Imaginario de la transparencia y poder en Black Mirror Tras la crisis económica, la transparencia se ha ido convirtiendo en un imperativo ético de nuestra sociedad actual. En escenarios como el político, el económico, el empresarial o el jurídico la transparencia se ha convertido en una especie de distinción de calidad sin la cual se es sistemáticamente sospechoso de estar ocultando algo. En el espacio de la intimidad también parece haber triunfado dicha transparencia, ya que se han agudizado los ideales modernos de la autenticidad y de la sinceridad (Trilling, 1972; Taylor, 1992) hasta extremos hasta ahora inimaginables, apareciendo actitudes propias de nuestros tiempos tecnológicos como el exhibicionismo y su correlativa pulsión escópica (Imbert, 2008), que parecen llevar a los individuos a la conclusión de que para ser o existir hay que mostrarse tanto material como espiritualmente (Han, 2013). Las sociedades parecen cargadas de esta positividad alegre de las imágenes alegres y superficiales que se suceden como un carrusel optimista y retocado donde no existe espacio para el drama, la negatividad, la dialéctica y la oscuridad. Sin embargo, pese a su apariencia estrictamente positiva, dicha transparencia, gracias a su vector tecnológico y a que la nueva religión social son los media, también alberga un innegable potencial destructivo de la intimidad (Han, 2013) y encubre un nuevo modo de relación del individuo con el poder (Han, 2013; Harcourt, 2015) más allá de la dominación biopolítica (Foucault, 2008) o de las sociedades de control (Deleuze, 1990). Hemos pasado de la sociedad del espectáculo (Debord, 2005) a un espectáculo de segundo grado (Imbert, 2004), a la cultura del reality (Imbert, 2010), a una sociedad de la exposición y de la exhibición (Harcourt, 2015) que revela un significado bastante más inquietante de esa transparencia que parecía prometernos el mundo sin problemas del nihilismo festivo anunciado por Postman (1985). Lo primero que queremos evidenciar en esta presentación es que la transparencia es un imaginario social (Castoriadis, 1987; Maffesoli, 2003; Appadurai, 2001; Taylor, 2006). Los imaginarios sociales, igual que los mitos en la antigüedad, constituyen la lente con la que los individuos de una determinada sociedad observan, juzgan e interactúan con la realidad y con los demás; de algún modo configuran su percepción y la construcción ideal que hacen del mundo, de lo bueno y de la malo, de lo verdadero y de lo falso, de lo importante y lo no importante. Los imaginarios ordenan el mundo a ojos de los seres humanos, lo estabilizan. Por otro lado, los imaginarios sociales nos introducen en un juego de relevancia y de opacidad (Luhmann, 1996), es decir, de visibilidad y de invisibilidad: así, por ejemplo, el imaginario del castigo penal en el siglo XVII visibilizaba al condenado, lo exponía en la plaza pública y lo convertía en espectáculo; el imaginario actual del castigo, al contrario, lo invisibiliza, lo encierra en una celda y lo aparta de la mirada del público (Foucault, 2009). El imaginario es tan poderoso que todas las instituciones y las prácticas sociales se configuran en torno a sus códigos de opacidad y relevancia: en un caso nace el patíbulo, en el otro la prisión, en uno el verdugo y en el otro el guardián, en un caso se habla a todas horas del condenado, de su espectáculo, en el otro se silencia el sufrimiento de la prisión, que se le oculta al ciudadano de a pie. En la sociedad actual hay un imaginario que está colonizando gran parte del campo social, y que es clave para el juego entre lo incluido y lo excluido, lo visible y lo invisible: se trata de la transparencia, que, como hemos mencionado, está cargada de positividad: la imaginamos y sentimos como un antídoto contra la falta de sinceridad en nuestras relaciones personales, y contra la corrupción en los asuntos públicos, al tiempo que desconfiamos de quienes esconden algo, o de quienes recelan a la hora de mostrar su intimidad (Han, 2013). La transparencia, sin embargo, tiene sus riesgos cuando confluye con una cultura materialista, utilitarista y tecnológica como la nuestra, deudora del naturalismo filosófico, donde lo transparente bien puede reducirse a lo útil, a lo calculable, a lo visible, a lo aparente o a lo medible empíricamente, dejando fuera y excluyendo lo misterioso, lo irreductible, lo que Derrida ha venido a llamar “lo imposible”, aquellos aspectos que no se pueden reducir al paradigma de la explicación racional, como el don, la amistad, el perdón, la justicia o la propia democracia (Derrida, Sussana y Nouss 2006: 101; Martínez Lucena, 2012). De algún modo, la transparencia es un imaginario que funciona al servicio de determinada cultura, y si ésta sólo valora lo rentable o lo medible, lo económico y lo útil, serán muchas las cosas que queden por transparentar, esto es, ocultas y excluidas a la mirada del público. Así, por ejemplo, nuestra actitud como individuos y como sociedad frente a determinados sujetos excluidos, como los vagabundos o los drogodependientes, refleja esa selección que se hace casi inconscientemente –esto es, a través de imaginarios– de qué es lo que tenemos en cuenta y qué no: su situación queda siempre oculta en los discursos sociales y mediáticos, no forma parte de lo transparentado, precisamente porque no aportan nada, no son útiles, ni como productores ni como consumidores. O lo que es peor, cuando los medios visibilizan a los excluidos, muy a menudo lo hacen en un sentido que reproduce los tópicos que sobre ellos imperan; así se entiende, por ejemplo, que los programas de telerrealidad sólo vayan a los barrios marginales y a los poblados de la droga para buscar en ellos pruebas de la anormalidad de quienes allí habitan, en una actitud casi pornográfica en la que aquello que se transparenta no es más que la parte de lo que existe que legitima nuestra supuesta normalidad y sus derivados modus vivendi y operandi. La miniserie británica Black Mirror (2011‐), creada por Charlie Brooker, intenta hacer consciente al espectador de diferentes efectos negativos que determinadas tecnologías están teniendo o pueden llegar a tener en nuestras vidas. En este sentido, a través de artefactos retóricos como la metaficción, a lo largo de sus episodios dicha teleserie consigue hacer evidente este lado oculto y pernicioso de ese espejo negro que, metafóricamente, designa a las tecnologías de la pantalla como las grandes responsables de la difusión del ideal de la transparencia. Es a través de las pantallas que se nos hace transparente la realidad. Casos como el de Snowden, Wikileaks, los papeles de Panamá, son emblemáticos de esa imaginación de la pantalla como lugar de la transparencia. En esta ponencia intentaremos mostrar esquemáticamente las críticas que se hacen en dicho producto audiovisual televisivo al vector menos deseable de la transparencia. Ello será abordado tanto en su dimensión política, en la medida en que algunos capítulos alertan del modo en que la tecnología digital estaría favoreciendo nuestra auto‐exposición a la mirada y el análisis del poder (capítulos 1x1;1x2; 2x2) a cambio de prácticamente nada (Harcourt, 2015), como en la dimensión de las relaciones personales, de la mano de otros capítulos (1x3;2x1) que alertan sobre cómo el conjunto de dispositivos digitales (iPhones, iPads, Tablets, etc.) estaría produciendo un tipo de relación personal donde todo ha de ser transparentado y nada se deja a la intimidad y a la ocultación (Han, 3013).