análisis de la posición de von Liszt en este punto supone en gran medida una refutación de la afirmación de que el derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal, ya que la propia negación de la relevancia de las valoraciones político-criminales en la elaboración jurídico-penal es una importante decisión político-criminal. Von Liszt, que entiende que los momentos valorativos en la dogmática pueden funcionar como caballo de Troya para la introducción de valoraciones personales que desborden la interpretación del derecho vigente, pretende reducir tales momentos al mínimo para dejar que sea el legislador quien, asesorado por los expertos, se ocupe de tales temas[41]. Cuando se interpreta que la negativa de von Liszt a introducir valoraciones político-criminales en la propia teoría jurídica del delito se debe a sus afinidades positivistas (término que se utiliza queriendo decir “formalistas”), no se tiene en cuenta el contexto en el que se decide por tal planteamiento. Este autor se enfrenta a una situación en la cual no existe una gran preocupación por separar los contenidos del derecho positivo de las propias valoraciones e incluso se instruye específicamente sobre cómo sortear los obstáculos que el derecho positivo pueda presentar a la realización de las propias valoraciones, incluyendo entre dichos obstáculos el principio de legalidad y la prohibición de analogía[42]. En este contexto, pronunciarse por una dogmática lo más “mecánica” posible no es un despropósito político-criminal, sino que muy posiblemente sea la decisión más sensata; se piense lo que se piense, en cualquier caso es una decisión tras la cual se encuentra el reconocimiento del valor garantístico que puede tener la elaboración dogmática, un valor que von Liszt siempre defendió. Dejémosle hablar de nuevo: “Entiendo que representa un error de graves consecuencias entender que la sociología criminal está llamada a sustituir al derecho penal. En tanto sigamos esforzándonos por proteger la libertad del ciudadano de la arbitrariedad sin límites del poder estatal, en tanto sigamos afirmando el principio nullum crimen sine lege, nulla poena sine lege, en esa misma medida mantendrá su alto significado político la estricta técnica (Kunst) de interpretación de la ley conforme a seguros principios científicos (...) precisamente en esta vinculación dogmática del juez se encuentra una de las más importantes garantías de la libertad ciudadana (1902, pp. 434-435[43]).Debido a nuestro triste pasado reciente, en nuestro país no hace falta remontarse hasta los tiempos de von Liszt para encontrar reflexiones que muestran cómo la extensión y las características que se predican de la labor dogmática tienen ya carácter político-criminal. En unas circunstancias políticas diferentes a las de hoy en día afirmaba Gimbernat (1971, pp. 160-161) que “en un país con una Constitución estatal fascista (…) el dogmático penal sólo puede interpretar las disposiciones sobre seguridad del Estado en tanto en cuanto llegue a una solución restrictiva frente a la dominante en la jurisprudencia y negarse a publicar cualquier trabajo en el que -aunque la interpretación sea ‘dogmáticamente’ correcta- amplíe el alcance de tales disposiciones en relación a la doctrina dominante en la praxis”. Desde una visión político-criminal democrática Gimbernat indicaba cómo había de proceder la dogmática para poder llevar a cabo una política criminal lo más democrática posible dentro de los márgenes de un régimen autoritario. De modo equivalente, frente a ciertas pretensiones de elusión del principio de legalidad en la intervención punitiva enunciadas entre otros por autores de la talla e influencia de Binding, von Liszt se pronuncia por su estricto mantenimiento. Su toma de postura refleja una confianza en el poder de vinculación de la ley que, como posición teórica, se puede considerar hoy en día ampliamente superada[44]. Pero, aun con esos defectuosos mimbres, no se puede negar la intención político-criminal detrás del planteamiento de von Liszt, ni el hecho de que estas concretas valoraciones políticocriminales sean ampliamente compartidas hoy en día: al menos en teoría, nadie discute la vigencia del principio de legalidad.Todo apunta, pues, a que la decisión sobre la adecuación y los límites de la dogmática está subordinada a decisiones político-criminales previas, y a que, a pesar del tenor literal de la conocida formulación del propio von Liszt, el derecho penal no puede ser la barrera infranqueable de la política-criminal, porque es parte de ésta[45]. Sin embargo, todavía se debe preguntar si existe alguna posibilidad de interpretar la frase de von Liszt de modo que dé cuenta de la relación derecho penal-política criminal de forma más acorde con los planteamientos de este autor. La respuesta es “sí”, y a fundamentarla se dedica el siguiente apartado.B.- “Reinterpretando” a von Liszt La expresión “política criminal” en la frase “el derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal” puede interpretarse como alusión a las decisiones sobre el tratamiento del delito que se toman dentro de un concreto marco jurídico-positivo vigente, es decir, haciendo referencia a la política criminal como actividad de ciertas autoridades públicas en un momento determinado, y no a la política criminal como actividad teórica. En tal sentido, al decir que el derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal se estaría diciendo, por ejemplo, que un juez no puede imponer una pena más elevada de la prevista en la ley aunque considere que el delito en cuestión está levemente penado y tal circunstancia fomenta su comisión, o que tampoco puede un policía arrestar a ciudadanos por conductas que no se encuentran tipificadas como delito bajo el pretexto de que las mismas “son muy graves”. Este sentido de la expresión es el que parece utilizar von Liszt, que apenas unas frases antes ha afirmado que “el código penal es la magna charta del delincuente”. Von Liszt no reconoce más derecho penal que el positivizado[46], y es éste el que funciona como magna charta del delincuente. Cuando habla del “derecho penal”, no se está refiriendo al derecho penal como disciplina teórica, a ese “derecho penal” que aparece en los títulos de los manuales universitarios, sino al derecho penal como parte integrante del ordenamiento jurídico. Si no, no tendría sentido su afirmación de llevar “años definiendo el derecho penal como el poder punitivo estatal jurídicamente limitado”[47].Si von Liszt otorga estos sentidos a las expresiones “política criminal” (entendida como actividad estatal) y “derecho penal” (como derecho positivo), entonces la conocida frase es sólo una manera un tanto complicada de explicar en qué consiste el principio de legalidad de la actuación estatal. Esta alusión es innecesaria en el momento presente, porque se puede decir lo mismo haciendo mención a que en los Estados de Derecho la actuación de los poderes públicos está sometida a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, según recoge la fórmula del art. 9.1 de la CE: si los poderes públicos que pueden decidir sobre la implementación de medidas político-criminales han de hacerlo dentro del marco que a cada uno le otorga el derecho positivo, marcos que serán diferentes para el legislador y para las autoridades administrativas, entonces va de suyo que “el derecho penal” (el conjunto de disposiciones del ordenamiento jurídico que se refieren a éste, incluyendo las constitucionales) es el freno de la política criminal, porque ésta no puede hacerse (legalmente) fuera del marco del derecho positivo. Precisamente la obviedad de esta conclusión en nuestro ordenamiento y en los de nuestro entorno puede conducir a intentar dar a la frase un sentido diferente. Pero no hay que olvidar que el entorno que rodeaba a la frase en el momento de ser emitida era uno muy distinto y que lo que hoy puede parecer una banal repetición del principio de legalidad entonces era una afirmación cargada de sentido frente al descrédito que éste experimentaba en las propuestas teóricas de los influyentes autores con los que polemizaba von Liszt.C.- Posibilidades interpretativas de la frase “el derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal” Si en los anteriores apartados se ha analizado la afirmación de von Liszt teniendo en cuenta los propósitos de este autor y las circunstancias históricas que la acompañaban, en éste se trata de estudiar qué puede significar hoy en día. En el momento presente, bajo la expresión “orientación político criminal” se cobijan distintas orientaciones que, al abrigo de tal rótulo y de su retórica, reflexionan insuficientemente sobre su propio estatuto teórico-metodológico[48]. Pues bien: el análisis de la expresión “el derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal” permitirá comprobar cómo algunos de los posibles sentidos de la misma son claramente triviales y otros insostenibles, bien por razones conceptuales bien por razones pragmáticas. Que esta frase se siga utilizando sin ulteriores especificaciones para describir la relación entre el derecho penal y la política criminal es una muestra de la insatisfactoria situación teórico-metodológica señalada.La frase en cuestión pone en relación dos expresiones, “derecho penal” y “política criminal”, que son ambiguas, esto es, aluden a diferentes significados. Como la interpretación de la frase dependerá de qué sentido se dé a cada uno de sus componentes y estos no son unívocos, cualquier intento de extraer conclusiones ha de empezar por aclarar qué significado de entre los posibles se otorga a los términos empleados. Aunque las posibilidades interpretativas son más amplias, me voy a limitar a escoger dos interpretaciones de cada uno de estos términos: 1.- Política criminal como actividad estatal relativa al fenómeno criminal (incluyendo su definición, esto es, qué comportamientos se consideran delictivos); 2.- Política criminal como disciplina teórica que tiene como objeto la actividad estatal en el tratamiento del fenómeno criminal; 3.- Derecho penal como parte del derecho positivo que se ocupa de regular el ejercicio de la potestad punitiva del Estado; 4.- Derecho penal como disciplina teórica que tiene como objeto las normas que regulan el ejercicio de la potestad punitiva del Estado; Analizar las posibles combinaciones de estos sentidos de “política criminal” y “derecho penal”[49], sin embargo, no tiene el mismo sentido en todos los casos. Así, la combinación “2/4” (política criminal como disciplina teórica/derecho penal como disciplina teórica) haría que la frase se refiriera a la relación existente entre dos disciplinas y que, de forma escasamente comprensible, se afirmase la existencia de una relación de exclusión entre ambas (una es la “barrera infranqueable” de la otra). Tal afirmación, que suena ya de por sí un tanto forzada, se torna grotesca cuando se repara en que las definiciones expresadas no dicen nada del método de cada disciplina, de las que sólo sabemos que varían en su objeto (uno de las cuales incluye al otro). Hablar de “barreras infranqueables” en estas circunstancias no tiene ningún sentido: lo único que puede discutirse es la mayor o menor conveniencia de una u otra delimitación del objeto de investigación.Más sentido tiene el análisis del par “1/3”, esto es, “política criminal como actividad estatal relativa al fenómeno criminal/derecho penal como parte del derecho positivo que se ocupa de regular el ejercicio de la potestad punitiva del estado (la administración de justicia penal)”. En este caso, la frase “el derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal” es una paráfrasis del principio de legalidad de la actuación de los poderes públicos[50]. Es precisamente este sentido el que más arriba se adjudicó a la famosa frase de von Liszt, y ya entonces se indicó que esta afirmación es hoy en día poco importante, por aceptada y evidente.Para los fines perseguidos (explorar la relación entre dogmática y política criminal), sin embargo, el análisis más fructífero es el de los pares “1/4” y “2/3”. El primero se refiere a la relación entre la política criminal como actividad estatal relativa al fenómeno criminal y el derecho penal como disciplina teórica que tiene por objeto las normas que regulan el ejercicio de la potestad punitiva del estado, mientras que el segundo se refiere a la existente entre la política criminal como disciplina teórica que tiene como objeto la actividad estatal en el tratamiento del fenómeno criminal y el derecho penal como parte del derecho positivo que se ocupa de regular el ejercicio de la potestad punitiva del estado.En ambos casos se trata de la relación entre una disciplina teórica y la política criminal como actividad, ya que la elaboración de un marco jurídico-positivo para la actuación de la administración de justicia penal también es parte de la actividad estatal relativa al fenómeno criminal (en concreto, la parte relativa al derecho penal). De hecho, las actividades teóricas en cuestión, como se ha visto, se diferencian exclusivamente en función de la amplitud de su objeto, lo cual permite simplificar el análisis de forma notable: en el siguiente apartado se analizará exclusivamente la relación entre la dogmática y la política criminal como actividad.D.- La dogmática como barrera infranqueable de la política criminal positiva Ésta es la posibilidad interpretativa más importante, en tanto es la que parece estar detrás de las actuales referencias a la frase que venimos comentando[51]. Ello se muestra con la mayor claridad cuando se afirma expresamente que es la dogmática, y no el derecho penal, lo que actúa de freno de la política criminal[52], ya que si la expresión “derecho penal” es ambigua respecto a si se trata de una actividad teórica o práctica, la palabra dogmática no lo es, puesto que se refiere a una actividad eminentemente teórica[53]. El análisis que sigue va a proceder considerando las posibilidades de entender que es la dogmática jurídico penal -y no el derecho penal o la política criminal como disciplinas- la que sirve de “barrera infranqueable” a la política criminal como actividad. Las conclusiones, sin embargo, son extrapolables a estas otras dos actividades teóricas.La afirmación de que la dogmática es la barrera infranqueable de la política criminal, aunque muy efectista (y precisamente por eso), origina dos importantes distorsiones en la evaluación de su rendimiento práctico: i.- Primera distorsión: se afirma como necesaria una característica meramente contingente del método dogmático Que la dogmática tenga como resultado la extensión o la contracción del ámbito de lo punible dependerá de qué tipo de dogmática se haga y de qué principios sean los que guíen tal actividad, ya que ésta se puede organizar de muy distintas maneras y no todas tienen como resultado una disminución del ámbito de lo punible[54]. También era dogmática lo que hacían los penalistas alemanes cuando reinterpretaban los principios de la imputación de responsabilidad penal a la luz del nuevo orden político-jurídico aparecido en 1933 y procedían a la ampliación desmesurada de los tipos penales. Era una elaboración dogmática moralmente censurable y contraria a los principios que ahora rigen esta actividad en nuestro ámbito cultural, por supuesto[55], pero elaboración dogmática al fin y al cabo. Contra lo que se afirma en ocasiones, no hay una relación de necesidad, y ni siquiera de cercanía, entre la dogmática jurídica y la democracia y/o el respeto de las garantías[56]: la dogmática es un método de interpretación y ordenación del derecho positivo y de crítica y propuesta de reforma de éste, actividades que se pueden realizar igualmente en una democracia que en un estado autoritario, y lo mismo de modo expansivo que restrictivo del ámbito de lo punible.Por supuesto, se puede definir estipulativamente la dogmática como aquella actividad de interpretación del derecho positivo que se realiza según una serie de principios, los que se consideran propios del derecho penal democrático[57]. Pero esta estrategia, que recuerda a las posiciones iusnaturalistas que entienden que el derecho injusto simplemente no es derecho, en lugar de solucionar el problema meramente lo cambia de sitio, y en el proceso oscurece la cuestión al introducir una distinción conceptual que no tiene carácter cognoscitivo sino ideológico (por muy saludable que sea la ideología a la que responde). Parece más útil separar este tipo de cuestiones y reconocer que una interpretación dogmáticamente correcta puede tener implicaciones no deseadas, entre ellas la ampliación del ámbito de lo punible. Tal era, como vimos, la posición de Gimbernat cuando afirmaba que si la solución a la que el penalista llegara ampliaba el ámbito de lo punible en un estado fascista, debía negarse a publicarla, aunque fuese dogmáticamente correcta[58]. También es ésta la posición de Hassemer (2000, p. 33) cuando, al tratar la cuestión de la “cientificidad” de ciertos pronunciamientos realizados por juristas nazis, afirma que “el campo de batalla adecuado para rechazar tales afirmaciones no es el de la cientificidad, sino el de los contenidos (...) La cuestión no trata de formas, sino de fondo. Aunque, como en estos ejemplos, haya buenas razones para no considerar algo así ‘ciencia’, los penalistas no deberían quitarse estos lastres de su pasado mediante la definición de fronteras”[59].Así pues, como conclusión provisional se puede afirmar que hay que ser más cauto a la hora de afirmar el carácter garantístico de la dogmática: este puede existir y, de acuerdo con los principios político-criminales propios de los estados democráticos debe pretenderse, pero no es una característica intrínseca del método dogmático, que puede igualmente servir a otros fines. El método dogmático, cuando se guía por presupuestos acordes con las decisiones básicas de los estados democráticos de derecho, es una condición necesaria para la elaboración de una política criminal responsable, sí, pero ni mucho menos una condición suficiente. Esto nos lleva al siguiente apartado.ii.- Segunda distorsión: se presupone un efecto que hay que probar La segunda distorsión viene dada por la naturalidad con la que se afirma un efecto de la dogmática (el “control” de la política criminal, entendida como actividad) que, si bien no es en absoluto excluible a priori, depende en su efectiva concurrencia de numerosos factores, externos a la dogmática, cuya presencia ni puede ni debe darse por supuesta.Si el legislador, respetando el principio de irretroactividad, decide autorizar al juez del ejemplo que se puso antes a imponer penas más altas, nada que se denomine “dogmática” o “derecho penal” podrá impedírselo, como tampoco podrá impedir que se tipifique como delito la conducta que en el otro ejemplo anteriormente propuesto era “muy grave” a ojos del policía. Los límites que pueden constreñir la labor del legislador son constitucionales y no dogmáticos y, dentro de esos límites, el legislador puede determinar con libertad el contenido de las normas de derecho penal. Si se impusiera dogmáticamente la tesis que entiende que la punición de la imprudencia inconsciente infringe el principio de culpabilidad[60] y a pesar de ello –o precisamente por ello- el legislador no se diera por aludido y la tipificara expresamente, la oposición dogmática no sería “barrera infranqueable” alguna a la legitimidad de tal decisión legislativa. Esta conclusión no se vería modificada en el caso de que en caso de una hipotética intervención del TC se lograra convencer a éste de que la punición de la imprudencia inconsciente es contraria a la Constitución; en tal supuesto no sería la propia dogmática la que levanta una barrera infranqueable, sino el TC –o, si se quiere, la Constitución en la interpretación que de ella hace este tribunal-.El ejemplo anterior muestra cómo actúa la dogmática: convenciendo por medio de buenos argumentos, de forma razonada y no mediante el ejercicio de una autoridad de la que carece. Este proceder también da cuenta de la verdadera naturaleza de la relación de la dogmática con la política criminal como actividad. Si bien la dogmática en sí misma no puede ser la barrera infranqueable de la política criminal, ya que ni tiene fuerza normativa per se ni autoridad para decidir[61], debe pretender influir en ella a través de quienes sí están autorizados para decidir, mostrando las consecuencias de las decisiones que se alcancen, así como su compatibilidad o incompatibilidad con el marco valorativo del que se parte y, finalmente, proponiendo otros tipos de política criminal posibles dentro del marco jurídico de que se trate o proponiendo la reforma de este último. Querer ir más allá supone exigir a la dogmática que cumpla funciones que no puede cumplir por sí misma[62], ya que dependen de la existencia de un entorno que favorezca o incluso permita a la dogmática desarrollar esa función de control. El estudio de tal entorno y los factores que influyen en él, sin embargo, duerme el sueño de los justos, arrumbado por la autocomprensión de una dogmática que, o bien está convencida de tener una influencia práctica que no se molesta en comprobar, o bien no tiene ningún interés por la cuestión[63]. Lo cierto es que, aunque falta información al respecto, hay señales que ponen de manifiesto que los materiales y ayuda que puede ofrecer la moderna dogmática no interesan mucho a los principales decisores político-criminales, legislador y jueces: La efectiva falta de atención del legislador a la doctrina es algo que no creo que haya nadie dispuesto a discutir. Más interesante sería pensar en qué medida ha contribuido a ello la propia doctrina con su excesivo énfasis en la elaboración dogmática y el práctico olvido de la teoría de la legislación (entre los penalistas españoles, sólo Castiñeira, Cuerda y Díez Ripollés han escrito al respecto). En cuanto a la influencia sobre los jueces, me gustaría aportar un dato (el lector deberá decidir conforme al resto de su experiencia si éste es anecdótico o representativo): entre los veintidós seminarios relacionados con la justicia penal que la Escuela Judicial ofreció a los aspirantes a juez el año 2000, el titulado “Últimas tendencias de la dogmática jurídico-penal” ocupó el penúltimo lugar en número de alumnos (tres), compartiendo puesto con el dedicado a “Cuestiones de competencia entre Juzgados y tribunales penales” y por encima sólo del seminario “La función de documentación del Secretario y la instrucción penal” (un alumno). La media de asistencia al resto de seminarios fue de treinta y tres asistentes por seminario, esto es, once veces más de los que tuvo el dedicado a las últimas tendencias de la dogmática (v. CGPJ, 2001, p. 109). El seminario no ha vuelto a ser ofertado (CGPJ, 2002, pp. 196-197; 2003, p. 127).4.- Conclusión: Según una opinión que comparto, el progreso operado en el derecho penal en las últimas décadas consiste en la racionalización progresiva que supone el “avance hacia una consciente utilización orientada a las consecuencias del instrumental penal” (Neumann, 1996, p. 57)[64]. Con esta tendencia se recupera el espíritu de la discusión sobre el carácter valorativo y teleológico del derecho penal que de la mano de los neo-kantianos y en continuación a la monumental obra de von Liszt se produjo en los años veinte y primeros años treinta. Resulta muy saludable que este hecho se reconozca cada vez con mayor amplitud y que, frente a la minusvaloración de los méritos del neo-kantismo dominante a principios de los años setenta, cada vez sea más usual reconocer la adecuación general de su programa y que éste no pudo desarrollarse por circunstancias extrateóricas[65].Sin embargo, esta revitalización del programa teleológico corre el peligro de morir de éxito: El “giro político-criminal” de las últimas tres décadas ha tenido una gran implantación académica, hasta el punto de que hoy en día prácticamente nadie admitiría que hace dogmática sin orientarse a las consecuencias político-criminales. Pero la implantación académica y sus razones son cuestiones que atañen a la sociología de las comunidades científicas, y no a la metodología. Desde esta última perspectiva, es dudoso que se haya conseguido el éxito que se proclama, ya que, si bien ha existido un innegable avance, éste se ha producido de modo casi exclusivo en el terreno teórico y no en el metodológico. Aunque se haya perfeccionado el sistema de la Teoría Jurídica del Delito (una labor teórica), en lo que respecta a la metodología no estamos lejos de los planteamientos tradicionales (siempre se ha admitido la interpretación teleológica) y el derecho penal continúa siendo una actividad esencialmente hermenéutica centrada en torno a la dogmática. Resulta por lo tanto de todo punto exagerado hablar de un cambio de paradigma.- Con todo, el riesgo no viene dado por el hecho de que haya menos diferencias de las que se pensaba con concepciones anteriores, sino por las limitaciones intrínsecas de un programa teleológico erigido en torno a la orientación a algo, “la política criminal”, que no se define con precisión alguna. La alusión a las “razones político-criminales” acaba poniendo un punto y aparte (o final) donde debería ir un punto y seguido, y deja un vacío donde deberían figurar la explicitación y el desarrollo de tales razones que permita su discusión intersubjetiva. En este artículo se ha sostenido que resulta absolutamente conveniente que el marco de referencia de tales reflexiones venga dado por lo que se ha denominado “definición amplia de la política criminal”, un movimiento cuyo objetivo sería obligar al derecho penal a abrirse a perspectivas más amplias que la dogmática. Ante esta estrategia, no resulta oportuno acudir a envejecidas frases que atribuyen al derecho penal y la dogmática funciones que no puede cumplir. Contestando a la pregunta del subtítulo: según el entendimiento más fructífero de aquello en lo que consiste la política criminal, el derecho penal no es ni puede ser su barrera infranqueable, sino que tendrá que orientarse por ella, ya que es parte de la misma.Para finalizar, me gustaría dedicar este artículo al profesor Ruiz Antón, con toda la humildad y el cariño de los que soy desigualmente capaz. No voy a detenerme a contar quién era y lo que hacía (en su caso era lo mismo), y desde luego no voy a cometer la indignidad moral de aprovechar su ausencia para reinventarme nuestra relación. Sólo quiero expresar mi admiración y respeto por la persona de quien más he aprendido en la jungla universitaria, y mi dolor por su siempre presente ausencia.Te echo de menos, Pipe.- Bibliografía: - Alarcón Cabrera, Carlos: Causalidad y normatividad. 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La reproducción del artículo en elDial.com fue "expresamente autorizada por el autor" (**) Universitat Pompeu Fabra de Barcelona - [email protected] [1] Sobre este extremo v. Bahlmann (1999, pp. 118). El libro de este autor es una muy relevante aportación al estudio de las relaciones entre derecho penal y política criminal que, lamentablemente, ha sido pasado por alto por la doctrina. [2] Invirtiendo la expresión de Carrió (1964, p. 97), que habla de “seudo-desacuerdos de hecho en torno a proposiciones analíticas”, estaríamos ante un acuerdo en torno a proposiciones de tal índole, esto es, ante un acuerdo sobre algo –una proposición analíticaque es verdad en virtud de la relación entre los términos usados y que no aporta ningún tipo de información sobre la realidad. [3] Las diferencias se evaporan cuando el éxito teórico se hace depender del consenso intersubjetivo y éste se concreta en los practicantes de la propia disciplina. Sin embargo, esta definición del éxito teórico presenta importantes problemas. Así, por ejemplo, en el caso de teorías que en un principio no obtienen el respaldo de la mayoría de los practicantes y luego sí, la perspectiva que se critica se vería obligada a afirmar que tal respaldo transformaría el valor teórico de la misma teoría: ésta empieza siendo mala y luego, sin cambiar un solo enunciado, pasa a ser buena. [4] (Nota añadida): El autor se refiere al “bandwagon effect” (“efecto del carro ganador” o, más coloquialmente, “efecto Vicente”), con el que en ciencia política se hace referencia, por ejemplo, al efecto de los sondeos de arrastrar votos favorables hacia el presumible ganador. A éste se opone el “underdog”, que es la dirección del voto hacia el candidato presumiblemente perdedor. Como suele ocurrir en ciencias sociales, estos dos fenómenos son difusos, no cuantificables y no se puede saber con antelación cuál de los dos se va a producir, de modo que sirven para hacer explicaciones ex post, pero no para predecir ex ante. El concepto, por otro lado, no sólo se aplica en ciencia política: su existencia está detrás de las estrategias mercadotécnicas que subsidian a algunos consumidores con objeto de propiciar un efecto inducido sobre los restantes. [5] De modo muy sumario, éste consiste en afirmar que a la hora de construir un modelo lo único que importa es que haga buenas predicciones, siendo por completo irrelevante que sus supuestos sean realistas. [6] V. Blaug (1992, pp. 91-104, sobre todo esta última página: “¡No puede extrañar que el persuasivamente argumentado artículo de Friedman haya sido extremadamente reconfortante para toda una generación de economistas!”) y Hausman (1992, pp. 162-164, especialmente p. 163, nota 17, donde, con referencia a la obra de numerosos metodólogos que rechazan el planteamiento de Friedman, se argumenta la diferente recepción de la obra entre los expertos en metodología y los economistas). [7] En adelante me referiré casi con exclusividad al caso alemán, ya que la doctrina jurídicopenal de este país es la que ha influido de manera más importante en la dogmática española, especialmente en los últimos treinta años, en los que se ha producido el llamado “giro políticocriminal”. En nuestro país éste se produjo de forma un poco más tardía debido a avatares históricos por todos conocidos, que sin embargo funcionaron como un amplificador del interés por la materia y propiciaron una buena oportunidad para ponerla en práctica: se dé al término la amplitud que se le dé, en la España de finales de los años setenta había mucho por hacer en cuestiones de política criminal. [8] Como comenta Koch, Vorbemerkungen, 1976, pp. 1-4, el fenómeno se muestra de la forma más evidente en la politización que experimentó la discusión que se produjo en la sociología a partir de 1961, la “segunda disputa sobre el positivismo”. En el enfrentamiento entre partidarios de la Teoría Crítica (especialmente Adorno y Habermas) y partidarios del racionalismo crítico (Popper y Albert) los primeros fueron considerados representantes de la crítica al capitalismo, mientras que los segundos se asociaban con el mantenimiento del orden social existente en Alemania, cuando no con el capitalismo más extremo. Esta ideologización tuvo como consecuencia que “muchos de aquellos que miraban con escepticismo el orden social capitalista creían que no merecía la pena prestar atención al racionalismo crítico” (Koch, 1976, p. 3). Y, cabe añadir, viceversa. [9] Para las críticas que se hacían a la dogmática v. Silva (1992, pp. 63, 74-84), quien precisa que la crítica iba dirigida “contra la dogmática deductivo-abstracta” (p. 63). Por mi parte, creo que más bien lo que pensaban los críticos era que la dogmática no podía ser sino deductivoabstracta. Esta idea posiblemente se vio favorecida por la situación de hecho existente en la dogmática penal del momento: al fin y al cabo estamos hablando de los años inmediatamente posteriores a la polémica causalismo-finalismo, brillantemente definida como “una especie de guerra civil entre, por y para penalistas” (la expresión es de Muñoz Conde, quien la acuñó en los años setenta; v. últimamente Muñoz Conde, 2002, p. 94). [10] Este olvido le fue contundentemente puesto de manifiesto a la criminología crítica por movimientos sociales políticamente afines, como el feminista, el ecologista o, de modo más general, los de apoyo a los derechos humanos. Para asombro de los criminólogos críticos, estos movimientos pedían sin tapujos la criminalización de ciertos comportamientos por considerarlos socialmente lesivos, convirtiéndose así en “empresarios morales”, por muy atípicos” que fueran (expresión que aparece en el título del artículo de Scheerer Atipische Moralunternehmer, de 1986). Este problema de la primera criminología crítica fue pronto superado, especialmente por las direcciones “realistas”: sobre el tema v. Larrauri (1991, pp. 216-224) y Scheerer (1997, pp. 29-33). [11] En este sentido, Naucke (1972, pp. 79-80), quien observa que, para superar las acusaciones de distancia entre el derecho penal como disciplina académica y la práctica, se pretendió señalar unas circunstancias concretas como causas, en el entendido de que su superación conllevaría la superación de la distancia con la práctica. Roxin, por ejemplo, indicó que tales causas fueron el iuspositivismo, el incompleto desarrollo de la metodología orientada a valores del neokantismo y el énfasis en la construcción lógico-conceptual del finalismo. Entender que estas sean las causas de la distancia, dice Naucke, “es demasiado simple”. [12] “Por definición”; es decir, estamos en presencia de una verdad analítica, una proposición que es verdadera en razón del sentido conferido a los términos que en ella se manejan. [13] No creo que en ningún momento de la moderna historia del derecho penal se haya hecho dogmática teniendo en cuenta consideraciones estéticas, y desde luego no conozco ningún caso. V. sin embargo García-Pablos (1994, p. 406), quien habla de la pretensión del derecho penal clásico de construir “sistemas perfectos desde el punto de vista lógico y estético”. Mientras que la primera pretensión es teórica y atendible, la segunda es estética y, a lo sumo, podría tener una relevancia muy periférica en la elaboración jurídica (de nuevo, no se me ocurre en qué podría consistir ésta: incluso en la lógica formal, donde se habla de “elegancia” para referirse a las demostraciones que utilizan un menor número de pasos, la valoración positiva de la “elegancia” no tiene que ver con la estética, sino con la mayor accesibilidad de la argumentación). [14] Así, Silva (1997, pp. 18-19): “probablemente en la práctica ese modo de proceder (en su sentido más amplio: orientación de la elaboración doctrinal de la teoría del delito a la obtención de ciertas finalidades ‘prácticas’ en relación con la persecución de la criminalidad) siempre se ha dado, incluso cuando se declaraba que el sistema se construía en virtud de razonamientos puramente deductivos a partir de axiomas incontestables (...) Y si ese modus operandi se ha dado siempre, es porque resulta muy difícil negar que todo el Derecho penal nace precisamente de exigencias de política criminal: en concreto, la de hacer posible la convivencia pacífica en sociedad”; v. también Muñoz Conde (2002, pp. 96-97): “Por lo demás, también en Alemania en los años 50 y 60, en pleno apogeo de la polémica entre causalistas y finalistas, los dogmáticos se ocupaban de la política criminal, sólo que, como “El burgués gentilhombre” de Moliere, hablaban en prosa sin saberlo o, en este caso, sin decirlo, pero sabiendo perfectamente lo que hacían”. La inevitabilidad de la toma en consideración de la política criminal en la dogmática ya se puso de manifiesto en una de las primeras recensiones de la obra que mejor simboliza el nuevo entendimiento del derecho penal “políticamente orientado”, Política Criminal y Sistema del Derecho penal, de Roxin. Sin negar ninguno de los méritos de la obra, Dreher (1971, p. 218) afirmaba que, en lo que hace a las concepciones teóricas, la política criminal siempre había tenido relevancia en la dogmática, a través por ejemplo de la interpretación teleológica o de la referencia al bien jurídico. [15] En su célebre lección inaugural en la Universidad de Berlín, von Liszt (1899, p. 720) se refería de la siguiente manera a la finalidad de la política criminal: “ha de ser la maestra del legislador penal, una fiable consejera y guía en la lucha contra el delito (...) ha de proporcionarle el baremo según el cual se ha de medir el derecho vigente y mostrarle la dirección hacia la que se debe orientar la legislación del futuro”. [16] Como he comentado antes, esto se debe a la estrecha relación entre los fines perseguidos por el derecho penal y los fines político-criminales. Ésta es puesta de manifiesto por Roxin (1997, p. 168) cuando, al referirse a la referencia valorativa de la dogmática, manifiesta que “los fines que constituyen y guían el sistema de derecho penal sólo pueden ser de naturaleza político criminal, porque los requisitos de la punibilidad se deben orientar, por supuesto, a los fines del derecho penal”. [17] Sobre el tema, v. la clásica exposición de Carrió (1964, pp. 91-95); más recientemente, Atienza (2001, pp. 45-46, 49-52). [18] Afirmar la existencia de este tipo de definiciones presenta dos grandes inconvenientes: - En primer lugar, supone situarse de espaldas a la opinión ampliamente mayoritaria en la actualidad, que considera que la relación entre los significantes y lo significado es convencional y por lo tanto contingente. - En segundo lugar, el término “esencia” es tremendamente vago, y por lo tanto poco útil para el análisis conceptual. Esto es puesto de manifiesto con humor por Röhl (2001, pp. 29-30): “el propio concepto de ‘esencia’ es oscuro. La esencia de la esencia es su falta de esencia (...) es por eso mejor renunciar al concepto de ‘esencia’ de una entidad o en todo caso decir expresamente a qué se hace referencia. Cuando se encuentra esta expresión en un texto ajeno, uno debe siempre preguntarse con desconfianza qué es lo que se esconde detrás de tal término”. [19] Esta distinción, quizás por considerarse evidente, no siempre aparece formulada. Sí la efectúan Berdugo et al (1999, pp. 103-104); Silva (1999, pp. 212-213) y Maurach/Zipf (1992, p. 38). [20] Lo que llamo “política criminal teórica” suele aparecer como “política criminal científica” (así, Zipf, 1980, p. 26: “la tarea principal de la política criminal científica es desarrollar e investigar diferentes modelos de regulación y sus respectivas implicaciones y consecuencias”). No sigo tal uso porque entiendo que la política criminal queda mejor conceptuada como “técnica” que como “ciencia” (lo cual, por supuesto, no le resta un ápice de relevancia). [21] Si bien tengo mis dudas sobre si la interpretación tradicional del concepto “ser” incluiría las proposiciones predictivas (“va a llover”), no creo que exista problema alguno en ampliarlo en este sentido, por cuanto no se confunde el ámbito del lenguaje descriptivo con otros usos del lenguaje, como el prescriptivo, el expresivo o el operativo. Sobre algunos problemas que los enunciados de futuro contingente plantean al análisis proposicional v. Moreso (1997, pp. 81-82, nota 9 y texto concordante). [22] En la discusión iusfilosófica se distingue entre juicios normativos deónticos (los que yo denomino “normativo-éticos”) y juicios normativos anankásticos (“normativo-técnicos” en mi terminología, que creo que es más intuitiva, si bien también menos precisa). Sobre el tema, v. Alarcón (2001, passim, p. e. pp. 15-16). [23] Es decir, se identifica la política criminal con la política jurídico-penal. V. Zipf (1980, pp. 37); Hassemer (1974, sobre todo pp. 123-142); Würtenberger (1965, p. 53); más recientemente, Jescheck/Weigend (1996, pp. 22, 43); Cobo/Vives (1999, p. 128); Polaino (1996, pp. 198-203). [24] Así, se ha definido la política criminal como el “aspecto de la política general del Estado que se ocupa de la prevención de la criminalidad a través del recurso a medios penales (política penal) o extra-penales (política criminal en sentido estricto)” (Zugaldía, 1993, p. 197); entre otros, en nuestro país ofrecen definiciones similares Berdugo et al (1999, pp. 103-104); Luzón Peña (1996, p. 98); Carbonell (1996, p. 229) y Sáinz Cantero (1990, p. 93). [25] Éstas, desde luego, prevalecen entre los criminólogos. V., por todos, Barberet (2000, p. 222): “la política criminal desde un punto de vista criminológico incluye las intervenciones jurídicas y extrajurídicas, públicas y privadas, que tienen como fin prevenir o reducir la delincuencia, o paliar los costes sociales de la misma”. Repárese en que la autora habla tanto de intervenciones públicas como privadas. Aquí las segundas sólo se tendrán en cuenta en tanto tengan “efectos reflejos” sobre las primeras o deban ser reguladas. En cualquier caso, debe constar que por su relevancia no pueden obviarse (piénsese en la fundamental importancia del incremento que ha experimentado la denominada “seguridad privada” en las sociedades occidentales; sobre el tema v. Braithwaite, 2000, pp. 47-53). [26] V. Kaiser (1997, pp. 75-78) o García-Pablos (1999, pp. 881-883). El lector interesado puede encontrar una visión más amplia y un ulterior desarrollo de esta clasificación en Garrido/Redondo/Stangeland (2001, pp. 833-863). [27] De forma interesante, se separa la valoración normativo-ética (“mejor”) de la formativotécnica (“la más productiva”). [28] V. sin embargo García-Pablos (1999, p. 883), quien considera que la prevención terciaria “tiene un destinatario perfectamente identificable: la población reclusa, penada”. [29] En ocasiones, en lugar de hablar de una instancia o disciplina más abarcadora se habla de su “superioridad”. En cualquier caso, ésta no debe entenderse en referida al ámbito conceptual o al científico, como si la política criminal fuera una disciplina más avanzada que el derecho penal o la criminología –con seguridad la afirmación inversa es más cierta, en ambos casos-, sino en términos pragmáticos: la política criminal es la instancia en la que habrá de decidirse la relación entre los demás conocimientos a la hora de plasmarlos en decisiones con relevancia social inmediata. [30] En este extremo, el objetivo de esta definición es remarcar el elemento político en la política criminal, algo que es recomendado por el propio Zipf (1980, p. 6), aun cuando el autor es partidario de la definición estrecha) y por Feest/Haferkamp/Lautmann/Schumann/Wolff, (1977, p. 2). El texto de estos autores es una propuesta que se dirigió a la “Deutsche Forschungsgemeinschaft” con el objetivo de que modificara las áreas de interés dentro del grupo “Criminología empírica y sociología criminal”. A este texto se opuso uno más ecléctico de Kaiser (1977) que acabó siendo aprobado, si bien con modificaciones, precisamente en el sentido de “socializar” la definición de política criminal y no reducirla al ámbito del derecho penal. [31] Esta afirmación, que a mí me parece indiscutible, no es compartida por todas las corrientes político criminales. No lo es, por ejemplo, por quienes sitúan la libre voluntad del ser humano en el centro de la política criminal (prescindiendo por tanto de las variables “de entorno” y decantándose por medidas de corte punitivo) o por los partidarios del (mal) llamado entendimiento “actuarial” de la política criminal. [32] Naucke (1982, pp. 542-543) ha advertido críticamente que von Liszt no pretende sustituir el derecho penal por la política social, sino intensificar la política-criminal mediante esta política social. Es cierto que la visión político-criminal de von Liszt es en muchos aspectos más gris de como se suele describir (v. la descripción habitual en Würtenberger, 1967, pp. 3132), pero en este aspecto la crítica de Naucke parece excesiva, ya que Liszt hace un verdadero alegato en pro de la sustitución del derecho penal por medios de intervención menos lesivos. En ese artículo y en otros (v. por ejemplo 1989, pp. 230-232), Naucke hace una excelente revisión de la posición de Liszt y de su influencia a lo largo de la historia. Pero antes de citar aprobadoramente sus opiniones o extraer conclusiones a partir de éstas hay que tener en cuenta que Naucke es partidario de un ius-naturalismo apoyado en una metafísica racionalista de corte kantiano. Para su enfoque, por lo tanto, el derecho que no se ajusta a las exigencias de tal metafísica es “regulación”, pero no auténtico derecho. Esto no empequeñece la importancia de sus elaboraciones (v. por ejemplo su valiosa revisión de la moderna filosofía del derecho sirviéndose de los conceptos “antropología social” y “metafísica”en Naucke, 2000, pp. 89-152), pero sí advierte de la necesidad de tener este dato en cuenta a la hora de adherirse a sus opiniones; partiendo de un concepto ius-positivista de derecho, por ejemplo, su crítica al pensamiento final de von Liszt es poco atendible. [33] “Incuestionablemente, los autores del PA (scil. Proyecto Alternativo) se consideran albaceas testamentarios de estas palabras de von Liszt: ‘La política social actúa, como medio de combatir el delito, de modo incomparablemente más profundo e incomparablemente más seguro que la pena y que cualquier otra medida emparentada con ella...” (...) La ‘huída al Derecho Penal’ frecuentemente no significa sino que la sociedad elude sus tareas creadoras de tipo políticosocial. Aludir a ello y delimitar de modo autocrítico las propias posibilidades de actuación es también un deber de la ciencia del Derecho penal” (Roxin, 1969, p. 45). [34] Apunta tal posibilidad Roxin, cuando dice que no hay que exagerar la contraposición entre derecho penal y política criminal. Así, el principio de legalidad no es un principio políticocriminal en menor medida que lo es la exitosa prevención de delitos, ya que “no sólo es un elemento de la prevención general, sino que la limitación jurídica del poder estatal es en sí misma una importante meta de la política criminal de los estados de derecho” (1997, p. 174). De modo más decidido, Neumann (1996, p. 58) y Carbonell (1996, pp. 229-230), para quien la idea de que derecho penal –incluyendo la dogmática- y política criminal se contraponen y de que el derecho penal es la barrera infranqueable es insostenible hoy en día: “La propia existencia de la dogmática penal, como hemos visto, es una exigencia político-criminal (...) Derecho penal y política criminal han de perseguir, hoy, el respeto efectivo de los derechos de los ciudadanos” (p. 230). [35] V. von Liszt (1893, pp. 78-82; los pasajes citados en el texto, en la p. 80). Según Naucke, (1982, pp. 540-542), Liszt entiende que éste es el modelo que existe, pero no el único posible ni el mejor. En las páginas citadas Liszt emplea un lenguaje que parece darle la razón a Naucke, hablando de la superchería con la que se acerca el jurista al edificio conceptual jurídico existente y de los “nuevos tiempos”, menos individualistas y más colectivistas, que von Liszt declara preferir. [36] V. Berdugo et al (1999, p. 108): “A la política criminal le corresponde indicar al Estado qué conductas debe tipificar como delictivas y, asimismo, indicar cómo deben preverse y cumplirse las sanciones penales para lograr su fin preventivo, general y especial. Mientras que la dogmática penal actúa como defensora de las libertades individuales, marcando el límite máximo de la actuación del Estado”; también interpreto en tal sentido a Polaino (1996, p. 202): “los principios fundamentadores del Derecho penal exceden del ámbito de validez de la Política criminal” y Cobo/Vives (1999, pp. 131-132). [37] “Inductivo” en el sentido clásico del término, según el cual un proceso o argumento inductivo es aquel en el que se pasa de lo particular a lo general (en el caso de Liszt, de los conceptos particulares de la ley a los generales de la teoría jurídica del delito). En la lógica y epistemología modernas, un argumento inductivo es aquel en el cual la verdad de las premisas no garantiza –sólo hace posible- la verdad de la conclusión (en este sentido se utiliza el término, por ej., cuando se habla del “problema de la inducción”). [38] V. von Liszt (1888, p. 21): “la protección jurídica que otorga el ordenamiento a los intereses vitales es protección de normas. ‘Bien jurídico’ y ‘norma’ son los dos conceptos fundamentales del Derecho” (en la nota 3 de la misma página, von Liszt dice que precisamente su atención al concepto del bien jurídico le diferencia de Binding, quien “de manera caprichosa” se centra en el concepto de norma). [39] Sobre este extremo v. Frommel (1987, pp. 119-135). [40] Después de un exhaustivo análisis del concepto de bien jurídico en von Liszt (en el que separa adecuadamente la noción de bien jurídico prejurídica-normativa de la positiva), Ehret (1996, pp. 161-169) critica que éste admita que la norma penal pueda tener cualquier tipo de contenido y seguir siendo norma penal. Tal crítica sólo es atendible desde una posición iusnaturalista (en este caso de corte racionalista) como la que mantiene esta autora siguiendo a su maestro, Naucke. Desde posturas iuspositivistas, sin embargo, debería ser evidente que los únicos límites que encuentra la tipificación de bienes jurídico-penales viene dada por el marco normativo que vincula al legislador en cada ordenamiento jurídico. [41] De ahí la constante referencia de Liszt a la “wissenschaftlich gesicherte Kriminalpolitik”, a la política criminal fundamentada en conocimientos científicos... sin ser su esclava: frente a otros movimientos coetáneos, por ejemplo el positivismo criminológico, von Liszt (1888, pp. 35) mantenía expresamente la primacía de la política criminal sobre sus ciencias de apoyo, entre las que expresamente mencionaba la sociología criminal y la biología criminal. [42] Binding, junto a Liszt el autor más influyente de esta época, afirmaba que junto al derecho legal existía el “derecho no positivizado” -ungesetzes Recht- (1885, pp. 197-203; 1913, pp. 6871; 1922, pp. 153-157). Si bien el concepto dista mucho de ser claro, bastan unas cuantas afirmaciones de este autor para mostrar sus implicaciones para el principio de legalidad: dentro del mismo se incluyen “preceptos que indudablemente integran el ordenamiento jurídico penal” y que no se encuentran en las leyes del ordenamiento (1881, p. 9); así, “la doctrina según la cual la tipificación legal es un requisito esencial de todas las normas jurídicopenales se explica sólo como una observación absolutamente incompleta del Derecho y de la vida jurídica” (1913, p. 6). Aunque Binding se manifiesta en contra de la posibilidad de entender derogado un precepto legal por la costumbre en contrario, inmediatamente justifica la práctica jurisprudencial de sancionar con pena conductas distintas de las contenidas en los tipos penales cuando se pueda argumentar “con buenas razones” que el legislador, “sea por incapacidad o por letargo”, no ha aprobado una nueva ley, pero la ampliación de la existente sigue su “voluntad presunta”. El legislador, permitiendo la imposición de penas a estas conductas, las sanciona omisivamente, y declara derogado el principio “no hay pena sin ley” (1885, pp. 209-211), toda vez que el legislador se vincula a satisfacer por medio de cambios en la legislación las necesidades de desarrollo del sistema jurídico: si no cumple con esta promesa y el incumplimiento no se debe más que a su impotencia a la hora de modificar la disposición, cabe entender que faculta al resto de los operadores jurídicos a saltarse las prohibiciones mencionadas y solucionar el problema mediante el derecho no legislado (1913, pp. 70-71). [43] Inmediatamente después de afirmar que el derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal, von Liszt (1893, p. 80) añade que “Esto es así hoy, y del mismo modo será en el futuro y así debe serlo” (énfasis míos). De modo similar, Langle (1927, pp. 98-99): “Nunca dejará de ser grandemente útil y necesaria una ciencia jurídica que nos señale las normas de conducta, que determine conceptos, principios, relaciones (...) la política criminal no mata al Derecho penal: lo vivifica”. Menos confianza en la necesidad futura del tratamiento jurídico de la criminalidad muestra, Jiménez de Asúa (1940, pp. 31-32): “el día -¿hasta cuándo lejano?-, en que la delincuencia sea patrimonio exclusivo de la Ciencia causal criminológica y la enmienda o curación se vincule sólo a la Pedagogía Correccional o a la Biología normal y patológica, el Juez no será más intérprete de las leyes; pero ahora lo es y por ello ha de conocer a fondo la teoría y la dogmática del Derecho Penal”. [44] Como posición teórica: en la actualidad el “formalismo” no se identifica con la negación de la capacidad de elección del juez (tesis teórica), sino por una tesis prescriptiva: la negación de la elección al juez (Schauer, 1988, p. 521). En estos términos, el formalismo dista mucho de estar superado, sobre todo en el ámbito del derecho penal. [45] Este aspecto es dejado de lado por Roxin (1969, p. 61) cuando describe la división de tareas entre política criminal y derecho penal en von Liszt diciendo que para éste “el derecho penal es el dueño y señor absoluto del si, y la política criminal, la exclusiva soberana del cómo de la pena”. Se olvida que el “si” de la pena también depende de la previa decisión sobre la tipificación o no de la conducta, una decisión que von Liszt con toda probabilidad consideraría de naturaleza político-criminal. [46] Recuérdese que para este autor (1888, p. 19): “todo el Derecho es obra de la voluntad humana”. [47] Von Liszt (1893, p. 80), énfasis suyo. Esta es precisamente la frase que precede a la que estamos analizando: “Puedo ahora añadir: el derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal”. [48] Como irónicamente expresa Hassemer (2000, p. 22), si la reflexión sobre el método caracteriza exclusivamente a las ciencias enfermas (tal y como afirmara Radbruch), entonces el derecho penal es una disciplina bastante sana. En términos cuantitativos, según el interesante estudio realizado por Burkhardt (2000, pp. 138-139) sobre 5.041 publicaciones jurídico-penales aparecidas en el siglo XX, un 5% de las monografías y un 4% de los artículos publicados en los libros de homenaje se ocupan de cuestiones de teoría y filosofía del derecho penal. Que una disciplina dedique aproximadamente un 5% de sus recursos a la reflexión metodológica no puede considerarse insuficiente, así que el problema debe estar en el cómo y no en el cuánto de la reflexión. [49] Las combinaciones posibles son sólo cuatro, ya que la combinación está limitada a pares que satisfagan la estructura “(1 ó 2) y (3 ó 4)” (interpretando “ó” en sentido excluyente). [50] Entendido en sentido amplio, para dar cabida a la actuación conforme a la Constitución. Si se quiere, podría hablarse del principio de actuación conforme al ordenamiento jurídico. [51] Así por ejemplo, Hassemer (2000, p. 42). [52] Así, Maurach/Zipf (1992, p. 40) y Cobo/Vives (1999, pp. 128-129). [53] En el sentido de “cognoscitiva”. Nada impide, por supuesto, que las actividades teóricas formen parte de actividades prácticas. Las decisiones judiciales son un ejemplo paradigmático de lo que se expone, ya que en ellas se realizan numerosas actividades cognoscitivas (teóricas), algunas dogmáticas y otras no (entre estas últimas están, por ejemplo, los argumentos inductivos que sirven de apoyo a la determinación de hechos probados). El resultado final, sin embargo, es eminentemente práctico en un sentido en que no lo es la dogmática. Aunque entre los penalistas es habitual entender que toda disciplina que tiene que ver con el mundo exterior es “práctica” (Hassemer, 2000, p. 34), el sentido de “práctico” aquí preferido es el usual en la filosofía, que no debe ser confundido con las referencias a la práctica (la praxis) como la actividad efectivamente realizada. Como nos recuerda Kriele (2000, p. 19), según la distinción aristotélica entre episteme y phronesis, “las ciencias contestan a la pregunta: ¿qué es verdad? o ¿qué es probable? El saber práctico contesta a las preguntas: ¿qué es lo que hay que hacer razonablemente, qué es lo más inteligente y útil?, y también a la pregunta: ¿qué es moralmente bueno?”. [54] De hecho, hay quien afirma que el quehacer dogmático actual tiene como resultado la ampliación del ámbito de lo punible, y no su disminución. Así, Burkhardt (2000, pp. 151 y 152153, texto y n. 144), para quien la única función que en la actualidad cumple con creces la dogmática jurídico-penal es la “función de adaptación”, que define como “el incremento de la libertad en el tratamiento de la experiencia y de los textos, el incremento de la inseguridad tolerable y, me gustaría añadir, también de la intolerable” (151). Bahlmann (1999, pp. 71-72), muestra con referencias jurisprudenciales y doctrinales cómo la alusión a la política criminal y a la política jurídica puede tener como resultado tanto una ampliación como una restricción del ámbito punible. Cómo se puede lograr esto lo muestra de forma sarcástica quien quiera que se oculte bajo el sinónimo “Ekklesiandros” en su “preocupada carta a un futuro penalista” (1999, p. 411): “Si tu oponente tropieza con las llamadas lagunas de punibilidad, entonces éstas son insoportables (las lagunas de punibilidad siempre son insoportables). Si tú te tropiezas con ellas, simplemente demuestran el carácter fragmentario del derecho penal (lo fragmentario es siempre bueno en derecho penal)”. [55] Con todo, las investigaciones realizadas al respecto indican que la influencia de los juristas teóricos sobre la política nacionalsocialista era nimia, y pretender otra cosa no es sino reflejo de la exagerada relevancia práctica que algunos dogmáticos otorgan a su actividad. Es cierto que no pocos autores pretendieron poner sus teorías al servicio del nuevo régimen. Así, quien con toda probabilidad es el mayor experto en la materia, Rüthers (1988, pp. 19-22), nos habla de “la competencia entre las diversas escuelas y autores, los visibles esfuerzos por ganarse el favor de quienes detentaban el poder y por mostrar la supuesta mayor cercanía y fidelidad de sus teorías a la visión nacionalsocialista” (p. 20). Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos, ninguna doctrina se logró consolidar como “la doctrina” del régimen, a cuyos dirigentes les preocupaba muy poco la metodología jurídica, por la que sentían más bien desprecio. Al respecto, v. las manifestaciones de varios de ellos que recoge Rüthers (1973, pp. 104-111). [56] V. por ejemplo Muñoz Conde/García Arán (2000, p. 209): “la Dogmática jurídico-penal cumple una de las más importantes funciones que tiene encomendada la actividad jurídica en general en un Estado de Derecho: la de garantizar los derechos fundamentales del individuo frente al poder arbitrario del Estado que, aunque se encauce dentro de unos límites, necesita del control y de la seguridad de esos límites. La Dogmática jurídico-penal se presenta así como una consecuencia del principio de intervención legalizada del poder punitivo estatal e, igualmente, como una conquista irreversible del pensamiento democrático” (v. sin embargo la opinión de estos autores citada infra, nota 58). De modo similar, Mir Puig (1987, p. 179): “Cuanto más desarrollada esté la ciencia jurídico-penal, más precisión obtendrá la limitación del poder punitivo del Estado”, y Vives (1996, p. 43): “Para lograr esa interpretación segura y rigurosa, para conseguir que el castigo se imponga donde la ley así lo ha establecido y –‘más allá de toda duda razonable’- sólo donde la ley así lo ha establecido, los penalistas ‘teóricos’ han levantado trabajosamente un edificio conceptual, la ‘dogmática’, cuya aplicación a las operaciones de subsunción habría de despejar las dudas y vacilaciones que surgen del hecho de que la ley esté formulada a través de ese vehículo impreciso que es el lenguaje ordinario”. Por mi parte, entiendo que el desarrollo de la dogmática es una condición necesaria para la obtención de cotas más altas de seguridad jurídica, pero en ningún caso una condición suficiente. [57] Del mismo modo, y en tanto nos movemos en el terreno de la estipulación, no habría problema en denominar “política criminal” (como actividad) a “la actividad política que se articula en forma de potestad cuyo ejercicio en beneficio de los ciudadanos compete a ciertas autoridades según la Constitución y el resto del ordenamiento y dentro de estos límites”. A esta definición (más atractiva desde el punto de vista normativo que las más neutrales que se han venido utilizando) le es aplicable lo que a continuación se dice en el texto sobre la definición “limpia” de la dogmática. [58] De acuerdo Muñoz Conde/García Arán (2000, p. 211), quienes sostienen que “la Dogmática jurídico-penal (...) es una ciencia neutra, lo mismo interpreta leyes progresivas que reaccionarias”, razón por la cual proponen que la dogmática sea completada con otro tipo de saberes y le asignan una función crítica al lado de una labor interpretadora y sistematizadora. [59] Precisamente esto, sin embargo, es lo que hace Frisch (2000, pp. 195-196) al decir que el desarrollo del derecho penal entre 1933 y 1945 es un ejemplo de “desarrollo dogmático defectuoso” y que “tales novedades fueron producto de la política y se hicieron realidad sin fundamentación dogmática o eran el producto de una justicia de excepción que argumentaba más política que dogmáticamente”. Por el contrario, está suficientemente documentado que teóricos muy importantes pusieron su aparato conceptual al servicio de la visión nacionalsocialista de la justicia, también en la interpretación del ordenamiento jurídico positivo (una tarea que se suele considerar eminentemente dogmática). Por cierto que la estrategia de atribuir a la política criminal los excesos y considerar al derecho penal una disciplina pura ya fue mantenida a principios del siglo XX por los opositores del movimiento político-criminal lisztiano (v., críticamente, Langle, 1927, pp. 16-26, especialmente 22-26). [60] Para una fundamentación de este extremo v., por todos, Molina (2001, pp. 724-733). [61] Pone especial énfasis en este punto Erb (2001, p. 1). [62] Este fenómeno ha recibido cierta atención en los últimos años. Así, Burkhardt (2000, p. 117, nota 23) afirma que la dogmática se sobrevalora y, como consecuencia, se sobreexige. [63] De nuevo puede acudirse a la sabiduría de Noll (1980, p. 76), para quien los penalistas “nos comportamos más o menos como las tortugas de mar, que ponen sus huevos en la arena y no se preocupan de qué pasa con ellos”. [64] Neumann añade que esta tendencia puede resultar en consecuencias peligrosas (1996, pp. 58 y 66-68). Las reservas de este autor son ilustrativas de una extendida confusión: se previene contra la racionalidad técnica cuando lo que debería hacerse es precisar que ésta no es ni puede ser equivalente a la razón práctica. La razón técnica –o instrumental- sólo se ocupa de relaciones de medio a fin, y por lo tanto no puede dar lugar a prescripciones por sí misma, sino que ha de partir de una previa determinación de los fines a conseguir y de los medios disponibles/admisibles. Esto es así incluso en el caso de que se persigan fines abyectos y no se pongan restricciones a los medios que se puede emplear (de modo que se consideren admisibles todos los disponibles): también en ese caso se está efectuando una valoración (sobre los fines a perseguir y la legitimidad de los medios que se pueden usar en su persecución), que es previa a las consideraciones instrumentales. [65] “El intento de construir las categorías del sistema orientándolas a los fines del Derecho penal se da en la sistemática teleológica del neoclasicismo, si bien las circunstancias históricas de aquel período impidieron que fraguara todo su potencial” (Silva, 2000 b, p. 268). La evolución en el enjuiciamiento del neo-kantismo se puede comprobar en la obra de Roxin, quien en 1970 consideraba que el problema fue que no se eligieron las directrices políticocriminales como criterio al que referir todos los fenómenos dogmáticos (1970, pp. 35-37; 1973, pp. 48-49), mientras que en la actualidad reconoce que los intentos de construcción de sistemas jurídico penales orientados a las consecuencias son una continuación del proyecto neokantiano (1997, p. 155).