“A LA PARRESÍA DE LA FE DEBE CORRESPONDER LA AUDACIA DE LA RAZÓN” (J. Paulus II, Fides et ratio 48) MAGISTERIO DE LA IGLESIA Y ENSEÑANZA DE LA FILOSOFÍA Víctor Manuel Tirado San Juan Facultad de Filosofía “San Dámaso” Madrid abril del 2010 Voy a arrancar de las propuestas fundamentales o de principio del magisterio de la Iglesia en relación al hombre y al ejercicio humano de la razón. Parece indiscutible que una cuestión primordial a este respecto es la deiformidad del hombre: el hombre es imagen de Dios tanto en su condición de libre, como en su condición de ser racional1. También en su condición de criatura “cordial”, es decir, afectiva (de aquí el lugar central de la misericordia en el cristianismo). Estas tres dimensiones de la persona humana: inteligencia, sentimiento y voluntad (esencialmente interpenetradas con la carne) remiten, como exponente más radical del misterio, a uno de los principios fundamentales de la fe de la Iglesia y que Cristo mismo nos enseñó: Deus caritas est. Sí, Dios ¿qué duda cabe? —aunque no entendamos nunca del todo qué es lo que ello significa— es infinito, trascendente, inteligencia suprema, el Ser mismo fuente de todo ser, etc. Sí, ciertamente, nuestro amado Dios, nuestro Padre, nuestro Fundamento es todo ello; pero, por “encima” de todo y quintaesenciándolo todo, Dios, nuestro Padre, es Amor. Es quizá por ello que Benedicto XVI quiso comenzar su extraordinaria elocución de Ratisbona vinculando el problema de la violencia con la cuestión de la razón, lo que es tanto como aprovechar una cuestión de completa actualidad en nuestra época —la del repudio a la guerra y a la violencia─ para mostrar el 1 Joannes Paulus II, Fides et ratio. XIII Encíclica de S.S. Juan Pablo II; cap. VII. Exigencias y cometidos actuales; 80: “De las páginas de la Biblia se desprende, además, una visión del hombre como imago Dei, que contiene indicaciones precisas sobre su ser , su libertad y la inmortalidad de su espíritu” (en adelante cito “FR” y el nº del párrafo). 1 vínculo indisociable entre la razón —el logos—, y la sublime esencia de Dios: el amor. “’Logos’ —afirma Benedicto XVI— significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse...”2; y un poco más adelante, después de rechazar las teologías que sitúan a Dios tan allá, tan lejos, que el mundo entero quedaría radicalmente escindido de su creador, y en consecuencia, la razón misma, la humana, la que tenemos —porque es la que Dios nos ha dado—, quedaría también inexorablemente abandonada en las “absolutas afueras” de Dios y por lo tanto separada de la verdad. Esto sí que es contrario a la maravillosa fe de la Iglesia, y por tanto, absurdo: ¿cómo iba el Dios amoroso a arrojar a las criaturas —y no sólo al hombre, sino a todas las criaturas— a la enrancia de un destierro de este tipo? Es imposible. El Amor no escinde, al contrario, enriquece y a la vez comunica. Ciertamente Dios no “puede” ser motu propio un desterrador, un Dios que escinde y se aleja, pues esta asepsia de Dios frente a las criaturas sería lo contrario del amor —he aquí el desvarío del voluntarismo, ya sea musulmán o cristiano—. Decir que Dios “no puede” hacer el absurdo no es restarle nada a Dios, sino todo lo contrario, es reconocer la inconmensurable bondad y excelencia de nuestro Creador. La razón viene de Dios, y porque es, además, imagen de la esencia misma de Dios, no sólo viene sino que participa de la esencia divina, esto es, participa de la Verdad. “En contraposición [a estas doctrinas que alejan a Dios —continúa nuestro Papa—] la fe de la Iglesia ... en la convicción... de que entre Dios y nosotros existe una verdadera analogía [...afirma que] el amor del Dios-Logos concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón”3. Lo anterior nos hace ver que el problema fundamental de la Iglesia, y particularmente en nuestra época, no es si el pensamiento cristiano debe apoyarse en una u otra tradición filosófica4. Esta cuestión es, sin duda muy relevante, pero pertenece ya al desarrollo mismo de la razón que debe dilucidar, en cada momento y siempre, los sistemas y métodos de pensamiento más adecuados e incisivos en la búsqueda de la verdad5. Previamente a este problema hay, en mi opinión una cuestión más profunda y decisiva, que es la que a mi juicio ha motivado el que nuestros dos últimos Papas hayan sentido como especialmente urgente la necesidad de llamar a la Iglesia al sostén y desarrollo de la filosofía. Se trata del peligroso deslizamiento hacia el irracionalismo que parece arraigar y afianzarse en nuestras sociedades occidentales en general, acompañado siempre 2 Viaje apostólico de su Santidad Benedicto XVI a Munich, Altött y Ratisbona (9-14 de septiembre de 2006). Encuentro con el mundo de la cultura. Discurso del Santo Padre en la Universidad de Ratisbona, martes 12 de septiembre de 2006: Fe, razón. Recuerdos y reflexiones; 2006 - Libreria Editrice Vaticana, p. 2 (en adelante cito “DR”). 3 DR., 2. 4 Fr., 49: “La Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con menoscabo de otras. El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la filosofía, incluso cuando se relaciona con la teología, debe proceder según sus métodos y sus reglas...”. Y más adelante insiste el papa (FR., 76) “con la expresión filosofía cristiana... no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia, puesto que la fe como tal no es una filosofía...” 5 A este respecto Juan Pablo II diferencia entre “corriente filosófica” y “el pensar filosófico”: las corrientes filosóficas son perspectivas filosóficas y sistemas conceptuales particulares; el pensar filosófico, en cambio, es la dimensión racional misma del hombre en busca de la verdad. FR. 4 2 por una desproporcionada opción pragmática por la tecnociencia6. Este aparente deslizamiento hacia el irracionalismo se traduce en la dimensión religiosa en un paralelo deslizamiento hacia el fideísmo en diversos modos y maneras. A esta luz, y a pesar de los errores que los cristianos hayamos podido cometer a lo largo de la historia —y pertenece a la esencia misma de nuestra condición saber que cometemos errores y que pedimos perdón por ellos, y que eso, lejos de hacernos pequeños nos hace mucho más grandes—, a pesar de ello, digo, resplandece en la historia la coherencia de la Iglesia en la defensa de las verdades fundamentales, y en este caso, en la defensa de la razón. Efectivamente, hoy es evidente para quienes no se empeñan en cerrar los ojos a ello, la errónea e injusta acusación de irracionalismo que desde la ilustración europea se hacía contra la Iglesia. Al contrario, era el reduccionismo cientificista de la razón el que impedía a este movimiento histórico europeo comprender la grandeza de la posición de la Iglesia. Resulta paradójico y un tanto esperpéntico el que sea justamente ella la que hoy se sienta urgida a defender la filosofía en la Europa de la postilustración. Y, sin embargo, es así. En este contexto reflexivo, no obstante, y atendiendo ahora a la cuestión concreta de cual sea la línea de pensamiento filosófico más fructífera y enriquecedora para el cristianismo, creo que es conveniente hacer una reflexión sobre el sentido de la modernidad para poder situarnos hoy en el pensamiento. Y me parece que sería un error condenar en bloque al pensamiento moderno oponiéndolo, como si por esencia fuera enemigo de la fe católica, al conjunto de la tradición de nuestro pensamiento. Esto nos impediría apropiarnos de logros muy valiosos. Este es un punto decisivo. Los errores y desvaríos históricos del mundo no deben hacernos oscilar como un péndulo, que va de un extremo al contrario en movimientos repetitivos. Justamente la revelación de Cristo nos enseña que la historia no es un péndulo, un eterno retorno de lo mismo, sino una continua creación en colaboración con Dios. El siglo XIV es un momento decisivo que debemos estudiar más en profundidad, para comprender por qué se produjo y por qué abrió el dinamismo histórico que abrió. Creo que ahí se juegan cuestiones fundamentales que aun discurren por las venas de nuestra cultura. En todo caso, el fin del medioevo y el comienzo de la modernidad es un hecho histórico: un factum. Y me parece que, a la luz de la redención, efectivamente, este factum no puede ser contemplado únicamente como producto del pecado del hombre desde una perspectiva puramente negativa ajena a la providencia de Dios. Esto sería una visión exageradamente pesimista de la historia incompatible con nuestra fe en la misma línea que ese alejamiento de Dios al que antes nos referíamos. Creo que uno de los signos indiscutibles de esto que estoy diciendo es, precisamente, el extraordinario logro que el pensamiento moderno ha hecho en la autofundamentación de la razón. Y no se interprete el “auto” en el sentido de una En FR 45 afirma Juan Pablo II: “Entre las consecuencias de esta separación [se refiere, claro está, a la separación entre la fe y la razón, entre la teología y la filosofía] está el recelo cada vez mayor hacia la razón misma”. En otros muchos lugares se refiere a esta debilitación de la confinaza en la capacidad de la razón humana para alcanzar la verdad. Y lo mismo en Benedicto XVI. 6 3 existencia que, henchida de soberbia, trata de negar su religación al Fundamento. Es esta una temática que va a exigir de nosotros una particular atención. Ciertamente, la Iglesia ha señalado insistentemente peligros y errores del pensamiento moderno. En Fides et ratio Juan Pablo II señala varios aspectos negativos de la modernidad (aunque también va aludiendio a sus logros, que precisamente hubieran sido imposibles sin la tradición de pensamiento cristiano que la precedió). Todos estos errores de la modernidad vienen a fundarse en una determinada actitud que el papa engloba bajo el título de “racionalismo”7: “a partir de la baja Edad media la legítima distinción entre los dos saberes [el de la fe y el de la razón] se transformó progresivamente en una nefasta separación8. Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la fe”; y un poco más adelante continua: “No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas”. Pero lo decisivo para entender qué es lo condenable en el pensamiento moderno está en ver qué se entiende por ‘excesivo racionalismo’. En todo caso, son iluminadores los propios desarrollos que se hacen sobre los errores del modernismo y sus consecuencias incluso para el hombre actual. En este contexto se señalan siempre: la especialización del saber, que ha acabado fragmentándolo, el cientificismo, que concluye en el rechazo de la metafísica, el nihilismo, el relativismo y el irracionalismo. Pero, quizá la clave de todo se encuentra en la explicación de lo que se entiende por ‘exceso racionalista”. El exceso reside, no en que use excesivamente la razón —habría que preguntarse si cabe un exceso en el uso de un don, es decir, de un bien, divino, como si pudiéramos incurrir en el exceso del amor o la búsqueda de la verdad—, sino en lo que Juan Pablo II denomina la “teoría de la filosofía separada”, bajo la que entiende aquella teoría que “más que afirmar la justa autonomía del filosofar, dicha filosofía reivindica una autosuficiencia del pensamiento que se muestra claramente ilegítima”9. He subrayado los términos “autonomía” y “autosuficiencia”, porque su diferencia es esencial. La autonomía de la razón es irrenunciable para la filosofía, porque justamente la razón es un don inapreciable que Dios ha dado al hombre para conocer y buscar la verdad. Y aquí, lo que sería precisamente pecado es no usar ese extraordinario don de Dios, haber malgastado los talentos o no haberles sacado el debido rendimiento. En cambio una filosofía que se considere autosuficiente, no es que sea una mala 7 FR., 45. Efectivamente, y esto es clave, no es lo mismo “distinguir” que “separar”. La filosofía, es decir, la filosofía primera, debe ser autónoma, debe consistir en el dinamismo autónomo de la razón. Aquí el pensamiento contemporáneo, sobre todo a partir de las investigaciones husserlianas sobre la ciencia radical, ha hecho magníficos progresos, que nos permiten diferenciar usos distintos de la razón. Hay que diferenciar la filosofía primera de las filosofías segundas, y, desde luego, de las ciencias empiricomatemáticas (incluidas las denominadas “ciencias humanas”). De lo que se trata es de saber en que plano del uso de la razón nos movemos, también en relación con la fe. En este sentido, la razón y su dinamismo debe distinguirse de la fe, pero no separarse. De hecho, en un pensador cristiano tal separación es absurda e imposible. Es crucial aquí el que la epojé filosófica nada tiene que ver, como a veces erróneamente se ha interpretado, con un dudar. 9 FR., 75. 8 4 filosofía, es que, en mi opinión no es verdadera filosofía, porque uno de los descubrimientos fundamentales de la razón es su condición deudora. La modernidad —o, deberíamos decir con mayor justicia, no toda la modernidad sino aquella línea o líneas de la modernidad que así lo hace— se equivoca cuando incurre en la soberbia estúpida de la autosuficiencia, no cuando se entrega audazmente, y ello tiene que querer decir también críticamente, a la razón. La del hombre, la nuestra, es una razón que se sabe ya ab initio instalada en la verdad, pero sin la suficiente claridad. Si tuviéramos de inicio la claridad completa, efectivamente, la filosofía ya no sería necesaria —tampoco, quizá, la revelación—. Pero lo es, porque siempre estamos faltos de mayor luz. Porque nuestra razón se sabe ya instalada en la verdad, pero no ve con diafanidad cómo es esto y cómo pueda ser posible, porque sabe que si mira atentamente, podrá ‘verlo’ con más claridad y profundidad, pues tiene el instrumento para ello: ella misma que es la que ‘ve’. Precisamente por ello es por lo que intenta esta dilucidación radical de su naturaleza y de sus fundamentos. Y al hacerlo descubre a la vez algo que ya sabía, pero oscuramente, de manera velada, a saber: que su ser (el de cada cual), en el que va incluida la razón, esto es, la originaria y constitutiva inserción en la verdad, es un don, un regalo de Dios. Porque son así las cosas, porque estamos instalados y lanzados originaria e inapelablemente a la verdad, ese deseo de radicalidad de cierto pensamiento moderno está en íntima coherencia con el pórtico con el que Juan Pablo II abre su profética encíclica Fides et ratio: “Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo”10. A este respecto creo, sinceramente, que al abundar en el cientificismo de Descartes, por ejemplo, y en otros aspectos desacertados de su pensamiento, sin reconocer al mismo tiempo el profundo mérito de algunas de sus conquistas, no le hace del todo justicia. Hemos, sin duda, señalado errores que era necesario y obligado señalar, pero, al mismo tiempo, creo que hemos quizá desatendido e infravalorado el extraordinario servicio que este modo del pensar ha prestado al cristianismo y a la humanidad en general. El esfuerzo por la fundamentación radical de la razón es ya, y ha de serlo más en el futuro, un magnífico impulso para la fe. La radicalización de la crítica de la razón no es, en el pensador francés, y en la gran tradición que le sigue después, un modo de duda escéptica. Tampoco creo que su racionalismo, me estoy refiriendo al de las Meditaciones metafísicas, es decir, al que rige su discurso filosófico, sea prioritariamente un racionalismo matematizante (creo que aquí algunos historiadores de la filosofía deben llebvar a cabo una revisión hermenéutica): La razón es su mismo ‘ver’ con claridad y distinción, un ver donado, pero inasequible a ningún demonio engañador — porque el amor y el ser de Dios, que es Logos, se impone a toda tergiversación del mal, y está, justamente, constituyendo la entraña misma de esta razón—. Que luego se equivoque Descartes en su concepción de la conciencia y su relación con el mundo, que conceptúa como sustancias radicalmente separadas, es otro problema, que aunque decisivo, no debe impedirnos valorar su conquista. Esta 10 FR., Salutación inicial. 5 razón aclamada y ejercida por una cierta línea moderna, la que busca siempre una mayor claridad y verdad, es, a mi juicio la misma razón de San Agustín o de Santo Tomas: la luz de la razón que nos hace, entre otras dimensiones, deiformes con Dios. No hay, pues, aquí una quiebra con la gran tradición del pensamiento cristiano y metafísico griego; al contrario, hay una radicalización y profundización. Claro, no es el momento de seguir por aquí, pero no debemos entristecernos de que hermanos nuestros sondeen por nuevos caminos, o, en todo caso, por ‘otros’ caminos el extraordinario misterio de la realidad que nos comunica con Dios, siempre que se haga dentro de la fe de la Iglesia y en diálogo constante con la tradición. Cerrarnos a esto creo que sí que iría en contra de nuestra fe, porque si bien es verdad que querer ser, y consiguientemente, conocer como Dios, es soberbia, renunciar a crecer en el conocimiento de la inmensa Verdad que nos ha creado y nos constituye, sería pecar contra el deseo mismo de Dios, que —repito a Juan Pablo II— “ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo”. Y es que, una de las cuestiones clave para la investigación filosófica, y que ha ocupado en gran medida al pensamiento moderno y que es una joya que no podemos despreciar, es, justamente, la de la indagación por parte de la razón humana de sus propios límites. No en una actitud negativista, que desprecia escéptica y desesperanzadamente la razón, sino en la actitud sincera y humilde de conocernos más a nosotros mismos, abriéndonos, justamente por ello, a otros dones de Dios, como la misma Revelación de Jesucristo. Como en el caso del reconocimiento del pecado y como Jesús nos enseña paradigmáticamente con la paradoja de su Vida: el Rey que se abaja a lo más pequeño y así engrandece el mundo como nunca nadie podía haber imaginado antes, como en este caso paradigmático de nuestro Señor, así, digo, al conocer nuestros límites, misteriosamente, paradójicamente, ellos mismos se ensanchan, y así crecemos: crecemos en sabiduría. Ningún sistema humano de pensamiento puede ser el definitivo; estamos y estaremos siempre por la gracia de Dios en camino en/hacia una Verdad infinita, en camino en/hacia una felicidad infinita que nunca se agota. De nuevo, paradójicamente, la certeza humana se asienta sólidamente sobre la verdad y, sin embargo, no se adecua completamente a la verdad. He aquí otra cuestión decisiva: la adecuación del conocimiento con la realidad nunca es absoluta, y esto, lejos de ser una desgracia, es la maravilla de ser criaturas del Amor. Que hay un doble acceso a la verdad: el de la fe y el de razón, es cuestión medular para un cristiano, y también consecuentemente para un filósofo cristiano. Justamente por ello es decisivo, para el mundo en general, pero particularmente para nosotros cristianos, el que la razón se tematice a sí misma. No es fácil saber qué es la razón. Cuando hablamos de racionalismo, no siempre sabemos con exactitud de qué hablamos, y lo mismo cuando hablamos a secas de la razón humana. Justamente el pensamiento contemporáneo nos ha hecho ver con especial claridad que la razón brota de estratos más profundos y originarios 6 que los del discurso lógico, que previamente a la evidencia predicativa hay una evidencia pre-predicativa en la que aquella se funda. Sólo este hecho abre posibilidades maravillosas y fecundísimas para la relación con la fe. Estoy persuadido que nuestro actual papa Benedicto XVI está convencido de ello. De aquí su extraordinaria apuesta por la filosofía y por la metafísica, causando paradójicamente, como decía más arriba, escándalo al nuevo irracionalismo postilustrado que hoy nos acecha. El verdadero problema que tenemos no es el de un exceso de razón; a la inversa, como Benedicto XVI ha visto diáfanamente, el problema que tenemos es de déficit de razón, déficit de filosofía: casi se ha perdido la fe en la razón. Por ello, me parece muy necesario, en este horizonte, repensar las cuestiones de fundamento. Es muy importante, a mi juicio, repensar el problema del pecado y el modo como afecta a la razón. El pecado ¿afecta a la razón en sí misma o más bien lo que hace es alejarnos de la razón? Debemos seguir pensando la peculiaridad de la certeza de la fe, para vivir más armónicamente su relación con la razón. Desde esta perspectiva, muy breve y toscamente expuesta concibo yo la enseñanza de mis materias en San Dámaso. En Teoría del conocimiento intento dar a conocer a los alumnos las posiciones fundamentales en esta parcela de la filosofía, también las negativas, efectivamente, porque Jesús vino al mundo tal como el mundo era, y por eso precisamente vino al mundo. Los cristianos tenemos que conocer el mundo e ‘ir’ a él. ¿Cómo dialogaremos con el mundo si no lo conocemos? ¿Y cómo lo conoceremos si no lo tratamos, si no convivimos con él? Tan sólo esta razón nos obligaría ya a entrar en diálogo con el pensamiento contemporáneo. Empezamos viendo los diferentes posicionamientos frente al problema del conocimiento (problema, sí, porque en sí mismo es un misterio): dogmatismo, escepticismo, criticismo... Después, analizamos la teoría aristotélica del conocimiento, primero en Aristóteles y luego en Santo Tomás. Por último, añadimos a los análisis de santo Tomás las aportaciones que sobre el conocimiento hace la tradición fenomenológica del pensamiento, que no se oponen a la teoría del santo, pero que aportan nuevas descripciones no exentas de interés. Desde luego, son cuestiones decisivas en esta trayectoria las siguientes: 1) hacer ver que la inserción del hombre en la verdad es radical e inexorable; el escepticismo es una posición imposible. 2) mostrar que la razón es don: la búsqueda de la verdad comienza desde el descubrirse ya en ella, aunque sea de forma incompleta. 3) que el conocimiento lo es de ‘algo otro’, aunque no radicalmente otro, en cuyo caso no sería posible. Naturalmente, esto quiere decir, que nos situamos en una posición realista. El hombre, claro está, no pone el mundo cuando lo conoce. Pero tampoco cabe situarse en una posición dogmática, como si ya supiésemos completamente qué es el mundo y qué es la realidad. No. Eso sería pecar de soberbia, y cercenar la siempre necesaria indagación de este misterio. Tampoco aquí podemos cerrarnos a las nuevas experiencias. Por otro lado, también necesita de muchas aclaraciones la tan manida afirmación de que el ser antecede al aparecer y de que toda la filosofía moderna es justamente idealismo por invertir estos términos. Hay idealistas, claro, pero también aquí hay un valor muy estimable de ciertas posiciones modernas, cuando 7 afirman una cierta prerrogativa del aparecer en el caso del hombre. Porque, ¿qué quiere ello decir? Lo que se quiere decir es que sin el aparecer del ser no hay para el hombre acceso a él; y, ¿cómo podríamos, entonces, hablar de él? Lo que el pensamiento fenomenológico quiere justamente decir a este respecto es que para avanzar en la verdad tenemos que situarnos allí donde ella se da: en el aparecer, y que justamente el idealismo consiste en poner como evidente aquello que no se da pero se construye teóricamente, es decir, en situarse más allá del don. Por consiguiente, la prerrogativa para el hombre del aparecer no hace sino poner de relieve su condición deiforme, pues, ciertamente, Dios es el Ser, pero el Ser es de suyo Logos, Vida, es decir, el Ser es la Verdad y nosotros participamos de ello. Como el ser se da en la verdad, y la verdad es vida, el ser es también histórico. La cuestión del tiempo cobra una especial relevancia. He aquí un nuevo elemento que viene a enriquecer la conciencia moderna y que es sustancial al cristianismo. El hombre actual es consciente de su condición histórica. Esto no niega lo trascendental del ser, pero lo enriquece. La teoría de la verdad y de la evidencia clásica se ven enriquecidas por la arqueología que el pensamiento contemporáneo hace de la experiencia. El tema del juicio y de la evidencia antepredicativa, que ya mencionaba yo antes, y la constatación de que el juicio predicativo y sus formas tienen una ‘arquitectura’ genética, es un descubrimiento de gran interés, que puede ayudarnos mucho en el diálogo con el pensamiento clásico. No se opone a él. Al contrario, nos ayuda a comprenderlo mejor, y en su caso a hacerlo avanzar. Estos criterios los aplico igualmente en Filosofía del lenguaje y en Estética. En filosofía del lenguaje comienzo a hacer una indagación justamente sobre el sentido del logos, del que procede lenguaje. Recupero después las tres dimensiones del discurso que magníficamente expone Arsitóteles: el discurso teórico de la ciencia, el discurso poético y el discurso retórico, haciendo ver al alumno que cualquier reduccionismo empobrece la vida del hombre, ya sea el teórico, el poético o el retórico, porque tanto la dimensión teórica (cienciaverdad), como la dimensión estética (arte-belleza), como la dimensión práctica (moral-bien), forman parte de la esencia del hombre y del Ser. Después de analizar la estructura del lenguaje teórico en el pensamiento clásico, les doy a conocer las bases de la teoría zubiriana del lenguaje, que permite esquivar el error contemporáneo de suponer que sólo hay logos en el hombre cuando se le ha enseñado un lenguaje natural. Finalmente les introduzco en las claves de la filosofía anglosajona del lenguaje para que las conozcan. En estética se trata de conocer las teorías estéticas fundamentales, tanto en torno a la belleza como sobre el arte. Trata de mostrar la condición ontológica de la belleza como un trascendental del ser, pero que, al igual que la verdad, encuentra en el espíritu la condición indispensable de su iluminación. Víctor Manuel Tirado San Juan Madrid 2010 8