Homilía en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor

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Homilía en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor
Corrientes, 22 de junio de 2014
Nuestra mirada creyente se dirige hoy hacia el “Pan Vivo bajado del cielo”, que
contemplamos en el sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor. Los textos bíblicos
que acabamos de proclamar nos hablan de un alimento que Dios provee a sus hijos. En
la primera lectura, Moisés se dirige a su pueblo y le recuerda que Dios le dio de comer
el maná para que no desfalleciera en el desierto. Pero en seguida, Moisés les enseña
algo muy importante: Dios nutre a sus hijos para que comprendan que el hombre no
vive solamente de pan, sino de todo lo que sale de la boca del Señor. Y les insiste que
no se olviden jamás que Dios es quien salva y da la vida.
Luego, el Apóstol san Pablo –en la narración probablemente más antigua que
tenemos sobre la Eucaristía– destaca las consecuencias que produce comer juntos el
mismo pan. Si sentarse a la mesa para compartir el pan crea vínculos de amistad entre
las personas, más aún cuando nos reunimos alrededor de la mesa del altar. Los
vínculos que crea entrar en comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo son más
profundos y, en consecuencia, nos comprometen mucho más que los vínculos
familiares o de amistad. San Pablo afirma que “ya que hay un solo pan, todos nosotros,
aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único
pan”.
Es realmente maravillosa la propuesta de comunión que nos hace Jesús. Él se
proclama el Pan vivo bajado del cielo. Y luego declara: “El que come mi carne y bebe
mi sangre permanece en mí y Yo en él”. Con eso Jesús nos quiere dar a entender, que
el que lo recibe entra en la misma intimidad que Él tiene con su Padre. Escuchemos lo
que dice a continuación: “Así como Yo, que he sido enviado por el Padre que tiene
Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí”. Se trata de
un misterio de vida, de amor y de unidad realmente asombroso, tan cercano y
trascendente a la vez. “Es el pan de los ángeles convertido en alimento de los hombres
peregrinos”, como escuchamos en la Secuencia.
Si nos fijamos bien, el mensaje de esta fiesta apunta a dos direcciones: primero
hacia Jesús y la comunión con él, y luego hacia los comensales que se sientan a su
mesa. Compartir el Pan de Vida no puede dejar a los comensales indiferentes entre
ellos. Recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo los hace hijos y hermanos, familia de Dios,
Iglesia. Los que entramos en comunión con el Pan de Vida, salimos transformados por
la acción del Espíritu Santo. Convertidos en un un verdadero cuerpo, cuya cabeza es
Cristo, peregrinamos hacia la Casa del Padre. Un pueblo de hermanos y hermanas que
se cuidan unos a otros, se sirven mutuamente y están atentos a los que desfallecen o
se alejan.
Participar del mismo Pan, nos fortalece para actuar en nuestra vida cotidiana
de acuerdo con Aquel con quien hemos entrado en comunión. Por eso, el Papa
Francisco, explica que la misión del cristiano es reproducir a Jesús en medio de la gente
y para eso nos invita a que nos fijemos en cómo lo hace él: ¡Qué bien nos hace mirarlo
cercano a todos! Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una atención amorosa:
«Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego
del camino (cf. Mc 10,46-52); y cuando come y bebe con los pecadores. Podríamos
decir, que Jesús se convertía en pan tierno y sabroso para todos aquellos a quienes
trataba. La culminación de ese camino de entrega fue la cruz: pan que se parte hasta
darse totalmente a los otros. Esta es la vocación y la misión a la que fuimos llamados.
Les cuento lo que viví el domingo pasado en la localidad de 9 de Julio. Allí
presidí la misa de la fiesta patronal del pueblo, que está bajo la advocación de la
Ascensión del Señor. La Ascensión de Jesús a los cielos es una verdad que profesamos
en el Credo. En un momento de la homilía se me ocurrió preguntarle a la gente que
estaba allí dónde creen que queda el cielo. Una señora ya mayor, que estaba sentada
en el primer banco, respondió inmediatamente: el cielo está donde hay pan. Les
confieso que me la respuesta me conmovió profundamente. Fue una respuesta
inspirada por el Espíritu Santo, una respuesta con sabor eucarístico. ¿Acaso no nos
reunimos alrededor de la mesa del altar para alimentarnos del Pan de Vida? ¿No
suplicamos al Espíritu Santo que descienda y convierta el pan y el vino en el Cuerpo y la
Sangre del Señor? Es cierto, el cielo, la presencia de Dios está donde hay pan.
La Eucaristía es anticipo del Banquete celestial. Gracias a Jesús, hay cielo
anticipado en la tierra y, de ese modo, la tierra se convierte en el único camino que
podemos transitar para llegar al cielo. La condición es que nos dejemos conducir por el
Espíritu Santo, reconozcamos que Jesús es “El Señor”, y compartamos el pan. El pan
material para alimentar nuestro cuerpo. Pero también el pan del amor y del servicio
mutuo; el pan del trabajo, de la educación y de la salud; el pan de la fidelidad
conyugal; el pan de la familia y el pan de la amistad social. El cielo está donde el pan se
comparte, donde hay hombres y mujeres de buena voluntad que hacen todo lo posible
para promover una cultura del encuentro, del diálogo y del respeto que todas las
personas se merecen. ¡Tierna Madre de Itatí, acompaña nuestra peregrinación y ruega
a Dios por nosotros! Amén.
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