Cortazar - La Autopista Del Sur.pdf

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nom avere sotir… Come
realta,
un
ingorgo
automobilistico impressiona
ma non ci dice gran che.
ARRIGO BENEDETTI
“L’Espresso”, Roma,
21/6/1964
Al principio la muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del
tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía
mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de
la radio midieran otra cosa, fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de
querer regresar a París por la autopista del sur un domingo de tarde y, apenas salidos
de Fontainbleau, han tenido que ponerse al paso, detenerse, seis filas a cada lado (ya
se sabe que los domingos la autopista está íntegramente reservada a los que
regresan a la capital), poner en marcha el motor, avanzar tres metros, detenerse,
charlar con las dos monjas del 2HP a la derecha, con la muchacha del Dauphine a la
con los hombres que viajan con el niño rubio cuya inmensa diversión en esas precisas
circunstancias consiste en hacer correr libremente su autito de juguete sobre los
asientos y el reborde posterior del Taunus, o atreverse y avanzar todavía un poco
más, puesto que no parece que los autos de adelante vayan a reanudar la marcha, y
contemplar con alguna lástima al matrimonio de ancianos en el ID Citroën que parece
una gigantesca bañadera violeta donde sobrenadan los dos viejitos, él descansando
los antebrazos en el volante con un aire de paciente fatiga, ella mordisqueando una
manzana con más aplicación que ganas.
A la cuarta vez de encontrarse con todo eso, de hacer todo eso, el ingeniero
había decidido no salir más de su coche, a la espera de que la policía disolviese de
alguna manera el embotellamiento. El calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras
de neumáticos para que la inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a
gasolina, gritos destemplados de los jovencitos del Simca, brillo del sol rebotando en
los cristales y en los bordes cromados, y para colmo sensación contradictoria del
encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr. El 404 del ingeniero
ocupa el segundo lugar de la pista de la derecha contando desde la franja divisoria de
las dos pistas, con lo cual tenía otros cuatro autos a su derecha y siete a su izquierda,
aunque de hecho sólo pudiera ver distintamente los ocho coches que lo rodeaban y
sus ocupantes que ya había detallado hasta cansarse. Había charlado con todos,
salvo con los muchachos del Simca que caían antipáticos; entre trecho y trecho se
nnnn antes de las ocho, pues llevaban una cesta de hortalizas para la cocinera. Al
matrimonio del Peugeot 203 le importaba sobre todo no perder los juegos televisados
de las nueve y media; la muchacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que le
daba lo mismo llegar más tarde a París pero que se quejaba por principio, porque le
parecía un atropello someter a millares de personas a un régimen de caravana de
camellos. En esas últimas horas (debían ser casi las cinco pero el calor los hostigaba
insoportablemente) habían avanzado unos cincuenta metros a juicio del ingeniero,
aunque uno de los hombres del Taunus que se había acercado a charlar llevando de
la mano al niño con su autito, mostró irónicamente la copa de un plátano solitario y la
muchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si no era un castaño) había estado
en la misma línea que su auto durante tanto tiempo que ya ni valía la pena mirar el
reloj pulsera para perderse en cálculos inútiles.
No atardecía nunca, la vibración del sol sobre la pista y las carrocerías dilataba
el vértigo hasta la náusea. Los anteojos negros, los pañuelos con agua de colonia en
la cabeza, los recursos improvisados para protegerse, para evitar un reflejo chirriante
o las
bocanadas de los caños de escape a cada avance, se organizaban y
perfeccionaban, eran objeto de comunicación y comentario. El ingeniero bajó otra vez
para estirar las piernas, cambió unas palabras con la pareja aire campesino del
Ariane que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un Volkswagen con
un soldado y una muchacha que parecían recién casados. La tercera fila hacia el
viniendo desde el otro lado de la pista o desde la filas exteriores de la derecha, y que
traía alguna noticia probablemente falsa repetida de auto en auto a lo largo de
calientes kilómetros. El extranjero saboreaba el éxito de sus novedades, los golpes de
las portezuelas cuando los pasajeros se precipitaban para comentar lo sucedido, pero
al cabo de un rato se pía alguna bocina o el arranque de un motor, y el extranjero
salía corriendo salía corriendo, se lo veía zigzaguear entre los autos para reintegrase
al suyo y no quedar expuesto a la justa cólera de los demás. A lo largo de la tarde se
había sabido así del choque de un Floride contra un 2HP cerca de Corbeil, tres
muertos y un niño herido, el doble choque de un Fiat 1500 contra un furgón Renault
que había aplastado un Austin lleno de turistas ingleses, el vuelco de un autocar de
Orly colmado de pasajeros procedentes del avión de Copenhague. El ingeniero
estaba seguro de que todo o caso todo era falso, aunque algo grave debía haber
ocurrido cerca de Corbeil e incluso en las proximidades de París para que la
circulación se hubiera paralizado hasta ese punto. Los campesinos del Ariane, que
tenían una granja del lado de Montereau y conocían bien la región, contaban con otro
domingo en que el tránsito había estado detenido durante cinco horas, pero ese
tiempo empezaba a parecer casi nimio ahora que el sol, acostándose hacia la
izquierda de la ruta, volcaba en cada auto una última avalancha de jalea anaranjada
que hacía hervir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol
desapareciera del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la
de Washington que no entendía casi el francés pero que tenía que estar a las ocho en
la Place de l’Opéra sin falta you understand, my wife will be awfully anxious, damn it, y
se hablaba un poco de todo cuando un hombre con aire de viajante de comercio salió
del DKW para contarles que alguien había llegado un rato antes con la noticia de que
un Piper Club se había estrellado en plena autopista, varios muertos. Al americano el
Piper Club lo tenía profundamente sin cuidado, y también al ingeniero que oyó un
coro de bocinas y se apresuró a regresar al 404, trnasmitiendo de paso las
novedades a los dos hombres del Taunus y al matrimonio del 203. Reservó una
explicación más detallada para la muchacha del Dauphine mientras los coches
avanzaban lentamente unos pocos metros (ahora el Dauphine estaba ligeramente
retrasado con relación al 404, y más tarde sería al revés, pero de hecho las doce filas
se movían prácticamente en bloque, como si un gendarme invisible en el fondo de la
autopista ordenara el avance simultáneo sin que nadie pudiese obtener ventajas).
Piper Club, señorita, es un pequeño avión de paseo. Ah. Y la mala idea de estrellarse
en plena autopista un domingo de tarde. Esas cosas. Si por lo menos hiciera menos
calor en los condenados autos, si esos árboles de la derecha quedaran por fin a la
espalda, si la última cifra del cuentakilómetros acabara de caer en su agujerito negro
en vez de seguir suspendida por la cola, interminablemente.
En algún momento (suavemente empezaba a anochecer, el horizonte de
techos de automóviles se teñía de lila) una gran mariposa blanca se posó en el
sus radios, los del Simca la habían puesto a todo trapo y coreaban un twist con
sacudidas que hacían vibrar la carrocería; las monjas pasaban las cuentas de sus
rosarios, el niño del Taunus se había dormido con la cara pegada a un cristal, sin
soltar el auto de juguete. En algún momento (ya era noche cerrada) llegaron
extranjeros con más noticias, tan contradictorias como las otras ya olvidadas, No
había sido un Piper Club sino un planeador piloteado por la hija de un general. Era
exacto que un furgón Renault había aplastado un Austin, pero no en Juvisy sino casi
en las puertas de París; uno de los extranjeros explicó el matrimonio del 203 que el
macadam de la autopista había cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían
volcado al meter las ruedas delanteras en la grieta. La idea de una catástrofe natural
se propagó hasta el ingeniero, que se encogió de hombros sin hacer comentarios.
Más tarde, pensando en esas primeras horas de oscuridad en que habían respirado
un poco más libremente, recordó que en algún momento había sacado el brazo por la
ventanilla para tamborilear en la carrocería del Dauphine y despertar a la muchacha
que se había dormido reclinada sobre el volante, sin preocuparse de un nuevo
avance. Quizá ya era medianoche cuando una de las monjas le ofreció tímidamente
un sándwich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El ingeniero lo aceptó por
cortesía (en realidad sentía náuseas) y pidió permiso para dividirlo con la muchacha
del Dauphine, que aceptó y comió golosamente el sándwich y la tableta de chocolate
que le había pasado el viajante del DKW, su vecino de la izquierda. Mucha gente
y si podía serles útil; el viejo movió negativamente la cabeza, pero la mujer pareció
asentir sin palabras. Más tarde la muchacha del Dauphine y el ingeniero exploraron
juntos las filas de la izquierda, sin alejarse demasiado; volvieron con algunos
bizcochos y los llevaron a la anciana del ID, con el tiempo justo para regresar
corriendo a sus autos bajo una lluvia de bocinas.
Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las
horas acababan por superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo, en algún
momento el ingeniero pensó en tachar ese día en su agenda y contuvo una risotada,
pero más adelante, cuando empezaron los cálculos contradictorios de las monjas, los
hombres del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vio que hubiera convenido llevar
mejor la cuenta. Las diarios locales habían suspendido las emisiones, y sólo el
viajante del DKW tenía un aparato de ondas cortas que se empeñaba en transmitir
noticias bursátiles.. Hacia las tres de la madrugada pareció llegarse a un acuerdo
tácito para descansar, y hasta el amanecer la columna no se movió. Los muchachos
del Simca sacaron unas camas neumáticas y se tendieron al lado del auto; el
ingeniero bajó el respaldo de los asientos delanteros del 404 y ofreció las cuchetas a
las monjas, que rehusaron; antes de acostarse un rato, el ingeniero pensó en la
muchacha del Dauphine, muy quieta contra el volante, y como sin darle importancia le
propuso que cambiaran de autos hasta el amanecer; ella se negó, alegando que
podía dormir muy bien de cualquier manera. Durante un rato se oyó llorar al niño del
macadam con su río inmóvil de vehículos, Casi tropezó con el campesino del Ariane,
que balbuceó una frase ininteligible; al olor de la gasolina, persistente en la autopista
recalentada, se sumaba ahora la presencia más ácida del hombre, y el ingeniero
volvió lo antes posible a su auto. La chica del Dauphine dormía apoyada sobre el
volante, un mechón de pelo contra los ojos; antes de subir al 404, el ingeniero se
divirtió explorando en la sombra su perfil, adivinando la curva de los labios que
soplaban suavemente. Del otro lado, el hombre del DKW miraba también dormir a la
muchacha, fumando en silencio.
Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastante como para darles la
esperanza de que esa tarde se abriría la ruta hacia París. A las nueve llegó un
extranjero con buenas noticias: habían rellenado las grietas y pronto se podría circular
normalmente. Los muchachos del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó al
techo del auto y gritó y cantó. El ingeniero se dijo que la noticia era tan dudosa como
las de la víspera, y que el extranjero había aprovechado la alegría del grupo para
pedir y obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane. Más tarde llegó otro
extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada. El calor empezaba a subir
y la gente prefería quedarse en los autos a la espera de que se concretaran las
buenas noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a llorar otra vez, y la muchacha
del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga del matrimonio. Los del 203 no
tenían suerte; a su derecha estaba el hombre silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo
organizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunus para conferenciar con ellos y
con el matrimonio del Ariane. Un rato después consultaron sucesivamente a todos los
del grupo. El joven soldado del Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el
matrimonio del 203 ofreció las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del
Dauphine había conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y
jugaba). Uno de los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los muchachos
del Simca, obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió
de hombros y dijo que le daba lo mismo, que hiciera lo que lo que les pareciese
mejor. Los ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostraron visiblemente
contentos, como si se sintieran más protegidos. Los pilotos del Floride y del DKW no
hicieron observaciones, y el americano del De Soto los miró asombrado y dijo algo
sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil proponer que uno de los
ocupantes del Taunus, en que tenía una confianza instintiva, se encargará de
coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer por el momento, pero era
necesario conseguir agua; el jefe, al que los muchachos del Simca llamaban Taunus
a secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y a uno de los muchachos que
exploraran la zona circundante de la autopista y ofrecieran alimentos a cambio de
bebidas. Taunus, que evidentemente sabía mandar, había calculado que deberían
cubrirse las necesidades de un día y medio como máximo, poniéndose en la posición
menos optimista. En el 2HP de las monjas y en el Ariane de los campesinos había
niños, la anciana del ID y el resto de las mujeres. El ingeniero le estaba contando a la
muchacho del Dauphine su circuito por la periferia (era la una de la tarde, y el sol los
acorralaba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un gesto y le señaló el Simca.
En dos saltos el ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por el codo a uno de los
muchachos, que se repantigaba en su asiento para beber a grandes tragos de la
cantimplora que había traído escondida en la chaqueta. A su gesto iracundo, el
ingeniero respondió aumentando la presión en el brazo; el otro muchacho bajó del
auto y se tiró sobre el ingeniero, que dio dos pasos atrás y lo esperó casi con lástima.
El soldado ya venía corriendo, y los gritos de las monjas alertaron a Taunus y a su
compañero; Taunus escuchó lo sucedido, se acercó al muchacho de la botella y le dio
un par de bofetadas. El muchacho gritó y protestó, lloriqueando, mientras el otro
rezongaba sin atreverse a intervenir. El ingeniero le quitó la botella y se la alcanzó a
Taunus. Empezaban a sonar bocinas y cada cual regresó a su auto, por lo demás
inútilmente puesto que la columna avanzó apenas cinco metros.
A la hora de la siesta, bajo un sol todavía más duro que la víspera, una de las
monjas se quitó la toca y su compañera le mojó las sienes con agua de colonia. Las
mujeres improvisaban de a poco sus actividades samaritanas, yendo de un auto a
otro, ocupándose de los niños para que los hombres estuvieran más libres: nadie se
quejaba pero el buen humor era forzado, se basaba siempre en los mismos juegos de
palabras, en un escepticismo de buen tono. Para el ingeniero y la muchacha del
enfermo; era otra cosa, una separación, por darle algún nombre. El soldado del
Volkswagen le contó más tarde que a su mujer le daba miedo ese hombre silencioso
que no se apartaba jamás del volante y que parecía dormir despierto. Nacían
hipótesis, se creaba un folklore para luchar contra la inacción. Los niños del Taunus y
el 203 se habían hecho amigos y se habían peleado y luego se habían reconciliado;
sus padres se visitaban, y la muchacha del Dauphine iba cada tanto a ver cómo se
sentían la anciana del ID y la señora del Beaulieu. Cuando al atardecer soplaron
bruscamente una ráfagas tormentosas y el sol se perdió entre las nubes que se
alzaban al oeste, la gente se alegró pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas
gotas, coincidiendo con un avance extraordinario de casi cien metros; a lo lejos brilló
un relámpago y el calor subió todavía más. Había tanta electricidad en la atmósfera
que Taunus, con un instinto que el ingeniero admiró sin comentarios, dejó al grupo
paz hasta la noche, como si temiera los efectos del cansancio y el calor. A las ocho
las mujeres se encargaron de distribuir las provisiones; se había decidido que el
Ariane de los campesinos sería el almacén general, y que el 2HP de las monjas
serviría de depósito suplementario. Taunus había ido en persona a hablar con los
jefes de los cuatro o cinco grupos vecinos; después, con ayuda del soldado y el
hombre del 203, llevó una cantidad de alimentos a los grupos, regresando con más
agua y un poco de vino. Se decidió que los muchachos del Simca cederían sus
colchones neumáticos a la anciana del ID y a la señora del Beaulieu; la muchacha del
Hacia el amanecer los ganó el sueño, esa necesidad de estar a cubierto que
nacía con la grisalla del alba. Mientras Taunus dormía junto al niño en el asiento
trasero, su amigo y el ingeniero descansaron un rato en la delantera. Entre dos
imágenes de sueño, el ingeniero creyó oír gritos a la distancia y vio un resplandor
indistinto; el jefe de otro grupo vino a decirles que treinta autos más adelante había
habido un principio de incendio en un Estafette, provocado por alguien que había
querido hervir clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeó sobre lo sucedido
mientras iba de auto en auto para ver cómo habían pasado todos la noche, pero a
nadie se le escapó lo que quería decir. Esa mañana la columna empezó a moverse
muy temprano y hubo que correr y agitarse para recuperar los colchones y las
mantas, pero como en todas partes debía estar sucediendo lo mismo nadie se
impacientaba ni hacía sonar las bocinas. A mediodía habían avanzado más de
cincuenta metros, y empezaba a divisarse la sombra de un bosque a la derecha de la
ruta. Se envidiaba la suerte de los que en ese momento podían ir hasta la banquina y
aprovechar la frescura de la sombra; quizá había un arroyo, o un grifo de agua
potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojos y pensó en una ducha cayéndole
por el cuello y la espalda, corriéndole por las piernas; el ingeniero, que la miraba de
reojo, vio dos lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
Taunus, que acababa de adelantarse hasta el ID, vino a buscar a las mujeres
más jóvenes para que atendieran a la anciana que no se sentía bien. El jefe del tercer
demasiado; sólo tres veces le tocó correr hasta su auto, donde los viejitos parecían
dormir, para hacerlo avanzar junto con la columna hasta el alto siguiente. Los ganó la
noche sin que hubiesen llegado a la altura del bosque.
Hacia las dos de la madrugada bajó la temperatura, y los que tenían mantas se
alegraron de poder envolverse en ellas. Como la columna no se movería hasta el alba
(era algo que se sentía en el aire, que venía desde el horizonte de autos inmóviles en
la noche) el ingeniero y Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino del
Ariane y el soldado. Los cálculos de Taunus no correspondían ya a la realidad, y le
dijo francamente; por la mañana habría que hacer algo para conseguir más
provisiones y bebidas. El soldado fue a buscar a los jefes de los grupos vecinos, que
tampoco dormían, y se discutió el problema en voz baja para no despertar a las
mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de los grupos más alejados,
en un radio de ochenta o cien automóviles, y tenían la seguridad de que la situación
era análoga en todas partes. El campesino conocía bien la región y propuso que dos
o tres hombres de cada grupo saliera al alba para comprar provisiones en las granjas
cercanas, mientras Taunus se ocupaba de designar pilotos para los autos que
quedaran sin dueño durante la expedición. La idea era buena y no resultó difícil reunir
dinero entre los asistentes; se decidió que el campesino, el soldado y el amigo de
Taunus irían juntos y llevarían todas las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los
jefes de los otros grupos, volvieron a sus unidades para organizar expediciones
campesino se apresuró a recoger agua con un embudo y una jarra de plástico, para
especial regocijo de los muchachos del Simca. Mirando todo eso, inclinado sobre el
volante donde había un libro abierto que no le interesaba demasiado, el ingeniero se
preguntó por qué los expedicionarios tardaban tanto en regresar, más tarde Taunus lo
llamó discretamente a su auto y cuando estuvieron dentro le dijo que habían
fracasado. El amigo de Taunus dio detalles: las granjas estaban abandonadas o la
gente se negaba a venderles nada, aduciendo las reglamentaciones sobre ventas a
particulares y sospechando que podían ser inspectores que se valían de las
circunstancias para ponerlos a prueba. A pesar de todo habían podido traer una
pequeña cantidad de agua y algunas provisiones, quizá robadas por el soldado que
sonreía sin entrar en detalles. Desde luego ya no se podía pasar mucho tiempo sin
que cesara el embotellamiento, pero los alimentos de que se disponía no eran los
más adecuados para los dos niños y la anciana. El médico, que vino hacia las cuatro
y media para ver a la enferma, hizo un gesto de exasperación y cansancio y dijo a
Taunus que en su grupo y en todos los grupos vecinos pasaba lo mismo. Por la radio
se había hablado de una operación de emergencia para despejar la autopista, pero
aparte de un helicóptero que apareció brevemente al anochecer no se vieron otros
aprestos. De todas maneras hacía cada vez menos calor, y la gente parecía esperar
la llegada de la noche para taparse con las mantas y abolir en el sueño algunas horas
más de espera. Desde su auto el ingeniero escuchaba la charla de la muchacha del
Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride, que tanto había protestado el
primer día aunque después acabara de quedarse tan callado como el piloto del
Caravelle.. Cuando a las cinco de la mañana no quedó la menor duda de que Floride,
como se divertían en llamarlo los chicos del Simca, había desertado llevándose un
valija de mano y abandonando otra llena de camisas y ropa interior, Taunus decidió
que uno de los muchachos se haría cargo del auto abandonado para no inmovilizar la
columna. A todos los había fastidiado vagamente esa deserción en la oscuridad, y se
preguntaban hasta dónde habría podido llegar Floride en su fuga a través de los
campos. Por lo demás parecía ser la noche de las grandes decisiones: tendido en su
cucheta del 404, al ingeniero le pareció oír un quejido, pero pensó que el soldado y su
mujer serían responsables de algo que, después de todo, resultaba comprensible en
plena noche y en esas circunstancias. Después lo pensó mejor y levantó la lona que
cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a un metro y medio el
eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como pegada al vidrio y un poco ladeada, la
cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido salió por el lado izquierdo para no
despertar a la monjas, y se acercó al Caravelle. Después buscó a Taunus, y el
soldado corrió a prevenir al médico.. Desde luego el hombre se había suicidado
tomando algún veneno; las líneas a lápiz en la agenda bastaban, y la carta dirigida a
una tal Ivette, alguien que lo había abandonado en Vierzon. Por suerte la costumbre
de dormir en los autos estaba bien establecida (las noches eran ya tan frías que a
agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó temblando del brazo del ingeniero. El
le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la devolvió a su auto, ya más
tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el cuerpo en el portaequipajes, y el
viajante trabajó con scotch tape y tubos de cola líquida a la luz de la linterna del
soldado. Como la mujer del 203 sabía conducir, Taunus resolvió que su marido se
haría cargo del Caravelle que quedaba a la derecha del 203; así, por la mañana, la
niña del 203 descubrió que su papá tenía otro auto, y jugó horas y horas a pasar de
uno a otro y a instalar parte de sus juguetes en el Caravelle.
Por primera vez el frío se hacía sentir en pleno día, y nadie pensaba en
quitarse las chaquetas. La muchacha del Dauphine y las monjas hicieron el inventario
de los abrigos disponibles en el grupo. Había unos pocos pulóveres que aparecían
por casualidad en los autos o en alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo
ligero. Otra vez volvía a faltar el agua, y Taunus envió a tres de sus hombres, entre
ellos el ingeniero, para que trataran de establecer contacto con los lugareños. Sin que
pudiera saberse por qué, la resistencia exterior era total; bastaba salir del límite de la
autopista para que desde cualquier sitio llovieran piedras. En plena noche alguien tiró
una guadaña que golpeó el techo del DKW y cayó al lado del Dauphine. El viajante se
puso muy pálido y no se movió de su auto, pero el americano del De Soto (que no
formaba parte del grupo de Taunus pero que todos apreciaban por su buen humor y
sus risotadas) vino a la carrera y después de revolear la guadaña la devolvió campo
negó, pero al anochecer una de las monjas le pidió al ingeniero un sorbo de agua
para la anciana del ID que sufría sin quejarse, siempre tomada de la mano de su
marido y atendida alternativamente por las monjas y la muchacha del Dauphine.
Quedaba medio litro de agua, y las mujeres lo destinaron a la anciana y a la señora
del Beaulieu. Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros de agua; el Ford
Mercury prometió conseguir más para el día siguiente, al doble del precio. Era difícil
reunirse para discutir, porque hacía tanto frío que nadie abandonaba los autos como
no fuera por un motivo imperioso. Las baterías empezaban a descargarse y no se
podía hacer funcionar todo el tiempo la calefacción; Taunus decidió que los dos
coches mejor equipados se reservarían llegado el caso para los enfermos. Envueltos
en mantas (los muchachos del Simca habían arrancado el tapizado de su auto para
fabricarse chalecos y gorros, y otros empezaron a imitarlos), cada uno trataba de abrir
lo menos posible las portezuelas para conservar el calor. En alguna de esas noches
heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del Dauphine. Sin hacer
ruido, abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar una mejilla
mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó atraer al 404; el ingeniero la ayudó a
tenderse en la cucheta, la abrigó con la única manta y le echó encima su gabardina.
La oscuridad era más densa en el coche ambulancia, con sus ventanillas tapadas por
las lomas de la rienda. En algún momento el ingeniero bajó los dos parasoles y colgó
de ellos su camisa y un pulóver para aislar completamente el auto. Hacia el amanecer
la contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine le humedecía las sienes con un
resto de perfume, la monja hablo de Armagedón, del noveno día, de la cadena de
cinabrio. El médico vino mucho después, abriéndose paso entre la nieve que caía
desde el mediodía y amurallaba poco a poco los autos. Deploró la carencia de una
inyección calmante y aconsejó que llevaran a la monja a un auto con buena
calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el niño pasó al Caravelle donde también
estaba su amiguita del 203; jugaban con sus autos y se divertían mucho porque eran
los únicos que no pasaban hambre. Todo ese día y los siguientes nevó casi de
continuo, y cuando la columna avanzaba unos metros había que despejar con medios
improvisados las masas de nieve amontonadas entre los autos.
A nadie se le hubiera ocurrido asombrarse por la forma en que se obtenían las
provisiones y el agua. Lo único que podía hacer Taunus era administrar los fondos
comunes y tratar de sacar el mejor partido posible de algunos trueques.. El Ford
Mercury y un Porsche venían cada noche a traficar con las vituallas; Taunus y el
ingeniero se encargaban de distribuirlas de acuerdo con el estado físico de cada uno.
Increíblemente la anciana del ID sobrevivía, perdida en sopor que las mujeres se
cuidaban de disipar. La señora del Beaulieu que unos días antes había sufrido de
náuseas y vahídos, se había repuesto con el frío y era de las que más ayudaba a la
monja a cuidar a su compañera, siempre débil y un poco extraviada. La mujer del
soldado y del 203 se encargaban de los dos niños; el viajante del DKW, quizá para
horizonte inútil, miraba por milésima vez los autos que lo rodeaban; con alguna
envidia descubría a Dauphine en el auto del 404, una mano acariciando un cuello, el
final de un beso. Por pura broma, ahora que había reconquistado la amistad del 404,
les gritaba que la columna iba a moverse; entonces Dauphine tenía que abandonar al
404 y entrar en su auto, pero al rato volvía a pasarse en buscar de calor, y al
muchacho del Simca le hubiera gustado tanto poder traer a su coche a alguna chica
de otro grupo, pero no era ni para pensarlo con ese frío y esa hambre, sin contar que
el grupo de más adelante estaba en franco tren de hostilidad con el de Taunus por
una historia de un tubo de leche condensada, y salvo las transacciones oficiales con
Ford Mercury y con Porsche no había relación posible con los otros grupos. Entonces
el muchacho del Simca suspiraba descontento y volvía a hacer de vigía hasta que la
nieve y el frío lo obligaban a meterse tiritando en su auto.
Pero el frío empezó a ceder, y después de un período de lluvias y vientos que
enervaron los ánimos y aumentaron las dificultades de aprovisionamiento, siguieron
días frescos y soleados en que ya era posible salir de los autos, visitarse, reanudar
relaciones con los grupos de vecinos. Los jefes habían discutido la situación, y
finalmente se logró hacer la paz con el grupo de más adelante. De la brusca
desaparición del Ford Mercury se habló mucho tiempo sin que nadie supiera lo que
había podido ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo y controlando el mercado negro.
Nunca faltaban del todo el agua o las conservas, aunque los fondos del grupo
hasta el borde de la autopista. Tampoco la muerte de la anciana del ID podía
sorprender a nadie. Hubo que trabajar otra vez en plena noche, acompañar y consolar
al marido que no se resignaba a entender. Entre dos de los grupos de vanguardia
estalló una pelea y Taunus tuvo que oficiar de árbitro y resolver precariamente la
diferencia. Todo sucedía en cualquier momento, sin horarios previsibles; lo más
importante empezó cuando ya nadie lo esperaba, y al menos responsable le tocó
darse cuenta el primero. Trepado en el techo del Simca, el alegre vigía tuvo la
impresión de que el horizonte había cambiado (era el atardecer, un sol amarillento
deslizaba su luz rasante y mezquina) y que algo inconcebible estaba ocurriendo a
quinientos metros, a trescientos, a doscientos cincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le
dijo algo Dauphine que se pasó rápidamente a su auto cuando va Taunus, el soldado
y el campesino venían corriendo y desde el techo del Simca el muchacho señalaba
hacia adelante y repetía interminablemente el anuncio como si quisiera convencerse
de que lo que estaba viendo era verdad; entonces oyeron la conmoción, algo como un
pesado pero incontenible movimiento migratorio que despertaba de un interminable
sopor y ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a gritos que volvieran a sus coches;
el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismo impulso. Ahora el
2HP, el Taunus, el Simca y el Ariane empezaba a moverse, y el muchacho del Simca,
orgulloso de algo que era como si triunfo, se volvía hacia el 404 y agitaba el brazo
mientras el 404, el Dauphine, el 2HP de las monjas y el DKW se ponían a su vez en
bañarse interminablemente y a comer y beber, y que después habría muebles, habría
un dormitorio con muebles y un cuarto de baño con espuma de jabón para afeitarse
de verdad, y retretes, comida y retretes y sábanas, París era un retrete y dos sábanas
y el agua caliente por el pecho y las piernas, y una tijera de uñas, y vino blanco,
beberían vino blanco antes de besarse y sentirse oler a lavanda y a colonia, antes de
conocerse de verdad a plena luz, entre sábanas limpias, y volver a bañarse por juego,
amarse y bañarse y beber y entrar en la peluquería, entrar en el baño, acariciar las
sábanas y acariciarse entre las sábanas y amarse entre la espuma y la lavanda y los
cepillos antes de empezar a pensar en lo que iban a hacer, en el hijo y los problemas
y el futuro, y todo eso siempre que no se detuvieran, que la columna continuara
aunque todavía no se pudiese subir a la tercera velocidad, seguir así en segunda,,
pero seguir. Con los paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó atrás en el asiento,
sintió aumentar la velocidad, sintió que podía acelerar sin peligro de irse contra el
Simca, y que el Simca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beaulieu, y que
detrás venía el Caravelle y que todos aceleraban más y más, y que ya se podía pasar
a tercera sin que el motor penara, y la palanca calzó increíblemente en la tercera y la
marcha se hizo suave y se aceleró todavía más, y el 404 miró enternecido y
deslumbrado a su izquierda buscando los ojos de Dauphine. Era natural que con tanta
aceleración las filas ya no se mantuvieran paralelas. Dauphine se había adelantado
casi un metro y el 404 le veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuando ella se
seguido por un Lancia y por un Renault 8. A su izquierda se le apareaba un ID que
empezaba a sacarle ventaja metro a metro, pero antes de que fuera sustituido por un
403, el 404 alcanzó a distinguir todavía en la delantera el 203 que ocultaba ya a
Dauphine. El grupo se dislocaba, ya no existía. Taunus debía de estar a más de
veinte metros adelante, seguido de Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la
izquierda se atrasaba porque en vez del DKW del viajante, el 404 alcanzaba a ver la
parte trasera de un viejo furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos
corrían en tercera, adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a
los lados de la autopista se veían huir los árboles, algunas casas entre las masas de
niebla y el anochecer. Después fueron las luces rojas que todos encendían siguiendo
el ejemplo de los que iban adelante, la noche que se cerraba bruscamente. De
cuando en cuando sonaban bocinas, las agujas de los velocímetros subían cada vez
más, algunas filas corrían a setenta kilómetros, otras a sesenta y cinco, algunas a
sesenta. El 404 había esperado todavía que el avance y el retroceso de las filas le
permitiera alcanzar otra vez a Dauphine, pero cada minuto lo iba convenciendo de
que era inútil, que grupo se había disuelto irrevocablemente, que ya no volverían a
repetirse los encuentros rutinarios, los mínimos rituales, los consejos de guerra en el
auto de Taunus, las caricias de Dauphine en la paz de la madrugada, las risas de los
niños jugando con sus autos, la imagen de la monja pasando las cuentas del rosario.
Cuando se encendieron las luces de los frenos del Simca, el 404 redujo la marcha
recomponía, que todo entraba en el orden, que se podría seguir adelante sin destruir
nada. Pero era un Taunus verde, y en el volante había una mujer con anteojos
ahumados que miraba fijamente hacia adelante. No se podía hacer otra cosa que
abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que
lo rodeaban, no pensar. En el Volkswagen del soldado debía de estar su chaqueta de
cuero. Taunus tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un frasco de
lavanda casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces con la
mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como mascota.
Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y media se distribuirían los
alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la situación con Taunus y el
campesino del Ariane; después sería la noche, sería Dauphine subiendo
sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida. Sí, tenía que ser así, no era
posible que eso hubiera terminado para siempre. Tal vez el soldado consiguiera una
ración de agua, que había escaseado en las últimas horas; de todos modos se podía
contar con Porsche, siempre que se le pagara el precio que pedía. Y en la antena de
la radio flotaba locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros
por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué
tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie
sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante,
exclusivamente hacia adelante.
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