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Extraído de Cronica.com.ar
Así salí del infierno
A diez años de República Cromañón, el periodista de Crónica, Javier
García, cuenta por primera vez de manera pública y con lujo de detalles
cómo sobrevivió la noche de la tragedia
POR: Grupo Crónica
30/12/2014 21:56:21
Por Javier García
No voy a decir que no es un ejercicio doloroso rememorar cómo salí aquel 30 de diciembre
de 2004 de las entrañas de República Cromañón. Sí, de las entrañas, porque lo que era un
lugar más para recitales y demás, se terminó convirtiendo en un monstruo que a fuerza de
fuego, pero sobre todo de humo venenoso, fue devorando la vida de 194 personas. Y se
llevó la de otras tantas en estos 10 años.
Yo tenía 19 años cuando República Cromañón me puso de cara a la muerte. No tomaba ni
fumaba, pero sí me divertía yendo a recitales. No jodía a nadie. Ni yo ni mis amigos. Ni
ninguno de los miles que estábamos ahí adentro, haciendo la previa de lo que sería el
comienzo de un nuevo año. El lugar estaba lleno como pocas veces, y había bengalas, como
siempre. Como en cada show de esa época. Las bengalas no eran sólo potestad de
Callejeros, pese a que la opinión pública así se empeñe en creerlo.
Como cada vez que Callejeros estaba por salir a escena, sonó “Ji, ji, ji”, de los Redondos y
el pogo ganó cada centímetro del lugar. Mientras, las cervezas iban y venían, porque el
calor era agobiante. Recuerdo que decidí correrme unos metros del vallado -dónde siempre
iba- porque me parecía que el calor era excesivo. Y las bengalas no paraban de ganar el
espacio, iluminando el interior del boliche. “Hijos de puta, paren con las bengalas. Porque
si acá se prende fuego no sale nadie. Nos vamos a morir todos como en Paraguay”, tronó
la voz de Omar Emir Chabán, aleccionando a las masas. Y, por supuesto, enajenándolas
más. Éramos todos pibes, adolescentes, rebeldes sin causa...¿En serio Chabán creía que así
nos iba a calmar? Bueno, no funcionó.
Callejeros salió igual, el show comenzó con “Distinto”, el tema que abría “Rocanroles sin
destino”, el disco que se presentaba esa noche. No sé cuánto fue. Un minuto. Minuto y
segundos, cuando, de repente, desde el techo apareció una bola naranja
incandescente...Como una especie de “sol” en la oscuridad del boliche. Y los primeros
gritos. Y el primer caos. Y la primera estampida. Y el primer no saber qué carajo estaba
pasando.
Retrocedí. Impulsado por la gente, y por mi propio instinto de supervivencia. Había que
llegar a la puerta, como sea. De pronto, me atasqué. No se podía avanzar más. La gente,
desesperada, buscando entre otros cuerpos transpirados el contacto con el amigo, el
hermano, el primo, la pareja o con quién hayan concurrido. No había espacio. Callejeros ya
había desaparecido en el escenario. Luego reaparecería, cuando todo ya era dantesco en el
lugar.
Me puse la remera que tenía -una de la selección, truchísima, que decía “Callejeros”- a
modo de improvisada máscara, buscando ahí adentro, en el espacio entre mi pecho y mi
boca el aire que ya se estaba yendo del lugar, reemplazado por el veneno tóxico que escupía
la mediasombra del lugar. Y, de pronto, se apagó la luz. Se cortó. Se volvió todo negro. Y
escuché la oleada de gritos más escalofriante de mi vida. Estábamos solos. Solos y en la
penumbra. Solos y asustados. Yo pensaba que no me podía morir ahí adentro. No tenía
chance de permitirme eso. Me aferré a pedirle a mi viejo -que había muerto en 2001- que
me sacara de ahí, que me ayudara, pensé en mi mamá y en mi hermana. En ellas y en que
no podía dejarlas solas. Así y todo, más que pensar, yo no podía hacer nada. Estaba
atascado, escuchando como la intensidad de los gritos se iba apagando. Estaban cayendo
como moscas. El humo, el veneno, la asfixia, estaba acallando las voces. De pronto, la pila
humana en la que yo estaba metido, cedió para un costado. Mantuve el equilibrio y empecé
a andar adonde yo sabía que estaba la puerta. O dónde creía que estaba. El quemarme con
un hierro, que era de dónde estaba el sonido, me confirmó que la dirección estaba bien. Más
aún cuando adelante mío vi un haz de luz. Un haz de luz que era un portón abierto de par en
par -el único-. Un portón se veía como una rendija. Así de oscura era la oscuridad de
Cromañón. ¿Qué pisé para salir? Esa fue una de las preguntas que me hizo la psicóloga... Y
no supe qué responderle. Sólo sé que haya pisado lo que haya pisado, la supervivencia, mi
familia y mis ganas de no morirme ahí, pudieron más. Y cuando llegué a la rendija-portón,
tuve que casi que saltar una pila de cuerpos, algunos ya inconscientes, otros lesionados en
las piernas, otros aplastados, otros gritando. Ignoré todo eso y pasé. Afuera, sobre Mitre, se
había instalado el infierno.
Corridas de quienes podían correr, mientras otros, como yo, deambulaban y empezaban a
escupir el hollín que se había instalado en nuestras vías respiratorias. Yo concurrí a
Cromañón con nueve amigos. Nueve. No murió ninguno. Pero fue un suplicio de dos horas
hasta que encontramos del primero al último. La gente gritaba nombres al cielo, lloraba
desgarradoramente, otros, a los que la muerte ya les había anticipado que jamás olvidarían
esa noche, estaban tirados en la calle, con la mirada perdida, llorando a quien se acababa de
ir. No aguanté mucho todas esas escenas. Encontré a algunos de mis amigos, y salí rumbo a
Rivadavia. Doblé por Jean Jaures. El estruendo de las sirenas era insoportable. Un ruido
ensordecedor, que hacía más palpable mi aturdimiento. Así y todo jamás imaginé que ahí
adentro se iban a haber muerto, cuando llegué el 31 de diciembre, 194 personas.
Llegué al estacionamiento del McDonalds de Rivadavia y Jean Jaures. Ahí nos dimos
cuenta que, para abrir el auto, precisábamos las llaves que habían quedado dentro de una
riñonera que se había perdido en la batalla por salir de Cromañón. Pedí un celular prestado
a uno de los tantísimos vecinos de Once que oficiaron de psicológos, médicos, primeros
auxilios y contención y llamé a mi mamá. No sabía nada ella. La tranquilicé, le dije que se
había incendiado el lugar pero que yo y los chicos estábamos bien. Pareció tranquila. Y yo
me tranquilice mucho más. Apareció, no sé aún de dónde, la riñonera y pudimos abrir el
auto. Agarré mi celular, 50 llamadas perdidas, no sé cuantos mensajes, varios buzones de
voz. Ahí me di cuenta que estaba pasando algo realmente grande.
Volví a la esquina y tuve que contener a una chica que no encontraba a su hermano.
Mientras, mis amigos seguían apareciendo. Algunos caminando, otros rengueando, otros
directamente cargados entre cuatro. Todos vivos, por suerte. El hermano de esta chica
finalmente apareció. Otros no tuvieron tanta suerte. Cada tanto, cuando volví a Mitre para
ver si encontrábamos al último de nosotros que aún no habíamos visto, un grito rompía la
noche en mil pedazos. Era un alarido desgarrador, ya incluso de muchos padres que se
habían llegado hasta allá, que asistían al horroroso espectáculo de un hijo muerto. O un
amigo. O alguien querido.
Sobre Mitre, unas cuadras para el lado de Medrano, dónde varías líneas de colectivo tenían
su terminal, había morgues a cielo abierto. Los cuerpos se alineaban, uno al lado del otro. Y
los padres que no encontraban a sus hijos terminaban llegándose hasta allá, para ver sí ahí
estaba. Me fui rápido de Mitre, me senté sobre el McDonalds, en la vereda, mientras las
ambulancias iban y venían, los autos improvisaban ambulancias y los colectivos,
funcionaban como transportes comunitarios al Hospital Penna o algún que otro cercano. Yo
llamé a un amigo mío que no había ido y, como sabía que estaba con su padre, le pedí que
me fuera a buscar. Me dijo que sí. En esa hora que habrá tardado mi amigo, yo no paraba de
escupir negro. Y de toser. Tosía y escupía. Varios de los chicos que habían ido conmigo ya
se habían ido, algunos incluso al hospital. Yo no quería saber nada, ni con ambulancias, ni
con hospitales.
Mi amigo llegó, me abrazó y me dijo: “Qué susto que me diste, la concha de tu madre,
Gordo” y me obligó, en realidad su papá, a que vaya a oxigenarme. Le tendré que
agradecer siempre, pude haberme muerto esa noche. Se me partía la cabeza, y era por la
intoxicación que tenía. Si no me hubiese oxigenado, tal vez me hubiera muerto durmiendo.
Por suerte no fui tan cabeza dura.
Mi mamá me llamó de nuevo, dos, tres veces. En cada contacto, más nerviosa. Había
puesto la tele y se había dado cuenta que no era un simple “incendio”, sino que se trataba
del infierno en la tierra. Y me quería de nuevo en casa, con ella. Llegué a mi casa a las 4 de
la mañana. Todo sucio, con mi nariz casi negra, escupiendo negro petróleo, con la camiseta
y el pantalón desgarrados por los tirones dentro del lugar para salir y con una zapatilla
menos. Pero vivo.
EXTRAÍDO DE PÁGINA 12
EL PAIS › CARLA RICCIOTTI
Relato de una sobreviviente
Por Cristian Alarcón
Carla Ricciotti le teme al año nuevo. Teme que vuelva con el brindis la angustia
insoportable. Algunos días antes de Navidad algo hizo clic, dice, y comenzó a calmarse el
dolor en el esternón. Después de un año, Carla, 31 años, adorada en el gremio movilero
donde la conocen como Carlita, puede disfrutar del humor negro, puede reírse por ejemplo
del día en que despertó después de pasar once en coma, inconsciente, en terapia intensiva.
De a ratos se ríe con esa ronquera que le dejó como secuela la tragedia. Llora, sí, entre nota
y nota de Crónica TV, donde es periodista hace cinco años, porque está más sensible que
nunca. Llora, a veces. Cuando entrevista a una madre que perdió a su hijo en manos de la
policía. O cuando escucha el argumento propietario de una vecina feliz porque han
desalojado el edificio tomado de su cuadra. “Pero uno aprende a convivir con eso, con los
desniveles psicológicos que puede tener un día”, dice. Uno se vuelve un conocido del dolor,
un parcero del enemigo, hasta que puede, por fin, comenzar a desdeñarlo, preferir la
alegría, dejar de rondar a la muerte. La noche del incendio, Carla apenas pudo caminar
cuatro pasos de la mano de su novio cuando él se desmayó, para no volver a despertar
nunca. Ella alcanzó a cubrirle la cabeza, arrodillada a su lado, cerca de los baños, con la
mirada perdida en la escalera, hacia abajo del balcón de Cromañón, en el que murieron
muchos de los doscientos jóvenes que escuchaban a la banda cuando estalló en el techo la
maldita bengala.
Hacía seis meses que Carla se había puesto de novia con uno de los redactores de las placas
rojas del canal, Luis Santana, 28, un flaco alto, medio colorado, de pelo largo y patillas, que
hacía año y medio insistía con los piropos. Hablando de historia –él era alumno del
profesorado del Joaquín V. González de la avenida Rivadavia–, la había seducido. Fueron
seis meses a pleno. A los 30 años ella había podido alquilar el primer departamento sola.
Luis la ayudó en eso. Y casi no iba a la casa de Monte Chingolo, así que fue como una
convivencia. Compartían además la misma pasión por el rock. A los dos les gustaban las
letras de Callejeros. Y preferían un recital a la disco, a la cena, a la mayoría de los planes.
El jueves 29, Carla tuvo una nota en Lomas de Zamora. Y sus compañeros la llevaron a
buscar entradas, pero no encontró. Por la tarde, otro colega la llevó hasta Locuras, en Once.
Se hizo de sus tickets.
Busquen a Carlita
Los cámaras de Crónica llegaron a Cromañón primeros, como siempre. Y supieron que esta
vez estaban ellos mismos metidos en la escena que les tocaba tomar. “Busquen a Carlita”,
dijo uno por teléfono al canal. Comenzaron los llamados. En la casa de sus padres
preguntaban por ella con la excusa de que tenía que cubrir la noticia. Su hermana, Paola,
que estaba esa noche en Once, juraba que Carla había decidido no atender los llamados para
no tener que salir a trabajar. A las seis en punto, Luis no se presentó. No sabe cómo su
hermana terminó en un centro de información de la calle Junín. En las listas no aparecía.
“No te pongas mal pero Carla vino con el novio al recital y no los encontramos”, escuchó el
ex.
Desde ese momento y hasta el mediodía, Claudio se dedicó a buscarla junto a su hermana.
Desesperados, terminaron en el Hospital Argerich. En la guardia, una empleada les
aseguraba que ya habían sacado de allí a todos los NN. Pero quizá, como Carla es la
melliza de su hermana, como son dos gotas de agua, la mujer se acordaba. “¿Cómo es tu
hermana?” “Es como yo.” “Pero vino gente rubia que está toda negra. ¿Tiene un tatuaje?”
“Tiene un tatuaje en el cuello, tiene un tatuaje en el hombro.” “¿Tiene un tatuaje en el
tobillo?”. “Sí.” “¿Tiene una estrella?” “Sí.” “¿Una o varias?” “Varias estrellitas.” La mujer
se puso eufórica. Recordaba perfectas esas estrellas en las piernas llenan de hollín de la
chica. “¡Corran! La mandamos al Fiorito”, les dijo. En el Fiorito entró Claudio. No la
reconocía. Estaba inflada, dice. La cara era una enorme bola de hinchazón. Claudio levantó
la sábana. Vio las estrellas. “Es ella”, dijo, como en las películas. “Era el mediodía. Ahí ya
dejé de ser NN”, dice Carla, en un bar a la vuelta del canal, y se lleva a la boca el tenedor
con ensalada, la dieta estricta que hace por estos días.
El club del Fiorito
“Cuando me desperté –cuenta Carla–, pensé que estaba internada por cualquier otra cosa.
Hacía una semana me había ido a hacer una mamografía y por otro lado mis compañeros
siempre me cargan y me dicen, ‘a ver si hacemos una vaquita entre todos así te ponés las
tetas’. Entonces me imagino que por eso yo pensaba que me había ido a poner las tetas. Me
desperté, en la terapia, desnuda, con una sábana. Yo me miraba y pensaba: ‘Qué raro, no
tengo nada’. Se me mezclaban las cosas. Dormía un rato y creía que había pasado un día.
Pensaba también que estaba embarazada. Primero decía ‘Luis no me viene a ver’, y estaba
medio caliente. Pasaron varios días, yo me desperté el nueve, diez de enero, y a los dos
días, cuando todavía estaba medio sedada, vino un compañero y me dijo: ‘Qué año nuevo
nos hiciste pasar, ¡eh!’”.
Ese fue el punto. Ella no podía hablar, le habían hecho una traqueotomía después de la
primera semana con respirador artificial. Ese agujero en la tráquea al que odió le salvó la
vida, dice. “El Hospital Fiorito es de primera –reivindica–. Yo había ido a hacer notas, pero
no conocía adentro. Los médicos, los enfermeros, son increíbles. Tenían reuniones,
escuchaba que hablaban de una sonda brasileña especial, y pensaba, ‘¿estaré en Brasil? Me
van a hacer cualquiera’. Pero mis compañeros estaban todos, todo el tiempo, iban a
cualquier hora. Era un club, eso.” El año nuevo, ése fue el punto en el que Carla Ricciotti
comenzó, después de la agonía, de estar bajo peligro de muerte, a recordar. Con Luis
habían planeado pasar la fiesta en la casa de sus padres. Pero lo último que tenía en la
memoria era un recital de rock. Escribió en un papel: “¿Tengo problemas respiratorios
porque estuve en un recital que se incendió?”. “Fue una tragedia muy grande, murieron
como doscientas personas.” Fue la primera referencia que tuvo de Cromañón.
“Recuerdo –dice– haber visto a un chico arriba de otro con una bengala en la mano.
Empezó el recital, y los vi, pero había un montón con bengalas. Después sentí como una
explosión y el techo se abrió como si fuera un plástico quemado, que no prende llamas, sino
que se consume. El olor era insoportable. No sabíamos cómo ir para la puerta, pensamos
que nos iban a apretar, entonces tratamos de ir al baño, pero avanzamos cuatro pasos y Luis
me dijo “ya no doy más”. Y se desmayó”.
–¿Pensaste que podían morir?
–No tuvimos tiempo ni de tener miedo. No se si será por el trabajo que hago, en donde vos
siempre ves lo que está pasando como en una película. Se prendió fuego eso y
directamente, sin darte cuenta, te dormías, porque ya no respirabas más.
Si hay algo que le resulta triste de la vida después de Cromañón es el escepticismo, el
descreimiento, la sensación de haber sido traicionada. Hay quienes le han intentando
sugerir que son pruebas de la vida. “¿Pruebas para qué? No te sirve para nada, nadie debe
pasar por una tragedia para recapacitar sobre su vida o hacerse más fuerte.” Carla vive la
calle desde el micrófono de Crónica, y su devenir como cronista es el de la tragedia
nacional recreada día a día por el ojo cínico de la TV. Pero lo que antes podía ser algo
dado, hoy le resulta insoportable. “Pensás en esta sociedad y no entendés cómo por un
chico que mataron, como Blumberg, fueron a la calle 150 mil personas. Es lógico que no se
puede comparar y que toda muerte es repudiable, pero por 200 pibes no hubo lamisma
convocatoria, van solo los familiares y los sobrevivientes. Yo misma antes no era capaz de
sumarme a un reclamo.”
Depilaciones
La debilidad de Carla los primeros días de conciencia, después del coma, impedía que le
contaran la verdad sobre el destino fatal de Luis. La familia prefirió no decirle la verdad
hasta el 17 de enero. Sus compañeros juraban no tener información. Pero pronto le
restringieron las visitas. La mudaron del Fiorito a la Clínica de la Providencia, donde la
volvieron a la terapia intensiva. Desde la cama, ansiosa como nunca, le enviaba mensajes al
celular, llamaba por teléfono a la madre de él. “Veía que había un chico que lloraba y
lloraba y me preguntaba por qué llora –recuerda–. El podía hablar, podía caminar. Yo
estaba postrada, enchufada por todos lados, no podía hablar. ‘No llorés’, le escribía. Estaba
mal por un amigo. A veces le digo a la depiladora que sufro mas ahí cuando me voy a
depilar que cuando estaba en terapia intensiva.”
El humor de Carla, la honestidad brutal con que avanza en su relato y con que lanza sus
opiniones la hace un ser adorable. No cree que Aníbal Ibarra sea el culpable de la tragedia,
pero sí que le cabe la responsabilidad por la falta de controles. Se encontró en un
consultorio con Pato Fontanet, pero él no quiso dar explicaciones a su madre. Luego
Callejeros, a quien seguía por sus letras comprometidas, dieron entrevista a Radio 10 y se
sintió defraudada. Pero de todas formas cree que es una exageración que los imputen del
mismo delito que Chabán. Lo que más odio le da es la actitud de los funcionarios y el fallo
de Cámara que los deja sin peligro de cárcel. Creía en San Benito. Ahora considera que si
hay un Dios, no es ni tan bueno, ni tan justo como le habían dicho. Desde que supo que
Luis era una de las víctimas, su fe, su confianza, su capacidad de creer se quebraron.
En su vida con la tragedia volvió a entrar el antiguo amor de Claudio. La ausencia de Luis
pesa. De pronto lo ve cuando está por tomar el subte, en el cuerpo de otro que hace un gesto
parecido con la mano y el pelo. A Claudio, que espera, sabio, le consta. Pero él siempre
estuvo. Desde que se instaló en el hospital día y noche se convirtió en quien recibía los
partes médicos y los pasaba, en el que conseguía la medicación, el colchón contra las
escaras, la bienvenida el día del alta cuando la llevó a su casa porque el cumplía 31. El la
ayudó a mudarse, la acompañó a decenas de estudios, la vez en que la volvieron a dormir
para lavarle los pulmones. Claudio la ve mejor. La ve comprar los regalos de Navidad
entusiasmada. Claudio es como el capo del batallón de ángeles de la guardia que tiene, sus
compañeros de Crónica, hombres fuertes de cámara al hombro y chiste de doble sentido,
nobles, los que la cuidan como a una princesa de cristal, los que no la dejan cubrir los
incendios que a Crónica le siguen tocando.
–¿A qué te suena la palabra sobreviviente?
–Me suena a un ente que va por ahí tratando de sobrellevarla, y en definitiva es un poco así.
Quién no se ha preguntado alguna vez: “si yo me muriera, ¿quién iría a mi velatorio?”. Yo
sé quiénes irían.
Carlita tose, ronco, y vuelve a reír.
EXTRAÍDO DE SANLUISTV.COM
Crónica de un dolor imborrable, a diez años de Cromañón
December 25, 2014
El tiempo avanza, pero las escenas de la tragedia siguen en la memoria colectiva de un país que,
muchas veces, tolera la corrupción y condena la marginalidad.
POR MARCELO ALCARAZ
A las siete y media de la tarde los bares y kioscos de Once no dan abasto. El calor es sofocante y las cervezas
corren como el agua. En un rato empieza a caer la noche, pero igual el aire parece sacado de un horno a
cuarenta o cincuenta grados. Algunos seguidores de Callejeros hacen base en El Lavadero, sobre la calle
Mitre. De a poco llegan otros grupos. Vienen de Paso del Rey, Merlo, Lomas de Zamora, Hurlingham,
Paternal, Villa Celina. Traen remeras con estampas de La Renga, el Che Guevara y, es obvio, de la banda que
ahora los convoca. Otros vienen con camisetas de Vélez, River, Boca o San Lorenzo. Cargan las banderas de
siempre o traen nuevas, muchas pintadas de apuro.
Las nueve y cuarenta y cinco de la noche del jueves 30 de diciembre de 2004: en el interior de Cromañón
apenas se puede caminar. Los baños quedan cortos y la urgencia obliga a los pibes a orinar en las paredes.
En la entrada los cacheos van en serio. Pero la gente que sigue a Ojos Locos, la banda que actúa de soporte,
hace un gran despliegue de pirotecnia.
Dos días antes, el martes, Callejeros tocó en ese mismo lugar las canciones de su primer disco, "Sed". El
miércoles, los temas de "Presión". Ahora es la noche de "Rocanroles sin destino".
Rocanroles que van a ser marcados por un destino de fatalidad.
Cinco días antes, en un concierto de La 25, un principio de incendio obligó a una evacuación en Cromañón.
El incidente no pasó a mayores. El mismo cuadro ocurrió meses atrás, en mayo, en una presentación de
Jóvenes Pordioseros.
Ahora diez de los quince matafuegos disponibles están despresurizados y la autorización de la
Superintendencia de Bomberos, vencida. El techo del edificio es el suelo de tres canchas de césped sintético,
que bloquean la ventilación. Las puertas que deben abrir hacia afuera, abren hacia adentro. El entrepiso, que
no puede sobrepasar los 300 metros cuadrados, supera los 400. El local que en esa zona de la Capital no debe
superar los 1.500 metros cuadrados, sobrepasa los 1.800. Con el pago de coimas y la vista gorda de
funcionarios públicos, el edificio funciona como un microestadio pero no cumple con las exigencias
requeridas por ley. De ese modo se bajan gastos en ambulancias, seguridad, bomberos.
*****
— Rescátense un poco porque se prende fuego el lugar ¿entendieron? ¿Les quedó claro a todos? ¿Se van a
rescatar? —pregunta una voz anónima.
A esa voz le sigue otra. Es la de Omar Chabán, gerente de República Cromañón, empresario marginal,
leyenda de la cultura rockera. Con frases breves y ceremoniosas presenta a Callejeros.
Unos 3.500 chicos los oyen como en un rumor. Esas palabras son una retahíla hueca. Para ellos, que en su
mayoría van de los 18 a los 25 años, todo es parte de una misma rutina: la rutina de la previa.
Los 3.500 chicos —a lo mejor son 4.500 metidos en un local habilitado para 1.031— nada más esperan que
arranque de una vez el último recital en el año de la banda que los moviliza.
— ¿Se van a portar bien? —dice Patricio Santos Fontanet en el escenario, secundado por el resto del grupo
que ajusta los instrumentos para tocar, completo, "Rocanroles sin destino".
Arrancan con "Perdidos", una canción cuya letra, después de esa noche, va a sonar escrita en un pasado que le
saca palabras al futuro.
Una bengala explota justo cuando todos cantan "a consumirme/ a incendiarme/ a reírme sin preocuparme/
vine hasta acá".
Es el primer estallido potente en el inicio del recital. Pero no es el último.
Cientos de pibes cantan y saltan mezclados entre las banderas, los colores y el humo de la pirotecnia y el vaho
de un calor insoportable.
Suena otra explosión y pasan unos segundos hasta que el tema queda abortado: el saxofonista de Callejeros
acaba de señalar al techo y debajo del fuego, en el suelo, queda un círculo vacío. Visto de arriba, desde la
escalera o en el VIP del entrepiso donde están los familiares y amigos de los músicos, es una circunferencia
casi perfecta.
Las luces se apagan de súbito. El incendio acaba de comer los cables y la electricidad sucumbe.
Alguien grita "¡saquen a la gente!".
Unos segundos después, alguien grita: "¡Che, la puerta, che!".
*****
Una nube negra baja del techo. Arde la media sombra encendida por la bengala. Arden los paneles acústicos
de poliuretano. La gente queda encerrada en la oscuridad. “La luz, hijos de puta”, dice una voz que sobresale
entre los primeros ahogos y quejidos. Los cuerpos humanos ahora son bultos sin ojos y sin cara que buscan,
desesperados, la puerta de salida. Los pibes teclean sus celulares y causa impresión el reflejo fantasmagórico
que les da en las caras.
El descontrol avanza. Hay pisotones, puteadas, tironeos. Todos están a ciegas y se potencian los otros
sentidos. El gusto venenoso del humo es inaguantable. También el olor a vómito, a quemado, a transpiración
y a botellas de cerveza rotas.
Entre los apretujones, quedan marcas de manos estampadas en las paredes.
Unas chicas tienen pánico de que les caigan los escombros del entrepiso. Pero no son escombros. Son
personas que se tiran para no morir quemadas.
En la escalera caen algunos pibes, rodando entre las llamas.
Otros advierten que caminan sobre personas. Parece un sendero sembrado de humanos. Pero la única opción
es caminar. Asfixiados, los que están en el suelo agarran de los pies a los que están arriba. Los frenan. Los
dejan descalzos. Exhalan voces débiles. Soltame. Dios. Me muero.
Las chicas que están en el piso trepan entre los pantalones que pasan cerca y les dejan marcas de manos
negras.
Los intoxicados salen confundidos. Ya no saben si están en el presente o si lo que viven es un recuerdo. O
alguna clase de sueño perverso y terrorífico.
En la puerta, los chicos menos afectados ayudan a sacar a los que están desvanecidos. Arrastran cuerpos
pesados como bolsas secas de cemento. Para moverlos hay que tirar con la fuerza de un caballo. Afuera, los
que caen en la vereda vomitan una sustancia negra, viscosa, inmunda. Parece el plástico derretido de un
parlante.
Vomitar los ayuda a sacar el veneno. Aunque los gritos siguen. Las madres corren y llaman por sus nombres a
sus hijos. Plaza Once es una catástrofe. Caras angustiadas. Caras irreconocibles, manchadas, desfiguradas.
Ambulancias. Bomberos. Cámaras de televisión. Decenas de pibes ya están tirados en la calle en línea,
pegados unos a otros, ordenados, muertos.
Los heridos desbordan las urgencias de los hospitales más cercanos.
Otros chicos se van a sus casas como pueden y cuando llegan se abrazan a sus familiares. Lloran. Durante
horas, días, no van a leer los diarios ni van a prender la tele. Prefieren el recuerdo de las cosas buenas. De los
sobrevivientes, los vecinos y los socorristas que salvaron vidas. De los choferes de la línea 68 que llevaron
heridos en colectivo hasta los hospitales. Pero de a ratos también se acuerdan de las cosas malas. Del estrago
y de los pungas que robaban zapatillas y mochilas a los que se cayeron para siempre.
*****
Ya van diez años de Cromañón, pero sus secuelas siguen siendo tan intensas y dolorosas que aquellas horas
parecen reproducidas, una y otra vez, por una máquina como la que imagina Adolfo Bioy Casares en la
Invención de Morel. Una máquina que repite secuencias vívidas y reales todo el tiempo, hasta la eternidad.
****
Los diarios de aquellos días dejan una crónica más o menos precisa: cerca de las 22:50 del 30 de diciembre de
2004 una bengala ardió sobre la media sombra en el techo del boliche República Cromañón, en el barrio de
Once de la ciudad de Buenos Aires. Por encima de la media sombra ardieron también los paneles acústicos y
el incendio liberó un gas venenoso: ácido cianhídrico. En un local sobrepasado tres o cuatro veces en su
capacidad, cuya puerta de emergencia estaba cerrada con candado y una serie de obstáculos frenaba la
evacuación en la única salida disponible, el fuego y el humo tóxico armaron las condiciones de una trampa
letal. Mientras trataban de escapar, murieron 194 personas y más de 1.300 sufrieron heridas, aunque todos los
sobrevivientes, incluidos los que salieron rápido y sin consecuencias físicas graves, padecen de por vida
secuelas psicológicas o respiratorias.
*****
Los especialistas dicen que existe un círculo concéntrico para cada tragedia, porque una víctima supone diez o
doce más: padres, abuelos, amigos.
En el caso de Cromañón las víctimas reales pueden ser 194. Pero las verdaderas son incalculables.
LA CANCIÓN QUE FUE UN SÍMBOLO
“Creo” y una reversión en la que participaron 18 artistas
Conductas y reacciones que conviene no olvidar
Enterado de la tragedia de Cromañón, el presidente Néstor Kirchner siguió instalado con su familia en El
Calafate, Santa Cruz, y su silencio iba a ser la demostración de un comportamiento que repetiría más adelante,
frente a otros estragos nacionales: salir rápido y permanecer fuera de la escena pública.
Por aquellos años Clarín, que todavía cuidaba la buena imagen del Gobierno, publicó una encuesta del CEOP,
reveladora por sus cifras: el 60 por ciento de los argentinos apoyaba esa conducta presidencial y sólo el 37 por
ciento rechazaba el hermetismo kirchnerista.
El santacruceño justificaba su indiferencia frente a las 194 muertes del boliche en Once con una frase
particular: “La tragedia fue demasiado grande como para agregarle gestos de exhibicionismo”. Nunca quedó
del todo claro a qué clase de gestos se refería.
Sea como sea, Kirchner salió airoso del derrumbe político que se llevó al jefe de Gobierno de la ciudad de
Buenos Aires Aníbal Ibarra, por entonces uno de sus aliados en la reconstrucción de la autoridad política que
seguía siendo frágil después de la crisis de 2001.
*****
Igual que con otras bandas del rock barrial —el llamado rock chabón, salido de los barrios con una fuerte
influencia de la cultura futbolera— existía una simbiosis entre los músicos de Callejeros y su público, que en
los recitales aportaba la pasión, las banderas y la pirotecnia. La lógica era la misma que en las tribunas, donde
los hinchas suponen que su aliento vale tanto como el fútbol que despliegan los jugadores en una cancha.
Pudo ser un equívoco. Pero sobran casos de clubes cuyos hinchas son, antes que nada, hinchas de su propia
hinchada.
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En 2005 León Gieco editó el disco "Por favor, perdón y gracias" con la canción "Un minuto", en el que
participa el líder de Callejeros Patricio Santos Fontanet. Los padres de las víctimas de Cromañón, acuciados
por el dolor, exigieron que el tema fuera censurado. Gieco mantuvo una reunión con un grupo de ellos y
aceptó: EMI lo sacaría de las siguientes ediciones del álbum.
Sin embargo la canción sonó igual, o más, en las radios de todo el país. La idea de silenciar la música chocó
con otra realidad: Youtube, las redes sociales y otros espacios en internet multiplicaron el supuesto mal que se
había pretendido eliminar.
La actitud de Gieco resultó un inesperado paso en falso. Un traspié que desnudó sus contradicciones, tantas
veces tapadas por la corrección política de los medios o por la admiración que le profesan los sectores progres
y las clases medias de los grandes centros urbanos. Si él pensaba que Fontanet era una víctima y no un
victimario, si compuso una canción y lo invitó a participar en su disco ¿por qué después decidió borrarlo del
registro discográfico? Ciertas versiones hablaron de fuertes presiones de EMI, que parecía preocupada por la
mala publicidad que le traía una controversia en semejante asunto.
La razón oficial de la desaparición de "Un minuto" en las siguientes ediciones de "Por favor, perdón y
gracias" no fue otra que la aparición tardía de una muestra de "respeto" al dolor de los familiares de las
víctimas de Cromañón.
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En un video de homenaje difundido por la agrupación "No nos cuenten Cromañón", dieciocho artistas
presentaron una nueva versión de la canción "Creo", compuesta por Pato Fontanet y Maximiliano Djerfy y
grabada por Callejeros después de la tragedia.
Entre los artistas participantes están Eli Suárez de Los Gardelitos, Luciano Napolitano de Lovorne, Rolo
Sartorio de La Beriso y Alejandro Kurz de El Bordo. El tema es una especie de rezo, un credo personal que
revela dolores interiores y cuestiona a los medios masivos. Medios a los que los seguidores de Callejeros
enfrentaron por el modo en que abordaron la cultura de barrio y rockera, una cultura que, en realidad, muchos
argentinos desconocían o prejuzgaban.
"Creo que con una palabra puedo decir mil cosas/ pero no creo en el circo de la información/ todo decanta en
tu amor/ y en mi dolor", dice Patricio Santos Fontanet en la canción. Aunque hasta los contrastes necesitan de
los matices: si diez años después del incendio el dolor todavía no decanta en olvido es, en gran medida, por el
trabajo del periodismo y la cobertura de los grandes medios.
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