Teorías de la conspiración, prácticas de la paranoia (La Opinión, 3-07-2010) A semejanza de las religiones, las teorías de la conspiración dependen para su supervivencia de un mecanismo de defensa muy simple pero muy efectivo: sus adeptos las abrazan movidos exclusivamente por la fe (por el cumplimiento de sus esperanzas, por el alivio de sus miedos), pero al mismo tiempo exigen a los infieles que osan cuestionarlas montañas de pruebas empíricas, irrealizables e innecesarias. Si alguna de estas pruebas no aparece, los conspiranoicos interpretarán su incomparecencia como una prueba favorable en sí, en un mecanismo retroalimentado más eficaz que el peyote a la hora de sustraer a alguien de la realidad. El período cultural en que vivimos, la ubicua posmodernidad, favorece la proliferación de estos fenómenos mediante el cuestionamiento de todo sistema unitario de análisis (excepto uno, claro, el lenguaje del dinero) y la multiplicación de universos gremiales o individuales. La última vuelta de tuerca de la sociedad del espectáculo nos ofrece la libertad de elegir cosmovisión, según tengamos el día, con un ligero movimiento del mando a distancia o del ratón: si en este show que están echando los malos son los socialistas, aliados con los servicios secretos marroquíes, ETA y Hugo Chávez, pues me quedo un rato a verlo y mando un SMS. ¿Pruebas, lógica, motivos, análisis? Quita, hombre, que son las once de la noche, y el asesino se acaba de quitar el pasamontañas y la txapela y resulta que era Zapatero. Obviamente, la cultura popular adora las teorías de la conspiración, presentes en éxitos ya no tan sorprendentes como los cómics de Alan Moore, la serie de Matrix, Avatar o El Código da Vinci. La herramienta es demasiado poderosa como para no ser utilizada por el statu quo, pero hay que ser extremadamente escrupuloso para no incurrir en una conspiranoia tautológica al hablar de esto (hay un chiste que dice que no hay que creer en las teorías de la conspiración, porque las escriben agentes de la CIA en un departamento ultrasecreto). Lo seré al aportar estos ejemplos: las famosas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, según el cuento de la administración norteamericana tras el 11-S, o la yihad internacional que iba a reconquistar Al-Ándalus, según aquel expresidente bajito nuestro, o la negación del cambio climático, también del mismo autor. Ni que decir tiene que todas estas lamentables patrañas, con su aparato científico anexo, su calendario de presentaciones y sus directores de márketing, no se desarrollan debido a ingestiones accidentales de setas holandesas, y tienen objetivos muy precisos y cuantificables: justificar una invasión armada ante la opinión pública en los dos primeros casos, eliminar la necesidad de reformas en política medioambiental, perjudiciales para la industria energética patrocinadora de la investigación, en el tercero. Mucho me temo que estas prácticas no van a desaparecer en los próximos tiempos. Las teorías de la conspiración no se sostienen científicamente, pero esto es secundario, porque su destino no es nuestra razón, sino nuestro miedo o nuestra esperanza, alimentando a ambos en proporciones irregulares, creando un sentimiento propicio a que abracemos interesados dogmas de fe, los defendamos y amplifiquemos por un tiempo determinado. Desde la izquierda y la derecha, ya sea el "yihadismo internacional" con base en Castelldefels o la "campaña de difamación" contra Kim Jong-Il, estamos expuestos a la conspiranoia teledirigida y debemos defendernos de ella. ¿Cómo? Pues la idea de Chomsky no está nada mal para empezar, por lo que tiene de redefinición de un marxismo basado en a/ la redistribución y la justicia social, b/ 1/2 Teorías de la conspiración, prácticas de la paranoia (La Opinión, 3-07-2010) una metodología empírica enfocada en la investigación de los flujos de producción y consumo y c/ la conciencia de que este proyecto está por construir. He dicho marxismo: si han visualizado ustedes un conciliábulo nocturno de terroristas en una fábrica de cócteles molotov igual deberían pasarle el antivirus a su subconsciente, porque yo no pienso cambiar el término para adaptarme a los tiempos, como los nacionalistas cristianos que ahora se denominan neoconservadores o las señoras rubias de derechas de toda la vida que les ha dado por decir que son liberales. La óptica marxista será lo que ustedes quieran, pero a mí me sirve para ver mejor algunas cosas: que la inmigración no es un problema objetivo a la manera de la contaminación ambiental, sino un trasvase de pobreza que no nos apetece combatir como se combate la pobreza (paliándola, invirtiendo en integración, reforzando el vínculo social) y preferimos despachar con un "que se vayan a su país" o un "no caben todos". Que el principal problema de Latinoamérica, heredado de las épocas colonial y neocolonial, es la desigualdad social, y el éxito o fracaso de sus líderes no depende de que sean más malhablados o más blanquitos, sino del modo en que encaren el necesario reajuste, y que este reajuste se mide en cifras y éstas no son tan maleables como les gustaría a inmensos fiascos del tipo Álvaro Uribe. Cifras. Cuando ello es posible, uno debe contar, decía Carl Friedrich Gauss, y había algo de marxista en su afirmación, como en la de Chomsky. El debe, el haber, el rastro del dinero, quién lo suda y quién se lo lleva crudo. Las cuentas, en negro sobre blanco, como antídoto definitivo contra las conspiranoias y las tonterías. José Daniel Espejo es miembro del Foro Ciudadano de la Región de Murcia [email protected] 2/2